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INTRODUCCIÓN
Hemos visto en el tema anterior que el mundo creado por Dios, bueno en sus
orígenes, se fue corrompiendo sucesivamente por la rebelión del hombre contra el Dios
creador. Esta rebelión se originó por dos motivos fundamentales: 1) el deseo de llegar a
ser como Dios; 2) y el deseo del hombre de ocupar el puesto de Dios, convirtiéndose en
el dueño y señor del mundo y de la vida.
La soberbia y la ambición del hombre no sólo no le convirtieron en un dios, sino
que le llevó a perder la amistad con Dios y a vivir separado de él. Esta separación entre
Dios y el hombre fue el origen de la degeneración, del desorden y de las transgresiones
del género humano (el odio y la muerte del hermano, la venganza, los pecados sexuales,
el deseo de ser famoso, etc.). Esta situación catastrófica colmó la paciencia de Dios, que
se vio obligado a intervenir para castigar tanta injusticia y pecado (vida errante, diluvio y
torre de Babel). Con la confusión de las lenguas y la dispersión de los pueblos por toda la
tierra parecía que se había llegado al final a la separación definitiva entre el hombre y
Dios y, como consecuencia, a la destrucción total del mundo. Sin embargo, Dios sigue
interviniendo en la historia de los hombres y en la persona del patriarca Abraham anuncia
una promesa: gracias a él serán bendecidas todas las familias de a tierra (Gn 12,3).
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5,6-7), por lo que podemos imaginar al joven Abraham con su familia subiendo las
escaleras de la torre de los dioses Sin y Ningal para presentarles sus ofrendas.
Gracias a los descubrimientos arqueológicos, hoy se sabe que, hacia el 1950 a. C.,
con la caída de la dinastía III de Ur, una serie de invasiones de los pueblos elamitas por el
este y de los amorreos por el oeste devastaron la Mesopotamia Inferior, obligando a sus
habitantes a emigrar hacia la Alta Mesopotamia, en concreto hacia Jarán. Probablemente
el clan de Téraj estaba entre estos grupos de emigrantes, por lo que se dice en Gn 11,31:
“Téraj tomó a su hijo Abram, a su nieto Lot, el hijo de Harán, y a su nuera Saray, la
mujer de su hijo Abram, y salieron juntos de Ur de los Caldeos, para dirigirse a Canaán.
Llegados a Jarán, se establecieron allí”. Jarán se halla a mitad de camino entre Ur y
Canaán. El nombre del lugar significa ‘ruta’, porque era el paso obligado de las caravanas
comerciales que iban a Mesopotamia, a Siria y a Egipto.
En resumen, Abraham era el hijo del jefe de una tribu, por lo tanto rico en ganado,
dinero, esclavos, siervos, etc. Adoraba a los dioses de moda en aquella época, a los que
todos sus compatriotas adoraban. Se convierte en emigrante porque la vida de su familia
estaba en peligro debido a los ataques de los pueblos vecinos. Y reside en un lugar
llamado Jarán hasta la edad de 75 años, donde tras la muerte de su padre ejerce de jefe
del clan y llevando una vida seminómada, de un lado para otro.
Fue en Jarán, segunda patria de Abraham, donde tuvo lugar la primera llamada del
Señor: “Yahvé dijo a Abram: Vete de tu tierra, de tu patria y de la casa de tu padre, a la
tierra que yo te mostraré” (Gn 12,1). Un Dios desconocido y misterioso (distinto de los
dioses que adoraba en Ur) le habla, probablemente en su interior, y le invita a
abandonarlo todo.
Esta llamada o invitación de Dios subraya lo que Abraham tiene que abandonar
con tres expresiones que indican hasta qué punto ha de llegar esta dolorosa renuncia, algo
que se produce de modo gradual. El abandono de la ‘tierra’ significa la renuncia a sus
propiedades, al paisaje que ha dado hasta el momento sentido a su vida; de este modo se
convierte en un emigrante. El abandono de la ‘patria’ es el abandono del lugar de
nacimiento, del clan donde encuentra afecto y solidaridad, de los usos y las costumbres,
de la lengua; así se convierte en un apátrida. El abandono de la ‘casa de su padre’
expresa el abandono del domicilio familiar, de los miembros de la familia, allí donde es
perfectamente feliz y encuentra tantas razones para vivir; así se convierte en huérfano
voluntario. En cambio, la tierra que se le promete queda en una lejana esperanza. Frente
al imperativo ‘vete’, el futuro ‘te mostraré’ es muy impreciso desde el punto de vista del
lugar al que se refiere y del tiempo en el que va a suceder.
Por tanto, la llamada de Dios a Abraham comporta las más duras renuncias.
Primero, le separa de su país natal, Ur; ahora, en Jarán, le separa de su hermano Najor;
pronto le separará también de su sobrino Lot; más tarde, en Mambré, le separará de su
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hijo Ismael; finalmente, en Bersheba, le pedirá el supremo sacrificio de renunciar a su
hijo Isaac. Pero la finalidad de la vocación no es aislarse o desentenderse de los demás,
sino ofrecer un servicio mejor. Dios separa a Abraham de su tierra y de su familia para
hacerle instrumento de bendición de todas las familias de la tierra.
La fe-confianza que Dios exige del hombre elegido es radical: debe dejar lo
seguro por algo que es sólo posible, debe abandonarse totalmente en la palabra de Dios.
Esta fe le lleva a la miseria total, con el riesgo de que ese Dios, del que se ha fiado, no
exista y haber perdido todo por nada. Además esa fe debe ser activa: no le pide a
Abraham que se quede esperando la realización de las promesas, sino que se ponga en
camino para buscar esa tierra.
2. LA PROMESA
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como una realización futura de alcance universal y espiritual. En el NT, la tierra
prometida se transforma en el reino de los cielos (Mt 5,4) y la descendencia se concentra
en la persona del Mesías (Mt 1,1; Hch 3,3; Ga 3,8), que dará origen a un pueblo nuevo, el
Israel de Dios, la Iglesia. La promesa es el evangelio en perspectiva de futro y el
evangelio es la promesa realizada.
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personificaban a las fuerzas de la naturaleza: tenían especial devoción a Baal (dios de las
lluvias y de la fertilidad agrícola) y a Astarté (diosa del amor y de la fecundidad humana).
Sus santuarios estaban en las colinas o montañas y a la sombra de árboles de hoja
perenne. Junto al altar dedicado al dios El, se levantaba una estela, símbolo masculino de
Baal y un tronco de árbol, símbolo femenino de Astarté. En estos ‘lugares altos’ las
multitudes ofrecían sacrificios humanos y se entregaban a la prostitución sagrada. A estos
lugares acudieron con frecuencia los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob, pero sólo
adoraban a El, sin hacer ofrendas a los otros dioses.
4. LA TENTACIÓN DE ABRAHAM
Abraham, como buen pastor nómada, fue avanzando continuamente hasta el sur
del país en busca de nuevos pastos para sus rebaños de ovejas y cabras. Pero una gran
sequía le obligó a bajar hasta el delta del Nilo, Egipto, refugio tradicional de los pueblos
vecinos en tiempos de persecución y de hambre. El hambre es la primera gran prueba o
tentación de Abraham. Ante esta tentación, Abraham pierde su confianza en el Dios en
quien creyó incondicionalmente al momento de la llamada. Su pecado se manifiesta en su
forma de actuar: busca la solución de su problema (el hambre) no en el Señor, sino en
Egipto. Además, se sirve de la mentira para mantenerse en vida, provocando así el rapto
de Sara, que fue llevada al harén del Faraón: “Mira, yo se que eres mujer hermosa. En
cuanto te vean los egipcios, dirán: es su mujer, me matarán a mí y a ti te dejarán con
vida. Di, por favor, que eres mi hermana, a fin de que me vaya bien por causa tuya y viva
en gracia a ti” (Gn 12,11-13). Abraham, más que el prototipo de una fe ciega en Yahvé y
en sus promesas, parece un hombre astuto y cobarde que se sirve de la mentira para
salvar su propia vida y obtener todo tipo de beneficios materiales: animales, siervos, etc.
Con su actitud egoísta pone en peligro tres de las promesas de Yahvé:
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Dios, se acentúa más la gracia divina que la cooperación del hombre. De hecho, el
Faraón, que había tomado a Sara para sí sin saber el pecado que estaba cometiendo, es
castigado por Dios con unas plagas destructoras; mientras que Abraham, el desconfiado,
el hambriento que temía por su vida, es expulsado del país cargado de riquezas, signo de
una bendición que no merecía por su conducta. Éstas son las ironías de Dios, un Dios que
siempre sale en defensa de su proyecto de salvación en momentos de peligro.
1. LA SEPARACIÓN FAMILIAR
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2. ABRAHAM SOCORRE A LOT
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Abraham es el amigo de Dios, y por tanto no le puede ocultar lo que va a realizar.
A pesar de esto, sorprende la osadía del justo quien, humilde y audaz, pretende ser el
mediador de la salvación de Sodoma, en la línea de las promesas. Regatea con Dios por
amor a aquellos que representan a la humanidad pecadora. Con su oración de súplica
desea conseguir la benevolencia de Dios y apela a un tipo de justicia cercana a la
misericordia redentora, que consiste en perdonar a todos por la inocencia o justicia de
unos pocos: Abraham le pregunta a Dios, desde su humildad y pequeñez, si bastarían 50
justos para salvar a la ciudad pecadora. Después sigue regateando hasta 45, 40, 30, 20,
10. Ya no se atreve a rebajar más y Yahvé se compromete a perdonarlos a todos por amor
a 10 justos. La intercesión de Abraham es por amor; un amor que nace de la fe en un Dios
en quien la justicia y la misericordia van de la mano: una justicia que no mezcla a
inocentes y culpables; y una misericordia que perdona a los pecadores por amor a los
justos.
La oración de intercesión de Abraham deja abierta una puerta a la esperanza de
que en la ciudad de Sodoma se encuentren unos cuantos justos que puedan traer la
salvación para todos. Lo cual nos dice que la oración humilde y perseverante ablanda el
corazón de Dios y aplaca la justicia divina; y también que nuestro Dios es misericordioso
antes que justo, que no busca el castigo de los pecadores, sino el perdón de todos por
amor de unos pocos inocentes.
El relato continúa presentando a Lot, al igual que Abraham, como el campeón de
una hospitalidad que llega hasta el heroísmo, pues está dispuesto a entregar a sus hijas a
la voracidad lujuriosa de sus paisanos (querían abusar de ellos) antes que entregar a sus
huéspedes. La sublime hospitalidad de Lot es la que le va a salvar la vida a él y a su
familia, porque además se mantuvo justo entre los pecadores.
¿Cuál fue el pecado de los Sodomitas que les llevó a la destrucción? La maldad
de los sodomitas está muy bien representada en palabras y acciones: la ciudad entera,
formada por todos sus varones, violenta la casa de Lot, despreciando los sacrosantos
derechos de la hospitalidad (pecado social) y los límites del sexo (pecado moral:
homosexualidad).
El desenlace del episodio es de castigo para unos y de salvación para otros. Los
ciudadanos pecadores, los yernos desconfiados y la mujer desobediente de Lot perecen en
el castigo divino. Sin embargo, el justo Lot y sus hijas se salvan por su hospitalidad. Pero
no fue fácil salvar a Lot, pues se ‘negaba a salir de la ciudad’ (Gn 19,15-16), y se resiste a
ser salvado porque esa salvación exige el desprendimiento total de todas las posesiones y
eso no es fácil de abandonar. El texto también nos dice que si Lot se hubiera negado a
salir de la ciudad, Dios no habría podido destruirla (por la justicia de Dios que perdona a
los justos y castiga a los malvados). Así lo dan a entender los enviados divinos: “escápate
allá, porque no puedo hacer nada hasta que no entres allí” (Gn 19,22).
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3.4. LOS PROYECTOS DE ABRAHAM
c. La respuesta de Dios
La respuesta de Dios fue clara. No aceptó la propuesta de Abraham y dijo: “No te
heredará Eliezer, sino que te heredará uno que saldrá de tus entrañas” (Gn 15,4). Dios
no está en contra de las costumbres de la época, pero tampoco acepta que Abraham
considere más importantes estas costumbres que la fe en Dios y en sus promesas,
convirtiéndolas así en la base de su seguridad. Rechazando la propuesta de Abraham,
Dios le ayuda a descubrir donde está su defecto: tiene que fiarse de Dios y de sus
proyectos.
Con el rechazo de Dios, Abraham se encuentra otra vez en el punto de partida,
pero la promesa sigue teniendo validez e incluso es aumentada: “Abraham mira al cielo y
cuenta las estrellas, si puedes contarlas. Pues bien, así será tu descendencia" (Gn 15,5).
4. La opción de Abraham
Esta era la situación de Abraham: en la promesa lo poseía todo; en realidad no
poseía nada. Tuvo que elegir entre Eliezer, el heredero designado, y un posible hijo que
nacería de sus entrañas; entre una costumbre aceptada en esa época y una promesa sin
garantías; entre su propio proyecto y el de Dios. Para ser fiel a este Dios, tenía que
cambiar lo seguro por lo inseguro, caminar en la oscuridad y navegar contra corriente. El
futuro prometido por Dios tenía que nacer del propio Abraham, no de un sustituto.
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Abraham optó por Dios, puso su confianza en la promesa del nacimiento de un
“hijo de sus entrañas”, en la posesión de la tierra de Canaán y en una descendencia tan
numerosa como las estrellas del cielo. En ese instante es cuando Abraham comenzó a ser
justo, dice la Biblia (Gn 15,6). Pero el camino hacia la meta será largo y fatigoso.
¿Cuándo se cumplirán estas promesas? Cuando Dios lo decida; el momento es de Dios,
no del hombre. Por eso el hombre debe mantenerse firme en la fe y seguir confiando en
Dios, aunque el tiempo siga pasando y no se observen señales concretas y claras de la
inminente realización de las promesas divinas. Es una fe muy exigente para el hombre y,
a veces, esta exigencia de fe llega hasta el absurdo.
a. El problema de Sara
Eliezer, que parecía el camino más lógico para asegurarse un futuro, a los ojos de
Dios es un callejón sin salida. Según la promesa renovada por Dios, el pueblo debía nacer
de un hijo natural del propio Abraham, de su carne y de su sangre (Gn 15,4). Pero,
¿Cómo podía Sara, la esposa estéril, dar a luz a ese hijo que Dios prometía y que
Abrahán esperaba? Sara tampoco fue capaz de creer en Dios y en sí misma. Por tanto,
buscó la fórmula para garantizar la promesa de Dios dentro de los límites de la realidad y
de la lógica humana.
c. La respuesta de Dios
Dios ignoró la proposición de Sara y dijo a Abraham: “A Saray, tu mujer, no la
llamarás más Saray, (que significa ‘princesa’), sino que su nombre será Sara. Yo la
bendeciré y de ella también te daré un hijo. La bendeciré y se convertirá en naciones:
reyes de pueblos procederán de ella” (Gn 17,15-16). Abraham, en primer lugar se rió, es
decir, dudó de la palabra de Yahvé; en segundo lugar, se entristeció e suplicó con
lágrimas en los ojos que conservara la vida a Ismael, con eso estaría contento. En efecto,
¿Qué podía espera un hombre, destinado a ser el padre de un pueblo numeroso, de una
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esposa estéril y anciana? El sentido común le decía que no había otra solución posible,
por eso insiste en que Dios realice su promesa por medio de Ismael, el hijo de la
sirvienta, diciendo: “¿A un hombre de cien años va a nacerle un hijo? Y Sara, ¿a los
noventa años va a dar a luz? ¡Si el Señor aceptara al menos a Ismael!” (Gn 17, 17-18).
Abraham demuestra una vez más que no cree en promesas sin fundamento, y por esto
pide que le conserve la seguridad que promete Ismael. Pero Dios va por otro lado y su
respuesta es clara y contundente: “Sí, Sara, tu mujer, te dará a luz un hijo y le pondrás
por nombre Isaac” (Gn 17,19). De nuevo, Dios rechaza la propuesta lógica de Abraham,
pero renueva y amplía la promesa: Su alianza con Isaac será eterna (Gn 17,19.21).
Esto no significa que Dios se manifiesta en contra del sentido común o de los
proyectos humanos. Sin embargo, se niega a aceptar la falta de fe del hombre y que éste
disimule su falta de fe tras proyectos honestos y lógicos, pretendiendo además, que Dios
los acepte como si fuesen el verdadero proyecto de la promesa. Dios no entra en este
juego y tampoco admite que el hombre se adueñe de sus promesas ni le use para sus
propios proyectos. En esto, Dios escapa a las garras del hombre.
d. La opción de Abraham
El conflicto de la descendencia se agiganta y el patriarca se vuelve a encontrar en
un callejón sin salida: la promesa aumentaba cada vez más, pero la realidad (edad
avanzada y esterilidad de Sara) parecía cada vez más contraria a la promesa. Dios sigue
sin aceptar la ayuda que Abraham le propone para solucionar el tema de la promesa.
Abraham debe realizar de nuevo una opción o elección: creen en Dios y en su
proyecto aparentemente absurdo o dejar a Dios a un lado y actuar según su propio
proyecto, más seguro y fiable. De nuevo, el padre de la fe decidió optar por Dios: cambió
lo seguro por lo inseguro y comenzó de nuevo, ¡a los cien años de edad! Desistió de
encajar a Dios en su proyecto y aceptó el proyecto divino, aunque le pareciera imposible
de realizar. Caminaba a oscuras. Su única luz era la promesa divina que le empujaba a
seguir creyendo y fiándose de Dios, sin saber cómo ni por qué.
a. La risa de Sara
A pesar de las crisis y de las dificultades, la vida sigue su curso. Cierto día,
sentado a la puerta de su tienda, Abraham recibió la visita de tres mensajeros de Dios (Gn
18,1-2). Se levantó y los recibió con un hospitalidad ejemplar (Gn 18,2-8). Durante la
comida uno de ellos preguntó: “¿Dónde está Sara, tu mujer? Ahí, en la tienda. Y el
mensajero dijo: Volveré sin falta a ti pasado el tiempo de un embarazo, y para entonces
tu mujer Sara tendrá un hijo. Sara lo estaba oyendo a la entrada de la tienda, a sus
espaldas, se rió para sus adentros y dijo: Ahora que estoy pasada, ¿sentiré el placer, y
además con mi marido viejo?” (Gn 18,9-12). Una vez que Ismael había sido rechazado
para realizar la promesa, Sara debió perder completamente la esperanza dada la edad
avanzada y su estado de esterilidad. Ya no creía en proyectos, se volvió desconfiada y no
debió ser tarea fácil para Abraham el convencerla de que continuase la marcha con él.
b. La intervención de Dios
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A Dios no le gustó mucho la risa de Sara y dijo a Abraham: “¿Por qué se ha reído
Sara? ¿Por qué ha dicho: Y justamente ahora que soy vieja, voy a dar a luz? ¿Hay algo
imposible para Yahvé? Pues bien, voy a visitarte dentro de un año y Sara tendrá un hijo”
(Gn 18,13-14). Sara tuvo miedo e intentó defenderse: "No me he reído". Pero el
mensajero repitió: "Nada de eso, sí que te has reído" (Gn 18, 15). De nada sirve querer
disculpar la falta de fe, pues Dios la descubre enseguida.
De nuevo, los dos ancianos se encuentran delante de una promesa hermosa, pero
utópica, sin garantías fiables, a no ser la confianza en la palabra de Dios. Tenían que creer
que Dios era capaz de realizar lo imposible, y la única forma razonable era creer que Dios
por medio de Sara, mujer estéril y anciana, podía engendrarles un hijo.
a. El sacrificio de Isaac
Esta es una de las páginas más escalofriantes de la Biblia. Cuando la promesa
divina comenzaba a tener sentido con motivo del nacimiento de Isaac, cuando el futuro
estaba garantizado, Dios no contento todavía, le exige más a Abraham: “Después de
todas estas cosas sucedió que Dios tentó a Abraham y le dijo: ¡Abraham! ¡Abraham! Él
respondió: Aquí estoy. Y Dios le dijo: Toma a tu hijo, al único que tienes, al que amas, a
Isaac, vete al monte Moria y ofrécele allí en sacrificio en uno de los montes, el que yo te
diga” (Gn 22,1-2).
Isaac es el hijo de la larga espera de un padre viejo y una madre estéril. Después
de esperarlo muchos años, ahora, apenas destetado, Dios le ordena a Abraham que lo
sacrifique, que lo haga desaparecer. ¡Sacrificar al hijo! Cuando Abraham respondió a la
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llamada de Dios, enterró su pasado; ahora debe renunciar al porvenir. Ese hijo era la
garantía de que el Dios que le llamó existía, de que cumplía sus promesas y, además de
ser su amigo, le amaba. El hijo era el don que sostenía las promesas divinas. Sin el hijo,
la descendencia numerosa se esfuma, la tierra prometida no tiene destinatario, fama y
nombre resultan imposibles; si muere Isaac, todo muere con él. ¡Se acabó todo!
¡Oscuridad total! ¡Adiós pueblo! ¡Adiós tierra! ¡Adiós bendición!
Abraham una vez más se enfrenta a un dilema: ha de escoger entre obedecer a
Dios o agarrarse al hijo de la promesa divina. Si sacrifica a Isaac, destruye por obediencia
la prueba concreta y evidente que sostiene su fe; si acepta la orden de Dios volverá a caer
en la oscuridad más absoluta.
b. ¿Por qué quiso Dios probar a Abraham? ¿No le había probado bastante?
La promesa que Dios había hecho a Abraham se estaba realizando con el
nacimiento de Isaac, pero su fe y confianza en Dios necesitaba de una prueba final y
definitiva para ser perfecta. Abraham podía pensar así: ‘Isaac cumple todas las exigencias
de Dios, así puedo comenzar a construir el futuro, basándome en este hijo’. Si Abraham
hubiera pensado de esta manera, se habría negado a sacrificar a su hijo, a matar la raíz de
un futuro prometedor. Por tanto, su fe no estaría en Dios, sino en el hijo de la promesa.
Así pues, era necesaria esta prueba para purificar la fe de Abraham en ese Dios que todo
lo puede, para hacerla perfecta, de manera que la bendición divina pudiera alcanzar a
todos los hombres.
c. La obediencia de Abraham
Abraham respondió como Dios se esperaba: no se agarró a Isaac, sino a la Palabra
de Dios, que pedía el sacrificio de Isaac. En otras palabras, ¡Abrahán obedeció a Dios!
(Gn 22,18). Sin ver nada con claridad, él lo apostó todo por Dios para ganarlo todo. Fue
una jugada muy arriesgada, pero fue lo más acertado sin duda. Abraham apostó por el
Dios que vence a la muerte y, gracias a esta obediencia, salvó la vida del hijo, salvó el
futuro del pueblo y salvó la bendición para todos. De hecho, cuando Abraham sacó el
cuchillo para sacrificar a Isaac, en ese momento intervino Dios: “Abraham, no alargues
tu mano contra el niño ni le hagas nada, que ahora ya sé que tú eres temeroso de Dios,
ya que no me has negado a tu hijo, tu único... Juro por mí mismo que por haber hecho
esto, por no haberme negado a tu hijo, a tu único, te colmaré de bendiciones y
multiplicaré tanto tu descendencia, que será como las estrellas del cielo y como las
arenas de la playa, y tu descendencia se adueñará de las puertas de sus enemigos. Por tu
descendencia serán bendecidas todas las naciones de la tierra, porque me has
obedecido” (Gn 22,12.15-18).
Al morir Sara (Gn 23,1), para poder enterrarla, Abraham quiso comprar un trozo
de tierra que pudiese servir de tumba (Gn 23,3-19). Más tarde, el propio Abrahán fue
enterrado en esta misma tumba, situada en Palestina (ver Gn 25,7-10).
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El sepulcro de Abraham y Sara era de tierra comprada, posesión segura, adquirida
justamente, pagada con dinero propio, con título legítimo de posesión, inscrito en el
registro, a la vista de todos. Efrón, el dueño de la tierra, quería regalársela, pero Abraham
no aceptó el regalo, él quería su propiedad y posesión. Y lo consiguió (Gn 23,3-18). Una
tumba fue la única porción de tierra que Abraham consiguió en vida. Él vivió toda la vida
buscando un pueblo; pero murió sin pueblo, apenas tenía un hijo. Vivió buscando tierra,
pero murió sin tierra; apenas si tenía una tumba.
¿Gastó Abraham toda su vida para no conseguir lo que buscaba? No, no gastó
su vida inútilmente. El hijo era el comienzo del pueblo. La tumba, el comienzo de la
posesión de la tierra. Sin el hijo, jamás habría nacido el pueblo. Sin el título de posesión
de la tumba, sus descendientes no habrían tenido ninguna prueba válida que justificara el
derecho a la propiedad de aquella tierra. Abraham murió sin ver el resultado de su obra,
pero dejó la semilla del futuro enterrada firmemente en el suelo de la vida.
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1. Los nombres de los patriarcas eran comunes en la alta Mesopotamia en esta
época: aparecen Téraj, Abram, Saray, Najor, Jacob, Leví y Benjamín. Sin embargo, siglos
más tarde ya no se usarán para nombrar a la gente de Israel.
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