EL PAPA FORMOSO Y EL CONCILIO CADAVÉRICO
Durante siglos, la religión fue un factor de enorme importancia en la política europea. Y, en consonancia con esto, los prelados desempeñaron en dicha política un papel de primer orden. En ausencia de modernas ideologías, la religión legitimaba el orden establecido y situaba a los hombres en la sociedad del momento gracias a leyes divinas que permitían a reyes, duques y condes ocupar sus peldaños más elevados.
Los religiosos, a su vez, tenían su propia escala social. Una pirámide sustentada por monjes, frailes y párrocos, cuyos niveles superiores ocupaban obispos, arzobispos y cardenales. Y por encima de unos y otros, el Papa.
El poder de la Iglesia católica no solo era espiritual, sino también material. Por ejemplo, la prohibición del matrimonio a los religiosos –y la imposibilidad, por tanto, de legar propiedades a sus descendientes– ayudó a que, en Europa occidental y con el paso de los siglos, la Iglesia acumulase un patrimonio inmenso. Máxime cuando los poderosos adquirieron la costumbre de donar y legar a la Iglesia bienes y, sobre todo, propiedades, que ya nunca retornaban al estamento civil. Por eso, en los puestos más altos de la Iglesia, el ascendiente social que podía tener un simple cura sobre los aldeanos se convertía, en el caso de los prelados, en influencia política. De ahí que, en la política europea de las Edades Media y Moderna, tantas figuras políticas de primera línea fueron cardenales u obispos. No es que fueran llamados por una intensa vocación religiosa, sino que tomaban los hábitos para convertirse directamente en grandes
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