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EL MAL
Y LA MENTIRA
Traducción de Alicia Steimberg
EMECÉ EDITORES
Diseño de tapa: Eduardo Ruiz
Título original: People of the Lie, The Hope For Healing Human Evil
Copyright © 1983 by M. Scott Peck, M. D.
Esta edición se publica por convenio con el editor original
Simon & Schuster, New York
El autor agradece el permiso para reproducir los fragmentos de las obras que cita
© Emecé Editores SA., 1988
Alsina 2062 - Buenos Aires, Argentina
2da.impresión
Impreso en Caribe,
Udaondo 2646, Buenos Aires, noviembre de 1995
Reservados todos los derechos.
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones
establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento incluidos
la reprografía y el tratamiento informático.
3
That hideous strength, Macmillan Paperback Edition, New York, 1965, p. 316.
He hecho múltiples alteraciones en los detalles de cada uno de los muchos casos relatados
en este libro. Los pilares de la psicoterapia y la ciencia son la honestidad y la exactitud. Sin
embargo, los valores a menudo entran en competencia, y la preservación del carácter
confidencial del material tiene precedencia con respecto al relato total o exacto de detalles
irrelevantes. Por lo tanto, los puristas pueden desconfiar de mis “datos”. Por otra parte, si creen
reconocer a alguno de mis verdaderos pacientes en este libro, se equivocarán. Pero
probablemente reconocerán a muchos individuos que pertenecen a los tipos de personalidad que
describo. Esto ocurrirá porque creo no haber distorsionado significativamente la realidad de la
dinámica humana involucrada. Y he escrito este libro basándome en lo que esa dinámica
humana tiene en común en los distintos casos, y la necesidad de percibirlos y comprenderlos
como seres humanos.
La lista de personas a quienes debo agradecer por su apoyo en este trabajo es tan larga que
resulta imposible hacerla, pero las siguientes merecen atención especial: mi fiel secretaria, Anne
Pratt, que sin contar con una procesadora de palabras escribió a máquina el manuscrito aparente-
mente interminable en todas sus versiones y revisiones a lo largo de cinco años; mis hijos,
Belinda, Julia y Christopher, que sufrieron la adicción al trabajo de su padre; aquellos de mis
colegas que me sostuvieron con su propia valentía para enfrentar la terrible realidad de la maldad
humana; en particular mi esposa, Lily, a quien dedico esta obra, y mi querido ‘ateo’’, Richard
Slone; mi editor, Erwin Glikes, que me apoyó tanto con su fe en la necesidad de escribir este
libro; todos los valientes pacientes que se sometieron a mis vacilantes manipulaciones,
convirtiéndose así en mis maestros; y, finalmente, a dos grandes estudiosos modernos de la
maldad humana, que me sirvieron de guía: Erich Fromm y Malachi Martin.
George siempre había sido una persona sin preocupaciones -o al menos eso creía- hasta esa
tarde a comienzos de octubre. Es cierto que tenía las preocupaciones habituales de un vendedor,
y de un hombre casado y con tres hijos, dueño de una casa que de vez en cuando tenía goteras en
el techo y de un jardín con césped que siempre había que estar cortando.
También es cierto que él era una persona muy prolija y ordenada que se preocupaba más de
la cuenta si el césped estaba un poco alto o la pintura de la casa un poco deteriorada. Y es cierto
que por las tardes, en particular en el atardecer, siempre experimentaba una extraña mezcla de
tristeza y miedo. A George no le gustaba el crepúsculo. Pero esto sólo duraba unos minutos. A
veces, si estaba ocupado vendiendo o si el cielo estaba gris, no percibía en absoluto la hora del
atardecer.
George era un vendedor de primera, un vendedor innato. Era apuesto, hablaba muy bien, se
comportaba con naturalidad y sabía contar historias; había conquistado el territorio del sudeste
con velocidad meteórica. Vendía tapas de plástico para envases, del tipo de las que se adaptan a
las latas de café. Era un mercado competitivo. La compañía de George era una de las cinco
compañías nacionales que fabricaban ese producto. Después de dos años de haber sustituido en
esa zona a un hombre que no era nada lento, George, con su capacidad de orden, había triplicado
las ventas. A los treinta y cuatro años ganaba cerca de sesenta mil dólares por año entre el sueldo
y las comisiones, sin siquiera tener que trabajar demasiado. Había triunfado.
El problema empezó en Montreal. La empresa sugirió que fuera allá para asistir a una
convención de fabricantes de plástico. Como era otoño, y ni él ni su mujer, Gloria, habían visto
nunca la caída de las hojas en el norte, decidió llevarla con él. Lo pasaron muy bien. La
convención fue como tantas otras, pero el follaje era una maravilla, los restaurantes excelentes, y
Gloria estaba de bastante buen humor. En su última tarde en Montreal fueron a visitar la
catedral. No porque fueran religiosos: Gloria profesaba a lo sumo un tibio protestantismo, y
George, que había tenido que tolerar a una madre fanáticamente religiosa, sentía una fuerte
antipatía por las iglesias. Pero era una de las excursiones, y ellos habían ido a conocer. A
George la catedral le resultó sombría y nada interesante y se alegré cuando Gloria dio por
terminada la visita. Cuando salieron a la luz George advirtió una alcancía cerca de la pesada
puerta. Se detuvo, indeciso. Por un lado no tenía deseos de dar ni un centavo a esta iglesia ni a
ninguna otra. Por otra parte, sentía el temor absurdo de estar poniendo su vida en peligro si no
contribuía. El temor lo ponía mal; él era un hombre completamente racional. Pero luego se le
ocurrió que seria totalmente racional hacer una pequeña contribución, así como es totalmente
racional pagar una entrada a un museo o a un parque de diversiones. Decidió donar las monedas
que tenía en el bolsillo si no eran demasiadas. No, no lo eran. Cantó cincuenta y cinco centavos
en monedas pequeñas y las echó en la alcancía.
En ese momento se le cruzó el primer pensamiento. Le llegó como un golpe, una trompada,
completamente inesperada, que lo dejó mareado, confundido. Era algo más que un pensamiento.
Era como si el pensamiento estuviera impreso en su mente: MORIRÁS A LOS CINCUENTA Y
CINCO AÑOS.
George buscó la billetera en su bolsillo. Tenía la mayor parte del dinero en cheques de
viajero. Pero tenía un billete de cinco dólares y dos de uno. Los sacó rápidamente de la billetera
y los metió en la alcancía. Luego tomó de un brazo a Gloria y prácticamente la empujó por la
puerta. Ella le preguntó qué le pasaba. Él le respondió que de pronto se había sentido mal y
quería volver al hotel. George no recordaba haber bajado la escalinata de la catedral ni haber
llamado un taxi. El pánico sólo se calmó cuando estuvo acostado en la cama del hotel, fingiendo
vagamente estar enfermo.
Al día siguiente, mientras volaban de regreso a su casa en Carolina del Norte, George se
sentía tranquilo y confiado. Olvidó el incidente.
Dos semanas después, mientras iba en su auto a trabajar en Kentucity, George llegó a un
cartel que indicaba una curva y un límite de velocidad de cuarenta y cinco kilómetros. Al pasar
el cartel se le cruzó otro pensamiento, también como si estuviera grabado en grandes letras en su
mente: MORIRÁS A LOS CUARENTA Y CINCO.
George se sintió inquieto durante el resto del día. Pero esta vez pudo considerar su
experiencia con un poco más de objetividad. Los dos pensamientos tenían que ver con números.
Los números no eran más que números, nada más, pequeñas abstracciones sin significado. Si
tenían significado, ¿por qué habrían de cambiar? Primero cincuenta y cinco, ahora cuarenta y
cinco. Si eran coherentes, tal vez hubiera algo de qué preocuparse. Pero eran sólo números sin
significado. Al día siguiente George era otra vez el mismo de siempre.
Pasó una semana. Al entrar en las afueras de un pueblito un cartel anunciaba que ésa era la
entrada a Upton, Carolina del Norte. Y allí surgió el tercer pensamiento: SERAS ASESINADO
POR UN HOMBRE LlAMADO UPTON. George comenzó a preocuparse seriamente. Dos días
más tarde, al pasar por una vieja estación de ferrocarril abandonada, aparecieron otra vez las
palabras: al TECHO DE ESE EDIFICIO SE CAERÁ ESTANDO TÚ ADENTRO, Y TE
MATARÁ.
De allí en adelante los pensamientos aparecían casi todos los días, siempre mientras
manejaba para ir a los distintos lugares donde trabajaba en su zona. George comenzó a temer las
mañanas en que debía hacer viajes de trabajo. Se percibía preocupado mientras trabajaba, y
perdió el sentido del humor. Ya no notaba el sabor de la comida. Por las noches le costaba
dormirse. Pero todo era todavía soportable hasta la mañana en que cruzó el rio Roanoite.
Inmediatamente después tuvo este pensamiento: ÉSTA ES LA ÚLTIMA VEZ QUE CRUZAS
ESTE PUENTE.
George pensó en contarle a Gloria estos pensamientos. ¿Ella pensaría que estaba loco? No
se animaba a hacerlo. Pero esa noche, en la cama, despierto junto a Gloria que roncaba
suavemente a su lado, le tuvo rabia por estar en paz mientras él luchaba con su dilema. El puente
sobre el río Roanoke era una de sus rutas más transitadas. Para evitarlo tendría que desviarse
varios cientos de kilómetros cada mes o bien perder varios clientes. Al diablo, era absurdo. No
podía permitir que unos cuantos pensamientos dirigieran su vida, unos cuantos inventos de una
imaginación perversa. No había la más mínima evidencia de que estos pensamientos
representaran algún tipo de realidad. Pero, por otra parte, ¿cómo podía estar seguro de que no
eran reales? Eso es... podía probar que no eran reales. Si volvía a cruzar el puente Roanoke y no
moría, eso sería una prueba de que los pensamientos no eran reales. Pero si lo eran...
A la una de la mañana George tomó la decisión de arriesgar su vida. Mejor morir que vivir
atormentado de esa manera. Se vistió silenciosamente en la oscuridad y salió de la habitación.
Unos cien kilómetros para volver al puente Roanoke. Manejaba con gran cuidado. Cuando por
fin el puente apareció ante sus ojos sintió una opresión en el pecho que casi le impedía respirar.
Pero siguió adelante. Cruzó el puente. Hizo tres kilómetros más por la ruta. Luego giró y
volvió a cruzar el puente para volver a su casa. Lo había logrado. ¡Había probado que el
pensamiento era falso! Un pensamiento tonto, ridículo. Se puso a silbar. Cuando entró en su ca-
sa a la madrugada estaba eufórico. Se sentía bien por primera vez en dos meses. Se había
terminado el miedo.
Hasta tres noches después. Al volver a su casa por la tarde después de otro día de trabajo,
pasó junto a una profunda excavación a un lado del camino, cerca de Fayetteville. ANTES DE
QUE LA RELLENEN, TU AUTO CAERÁ DIRECTAMENTE DENTRO DE LA
EXCAVACIÓN Y TE MATARAS. Al principio George casi se rió de este pensamiento. Los
pensamientos no eran más que pensamientos, ¿acaso no lo había comprobado? Pero esa noche
no pudo volver a dormir. Era cierto que había comprobado la falsedad del pensamiento sobre el
puente Roanoke. Pero eso no significaba necesariamente que el pensamiento sobre la
excavación era falso. Tal vez éste fuera real. ¿Y si el pensamiento sobre el puente Roanoke sólo
hubiera servido para darle una falsa impresión de seguridad? ¿Y si realmente estaba destinado a
caer en esa fosa? Cuanto más lo pensaba, más ansioso se ponía. Le era imposible dormir.
Tal vez si volvía al borde de la fosa se sentiría mejor, como le había sucedido al volver al
puente. Pero la idea no tenía demasiado sentido, porque si bien podía ir hasta la fosa y volver a
casa sin ningún percance, nada aseguraba que no podía caer en la fosa en otra ocasión, más
adelante, como se lo habían pronosticado. Pero estaba tan ansioso que valía la pena probar. Una
vez más George se vistió en mitad de la noche y salió sigilosamente de la casa. Se sentía
estúpido. Casi se sorprendió cuando, después de haber llegado a Fayetteville, haber pasado junto
a la fosa e iniciado el viaje de regreso, comenzó a sentirse mejor, muchísimo mejor. Recuperó la
confianza. Sentía que nuevamente era dueño de su destino. En cuanto llegó a su casa se durmió.
Durante unas horas estuvo tranquilo.
La estructura de la enfermedad de George se afianzó y se hizo más devastadora. Cada uno o
dos días le volvían nuevos pensamientos sobre su muerte mientras manejaba en la ruta. Después
de tener el pensamiento su ansiedad se tornaba intolerable. En ese punto tenía la compulsión de
volver al lugar donde se le había presentado el pensamiento. Después de hacerlo volvía a
sentirse bien hasta el día siguiente, cuando se presentaba el nuevo pensamiento. Y recomenzaba
el ciclo.
George lo soportó durante otras seis semanas. Noche por medio salía de su casa y recorría
Carolina del Norte. Dormía cada vez menos. Bajó siete kilos. Tenía miedo de salir al camino,
de hacer su trabajo. Disminuyó su rendimiento. Algunos clientes comenzaron a protestar.
Estaba irritable con sus hijos. Finalmente, una noche de febrero, estalló. Llorando de rabia le
contó su tormento a Gloria. Gloria me conocía a través de una amiga. Me llamó a la mañana
siguiente, y por la tarde vi a George por primera vez.
Expliqué a George que sufría de una típica neurosis obsesivo-compulsiva, que los
“pensamientos” que lo perturbaban eran lo que los psiquiatras llamamos obsesiones, y que la
necesidad de volver a la escena del pensamiento era una compulsión.
-¡Claro! -exclamó- es una compulsión. Yo no quiero volver al lugar donde tuve el
pensamiento. Sé que es tonto. Sólo quiero dormirme y olvidarme del asunto. Es como si algo
me forzara a pensar en eso, a levantarme y a volver. No puedo evitarlo. Estoy compelido a
volver. Esa es la peor parte, ¿sabe? Si sólo fueran los pensamientos creo que podría soportarlo,
pero es esta compulsión a volver lo que me está matando, lo que me quita el sueño, lo que me
vuelve loco mientras paso horas debatiendo mentalmente: “¿Debo volver o no?” Mis
compulsiones son aun peores que mis... ¿cómo decía usted?... mis obsesiones. Me vuelven loco.
Aquí George hizo una pausa y me miró ansiosamente: -¿Usted cree que me estoy volviendo
loco?
-No –respondí-. Para mí usted todavía es un desconocido, pero a primera vista no me parece
que se esté volviendo loco ni que tenga nada peor que una fuerte neurosis.
-¿Quiere decir que otra gente tiene la misma clase de “pensamientos” o compulsiones?
-preguntó ansiosamente George-. ¿Otras personas que no están locas?
-Así es –respondí-. Sus obsesiones pueden no tener que ver con la muerte y sus
compulsiones pueden estar referidas a otras cosas. Pero el tipo de pensamientos no deseados y la
realización de acciones no deseadas es exactamente igual-. Y le conté a George algunas de las
obsesiones más comunes que aquejan a la gente. Le hablé, por ejemplo, de la gente que tiene
gran dificultad en irse de vacaciones porque nunca está segura de si cerró con llave la puerta de
entrada y tiene que volver a comprobarlo.
-A mi me ha pasado! -exclamó George-. He tenido que volver tres o cuatro veces a ver si
había dejado la cocina encendida. Qué bueno. ¿Es decir, que, según usted, yo soy como las
demás personas?
-No, George. Usted no es como las demás personas –contesté-. Si bien muchas personas,
incluso las que tienen éxito en la vida, sufren medianamente por su necesidad de sentirse
protegidas y seguras, no se pasan la noche en vela empujados de aquí para allá por sus
compulsiones. Usted tiene una neurosis importante que está arruinando su vida. Es una neurosis
curable, pero la cura -una psicoterapia psicoanalítica- será muy difícil y llevará mucho tiempo.
Usted no está volviéndose loco, pero creo que tiene un problema serio, y creo que si no hace un
tratamiento prolongado seguirá semiparalizado como ahora.
Tres días después, cuando George vino a su segunda sesión, era otro hombre. En la primera
sesión, mientras me contaba su problema, casi sollozaba y pedía a gritos que lo tranquilizaran.
Ahora irradiaba confianza y aplomo. En realidad, tenía una actitud de savoir-faire que más tarde
los dos denominaríamos “su postura frívola”. Traté de enterarme un poco más de las
circunstancias de su vida, pero había poco que pudiera ser útil.
-Realmente no hay nada que me preocupe, doctor Peck, excepto estas pequeñas obsesiones y
compulsiones, y desde que lo vi por última vez no las he tenido. Bien, admito que tengo
preocupaciones, pero no son verdaderos problemas. Por ejemplo, pienso si debemos pintar la
casa este verano o esperar al próximo. Pero eso no es un verdadero problema. Tenemos mucho
dinero en el Banco. Me preocupa cómo andan los chicos en el colegio. Y Deborah, la mayor,
que tiene trece años, seguramente necesitará un tratamiento de ortodoncia. George, que tiene
once, no tiene muy buenas notas. No es que tenga dificultades, simplemente le interesan más los
deportes. Christopher, que tiene seis, acaba de comenzar el colegio. Tiene excelente
disposición. Creo que podría decirse que es mi favorito. Admito que en el fondo de mi corazón
me inclino más hacia él que hacia los otros, pero trato de no demostrarlo, y creo que lo logro... de
manera que no es un problema. Somos una familia estable. Un buen matrimonio. Sí, Gloria
tiene sus ataques de mal humor. A veces pienso que es una cascarrabias, pero creo que así son
todas las mujeres. Por las menstruaciones, y todas esas cosas que les pasan. ¿Nuestra vida
sexual? Ah, muy bien. Sin problemas. Excepto, claro está, cuando Gloria está de mal humor, y
entonces ninguno de los dos tiene ganas... pero eso es lógico, ¿verdad?... ¿Mi infancia? Bien, no
puedo decir que siempre haya sido feliz. Cuando yo tenía nueve años mi padre tuvo una crisis
nerviosa. Hubo que internarlo en el hospital. Creo que diagnosticaron esquizofrenia. Supongo
que por eso me preocupé ahora, pensando que me volvía loco. Admito que me sacó un gran peso
de encima cuando me dijo que no era así. Porque papá nunca salió de eso. Volvió a casa varias
veces, autorizado por el hospital, pero no resultó. Sí, creo que a veces estaba muy loco, pero en
realidad no lo recuerdo mucho. Recuerdo que tenía que ir a visitarlo al hospital. Detestaba ir.
Me ponía horriblemente incómodo. Y ese lugar era muy feo. Cuando estaba por la mitad de la
escuela secundaria no quise ir más a visitarlo, y él murió cuando yo estaba en la universidad. Sí,
murió joven. Creo que fue una suerte. Pero no pienso que nada de eso me haya perturbado
realmente. Mi hermana, que es dos años menor, y yo recibimos mucha atención. Mamá estaba
con nosotros todo el tiempo. Era una buena madre. Es bastante religiosa, un poco en exceso,
para mi gusto. Siempre nos arrastraba a la iglesia, y eso yo también lo detestaba. Pero eso es lo
único de lo que puedo culparla, y por otra parte eso terminó en cuanto yo entré en la universidad.
No estábamos bien económicamente, pero siempre teníamos lo suficiente para vivir. Mis abuelos
tenían un poco de dinero y nos ayudaban bastante… los padres de mamá. El caso es que
estábamos mucho con nuestros abuelos. Nunca conocí a los padres de papá. Durante un tiempo,
mientras papá estaba en el hospital, hasta vivimos con nuestros abuelos maternos. Yo los quería
mucho, especialmente a mi abuela. Esto me hace pensar en algo que recordé después de nuestra
última sesión. Cuando hablábamos de compulsiones recordé que también tuve una compulsión
alrededor de los trece años de edad. No sé cómo empezó, pero tenía la sensación de que mi
abuela moriría si yo no tocaba todos los días cierta piedra. No era nada difícil, la piedra estaba
en el camino de casa a la escuela, de modo que sólo tenía que acordarme de tocarla. Sólo era un
problema los fines de semana, cuando tenía que encontrar el momento de ir a tocarla. De todos
modos, se me pasó después de algo más de un año. No sé cómo. Simplemente lo superé, como
si se hubiera tratado de una etapa, o algo así... Me hace pensar que también voy a superar estas
obsesiones y compulsiones que he tenido recientemente. Ya le dije que no tuve ni una sola desde
que vine a verlo. A lo mejor se terminaron. Tal vez lo único que necesitaba era la charlita que
tuvimos hace unos días. Le estoy muy agradecido. No sabe cómo me tranquilizó saber que no
me estaba volviendo loco y que otra gente también tiene ideas raras. Creo que el haberme
tranquilizado resolvió el problema. No creo que necesite… ¿cómo se llama?... psicoanálisis.
Admito que puede ser muy pronto para decirlo, pero no creo que yo necesite un tratamiento tan
largo y costoso para superar un problema que seguramente desaparecerá solo. De manera que
prefiero no hacer otra cita. Esperemos a ver qué pasa. Si vuelven mis obsesiones y
compulsiones, lo haré, pero por el momento prefiero esperar.
Hice un leve intento de discutir el asunto con George. Le dije que me parecía que nada
había cambiado sustancialmente en su existencia. Sospechaba que sus síntomas reaparecerían
muy pronto, de una u otra forma. Dije que comprendía su deseo de esperar y ver qué pasaba, y
que de todas maneras con mucho gusto volvería a verlo cuando él quisiera. Él estaba decidido y
era claro que no iniciaría una terapia mientras se sintiera bien. No tenía sentido discutir el
asunto. Lo único razonable que yo podía hacer era esperar.
No tuve que esperar mucho tiempo.
Dos días después me llamó George, desesperado.
-Usted tenía razón, doctor Peck, los pensamientos regresaron. Ayer volvía de una reunión de
ventas, y estaba a pocos kilómetros de una curva que había pasado, cuando de pronto pensé:
ATROPELLASTE Y MATASTE A UN JOVEN QUE HACIA DEDO Y QUE ESTABA
PARADO AL COSTADO DEL CAMINO EN EL LUGAR DONDE TOMASTE LA CURVA.
Supe que era uno de esos pensamientos locos. Si realmente hubiera atropellado a alguien, habría
oído un mido o sentido un golpe. Pero no podía quitarme la idea de la cabeza. Seguía viendo el
cuerpo tirado en la cuneta al costado del camino. Seguía pensando que a lo mejor estaba vivo y
necesitaba ayuda. No podía dejar de pensar que podían acusarme de haberlo dejado abandonado.
Luego, cuando estaba por llegar a casa, no aguanté más. De modo que volví atrás casi ochenta
kilómetros hasta llegar a aquella curva. Por supuesto allí no había nadie, ni señales de un
accidente, ni sangre en el pasto. De manera que me sentí mejor. Pero no puedo seguir así. Creo
que realmente necesito esto del… psicoanálisis.
Así fue como George volvió al tratamiento, y lo continuó porque continuaron sus obsesiones
y compulsiones. Durante los tres meses siguientes, en que mantuvimos dos sesiones por semana,
lo asaltaron muchos más de estos pensamientos. La mayoría eran sobre su propia muerte, pero
otros lo señalaban como causante de la muerte de otro o como autor de algún crimen. Y todas las
veces, después de luchar para no entregarse a la compulsión, volvía al lugar donde había tenido
el pensamiento por primera vez para obtener alivio. Su agonía continuaba.
Durante esos tres primeros meses de terapia me enteré de que George tenía mucho más de
qué preocuparse que sus síntomas. Su vida sexual, que él había descrito como buena, era
pésima. Gloria y é1 tenían una relación cada seis semanas, que era casi siempre violenta, un
rápido acto animal cuando los dos estaban borrachos. Los “ataques de mal humor” de Gloria
duraban semanas. Tuve una entrevista con ella y la encontré notablemente deprimida, llena de
odio hacia George, a quien describió como “un débil, un boludo total”. George, por su parte,
comenzó a expresar un enorme resentimiento contra Gloria, a quien veía como una mujer
egoísta, que no lo ayudaba ni lo quería. Él no tenía ninguna relación con sus dos hijos mayores,
Deborah y George. Sentía que Gloria era la culpable de que ellos se hubieran vuelto contra él.
Christopher era el único miembro de la familia con quien tenía una relación, y reconocía que tal
vez estaba estropeando al chico a fuerza de mimarlo para “sacarlo de las garras de Gloria”.
Aunque al principio había admitido que su infancia no había sido lo ideal, a medida que yo
lo empujaba a recordarla George iba dándose cuenta de que había sido más dañina y
atemorizante de lo que él jamás había pensado. Recordó, por ejemplo, el día en que cumplió
ocho años, cuando su padre mató al gatito de su hermana. George estaba sentado en su cama
antes del desayuno, fantaseando con los regalos que recibiría, cuando el gatito entró corriendo en
su cuarto. El padre de George venía detrás, loco de furia, con una escoba. Parece que el gato
había ensuciado la alfombra del living. Mientras George se acurrucaba en su cama, pidiéndole a
gritos a su padre que se detuviera, el padre golpeó al animalito con la escoba hasta matarlo en un
rincón del dormitorio. Esto sucedió un año antes de que el padre finalmente tuviera que ser
internado en el hospital.
George también logró reconocer que su madre estaba tan perturbada como su padre. Una
noche, cuando George tenía once años, lo había obligado a pasar la noche despierto hasta el
amanecer, orando de rodillas por la salvación de su pastor, que había sufrido un ataque al
corazón. George odiaba al pastor, y odiaba a la iglesia pentecostal donde su madre lo obligaba a
ir todos los miércoles a la noche, todos los viernes a la noche y durante todo el domingo, a través
de años y años. Recordaba la terrible vergüenza que le causaba ver a su madre delirar y
retorcerse de éxtasis durante los oficios, gritando “Ay, Jesús”. Tampoco su vida con sus abuelos
había sido tan idílica como a él le gustaba recordarla. Es cierto que su relación con su abuela
había sido cálida y tierna y probablemente salvadora, pero esa relación parecía haber estado
frecuentemente amenazada. Durante los dos años que vivió con sus abuelos -después de que
internaron a su padre- su abuelo le pegaba a su abuela casi todas las semanas. Y en cada ocasión
George temía que la matara. A menudo tenía miedo de salir de la casa, sintiendo que de alguna
manera, por su sola débil presencia, podía evitar el asesinato.
Estos y otros datos había que arrancárselos a George. Se quejaba repetidamente de que no le
veía sentido a ocuparse de los problemas aparentemente insolubles de su vida actual ni a recordar
los hechos dolorosos de su pasado.
-Sólo deseo –decía-, liberarme de estas ideas y compulsiones. No sé cómo me ayudará en
ese sentido hablar de cosas desagradables que ya están terminadas.
Por otra parte George hablaba todo el tiempo de sus obsesiones y compulsiones. Cada vez
que aparecía un nuevo ‘‘pensamiento’’ lo describía con gran lujo de detalles y parecía gozar con
el relato del sufrimiento que le provocaba tomar la decisión de ceder o no a la compulsión de
volver. Pronto comprendí que George usaba sus síntomas para no enfrentar las realidades de su
vida actual.
-Una de las razones por las que tiene estos síntomas –expliqué-, es que actúan como una
cortina de humo. Usted está tan ocupado describiendo sus obsesiones y compulsiones que no
tiene tiempo de pensar en los problemas más básicos que las causan. Mientras no esté dispuesto
a prescindir de esta cortina de humo, y a tratar más en profundidad los problemas de su pésimo
matrimonio y su espantosa infancia, seguirá torturado por sus síntomas.
También resultó claro que George se negaba a ver el tema de la muerte.
-Sé que moriré algún día, pero ¿para qué pensar en ello? Es morboso. Además, no se puede
hacer nada para evitarlo. Con pensar en la muerte no se cambia nada.
Intenté, sin éxito, demostrarle que su actitud era casi ridícula.
-En realidad, usted piensa todo el tiempo en la muerte -le dije-. ¿Sobre qué cree que son
todas sus obsesiones y compulsiones, si no sobre la muerte? ¿Y su ansiedad a la hora del
atardecer? ¿No es evidente que usted odia la caída del sol porque representa la muerte del día y
eso le recuerda su propia muerte? A usted le aterra la muerte. Eso es lógico. A mí también.
Pero usted trata de esquivar ese terror en lugar de enfrentarlo. El problema no es que usted
piense sobre la muerte, sino la forma en que piensa en ella. Mientras no pueda pensar
voluntariamente en la muerte -a pesar del terror que inspira- seguirá pensando en ella involunta-
riamente en forma de obsesiones.
Pero por mejor que expresara el problema, George no parecía tener prisa por tratarlo.
Sin embargo, tenía una gran prisa en que lo aliviaran de sus síntomas. A pesar de que
prefería hablar de ellos en lugar de hablar de la muerte o de su alienación de su mujer y sus hijos,
era evidente que George sufría mucho con sus obsesiones y compulsiones. Tomó el hábito de
llamarme desde la ruta cuando las experimentaba. “-Doctor Peck, decía, estoy en Raleigh y tuve
otro de esos pensamientos hace un par de horas. Le prometí a Gloria que estaría en casa para la
cena. Pero no podré llegar si vuelvo al lugar donde tuve el pensamiento. No sé qué hacer.
Quiero ir a casa, pero siento que tengo que volver. Por favor, doctor Peck, ayúdeme. Dígame
qué hacer. Dígame que no puedo volver. Dígame que no debo ceder a la compulsión”.
Todas las veces yo le explicaba pacientemente a George que no iba a decirle qué hacer, que
yo no tenía poder para decirle qué hacer, que sólo él tenía poder para tomar sus propias
decisiones y que no era sano que deseara que yo las tomara por él. Pero mi respuesta carecía de
sentido para él. Todas las sesiones me reprochaba: “Doctor Peck, yo sé que si usted me dijera
que no puedo volver, no volvería. Me sentiría tanto mejor. No entiendo por qué no quiere
ayudarme. Lo único que me dice es que no le corresponde tomar mi lugar. Pero para eso vengo
a verlo… para que me ayude, y usted se niega a ayudarme. No sé por qué es tan cruel. Es como
si ni siquiera deseara ayudarme. Insiste en que yo debo tomar mis propias decisiones. Pero, ¿no
ve que eso es precisamente lo que no puedo hacer? ¿No se da cuenta de lo que sufro? ¿No
quiere ayudarme? -gemía.
Así siguieron las cosas, semanas y semanas. Y George se deterioraba visiblemente.
Comenzó a tener diarrea. Perdió más peso y mostraba un aspecto lamentable. Pasaba la mayor
parte del tiempo lloriqueando. Se preguntaba si no debía consultar a otro psiquiatra. Y yo
mismo comencé a dudar de si estaba manejando bien el caso. Parecía que pronto sería necesario
internar a George.
Pero entonces, de pronto, algo empezó a cambiar. Una mañana, unos cuatro meses después
de comenzadas las sesiones, George llegó al consultorio silbando y evidentemente alegre. De
inmediato comenté el cambio.
-Sí, hoy por cierto me siento bien -admitió George-. Realmente no sé por qué. Hace cuatro
días que no tengo ninguno de esos pensamientos ni necesidad de volver a un lugar. Tal vez sea
por eso. Tal vez sea que empiezo a ver la luz al final del túnel.
Pero, a pesar de que no estaba torturado por su síntoma, George no parecía tener más ganas
que antes de hablar de su vida familiar ni de su infancia. Retomando su tono frívolo, hablaba
con bastante facilidad de esas realidades si yo lo instaba a ello, pero sin un verdadero
sentimiento. Luego, justo al final de la sesión, inesperadamente, me preguntó:
-Doctor, ¿usted cree en el demonio?
-Qué pregunta rara. Y qué complicada. ¿Por qué lo pregunta?
-Ah, por ninguna razón especial. Sólo por curiosidad.
-Se está evadiendo –dije-. Debe de haber una razón.
-Bien, supongo que la razón es que se publica tanto sobre esos cultos extraños que adoran a
Satanás. Por ejemplo, esos grupos marginales en San Francisco. En los diarios se habla mucho
de ellos en estos días.
-Es verdad –respondí-. Pero, ¿qué los trajo a su mente? ¿Porqué pensó en eso esta mañana
en particular, durante la sesión?
-¿Qué sé yo? -dijo George. Parecía desconcertado. -Simplemente se me vino a la cabeza.
Usted me indicó que le dijera todo lo que me pasaba por la cabeza, por eso lo hice. Hice lo que
debo hacer. Se me ocurrió y se lo dije. No sé por qué se me ocurrió.
No había forma de ir más lejos. Había llegado el fin de la sesión, y dejamos el asunto. En la
sesión siguiente George seguía sinriéndose bien. Había aumentado un kilo y ya no parecía un
despojo.
-Hace dos días tuve otra vez un pensamiento -me informó-, pero no me perturbó. Me dije
que no voy a dejar que estas tontas ideas me perturbe más. Sin duda no quieren decir nada. Así
que uno de estos días me voy a morir, ¿y qué? Ni siquiera tuve ganas devolver. Apenas me pasó
por la cabeza. ¿Para qué volver por una tontería así? Creo que por fin me he quitado el
problema de encima.
Una vez más, ahora que no estaba acosado por sus síntomas, intenté centrar la sesión en sus
problemas maritales. Pero su postura ‘‘frívola’’ era impenetrable: todas sus respuestas eran
superficiales. Yo me sentía inquieto. George parecía ir mejorando. Esto debería haberme dado
alegría, pero no tenía la más remota idea de por qué se sentía mejor. Nada había cambiado en su
vida ni en la forma en que él la manejaba. Entonces, ¿por qué estaba mejor? Traté de no pensar
en mi inquietud.
Nuestra siguiente sesión fue al atardecer. George entró sintiéndose aparentemente bien y
con su aspecto “frívolo”. Como de costumbre, dejé que él comenzara la sesión. Después de un
breve silencio, en forma casual y sin el menor signo de ansiedad, anuncio:
-Creo que tengo que hacer una confesión.
-¿ Sí?
-Bien, últimamente me siento mejor, y no le he dicho por qué.
-Ajá.
-¿Se acuerda que hace un par de sesiones le pregunté si creía en el demonio? Y usted quiso
saber por qué me había puesto a pensar en eso. Bueno, creo que no fui del todo honesto con
usted. Yo sé por qué. Pero me hacía sentir tonto contárselo.
-Siga.
-Todavía me siento un poco tonto. Pero es que usted no me ayuda. No hizo nada por
impedirme volver a los lugares donde había tenido los pensamientos. Yo tenía que hacer algo
para lograr no ceder a las compulsiones. Y lo hice.
-¿Qué hizo? -le pregunté.
-Hice un pacto con el demonio. Es decir, no es que yo crea realmente en el demonio, pero
tenía que hacer algo, ¿verdad? Llegué a este acuerdo: si yo cedía a la compulsión y volvía al
lugar, el demonio haría que mi pensamiento se convirtiera en realidad. ¿Entiende?
-No del todo -respondí.
-Bien, por ejemplo el otro día tuve este pensamiento cerca de Chapel Hill: LA PRÓXIMA
VEZ QUE VENGAS POR AQUI CAERÁS POR EL TERRAPLÉN Y TE MATARÁS. Lo
habitual habría sido que yo rumiara este pensamiento durante un par de horas y finalmente
volviera al lugar en que se me había ocurrido para probar que no era cierto. Pero una vez hecho
el pacto, no podía volver. Porque el demonio me habría hecho saltar por encima del terraplén y
matarme. Sabiendo que me iba a matar, no había razón para volver. ¿Ahora me entiende?
-Entiendo la mecánica del asunto -contesté sin comprometerme.
-Bien, parece que funciona -dijo alegremente George-. Ya he tenido dos veces estos
pensamientos, y no tuve que volver al lugar. Pero debo admitir que siento algunas culpitas.
-¿Culpitas?
-Sí, un sentimiento de culpa. Porque… no se debe pactar con el demonio, ¿verdad?
Además, yo realmente no creo en el demonio. Pero parece que funciona, ¿no?
Guardé silencio. No sabía qué contestarle a George. Me sentía perdido ante la complejidad
del problema y la complejidad de mis propios sentimientos. Mirando la suave luz de la lámpara
en el escritorio que nos separaba, sentados en mi consultorio tranquilo y aparentemente seguro,
percibía cientos de pensamientos que me cruzaban por la mente, todos desconectados. Me sentía
incapaz de encontrar mi camino en ese laberinto de pensamientos obsesivos, de enfrentar este
pacto de trabajo con el demonio que no existía para anular la compulsión a anular pensamientos
que en sí eran irreales. Sabiendo que los árboles me impedían ver el bosque, me quedé mirando
la luz de la lámpara mientras los minutos pasaban audiblemente marcados por el reloj.
-Bien, ¿qué me dice usted? -preguntó finalmente George.
-No sé, George –respondí-. No sé qué decirle. Necesito más tiempo para pensarlo. Todavía
no sé qué decirle.
Volví a mirar la luz, y el reloj siguió con su tictac. Pasaron otros cinco minutos. George
parecía muy incómodo con el silencio. Por fin lo rompió.
-Bien, creo que hay algo más que no le conté –dijo-, y creo que es por eso que tengo las
culpitas. En este acuerdo con el demonio hubo otra parte. Como yo realmente no creo en el
demonio, no podía creer con certeza que él iba a hacer que me matara si volvía. Para que la cosa
funcionara tenía que encontrar algo que asegurara que yo no volvería. Qué podía ser eso, me
pregunté. Entonces se me ocurrió que lo que más quiero en el mundo es a mi hijo Christopher.
Entonces, como parte del acuerdo, agregué que si yo cedía a la compulsión de volver, el demonio
haría que Christopher tuviera una muerte temprana. No sólo moriría yo, sino también
Christopher. Ahora ya sabe por qué no puedo volver más. Aunque el demonio no exista, no
deseo arriesgar la vida de Christopher por este asunto. Lo quiero tanto.
-¿De manera que también metió la vida de Christopher en este negocio? -repetí con
dificultad.
-Sí… no está bien, ¿verdad? Esa es la parte que realmente me da culpitas.
Guardé silencio otra vez. Lentamente comenzaba a organizar mis ideas. Era casi el final de
la hora, y George comenzaba a hacer movimientos para preparar su partida.
-Todavía no, George –ordené-. Ésta es la última sesión que tengo hoy. Quiero responderle,
y creo que ya puedo hacerlo. A menos que usted tenga urgencia por irse, prefiero que se quede y
escuche lo que tengo que decirle.
George esperaba, nervioso. No era mi intención ponerlo nervioso. Como psiquiatra había
aprendido -y había adquirido práctica en ello- a no juzgar la conducta de mis pacientes. La
terapia sólo puede andar bien si el paciente siente que su terapeuta lo acepta. Sólo en una
atmósfera de aceptación el paciente puede esperar confiar sus secretos para desarrollar un sentido
de su propio valor. Yo tenía suficiente experiencia como para saber que en algún punto del
tratamiento a menudo es necesario, o más bien esencial, que el terapeuta se oponga al paciente en
algún tema en particular y haga de él un juicio crítico. Pero también sabía que lo ideal es que
esto suceda en una etapa avanzada del tratamiento, cuando la relación terapéutica ya está
firmemente establecida. George había estado en tratamiento conmigo durante sólo cuatro meses
y nuestra relación todavía era débil. No deseaba hacer un juicio sobre él en una etapa muy
temprana, y además en un nivel tan elemental, parecía muy peligroso hacerlo. Pero no hacerlo
parecía igualmente peligroso.
George no pudo tolerar más la espera en silencio. Mientras yo pasaba por la tortura final de
mi toma de decisión, me espetó:
-Bueno, ¿qué piensa?
Lo miré. -Pienso, George, que me alegro mucho de que tenga culpitas, como usted las llama.
-¿Qué me quiere decir?
-Quiero decir que debe sentirse culpable. Ha hecho algo como para sentirse culpable. Si
usted no sintiera culpa por lo que ha hecho, yo me preocuparía por usted.
George enseguida se puso en guardia.
-Yo pensaba que la psicoterapia debía aliviarme de mis sentimientos de culpa.
-Sólo de los sentimientos de culpa que son inapropiados -repliqué-. Sentir culpa por algo
que no es malo es innecesario y enfermo. No sentir culpa por algo que es malo también es
enfermo.
-¿Usted piensa que yo soy malo?
-Pienso que al pactar con el demonio usted ha hecho algo que es malo. Moralmente malo.
-Pero si en realidad no he hecho nada -exclamó George-. ¿No ve que todo sucede en mis
pensamientos? Usted mismo me dijo que no existen los malos pensamientos, los malos deseos o
los malos sentimientos. Que sólo lo que uno realmente hace es malo. Eso ha dicho usted. Y lo
llamó “la primera ley de la psiquiatría”. Bien, yo no he hecho nada. No he levantado un dedo
contra nadie.
-Pero usted ha hecho algo, George -respondí.
-¿ Qué?
-Usted pactó con el demonio.
-Pero eso no es “hacer” nada.
-¿No?
-No. ¿No entiende? Todo sucede dentro de mi cabeza, es obra de mí imaginación. Yo no
creo en el demonio. Ni siquiera creo en Dios, ¿cómo podría creer, entonces, en el demonio? Si
yo hubiera hecho un pacto real con una persona real, sería otra cosa. Pero no lo he hecho. El
demonio no es real. ¿Cómo puede ser real mi pacto? ¿Cómo se puede hacer un pacto real con
algo que no existe? No fue una acción real.
-¿Es decir que no hizo un pacto con el demonio?
-Caramba, sí. Ya le dije que lo hice. Pero no es un pacto real. Usted trata de confundirme
con juegos de palabras.
-No. George –respondí-. El único que hace juegos de palabras es usted. Yo no sé más que
usted sobre el demonio. No sé si es hombre o mujer, cosa o animal. No sé si el demonio es
corpóreo, si es una fuerza, o si es sólo un concepto. Pero eso no importa. El hecho es que, sea lo
que fuere, usted ha hecho un contrato con él.
George intentó una nueva táctica. -Aunque lo haya hecho, el contrato no es válido. Es nulo
y vacío. Cualquier abogado sabe que un contrato bajo coacción no es un contrato legal. Nadie
puede ser declarado responsable por haber firmado un contrato cuando le apuntaban con una
pistola a la espalda. Y Dios sabe que yo estuve en esa situación. Usted vio lo que sufría.
Durante meses le rogué que me ayudara, y usted no movió un dedo. Parece que se interesa por
mí, es cierto, pero por alguna razón no hace nada para aliviar mi sufrimiento. ¿Qué otra cosa
puedo hacer si usted no me ayuda? Estos últimos meses han sido una tortura. Una absoluta
tortura. Si eso no es coacción…
Me levanté de mi asiento y fui hasta la ventana. Me quedé allí un minuto contemplando la
oscuridad de afuera. Había llegado el momento. Me volví para mirar a George.
-Bien, George, voy a decirle unas cuantas cosas. Quiero que me escuche bien. Porque son
muy importantes. No hay nada más importante que lo que voy a decirle. Volví a sentarme y
continué, sin dejar de mirarlo.
-Usted tiene un defecto, una debilidad de carácter, George -dije-. Es una debilidad muy
básica, y es la causa de todas las dificultades de las que hemos estado hablando. Es la causa
principal de su mal matrimonio. Es la causa de sus síntomas, sus obsesiones y sus compulsiones.
Y ahora es la causa de su pacto con el demonio. E incluso de su intento de explicar el pacto.
Básicamente, George, usted es una especie de cobarde –continué-. Siempre que se hace un poco
difícil seguir adelante, usted se entrega. Cuando se enfrenta con la idea de que uno de estos días
se va a morir, la rehúye. No piensa en ello, porque es “morboso”. Cuando se da cuenta de la
penosa realidad de que su matrimonio es un desastre, también se escapa. En vez de enfrentarlo y
hacer algo al respecto, no piensa en eso tampoco. Y luego, como escapa a cosas de las que en
realidad no se puede escapar, se ve acosado por sus síntomas, sus obsesiones y sus compulsiones.
Estos síntomas podrían ser su salvación. Podría pensar: “Estos síntomas significan que estoy
embrujado. Será mejor que averigüe qué son estos fantasmas y los saque de mi casa”. Pero no lo
piensa, porque eso significaría enfrentar cosas que son dolorosas. De manera que trata de
escapar también de sus síntomas. En lugar de enfrentarlos y descubrir qué significan, usted trata
de liberarse de ellos. Y si no le resulta fácil liberarse acude a cualquier que pueda proporcionarle
un alivio, por más malvada o destructiva que sea.
-Usted aduce que no puede ser considerado responsable de su pacto con el demonio porque
lo hizo bajo coacción. Claro que fue bajo coacción. ¿Para qué habría uno de pactar con el
demonio, si no para liberarse de un sufrimiento? Si el demonio anda por allí, como dicen
algunos, buscando almas que quieran venderse a él, seguramente centra su atención en los que
sufren algún tipo de tormento. La cuestión no es la coacción. La cuestión es cómo actúa la gente
ante una coacción. Algunos la soportan y la superan, y salen ennoblecidos de la batalla. Algunos
se quiebran y se venden. Usted se vende, y debo decirle que se vende con bastante facilidad.
Fácilmente, fácil. Esa es una palabra clave para usted, George. Le gusta pensar que usted es una
persona de trato fácil. Frívola. Y supongo que lo es, pero no sé adónde irá con facilidad, excepto
al infierno. Usted siempre busca la salida fácil, George. No la salida correcta. La salida fácil. Si
tiene que elegir entre la salida correcta y la salida fácil, siempre elegirá la fácil. La que no es
dolorosa. En realidad, siempre buscará la salida fácil, aunque sea vendiendo su alma y
sacrificando a su hijo.
-Como le dije, me alegro de que se sienta culpable. Si usted no se sintiera mal por tratar de
encontrar la salida fácil, yo no podría ayudarlo. Ya ha estado aprendiendo que la psicoterapia no
es la salida fácil. Es una forma de enfrentar las cosas, aunque sea dolorosa, incluso muy
dolorosa. Es la forma de no escapar. Es la forma correcta, no la fácil. Si está dispuesto a
enfrentar las realidades penosas de su vida -su infancia llena de terror, su miserable matrimonio,
su mortalidad, su propia cobardía- yo puedo ayudarlo en algo. Y estoy seguro de que tendremos
éxito. Pero si sólo desea un rápido alivio del dolor, entonces creo que es usted un hombre del
demonio, y no veo cómo puede ayudarlo la psicoterapia.
Ahora le tocó a George guardar silencio. Sonaba otra vez el tictac del reloj. Ya hacía dos
horas que había comenzado la sesión. Finalmente habló él:
-En las historietas, una vez que uno hace un pacto con el demonio ya no puede volverse
atrás. Una vez que ha vendido su alma, el demonio ya no se la devuelve. Tal vez sea tarde para
que yo cambie.
-No lo sé, George –respondí-. Como le dije, no sé mucho de estas cosas. Usted es la
primera persona que conozco que ha hecho específicamente ese pacto. Como usted, ni siquiera
sé si el demonio realmente existe. Pero, basándome en mi experiencia con usted, creo que puedo
adelantar una suposición bastante certera sobre cómo son verdaderamente las cosas. Creo que
realmente usted hizo un pacto con el demonio y creo que, por haberlo hecho, para usted el
demonio se volvió real. En su deseo por evitar el dolor, creo que dio vida al demonio. Porque
usted tuvo el poder de darle vida, creo que también tiene el poder de terminar con la existencia
del demonio. Intuitivamente, en lo más profundo, siento que el proceso es reversible. Creo que
puede volver al lugar donde estaba. Creo que si usted cambia de idea y se dispone a aceptar el
sufrimiento, el pacto quedará anulado y el demonio tendrá que buscar en otra parte a alguien que
lo haga real.
George parecía muy triste.
-Durante los últimos diez días –dijo-, me he sentido mejor que en muchos meses. Tuve unos
cuantos pensamientos, pero en realidad no me perturbaron mucho. Si tuviera que revertir el
proceso, significaría volver al punto en que estaba hace dos semanas. A esa agonía.
-Creo que así es -admití.
-Lo que usted me pide es que vuelva voluntariamente a un estado de tormento.
-Es lo que sugiero que usted necesita hacer, George. No por mí, sino por usted. Si le ayuda
que yo le pida que lo haga, bien, se lo pediré.
-Elegir concretamente un estado de dolor -reflexionó George-. No sé. No estoy seguro de
poder hacerlo.
Me puse de pie.
-¿Vendrá el lunes, George? -pregunté.
-Sí, vendré.
George se puso de pie. Fui hacia él y le di la mano. -Hasta el lunes, entonces. Buenas
noches.
Esa noche fue el punto clave de la terapia de George. El lunes los síntomas habían vuelto
con toda su fuerza. Pero había un cambio. Ya no me rogaba que le dijera que no volviera.
Además estaba un poco más dispuesto a examinar en profundidad su miedo a la muerte y el
enorme abismo de comprensión y comunicación que existía entre él y su esposa. Con el tiempo
se mostró cada vez mejor dispuesto. Un día pudo pedirle a su esposa, con mi asistencia, que ella
misma iniciara una terapia. Pude enviarla a otro terapeuta, con quien hizo grandes progresos. El
matrimonio comenzó a mejorar.
Una vez que Gloria estuvo también en terapia, mi trabajo con George se centró en sus
sentimientos ‘negativos’ -sus sentimientos de rabia, de frustración, de ansiedad, de depresión y,
por encima de todo, sus sentimientos de tristeza y congoja. George pudo descubrir que era una
persona sensible, que sentía profundamente el pasaje de las estaciones del año, el crecimiento de
sus hijos y el carácter transitorio de la existencia. Llegó a comprender que en estos sentimientos
negativos, en su sensibilidad y en su ternura y en su vulnerabilidad al dolor, estaba su
humanidad. Ya no se mostraba tan frívolo, y a la vez aumentó su capacidad de soportar el dolor.
Los atardeceres seguían causándole pena, pero ya no lo ponían ansioso. Sus síntomas
-obsesiones y compulsions-, con altibajos, comenzaron a disminuir en intensidad varios meses
después de aquella noche en que hablamos de su pacto con el demonio. Un año después habían
desaparecido totalmente. A los dos años de comenzado el tratamiento lo terminó. No se había
convertido en el más fuerte de los hombres, pero era más fuerte que antes.
2. HACIA UNA PSICOLOGIA DEL MAL
6
Véase el estudio sobre la entropía, la pereza y el pecado original en La nueva psicología del amor de M. Scott
Peck, Emecé Editores, pág. 282.
Para seguir adelante necesitamos al menos una definición provisoria. Un reflejo del enorme
misterio del tema es que no tenemos una definición del mal generalmente aceptada. Pero en
nuestros corazones todos tenemos cierta comprensión de su naturaleza. Por el momento, lo
mejor que puedo hacer es prestar atención ami hijo, quien, con la característica visión de los
chicos de ocho años, me dice lo siguiente: “’Evil’ is ‘Live’ spe1led backwards”. 7 El mal es una
oposición a la vida. Es lo que se opone a la fuerza vital. En síntesis, tiene que ver con matar.
Específicamente tiene que ver con el asesinato, con la muerte innecesaria, con la acción de matar
que no es necesaria para la supervivencia biológica.
No lo olvidemos. Hay algunos que han escrito sobre el mal en forma tan intelectual que su
abstracción del tema lo torna irrelevante. El asesinato no es una abstracción. No olvidemos que
George estaba dispuesto a sacrificar la vida misma de su propio hijo.
Cuando digo que el mal tiene que ver con el asesinato no me refiero únicamente al asesinato
físico. El mal es también aquello que mata al espíritu. Hay varios atributos esenciales de la vida
—en particular de la vida humana— como, por ejemplo, la sensibilidad, la movilidad, la
conciencia, el crecimiento, la autonomía, la voluntad. Es posible matar o intentar matar a
cualquiera de estos atributos sin destruir el cuerpo. Así podemos “domar” a un caballo e incluso
a un niño sin tocarle un pelo. Erich Fromm demostró ser muy sensible a esto cuando incluyó en
el concepto de “necrofilia” el deseo que tienen a1gunas personas de controlar a otras; de
tornarlas controlables, estimular su dependencia, desalentar su capacidad de pensar por sí solas,
disminuir su impredicibilidad y su originalidad, y mantenerlos a raya. Las diferenció de la
persona “biofísica”, que aprecia y estimula las diversas formas de la vida y la unicidad del
individuo. Demostró que existe un tipo de carácter “necrofílico”, cuya meta es evitar la
inconveniencia de la vida convirtiendo a los demás en autómatas obedientes, robándoles su
humanidad. 8
Entonces, por el momento, diremos que el mal es una fuerza que reside dentro o fuera de los
seres humanos, y que busca matar la vida o la vitalidad. Y el bien es lo opuesto. El bien es lo
que estimula la vida y la vitalidad.
11
Juan 8:44.
Hay muchos modelos teológicos diferentes del mal. Tal vez lo único que tienen en común es
que no logran distinguir entre la maldad humana, tal como el asesinato, y el mal natural, tal como
la muerte y la destrucción por obra del fuego, las inundaciones, un terremoto. Sabiendo que yo
estaba escribiendo un libro sobre el mal, un amigo me dijo: “Tal vez me ayudes a comprender la
parálisis cerebral de mi hijo”. No, no puedo. El libro del rabino Harold S. Kushner “When bad
things happen to good people” (Cuando a la gente buena le pasan cosas malas) trata lo mejor que
es posible el problema del mal natural. Este libro se ocupará únicamente de la maldad humana, y
se centrará en la gente “mala”.
Tampoco pretendo que este libro dé una visión exhaustiva del tema. Mi deseo no es
mostrarme erudito ni detallista, sino ir en lo posible al fondo de la cuestión, para estimularnos a
profundizar más. Si bien otras tradiciones religiosas tienen mucho que ofrecer a una psicología
del mal, al encaminarnos hacia esa psicología hablaré con mí voz cristiana. 12
Tampoco es mi intención revisar todas las teorías existentes al respecto. Alcanzará con
reconocer que, aunque todavía no contamos con un cuerpo de conocimiento científico sobre la
maldad humana digno de llamarse “psicología”, los científicos conductistas han colocado unos
cimientos que hacen posible el desarrollo de esa psicología. Tanto el descubrimiento del
inconsciente por Freud y el Concepto de la Sombra de Jung son básicos para ellos.
Sin embargo, la obra de un psicólogo requiere mayor mención. Después de escapar a la
persecución a los judíos en el régimen de Hitler, el psicoanalista Erich Fromm pasó la mayor
parte de su vida estudiando el mal del nazismo. Fue el primero y único científico que identificó
claramente un tipo de personalidad malvada, que intentó examinar en profundidad a las persomas
malas y que sugirió que se las estudiara más. 13
El trabajo de Fromm se basa en su estudio de algunos líderes nazis del Tercer Reich y el
Holocausto. Tiene la ventaja sobre el mío en que sus personajes sin duda pueden ser certificados
como malos por el juicio de la historia. Pero su trabajo se debilita por la misma razón. Como él
nunca conoció personalmente a sus sujetos, porque todos eran hombres situados en altas
posiciones políticas en un régimen particular de una cultura particular en una época particular, a
uno le queda la impresión de que los seres humanos verdaderamente malos estaban “allá” y
“entonces”. Al lector le queda la sensación de que el mal verdadero no tiene nada que ver con
esa señora con tres hijos que vive al lado, ni con el diácono de la iglesia cercana. Mi propia
experiencia me dice, sin embargo, que los seres humanos malos son muy comunes y que para el
observador superficial parecen personas sin ningún rasgo particular.
12
Hay tres grandes modelos teológicos del mal diferentes, que podríamos llamar modelos ‘vivos’. Uno es el no-
dualismo del hinduismo y el budismo, en que el mal se ve simplemente como la otra cara de la moneda. Para que
haya vida debe haber muerte; para que haya crecimiento, decadencia; para que haya creación, destrucción. En
consecuencia, el no-dualismo considera que la distinción entre el bien y el mal es una ilusión. Esta actitud ha
penetrado en sectas supuestamente cristianas tales como Christian Science y el Course of Miracles recientemente
difundido, pero es considerada una herejía por los teólogos cristianos. Un segundo modelo sostendría que el mal es
distinto del bien pero que, de todos modos, es una creación de Dios. Para dotarnos de una voluntad libre (esencial
para crearnos a Su imagen y semejanza) Dios debe permitirnos la opción de elegir equivocadamente y -de esa ma-
nera, al menos- ‘permitir’ el mal. Este modelo, que denomino ‘dualismo integrado’, fue apoyado por Martin Buber,
quien se refirió al mal como ‘la levadura de la masa, el fermento puesto por Dios en el alma, sin el cual la masa
humana no leva’. (Good and Evil, Charles Scribner’s Sons, New York, 1953, p. 94). Al gran modelo final, el del
cristianismo tradicional, lo llamo ‘dualismo diabólico’. Aquí el mal se considera no como la creación de Dios sino
como un espantoso cáncer que escapa a su control. Si bien este modelo (que sostendremos en el capitulo seis) tiene
sus propias trampas, es el único de los tres que trata adecuadamente el problema del asesinato y el asesino.
13
The Heart of Man: its genius for good and evil, véase también del mismo auror: Anatomy of Human
Destructiveness (Holt, Rinehart & Winston, 1973), una obra más elaborada pero menos seminal.
El gran filósofo judío Martin Buber distinguió entre dos tipos de mitos sobre el mal. Uno se
refiere a la gente que está “deslizándose” hacia el mal. El otro a los que ya se han “deslizado”,
han “caído víctimas de él”, han sido captados por el “mal radical”. 14
En George tenemos una historia de la vida real que corresponde al primer tipo de mito.
Todavía no se había vuelto malo, pero estaba a punto de hacerlo. Su pacto con el demonio
representó el punto crítico de su vida. Si no hubiera renunciado al pacto, finalmente se habría
vuelto malo. Pero todavía no era malo y, favorecido por la culpa, logró apartarse del mal.
Ahora consideremos una pareja que, como los sujetos de Fromm, conforma el segundo tipo
de mito: el de las personas que han sobrepasado el límite y han caído en el mal “radical”, del cual
probablemente no se puede escapar.
14
Good an dEvil, p. 139-140.
No respondió. Bobby realmente estaba empeorando la lastimadura con el manoseo. Me
estremecí por dentro sintiendo el daño que le hacía a su piel.
—Casi toda la gente se pone nerviosa cuando llega al hospital —comenté—, pero ya verás
que es un lugar seguro. ¿Puedes decirme cómo llegaste aquí?
—Me trajeron mis padres.
—¿Por qué?
—Porque robé un auto y la policía dijo que tenía que venir aquí.
—No creo que la policía haya dicho que tenías que venir al hospital —expliqué—. Sólo
querían que te viera un médico. Luego el médico que te vio anoche pensó que estabas tan
deprimido que era preferible que te quedaras en el hospital. ¿Cómo fue que robaste el auto?
—No sé.
—Ha de dar mucho miedo robar un auto, especialmente si estás solo y no estás
acostumbrado a manejar y ni siquiera tienes registro de conductor. Algo muy fuerte debió
empujarte a hacerlo. ¿Sabes qué fue ese algo?
No hubo respuesta. Tampoco la esperaba. Los chicos de quince años con problemas que
ven por primera vez a un psiquiatra no suelen hablar mucho, en especial cuando están
deprimidos, y era evidente que Bobby estaba muy deprimido. Para entonces yo ya había logrado
verle fugazmente la cara en los momentos en que sin querer levantaba la mirada del suelo. Era
una cara inexpresiva. Sin vida en los ojos ni en la boca. Era el tipo de rostro que yo había visto
en las películas sobre los sobrevivientes de los campos de concentración o las víctimas de
desastres naturales que han presenciado la destrucción de sus hogares y han perdido a toda su
familia: desconcertados, apáticos, sin esperanza.
—¿Te sientes triste? —pregunté.
—No sé.
Pensé que tal vez era cierto que no lo supiera. En la primera época de la adolescencia los
chicos recién están aprendiendo a identificar sus sentimientos. Cuanto más fuertes son los
sentimientos, más abrumados se sienten por ellos y más les cuesta darles un nombre.
—Sospecho que tienes unas cuantas buenas razones para sentirte triste —le dije—. Sé que
tu hermano Stuart se suicidó el verano pasado. ¿Se querían mucho?
—Sí.
—Háblame de ustedes dos.
—No hay nada que decir.
—Su muerte debe de haberte confundido y haberte hecho sufrir mucho.
Ninguna reacción. Excepto que tal vez hurgó un poco más en una de sus lastimaduras del
antebrazo. Era evidente que en esta primera sesión no estaba preparado para hablar de la muerte
de su hermano. Decidí dejar el tema por el momento.
—¿Y tus padres? —pregunté—. ¿Qué puedes decirme sobre ellos?
—Son buenos conmigo.
—Qué bien. ¿En qué son buenos contigo?
—Me llevan en el auto a las reuniones de los scouts.
—Veo que son buenos —comenté—. Claro que eso es lo que los padres suelen hacer
cuando pueden. ¿Cómo te llevas con ellos?
—Bien.
—¿Sin problemas?
—A veces yo me porto mal con ellos.
—¿Cómo?
—Los hago sufrir.
—¿Cómo los haces sufrir?
—Por ejemplo, cuando robé el auto, eso los hizo sufrir —dijo Bobby, no con tono de triunfo
sino con una pesadez monótona y desesperanzada.
—¿Piensas que tal vez para eso robaste el auto, para hacerlos sufrir?
—No.
—Creo que no querías hacerlos sufrir. ¿Se te ocurre de qué otra manera los hiciste sufrir?
—Sólo sé que lo hice.
—Pero, ¿cómo lo sabes? —pregunté.
—No sé.
—¿Tus padres te castigan?
—No, son buenos conmigo.
—¿Entonces cómo sabes que los haces sufrir?
—Me gritan.
—¿Sí? ¿Y por qué cosas te gritan?
—No sé.
Ahora Bobby se hurgaba desesperadamente las lastimaduras y no bajaba más la cabeza
porque no podía. Pensé que sería mejor dirigir mis preguntas a temas más neutrales. Tal vez así
se abriría un poco más y podríamos comenzar a desarrollar una relación.
—¿Tienes animales en tu casa? —pregunté.
—Un perro.
—¿Qué clase de perro?
—Un ovejero alemán.
—¿Cómo se llama tu perro?
—Mi perra —corrigió—. Inge.
— Parece un nombre alemán.
—Es alemán.
—Un nombre alemán para una perra alemana —comenté, tratando de liberarme de mi papel
de interrogador—. ¿Inge y tú andan mucho juntos?
—No.
—¿Tú te ocupas de ella?
—Sí.
—Pero no parece interesarte mucho.
—Es la perra de mi padre.
—Ah... ¿pero tienes que cuidarla tú?
— Sí.
—No me parece justo. ¿A ti te enoja?
—No.
—¿Tienes algún animal que sea tuyo?
—No.
El tema de los animales no nos llevaba a ninguna parte, de manera que decidí cambiarlo por
otro que en general entusiasma a los chicos.
—Hace poco fue Navidad —dije—. ¿Qué re regalaron?
—Nada importante.
—Tus padres deben haberte regalado algo. ¿Qué te regalaron?
—Un arma.
—¿Un arma? —repetí estúpidamente.
—Sí.
—¿Qué clase de arma? —pregunté con lentitud.
—Un veintidós.
—¿Una pistola de calibre 22?
—No, un rifle de calibre 22.
Hubo un largo silencio. Yo sentía que había perdido la orientación. Quería interrumpir la
entrevista. Irme a casa. Finalmente me obligué a decir lo que había que decir.
—Entiendo que tu hermano se mató con un rifle de calibre 22.
—Sí.
—¿Eso era lo que habías pedido para Navidad?
—No.
—¿Qué pediste?
—Una raqueta de tenis.
—¿Y en cambio te regalaron el arma?
— Sí.
—¿Cómo te sentiste al recibir la misma clase de arma que tenía tu hermano?
—No era la misma clase de arma.
Comencé a sentirme mejor. Tal vez sólo estaba confundido.
—Perdona —dije—. Pensé que era la misma clase de arma.
—No era la misma clase de arma —replicó Bobby—. Era el arma.
—¿El arma?
—Sí.
—¿Quieres decir que era el arma de tu hermano? —Ahora sí que quería irme a casa ya
mismo.
—¿Cómo te sentiste cuando te regalaron el arma de tu hermano para Navidad?
—No sé.
Casi lamenté haber hecho la pregunta. ¿Cómo podía saberlo él? ¿Cómo podía responder a
semejante cosa? Lo miré. No había habido cambios en su aspecto mientras hablábamos del
arma. Seguía hurgándose las lastimaduras. Por lo demás parecía como si ya estuviera muerto...
con los ojos opacos, sin prestar atención a nada, apático hasta parecer sin vida, más allá del
terror.
—No, no puedes saberlo —dije—. Dime, ¿a veces ves a tus abuelos?
—No, viven en Dakota del Sur.
—¿Tienes algunos familiares que frecuentas?
—Algunos.
—¿Alguno que te guste?
—Me gusta mi tía Helen.
Me pareció detectar un leve tinte de entusiasmo en su respuesta.
—¿Te gustaría que tu tía Helen viniera a visitarte mientras estás aquí en el hospital? —
pregunté.
—Vive muy lejos.
—¿Pero si viniera de todos modos?
—Si ella quisiera.
Otra vez sentí en él un levísimo destello de esperanza... y en mí también. Me pondría en
contacto con la tía Helen. Ahora tenía que terminar la entrevista. No aguantaba más. Le
expliqué a Bobby la rutina de la vida en el hospital y le dije que lo vería al día siguiente, que las
enfermeras se ocuparían mucho de él y que le darían una píldora para dormir cuando se acostara.
Luego lo llevé otra vez a la sala de enfermeras. Después de escribir sus indicaciones salí del
edificio al patio. Nevaba. Me alegré de eso, dejé que la nieve cayera sobre mí unos minutos.
Luego volví a mi consultorio y me concentré en un trabajo de rutina con papeles del hospital.
También eso me hizo bien.
Al día siguiente vi a los padres de Bobby. Me dijeron que eran gente trabajadora. Él
fabricaba herramientas, era un experto maquinista que se enorgullecía de la gran precisión de su
oficio. Ella era secretaria de una compañía de seguros, y se enorgullecía de la prolijidad de su
casa. Iban a la iglesia luterana todos los domingos. Él bebía cerveza con moderación los fines
de semana. Ella pertenecía a una liga femenina de bowling que se reunía los jueves a la noche.
De estatura mediana, ni lindos ni feos, pertenecían a la capa superior de la “clase de cuello azul”,
15
tranquilos, ordenados, sólidos. No parecía haber razón alguna para la tragedia que les había
sucedido. Primero Stuart y ahora Hobby.
—Yo ya no tengo lágrimas, doctor —dijo la madre.
—¿El suicidio de Stuart fue una sorpresa para ustedes? —pregunté.
—Totalmente. Un shock absoluto —respondió el padre—. Era un chico tan equilibrado. Le
iba bien en el colegio. Era boy-scout. Le gustaba cazar marmotas en el campo que estaba detrás
de casa. Era un chico callado, pero todos lo querían.
15
Algo así como la crema del proletariado (N. del T.)
—¿Parecía deprimido antes de matarse?
—No, para nada. Estaba igual que siempre. Es cierto que era callado y no nos contaba
mucho de lo que pensaba.
—¿Dejó una nota?
—No.
—¿Algún familiar de ustedes, por cualquiera de los dos lados, sufrió alguna enfermedad
mental, tuvo depresiones graves o se suicidó?
—Nadie en mi familia —respondió el padre—. Mis padres emigraron de Alemania, de
manera que tengo allá muchos parientes de quienes no sé mucho; sobre ellos no puedo decirle.
—Mi abuela se puso senil y hubo que internarla en un hospital, pero ningún otro tuvo
dificultades mentales —agregó la madre—. Por cierto, ninguno se suicidó. Ay, doctor, usted no
piensa que hay alguna posibilidad de que... de que Hobby intente hacer algo parecido, ¿verdad?
—Sí —repliqué—, creo que hay una significativa probabilidad.
—Ay, Dios mío, creo que no podría soportarlo —gimió suavemente la madre—. Este asunto
de... de hacerse algo a sí mismo... ¿puede estar en la familia?
—Ya lo creo. Estadísticamente el mayor número de suicidios ocurre en gente que tuvo un
hermano o una hermana que se suicidó.
—Ay, Dios mío —gimió nuevamente la madre—. ¿Piensa que Hobby realmente podría
hacerlo también?
—¿No habían pensado que Hobby estaba en peligro? —pregunté.
—No, hasta ahora no —replicó el padre.
—Pero parece que hace tiempo que Hobby está deprimido —señalé—. ¿Eso no les
preocupó?
—Sí, nos preocupó, por supuesto —respondió el padre—, pero pensamos que era natural,
después de la muerte de su hermano. Pensamos que lo superaría con el tiempo.
—¿No pensaron en hacerlo ver por un psiquiatra?
—No, por supuesto que no —replicó el padre, esta vez con cierta molestia—. Ya le dijimos
que pensábamos que lo superaría. No teníamos idea de que fuera tan grave.
—Sé que Hobby ha bajado las notas en la escuela —comenté.
—Sí, es una lástima —dijo la madre—. Era tan buen alumno.
—En la escuela deben de haberse preocupado por el problema —proseguí—. ¿Pidieron
hablar con ustedes?
La madre parecía ligeramente incómoda.
—Sí. Y por supuesto yo también me preocupé. Hasta salí del trabajo antes de hora para ir a
hablar con ellos.
—Querría pedirles autorización para comunicarme con la escuela de Hobby si es necesario.
Podría ser útil.
—Por supuesto.
—En esa conversación que tuvieron, ¿alguien en la escuela sugirió que hicieran ver a Hobby
por un psiquiatra? —pregunté.
—No —respondió la madre. Parecía haber recuperado tan rápido la compostura que ni
siquiera estaba seguro de que en algún momento la hubiese perdido. —Lo que si sugirieron es
que buscáramos algún asesoramiento. Pero no con un psiquiatra. Por supuesto que si hubieran
sugerido un psiquiatra, habríamos hecho algo al respecto.
—Sí, y nos habríamos enterado de que era algo grave —agregó el padre—. Pero como
hablaron de asesoramiento, yo creí que sólo se preocupaban por sus notas. A nosotros también
nos preocupaban sus notas. Pero nunca presionamos a los chicos con la tarea escolar, a menos
que sea necesario. No es bueno exigir demasiado a los chicos, ¿verdad, doctor?
—No creo que llevar a Bobby a ver un consejero escolar fuera exigirle demasiado —
comenté.
—Bueno, eso es otra cosa, doctor —replicó la madre, más en ofensiva que a la defensiva—.
No es fácil para nosotros llevar a Bobby de aquí para allá durante la semana. Los dos
trabajamos, como usted sabe. Y estos consejeros escolares no trabajan los fines de semana,
¿verdad? Nosotros no podemos dejar el trabajo todos los días. Vivimos de eso, ¿sabe?
No me parecía útil comenzar una discusión con los padres de Hobby sobre si hubieran
podido o no encontrar un consejero escolar por la noche o en los fines de semana. Decidí tratar
el tema de la tía Helen.
—Bien —dije—, es posible que mis supervisores y yo decidamos que Bobby debe
permanecer internado durante algo más que un breve período... que por un tiempo puede
necesitar un cambio de escena completo. ¿Tienen ustedes algún familiar con quien él pudiera
estar?
—No lo creo —respondió de padre de inmediato—. No creo que ninguno de ellos quiera
hacerse cargo de un adolescente. Todos tienen su vida que vivir.
—Bobby me habló de su tía Helen —sugerí—. Tal vez ella quieta tenerlo.
La madre intervino bruscamente.
—¿Bobby dijo que no quería vivir con nosotros? —preguntó.
—No, todavía no hemos hablado del tema. Sólo estoy considerando las distintas opciones.
¿Quién es la tía Helen?
—Es mi hermana —respondió la madre—. Pero no sería posible. Vive a cientos de
kilómetros de distancia.
—No es lejos —respondí—. Y estoy pensando en términos de un cambio de escena para
Bobby. Esa distancia está bien. Estaría lo suficientemente cerca como para que pudiera
visitarlos y lo suficientemente lejos del lugar donde su hermano se suicidó, y tal vez lejos de
otras presiones que está experimentando.
—No creo que resultara.
—¿Por qué no?
—Bueno, Helen y yo no nos tratamos. No, no nos tratamos...
—¿Por qué?
—Nunca nos llevamos bien. Ella es muy presumida. Aunque no sé qué motivos tiene para
ser presumida. Al fin y al cabo se dedica a limpiar casas. Ella y su marido —que no es ningún
genio— tienen un pequeño servicio de ayuda doméstica. No sé por qué piensan que tienen que
sentirse superiores a los demás.
—Veo que usted y Helen no se llevan bien —reconocí—. ¿Hay algún otro familiar con
quien pueda estar Hobby?
—No.
—Aunque usted no se lleve bien con su hermana, parece que Bobby la quiere, y eso es
importante.
—Mire, doctor —intervino el padre—, no sé qué está insinuando. Hace un montón de
preguntas como si fuera de la policía. Nosotros no hicimos nada malo. Usted no tiene derecho a
separar a un chico de sus padres, si es eso lo que está pensando. Hemos trabajado mucho por ese
chico. Hemos sido buenos padres.
Por un momento sentí el estómago revuelto.
—Estoy preocupado por el regalo de Navidad que le hicieron a Bobby —dije.
—¿Regalo de Navidad? —Los padres parecían confundidos.
—Sí. Parece que le regalaron un arma.
—Así es.
—¿Eso fue lo que él pidió?
—¿Qué sé yo lo que él pidió? —preguntó el padre con tono beligerante. Enseguida el tono
se tornó quejumbroso. —No recuerdo qué pidió. Hemos pasado tantas... Este ha sido un
año muy difícil para nosotros.
—Estoy seguro de que sí —dije—. Pero, ¿por qué le regalaron un arma?
—¿Por qué? ¿Por qué no? Es un regalo adecuado para un chico de su edad. Muchos
chicos de su edad darían cualquier cosa por un arma.
—Se me ocurre —proseguí con lentitud—, que como su otro hijo se maté con un arma,
usted no le tendría tanto cariño a las armas.
—Usted es uno de esos que están contra las armas, ¿verdad? —preguntó el padre, otra vez
agresivo—. Bueno, está bien. Usted pensará así. Yo no soy un loco por las armas, pero
creo que ellas no son el problema, sino la gente que las usa.
—En cierta medida estoy de acuerdo con usted —dije—. Stuart no se mató simplemente
porque tuviera un arma. Seguramente tuvo una razón más importante. ¿Usted sabe cuál
puede haber sido esa razón?
—No. Ya le dijimos que ni siquiera sabíamos que Stuart estaba deprimido.
—Así es. Stuart estaba deprimido. Nadie se suicida si no está deprimido. Como ustedes no
sabían que Stuart estaba deprimido, seguramente no les preocupaba que tuviera un arma.
Pero sí sabían que Bobby estaba deprimido. Sabían que estaba deprimido mucho antes de
Navidad, mucho antes de regalarle el arma.
—Por favor, doctor, parece que usted no entiende —dijo la madre, tratando de congraciarse
conmigo—. Realmente no sabíamos que era tan grave. Pensamos que sólo estaba alterado
por lo de su hermano.
—Entonces le regalaron el rifle con que su hermano cometió el suicidio. No cualquier
arma. Ese rifle en particular.
El padre tomó nuevamente la palabra.
—No podíamos comprarle un arma nueva. No sé por qué nos persigue. Le hicimos el mejor
regalo que pudimos. El dinero no crece en los árboles, como usted sabe. Nosotros somos sólo
gente trabajadora. Podríamos haber vendido el rifle y haber guardado el dinero, pero no lo
hicimos. Lo guardamos para hacer un buen regalo a Bobby.
—¿Pensaron qué impresión le haría ese regalo a Bobby? —pregunté.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que regalarle el arma de Stuart era como decirle que siguiera los pasos de
Stuart, que se suicidara como él.
—No le dijimos nada de eso.
—Claro que no. ¿Pero no pensaron que Bobby podía interpretarlo así?
—No, no lo pensamos. No somos personas instruidas como usted. No hemos ido a la
universidad ni hemos aprendido maneras de pensar complicadas. Sólo somos trabajadores. No
puede esperarse que pensemos en todas esas cosas.
—Tal vez no —dije—, pero es lo que me preocupa. Porque hay que pensar en esas cosas.
Nos miramos largamente. Yo me preguntaba cómo se sentirían. Por cierto no parecían
sentirse culpables. ¿Furiosos? ¿Asustados? ¿Convertidos en víctimas? No lo sabía. No sentía
ninguna empatía con ellos. Sólo sabía lo que sentía yo. Sentía repulsión hacia ellos. Y mucho
cansancio.
—Me gustaría que me firmara una autorización para comunicarme con su hermana Helen
con respecto a Bobby y su situación —dije, dirigiéndome a la madre—. Y usted también —
agregué, mirando al padre.
—Bien, yo no se la daré —dijo el padre—. No toleraré que saque este asunto de la familia
ni que actúe con tanta superioridad como si fuera un juez o algo así.
—Por el contrario —expliqué con fría racionalidad—. Lo que estoy tratando de hacer es
mantener las cosas en la familia, dentro de lo posible. En este momento ustedes y Bobby y yo
somos las únicas personas implicadas. Creo que es necesario implicar a la tía de Hobby, al
menos lo necesario como para averiguar si ella puede ser útil. Si ustedes me impiden actuar,
tendré que llevar el asunto directamente a mis supervisores. Sospecho que podríamos llegar a la
conclusión de que hay que derivar el caso de Bobby a la Agencia de Protección del Menor del
Estado. Si lo hacemos, tendrán realmente a un juez en este asunto. Tal vez tengamos que
hacerlo de todos modos. Sin embargo, creo que si ella puede ayudar, acudir a Helen es una
forma de evitar notificar a las autoridades. Pero eso depende de ustedes. Ustedes decidirán si
quieren darme la autorización para comunicarme con Helen.
—Mi marido se ha puesto tonto, doctor —exclamó la madre de Hobby con una sonrisa
alegre y encantadora—. Estamos muy alterados por tener a nuestro hijo en un hospital para
enfermos mentales y no estamos habituados a hablar con gente tan culta como usted. Claro que
firmaremos el permiso. Yo no tengo ninguna objeción a que mi hermana participe de esto.
Queremos hacer todo lo que sea necesario para colaborar. Lo único que deseamos es lo que sea
mejor para Hobby.
Firmaron el permiso y se fueron. Esa noche mi esposa y yo fuimos a una fiesta del personal
del hospital y bebí más de la cuenta.
Al día siguiente me comuniqué con la tía Helen. Ella y su marido vinieron a verme
enseguida. Comprendieron rápidamente la situación y parecía que les importaba mucho. Ellos
también eran trabajadores pero estuvieron de acuerdo en que Bobby fuera a vivir con ellos
siempre que su atención psiquiárrica estuviera paga. Afortunadamente, a través de sus empleos,
los padres de Hobby tenían un seguro que cubría una parte importante de la atención psiquiátrica,
lo cual no es habitual. Hablé con un psiqúiarra muy competente en la ciudad de Helen, que
aceptó tomar el caso de Hobby para un tratamiento prolongado como paciente externo. Bobby
mismo no entendía por qué era necesario que viviera con sus tíos, y yo pensaba que no estaba
preparado para una explicación real. Simplemente le dije que sería mejor de esa manera.
Un par de días después Bobby había aceptado muy bien el cambio. En realidad, mejoró
rápidamente con varias visitas de Helen, la perspectiva de una nueva situación vital y la atención
que recibió de los asistentes y enfermeras. Cuando le dieron de alta y lo dejaron al cuidado de
Helen, tres semanas después, las lastimaduras en sus brazos y manos eran sólo cicatrices, y hasta
podía bromear con el personal. Pasaron seis meses y supe por Helen que estaba bien y que sus
notas en la escuela habían vuelto a subir. Por su psiquiatra me enteré de que había desarrollado
una buena relación terapéutica, pero que apenas comenzaba a enfrentar la realidad psicológica de
sus padres y la forma en que lo habían tratado. Después de eso no tuve más información sobre el
caso. En cuanto a los padres de Hobby, sólo los vi un par de veces luego de ese encuentro
inicial, y sólo dos minutos cada vez, mientras Bobby estaba todavía en el hospital. Era todo lo
que parecía necesario.
Siempre que traen a un niño para tratamiento psiquiátrico, es habitual referirse a él o a ella
como “el paciente identificado”. Con esto los psicoterapeutas queremos decir que los padres (u
otros identificadores) han etiquetado al chico como paciente, es decir como alguien en quien algo
anda mal y que necesita tratamiento. La razón de que usemos esta denominación es que hemos
aprendido a mirar con escepticismo la validez de este proceso de identificación. Muy a menudo,
cuando procedemos a la evaluación del problema, descubrimos que su fuente no está en el chico
sino en sus padres, su familia, su escuela o la sociedad. Dicho más simplemente, descubrimos
que el chico no está tan enfermo como sus padres. Aunque los padres han identificado al chico
como el que requiere corrección, generalmente son ellos, los identificadores, los que más la
necesitan. Ellos deberían ser los pacientes.
El caso de Hobby es un ejemplo. Aunque él estaba gravemente deprimido y
desesperadamente necesitado de ayuda, la fuente, la causa de su depresión no estaba en él sino en
la conducta de sus padres hacia él. Aunque Hobby estaba deprimido, no había nada enfermo en
su depresión. Cualquier chico de quince años estaría deprimido en sus circunstancias. La
enfermedad esencial de la situación no estaba en su depresión sino en el entorno familiar al que
su depresión era una respuesta bastante natural.
Para los chicos —incluso pata los adolescentes— los padres son como dioses. La forma en
que los padres hacen las cosas parece la forma en que deben hacerse las cosas. Los chicos rara
vez son capaces de comparar objetivamente a sus padres con otros padres. No son capaces de
hacer evaluaciones realistas de la conducta de sus padres. Si sus padres lo tratan mal, un chico
supone generalmente que él es malo. Si lo tratan como a un feo, estúpido ciudadano de segunda,
crecerá con la imagen de que es feo, estúpido y de segunda clase. Los niños criados sin amor
llegan a creer que no pueden ser amados.
Podemos expresar esto como una ley general del desarrollo de los niños: Siempre que hay un
déficit importante en el amor parental, el chico, muy probablemente, responderá a ese déficit
suponiendo que es la causa de ese déficit, y desarrollará de este modo una imagen negativa de sí
mismo que nada tiene que ver con la realidad.
Cuando Bobby llegó al hospital, literalmente se estaba haciendo agujeros, destruyendo la
superficie de sí mismo parte por parte. Como si sintiera que había algo malo, algo malvado
dentro de él, debajo de la superficie de su piel, y cavara tratando de sacarlo. ¿Por qué?
Si sucede que alguien cercano a nosotros se suicida, nuestra primera respuesta después del
shock inicial será (si somos personas normales) preguntarnos en qué nos equivocamos. Eso debe
de haberle sucedido a Bobby. En los días que siguieron a la muerte de Stuart debe de haber re-
cordado un montón de pequeños incidentes: que sólo una semana antes lo había llamado boludo;
que un mes antes le había dado una patada durante una pelea; que cuando su hermano lo
molestaba, a menudo deseaba que desapareciera de la faz de la tierra. Bobby se sentía
responsable, al menos en cierta medida, de la muerte de Stuart.
Lo que debió haber sucedido en este punto —y lo que habría sucedido en un hogar sano—
era que sus padres comenzaran a tranquilizarlo. Debieron haber hablado con él del suicidio de
Stuart. Debieron haberle explicado que, aunque ellos no se daban cuenta, sin duda Stuart estaba
mentalmente enfermo. Debieron haberle dicho que la gente no se suicida por las pequeñas
peleas de todos los días o por la rivalidad entre hermanos. Debieron haberle explicado que, si
alguien era responsable de la muerte de Stuart, en todo caso eran ellos, los padres, los que habían
tenido mayor influencia en su vida. Pero por lo que pude ver, Bobby no recibió ningún
reaseguro de este tipo.
Como este apuntalamiento no llegó, Bobby se deprimió visiblemente. Desmejoró en la
escuela. En este punto sus padres debieron haber enderezado la situación o, si no tenían
suficiente penetración como para hacerlo ellos mismos, haber buscado ayuda profesional. Pero
no lo hicieron, a pesar de que en la escuela se lo habían sugerido. Era probable que Hobby
interpretara la falta de atención a su depresión como una confirmación de su culpa. Por supuesto
que nadie se preocupaba por su depresión, pensaba: es que se la merecía. Merecía sentirse
horriblemente mal. Era justo que se sintiera culpable.
En consecuencia, para Navidad Bobby ya se juzgaba a sí mismo como un malvado criminal.
Luego, sin que él la pidiera, le regalaron el arma “homicida” de su hermano. ¿Cómo podía él
comprender el significado de este “regalo”? ¿Iba a pensar que sus padres eran personas
malvadas y que por serlo deseaban su destrucción, como probablemente habían destruido a su
hermano? Difícilmente. Tampoco podía él, con su mente de quince años, decirse a sí mismo:
Mis padres me regalaron el arma por una mezcla de haraganería, descuido y mal gusto. Parece
que no me quieren mucho... ¿y qué? Como ya se creía malvado y carecía de madurez para ver a
sus padres como eran, sólo le quedaba abierta una interpretación: creer que el arma era un
mensaje apropiado que le decía: “Toma el arma que tu hermano usó para matarse y haz lo mismo
que él: mereces morir”.
Afortunadamente Hobby no lo hizo de inmediato. Eligió la que probablemente era su única
opción psicológica: etiquetarse públicamente como un delincuente para ser castigado por su
maldad y que la sociedad estuviera a salvo de él mientras estuviera preso. Robó un auto. En un
sentido muy real, lo robó para poder vivir.
Todo esto es una suposición. No tengo forma de saber qué pensamientos pasaban por la
cabeza de Hobby. En primer lugar, los adolescentes son muy reservados. No suelen confiar a los
demás las evoluciones internas de su mente, y mucho menos a un adulto desconocido vestido con
un atemorizante guardapolvo blanco. Pero aunque hubiera podido confiar en mí, Bobby no
habría podido decirme estas cosas, de las que sólo tendría una muy vaga conciencia. En los
adultos, la mayor parte de nuestra vida “pensante” se desarrolla en un nivel inconsciente. En los
niños y en los adolescentes casi toda la actividad mental es inconsciente. Sienten, razonan y
actúan con muy poca percepción de lo que está pasando. De manera que tenemos que deducir de
su conducta lo que está sucediendo. Pero hemos aprendido lo suficiente como para saber que
estas deducciones pueden ser bastante acertadas.
Por estas deducciones podemos llegar a otra ley del desarrollo infantil, esta vez específica para el
problema del mal: Cuando un niño se enfrenta en forma tajante con la maldad de sus padres,
probablemente interpretará mal la situación y creerá que la maldad reside en él mismo.
Al enfrentarse con el mal, hasta el más sensato y seguro de los adultos experimenta
confusión. Imaginemos, entonces, lo que debe ser para un niño ingenuo encontrarse con la
maldad en quienes más ama y de quienes depende. Agreguemos a este hecho que las personas
malas se niegan a admitir sus propias fallas y, en realidad, desean proyectar su maldad en otros.
Por lo tanto, no es extraño que los chicos interpreten equivocadamente el proceso odiándose a sí
mismos. Y sin duda Bobby se hacía agujeros a sí mismo.
Vemos entonces que Bobby, el paciente identificado, no estaba él mismo tan enfermo sino
que respondía, como lo haría la mayor parte de los chicos, en forma predecible, a la peculiar
“enfermedad” de la maldad en sus padres. Aunque se lo identificara como “el que tiene
problemas”, el receptáculo de la maldad en el total de la situación no estaba en él sino en otra
parte. Por ello es que su más inmediata necesidad no era de tratamiento sino de protección. El
verdadero tratamiento vendría más tarde, y seria largo y difícil, como siempre lo es cuando se
trata de revertir una imagen de sí mismo que no corresponde a la realidad.
Ahora pasemos del paciente identificado a sus padres, la verdadera fuente del problema. Lo
adecuado habría sido identificarlos a ellos como enfermos. Ellos deberían haber recibido
tratamiento. Pero no fue así. ¿Por qué? Existen tres razones.
La primera, y tal vez la más poderosa, es que no lo deseaban. Para recibir un tratamiento
hay que quererlo, aunque sea en cierto grado, y para quererlo uno tiene que considerar que lo
necesita. Uno debe, por lo menos en cierto nivel, reconocer su imperfección. En este mundo
existe un enorme número de personas con problemas psiquiátricos graves e identificables que, a
los ojos de un psiquiatra, necesitan desesperadamente tratamiento y no reconocen esa necesidad.
De manera que no reciben tratamiento, aunque se les ofrezca en bandeja de plata. No todas estas
personas son malas. En realidad, la mayoría no lo es. Pero en esta categoría de personas con
mayor intensidad de resistencia al tratamiento psiquiátrico entran los verdaderamente malos.
Los padres de Bobby dieron muchas muestras de que rechazarían cualquier tipo de terapia
que yo pudiera haberles ofrecido. Ni siquiera pretendían demostrar culpa alguna por el suicidio
de Stuart. Sólo reaccionaron con racionalizaciones y beligerancia a mis intimaciones de que
habían incurrido en negligencia al no buscar antes ayuda profesional para Bobby y que su
elección del regalo de Navidad había sido, en todo caso, mala. Aunque yo no veía en ellos
ningún deseo de ocuparse de Bobby, la idea de que sería mejor que él viviera en otra parte era
anatema para ellos porque ponía en tela de juicio su capacidad como padres. Antes que admitir
cualquier déficit, se negaban a asumir culpa alguna con el argumento de que eran “trabajadores”.
Sin embargo, yo podría al menos haberles ofrecido terapia. El solo hecho de que
probablemente la rechazarían no era suficiente razón para no ofrecerla... para no hacer al menos
el intento de ayudarlos a llegar a la comprensión y a la compasión. Pero yo sentí que, aunque por
algún milagro estuvieran dispuestos a hacer psicoterapia, en su caso ésta habría fracasado.
Es triste, pero el hecho es que las personas más sanas —las más honestas, cuyas estructuras
de pensamiento están menos distorsionadas— son las más fáciles de tratar con psicoterapia y las
que más se beneficiarán con ella. Y a la inversa, cuanto más enfermos están los pacientes —
cuanto más deshonesta es su conducta y más distorsionada su manera de pensar— menos
capaces serán de alcanzar algún tipo de éxito. Cuando ellos están muy distorsionados y son muy
deshonestos, parece imposible. Entre terapeutas es frecuente calificar la psicopatología de un
paciente como “abrumadora”. Lo decimos en sentido literal. Literalmente nos sentimos
abrumados por la masa laberíntica de mentiras y motivos retorcidos y comunicación
distorsionada en la que caeremos si intentamos trabajar con estas personas en la íntima relación
psicoterapéutica. Sentirnos, y a veces con mucha razón que no sólo fracasaremos en nuestros
intentos de sacarlos del pantano de su enfermedad, sino que muy probablemente nos harán caer
en él. Somos demasiado débiles para ayudar a estos pacientes; demasiado ciegos como para ver
el final de los retorcidos corredores por donde nos llevarán; demasiado pequeños como para
mantener nuestro amor ante todo su odio. Este fue el caso al tratar con los padres de Bobby. Yo
me sentía abrumado por la enfermedad que percibía en ellos. No sólo rechazarían cualquier
ofrecimiento que yo hiciera de ayudarlos, sino que también me faltaba el poder para tener éxito
en algún tipo de tratamiento.
Hay una razón más por la que no intenté trabajar con los padres de Bobby. Simplemente no
me gustaban. Es más, me repugnaban. Para ayudar a los individuos en psicoterapia es necesario
tener al menos un atisbo de sentimiento positivo hacia ellos, un toque de simpatía por sus
problemas, una leve empatía por sus sufrimientos, una cierta consideración por su condición de
personas y esperanza en sus potenciales como seres humanos. Yo no sentía ninguna de estas
cosas. No me veía pasando hora tras hora con los padres de Bobby, semana tras semana, mes
tras mes, dedicado a su atención. Al contrario, casi no aguantaba estar con ellos en la misma
habitación. Me sentía sucio por su cercanía. Ansiaba que salieran lo antes posible del
consultorio. De vez en cuando intento trabajar con alguien cuyo caso considero sin esperanzas,
para ver si mi juicio ha sido erróneo, o aunque más no sea por lo que el caso puede enseñarme.
Pero con los padres de Bobby no. No sólo porque ellos habrían rechazado mi terapia, sino
también porque yo los rechazaba a ellos.
Las personas tienen sentimientos unas por las otras. Cuando los terapeutas tienen
sentimientos por sus pacientes los llaman “contratransferencia”. La contratransferencia abarca
toda la gama de las emociones humanas, desde el amor más intenso al odio más intenso. Sobre
el tema de la contratransferencia se ha escrito muchísimo; puede resultar muy útil o muy dañina
en la relación terapéutica. Si los sentimientos de los terapeutas son inapropiados, la
contratransferencia distorsionará, confundirá y desviará, el proceso deja curación. Si la
contratransferencia es adecuada, será la herramienta más útil para comprender los problemas de
un paciente.
Una tarea crucial de un psicoterapeuta es reconocer si la contratransferencia es apropiada o
no. Para cumplir esta tarea los psicoterapeutas deben analizarse continuamente a sí mismos a la
vez que analizan a sus pacientes. Si la contratransferencia es inapropiada, es responsabilidad del
terapeuta curarse al respecto, o derivar el paciente a otro terapeuta capaz de ser más objetivo en
ese caso particular.
La sensación que experimenta una persona sana en relación con una persona mala es de
repugnancia. La sensación de repugnancia puede ser casi instantánea si la maldad que se
encuentra es evidente. Si la maldad es más sutil, la repugnancia sólo se desarrollará
gradualmente a medida que se profundice la relación con la persona mala.
El sentimiento de repugnancia puede ser muy útil para el terapeuta. Puede ser una
herramienta de diagnóstico por excelencia. Puede significar, en forma más verdadera y rápida
que cualquier otra, que el terapeuta está en presencia de un ser humano malo. Pero, como un
filoso escalpelo, es una herramienta que hay que utilizar con mucho cuidado. Si la repugnancia
surge no por algo del paciente sino por alguna enfermedad del terapeuta, causará todo tipo de
daños, a menos que el o la terapeuta sepan reconocer con humildad que se trata de un problema
de ellos.
Pero, ¿qué haría que la repulsión fuera una respuesta sana? ¿Porqué podría ser una
contratransferencia apropiada para un terapeuta emocionalmente sano? La repugnancia es una
poderosa emoción que inmediatamente nos hace evitar, escapar de la presencia que causa
repugnancia. Y eso es lo más apropiado que puede hacer una persona sana en circunstancias
comunes, cuando se encuentra con una presencia indigna: escapar de ella. El mal es repugnante
porque es peligroso. Contamina, o bien destruye a la persona que se queda demasiado tiempo en
su presencia. A menos que uno sepa muy bien lo que está haciendo, lo mejor que se puede hacer
al enfrentarse con el mal es salir corriendo en dirección contraria. La contratransferencia de
rechazo es un sistema de radar instintivo, o, si ustedes quieren, puesto por Dios para hacer ad-
vertencias tempranas y salvadoras. 16
A pesar de la abundancia de literatura profesional sobre el tema de la contratransferencia,
nunca he leído nada específico sobre el rechazo. Hay varias razones para esta omisión. La
contrarransferencia de rechazo se relaciona tan específicamente con el mal, que es casi imposible
escribir sobre una sin escribir sobre el otro; y como el mal, en general, ha estado muy por fuera
de los límites de la psicoterapia hasta el momento, lo mismo ha sucedido con esta
contratransferencia específica. 17 Además, los psicoterapeutas suelen ser personas bondadosas, y
una reacción tan dramáticamente negativa de su parte sería una amenaza para la imagen que
tienen de sí mismos. Luego, por lo intensamente negativo de la reacción, hay una profunda
tendencia en los psicoterapeuras a evitar continuar la relación con pacientes malos. Finalmente,
como ya he dicho, muy pocas personas malas están dispuestas a ser clientes de psicoterapia.
Excepto en circunstancias extraordinarias, harán todo lo posible para huir del proceso
esclarecedor de la terapia. De manera que a los psicoterapeutas les resulta difícil estar con
personas malas el tiempo suficiente como para estudiarlas o como para estudiar sus propias
reacciones.
Hay otra reacción que los individuos malos frecuentemente engendran so nosotros: LA
CONFUSION. Describiendo un encuentro con una persona mala, una psicoterapeuta escribe:
“De pronto me pareció haber perdido la facultad de pensar”. 18 También aquí la reacción es muy
apropiada. Las mentiras confunden. La gente mala es “la gente de la mentira”: ellos engañan a
los otros al mismo tiempo que van acumulando capa sobre capa de autoengaño. Si se siente
confundido ante un paciente, el terapeuta debe preguntarse si su confusión no es el resultado de
su ignorancia. Pero también le corresponde al terapeuta preguntarse: “¿El paciente no estará
haciendo algo para confundirme?”. Mi trabajo en el caso descrito en el capitulo cuatro fue
ineficaz durante meses porque no me hice esta pregunta.
He dicho que la contratransferencia de rechazo es una respuesta apropiada —hasta salvadora
— ante las personas malas. Hay una excepción. Si se puede penetrar en la confusión —si puede
hacerse el diagnóstico de la maldad, y si el terapeuta, sabiendo lo que tiene entre manos, decide
intentar relacionarse con la persona mala para curarla, entonces, y sólo entonces, puede y debe
dejarse de lado la contratransferencia de rechazo. Esto significa correr un gran riesgo. El intento
de curación del mal no debe tomarse a la ligera. Hay que hacerlo desde una posición de notable
fuerza psicológica y espiritual.
La única razón por la que puede hacerse es que un terapeuta capaz de esa fuerza sabrá que,
si bien hay que temer a las personas malas, también hay que tenerles lástima. Ellos siempre
están huyendo de la luz que los pondría de manifiesto y de la voz de su propia conciencia; son
los seres humanos más atemorizados que existen. Viven sus vidas sumidos en el terror. No hay
que enviarlos a ningún infierno; el infierno es la vida que llevan. 19
16
Surge el problema de si una persona mala sentirá rechazo en presencia de otra persona mala. No lo sé. Es un
fascinante tema de investigación, porque su respuesta podría revelar mucho de la naturaleza y la génesis del mal en
los seres humanos. Teóricamente, si una personase vuelve mala por haber sido criada en un hogar malo, los padres
le parecerían tan normales al chico como para impedir que se desarrolle el sistema de radar para una temprana
advertencia. O bien la obligada y prolongada proximidad con sus padres malos que requiere la infancia sería
suficiente para destruir cualquier mecanismo de respuesta temprana y salvadora preexistente.
17
Puede experimentarse rechazo ante la enfermedad física. Era, por ejemplo, la respuesta habitual ante los leprosos,
y se la ha estudiado en relación con las reacciones de la gente ante los que tienen amputaciones u otras
deformidades. Aunque los psiquiatras conocen estas reacciones, no han escrito sobre el problema dentro de las
relaciones terapéuticas sostenidas
18
The New Yorker, 3 de Julio de 1978, página 19.
En consecuencia, no es sólo por la sociedad sino también por ellos mismos que hay que
hacer el intento de rescatar al malo de su infierno viviente. Como sabemos tan poco sobre la
naturaleza del mal, generalmente nos falta la habilidad para curarlo. Pero no es extraño que
tengamos esta ineptitud terapéutica si ni siquiera hemos discernido el mal como enfermedad
específica. La tesis de este libro es que el mal puede definirse como una forma específica de
enfermedad mental y que debe someterse a la misma intensidad de investigación científica que
dedicaríamos a otra importante enfermedad psiquiátrica.
Es natural y conveniente que en ciertas circunstancias nos apartemos de la madriguera del
reptil. También es apropiado que el científico —el herpetólogo experimentado— se aproxime a
ese lugar para aprender, para obtener veneno con el que desarrollar una antitoxina que sirva para
proteger a la humanidad y, tal vez, para asistir a la serpiente en su evolución. Las serpientes
pueden desarrollar alas y transformarse en dragones, y los dragones pueden domarse para que se
tornen, a la vez, fieros y bondadosos sirvientes de Dios. Si vemos a la persona mala como
enferma y digna de compasión —aunque siempre peligrosa— y si sabemos lo que estamos
haciendo, es apropiado que transformemos nuestro rechazo en cautelosa compasión para
aproximarnos al paciente en nuestro intento por curarlo.
Revisando el caso de Bobby después de veinte años, dudo de que hoy manejara el caso en
forma diferente a pesar de toda la experiencia adquirida. Hoy también consideraría mi tarea
principal separar a Bobby de sus padres y recurriría, como entonces, al poder temporal para
lograrlo. En veinte años no he aprendido nada que sugiera que es possible influir sobre las
personas malas por ningún otro medio que no sea el del poder puro y simple. Ellos no
responden, al menos en corto plazo, a trato bondadoso ni a ninguna forma de persuasión
espiritual que yo conozca. Pero una cosa ha cambiado en estos veinte años: ahora sé que los
padres de Bobby eran malos. Entonces no lo sabía. Sentía su maldad pero no tenía un nombre
para ella. Mis supervisores no me ayudaban a dar un nombre a eso que enfrentaba. El nombre
no existía en nuestro vocabulario profesional. Como científicos (y no sacerdotes), no debíamos
pensar en esos términos.
Dar a las cosas el nombre que les corresponde nos otorga un cierto poder sobre ellas. 20
Cuando conocí a los padres de Hobby no conocía la naturaleza de la fuerza con la que me
enfrentaba. Me rechazaba, pero no sentía curiosidad por ella. Evitaba tratar con ellos no sólo
por un saludable respeto ante esa fuerza, sino también porque me daba miedo… me daba miedo
sin saber por qué. Hoy sigo teniéndole miedo, pero ya no es un miedo ciego. Al conocer su
nombre, conozco algo de las dimensiones de esa fuerza. Como tengo mucho terreno seguro en
que apoyarme, puedo permitirme sentir curiosidad sobre su naturaleza. Puedo permitirme ir
hacia ella. De manera que hoy daría algo diferente. Una vez que hubiera logrado sacar a Bobby
de la casa de sus padres, intentaría nuevamente decirles, de la manera más vaga posible, que
estaban poseídos por un tipo de fuerza destructiva no sólo para sus hijos sino también para ellos
mismos. Y si tuviera la energía y el tiempo necesarios, les ofrecería trabajar con ellos en un
intento de vencer esa fuerza. Si por alguna remota casualidad aceptaran, procedería a trabajar
con ellos, no porque ahora me gustaran más que antes —ni siquiera por tener un grado de
19
Dios no nos castiga; nosotros nos castigamos a nosotros mismos. Los que viven en el infierno están allí por su
propia elección. En realidad, podrían salir de él con sólo deseado, pero sus valores son tales que hacen que la salida
del infierno les parezca abrumadoramente peligrosa, terriblemente dolorosa y difícil hasta lo imposible. Entonces
permanecen en el infierno porque les parece seguro y fácil para ellos. Lo prefieren así. Esta situación y la psicodi-
námica involucrada fueron el tema del hermoso libro de C. S. Lewis titulado The Great Divorce (El gran divorcio).
La idea de que la gente está en el infierno por propia elección no está muy difundida, pero el hecho es que
constituye, a la vez, buena psicología y buena teología.
20
Véase Úrsula Le Guin, A wizard of earthsea (Parnassus Press, 1968), por su extraordinaria descripción del poder
que el nombrar las cosas.
confianza significativo en mí poder curativo— sino simplemente porque, al conocer el nombre,
he adquirido la fuerza suficiente para hacer el aprendizaje e intentar el trabajo. Y es nuestra tarea
trabajar en los campos conocidos.
EL MAL Y EL PECADO
Para entender más completamente a los padres de Bobby —y a otros como ellos, que serán
descriptos en el próximo capítulo— es necesario que marquemos primero la diferencia entre el
mal y el pecado común. No los pecados per se los que caracterizan a las personas malas, sino la
sutileza, la persistencia y la consistencia de sus pecados. Esto se debe a que el defecto central
del mal no es el pecado sino la negativa a reconocerlo.
Los padres de Bobby y las personas descriptas en el siguiente capítulo, excepto por el mal
que albergan, son personas muy comunes. Viven en nuestra misma calle... en cualquier calle.
Pueden ser ricos o pobres, educados o ignorantes. No hay nada muy dramático en ellos. No
tienen título de criminales. Muy a menudo son “sólidos ciudadanos”, maestros de las escuelas
dominicales, policías, banqueros, miembros activos de las cooperadoras escolares.
¿Cómo es posible? ¿Cómo es posible que sean malos y no se los denomine criminales? La
clave está en la palabra “denominar”. Son criminales porque cometen “crímenes” contra la vida
y la vitalidad. Pero salvo en raros casos —como en el caso de Hitler— en que llegan a un
altísimo grado de poder político que los libera de sus represiones habituales, sus “crímenes” son
tan sutiles y disimulados que no pueden designarse claramente como crímenes. El tema del
ocultamiento y el disimulo aparecerá repetidamente en el curso de este libro. Es la base del título
“La gente de la mentira”. 21
He pasado mucho tiempo trabajando en las cárceles con personas designadas como
criminales. Casi nunca sentí que eran personas malas. Sin duda son destructivas y, en general,
repetidamente. Pero en su destructividad hay algo de azar. Además, aunque ante las autoridades
suelen negar su responsabilidad en los hechos criminales, hay como una puerta abierta hacia su
maldad. Ellos mismos se apresuran a señalarlo, diciendo que los han atrapado porque son
criminales “honestos”. Y dirán que los verdaderamente malos están fuera de las cárceles. Sin
duda estas proclamas son para autojustificarse. Pero, en general, creo que también son correctas.
La gente que está en la cárcel puede casi siempre clasificarse dentro de uno u otro
diagnóstico psiquiátrico. Los diagnósticos abarcan todo el espectro existente y corresponden, en
términos de los legos, a cualidades tales como la locura, la impulsividad, la agresividad o la falta
de conciencia. Los hombres y mujeres de los que hablaré, tales como los padres de Bobby, no
tienen defectos tan obvios y no entran tan claramente en nuestro esquema psiquiátrico de rutina.
Y no porque los individuos malos sean sanos. Simplemente porque todavía no hemos
desarrollado una definición para su enfermedad.
Como distingo entre personas malas y criminales comunes, obviamente hago también la
distinción entre la maldad como característica de la personalidad y las malas acciones. En otras
palabras: las malas acciones no producen malas personas. De otro modo, todos seríamos malos,
porque todos cometemos malas acciones.
La definición más extendida del pecado es “no dar en el blanco”. Esto significa que
pecamos cada vez que no damos en el centro. El pecado es nada más y nada menos que la
imposibilidad de ser siempre perfectos. Como nos es imposible ser siempre perfectos, somos
todos pecadores. Habitualmente no hacemos lo mejor que podemos, y con cada fracaso come-
21
Titulo original del libro: “People of the Lie, The Hope For Healing Human Evil” (La gente de la mentira, la
esperanza de curar la maldad humana)
temos un crimen de alguna clase: contra Dios, nuestro prójimo o nosotros mismos, cuando no
francamente contra la ley.
Por supuesto, hay crímenes de mayor y menor magnitud. Sin embargo, es un error pensar
en el malo el pecado como una cuestión de grado. Puede parecer menos odioso estafar a los
ricos que a los pobres, pero de todas maneras es una estafa. Hay diferencias ante la ley entre una
defraudación en un negocio, la evasión de impuestos, copiarse en un examen, decirle a la esposa
que uno tiene que trabajar hasta tarde cuando en realidad le está siendo infiel, o decirle al marido
(o a una misma) que no tuvo tiempo de ir a buscar su ropa al lavadero cuando en realidad pasó
una hora hablando por teléfono con una amiga. Sin duda, unas acciones son más excusables que
otras —y tal vez lo sean mucho más según las circunstancias—, pero eso no quita que todas sean
mentiras y engaños. Si ustedes son lo suficientemente escrupulosos como para no haber hecho
ninguna de estas cosas recientemente, entonces pregúntense si hay alguna otra forma en que
puedan haberse mentido o engañado a sí mismos. O si han sido menos de lo que podían, lo cual
es en sí un autoengaño. Sean perfectamente honestos con ustedes mismos, y se darán cuenta de
su pecado. Si no se dan cuenta de eso, no son perfectamente honestos consigo mismos, lo cual es
en sí un pecado. No hay salida: todos somos pecadores. 22
Si no es posible definir a las personas malas por la ilegalidad de sus acciones o la magnitud
de sus pecados, ¿cómo los definiremos? La respuesta está en la consistencia de sus pecados.
Aunque en general son sutiles, su destructividad es notablemente consistente. Esto se debe a que
los que han “sobrepasado el límite” se caracterizan por su absoluta negativa a tolerar la
percepción de su propia naturaleza pecadora.
Dije que George, gracias a la culpa, logró evitar volverse malo. Como estaba dispuesto —
al menos en grado rudimentario— a tolerar la sensación de su propia naturaleza pecadora, pudo
rechazar su pacto con el demonio. Si no hubiera sentido el dolor de “las culpitas” que
experimentó al hacer el pacto, el deterioro moral habría continuado. Más que ninguna otra cosa,
la percepción de nuestra naturaleza pecadora es la que nos salva de sufrir un parecido deterioro.
Como ya he escrito en otra parte:
“…Bienaventurados sean los pobres de espíritu’’, comenzó diciendo Jesús cuando tuvo que
hablar a las multitudes. ¿Qué quiso decir con esta introducción? ¿Qué hay de
extraordinario en humillarse, en tener este sentido del pecado personal? Si ustedes se
preguntan eso, será bueno que recuerden a los fariseos. Eran los presumidos de la época
de Jesús. No se sentían pobres de espíritu. Sentían que eran dueños de todo, que lo sabían
todo, que merecían ser líderes de la cultura en Jerusalén y en Palestina. Y fueron los que
asesinaron a Jesús.
Los pobres de espíritu no hacen el mal. El mal no lo cometen las personas que dudan
sobre si ellos tienen razón, que cuestionan sus propios motivos, que se preocupan por si se
engañan a sí mismos. El mal en este mundo lo cometen los satisfechos, los fariseos de
22
Aunque con frecuencia y hasta con mala intención se la desvirtúa, tal vez la mayor belleza de la doctrina cristiana
es su aproximación comprensiva al pecado. Es una aproximación de dos puntas. En primer lugar insiste sobre el
carácter pecador de nuestra naturaleza. Por lo tanto, cualquier cristiano genuino se considerará pecador. El hecho
de que muchos ‘cristianos’ nominales y exteriormente devotos no se consideren pecadores en el fondo de su alma no
debe percibirse como una falla de la doctrina sino sólo como una falla del individuo que no puede vivir de acuerdo
con ella. Más adelante seguiremos hablando del mal con disfraz de cristiano. Por otra parte, la doctrina cristiana
también insiste en que se nos perdonan nuestros pecados, al menos si experimentamos contrición por ellos. Si
tenemos plena conciencia del grado de nuestra naturaleza pecadora, probablemente nos sintamos abrumados por la
desesperanza si no creemos a la vez en la naturaleza piadosa del Dios cristiano que perdona. Por eso la Iglesia, en
su mejor actitud, insiste también en que detenerse interminablemente en cada pequeño pecado que uno ha cometido
(un proceso conocido como la “excesiva escrupulosidad”) es en sí un pecado. Si Dios nos perdona, no perdonamos
a nosotros mismos es ponernos por encima de Dios, y así caer en el pecado de orgullo.
nuestro tiempo, los que se creen justos y sin pecado porque no quieren sufrir la molestia de
un examen significativo de sí mismos.
Por más desagradable que sea, el sentimiento de pecado personal es precisamente aquello
que impide que nuestro pecado se vuelva incontrolable. Es muy doloroso a veces, pero es
una gran bendición porque es nuestra única salvaguarda efectiva contra nuestra propia
proclividad al mal. Sainte Thérèse de Lisieux lo dijo muy bien, con su suavidad
característica: “Si estás dispuesto a soportar serenamente la prueba de desagradarte a ti
mismo, te convertirás en una agradable morada para Jesús…” 23
23
Marilyn von Waldener y M. Scott Peck, What return can I make? (¿Que retorno puedo hacer - próximo a
publicarse).
24
Gerald Vann, The pain of Christ and the sorrow of God (el dolor de Cristo y el lamento de Dios), Springfield,
Illinois, Temple Gate Publishers, copyright by Aquin Press, 1947, pp. 54-55.
deben castigar a cualquiera que les haga reproches. Sacrifican a otros para conservar su propia
imagen de perfección. Tomemos el simple ejemplo de un chico de seis años que le dice a su
padre: “Papá, por qué le dijiste a la abuela que es una hija de puta?” –“Ya te dije que dejes de
molestarme”-, le grita el padre. “Ahora vas a ver! Yo te enseñaré a no decir palabrotas, te voy a
lavar la boca con jabón. Tal vez así aprendas a no decir cosas sucias y a callarte cuando te lo
ordenan.” Y arrastra al chico al baño para aplicarle ese castigo. En nombre de la “corrección y
la disciplina” se ha cometido un mal.
El recurso de buscar un chivo emisario funciona a través de un mecanismo que los
psiquiatras llaman proyección. Como en el fondo de su alma los individuos malos se creen
perfectos, es inevitable que cuando están en conflicto con el mundo invariablemente perciban ese
conflicto como causado por el mundo. Como tienen que negar su propia maldad, deben percibir
como malos a los otros. Proyectan su propia maldad en el mundo. Nunca piensan en sí mismos
como malos; por el contrario, siempre ven mucha maldad en los demás. El padre percibía las
cosas irreverentes y sucias como existentes en su hijo y actuaba para limpiar su ‘mugre’. Sin
embargo sabemos que el irreverente y el sucio era el padre. El padre proyectaba su propia
suciedad en el hijo y luego lo atacaba en nombre de la buena educación.
El mal, por lo tanto, se comete a menudo para buscar un chivo emisario, y la gente que yo
rotulo como mala no hace más que buscar chivos emisarios. En La nueva psicología del amor
definí el mal como “el ejercicio del poder político, es decir, la imposición de la voluntad de uno
sobre los demás mediante una coacción abierta o encubierta para evitar el crecimiento espiritual”
(pág. 290). En otras palabras, los individuos malos atacan a otros para no enfrentar sus propias
fallas. El crecimiento espiritual requiere el reconocimiento de la necesidad que tiene uno de
crecer. Si no podemos reconocer eso, no tenemos otra opción que intentar erradicar la evidencia
de nuestra imperfección. 25
Aunque parezca extraño, las personas malas generalmente son destructivas porque tratan de
destruir el mal. El problema es que equivocan la ubicación del mal. En lugar de destruir a otros
deberían destruir la enfermedad que llevan dentro de sí mismos. Como la vida a menudo
amenaza su autoimagen de perfección, a menudo se ocupan activamente en odiar y destruir la
vida, generalmente en nombre de la virtud. Sin embargo, el problema puede ser no tanto que
odien la vida como que no odien la parte pecadora que llevan adentro. No creo que los padres de
Bobby hayan querido deliberadamente matar a Stuart o matarlo a él. Sospecho que si hubiera
llegado a conocerlos bien, habría descubierto que su conducta asesina estaba totalmente dictada
por una forma extrema de autoprotección que invariablemente sacrificaba a otros y nunca a sí
mismos.
¿Cuál es la causa de esta incapacidad de odiarse a sí mismos, de desagradarse a sí mismos,
que parece estar en la raíz de la conducta en pos de un chivo emisario de los que llamo malos?
Creo que la causa no es la falta de conciencia. Hay personas, tanto en las cárceles como fuera de
25
Ernest Becker, en su última obra Escape from Evil (Escape del mal) (Macmillan. 1965) señaló el papel esencial de
la búsqueda de un chivo emisario en la génesis de la maldad humana. Creo que se equivocó al centrarse
exclusivamente en el miedo a la muerte como único motivo de esa búsqueda. En realidad, creo que el temor a la
autocrítica es el motivo más poderoso. Aunque Becker no lo dijo, podría haber igualado el temor a la autocrítica con
el temor a la muerte. La autocrítica es un llamado al cambio de personalidad. En cuanto critico una parte de mí
mismo contraigo la obligación de cambiarla. Pero el proceso de cambio de la personalidad es doloroso. Es como
una muerte. La vieja estructura de la personalidad debe morir para que aparezca otra nueva. Los individuos malos
están patológicamente fijados al statu quo de sus personalidades, que en su narcisismo consideran perfectas. Creo
que es posible que ellos perciban hasta un muy pequeño grado de cambio en su amado yo, como la representación de
una aniquilación total. En este sentido, la amenaza de autocrítica puede parecer sinónima a la amenaza de extinción
para los individuos malos. Veremos claramente cómo sucede esto al entrar más en profundidad en el tema del
narcisismo.
ellas, a quienes parece faltarles totalmente la conciencia o el superyó. Los psiquiatras los llaman
psicópatas o sociópatas. No tienen culpa y no sólo cometen crímenes, sino que a menudo lo
hacen con total abandono. En su críminología no hay mucha estructura ni significado; no se
particulariza especialmente por la búsqueda de un chivo emisario. Como seres sin conciencia,
los psicópatas no parecen molestarse o preocuparse por nada, incluyendo su propia criminalidad.
Parecen tan felices dentro de una cárcel como afuera. Intentan sí, ocultar sus crímenes, pero sus
esfuerzos en ese sentido son débiles, descuidados, y mal planeados. A veces se los llama
“imbéciles morales”, y hay casi cierta inocencia en su falta de preocupación e interés.
Esto difícilmente sucede con los que llamo malos. Totalmente dedicados a conservar su
autoimagen de perfección, se dedican incesantemente esfuerzo mantener la apariencia de la
pureza moral. Se preocupan mucho por ésto. Son muy sensibles a las normas sociales y a lo que
otros puedan pensar de ellos. Como los padres de Bobby, visten bien, llegan puntualmente al
trabajo, pagan sus impuestos, y externamente parecen, vivir una vida irreprochable.
Las palabras “imagen”, “apariencia” y “externamente” son cruciales para comprender la
moralidad del mal. A pesar de que carecen de toda motivación para ser buenos, desean
intensamente parecer buenos. Su “bondad” está totalmente en un nivel de fingimiento. En
efecto, es una mentira. Por eso son “la gente de la mentira”.
En realidad, la mentira no se dirige tanto a engañar otros como a engañarse a sí mismos. No
pueden o no quieren tolerar el dolor del autorreproche. El decoro con el que llevan sus vidas se
mantiene como un espejo en el que pueden verse reflejados como seres correctos. Pero el
autoengaño sería innecesario si los individuos malos no tuvieran sentido de lo que está bien y lo
que está mal. Mentimos solamente cuando deseamos tapar algo que sabemos que es ilícito.
Alguna forma rudimentaria de conciencia debe preceder a la acción de mentir. No hay necesidad
de ocultar a menos que sintamos que hay algo que ocultar.
Ahora llegamos a una especie de paradoja. He dicho que los individuos malos sienten que
son perfectos. Pero al mismo tiempo creo que tienen una sensación no reconocida de su propia
naturaleza malvada. En realidad, tratan desesperadamente de escapar a esta sensación. El
componente esencial del mal no es la ausencia de una sensación del pecado o de la imperfección,
sino la negativa a tolerar esa sensación. Las personas malas perciben su maldad y tratan de
evitar esa percepción exactamente al mismo tiempo. No tienen la suerte de carecer de un sentido
de la moralidad como los psicópatas, sino que están constantemente tratando de barrer la
evidencia de su propia maldad y esconderla bajo la alfombra de su conciencia. Los padres de
Bobby tenían una racionalización para todo lo que hacían, una justificación que les servía a ellos
aunque no a mí. El problema no es un defecto de conciencia, sino el esfuerzo de negar a la
conciencia lo que ella reclama. Nos volvemos malos cuando tratamos de escondernos de
nosotros mismos. La maldad de los individuos malos no se comete directamente, sino
indirectamente a través de este proceso de ocultamiento. El mal no se origina en la ausencia de
culpa sino en el esfuerzo de escapar de ella.
Por lo tanto, a menudo sucede que se reconoce al mal por su propio disfraz. Puede
percibirse la mentira antes de la mala acción que trata ocultar, el ocultamiento antes del hecho.
Vemos la sonrisa que oculta odio, la actitud suave y zalamera que enmascara a la furia, el guante
de terciopelo que oculta el puño. Como son expertos en el disfraz, rara vez es posible ubicar con
precisión la malicia de los seres malos. El disfraz suele ser impenetrable. Pero sí podemos
vislumbrar el misterioso juego de las escondidas en la oscuridad del alma, en el que el alma
humana, a solas, se evade, se esquiva, se esconde de si misma. 26
26
Buber, Good and Evil (El bien y el mal), pág. 111. Como lo que más desean los malos es disfrazarse, uno de los
lugares donde es más probable encontrar personas malas es dentro de la iglesia. ¿Qué mejor forma de ocultar la
propia maldad a uno mismo ya los demás que ser diácono u ocupar cualquier otro lugar visible como cristiano
dentro de nuestra cultura? Supongo que en la India los malos mostrarán una tendencia similar a ser “buenos”
En La nueva psicología del amor sugerí que la pereza o el deseo de escapar al “legítimo
sufrimiento” está en la raíz de toda enfermedad mental. Aquí también hablamos del hecho de
evitar y evadirse del dolor. Sin embargo, lo que distingue a los individuos malos del resto de los
demás pecadores mentalmente enfermos, es el tipo específico de dolor del que escapan. No es
que eviten el dolor ni que sean perezosos en general. Al contrario, es probable que se esfuercen
más que otros en su continuo intento de lograr y mantener una imagen de alta respetabilidad.
Están dispuestos, hasta ansiosos de soportar grandes exigencias en su búsqueda de status. Sólo
hay un tipo especial de dolor que no pueden soportar: el dolor de su propia conciencia, el dolor
de percibir su propia naturaleza pecadora y su imperfección.
Como hacen cualquier cosa por evitar ese dolor particular que viene de examinarse a sí
mismos, en circunstancias comunes los malos son los últimos en acudir a la psicoterapia. Los
malos odian la luz: la luz de la bondad que los descubre, la luz de la observación que los pone en
evidencia, la luz de la verdad que penetra en su engaño. La psicoterapia es un proceso
iluminador por excelencia. Excepto por motivos muy retorcidos, una persona mala elegirá
cualquier otro camino concebible antes que el diván del psiquiatra. Someterse a la disciplina de
la observación de si mismos que exige el psicoanálisis realmente les parece un suicidio. La
razón más significativa de que sepamos científicamente tan poco sobre la maldad humana es
simplemente que los malos se resisten tanto a ser estudiados.
EL NARCISISMO Y LA VOLUNTAD
El narcisismo o auto-absorción adopta muchas formas. Algunas son normales. Algunas son
normales en la infancia pero no en la edad adulta. Algunas son más claramente patológicas que
otras. El tema es tan complejo como importante. Pero no es el propósito de este libro dar una
visión equilibrada de todo el tema, de manera que pasaremos de inmediato a la variante
patológica particular que Erich Fromm llamó “narcisismo maligno”.
El narcisismo maligno se caracteriza por una voluntad que no se somete. Todos los adultos
mentalmente sanos se someten de una u otra forma a algo superior a sí mismos, ya sea a Dios o a
la verdad, o al amor, o algún otro ideal. Hacen lo que Dios quiere que hagan más que lo que
ellos mismos desearían: “Hágase Tu voluntad, no la mía”, dice la persona sometida a Dios.
Creen en lo que es cierto más que en lo que ellos desearían que fuera cierto. A diferencia de lo
que les sucedía a los padres de Bobby, lo que necesita la persona amada se torna más importante
para ellos que su propia gratificación. En síntesis: en mayor o menor grado, todos los individuos
mentalmente sanos se someten a los dictados de su propia conciencia. Pero los malos no. En el
conflicto entre su culpa y su voluntad, es la culpa la que debe desaparecer y la voluntad ganar.
Al lector le llamará la atención la extraordinaria fuerza de voluntad de las personas malas.
Son hombres y mujeres de voluntad obviamente fuerte, decididos a salirse con la suya. Hay una
notable fuerza en la forma en que tratan de controlar a otros. 27
hindúes o “buenos” musulmanes. No quiero decir que los individuos malos sean otra cosa que una pequeña minoría
entre la gente religiosa, ni que los motivos religiosos de la mayor parte de la gente sean espúreos. Sólo quiero decir
que las personas malas suelen acercarse a la devoción por el disfraz y el ocultamiento que ella puede ofrecerles.
27
La excesiva necesidad de control del mal está bien expresada en el mito mormón en el que Jesucristo y Satanás
tuvieron que presentar a Dios el plan que tenía cada uno para tratar con la recién creada raza humana. El plan de
Satanás era simple (del tipo que usarían hoy la mayoría de los líderes empresarios y militares): Dios tenía ejércitos
de ángeles bajo su mando; sólo había que asignar un ángel con poder punitivo a cada ser humano, y Él no tendría
problemas en mantenerlos en línea. El plan de Cristo era radicalmente distinto y más imaginativo (y biofilico):
“Que hagan su voluntad y elijan el camino que quieran”, propuso, “pero déjame vivir y morir como uno de ellos,
como ejemplo de cómo vivir y de cómo Tú los amas”. Dios, por supuesto, eligió el plan de Cristo como más
creativo, y Satán se rebeló ante esta elección. La naturaleza controladora del mal también es extensamente tratada
Los teólogos hablan del mal como de una consecuencia del libre albedrío. Cuando Dios, al
crearnos a Su imagen y semejanza, nos dio una voluntad libre, tuvo que permitir a los humanos
la opción del mal. El problema también puede verse en los términos seculares de la teoría de la
evolución. La “voluntad” de los seres inferiores parece estar en gran medida controlada por sus
instintos. Sin embargo, cuando los seres humanos evolucionaron a partir de los monos, la
evolución los llevó a salir de esos controles instintivos y a avanzar hacia la voluntad libre. Esta
evolución deja a los seres humanos en la posición de guiarse totalmente por la voluntad o tener
que buscar nuevas formas de autocontrol a través de la sumisión a principios más elevados. Pero
queda sin respuesta la pregunta de por qué algunos seres humanos son capaces de lograr esa
sumisión y otros no. En realidad, es casi tentador pensar que el problema del mal está en la
voluntad misma. Tal vez los malos nacen con una voluntad tan fuerte que les resulta imposible
someterla. Sin embargo, creo que una voluntad muy poderosa es una característica de las
“grandes” personas, si bien esta grandeza puede inclinarse para el bien o para el mal. La fuerte
voluntad —el poder y la autoridad— de Jesús irradia de los Evangelios, así como la de Hitler
irradia de Mi Lucha. Pero la voluntad de Jesús era la de Su Padre, mientras que la de Hitler era
la de é1 mismo. La diferencia está entre la voluntad entendida como buena disposición o como
terquedad. 28
Esta terca negativa a la sumisión que caracteriza al narcisismo maligno está descripta tanto
en la historia de Satanás como en la de Caín y Abel. Satanás se negó a someterse al juicio de
Dios de que Cristo era superior que él. El que Cristo fuese preferido significaba que Satanás no
lo era. Satanás era menos que Cristo a los ojos de Dios. Si Satanás hubiera aceptado el juicio de
Dios, habría tenido que aceptar su propia imperfección. Y eso no podía o no quería hacerlo. No
podía concebir su imperfección. Por lo tanto, la sumisión era imposible y la rebelión y la caída
inevitables. Así, también, la aceptación de Dios del sacrificio de Abel implicaba una crítica a
Caín: Caín era menos que Abel a los ojos de Dios. Puesto que se negaba a reconocer su
imperfección, era inevitable que Caín, como Satanás, tomara la ley en sus manos y cometiera un
asesinato. En forma similar, aunque generalmente más sutil, todos los que son malos toman la
ley en sus manos para destruir la vida o la vitalidad en defensa de su propia imagen narcisista.
“El orgullo viene antes de la caída”, suele decirse. Los legos simplemente llaman orgullo a
lo que nosotros hemos dado el sofisticado nombre psiquiátrico de “narcisismo maligno”. Como
el orgullo está en la raíz del mal, no es accidental que las autoridades de la Iglesia lo hayan
considerado el primero de los pecados. Cuando hablan del pecado de soberbia no se refieren a la
sensación de logro legítimo que se puede disfrutar después de un trabajo bien hecho. Si bien esa
clase de orgullo, como el narcisismo normal, puede tener sus peligros, también forma parte de
una sana confianza en sí mismo y de un sentido realista del propio valor. Cuando los teólogos
hablan de la soberbia se refieren, más bien, a un tipo de orgullo que niega de manera poco
realista nuestra naturaleza pecadora inherente a nuestra imperfección —una especie de orgullo
arrogante que empuja a las personas a rechazar y hasta atacar el juicio implicado en la evidencia
cotidiana de sus propias falencias. A pesar de sus frutos, los padres de Bobby no veían ningún
defecto en la forma de criar a sus hijos. Dicho con las palabras de Buber, los narcisistas
malignos insisten en la “afirmación independiente de todo lo observado”. 29
¿Cuál es la causa de este orgullo arrogante, de esta presuntuosa imagen de sí mismos, de
este tipo particularmente maligno de narcisismo? ¿Por qué algunos pocos padecen de él,
mientras que la mayoría parece escapar a sus garras? No lo sabemos. En los últimos quince
años los psiquiatras han prestado cada vez más atención al fenómeno del narcisismo, pero
por Marguerite Shuster en su disertación no publicada “El poder, la patología y la paradoja” (Seminario Teológico
Fuller, 1977).
28
Gerald G. May, M.D., Will and spirit (Fuerza de voluntad y espíritu), Harper & Row, 1982.
29
Good and Evil, pág.136
nuestra comprensión del tema todavía está en pañales. Todavía no hemos logrado, por ejemplo,
distinguir los diferentes tipos de auto-absorción excesiva. Hay muchos que son claramente —
incluso groseramente— narcisistas de una manera u otra, pero no son malos. Todo lo que puedo
decir en este punto es que la clase particular de narcisismo que caracteriza a las personas malas
parece ser la que afecta particularmente a la voluntad. Por qué una persona ha de ser víctima de
este tipo de narcisismo, y no de algún otro o de ninguno, es algo que apenas puedo suponer vaga-
mente.
En mi experiencia el mal está en la familia. La persona descripta en el capítulo cuatro tiene
padres malos. Pero la estructura familiar, por más correcta que sea, no hace nada por resolver la
vieja controversia: “naturaleza versus aprendizaje”. ¿El mal está en las familias porque es
genético y heredado? ¿O porque el chico lo aprende imitando a sus padres? ¿O incluso como
defensa contra sus padres? ¿Y cómo explicar el hecho de que muchos hijos de padres malos,
aunque suelen quedar con marcas, no son malos? No lo sabemos, ni lo sabremos hasta que se
haya realizado un laborioso trabajo científico.
De todos modos, una teoría dominante de la génesis del narcisismo patológico dice que es
un fenómeno defensivo. Como casi todos los niños pequeños demuestran un formidable acervo
de características narcisistas, suponemos que el narcisismo es algo que generalmente “se supera”
en el curso de un desarrollo normal, a través de una infancia estable al cuidado de padres
cariñosos y comprensivos. Pero si los padres son crueles y nada afectuosos, o si por otros
motivos la infancia es traumática, se cree que el narcisismo infantil se conserva como una
especie de fortaleza psicológica para proteger al chico contra las vicisitudes de una vida
intolerable. Esta teoría bien podría aplicarse a la génesis de la maldad humana. Los cons-
tructores de las catedrales medievales colocaban en los contrafuertes las figuras de las gárgolas
—que en sí mismas son símbolos del mal— para espantar a los espíritus de un mal mayor. Del
mismo modo, los chicos pueden volverse malos para defenderse de los ataques de los padres que
son malos. Por lo tanto, es posible pensar en la maldad humana —por lo menos en algunos casos
— como una especie de gargolismo psicológico.
Sin embargo hay otras formas de ver la génesis de la maldad humana. El hecho es que
algunos de nosotros somos muy malos, otros muy buenos, y la mayoría estamos en el medio.
Por lo tanto, podríamos pensar en la bondad y la maldad humanas como una especie de
continuum. Como individuos podemos desplazarnos de un extremo a otro del continuum. Así
como hay una tendencia de los ricos a volverse más ricos, y los pobres más pobres, parece haber
una tendencia de los buenos a hacerse mejores y los malos peores. Erich Fromm habló bastante
extensamente de estos asuntos:
“…Nuestra capacidad de elegir cambia constantemente con nuestra práctica de la vida.
Cuanto más tiempo seguimos haciendo malas elecciones, más se endurece nuestro corazón;
cuanto más frecuentemente tomamos las decisiones correctas más se ablanda nuestro
corazón… o, mejor dicho, cobra vida... Cada paso de mi vida que aumenta la confianza en
mí mismo, mí integridad, mi coraje, mi convicción, aumenta también mi capacidad de ele-
gir la alternativa deseable, hasta que finalmente se me hace más difícil elegir la acción
indeseable en lugar de la deseable. Y, a la inversa, cada acto de capitulación y cobardía
me debilita, abre el camino para que cometa más actos de capitulación, y finalmente se
pierde la libertad. Entre el extremo donde ya no puedo cometer una mala acción y el
extremo donde ya he perdido mi libertad para hacer una buena acción, existen infinitos
grados de libertad de elección. En la práctica de la vida el grado de libertad para elegir
es diferente en cualquier momento dado. Si el grado de libertad para elegir el bien es alto,
se necesita menos esfuerzo para elegir el bien. Si es pequeño, se necesita un gran esfuerzo,
ayuda de otros, y circunstancias favorables. La mayor parte de la gente fracasa en el arte
de vivir no porque sea intrínsecamente mala o tan carentes de voluntad que no pueda vivir
una vida mejor; fracasa porque no se despierta para ver cuando está en una encrucijada
del camino y tiene que decidir. No se da cuenta cuando la vida le hace una pregunta, y
cuando todavía tiene respuestas alternativas. Luego, con cada paso que da por el camino
equivocado, encuentra cada vez más difícil admitir que está en el camino equivocado, a
menudo sólo porque tiene que admitir que debe volver hacia el lugar donde dobló mal por
primera vez, y aceptar el hecho de que perdió energía y tiempo…” 30
Fromm vio la génesis de la maldad humana como un proceso de desarrollo: no se nos crea
malos ni se nos obliga a serlo, pero nos volvemos malos con el tiempo a través de una larga serie
de elecciones. Aplaudo este punto de vista, en particular su énfasis en la elección y la voluntad.
Creo que tal como está es correcto. Pero no creo que encierre toda la verdad sobre el asunto.
Por un lado, no considera las tremendas fuerzas que tienden a dar forma al ser de un niño
pequeño antes de que tenga mucha oportunidad de ejercitar su voluntad en una verdadera libertad
de elección. Por otro lado, tal vez subestima el poder de la voluntad misma.
He visto casos en que un individuo hizo una mala elección por ninguna razón aparente
excepto el puro deseo de ejercitar la libertad de su voluntad. Es como si esas personas se dijeran
a sí mismas: “Sé cuál es la acción correcta en esta situación, pero ni pienso atarme a cuestiones
de moralidad, ni siquiera a mi propia conciencia. Si hiciera lo que es bueno, sería porque es
bueno. Pero si hago lo que es malo, será solamente porque quiero. Por lo tanto haré lo malo,
porque tengo la libertad de hacerlo”.
Malachi Martin, al relatar la lucha de un hombre por liberarse de la posesión, da la mejor
descripción que conozco de la voluntad humana libre en acción:
“…De inmediato supo qué era esa fuerza. Era su voluntad. Su voluntad autónoma. Él
mismo como un ser con libertad de elegir. Con una mirada de soslayo de su mente, dejó de
lado definitivamente esa trama de ilusiones mentales sobre las motivaciones psicológicas,
las estimulaciones de la conducta, las racionalizaciones, los cercos mentales, la ética
situacional, las lealtades sociales y los slogans comunales. Todo era basura, y ya había
sido devorada y desintegrada por las llamas de esta experiencia que todavía podía
consumirlo. Sólo permanecía su voluntad. Sólo su libertad de espíritu para elegir se
mantenía firme. Sólo le quedaba la agonía de la libre elección… Después se preguntaría
cuántas elecciones libres había hecho realmente en su vida antes de esa noche. Porque
ahora sufría la agonía de elegir libremente, con absoluta libertad. Sólo por el hecho de
elegir. Sin ningún estímulo externo. Sin antecedentes en la memoria. Sin sentirse
empujado por los gustos adquiridos o por las persuasiones. Sin ninguna razón o causa o
motivo que decidiera su elección. Sin el peso del deseo de vivir o morir… porque en ese
momento las dos cosas le resultaban indiferentes. Era, en cierto sentido, como el asno que
los filósofos medievales consideraban desvalido, inmovilizado y destinado a morirse de
hambre porque estaba a la misma distancia de dos montones de heno y no podía decidir a
cuál de ellos aproximarse para comer. Elección totalmente libre… Tenía que elegir. La
libertad de aceptar o rechazar. La propuesta de dar un paso en la oscuridad… Todo
parecía esperarlo en este próximo paso. Su próximo paso. Sólo suyo…” 31
En mi opinión, el asunto del libre albedrío, como tantas grandes verdades, es una paradoja.
Por un lado, el libre albedrío es una realidad. Podemos ser libres de elegir sin “slogans” o
condicionamientos o muchos otros factores. Por otro lado, no podemos elegir la libertad. Sólo
30
The Heart of man: its genius for good and evil (el corazón del hombre: su genio para el bein y el mal), pág. 173-
178
31
Hostage to Devil, Bantan Books, 1977, pp. 192-193.
hay dos estados del ser: la sumisión a Dios y a la bondad, o la negativa a someterse a nada más
allá de la propia voluntad… negativa que lo esclaviza a uno automáticamente a las fuerzas del
mal. En última instancia tenemos que pertenecer a Dios o al demonio. Esta paradoja fue
expresada por Cristo cuando dijo: “Cualquiera que salve su vida la perderá. Y cualquiera que
pierda su vida por mí, la encontrará.” 32 También lo expresa el héroe, Dysert, en las últimas
líneas de la obra Equus de Peter Shaffer: “No puedo decir que fue ordenado por Dios, no puedo
ir tan lejos. Pero le rendiré homenaje como si lo hubiera sido. Ahora tengo en la boca esta dura
cadena. Y ya no sale.” 33 Como dijo C. S. Lewis: “No hay terreno neutral en el universo; cada
centímetro cuadrado, cada centésima de segundo es reclamado por Dios y contrarreclamado por
Satanás.” 34 Supongo que el único verdadero estado de libertad, es situarse exactamente a mitad
de camino entre Dios y el demonio, sin comprometerse con el bien ni con el absoluto egoísmo.
Pero esa libertad significa partirse en pedazos. Es intolerable. Como indica Martin, debemos
elegir. Una esclavitud o la otra.
Es apropiado que en la conclusión de esta sección que trata sobre conceptos de la ciencia de
la psicología quedemos enfrentados cara a cara con el concepto de la voluntad. Hemos
considerado varios factores posibles en la génesis de la maldad humana. No creo que sea
necesario elegir uno como el correcto y descartar los otros. En psiquiatría existe la regla de que
todos los problemas psicológicos importantes están sobredeterminados. Es decir que tienen más
de una y generalmente muchas causas diferentes, así como las plantas a menudo tienen muchas
raíces. Estoy seguro de que el problema del mal no es una excepción. Pero es bueno recordar
que entre estos factores está la misteriosa libertad de la voluntad humana.
32
Mateo 10:39 y 16:25; Marcos 8:35; Lucas 9:24.
33
Equus, Avon Books, 1974.
34
Christianity and culture en Christian Reflecionts, editado por Walter Hooper, Wm. B. Eerdmans Publishing Co.,
Grand Rapids, 1967, pág.33
3. EL ENCUENTRO CON EL MAL EN LA VIDA COTIDIANA
En el caso de George consideramos a una persona que no era mala pero que corría grave
peligro de volverse mala. Luego, en el último capítulo, para ilustrar algunos de los principios
involucrados, describimos a una pareja que, por el motivo que fuera, había sobrepasado el límite.
Ahora pasaré a describir a otros que son francamente malos. También me referiré al tema de
curar a quienes, como Bobby, son sus víctimas.
Como yo conocí a los hombres y mujeres y familias que describo en mi práctica de la
psiquiatría, temo que el lector piense: ¡Ah, sí, pero estos son casos especiales! Ésas personas
pueden ser malas, pero él no está hablando de la gente que yo conozco... mis colegas, mis
conocidos, mis amigos y familiares.
La gente tiende a pensar que los que acuden al psiquiatra son anormales, que hay algo
radicalmente distinto en ellos en comparación con el resto de la población común. No es así. Le
guste o no, el psiquiatra ve tanta psicopatología en los cócteles, las reuniones de trabajo y las
corporaciones como en su consultorio. No diré que no hay ninguna diferencia entre los que
acuden a un psiquiatra y los que no lo hacen, pero las diferencias son sutiles y con frecuencia no
favorecen a la población “normal”. El proceso de vivir es difícil y complejo, aun en las mejores
circunstancias. Todos tenemos problemas. ¿La gente va a un psiquiatra porque sus problemas
son mayores que el promedio o porque tienen más coraje y sabiduría para enfrentar más
directamente sus problemas? A veces una razón es el motivo, a veces la otra, a veces ambas. Si
bien los datos que presento provienen de mi práctica psiquiátrica, la mayor parte del tiempo
hablaré no tanto de pacientes psiquiátricos sino de seres humanos que pueden encontrarse en
cualquier parte y en todas partes.
En realidad, el caso de Bobby y sus padres era verdaderamente poco común sólo en un
aspecto: su resolución relativamente exitosa. Bobby tuvo la suerte de robar un auto y atraer
atención antes de suicidarse. Tuvo la suerte de que un familiar estuviera dispuesto a aceptar la
carga de tenerlo a su cuidado. Y tuvo la suerte de que el seguro de sus padres proporcionara el
dinero para mantener su psicoterapia. La mayoría de las víctimas del mal no son tan afortunadas.
Pero en otros aspectos el caso de Hobby no era insólito. Aún en mi reducida práctica veo
una pareja de padres como los de Bobby aproximadamente una vez por mes. A los demás
psiquiatras les sucede otro tanto. Nos rozamos con el mal no una o dos veces en la vida sino casi
rutinariamente al entrar en contacto con las crisis humanas. Y yo sostengo que la palabra mal
debe ocupar un lugar definido en nuestro léxico. Es verdad que hay peligros muy reales en
denominarlo así, y de ello hablaremos en el último capítulo. Pero sin el nombre, nunca sabremos
muy bien qué hacer en esos casos. Quedaremos limitados en nuestra capacidad de ayudar a las
víctimas del mal. Y no tendremos la más remota esperanza de tratar a los malos mismos.
Porque, ¿cómo podremos curar algo que ni siquiera nos atrevemos a estudiar?
Aunque el lector pueda reconocer que había algo malo en los padres de Bobby, muchos
legos pueden inclinarse a sentir que el caso era aberrante. El hecho de que yo diga que a menudo
nos rozamos con el mal no lo convierte en un hecho. Al fin y al cabo, ¡no puede haber muchos
padres que regalen a sus hijos armas suicidas para Navidad! Por eso presentaré el caso de otro
chico de quince años, que era a la vez el paciente identificado y la víctima del mal. El valor de
este caso más sutil puede estar precisamente en sus diferencias con el de Bobby. Porque aquí
hablaremos de un muchacho con padres ricos, quienes no demostraron un deseo aparente de
matarlo, pero que parecían inclinados, por la razón que fuera, a matar su espíritu.
EL CASO DE ROGER Y SUS PADRES
En cierto punto de mi carrera ocupé un cargo administrativo en el gobierno que, en general,
me impedía una práctica continua de la terapia. Sin embargo, de vez en cuando veía a algunas
personas para consultas breves. Con frecuencia se trataba de figuras políticas de alto rango. Uno
de ellos era el señor R., un acaudalado abogado en uso de licencia en su empresa mientras servía
como consejero general para una gran sección del gobierno federal. Era en el mes de junio. El
señor R. me había consultado por su hijo Roger, que había cumplido quince años el mes anterior.
Aunque Roger había sido buen alumno en una de las escuelas suburbanas, sus notas habían
bajado en forma gradual pero constante durante el noveno grado. En la evaluación de fin de año
el consejero escolar de la escuela dijo al señor y la señora R. que Roger pasaría a décimo grado,
pero que sugería una evaluación psiquiátrica para determinar la causa de su declinación en los
estudios.
Siguiendo mi costumbre, vi primero a Roger, el paciente identificado. Parecía una versión
de clase alta de Bobby. A pesar de su corbata y su ropa bien cortada, de todos modos tenía ese
aspecto un poco desgarbado del final de la pubertad. También hablaba muy poco y mantenía la
mirada clavada en el suelo. No se escarbaba la piel ni parecía tan deprimido como lo estaba
Bobby. Pero sus ojos también parecían faltos de vida. Era evidente que Roger no era un chico
feliz.
Como me había sucedido con Bobby, al principio no llegaba a ninguna parte hablando con
Roger. Sí no sabía por qué sus notas eran malas. No se daba cuenta de que estaba deprimido.
En su vida, según dijo, “todo andaba muy bien”. Finalmente decidí jugar a un juego que general-
mente reservaba para chicos menores. Tomé un jarrón de adorno que tenía sobre el escritorio.
—Si esto fuera un cántaro mágico —dije—, y frotándolo apareciera un genio que te
permitiera realizar tres deseos, ¿qué le pedirías?
—Creo que un equipo de audio.
—Bien —dije—. Fue inteligente pedir eso. Te quedan dos deseos. Así que piénsalo bien.
No te preocupes si te parece imposible. Recuerda que este genio puede hacer cualquier cosa. De
manera que pide lo que realmente más quieras.
—¿Qué tal si pido una motocicleta? —pidió Roger sin entusiasmo, pero con menos apatía
que la que había demostrado hasta entonces. Parecía que le gustaba el juego, al menos más que
cualquier otra cosa hasta el momento.
—Muy bien —dije—. Buenísima elección. Pero ahora sólo te queda una. De manera que
no te quedes chico. Pide algo que sea realmente importante.
—Bien, me gustaría ir a la escuela pupilo.
Me quedé mirando a Roger, tomado de sorpresa. De pronto el nivel había cambiado a algo
real y personal. Mentalmente crucé los dedos.
—Que elección interesante —comenté—. ¿Podrías decirme un poco más sobre eso?
—No hay nada que decir —balbuceó.
—Supongo que a lo mejor quieres ir a otra escuela porque no te gusta tu escuela actual —
sugerí.
—Mi escuela está muy bien —respondió Roger.
Hice otro intento.
—Entonces a lo mejor quieres irte de tu casa. A lo mejor hay algo en tu casa que te molesta.
—En mi casa no hay problemas —dijo Roger, pero parecía haber un poco de miedo en su
voz.
—¿Les has dicho a tus padres que quieres ir a una escuela pupilo? —pregunté.
—El otoño pasado. —La voz de Roger era casi un susurro.
—Te debe de haber costado. ¿Qué dijeron ellos?
—Que no.
—Ajá. ¿Por qué dijeron que no?
—No sé.
—¿Cómo te sentiste cuando te contestaron que no?
—No hay problema —respondió Roger.
Sentí que no íbamos a ir más lejos en esa sesión. A Roger le llevaría bastante tiempo
desarrollar suficiente confianza en un terapeuta como para abrirse a él. Le dije que hablaría con
sus padres durante un rato y luego volvería a hablar con él.
El señor y la señora R. eran una linda pareja de poco más de cuarenta años. Hablaban muy
bien, iban impecablemente vestidos, obviamente eran de clase alta.
—Le agradecemos mucho que nos reciba, doctor —dijo la señora R., mientras se quitaba sus
guantes blancos con gesto elegante—. Tiene usted una excelente reputación. Estoy segura de
que debe de estar muy ocupado.
Les pedí que me dijeran cómo veían el problema de Roger.
—Bien, precisamente para eso venimos a verlo, doctor —dijo el señor R., sonriendo con
cortesía—. No sabemos cómo ver el problema. Si supiéramos cuál es la causa habríamos
tomado las medidas adecuadas y no habría sido necesario consultarlo.
Con rapidez y facilidad, casi como en una conversación, alternándose fluidamente en sus
respuestas, los padres hicieron un bosquejo de la historia para mí. Roger había pasado un
hermoso verano en un campamento de tenis justo antes del comienzo del año escolar. En la
familia no se habían producido cambios. Roger siempre había sido un chico normal. El
embarazo fue normal. El parto fue normal. Ningún problema de alimentación en la infancia.
Control de esfínteres normal. Relación con los otros chicos, normal. En la casa había pocas
tensiones. Ellos (los padres) eran un matrimonio feliz. Claro que de vez en cuando tenían
alguna discusión, pero nunca delante de los chicos. Roger tenía una hermana de diez años a
quien le iba bien en el colegio. Los dos se peleaban entre ellos, por supuesto, pero nada fuera de
lo común. Sin duda debía ser difícil para Roger ser e1 mayor, pero eso no explicaba realmente
las cosas, ¿verdad? No… el descenso de sus notas era un misterio.
Era un placer entrevistar a gente tan inteligente y culta que respondía a mis preguntas aun
antes de que yo las hiciera. Sin embargo, me sentía vagamente inquieto.
—Aunque ustedes no saben qué es lo que lo molesta a Roger —dije—, supongo que habrán
barajado algunas explicaciones posibles.
—Nos hemos preguntado, por supuesto, si su escuela estaría bien para él —respondió la
señora R.—. Como hasta ahora siempre le ha ido bien, me inclino a pensar que sí. Pero, al fin y
al cabo, los chicos cambian, ¿verdad? Tal vez no sea la que él necesita ahora.
—Sí —intervino el señor R.—. Hemos pensado si no deberíamos mandarlo a una escuela
parroquial católica cerca de casa. En nuestra misma calle y notablemente barata.
—¿Ustedes son católicos? —pregunté.
—No, episcopales —respondió el señor R.—. Pero pensamos que a Roger le haría bien la
disciplina de una escuela parroquial.
—Tiene muy buena reputación —dijo la señora R.
—Díganme —pregunté—, ¿han considerado la posibilidad de mandar a Roger a una escuela
de pupilos?
—No —replicó el señor R.—. Por supuesto lo haríamos si usted lo recomendara, doctor.
Pero sería una solución costosa, ¿verdad? Es terrible lo que cobran esas escuelas hoy en día.
Hubo un breve silencio.
—Roger me dijo que les pidió ir a una escuela pupilo el otoño pasado —dije.
—¿Sí? —el señor R. pareció perdido por un momento.
—¿Te acuerdas, querido? —dijo la señora R., interviniendo con rapidez—. Lo pensamos
muy seriamente en ese momento.
—Claro. Eso es —asintió el señor R.—. Cuando usted preguntó si lo habíamos pensado,
doctor, creí que quería decir recientemente, desde que Roger bajó las notas. Anteriormente
pensamos bastante en el asunto.
—Y por lo que sé, se pusieron en contra.
La señora R. recogió la pelota.
—Tal vez tenemos prejuicios sobre el tema, doctor, pero tanto mí marido como yo pensamos
que no hay que mandar a los chicos lejos de la casa a tan temprana edad. Creo que hay muchos
chicos que están pupilos porque los padres no los quieren en la casa. Yo creo que los chicos
están mejor cuando permanecen en un buen hogar estable, ¿no le parece, doctor?
—Pero tal vez deberíamos reconsiderarlo ahora, querida, si el doctor piensa que es
aconsejable —intervino el señor R.—. ¿Qué le parece, doctor? ¿Cree que el problema de Roger
se resolvería silo mandáramos a una escuela pupilo?
Yo estaba deshecho. Me daba cuenta de que había algo radicalmente malo en el señor y la
señora R. Pero era sutil. ¿Cómo podían haber olvidado que su hijo les había pedido ir a un
internado? Pero luego dijeron que se acordaban. Sospeché que era una mentira, una forma de
disimular. Pero no podía estar seguro. ¿Y qué? ¿Iba a dedicar un montón de tiempo a analizar
esa pequeña mentira? Imaginaba que algo andaba tan mal en la casa que Roger necesitaba irse
desesperadamente de allí; y por eso pensaba en la escuela de pupilos. Pero esto no era más que
imaginación. Roger no me había hablado de que nada malo estuviese sucediendo en su casa. En
apariencia, el señor y la señora R. eran padres muy inteligentes, preocupados, responsables. Yo
sospechaba que la escuela de pupilos sería el lugar más sano para Roger. Pero no tenía pruebas
de esto. ¿Cómo podía justificarlo ante sus padres, especialmente si a ellos parecía preocuparles
mucho el costo a pesar de su riqueza? ¿Y por qué les preocupaba tanto el costo? Por supuesto
que yo no podía darles ninguna garantía de que las notas de Roger mejorarían o que él sería más
feliz si estaba lejos de su casa. Pero, si me equivocaba, ¿no lo dañaría a él? Deseé librarme de
toda esa situación.
—¿Bien? —dijo la señora R., esperando mi respuesta.
—En primer lugar —dije—, creo que Roger está deprimido. No sé por qué está deprimido.
Los chicos de quince años, en general no saben decirnos por qué están deprimidos, y suele
llevarnos mucho tiempo y trabajo averiguarlo. Pero el descenso de sus notas es síntoma de su
depresión, y su depresión es un signo de que algo no anda bien. Algún cambio habrá que hacer.
No se irá así no más. No es algo que él va a superar. Creo que el problema va a empeorar a
menos que se haga lo correcto. ¿Tienen algo que preguntarme?
No había preguntas.
—Luego, creo que mandar a Roger a la escuela de pupilos probablemente sea lo adecuado…
o una de las cosas adecuadas —continué—. Pero en este punto no tengo forma de estar seguro.
Mayormente me baso en su deseo. Y eso es bastante. Sé por experiencia que a esta edad los
chicos no hacen semejante pedido por razones superficiales. Además, aunque no puedan explicar
sus razones, generalmente tienen un sentido instintivo de lo que les conviene. Roger sigue
queriendo ir a la escuela de pupilos seis meses después de haber hablado de ello con ustedes, y
creo que ustedes deben considerar su pedido con seriedad y respeto. ¿Alguna pregunta? ¿Hay
algo que no entiendan?
Dijeron que entendían.
—Si ustedes tuvieran que tomar una decisión en este momento, yo diría que sí, que lo
manden a la escuela de pupilos. Pero no creo que tengan que tomar esa decisión de inmediato.
Probablemente hay tiempo para profundizar en el tema. Como no puedo garantizarles que a
Roger le iría mejor en esa escuela, y si desean tener más claro que eso es lo que conviene hacer,
sugiero que ustedes estudien el asunto con más profundidad. Como les dije cuando hablé con
ustedes por teléfono, yo sólo hago consultas breves, de manera que no podría ayudarlos más.
Además, no soy la persona más indicada para hacerlo. Cuando trabajamos con jóvenes ado-
lescentes que no conocen sus propios sentimientos, una de las mejores herramientas que tenemos
son los tests psicológicos. Lo que desearía hacer es derivarlos a ustedes ya Roger al doctor
Marshall Levenson. Es un psicólogo que no sólo hace tests sino que se especializa en la
evaluación y psicoterapia de adolescentes.
—¿Levenson? —dijo el señor R.—. ¿Es un apellido judío, verdad?
Lo miré, sorprendido.
—No lo sé, supongo que sí. Tal vez la mitad de los que trabajan en nuestra profesión son
judíos. ¿Por qué lo pregunta?
—Por ninguna razón —respondió el señor R.—. Yo no tengo prejuicios. Simple curiosidad.
—¿Dice usted que este hombre es psicólogo? —preguntó la señora R—. ¿Qué título tiene?
No me gusta la idea de confiar a Roger a alguien que no sea psiquiatra.
—Las credenciales del doctor Levenson son impecables —dije—. Es tan digno de
confianza como un psiquiatra. Con todo gusto puedo derivarlos a un psiquiatra si eso es lo que
desean. Pero realmente no conozco ninguno en la zona en quien confiaría tanto para este tipo de
caso. Además, cualquier psiquiatra enviará a Roger a un psicólogo para los tests, puesto que los
psicólogos son los únicos que los hacen. Y por último —agregué, mirando al señor R.—, los
psicólogos son un poco menos caros que los psiquiatras.
—El dinero no importa cuando se trata de uno de nuestros hijos —respondió el señor R.
—Bien, estoy segura de que el doctor Levenson es la persona adecuada —dijo la señora R.,
mientras comenzaba a ponerse los guantes.
Escribí el nombre y el número de teléfono del doctor Levenson en una hoja del recetario y se
los di al señor R.
—Si no tienen más preguntas que hacerme veré a Roger ahora.
—¿A Roger? —preguntó el señor R., alarmado—. ¿Para qué quiere volver a ver a Roger?
—Le dije que después de hablar con ustedes lo vería a él otra vez —expliqué—, lo hago
habitualmente con los pacientes adolescentes. Para poder decirles lo que he recomendado.
La señora R. se puso de pie. —Me temo que debemos irnos. No pensábamos que esto sería
tan largo. Gracias, doctor, por todo el tiempo que nos ha dedicado. —Extendió la mano
enguantada para que yo se la estrechara.
Le di la mano. Pero al mismo tiempo la miré a los ojos y le dije: —Necesito ver a su hijo.
No llevará más de un par de minutos.
El señor R. no parecía apurado. Sin levantarse de su asiento, dijo: —No sé para qué necesita
ver otra vez a Roger. ¿Qué le importa a él lo que usted recomienda? Después de todo es una
decisión nuestra, ¿verdad? Él no es más que un chico.
—En última instancia es una decisión de ustedes —reconocí—. Ustedes son los padres y
ustedes pagan las cuentas. Pero es su vida. Él es el más interesado en lo que está sucediendo
aquí adentro. Le diré que mi recomendación de que vaya pupilo y que vea al doctor Levenson no
es más que eso, una recomendación, y que ustedes son quienes tomarán esa decisión. Es más: le
diré que ustedes están en mejor posición para conocerlo y saber lo que le conviene que yo.
Ustedes han pasado quince años con él, y yo menos de una hora. Pero él tiene derecho a saber lo
que le está sucediendo, y suponiendo que lo lleven al doctor Levenson, es justo explicarle qué
debe esperar. No hacerlo sería un poco inhumano, ¿no lesparece? La señora R. miró a su
marido.
—Deja que el doctor haga lo que crea mejor, querido. Llegaremos aun más tarde a nuestra
cita si nos quedamos aquí discutiendo temas filosóficos.
De manera que pude hablar otra vez con Roger y le expliqué lo esencial de mis
recomendaciones. También le expliqué que si veía al doctor Levenson, probablemente le
tomarían unos tests. Le dije que eso no debía asustarlo. Casi todo el mundo, le expliqué,
encuentra divertido los tests. Roger dijo que no había problema. No tenía nada que preguntar.
Al final, instintivamente, hice algo desacostumbrado. Le di mi tarjeta y le dije que podía
llamarme si quería. Roger tenía una billetera y puso allí mi tarjeta cuidadosamente.
Esa noche llamé a Marshall Levenson para comunicarle que le había derivado a Roger y a
sus padres. Le dije que no estaba seguro de que siguieran mi indicación.
Un mes después me encontré con Marshall en una reunión y le pregunté por el caso. Dijo
que los padres nunca se habían puesto en contacto con él. No me sorprendí demasiado. Pensé
que nunca volvería a saber de Roger.
Me equivocaba.
A fines de enero, siete meses más tarde, el señor R. me llamó para una segunda consulta.
—Esta vez Roger hizo algo serio —dijo—. Se ha metido en un problema grave ahora. —Me
dijo que el director de la escuela me enviaba una carta explicándome el “incidente”, que yo
recibiría en unos días. Hicimos una cita para la semana siguiente.
La carta llegó al día siguiente, con el correo de la tarde. Era de la Hermana Mary Rose,
Directora del St.Thomas Aquinas High School, de la zona donde vivía la familia:
“Estimado doctor Peck:
Cuando aconsejé al señor y la señora R. que hicieran una consulta psiquiátrica sobre su
hijo, me dijeron que usted había tratado a Roger anteriormente y me pidieron que le
enviara este informe.
Roger vino a nosotros el otoño pasado de la escuela pública de la zona, donde sus notas
habían bajado. Aquí tampoco le ha ido muy bien en los estudios: sólo obtuvo una C de
promedio en este trimestre. Su adaptación social, en cambio, fue excelente. Tanto los
estudiantes como los profesores lo quieren mucho. Especialmente notable fue su
participación en nuestro programa de asuntos comunitarios. Como parte de su
participación en este programa, Roger eligió trabajar con niños diferenciales de la zona
después de horas de clase. No sólo demostró visible entusiasmo por esta actividad, sino
que en su informe sus supervisores destacaron la empatía y dedicación poco comunes en su
trabajo con los niños. Además, ellos propusieron que se le pagara un viaje a la ciudad de
Nueva York durante las vacaciones de Navidad para que asistiera allí a un congreso sobre
retardo mental.
El incidente que motivó esta carta ocurrió el 18 de enero. Esa tarde Roger y un conipañero
entraron en la habitación del padre Jerome, un viejo sacerdote jubilado que vive en la
escuela, y le robaron un reloj y otros efectos personales. Habitualmente este es motivo para
expulsar al culpable de la escuela, y de hecho el otro chico ya ha sido expulsado. Pero
para nosotros el incidente nada tiene que ver con Roger. Por lo tanto, a pesar de sus serios
problemas de rendimiento, en una reunión de profesores se decidió retener a Roger en la
escuela, siempre que usted confirme que ello sería lo mejor para él. Obviamente queremos
mucho a este joven y creemos que tenemos algo que ofrecerle.
Otra información que podría serle útil: en la reunión varios profesores comentaron que
Roger parecía muy deprimido al volver de sus vacaciones de Navidad, aún antes del
incidente mencionado.
Espero sus recomendaciones. Por favor, no vacile en comunicarse conmigo si desea más
información.
Lo saluda atentamente,
Mary Rose OSC
Directora”
Cuando la familia vino a la cita, primero vi a Roger como la otra vez. Como antes, parecía
deprimido. Lo distinto, de todos modos, era una especie de dureza. En su actitud había una
mezcla de amargura y falso desafío. No sabía por qué había entrado en el cuarto del sacerdote.
—Háblame del padre Jerome —le pedí.
Roger se mostró algo sorprendido.
—No hay nada que contar —dijo.
—¿Es simpático o no? —insistí—. ¿Te gusta o te disgusta?
—Es un buen tipo, creo —contestó Roger como si nunca se le hubiera ocurrido antes
considerar el asunto—. Solía invitarnos a su habitación a tomar té con bizcochos. Creo que
me gusta.
—¿Y por qué ibas a robarle a un hombre que te gusta?
—Ya le dije que no sé por qué lo hice.
—A lo mejor buscabas más bizcochos —sugerí.
—¿Cómo? —Roger parecía molesto.
—A lo mejor buscabas más cariño. A lo mejor necesitas todo el cariño del mundo.
—Bah —exclamó Roger con dureza—, sólo buscábamos algo que robar.
Decidí cambiar de tema.
—La última vez que nos vimos, Roger, recomendé que fueras a un psicólogo, el doctor
Levenson. ¿Fuiste a verlo alguna vez?
—No.
—¿Por qué no?
—No sé.
—¿Tus padres nunca te hablaron del asunto?
—No.
—¿Qué piensas de esto? ¿No te parece extraño que yo lo haya recomendado y que tú y tus
padres jamás hayan vuelto a hablar de esto?
—No sé.
—La vez pasada también hablamos de la posibilidad de que fueras a una escuela pupilo —
dije—. Tú y tus padres volvieron a hablar de eso?
—No. Sólo me dijeron que iría a St. Thomas.
—¿Y a ti qué te pareció?
—Bien.
—¿Te seguiría gustando ir pupilo si pudieras?—No. Quiero quedarme en St. Thomas. Por
favor, doctor Peck, ayúdeme a quedarme en St. Thomas.
Me sorprendió y me conmovió la repentina espontaneidad de Roger. Sin duda la escuela se
había vuelto importante para él.
—¿Porqué quieres quedarte? —pregunté.
Roger quedó confundido unos momentos, luego pensativo. —No sé —dijo después de una
pausa—. Me quieren. Yo siento que allí me quieren.
—Creo que así es, Roger —respondí—. La Hermana Mary Rose me escribió y me dijo
claramente que te quieren y que desean que te quedes. Y como tú quieres quedarte, eso es
probablemente lo que les recomendaré a ella y a tus padres. A propósito, la Hermana Mary Rose
me dijo que habías hecho muy buen trabajo con los niños diferenciales. ¿Cómo fue tu viaje a
Nueva York?
Roger me miró con cara inexpresiva.
—¿Qué viaje?
—El viaje al congreso sobre retardo mental. La Hermana Mary Rose me dijo que te pagaban el
viaje. Me pareció un gran honor para alguien que todavía no tiene dieciséis años. ¿Cómo estuvo
el congreso?
—No fui.
—¿No fuiste? —repetí estúpidamente. Entonces empecé a sentir una especie de miedo.
Intuitivamente tuve una idea de lo que venía.
—¿Por qué no fuiste?
—Mis padres no me dejaron.
—¿Y por qué?
—Dijeron que yo no limpiaba mi cuarto.
—¿Y tú cómo te sentiste?
—No hubo problema —dijo Roger, un poco tieso.
Dejé salir un poco de rabia en mi tono de voz.
—¿No hubo problema? Te ganas un interesante viaje a Nueva York, todo por tus propios
méritos, y no te permiten ir, y me dices que no tuviste problema. No te creo.
Roger parecía muy desdichado.
—Mi cuarto no estaba limpio —dijo.
—¿Crees que el castigo era adecuado para el delito? ¿Te parece que el hecho de que no hayas
limpiado tu habitación era razón suficiente para negarte un viaje tan interesante, un viaje que te
habías ganado y del que podías aprender muchas cosas?
—No sé —se limitó a responder Roger, como atontado.
—¿Te sentiste decepcionado, furioso?
—No sé.
—¿Piensas que tal vez estabas muy decepcionado y muy furioso y que
eso pudo tener que ver con lo que hiciste en el cuarto del padre Jero-
me?
—No sé.
Claro que no sabía. ¿Cómo podía saberlo? Todo eso era inconsciente.
—¿Alguna vez te enojas con tus padres, Roger? —le pregunté con suavidad.
Roger seguía con la mirada clavada en el suelo.
—No tengo problemas con ellos —respondió.
Esto pasó hace diez años. No tengo idea de lo que le sucedió a Roger. Ahora tendría
veinticinco años. De vez en cuando lo recuerdo y rezo por él.
Un aspecto del mal sobre el que es muy difícil escribir es su sutileza. Yo comencé con el
caso de Hobby y sus padres por su obvía claridad. Dar a un chico el arma con que su hermano se
suicidó es un acto tan brutal que cualquiera pensaría: “Sí, eso es el mal, no cabe duda”. Pero en
el caso de los padres de Roger no hay un acto tan atroz, sólo se trata de permisos para viajar o
cambios de escuela, el tipo de decisiones comunes que los padres toman todo el tiempo. El solo
hecho de que las decisiones de los padres de Roger difirieran con las mías no parece suficiente
argumento como para roturarlas de “malas”. ¿No me cabria más bien a mí la etiqueta de “malo”
por clasificar así a los clientes que están en desacuerdo con mis opiniones y que no siguen mis
consejos? ¿No estaré haciendo un uso equivocado del concepto del mal al aplicarlo a cualquiera
que se oponga a mis juicios?
Este problema de la potencial aplicación equivocada del concepto del mal es muy real y
será considerado con cierto detenimiento en el último capítulo. Por cierro, es mi obligación
justificar mi conclusión de que Roger fue víctima del mal. Es especialmente importante que lo
haga porque de los dos casos, el de Bobby y el de Roger, el de Roger es el más típico. Aunque el
mal puede manifestarse obviamente, como en el caso de Bobby, esto rata vez sucede. Es mucho
más frecuente que sus manifestaciones sean aparentemente comunes, superficialmente normales,
e incluso aparentemente racionales. Como ya he dicho, los malos son maestros del disfraz;
difícilmente han de mostrar sus verdaderos colores por propia voluntad, ni a los demás ni así
mismos. No es arbitrario que la serpiente sea famosa por su sutileza.
Por lo tanto, es muy raro que podamos juzgar a una persona como mala después de juzgar
uno solo de sus actos; en realidad, debemos hacer nuestro juicio sobre la base de toda una
configuración de actos sumados a su modalidad y su estilo. No es simplemente que los padres de
Roger hayan elegido una escuela en contra de los deseos de su hijo o contrariando mi consejo; en
el período de un año hicieron tres elecciones consecutivas. No es que pasaron por alto los
sentimientos de Roger en una ocasión particular; lo hacían en cada oportunidad que podían. Su
falta de interés por él como persona era constante.
Pero, ¿es esto el mal? ¿No podríamos decir que el señor y la señora R. eran personas
notablemente insensibles y dejar la cosa allí? Pero sucede que no eran insensibles. Eran
personas muy inteligentes y muy sensibles a los matices sociales. No estamos hablando de unos
pobres granjeros de los Apalaches, sino de una pareja de gente culta, con buenos modales, políti-
camente sofisticada, que se encontraba cómoda en los comités y en los cócteles. No podrían
haber sido quienes eran sin sensibilidad. El señor R. jamás tomaba una decisión política que no
fuera muy meditada, y la señora R. siempre recordaba enviar flores en las ocasiones adecuadas.
Pero de Roger no se acordaban, ni pensaban en él. El hecho es que su insensibilidad hacia él era
selectiva. Consciente o inconsciente, era una elección.
¿Por qué? ¿Por qué habrían de hacer esa elección? ¿Sería simplemente porque no querían
molestarse por Roger y porque todas sus elecciones con respecto a él se guiaban por lo que era
más fácil y más barato más bien que por lo que podía necesitar? ¿O, de alguna oscura manera,
querían destruirlo? No lo sé. No lo sabré nunca. Creo que en el mal hay algo básicamente
incomprensible. Pero si no es incomprensible, es característicamente inescrutable. Los malos
siempre ocultan sus motivos con mentiras.
Si el lector revisara mis intercambios con el señor y la señora R., descubriría en ellos un
montón de mentiras. Aquí vemos otra vez esa notable constancia. No es cuestión de una o dos
mentiras. Los padres de Roger me mentían en forma repetida y rutinaria. Eran la gente de la
mentira. 35 Las mentiras no eran graves. No hay ninguna por la que podrían haber sido llevados
a la justicia. Pero el procedimiento era persistente. En realidad, hasta el acto de venir a verme
era una mentira.
¿Por qué buscaron mis servicios si no ¡es importaba Roger, ni tenían ningún interés real en
mis consejos? La respuesta es que eso era parte de su fingimiento. Querían aparentar que
trataban de ayudar a Roger. Puesto que, en cada caso, era la escuela la que les indicaba la
consulta, habrían parecido negligentes si no la hubieran pedido. En caso deque alguien les
preguntara: “¿Lo llevaron a un psiquiatra, no?” El señor y la señora R. estarían en posición de
responder: “Ah, sí, varias veces. Pero nada daba resultado”.
Durante un tiempo me pregunté por qué habían acudido a mí por segunda vez, ya que
nuestro primer encuentro no había sido agradable para ellos y, además, sabían que tendrían que
enfrentar el hecho de no haber seguido mis recomendaciones. Parecía una elección extraña.
Pero luego recordé que yo les había aclarado muy bien que sólo hacía consultas breves. Esto
significaba que no se los presionaría demasiado a que siguieran adelante con las indicaciones.
Su camino de evasión estaba abierto. Mi organización se adecuaba a lo que necesitaban
aparentar.
Naturalmente, como está destinada a ocultar su opuesto, la apariencia que generalmente
elige el mal es la del amor. El mensaje que el señor y la señora R. trataban de transmitir era:
“Como somos padres buenos y cariñosos nos preocupa profundamente Roger”. Como señalé en
el capítulo anterior, la máscara del mal está destinada tanto a engañar a los demás como a
quienes la usan. Estoy convencido de que el señor y la señora R. realmente creían que hacían
todo lo que podían por Roger. Y que cuando dijeron (como estoy seguro que dirían): “Lo
llevamos varias veces a un psiquiatra, pero no pudieron hacer nada por él’’, habrían olvidado los
detalles de los que se compone la verdad.
Cualquier terapeuta experimentado sabe que los padres que no quieren a sus hijos abundan,
y que la gran mayoría de esos padres mantienen al menos una simulación de ese amor. ¡Claro
que todos no merecen llamarse malos! Creo que no. Creo que es una cuestión de grado; y de
acuerdo con los dos tipos de mitos de Buber, están los que “están cayendo” y los que “han
caído”. No sé exactamente dónde está el límite entre ellos. Pero sé con certeza que el señor y la
señora R. lo habían sobrepasado.
35
“La gente de la mentira” (The people ohf the líe) es el título de éste libro en inglés (N.del T.)
En primer lugar está la cuestión del grado en que estaban dispuestos a sacrificar a Roger
para la conservación de su autoimagen narcisista. Parecía que estaban dispuestos a ir hasta
cualquier extremo. No les afectaba pensar que Roger era un “delincuente genético”; sugerían
tranquilamente que no tenía remedio, que era incurable y defectuoso como defensa ante mi
sugerencia de que ellos necesitaban terapia. Yo sentía que no había límites en su disposición a
usarlo como chivo emisario si hacía falta.
Luego está también el grado —la profundidad y la distorsión— de su mentira. La señora R.
me escribió: “Quería que supiera que seguimos su consejo de mandar a Roger a una escuela
pupilo”. ¡Qué extraordinaria declaración! Me dice que les aconsejé sacar a Roger de St. Thomas
cuando yo les recomendé específicamente que no hicieran eso. Dice que siguieron mi consejo
cuando específicamente no lo siguieron; mi principal consejo fue que ellos mismos iniciaran una
terapia. Finalmente, implica que ellos hicieron lo que hicieron porque yo lo aconsejé cuando, en
realidad, consideraron que mi consejo era irrelevante. No una mentira, ni dos, sino tres,
entrelazadas entre sí en una sola frase. Creo que es una forma de genio que casi hay que admirar
por su perversidad. Supongo también que la señora R. realmente lo creía ella misma cuando
escribió “seguimos su consejo”. Buber lo dijo muy bien cuando escribió sobre “el misterioso
juego de las escondidas en la oscuridad del alma, en el que el alma humana, a solas, se evade, se
esquiva y se esconde de sí misma.” 36
La víctima más típica del mal es el niño. Es de esperar que así sea, porque los niños no sólo son
los miembros más débiles y más vulnerables de nuestra sociedad, sino también porque los padres
ejercitan un poder sobre las vidas de sus hijos que es esencialmente absoluto. El dominio del
amo sobre el esclavo no es muy diferente del dominio del padre o la madre sobre un niño. La
inmadurez y la resultante dependencia del niño exigen esta posesión de gran poder por parte de
los padres, pero no excluyen el hecho de que este poder, como todo poder, está sujeto a abusos de
varios grados de malignidad. Además, la relación entre el padre o la madre y el hijo es de
obligada intimidad. Un amo siempre puede vender a un esclavo si encuentra que la relación
entre los dos es intolerable. Pero así como los niños no están libres de sus padres, tampoco es
fácil para los padres escapar de sus hijos y de las presiones que éstos imponen. 37
Otra característica típica —y bastante intrigante— de los casos de hobby y Roger es la
extraordinaria unidad de sus padres. Cada pareja de padres funcionaba como un equipo. No
podemos decir que el padre de Bobby era malo pero la madre no, o que la madre era mala y el
padre simplemente la acompañaba. Por lo que sé, los dos eran malos. Así era también con el
señor y la señora R. Los dos parecían igualmente falsos; los dos parecían participar en la toma
de decisiones destructivas; los dos parecían dispuestos a poner a Roger el rótulo de incurable
cuando se sintieron implicados en su problema. 38
Sin embargo, las victimas del mal encontradas día a día en la práctica psiquiátrica no son siempre
niños. Veamos ahora el caso de Hartley y Sarah, un matrimonio sin hijos de cerca de cincuenta
años. Describiré la entrevista que tuve con ambos. Demostrará que la situación de un adulto que
36
Good and Evil, Charles Scribner’s Sons, 1953, p.111.
37
Si uno desea identificar a las personas malas, la forma más simple de hacerlo es buscando a sus víctimas. El
mejor lugar para buscar, entonces, es entre los padres de niños o adolescentes emocionalmente perturbados. No
quiero sugerir que todos los chicos emocionalmente perturbados son víctimas del mal. ni que todos esos padres son
personas malignas. La configuración del mal se encuentra sólo en una minoría de estos caso. De todos modos, se
trata de una minoría sustancial.
38
Esta unidad parental no es sorprendente para los psiquiatras. Cuando examinamos casos de chicos golpeados, por
regla general son ambos padres los que están implicados en el delito. Aún en los casos de repetido incesto padre-
hija, usualmente encontramos un cierto grado de confabulación del padre con a madre misma. No quiero decir que
todos los padres que golpean a sus hilos o que cometen incesto son malos. Cito estos fenómenos para ilustrar el
hecho de que ambos padres son casi siempre culpables en la creación de la psicopatología en sus hijos. Los que han
leído Sybíl, de Flora Schreiber (Warner Books, 1974), recordarán la verdad de este principio.
es víctima del mal, en algunos aspectos, difiere radicalmente de la de un niño. También nos dará
una clave para la comprensión de la “pareja de personas malas” de la que acabamos de hablar.
Finalmente, el caso revelará una nueva e intrigante dimensión para el problema de la clasifica-
ción psiquiátrica de la maldad humana.
39
Erich Fromm acuñó el término “simbiosis incestuosa” para uno de los tres componentes del “síndrome de la
corrupción” o tipo de carácter maligno. Aunque le faltaban los otros componentes, Hartley encarnaba una verdadera
definición de la simbiosis incestuosa. Sugiere que entró en una relación de sometimiento con el mal, precisamente
porque él mismo era parcialmente malo. Es verdad que no estaba completamente cómodo en esta esclavitud. Tenía
una vaga conciencia de que estaba preso en una trampa mortal, y oscilaba obsesivamente entre las dos formas más
fáciles de liberarse: matarse o matar a Sarah. Pero era demasiado perezoso para considerar la única ruta de escape
legítimo: el camino obvio y más difícil de la independencia psicológica.
acercarme a ellos lo suficiente como para conocerlos bien. Mi suposición puramente
especulativa es que los dos no eran tan igualmente malos como parecían. Dudo que sea posible
que dos personas totalmente malas vivan juntas en el espacio cerrado de un matrimonio
prolongado. Serían demasiado destructivos como para brindar la cooperación necesaria. Por lo
tanto, sospecho que la madre o el padre de Bobby, uno de los dos, era el dominante en su mutua
maldad, y creo que lo mismo podría decirse del señor y la señora R. En toda pareja de personas
malas, si pudiéramos examinarlas suficientemente de cerca, imagino que descubriríamos que uno
de los dos está ligeramente sometido al otro, de la misma manera que Hartley estaba esclavizado
por Sarah, aunque difícilmente en el mismo grado.
Si el lector siente que la relación entre Hartley y Sara era extraña, estoy de acuerdo con é1.
Los elegí precisamente porque eran la pareja “más enferma” de este tipo que yo había visto en
mis años de psiquiatría. Pero por más extraña que sea, el tipo de relación que ilustra no es
infrecuente. Los lectores que son psiquiatras deben haber visto montones de casos como éste en
su práctica cotidiana. Y sospecho que todos los lectores comunes encontrarán, si reflexionan
sobre el caso, este tipo de matrimonio al menos en algunos de sus conocidos.
El mal fue definido como el uso del poder para destruir el crecimiento espiritual de otros y
defender la integridad del propio yo enfermo. En síntesis, es la búsqueda del chivo emisario. No
usamos como chivo emisario a los fuertes, sino a los débiles. Para que los malos den este uso in-
correcto a su poder, en primer lugar, deben poseer el poder. Deben tener algún tipo de dominio
sobre su víctima. La relación de dominación más común es la de los padres sobre los hijos. Los
niños son débiles, indefensos y están atrapados en relación con sus padres. Nacen en esclavitud
con respecto a sus padres. No es de extrañar, entonces, que la mayoría de las víctimas del mal
como Bobby y Roger sean chicos. Simplemente no son lo bastante libres o poderosos como para
escapar.
Para que los adultos sean víctimas del mal, también ellos deben ser incapaces de escapar.
Pueden ser incapaces de escapar cuando les apuntan con una pistola en la cabeza, como les
sucedió a los judíos cuando los llevaban a las cámaras de gas o a los habitantes de My Lai
cuando fueron fusilados en fila. O pueden ser incapaces de escapar por su propia falta de coraje.
A diferencia de los judíos o los habitantes de My Lai, y a diferencia de los niños, Hartley era
físicamente libre de escapar. En teoría, sencillamente podría haberse apartado de Sarah. Pero se
había atado a ella con las cadenas de la haraganería y la dependencia, y aunque oficialmente era
un adulto, se había instalado en la impotencia de un niño. Siempre que los adultos a quienes
nadie apunta con una pistola se convierten en víctimas del mal es porque, de una u otra manera,
han hecho el pacto de Hartley.
40
Véase la descripción de Abraham Maslow de las personas “autorrealizadas” en su Motivation and personality
(Harper Bros., 1954).
trabajan no sólo productiva sino creativamente, y obviamente aman a los demás y los conducen
con bondad de intención y de resultados.
Pero la mayor parte de la gente está tan impedida de cuerpo y de espíritu que jamás puede
alcanzar ese estado por mejores esfuerzos que haga sin mucha ayuda terapéutica. Entre estas
legiones de inválidos —la masa de la sufriente humanidad— residen los malos, que tal vez son
los más dignos de lástima de todos.
Dije que hay otras dos razones por las que uno puede vacilar en clasificar al mal como
enfermedad. Pueden ser rebatidas más brevemente. Una es la idea de que el que está enfermo
debe ser una víctima. Tendemos a pensar que la enfermedad es algo que nos acaece, una
circunstancia sobre la que no tenemos control, un infortunado accidente que nos trae un
incomprensible destino, una maldición en cuya creación no hemos participado.
Por cierto, muchas enfermedades parecen ser así. Pero muchas otras —tal vez la mayoría—
no corresponden a ese modelo en absoluto. ¿Acaso el chico que cruza la calle corriendo, después
de que le han dicho que no lo haga, y es atropellado por un auto puede considerarse una víctima?
¿Y el “accidentado” conductor de un auto que corre una carrera por encima del límite de
velocidad para no llegar tarde a una cita? O bien consideremos la enorme variedad de
enfermedades psicosomáticas y afecciones originadas por el estrés. ¿Las personas que sufren
jaquecas tensionales por que no les gusta su trabajo son víctimas? ¿De qué? Una mujer tiene un
ataque de asma cada vez que se encuentra en una situación en que se siente ignorada, aislada y
descuidada. ¿Es una víctima? De una u otra manera, en cierto grado, todas estas personas y
muchas otras se victimizan a sí mismas. Sus motivaciones, fracasos y elecciones están profunda
e íntimamente ligados a la creación de sus males y sus enfermedades. Aunque todos tienen un
cierto grado de responsabilidad por lo que les ocurre, de todos modos las consideramos
enfermas.
Muy recientemente se debatió este tema con referencia al alcoholismo. Algunos insistieron
vigorosamente en que es una enfermedad y otros en que, como parece un mal auto-infligido, no
lo es. En este debate participaron no solamente médicos, sino jueces y legisladores, y llegaron a
la conclusión de que el alcoholismo es una enfermedad, aunque a veces el alcohólico no parece
víctima de nadie más que de sí mismo.
El tema del mal es parecido. El mal en un individuo generalmente puede rastrearse en cierta
medida hasta las circunstancias de su infancia, los defectos de los padres y la naturaleza de su
herencia. Pero el mal siempre es también la elección que uno ha hecho o, más bien, toda una
serie de elecciones. El hecho de que todos somos responsables del estado de salud de nuestras
almas no significa que un mal estado de salud sea otra cosa que una enfermedad. Nuevamente
creo que estamos en terreno más seguro y más sano cuando no definimos a la enfermedad en
términos de victimización o responsabilidad, sino que nos atenemos a la definición que ya hemos
dado: una enfermedad o una afección es un defecto en la estructura de nuestros cuerpos o
personalidades que nos impide realizar nuestro potencial como seres humanos.
El argumento final en contra de la clasificación del mal como una enfermedad es la creencia
de que el mal es un estado que aparentemente no puede tratarse. ¿Por qué designar como
enfermedad un estado para el que no hay ni tratamiento conocido ni cura? Si tuviéramos el elixir
de la juventud en nuestro maletín negro de médicos, tendría sentido considerar a la vejez como
una enfermedad, pero en general no la pensamos así. Aceptamos la vejez como parte inevitable
de la condición humana, un proceso natural que es nuestro destino y contra el cual seríamos
tontos en rebelamos.
Este argumento, sin embargo, ignora el hecho de que hay muchísimos desórdenes, desde la
esclerosis múltiple hasta la deficiencia mental, para los que no hay tratamiento ni cura, pero que
no vacilamos en llamar enfermedades. Tal vez las llamamos enfermedades porque tenemos espe-
ranzas de encontrar los medios para combatirlas. Pero, ¿no sucede lo mismo con el mal? Es
verdad que en la actualidad no poseemos ninguna forma aplicable y efectiva de tratamiento para
curar a los profundamente malos de su odio y su destructividad. Por cierto que el análisis del
mal presentado hasta ahora revela varias razones por las cuales es un estado extraordinariamente
difícil de abordar, y mucho más de curar. ¿Pero la cura es imposible? ¿Sólo podemos levantar
los brazos ante esta dificultad y suspirar: “¡Está más allá de nuestras posibilidades!” ¿Aunque
sea el problema más grande de la humanidad?
En lugar de ser un argumento efectivo en contra, el hecho de que actualmente no sepamos
cómo tratar el mal en el individuo humano es la mejor razón para designarlo como enfermedad.
Porque el rótulo de enfermedad indica que el desorden no es inevitable, que la curación debe de
ser posible, que debe estudiarse científicamente y que hay que buscar métodos de tratamiento. Si
el mal es una enfermedad, debe convertirse en objeto de investigación como cualquier otra
enfermedad mental, ya se trate de una esquizofrenia o una neurastenia. La propuesta central de
este libro es que el fenómeno del mal puede y debe ser sometido a un escrutinio científico.
Podemos y debemos pasar de nuestro estado actual de ignorancia y desvalimiento a una
verdadera psicología del mal.
La designaci6n del mal como enfermedad también nos obliga a aproximarnos al mal con
compasión. Por su naturaleza, el mal nos inspira más un deseo de destruir que de curar, de odiar
que de compadecer. Si bien estas reacciones naturales sirven para proteger a los no iniciados, en
otro sentido impiden cualquier posible solución. No creo que nos acerquemos más a la
comprensión y, según espero, a la curación de la maldad humana hasta que las profesiones del
arte de curar designen al mal como una enfermedad dentro de los dominios de su responsabilidad
profesional.
Hay un viejo y sabio sacerdote retirado en las montañas de Carolina del Norte que hace
mucho batalla con las fuerzas de la oscuridad. Después de hacerme el favor de revisar un
borrador de este libro me dijo: “Me alegro de que haya clasificado al mal como enfermedad. No
sólo es una enfermedad; es la enfermedad esencial”.
Si hemos de llamar al mal enfermedad psiquiátrica, ¿es suficientemente único como para
ocupar una categoría por sí solo o entra en alguna de las categorías existentes? Es sorprendente,
en vista del grado en que se lo ha abandonado, pero el sistema actual de clasificación de las
enfermedades psiquiátricas parece bastante adecuado para el simple agregado del mal como
subcategoría. La amplia categoría existente de los desórdenes de la personalidad cubre
actualmente los estados psiquiátricos en que la negación de la responsabilidad individual es el
rasgo dominante. En virtud de su rechazo a tolerar el sentido de pecado personal y la negación
de su imperfección, los malos entran fácilmente en esta gran categoría diagnóstica. Hay incluso
dentro de esta clase una subcategoría titulada “desorden narcisista de la personalidad”. Creo que
sería muy apropiado clasificar a las personas malas como constituyentes de una variante
específica de este desorden narcisista de la personalidad.
Pero hay que mencionar un tema relacionado con lo anterior. Se recordará que cuando
enfrenté a Sarah con su responsabilidad respecto a la naturaleza de su matrimonio ella “se rayó”.
En su diatriba sobre “manzanas y naranjas” y la “persecución seudocientífica”, no sólo perdió su
compostura, sino que pareció perder también el hilo de sus pensamientos. Su lógica se
desintegró. Esa desorganización del pensamiento es más típica de la esquizofrenia que de un
desorden de la personalidad. ¿Es posible que Sarah fuera esquizofrénica?
Hablando entre ellos, los psiquiatras suelen referirse a algo llamado “esquizofrenia
ambulatoria”. Con este nombre queremos significar a personas como Sarah, que generalmente
funcionan bien en el mundo, que nunca desarrollan una esquizofrenia total ni requieren
internación, pero que demuestran una desorganización del pensamiento —especialmente en
momentos de estrés— que se parece a ha esquizofrenia irás obvia y “clásica”. Sin embargo, no
es una categoría diagnóstica formal por la muy buena razón de que no sabemos bastante sobre
este estado como para definirlo. No sabemos, en realidad, si tiene alguna relación real con la
verdadera esquizofrenia. 41
A pesar de su falta de claridad, es necesario tratar este punto, porque para muchas personas
malas vistas por psiquiatras el diagnóstico es esquizofrenia ambulatoria. Y a la inversa, muchos
de los que llamamos esquizofrénicos ambulatorios son personas malas. Aunque no son idénticas,
las dos categorías parecen superponerse mucho. Además, es realista introducir esta confusión de
diagnóstico. Porque la realidad de la cuestión es que la designación del mal todavía está en una
etapa primitiva.
Sea como fuere, creo que es hora de que la psiquiatría reconozca un nuevo tipo de desorden
de la personalidad muy claro que abarque a todos los que he llamado malos. Además del
abandono de la responsabilidad característico de todos los desórdenes de Ja personalidad, éste
estaría específicamente distinguido por:
a) Conducta destructiva constante, con tendencia a buscar un chivo emisario, a menudo de
manera muy sutil.
b) Excesiva, aunque habitualmente encubierta, intolerancia a la crítica y a otras formas de
daño narcisista.
c) Pronunciada preocupación por la imagen pública y la autoimagen de respetabilidad, lo
cual contribuye a una estabilidad del estilo de vida, pero también al fingimiento y a la
negación de los sentimientos de odio o los motivos de venganza.
d) Desviación intelectual, con aumento de las probabilidades de una leve perturbación del
pensamiento de tipo esquizofrénico en momentos de estrés.
Hasta ahora he hablado de la necesidad de una adecuada designación del mal desde el punto
de vista de los malos mismos: para poder apreciar mejor la naturaleza de su afección, llegar a
saber cómo contenerla, y, espero, eventualmente curarla.
Pero hay otra razón vital para designar correctamente al mal: la curación de sus victimas.
Si el mal fuera fácil de reconocer, de identificar y de manejar, no habría razón para escribir
este libro. Pero el hecho es que el mal es una de las cosas más difíciles que hay para enfrentar.
Si nosotros, como adultos maduros y objetivamente separados de él, tenemos grandes
dificultades en enfrentarlo, piensen en lo que debe ser para un niño vivir rodeado del mal. El
niño sólo puede sobrevivir emocionalmente con una fortificación masiva de su psiquis. Si bien
esas fortificaciones o defensas psicológicas son esenciales para su supervivencia durante la
infancia, inevitablemente distorsionan o comprometen su vida como adulto.
41
La relación entre el mal y la esquizofrenia no es solamente tema de una fascinante especulación, sino también de
una muy seria investigación. Muchos (pero por cieno no todos) de los padres de hijos esquizofrénicos parecen ser
esquizofrénicos ambulatorios, o individuos malos, o ambas cosas. Se ha escrito mucho sobre el padre o la madre
“esquizofrenogénico” y generalmente un esquizofrenia ambulatoria o una persona mala es lo que se describe.
¿Significa esto que la esquizofrenia ambulatoria es una variante de la verdadera esquizofrenia, y que existe una
simple transmisión genética? ¿O la esquizofrenia en el hijo es el producto psicológico de la destructividad maligna
de los padres? ¿Podría el mal mismo tener una base genérica, como parece suceder en la mayoría de los casos de
esquizofrenia? No lo sabemos, ni lo sabremos hasta quela psicobiología de la maldad humana se haya vuelto tema
de extensa investigación científica.
Sucede, entonces, que los hijos de padres malos entran en la edad adulta con significativas
perturbaciones psiquiátricas. Hemos trabajado con estas victimas, a menudo con mucho éxito,
durante varios años sin tener que emplear jamás la palabra “mal”. Pero es dudoso que algunos
puedan curar totalmente sus cicatrices por haber tenido que vivir en estrecha relación con el mal
sin designar correctamente la fuente de sus problemas.
Enfrentar el mal en los padres es tal vez la más difícil y penosa tarea psicológica que un ser
humano puede tener que emprender. La mayoría fracasan y siguen siendo sus víctimas. Los que
logran totalmente desarrollar la necesaria visión cauterizadora son los que pueden nombrarlo.
Porque “entenderse con algo” o “enfrentarlo” significa “llegar al nombre”. Como terapeutas es
nuestro deber hacer lo que podamos por ayudar a las víctimas del mal a llegar al verdadero
nombre de su aflicción. En los dos casos que se describen a continuación habría sido imposible
prestar esa asistencia si primero el terapeuta no hubiera reconocido el rostro y luego pronunciado
el nombre del mal.
La ambiguedad y la culpa
pueden, sin duda, volverte loca...
Me mandas mi ropa limpia lavada por ti.
Con ella envías la primera
hoja caída del otoño.
¿Manipulación? ¿Culpa?
…tu metodo realmente funciona.
Sin embargo, poco cambió. Billie, ahora una muchacha de veintitrés años, todavía dormía
casi todas las noches en casa de sus padres y pasaba la mayor parte de su tiempo libre con su
madre. Aunque se atrasara en los pagos de su terapia, dedicaba una parte importante de su
salario semanal a llevar a su madre a almorzar al restaurante mis caro de la zona. Y el esquema
de sus relaciones con los hombres seguía igual: se enamoraba, se aferraba a ellos, los asfixiaba,
la relación se rompía, buscaba desesperadamente a alguien, volvía a enamorarse... hombre tras
hombre, una vez tras otra. Y tenía tanto terror a las arañas como antes. Todavía no había llegado
a la parte difícil.
—No pasa nada —se quejó Billie en sesión un día.
—Yo siento lo mismo —respondió el terapeuta.
—¿Y por qué? —preguntó Billie—. Hace siete años que me analizo. ¿Qué más debo hacer?
—Trata de pensar por qué sigues teniendo miedo a las arañas.
—He reconocido que mi madre es una araña —dijo Billie.
—¿Entonces por qué sigues cayendo en su tela?
—Ya lo sabe. Porque, como ella, me siento sola.
El terapeuta miró a Billie. Esperando que estuviera preparada para lo que iba a oír, le dijo:
—Entonces, tal vez, en parte también tú eres una araña.
Billie sollozó durante todo el resto de la sesión. Pero en la sesión siguiente estaba allí, muy
puntual, hasta ansiosa por emprender el doloroso trabajo que se avecinaba. Era cierto, a veces
Billie se sentía como una araña. Cuando los hombres comenzaban a apartarse de ella se aferraba
a ellos, como su madre se aferraba a ella. Los odiaba porque se iban. No le importaba lo que
ellos sentían. No los quería. Los deseaba como una posesión suya. Sí, era como algo malo en
ella, un impulso maligno, una parte mala de ella que se imponía. La fobia a las arañas no sólo le
había permitido negar el mal en su madre, también la había usado para negar el mal en sí misma.
Todo estaba tan relacionado y entrelazado. Billie se había identificado con su madre. Eran
tan parecidas. ¿Cómo podía luchar auténticamente contra e1 mal en su madre si al mismo
tiempo no luchaba contra el propio? ¿Cómo podía condenar a su madre por aferrarse a ella sin
condenarse así misma por negarse a tolerar su propia soledad? ¿Cómo podía dejar de atrapar
hombres en su tela: hombres que deberían ser libres, altos y fuertes, lo mismo que ella debería
ser libre, alta y fuerte? El problema no era ya cómo liberarse de caer en la telaraña de la madre,
puesto que la identidad de la madre era casi como su propia identidad; el problema era liberarse
de sí misma. ¿Y cómo, Dios mío, cómo se logra eso?
Pero Billie lo está haciendo. Con la ayuda de Dios o de su verdadero yo, de alguna manera
está empezando a separarse de su madre, a liberarse definitivamente de su relación simbiótica.
En su cuaderno con tapas de cuero escribió hace poco:
Me da tanto miedo
pensar que estás en mí
tan incorporada a mi pensar y a mi sentir
que no puedo distinguirte de mí
Soy yo.
Ya he dicho que es muy difícil examinar en profundidad a las personas malas, porque por
naturaleza evitan la luz. Negando su imperfección, los malos escapan al mismo tiempo del
examen de sí mismos y de todas las situaciones en que pueden ser examinados de cerca por
otros. Pero en este capítulo describiremos a una mujer que, si bien era aparentemente mala en
cierta medida, a pesar de ello se sometió a una prolongada psicoterapia psicoanalítica.
Aunque poco frecuente, este caso no es el único. Yo mismo he intentado tratar a otro
paciente así y he supervisado a terapeutas que trabajan con casos notablemente parecidos. En
todos los tratamientos, aunque prolongados, resultaron un fracaso.
No es divertido fracasar. Pero puede enseñar mucho: en el campo de la psicoterapia y en el
resto de la vida. Probablemente aprendemos más de nuestros fracasos que de nuestros éxitos.
Por cierto que ningún paciente me enseñó tanto en mi vida como la que voy a describir. Espero
que también les sirva a otros. Examinando problemas tales como por qué acudió al tratamiento
en primer lugar, por qué persistió en seguirlo durante unas cuatrocientas sesiones, y por qué el
tratamiento no le hizo el más mínimo efecto, tal vez finalmente podamos llegar a una
profundidad de comprensión que nos ayude a curar a las Charlenes de este mundo.
AL COMIENZO, LA CONFUSIÓN
Al comienzo no había nada que marcara Charlene como particularmente insólito. Vino a
verme a los treinta y cinco años de edad por una depresión que había seguido a la ruptura con su
novio. La depresión no parecía grave.
Era una mujer menuda y bastante atractiva, pero no una belleza notable. Tenía sentido del
humor y sin duda era muy inteligente. Pero era evidente que sacaba puntaje bajo en el juego de
la vida. Por razones que al principio eran vagas había fracasado repetidamente en una
universidad poco exigente. Sin embargo, un año después de estar a prueba como voluntaria, fue
contratada por su iglesia episcopal como directora de educación religiosa. Seis meses después el
rector la echó. Ella atribuyó esto a un capricho. Pero el modelo siguió repitiéndose. Perdió siete
empleos más antes de conseguir uno como operadora telefónica, que era el que tenía cuando vino
a verme. Del mismo modo, su rompimiento con su novio era sólo el último eslabón en una
cadena continuada de relaciones sentimentales fracasadas. En realidad, Charlene no tenía ningún
amigo verdadero.
Sin embargo, la gente comienza la terapia generalmente por uno u otro tipo de falencia, y,
aunque muy marcada, la falta de éxito de Charlene distaba de ser única. Yo no me imaginaba
que Charlene se convertiría en la paciente más “condenada” con la que yo haya trabajado.
Explorando su historia, descubrí que Chaulene no se hacía muchas ilusiones con respecto a
sus padres. Excepto bastante dinero, aparentemente no era mucho lo que le habían dado.
Preocupado por la riqueza que había heredado, el padre se mantuvo totalmente alejado del
cuidado de Charlene y de su hermana menor, Edith. Su madre, una episcopal fanática que estaba
todo el tiempo mascullando las pajabras de Jesús, expresaba sin tapujos el odio que le tenía a su
marido. “Si no fuera por ustedes, chicas, hace rato que lo habtia dejado”, les decía por lo menos
una vez por semana. “Ya lo creo”, comentaba irónicamente Charlene, “hace diez años que Edie
y yo nos fuimos de casa y ella todavía no se ha ido”.
Edie se había vuelto lesbiana. Charlene se consideraba bisexual. A Edie te iba bien en su
trabajo en un Banco pero no era feliz. Siempre que consideraba tener un problema, Charlene
culpaba a sus padres sin ningún reparo. “Realmente nos jodieron... mi padre enamorado de sus
acciones y sus bonos y mi madre con sus gases y su libro de oraciones”. Por cierto que sus
padres parecían desamorados, hasta repelentes y malvados.
Pero muchísimos pacientes tienen padres malvados. Tampoco la infrecuente fe religiosa de
Charlene la distinguía. Después de que la echaron de su trabajo entró gradualmente en una
especie de culto que proclamaba una mezcolanza de teología hindú, budista, cristiana y esotérica,
junto con una creencia en las vibraciones de amor de la meditación. Pero de esos cultos hay
millares y éste no parecía estimular el fanatismo ni la dependencia. Era bastante natural que se
enrolan en él en vista del mal uso que su madre hacía del cristianismo y la furia de Charlene
contra el rector que la había echado.
Lo que distinguía a Charlene, sin embargo, era mi confusión en relación con ella.
En general, después de cinco o seis horas de terapia con un paciente, los psiquiatras tienen al
menos una comprensión superficial del problema del paciente. Al menos habrá un diagnóstico
aproximado. Después de cuarenta y ocho sesiones con Charlene yo todavía no tenía ni la más
leve idea de qué era lo que le pasaba. Rendía poco para lo que podía esperarse de ella, cierto.
Pero no se sabía por qué.
Frustrado, repasé mentalmente una lista de categorías diagnósticas y le hice preguntas muy
específicas. Me preguntaba, por ejemplo, si Charlene no tendría una neurosis obsesivo-
compulsiva, y la interrogué sobre todos los posib1es síntomas de esta neurosis, como el
comportamiento ritualista. Charlene comprendía perfectamente. Con considerable entusiasmo
describió varios rituales que había practicado en la primera época de su adolescencia, una época
común, casi normal para ese tipo de conducta. Arreglaba los objetos en su habitación en cierta
forma y en ciertas secuencias para poder sentirse cómoda e irse a dormir por las noches. De
chica le habían contado que en el ejército, los soldados debían hacer sus camas tan estiradas que
el sargento de instrucción pudiera hacer saltar una moneda en ellas. Así que, todas las mañanas,
cuando tenía trece y catorce años, Charlene hacía saltar una moneda sobre su cama, siempre an-
tes de lavarse los dientes. “Pero a los quince años”, agregó, “me di cuenta de que estas cosas
eran una pérdida de tiempo y simplemente dejé de hacerlas. Desde entonces no tuve más
rituales”. De manera que quedé frustrado otra vez. Y seguí frustrado. Pasaron treinta y seis
sesiones más hasta que tuve la primera insinuación del carácter de Charlene.
Un día, después de nueve meses de terapia, cuando Charlene me entregó un cheque por el
pasado mes de terapia, observé que correspondía a un Banco diferente.
—¿Cambió de Banco? —le pregunté distraídamente.
Charlene asintió.
—Sí, tuve que cambiar.
—¿Tuvo que cambiar? —Me puse alerta.
—Sí, me quedé sin cheques.
—¿Se quedó sin cheques? —repetí sin entender.
—Sí. ¿No se dio cuenta? —por el tono de voz, Charlene parecía algo enojada. —Cada
cheque que le he dado tiene un diseño diferente.
—No, no lo noté —admití—. Pero, ¿que tiene que ver eso con cambiar de Banco?
—Usted no es muy rápido, ¿eh? —replicó Charlene—. Me quedé sin nuevos diseños en mi
Banco anterior, de modo que tuve que abrir otra cuenta para tener nuevos diseños.
Más confundido que nunca, pregunté: —¿Por qué tiene que usar un diseño diferente cada
vez?
—Porque es una ofrenda de amor.
—¿Una ofrenda de amor? —repetí otra vez, desconcertado.
—Sí. Cada vez que hago un cheque para alguien, me pregunto cuál es su diseño particular
en ese momento. Es una cuestión de vibraciones. A través del amor me sintonizo con sus
vibraciones y entonces elijo. Pero no me gusta dar a la misma persona el mismo diseño más de
una vez, y mi Banco anterior sólo tenía ocho diseños diferentes. En realidad, es por usted que
tuve que cambiar de Banco, porque éste es el noveno cheque que le entrego. De todos modos
tenía que cambiar por la compañía de electricidad. Pero ellos son más impersonales. No es fácil
sacarles vibraciones. Yo estaba estupefacto. Tal vez debería haber hablado del tema del “amor”
allí mismo. Pero estaba invadido por lo extraño de esta interacción menor pero repetitiva.
—Suena un poco como un ritual —fije lo mejor que se me ocurrió decir.
Sí, supongo que usted lo llamaría ritual.
—Pero yo pensaba que usted no tenía rituales.
Ah, yo tengo un montón de rituales —contestó alegremente Charlene.
Y los tenía. En las sesiones siguientes me habló de docenas de rituales. Casi todo lo que
hacía estaba relacionado, de una manera u otra, con un ritual. Ahora estaba clarísimo que
Charlene tenía realmente una forma de desorden obsesivo-compulsivo.
—Si tiene docenas de rituales —le dije—, ¿cómo es que cuando le pregunté por los rituales
hace cuatro meses me dijo que no tenía?
—Sencillamente no tenía ganas de contarle. Tal vez no tenía suficiente confianza en usted.
—Pero me mentía.
—Por supuesto.
—¿Me paga cincuenta dólares la sesión para que la ayude y luego me miente de manera que
yo no sepa cómo ayudarla?
Charlene me miró con aire jocoso.
—Por cierto que no pienso decirle nada hasta que usted esté preparado para saberlo.
Ahora que había “confesado’’ sus rituales, esperaba que Charlene se mostrara más abierta en
nuestro trabajo, y yo, consecuentemente, me sintiera menos confundido. Pero no fue así. Sólo
gradualmente empecé a darme cuenta de que ella era una “persona de la mentira”. Aunque du-
rante los meses y años que siguieron Charlene reveló, sin querer, algún aspecto de sí misma,
siguió siendo en gran medida enigmática. Y yo seguí confundido. Que era lo que ella quería.
Hasta el fin siguió reteniendo información, aunque sólo fuera para seguir controlando ella el
espectáculo. Y mientras profundizaba mi conocimiento de ella, también mi asombro ante la
dificultad básica de comprenderla se hacia más profundo.
42
Una de las razones por las que el complejo de Edipo es tan importante en psiquiatría es que generalmente los
adultos que no lo han resuelto tienen gran dificultad en cumplir con muchos de los renunciamientos que se requieren
para las buenas adaptaciones en la edad adulta. Todavía no han aprendido que no pueden repicar y andar en la
procesión
—No… yo prefiero no hablar con sus otros pacientes. Es otra cosa. Es como si... bueno, no
sé cómo decirlo… es como si hubiera algo malo en ella.
—No hay nada raro en su aspecto, ¿verdad? —le pregunté, fascinado.
—No, no hay nada fuera de lo común. Viste bien. Hasta podría ser una profesional. Pero
hay algo en ella que me pone la piel de gallina. No sé decir exactamente qué es. Pero si alguna
vez he visto a alguien que parece malo, es esa mujer.
No sé si mi sentimiento de rechazo en las sesiones era sexual o no, pero la conducta sexual
de Charlene en las sesiones era extraordinaria. Generalmente, cuando una paciente experimenta
afecto por mí se muestra tímida, incluso reservada al principio. Chariene no. Ella, que ha-
bitualmente me escondía información, anunciaba a los cuatro vientos su intento de seducirme.
—Usted es frío —me dijo con tono acusador—. No sé por qué no quiere abrazarme.
—Tal vez la abrazaría si necesitara consuelo —respondí—, pero me parece que su deseo de
que la abrace es sexual.
—Usted y sus sutilísimas distinciones... —exclamó Charlene—. ¿Qué diferencia hay entre
que yo desee un consuelo sexual o de algún otro tipo? En los dos casos necesito consuelo.
—Usted no necesita una relación sexual conmigo —le expliqué una y otra vez—. Puede
tenerla con cualquiera. Usted me paga por otro tipo de atención más especial.
—Bueno, creo que usted no siente ningún afecto por mí. Es frío y distante. No es cariñoso.
No veo cómo va a poder ayudarme si ni siquiera siente cariño por mí.
Yo mismo empezaba a preguntármelo. Charlene siempre hacía que me preguntara si yo era
el terapeuta adecuado para ella.
Había también algo ilícito, rastrero, invasor en el deseo que Charlene sentía por mí. En
verano venía temprano a las sesiones y se sentaba en el jardín. Si me hubiera pedido permiso
para hacerlo, no creo que se lo habría negado. Me gusta que la gente disfrute de las flores que mi
mujer y yo cultivamos como hobby. Pero Charlene nunca preguntó. Varias noches, cuando no
tenía sesión, miré por la ventana y vi a Charlene sentada en su auto estacionado frente a mi casa,
escuchando la radio bajito en la oscuridad. Daba miedo. Cuando le pregunté sobre esto contestó
tranquilamente: —Usted sabe que es el hombre que amo. Es natural querer estar cerca de la
persona a quien se ama.
Un día que no tenía sesión entré en nuestra biblioteca y encontré a Charlene sentada, leyendo
uno de mis libros. Le pregunté qué hacía allí.
—Esto es una sala de espera, ¿verdad? —dijo.
—Es una sala de espera cuando usted tiene sesión —respondí—. Cuando no estoy
atendiendo pacientes, es una habitación privada de mi casa.
—Bien, para mí es una sala de espera —dijo Charlene, perfectamente cómoda—. Si tiene el
consultorio en su casa debe de estar dispuesto a perder algo de su privacidad.
Después de asegurarme de que no tenía ninguna razón válida para verme, prácticamente tuve
que ordenarle que se retirara. Más que en ningún otro momento de mi vida, sentí personalmente
lo que debe ser para una mujer recibir avances no deseados e incluso temer una violación. En
efecto, dos veces al final de una sesión, Charlene realmente pretendió abrazarme y tuve que
apartarla de un empujón.
Una de las principales razones de que los niños no puedan resolver el complejo de Edipo
satisfactoriamente es el no haber recibido suficiente amor y atención de sus padres anta de los
cuatro años de edad, en la etapa llamada pre-edípica. Resolver el dilema edípico es como
construir la planta baja de una casa. Simplemente no se puede hacer si primero no se han
colocado los cimientos. Muchas señales indicaban que Charlene había carecido de afecto desde
el comienzo. Su madre era evidentemente una mujer incapaz de dar nada. Charlene no tenía
ningún recuerdo de que su padre o su madre la hubieran abrazado alguna vez. A menudo soñaba
con pechos. Seguía ritualmente las extrañas leyes dietéticas de su culto, con el resultado de que
siempre estaba buscando extrañas comidas orgánicas, y cuando cenaba con otros siempre comía
algo diferente, algo especial. En términos psicoanalíticos el problema más básico de Charlene no
era su complejo de Edipo sin resolver, sino un estado de fijación oral pre-edípico.
Las ansias de Charlene de tocarme y de que yo la tocara eran, en realidad, un deseo de
cuidados maternos: los cálidos mimos sin ataduras que nunca había recibido. Yo experimentaba
su deseo de tocar como algo repulsivo y amenazante. ¿Pero no era precisamente lo que ella
necesitaba hasta la desesperación? Para curarla, ¿no debería hacer la misma cosa que me
provocaba tanto rechazo? ¿No debería yo haber sentado a Charlene en mi falda, haberla
abrazado y mimado y besado y acariciado hasta que ella encontrara la paz?
Tal vez sí, tal vez no. Lo pensé seriamente. Pero entre tanto me di cuenta de algo. Me di
cuenta de que, aunque yo deseaba alimentar a Charlene como a un bebé enfermo y hambriento,
ella no quería ese tipo de atención. No deseaba asumir el rol de un niño, y mucho menos el de un
bebé, en relación conmigo. La esencia de mi rechazo por tocarla estaba en su insistencia de que
el contacto fuera sexual. No se veía así misma como un niño hambriento, sino como una adulta
resuelta a sacar partido de la situación. Intenté repetidas veces, por distintos medios, incluyendo
el uso del diván, ayudarla a adoptar una postura pasiva, confiada, parecida a la de un niño,
conmigo. Todos mis intentos fracasaron. Durante los cuatro años que trabajó conmigo Charlene
insistió en dirigir el espectáculo. Para poder ser como un niño tendría que haberme dado las
riendas, haberme permitido que la cuidara como un padre o una madre, en lugar de pedirme que
la atendiera sexualmente. Pero no quería. Quería llevar las riendas en todo momento.
El proceso de curación profunda, al menos en el marco psicoanalítico, requiere que el
paciente haga una regresión en algún nivel y en cierto grado. Es una exigencia difícil y que
causa miedo. No es fácil para los adultos, acostumbrados a la independencia y a las trampas
psicológicas de la madurez, permitirse ser otra vez niños pequeños, dependientes y tan
vulnerables. Y cuanto más profunda es la perturbación —cuanto más hambrienta y dolorosa es
la infancia del paciente— más difícil es volver al estado de la infancia en la relación terapéutica.
Es como una muerte. Pero puede lograrse. Si se logra, se logrará la curación. Si no se logra, no
pueden reconstruirse los cimientos. Sin regresión no hay curación; es así de simple.
Si tuviera que señalar una causa única de fracaso en la curación de Charlene en los largos
años que estuvo conmigo, sería su incapacidad de regresar. Cuando los pacientes logran
regresar, hay una cualidad completamente distinta en su actitud en la terapia. Desarrollan una
tranquilidad que no tenían antes. Tienen una especie de confiada inocencia, que en cualquier
momento puede suspenderse, si es necesario, pero que puede recapturarse fácilmente. La
interacción entre terapeuta y paciente no sólo se hace fácil, sino hasta juguetona y alegre. Es la
sociedad ideal entre una madre afectuosa y su hijo. Si se hubiera logrado este estado de cosas
con Charlene, y si hubiera sido necesario hacerlo, no tengo ninguna duda de que la habría
sentado en mi falda y le habría dado todo lo que necesitaba. Pero esa situación nunca llegó a
producirse. Aunque en el fondo, obviamente, ella era un bebé, nunca hubo en ella nada inocente
ni verdaderamente confiado. Siguió actuando hasta el final como una adulta dispuesta a
conseguir algo.
—Todavía no entiendo por qué —dijo Charlene después de tres años de terapia.
—¿Todavía no entiende qué? —pregunté.
—Todavía no entiendo por qué un chico no puede tener relaciones sexuales con sus padres.
Le expliqué pacientemente que el deber de los padres es ayudar a independizarse a los hijos,
y que la independencia siempre se retarda con los lazos incestuosos.
—Pero esto no sería incesto —dijo Charlene—. Usted no es mi padre.
—Puede que no sea su verdadero padre —respondí—, pero mi rol como terapeuta es de
padre. Mi tarea es ayudarla a crecer, no satisfacerla sexualmente. Usted puede conseguir sexo
en otra parte, con sus pares.
—Pero usted está entre mis pares —exclamó.
—Charlene, usted es mi paciente. Tiene todo tipo de problemas importantes para los que
necesita ayuda. Yo quiero ayudarla con esos problemas. No quieto acostarme con usted,
—Pero aunque soy su paciente, igual puedo estar entre sus pares.
—Charlene, la verdad es que usted no está entre mis pares. No puede conservar un trabajo
de poca categoría más de unos meses. Ni siquiera ha aprendido a moverse a plena luz del día.
Desde el punto de vista psicológico es prácticamente un bebé. Eso es natural. Sus padres fueron
un desastre, y usted tiene todas las razones para ser todavía un bebé. Pero deje de tratar de
hacerme creer que está entre mis pares. ¿Por qué no se afloja y disfruta de que yo la atienda
como si fuera su mamá o su papá? Realmente yo deseo quererla de esa manera. Pero, por favor,
deje de tratar de poseerme sexualmente. No siga con eso, Charlene.
—No me rindo. Lo deseo y lo tendré.
Aunque no podía ser más clara con respecto a sus intenciones conmigo, aun así yo sentía una
deshonestidad básica en los avances de Charlene. Trataba de conseguir que la amamantaran
disfrazando la cosa del sexo. Buscaba alimentación infantil con el disfraz de sexualidad adulta,
lo cual no es un fenómeno tan raro en sí mismo, excepto por el hecho de que Charlene se negaba
firmemente a dejarme penetrar en el disfraz. Una y otra vez le dije, de una manera u otra: “En
realidad usted quiere que yo le haga de mamá. Eso está bien. Eso es lindo. Me gustaría hacerlo.
Es algo que usted necesita. En realidad lo merece. A usted la estafaron con esto en el pasado y
merecería recuperarlo. Olvídese de este asunto del sexo. Usted no está preparada para eso. Es
demasiado joven. Relájese. Recuéstese y disfrute del calor que yo puedo darle. Deje que la
alimente.”
Pero no me dejó. En cierto sentido era porque tomaba mi ofrecimiento como una trampa; y
era lógico, ya que el tipo de cuidado maternal que había recibido de niña era una especie de
trampa. Sin embargo, si este miedo sólo hubiese sido la fuente de su resistencia, probablemente
lo habríamos elaborado y superado. Pero el tema del puro poder era más importante. No era
sólo que tuviese miedo de darme un poder maternal sobre ella. Era más bien que ella no quería
ceder nada de poder por ninguna razón. Quería curarse, pero no estaba dispuesta a perder nada, a
renunciar a nada en el proceso. Era como si me pidiera: “Cúreme, pero no me cambie”. No sólo
quería que la alimentaran, sino ser el jefe de quien la alimentaba. 43
Cuando Charlene me echaba en cara mi falta de calor y de deseo de abrazarla, siempre decía:
“Yo sólo quiero que usted me afirme, que me apuntale. ¿Cómo puede curarme un terapeuta que
ni siquiera me afirma?”. Esta era una palabra importante, la esencia del amor maternal para el
bebé es que lo afirma. Una madre común y sana ama a su bebé por la única y sencilla razón de
43
El deseo de regresión a un estado de unión con la madre fue una de las tres características que encontró Erich
Fromm en su análisis del modelo de personalidad de los malos, o ‘síndrome de decadencia’ (The Herat of man: its
genios for good and evil, Harper & Row, 1964). Llamó a este deseo “simbiosis incestuosa”. Yo encontré, por cierto,
este deseo en Charlene. Pero también lo he encontrado en muchos otros. Un factor crucial del mal, sospecho, no es
simplemente un deseo regresivo de la Madre (que puede usarse para curar), sino más bien el intento de obtener a la
madre sin regresión: una insistencia en recibir atención maternal sin abandonar el rol del adulto y conservando todo
el poder asociado con ese rol.
que está allí. El chico no tiene que hacer nada para ganar el afecto de la madre. No es un amor
atado con cuerdas. Es un amor incondicional. Ama al chico por él mismo, tal como es. Este
amor es la declaración de una afirmación. Dice: “Eres muy valioso simplemente porque
existes”.
Durante el segundo o tercer año de la vida del niño la madre comienza a esperar ciertas
cosas, por ejemplo el control de esfínteres, y cuando esto sucede, su amor inevitablemente se
vuelve, por lo menos en cierto grado, condicional. Ahora le dice: “Te amo, pero...”, “Pero quiero
que dejes de destrozar los libros”, “Pero quiero que dejes de tirar la lámpara de la mesa al suelo”,
“Pero me gustaría que me ayudaras usando la pelela, así no tengo que seguir lavando pañales”…
El chico aprende las palabras “bueno” y “malo”. Y aprende que sólo seguirá recibiendo total
afirmación si es un buen chico. Ahora debe ganarse la afirmación. Y de allí en adelante será
siempre así. El período de afirmación incondicional sólo dura lo que dura la época de bebé.
Como adultos psicológicos hemos aprendido, en mayor o menor grado, que para ser amados
nuestra responsabilidad es hacernos amar.
Un elemento clave en la conducta de Charlene era su pedido —no, más bien su exigencia—
de que yo la amara independientemente de la forma en que ella se comportaba, que la afirmara
no parlo que podía llegar a ser sino por lo que era, con enfermedad y todo. Al hacerlo le daría lo
que ella deseaba de mí, el amor de una madre por su bebé, el amor absolutamente incondicional
que sólo puede experimentarse en esa época de la vida. No es extraño que así fuera, porque
teníamos evidencias de que ella no habla logrado recibir de la madre ese amor que es una
afirmación incondicional durante la infancia y que debería ser la herencia de todos los niños.
Esta herencia se la habían arrebatado. Pero yo no podía devolvérsela. Porgue ella exigía que yo
la amara incondicionalmente como adulta enferma. Insistía en que yo la amara como la madre al
bebé, pero insistía en que la trarara como adulta y como a una de mis pares. Aunque sólo fuera
por esa razón, su exigencia era imposible de cumplir, porque era una exigencia de afirmar su
enfermedad. 44 Charlene no quería ser curada. Quería ser amada, no cambiada. Quería ser
amada por ella misma, con neurosis y todo. Aunque nunca lo dijo, gradualmente se hizo
evidente que Charlene se quedaba en terapia para obtener mi amor sin terapia, es decir, para tener
mi amor y su neurosis, para repicar y andar en la procesión.
44
Con palabras de Martin Buber, los malos insisten en “la afirmación independientemente de todo lo que se
descubra” (Good and evil, Charles Scuibner’s Sons, 1953, pág. 136)
Cuando yo le preguntaba a Charlene por qué quería una relación sexual conmigo su
respuesta era siempre perfectamente simple: “Porque lo amo”. Aunque yo repetidamente
discutía lo genuino de esta frase, para Charlene la realidad de su “amor” era incuestionable. Para
mí, sin embargo, era autista. Cuando me daba un cheque distinto todos los meses pensaba que lo
hacía por mí. En su mente había alguna conexión entre mi persona y el particular diseño del
cheque de ese mes. Pero esa conexión sólo existía en su cabeza. La realidad no era sólo que a
mi no me importaba en lo más mínimo qué diseño usaba, sino que su elección no tenía nada que
ver con la realidad de mi persona.
En cuanto a Charlene, ella amaba a todo el mundo. El culto al que pertenecía proponía
como doctrina principal el amor a la humanidad. Charlene se veía a sí misma repartiendo regalos
y dulzura por dondequiera que iba. Mi propia experiencia de su amor, sin embargo, era que
siempre excluía la realidad de mi persona. Una noche de invierno, por ejemplo, unos minutos
después de terminada nuestra sesión, me serví un martini y fui al living, con la intención de
acomodarme junto al fuego en uno de esos pocos momentos de descanso en que podría ponerme
al día con la correspondencia. Oí el mido de alguien que repetidamente trataba de hacer arrancar
el coche. Salí afuera. Era Charlene.
—No sé qué pasa —dijo—, no puedo hacerlo arrancar.
—No se habrá quedado sin nafta, ¿no? —pregunté.
—No, no creo —respondió.
—¿No cree? ¿Qué indica el medidor?
—Ah, indica vacío —leyó alegremente Charlene,
Me habría reído si no me hubiera sentido molesto.
—Si el medidor indica vacío, ¿por qué piensa que no se quedó sin nafta?
—Ah, siempre marca vacío.
—¿Cómo es eso? ¿Por qué siempre marca vacío? ¿Está roto?
—No. Creo que no. Es que yo nunca cargo más de diez litros por vez. De esa manera
estoy segura de no desperdiciar nada. Además es divertido adivinar cuándo necesito más.
Siempre acierto.
—¿Cuántas veces no acierta y se queda sin nafta? —le pregunté, asombrado de haber
descubierto esta nueva y extraordinaria forma de ritual.
—No muy a menudo. Tres o cuatro veces por año.
—¿Y no es posible que ésta sea una de esas veces? —pregunté con un toque de sarcasmo—.
¿Qué va a hacer ahora?
—Si me permite hablar por teléfono, voy a llamar a AAA.
—Charlene, son las nueve de la noche y estamos en medio del campo. ¿Qué cree que
podrán hacer ellos?
—Bueno, a veces vienen por la noche. Otra cosa que podría hacer es pedirle un poco de
nafta prestada a usted.
—No tengo provisión extra de nafta —repliqué.
—Podríamos sacar un poco de su auto por aspiración, ¿ no es verdad?
—Sí —admití—, sólo que no tengo nada para aspirar.
—Ah, yo tengo un tubo —respondió rápidamente Charlene—. Lo llevo en el baúl.
Siempre me gusta estar preparada.
Así que fui a buscar un balde y un embudo. Luego usé el tubo que ella me dio, aspirando
primero con la boca para iniciar la succión. Le di cinco liros. Su coche arrancó enseguida y se
fue. Yo tenía mucho frío cuando entré. Mi martini estaba tibio y diluido. Además no le sentía
gusto por la nafta. Durante el resto de la noche no pude sentir sabor a nada, excepto a nafta —el
mal gusto que Charlene, literalmente, me había dejado en la boca.
Dos días después Charlene vino a su próxima sesión. No dijo nada sobre el incidente al
final de la anterior. Finalmente le pregunté cómo se sentía con lo que había pasado.
—Creo que fue interesante —contestó—. Me gustó.
—¿Le gustó? —pregunté.
—Si. Estuvo buenísimo. Fue como una aventura, pensando cómo sacar la nafta con el tubo
para hacer arrancar el auto. Y lo compartimos. ¿Sabe que es la primera cosa que hacemos
juntos? Era divertido trabajar con usted ahí afuera, en la oscuridad.
—¿Y qué piensa que me pareció a mí?
—No sé. Supongo que se divirtió como yo.
—¿Por qué supone eso?
—No sé por qué. ¿No le gustó?
—Charlene, ¿no se le pasó por la cabeza que tal vez la otra noche yo tenía otra cosa que
hacer en lugar de ayudarla a hacer arrancar el auto, algo que yo habría deseado más poder hacer?
—No. Pensaba que a la gente le gustaba ayudar a los demás. A mí me gusta. ¿A usted no?
—Charlene —volví a preguntar—, ¿en algún momento del incidente se sintió incómoda o
molesta? ¿No se sintió mal por tener que recurrir a mi ayuda para salir de un lío que usted
misma habla provocado?
—Ah, no fue culpa mía.
—¿No?
—No —dijo terminantemente Charlene—. El auto tenía menos nafta de la que yo pensaba.
Eso no es culpa mía. Supongo que usted dirá que deberla haber calculado mejor, pero en general
lo hago bastante bien. Como le dije, sólo me quedo sin nafta tres o cuatro veces por año. Es bas-
tante buen promedio.
—Charlene, yo llevo tres veces más tiempo que usted manejando y nunca me quedé sin
nafta.
—Bueno, parece que no quedarse nunca sin nafta es algo muy importante para usted.
Quiero decir que usted es muy rígido al respecto. No es culpa mía si es tan rígido.
Abandoné. Por el momento estaba demasiado cansado de darme de cabeza contra las
paredes impenetrables de la inconsciencia de Charlene. Para ella mis sentimientos no existían.
El autismo es la forma última del narcisismo. Para el narcisista total, los demás no tienen
más existencia que un mueble. Los narcisistas sólo tienen las relaciones que Martin Buber llama
“yo-yo”. 45 Aunque Charlene realmente creía que me amaba, su “amor” estaba sólo en su cabeza.
No existía como realidad objetiva. Se veía a si misma como una “luz para los demás”, emanando
alegría y felicidad dondequiera que iba. Sin embargo, todo lo que yo y otros experimentábamos
de ella era el irritante caos y la confusión que siempre dejaba a su paso.
45
Véase Tú y yo, de Marin Buber
Charlene no chocaba con los muebles, pero no era sólo a mí y a otra gente a quienes no
tenía en cuenta. Por ejemplo, siempre se perdía en los recorridos más o menos importantes. Este
síntoma me intrigó durante largo tiempo, tal vez porque la explicación era tan obvia. Pero en
cuanto me di cuenta de su autismo todo resultó comprensible. Cuando comenté que el día
anterior había terminado en Newburgh, Nueva York, cuando en realidad quería ir a la ciudad de
Nueva York, le dije: —Parece que no dobló para salir de la Interstate 84 y entrar en Interstate 6-
84.
—Eso es —dijo alegremente Charlene—. Tendría que haber tornado por la 6-84.
—Pero usted ha entrado muchas veces en Nueva York por esa ruta, y está bien señalizada.
¿Cómo pudo haberse equivocado?
—Bueno, estaba tarareando una canción y tratando de recordar la letra.
—Entonces no estaba concentrándose.
—Eso precisamente le decía, ¿verdad? —respondió Charlene, molesta.
—Como usted siempre se pierde —insistí—, tal vez el problema sea siempre el mismo. Tal
vez simplemente no presta atención a las señales.
—Bueno, no puedo hacer dos cosas a la vez. No puedo tararear una canción y prestar
atención a las señales del camino al mismo tiempo.
—Claro —dije—, usted no puede tocar su propia canción, por así decirlo, y esperar que la
Dirección de Caminos baile al compás. Si no quiere perderse, tiene que prestar atención a las
señales. Si quiete perderse en sus fantasías, se perderá en relación con el mundo externo. Es la-
mentable, Charlene, pero así son las cosas.
Charlene saltó del diván.
—Esta sesión no sale como yo esperaba —dijo friamente—. No quiero estar aquí acostada
y que usted me regañe como a un chico. Nos vemos la semana que viene.
No era la primen vez que Charlene se iba por la mitad de una sesión. Sin embargo, le rogué
que lo considerara.
—Charlene, todavía tiene la mitad de su tiempo. Quédese y tratemos de elaborar esto. Es
un punto muy importante.
Pero enseguida se oyó el portazo irrevocable. Aquí comencé a comprender también otro de
los síntomas de Charlene: su incapacidad de conservar un trabajo más que algunos meses.
Durante los dos años y medio que llevaba su tratamiento conmigo había pasado por cuatro
empleos, con intervalos prolongados de desocupación. El día anterior al de comenzar un nuevo
trabajo le pregunté: —¿Está nerviosa?
Me miró. auténticamente sorprendida.
—No. ¿Por qué habría de estarlo?
—Si yo estuviera por empezar un trabajo nuevo, me sentiría nervioso —dije—.
Particularmente si me hubieran echado tantas veces antes. Tendría miedo de que no me fuera
bien. En realidad, siempre tengo un poco de miedo cuando entro en una situación nueva y no
conozco las reglas.
—Pero yo conozco las reglas —replicó Charlene.
La miré, atónito.
—¿Cómo puede conocer las reglas de un trabajo que ni siquiera empezó?
—Voy a trabajar como asistente en la escuela estatal de retardados. La mujer que me
contrató me dijo que los pacientes son como niños. Yo sé cuidar niños. Tengo una hermana
menor y enseñé en la escuela dominical, ¿verdad?
Explorando el tema un poco más, descubrí que Charlene nunca estaba nerviosa al comenzar
un nuevo trabajo porque siempre conocía las reglas de antemano. Porque ella misma las
inventaba. El hecho de que fueran sus reglas y no las de su empleador no le preocupaba para
nada. Ni tampoco que inevitablemente se produjera una confusión. Actuando según sus reglas
predeterminadas, con total desprecio por la forma como sus empleadores deseaban que se
hiciesen las cosas, nunca entendía por qué la gente del trabajo pronto se enojaba con ella, y casi
enseguida se hartaba de ella o llegaba a ponerse francamente furiosa. “La gente es tan descon-
siderada”, solía decir Charlene. Repitió muchas veces que también yo era desconsiderado.
Charlene le daba mucho valor a ser considerado.
También se vio con claridad por qué había dejado los estudios. Charlene casi nunca
presentaba los trabajos a tiempo, y cuando lo hacía, casi nunca eran sobre el tema estipulado. Un
psicólogo a quien envié a Charlene para una consulta dijo que “tenía un cociente intelectual
como para hundir un acorazado”. Sin embargo, no había podido seguir en una universidad poco
exigente. Repetidamente traté de hacerle entender, a veces con suavidad, a veces enérgicamente,
que su desinterés por los demás estaba en la base de sus fracasos, y qué destructivo era su
extremo narcisismo. Pero lo más que ella lograba aproximarse al problema era cuando decía: “El
mundo es demasiado inflexible”. Y agregaba: “Y desconsiderado”.
Hacia el final de la terapia, el problema fue dilucidado psicológica y teológicamente.
—Nada tiene sentido —se quejó Charlene un día.
—¿Cuál es el sentido de la vida? —le pregunté con aparente inocencia.
—¿Qué sé yo? —replicó ella con franca irritación.
—Usted es una persona devota de su religión —le dije—. Seguramente su religión debe
decir algo sobre el sentido de la vida.
—Quiere hacerme caer en una trampa —dijo Charlene.
—Es cierto —reconocí—. Quiero atraparla para que vea el problema con claridad. ¿Cuál
es, según su religión, el sentido de la vida?
—Yo no soy cristiana —proclamó Charlene—. Mi religión habla de amor, no de sentido.
—Bien, ¿qué dicen los cristianos sobre el sentido de la vida? Aunque no sea lo que usted
cree, al menos es un modelo.
—No me interesan los modelos.
—Usted se educó en la Iglesia cristiana. Enseñó doctrina cristiana durante más de dos años
—proseguí, acicateándola—. Seguro que no es tan tonta como para no saber cuál es el sentido
de la vida para los cristianos, el propósito de la existencia humana.
—Existimos para gloria de Dios —dijo Charlene con voz monótona y opaca, como si
repitiera de mala gana un catecismo extraño, aprendido de memoria y extraído de ella mientras le
apuntaban con un arma—. El propósito de nuestra vida es glorificar a Dios.
—¿Y? —pregunté.
Hubo un breve silencio. Por un momento pensé que Charlene iba a llorar… por única vez
en nuestro trabajo juntos.
—No puedo. Para mí no hay lugar en eso. Sería mi muerte —dijo con voz temblorosa.
Luego, en forma tan repentina que me asustó, lo que parecían sollozos contenidos se convirtieron
en un rugido. —Yo no quiero vivir para Dios. No lo haré. Quiero vivir para mí. ¡Para mí
misma!
Fue otra sesión en que Charlene se fue por la mitad. Sentí una profunda lástima por ella.
Quería llorar, pero mis propias lágrimas no llegaban.
—Ah, Dios mío, qué sola está —fue todo lo que pude murmurar.
46
Tal vez no es casual que Malachi Martin, en Hostage to the Deyil haya llamado a la primera, más larga y más
difícil etapa del exorcismo “el fingimiento”. Estuviera o no realmente poseída, el fingimiento de Charlene sólo era
penetrado por su propio inconsciente. Nunca lo reconoció conscientemente.
—Bueno, en primer lugar sabía que él deseaba destruir su máquina —expliqué—. No sé por
qué se enojaba tanto usted, si él hacia lo que usted sabía que tenía la intención de hacer cuando
entró allí. Y yo creo que usted quería engañarlo llevándolo a la cama. Si bien parece que usted
lo deseaba sexualmente, en el sueño no dice que lo quisiera. En realidad pensaba liberarse de él,
tal vez hasta matarlo, una vez que hubieran hecho el amor. Y lo describía como algo que usted
podía hacer.
—No, él me engañó —insistió Charlene—. Fingió que me amaba, y en realidad no era así.
—¿A quién cree usted que él representaba? —pregunté.
—Ah, podía ser usted. Se parecía un poco a usted, era alto y rubio —respondió Charlene—.
Pensé que podia ser usted en cuanto me desperté del todo.
—Entonces, ¿piensa que está enojada porque yo la engañé?
Charlene me miró como si yo fuera un idiota que dice cosas obvias. —Claro que estoy
enojada con usted. Usted lo sabe. Todo el tiempo le digo que usted no me quiere lo suficiente.
Casi nunca me comprende. Se esfuerza muy poco por entender lo que siento.
—Y no quiero que nuestra relación se convierta en una relación sexual.
—Sí no quiere hacer eso tampoco.
—Pero no estoy tratando de engañarla al respecto —comenté—. Le he dicho muy
claramente que no voy a relacionarme sexualmente con usted.
—Pero usted me engaña cuando dice que yo le importo —sostuvo Charlene—. Yo creo que
honestamente usted piensa que yo le importo. Pero eso es sólo para engañarse a usted mismo.
Siempre está tan satisfecho de sí mismo, de todos modos. Usted sería muy diferente si yo
realmente le importara.
—Si el hombre del sueño me representa a mí, ¿qué representa la máquina? —pregunté.
—¿La máquina?
—Sí, la máquina.
—Buena, en eso no había pensado —respondió Charlene, un poco confundida—. Supongo
que representa mi inteligencia.
—Realmente tiene usted una inteligencia formidable —comenté.
—Y yo pienso que usted y su terapia tratan de socavar mi inteligencia. —Evidentemente
Charlene se estaba amoscando con la interpretación. —Ya se lo he dicho. A veces hasta me hace
creer en cosas en las que no creo. Usted trata de robarme mi inteligencia y mi voluntad.
—Pero en el sueño su inteligencia parece estar completamente dedicada a la lucha —
comenté—. Está llena de esos sistemas ofensivos y defensivos. Sólo le sirve como arma.
—Bien, yo tengo que contar con mi propio ingenio para tratar con usted —respondió
alegremente Charlene—. Usted también es muy inteligente. Un formidable adversario.
—¿Por qué tengo que ser un adversario? —pregunté.
Charlene parecía atónita.
—Bueno, en el sueño es mi adversario, ¿verdad? —dijo finalmente—. Trata de destruir mi
máquina.
—Supongamos —sugerí—, que en vez de representar su inteligencia la máquina representa
su neurosis. Es cierto que yo trato de destruir su neurosis.
Charlene dio un grito. —¡NO!
Fue un No tan fuerte y poderoso que me encogí en mi sillón.
—¿No? —pregunté débilmente.
—NO. No es mi neurosis.
Otra vez quedé desplomado en el sillón. No sé con qué fuerza dijo esto Charlene, pero hasta
el día de hoy tengo la impresión de que gritó con toda la intensidad de que es capaz la voz
humana.
—¿Por qué dice que no es su neurosis? —pregunté finalmente, con miedo de su ira.
—Porque era hermosa —gimió Charlene. Y prosiguió, casi canturreando al revivir la
imagen de la máquina. —Mi máquina era un objeto bello. Era complicada. Era increíblemente
complicada. Podía hacer tantas cosas. Había sido construida con tanto cuidado e ingenio.
Poseía tantos niveles y operaciones. Era una obra maestra de la ingeniería. Él nunca debería
haber tratado de destruirla. Era la cosa más bella del mundo.
—Pero no funcionó —agregué con suavidad.
Charlene volvió a gritar.
—Sí. Sí funcionó. Habría funcionado. Pero me había faltado tiempo. Sólo necesitaba un
poco más de tiempo para probarla. Habría funcionado magníficamente. Sólo me faltaba ponerle
los toques finales.
—Creo que realmente la máquina representa su neurosis, Charlene —dije—. Su neurosis es
grande y complicada. Le ha llevado años y años construirla. Cumple muchas funciones para
usted, pero es pesada y constantemente le ocasiona tropiezos y no funciona cuando usted la
necesita. Y le impide acercarse a la gente, porque está construida para la guerra, para protegerla
de la gente, como usted probablemente necesitó protegerse de sus padres. Pero ahora usted no
necesita esa protección. Necesita abrirse a la gente, no estar en guerra con ella. No necesita la
máquina. Le molesta. No es más que un sistema de armas, diseñado sólo para la guerra, para
mantener la gente a distancia.
—No estaba diseñada sólo para la guerra —aulló Charlene como un animal herido—, hacía
otras cosas también. Tenía muchos usos pacíficos también.
—¿Por ejemplo? —pregunté.
Charlene parecía otra vez confundida. Por un momento pareció tratar de recordar algo, y
luego, con total seriedad y aparente autenticidad, proclamó: —Bien, por ejemplo, cerca de la
parte inferior había una parte que reparaba la cutícula dañada… por ejemplo en las uñas de los
pies. Era muy útil para eso.
Involuntariamente hice algo que tal vez no debería haber hecho: me reí.
Charlene saltó del diván.
—La máquina no es una neurosis —declaró con una furia fría, principesca—. No quiero que
vuelva a decir eso. Y esta sesión termina ahora.
—Un segundo después, antes de que yo pudiera siquiera protestar, ya se había marchado otra
vez.
Charlene vino a su siguiente sesión. Y siguió seis meses más en terapia. Pero nunca fuimos
más allá del intento de interpretar su sueño. Trabajamos sin éxito en esto o lo otro, y cuando yo
trataba de volver al sueño ella se negaba. Cuando dijo que yo no debía hablar nunca más sobre
eso, hablaba en serio.
FRACASO
En su sueño Charlene me había dado el papel de enemigo desconocido. En la realidad yo no
era un desconocido para ella. Durante tres años me había visto de dos a cuatro veces por
semana. Yo creo que hice lo mejor que pude por quererla y por ganarme realmente las
importantes sumas que me pagaba. Ella misma creía que me amaba. Pero su inconsciente —esa
reserva de verdad que todos tenemos— me rotulaba como enemigo y extraño.
En cierto modo yo la percibía así a ella. Cuando me apartaba de sus abrazos creo que, en
parte, se debía a temores por mi propia seguridad.
¿No era acaso porque, en cieno nivel, la percibía como una enemiga? Además, en Charlene
existía algo que, por más que yo lo intentara, nunca llegué a comprender, y con lo que nunca
pude empatizar. Supongo que ella me era tan extraña como yo a ella. Constantemente me
acusaba de ser desconsiderado y poco comprensivo, y yo a menudo me preguntaba si no tendría
razón: tal vez tendría que haberla derivado a otro terapeuta que resultara más empático. Pero yo
no conocía a nadie que me pareciera más adecuado. Y, en realidad, ella había fracasado con un
terapeuta anterior y fracasaría con los que vinieran después de mí.
Sea como fuere, había momentos en que Charlene parecía movida por deseos que estaban
más allá de mi comprensión, motivos tan oscuros que estaban más allá de mi experiencia
humana. Más que cualquier otra cosa, es este algo “inhumano”, fuera del alcance de la
comprensión psicodinámica común, lo que yo he clasificado —correctamente o no— como
malo. Pero no puedo estar completamente seguro de si era extraño para mí porque era malo, o
era malo porque era tan extraño.
No puedo pensar en ninguna forma mejor de resumir este algo extraño e incomprensible que
describir la respuesta de Charlene a los cambios atmosféricos. No tenía el menor entusiasmo por
la primavera o los días soleados de otoño o el más bello de los atardeceres. Solamente le
gustaban los días grises. Entonces entraba al consultorio silbando. A Charlene le gustaban los
días grises. No los suaves, neblinosos días de otoño cuando caen las hojas silenciosamente. No
los días de verano en la costa cuando la niebla flota alrededor en grandes masas móviles. Sólo
los días grises, comunes. La clase de días que uno suele encontrar en Nueva Inglaterra a
mediados de marzo, cuando el invierno ha dejado sus residuos en el suelo: ramas de los árboles
rotas y podridas, la tierra cubierta de barro, las manchas de nieve sucia. Los días de un
implacable gris. Los días tristes. ¿Por qué? ¿Por qué amaba Charlene estos días feos que todo el
mundo odia? ¿Le gustaban porque hacían sentir mal a todos los demás? ¿O le gustaban por su
propia fealdad y respondía a la vibración de algo que había en ellos, algo tan totalmente extraño
que no tenemos nombre para darle? No lo sé.
Con miedo, porque nunca lo había hecho con otro paciente, efrenté ese año a Charlene con lo
que me parecía ser lo malo en ella. La primera vez fue varios meses antes de su sueño de “la
máquina maravillosa”.
—Charlene —le dije—, usted anda por allí creando caos y confusión en el mundo y aquí en
su terapia. Usted solía decir que era accidental. Ahora hemos visto que a menudo es por su
intención de hacerlo. Pero sigo sin entender por qué es esa su intención.
—Porque es divertido.
—¿Divertido?
—Sí, es divertido confundirlo a usted. Ya se lo dije. Me da una sensación de poder.
—¿Pero no sería más divertido tener una sensación de poder por ser realmente competente?
—pregunté.
—Yo creo que no.
—¿Le preocupa divertirse de esta manera, a costa de otra gente?
—No. Tal vez me preocuparía si realmente le hiciera daño a alguien. Pero no lo hago,
¿verdad?
Charlene tenía razón. Nunca dañaba a nadie, por lo que yo supiera. Simplemente molestaba
muchísimo. Y se dañaba a sí misma. ¿ Por qué le divertía? Me pareció que tenía que insistir.
—Charlene, aunque su destructividad sea menor, a mí me parece que hay algo… bien, algo
malo en la forma que usted la disfruta.
—Ya me imaginaba que iba a decir eso —dijo tranquilamente Charlene.
—Charlene, no puedo creerle —repliqué—. Acabo de decir que usted es mala, y usted no se
altera en lo más mínimo.
—¿Y qué quiere que haga?
—Bien, podría empezar por sentirse mal ante la posibilidad de que usted sea mala.
—¿Conoce a algún buen exorcista por el barrio? —preguntó de pronto Charlene.
Yo no esperaba para nada esta pregunta
—No —reconocí mansamente.
—¿Para qué alterarse, entonces? —preguntó alegremente Charlene.
Me sentía mareado, como si me hubieran dado una trompada, como si hubiera perdido un
match de boxeo con un contrincante muy superior a mí. Retrocedí. Pero comencé —por primera
vez en mi vida— a estudiar el fenómeno de la posesión y el exorcismo. Todo parecía extraño.
Realmente no sabía qué pensar de mis lecturas sobre el tema. Pero me enteré de que, por lo
menos, algunos de los autores parecían no sólo sanos, sino responsables y preocupadas. Decidí
hacer otro intento cuatro meses después.
—Charlene, ¿se acuerda, hace cuatro meses, cuando usted me preguntó si yo conocía un
buen exorcista? —pregunté.
—Claro, me acuerdo de todo lo que decimos.
—Bien, todavía no conozco ninguno. Pero he estado leyendo bastante sobre el tema. Creo
que podría ayudarla a encontrar uno, si lo desea.
—Gracias, pero en este momento me interesa la bioenergética.
—Caramba, Charlene —casi exploté—, estamos tratando el tema del mal, no una pequeña
tensión o ansiedad. El problema no es un lunarcito. El problema es algo muy feo.
—Y yo le dije —dijo Charlene jocosamente— que me interesa la bioenergética. No me
interesa el exorcismo. Punto. Por otra parte, me pregunto cómo puede usted trabajar conmigo si
piensa que soy mala. ¿Cómo puede afirmarme? ¿Cómo puede darme la comprensión que ne-
cesito? Es lo que siempre digo: usted no me quiere.
Retrocedí otra vez. Y volví una y otra vez para encontrarme con su terquedad, su
egocentrismo, su autodestructividad y sus fracasos. Y una y otra vez le pedí que regresara, que
me dejara quererla como a un niño, cuidarla en la única forma que podía, en los únicos términos
que parecían sanos. Era lo único que yo sabía hacer. Pero, como ya lo sospechaba, nada cambió.
No sabía qué otra cosa hacer, excepto esperar, cada vez con menos esperanza, un milagro.
Por más enferma que fuera en términos psiquiátricos, Charlene no podía llamarse
“inestable”. Al contrario, tenía una estabilidad aterradora . Impermeable a su autismo.
Inmutable. Entre todas sus cosas que no cambiaron estaba su negativa a someterse a las “reglas”
de la terapia y a las exigencias de honestidad. Aunque de vez en cuando decidía revelar esto o lo
otro, seguía todo el tiempo guardándose la información más crucial, que habría hecho posible
una auténtica terapia. Controlaba casi todas las sesiones hasta el final.
Por lo tanto, mi asombro fue infinito cuando una tarde vino para su sesión número
cuatrocientos veintiuno, se acostó en el diván y durante los siguientes cincuenta minutos
procedió a contarme con claridad y honestidad exactamente lo que estaba pensando y sintiendo.
Mejor que ningún otro paciente. Durante esos cincuenta minutos fue la paciente perfecta.
Excepto que, y eso yo no lo sabía, se estaba guardando lo más crucial. Cuando quedaban cinco
minutos de la sesión, expresé mi asombro y mi apreciación de lo bien que había estado ella.
—Pensé que se pondría contento —dijo.
—¿Pero qué sucedió —le pregunté—, para que de pronto se haya comportado en forma tan
distinta y haya podido decirme las cosas libremente, en vez de convertir a la sesión en una lucha
y un forcejeo?
—Quería demostrarle que puedo hacerlo—respondió—, que puedo hacer asociación libre y
seguir las reglas tal como usted desea que haga.
—Bien, por cierto lo ha logrado —contesté—. Fue hermoso. Espero que continúe.
—No, no continuaré.
—¿Cómo? —pregunté estúpidamente.
—No volveré a hacerlo. Esta es nuestra última sesión. He decidido no volver. Usted no es
el terapeuta adecuado para mí.
Ahora quedaban treinta segundos de la sesión. Intenté protestar. No, ella no volvería a
discutir el asunto. Mi paciente siguiente esperaba. Lo hice esperar quince minutos. Pero ella no
se movió de su posición. Había decidido que necesitaba un terapeuta menos “rígido” y eso era
todo. Finalmente tuve que dejarla ir. Le escribí varias cartas, pero nunca volví a verla. Un
notable tour de force.
EL MAL Y EL PODER
Y también notablemente mezquino.
El deseo de Charlene de conquistarme, de jugar conmigo, de controlar totalmente nuestra
relación, no tenía limites. Parecía ser un deseo de poder solamente por el poder mismo.
Charlene no quería poder para mejorar la sociedad, para cuidar a una familia, para convenirse
ella misma en una persona más eficaz, ni para nada que fuese creativo. Su sed de poder no se
subordinaba a nada más elevado que él mismo.
Por lo tanto, carecía totalmente de atractivo. Había un toque artístico en su manera de
operar: por ejemplo, su talento para el timing cuando bajó el telón en nuestra relación. Pero su
capacidad artística no era de alto vuelo. No se sometía ni siquiera a las exigencias de la trama, le
faltaba coherencia. La actuación, en última instancia, no tenía sentido.
Por esta cualidad tonta y mezquina de su vida Charlene puede no parecer un personaje
importante. La única consecuencia de su rol en el drama de la vida era la cadena de molestias
siempre menores que causaba a un empleador tras otro. Pero supongamos que ella hubiera sido
el empleador en lugar de la empleada. Imaginemos que hubiese heredado, no ya un pequeño
capital, sino toda una empresa que pudiera manejar con su tortuosa destructividad. O, y esto es
más posible, supongamos que Charlene hubiera tenido un hijo. Entonces la comedia un poco
ridícula y chapucera de su vida se habría convertido en una fea tragedia.
En cierto momento definí al mal como “El ejercicio del poder político —es decir, la
imposición de la voluntad de uno sobre otros por coerción manifiesta o encubierta— para
evitar… el crecimiento espiritual”. Lo que convertía la vida de Charlene en una comedia
bufonesca, más bien que en una espantosa tragedia, era que ella virtualmente no poseía ningún
poder político que ejercer. Si le hubieran dado un marido, se habría convertido en una Sarah. Si
le hubieran dado un hijo, se habría convertido en la señora R. Si le hubieran dado una nación, se
habría convenido en Adolfo Hitler o en Idi Amin.
Como tienen una terquedad tan extraordinaria —y siempre acompañada por un ansia
desmedida de poder— sospecho que los malos tienen más tendencia que otros a agrandarse
políticamente. Pero, al mismo tiempo, como no se someten, su extrema obstinación suele
conducirlos a desastres políticos. Para mí es concebible que, muy en el fondo, haya habido algún
instinto oculto de bondad en Charlene que la haya conducido a evitar una pareja duradera o la
búsqueda de autoridad sobre otros. Por cierto que he conocido mucha gente que se esterilizó
social o médicamente porque sabían que serían padres incompetentes. De manera que no sé si
Charlene era una persona políticamente impotente porque era menos mala o porque era más
mala. Toda la evidencia señalaba su profunda terquedad como única causa de su fracaso en ser
efectivamente mala. Pero me gustaría darle el beneficio de la duda.
Sea como fuere, Charlene era un fracaso. Cualquiera fuese la razón por la que no era una
malvada de importancia, era totalmente incapaz de ser creativa. Fuese o no una bendición
disfrazada, de todos modos su impotencia era una impotencia. Y la impotencia no es cosa de
risa. He usado la metáfora de la comedia para describir su ineficacia. Ahora que ya ha perdido
su utilidad, quiero retractarme de esa metáfora. No creo que Charlene fuese graciosa en su
impotencia. No creo que sea gracioso que un ser humano sea menos ser humano de lo que puede
ser. A pesar de que era intelectualmente brillante, Charlene era infinitamente menos ser humano
de lo que podía ser. Aunque aparentemente era muy feliz mientras avanzaba por la vida
causando una serie de inconvenientes menores y parecía bastante resignada a su impotencia, creo
que era una de las personas más tristes que he conocido.
Y me entristece no haber podido ayudarla. Aunque su pedido de “ayuda” no haya sido
sincero, de todas maneras acudió a mí. Necesitaba —y por lo tanto merecía— más de lo que yo
pude darle en esos momentos. Su impotencia y su fracaso fueron también los míos.
47
“Deliverance” de “deliver” = liberar a otro de algo o de alguien, en este caso del demonio (N. del T).
Con Charlene dejé la infancia. Ella fue, sin duda, uno de los principales comienzos de este
libro.
Lo que aprendí con Charlene y en los años que han pasado desde entonces es insignificante
comparado con lo que hay que saber sobre la maldad humana. Pero es suficiente saber que, si
tuviera que hacerlo otra vez, trabajaría con Charlene en forma muy diferente. Y es posible que
nuestro trabajo tuviera éxito.
En primer lugar haría el diagnóstico del mal en Charlene con mucha más rapidez y
confianza. No me dejaría desorientar por sus rasgos obsesivo-compulsivos que podrían hacer
pensar que se trata de una neurosis común, ni por su autismo que me hizo pasar meses pensando
si no estaría ante una extraña variante de la esquizofrenia. No pasaría nueve meses en medio de
una confusión, ni más de un año haciendo inútiles interpretaciones edípicas. Cuando finalmente
llegué a la conclusión de que el problema más básico y real de Charlene era el mal, lo hice muy
tentativamente, y cuando la enfrenté a ella con el problema, lo hice sin ningún sentido de
autoridad. No creo que el diagnóstico del mal es algo que se pueda hacer en forma ligera. Sin
embargo, todo lo que he aprendido desde entonces ha confirmado mis conclusiones entonces
tentativas. Si tuviera que hacerlo otra vez, estoy seguro de que detectaría el problema de
Charlene en tres meses en lugar de tres años, y con una firmeza que podría ser curativa.
Comenzaría con mi confusión. Ahora sé que una de las características del mal es su deseo
de confundir. Yo me daba cuenta de mi confusión un mes después de empezar a trabajar con
Charlene, pero la atribuía a mi estupidez. Durante el primer año nunca admití la idea de que tal
vez yo estaba confundido porque ella quería confundirme. Hoy daría de eso una hipótesis
posible y comenzarla a probarla rápidamente. Si hubiera hecho ese tipo de prueba con Charlene,
es más que probable que el diagnóstico habría surgido a corro plazo.
¿Una tranquila competencia en el manejo de su caso no podría haber apartado a Charlene del
tratamiento? Sí, es muy posible.
En primer lugar debemos preguntarnos por qué vino Charlene a tratarse. La razón expresada
por ella de que necesitaba ayuda nunca se manifestó. Lo evidente era un deseo de coquetear
conmigo y seducirme. Entonces debemos preguntarnos por qué siguió tanto tiempo el tratamien-
to. También aquí la respuesta parecería ser que, en mi ingenuidad y deseo de tomarla al pie de la
letra, le ofrecí el placer continuado de jugar conmigo y la esperanza continuada de que podía
lograr seducirme, poseerme o conquistarme. Por último, debemos preguntarnos por qué
Charlene dejó el tratamiento cuando lo dejó. La conjetura más obvía sería que cuando más la
captaba yo, más remota se hacía la posibilidad de seducción, y su capacidad de coquetear
conmigo más y más limitada.
Si desde el comienzo del tratamiento hubiera estado claro que yo no sólo reconocía su
maldad, sino que tenía el poder para combatirla. En realidad es muy posible que Charlene
hubiera hecho una rápida retirada de un encuentro que ella obviamente no podía “ganar”. Pero si
hubiera sucedido eso, ¿no habría sido preferible a lo que realmente ocurrió? Por cierto que
Charlene se hubiera ahorrado miles de dólares. No veo qué ventaja hay entre un tratamiento que
fracasa a los cuatro años y otro que fracasa a los cuatro meses. Sin embargo, creo que hay
buenas posibilidades de que Charlene hubiera seguido un tratamiento. Lo creo por tres rarones.
Una razón es que sospecho que Charlene no era irremediablemente mala. Debemos recordar
que no es nada característico de los malos someterse a la luz quemante de la psicoterapia. Es
posible que Charlene haya corrido el riesgo por su deseo de “vencerme”. Es posible que haya
corrido el riesgo porque una parte de ella —una parte pequeña, con seguridad— realmente
deseaba ayuda; es posible que la maldad de ella no fuera como la de los “pura raza”. Además,
las das posibilidades no son mutuamente excluyentes. A menudo las personas tienen dos caras
diferentes, y por lo menos algunos de los que son malos lo son en forma ambivalente. Mi
principal hipótesis es que Charlene inició el tratamiento, en parte por un deseo de conquistarme,
y en parte para curarse.
Sin embargo, la parte de ella que deseaba conquistarme parecía la más grande. ¿Cómo,
entonces, puedo suponer que si yo hubiera respondido con más conocimiento, ella se habría
permitido a sí misma ser conquistada, que habría podido perder la batalla para ganar su alma?
Una razón es la cuestión de la autoridad. He aprendido en estos últimos años que el mal —ya
sea demoníaco o humano— es notablemente obediente a la autoridad. Por qué es así, no lo sé.
Pero sé que es así.
Debo subrayar que la autoridad sobre el poder del mal no viene fácilmente. Se gana con
enorme esfuerzo unido a los conocimientos. Ese esfuerzo sólo puede nacer del amor. Creo que
cuando trabajé con Charlene tenía el amor, pero era inútil sin el conocimiento. Ahora que tengo
el conocimiento volvería a tomarla —con mucho gusto, si tuviera la ocasión—, pero me
estremecería al pensar en la energía que se requeriría de mí. El amor auténtico, en última
instancia, siempre se ofrece en sacrificio. No hay palabras suficientemente fuertes para describir
esta cuestión. Yo nunca tuve confianza para emprender la verdadera batalla con la maldad de
Charlene. Sé que aquel que desea entablar una verdadera lucha con el mal debe saber que
quedará agotado más allá de lo que pueda imaginar… tal vez más allá de la recuperación. De
manera que hoy asumiría una rápida (aunque no fácil) autoridad sobre la maldad de Charlene. Y
con mis nuevos conocimientos haría algo que no hice antes: me dirigiría a su miedo.
Antes señalé que a los malos hay que tenerles lástima —no odio— porque viven sus vidas
en el más absoluto terror. En la superficie Charlene no parecía tener miedo. No tenía miedo de
las cosas que suelen ponernos ansiosos a los humanos: quedarse sin nafta, no ver la salida en la
autopista, comenzar un nuevo trabajo. Pero ahora sé que su tranquilidad, superficial y casi tonta,
ocultaba profundidades de terror que pocos conocen. Su insistencia en controlar todos los
aspectos de nuestra relación tenía sus raíces en el pánico; el terror de perder ese control. ¡Dios
sabe lo que podría sucederle si se permitía quedar al cuidado de un “extraño”! Su exigencia de
que la afirmara venía de su miedo de que nada pudiera afirmarla; la demanda de que la amara,
del terror de que yo no pudiera amarla libremente.
De manera que me dedicaría a su miedo. Se lo revelaría. La comprendería. “Por Dios,
Charlene”, le diría, “yo no sé cómo puede usted vivir con ese terror. Realmente no quisiera estar
en su lugar, no le envidio ese miedo constante”. En esa época no pude dar a Charlene la
comprensión que a menudo pedía. Hoy podría. Por supuesto, ella podría rechazar totalmente los
términos en que se la daría. Por otra parte, la compasión que yo le ofrecería sería muy auténtica,
y a través de ella podría llegar a darse cuenta de qué desesperada era su necesidad de curarse.
Finalmente, le ofrecería esa curación. Mientras trabajaba con ella me sentía casi abrumado
por la enfermedad de Charlene. No estaba seguro de que tuviese el poder de curarla. Ahora, en
realidad, sé que yo solo no tenía, y todavía no tengo, ese poder y que el método psicoanalítico
que usaba no era del todo el enfoque adecuado para ella. Entonces no conocía ningún otro
camino para seguir. Hoy es diferente. Conozco otro enfoque, mucho más apropiado y
posiblemente más efectivo en ese caso. Hoy, si viera evidencias de que una parte sana de ella
quiere la curación del todo, ofrecería a Charlene con convicción y autoridad el medio posible
para su salvación: la liberación y el exorcismo.
5. SOBRE LA POSESIÓN Y EL EXORCISMO
50
Un ateo declarado que presenció los mismos exorcismos no tuvo la misma experiencia, aunque hay mucho en
ellos que no puede explicar. Para mi, sin embargo, el poder de Dios en estas ocasiones fue palpable.
Un tema a considerar en relación con el uso del poder en el exorcismo es la del lavado de
cerebro. He meditado sobre este asunto y he llegado a la conclusión de que el exorcismo es sin
duda una forma de lavado cerebral. Un individuo cuyo exorcismo presencié estaba muy
ambivalente después del proceso. Se sentía a la vez aliviado, profundamente agradecido y
violado. En los años siguientes, la sensación de alivio y el agradecimiento crecieron, y la
sensación de violación desapareció, como desaparece el trauma de la cirugía.
Lo que evita que el exorcismo sea una verdadera violación es que, como con la cirugía, el
individuo consiente el procedimiento. Una salvaguarda contra el exceso del uso del poder en el
exorcismo es tener en cuenta la extrema importancia de este tema del consentimiento. Creo que
algunos exorcistas le dan poca importancia. Y creo que una contribución que pueden hacer los
profesionales de la medicina y la cirugía tradicionales al exorcismo es insistir en el
“consentimiento informado”. Así hacemos antes de la cirugía cuando leemos formal y
legalmente sus derechos a los pacientes, o más bien una lista de derechos que ellos consienten
ceder. Durante el procedimiento del exorcismo los pacientes renuncian a una buena parte de sus
libertades. Creo firmemente que esta renuncia debería hacerse en condiciones legales. Antes del
procedimiento los pacientes deberían firmar autorizaciones elaboradas, nada simples. Deberían
saber exactamente a qué se están prestando. Y si el paciente fuera incapaz de percibirlo, habría
que designar a un responsable que tomara una decisión razonada por él o por ella. 51
Habría que emplear también otras salvaguardas. Es necesario llevar un cuidadoso registro
de los procedimientos que pueden hacerse públicos si el paciente o el responsable lo desean. Lo
menos que se puede pedir es que se conserve en cinta magnetofónica. 52 Es bueno que un familiar
esté presente, si se encuentra alguno que esté adecuadamente separado del problema.
Pero la mayor salvaguarda es el amor. Sólo con amor pueden los exorcistas discernir entre
las intervenciones que son “justas” y necesarias y las que son manipuladoras y verdaderamente
violadoras. Sólo con amor pueden los médicos estar seguros de que atienden a los mejores
intereses del paciente en todo momento, y que resisten a la omnipresente tendencia humana de
volverse inescrupulosos y enamorados del poder. En realidad, en todos los casos graves se
requiere algo más que conocimientos y habilidad; sólo el amor puede curar.
El exorcismo no es un procedimiento mágico, a menos que uno considere que el amor es
magia. Como en psicoterapia, hace uso del análisis, de un cuidadoso discernimiento, de la
interpretación, del estímulo y del enfrentamiento afectuoso. Difiere de la psicoterapia tradicional
sólo como la cirugía a corazón abierto difiere de una amigdalotomía. El exorcismo es
psicoterapia por asalto masivo.
Como cualquier asalto masivo es potencialmente muy peligroso y sólo debe usarse en casos
tan graves que las variedades menores de psicoterapia estén destinadas a fracasar en ellos.
Además habrá que considerarlo un procedimiento experimental hasta que haya sido
científicamente investigado. En el exorcismo se trabaja con muy altos voltajes.
51
Esta última posición puede ser demasiado idealista o poco práctica. En casos específicos, desesperados,
probablemente yo renunciaría a ella. Los abogados tradicionales aducirán que ningún paciente que necesite un
exorcismo es mentalmente competente como para dar esa autorización. Y las Cortes probablemente no autorizarían
el procedimiento del exorcismo, excepto sobre la base del testimonio de psiquiatras tradicionales que, en primer lu-
gar, no creen en eso.
52
Este recaudo no sólo tiene utilidad moral-legal; es una ayuda potencialmente invalorable en el proceso de
curación. El equipo de exorcismo puede necesitar el registro para controlar lo que recuerdan de los acontecimientos
en el fragor de la batalla con la validez desprovista de emociones de la cinta grabada. La revisión de las cintas
puede también ser muy útil para el paciente, que a menudo tiene dificultad en creer que “todo eso realmente
sucedió”, y puede ser una herramienta muy efectiva en la psicoterapia más común que invariablemente debería
seguir el exorcismo. Finalmente, con el permiso del paciente, esas cintas serán valiosísimas tanto pata la
investigación como para la enseñanza.
Todo el propósito del exorcismo es descubrir y aislar al demonio dentro del paciente para
poder expulsado. Lo demoníaco puede tener una enorme energía propia. Tal vez hay casos en
que esta energía es demasiado poderosa para que el paciente o el equipo puedan enfrentarla. O el
paciente puede no desear verdaderamente que lo liberen de ella. Entonces el resultado del
exorcismo dejaría al paciente aun peor que antes. No es imposible que el resultado sea fatal. En
tales casos sería mejor que la energía demoníaca de “alto voltaje” nunca se hubiera siquiera
palpado o develado. Antes de los dos exorcismos que presencié, los pacientes firmaron su
consentimiento reconociendo que sabían que el exorcismo podia fallar y que ellos podrían basta
morir como resultado del procedimiento. (Esto dará al lector alguna idea de su coraje y su
desesperación).
Luego está el peligro para el exorcista y para los otros miembros del equipo. Por lo menos
me dice mi limitada experiencia, creo que Martin puede haber exagerado los peligros fisicos.
Pero los peligros psicológicos son reales y enormes. Los dos exorcismos que vi tuvieron éxito.
Me estremece pensar cuáles habrían sido los efectos en el exorcista y en los miembros del equipo
—y en mí— si hubiesen fallado. Aunque los miembros del equipo habían sido elegidos por su
fuerza psicológica así como por su amor, los procedimientos fueron fatigosos para todos. Y
aunque el resultado fue exitoso, la mayoría tuvieron reacciones emocionales que atender durante
las semanas siguientes.
Podría agregar que el exorcismo no es lo que uno describirla habitualmente como un
procedimiento que rinde lo que cuesta. El primero (y más fácil) requirió un equipo de siete
profesionales altamente preparado que trabajaron (sin cobrar) cuatro días, de doce a dieciséis
horas por día. El segundo requirió un equipo similar, de nueve personas: hombres y mujeres, que
trabajaron de doce a veinte horas por día durante tres días. No es que siempre se trate de una
empresa tan masiva. Recuerdo alas lectores que ambos casos eran aparentemente infrecuentes,
por ser posesiones de Satanás.
A pesar de lo difíciles y lo peligrosos que eran, los exorcismos que presencié tuvieron éxito.
No sé cómo habrían podido curarse los pacientes si no hubiera sido así. Hoy viven y están bien
los dos. Tengo todas las razones para pensar que si no se les hubiera hecho el exorcismo, hoy los
dos estarían muertos.
INVESTIGACIÓN Y ENSEÑANZA
Si bien me he esforzado al máximo por ser objetivo, no puedo negar que la descripción
precedente de los dos casos de posesión y exorcismo es subjetiva y proviene de mi experiencia
personal. Estoy seguro de que cada miembro del equipo escribiría una historia diferente. Creo
que los fenómenos de la posesión y el exorcismo merecen ser estudiados científicamente. Es
algo más que un asunto de simple curiosidad científica. Aunque la auténtica posesión es un
fenómeno infrecuente, el tema representa una mina de oro nunca explorada que puede
desenterrar la ciencia. La hemofilia es una enfermedad infrecuente, pero su estudio contribuyó
mucho a iluminar toda la fisiología de la coagulación de la sangre. De la misma manera, el
estudio de la posesión y el exorcismo iluminarán no sólo la fisiología del mal sino nuestra
comprensión misma del significado humano.
Hay una resistencia a este estudio científico, que es parte de la resistencia más general de la
ciencia hacia lo espiritual y lo “sobrenatural”. Es interesante que, si bien la posesión y el
exorcismo nunca han sido científicamente estudiados, por lo que sé en América y en Europa los
antropólogos occidentales han escrito extensamente sobre ritos curativos similares al exorcismo
en lejanas culturas extranjeras o “primitivas”. Es como si de alguna manera estuviera “bien”
estudiar estas cosas allá lejos, a considerable distancia de nosotros, siempre que no observemos
lo que pasa cerca de casa entre nosotros mismos.
No estoy hablando en contra de esa investigación antropológica. Al contrario, creo que
necesitamos más de ella. Los dos casos que presencié eran de posesión por un espíritu que ha
sido bien descrito en la literatura cristiana con el nombre de Satanás. ¿El mismo espíritu sería
identificable —con otro nombre— en los exorcismos de los hindúes o los hotentotes? ¿Satanás
no es más que un demonio que ataca a los judeocristianos, o es un enemigo transcultural
universal? Esta pregunta es importante.
La resistencia al estudio científico de tales asuntos cerca de casa viene de muchas personas
con mentalidad religiosa o científica. Una vez propuse la creación de un “Instituto para el
estudio de la liberación” a una organización de profesionales con orientación científica y
religiosa que estaban un poco en conflicto entre sí. Por primera vez en años pudieron unirse para
oponerse a mi propuesta de estudio científico de la curación religiosa, desde la plegaria hasta el
exorcismo pasando por la liberación. “Hay demasiadas variables, sus definiciones operativas son
vagas; el asunto es inherentemente imposible de investigar”, dijeron los científicos. “Todo el
mundo sabe que la plegaria da resultado, y no hay que meterse con la fe”, dijeron los religiosos.
En realidad, existen problemas más reales o más preocupantes respecto a la creación de
semejante instituto. Porque yo tengo grandes dudas de que el proceso del exorcismo deba ser
institucionalizado. He dicho que en los dos casos descriptos los miembros del equipo se
reunieron con gran riesgo personal y sacrificio, y sospecho profundamente que ésta es una de las
razones por las que los exorcismos tuvieron éxito. No estoy nada seguro de que se pueda realizar
con éxito un exorcismo con empleados a sueldo que hagan turnos rotativos de nueve a cinco por
sus “servicios humanos”.
Más allá de eso, es cuestionable cómo, exactamente, puede hacerse la “investigación”
científica de los exorcismos. Si yo dirigiera un exorcismo, no excluiría del equipo a ningún
hindú, budista, musulmán, judío, ateo o agnóstico maduro que fuera una presencia
auténticamente llena de amor. Pero excluiría sin vacilar a un cristiano sólo nominal o a cualquier
otro que no fuera una presencia así. Porque la presencia de una sola persona sin amor en la
habitación no solamente puede causar el fracaso del exorcismo, sino someter a los miembros del
equipo y al paciente al riesgo de un grave daño. Si el brindar amor es incompatible con la
objetividad científica, creo que no puede haber observación científica in situ de un exorcismo.
En un exorcismo los únicos observadores son los participantes.
Sin embargo, sería bueno tener por lo menos algún apoyo institucional para estos esfuerzos
curativos. Los dos pacientes cuyos casos relaté estaban gravemente enfermos desde el punto de
vista psiquiátrico antes de sus exorcismos. Habría sido mucho más fácil si hubiera existido un
hospital psiquiátrico que atendiera casos de reconocida posesión. Y habría sido mucho más fácil
para todos los implicados, si la Iglesia institucional hubiera estado abierta para ofrecer su apoyo,
su bendición y sus servicios. Si bien en ambos casos las autoridades de la Iglesia proporcionaron
cierta ayuda, la respuesta más general de la Iglesia fue evitar involucrarse. El miedo de la Iglesia
a las repercusiones en ambos casos es natural y realista, pero no necesariamente humanitario.
Por lo menos se necesitan un banco de datos y un centro de estudios. A este centro podrían
enviarse informes sobre casos y videotapes de los exorcismos. Con buenos recaudos para
conservar su carácter confidencial, científicos conductistas autorizados podrían venir al centro a
examinar los datos. Aunque se perdería gran parte del verdadero sabor y energía espiritual de
esos datos, de todos modos serían base suficiente para muchos valiosos estudios científicos.
El centro también podría servir para la enseñanza. Podría desarrollar pautas de diagnóstico y
tratamiento que disminuirían el número de exorcismos y liberaciones irresponsables que puedan
darse. También podría realizar seminarios de aprendizaje para gente adecuadamente selecciona-
da. Aunque la auténtica posesión pueda ser infrecuente, sabemos que hay más casos que pueden
ser tratados por exorcistas competentes que existen en la actualidad.
EL PADRE DE LA MENTIRA
Hacia el final de uno de los exorcismos, en respuesta a un comentario de que el espíritu
debía realmente odiar a Jesús, el paciente, con una expresión totalmente satánica en el rostro,
dijo con voz sedosa, zalamera: “No odiamos a Jesús; sólo lo ponemos a prueba”. En medio del
otro exorcismo, cuando se le preguntó si la posesión era por espíritus múltiples, el paciente, con
ojos velados de reptil, respondió en voz baja, casi en un silbido: “Todos me pertenecen”.
Como dice el título de un artículo recientemente publicado: “¿Quién diablos es Satanás?” 57
No lo sé. La experiencia de dos exorcismos no alcanza para develar todo el misterio del
reino espiritual. Tampoco alcanzaría un centenar. Pero creo que ahora sé unas cuantas cosas
sobre Satanás y también que tengo la base para hacer varias especulaciones.
Si bien mi experiencia es insuficiente para probar el mito judeocristiano sobre Satanás y la
doctrina correspondiente, no he aprendido nada que no los sostenga. De acuerdo a este mito y
esta doctrina, en un principio Satanás era el segundo de Dios, jefe de todos Sus ángeles; era el
hermoso y amado Lucifer. El servicio que cumplió para Dios fue aumentar el crecimiento
espiritual de los seres humanos a través de las pruebas y la tentación, del mismo modo que les
tomamos pruebas a nuestros chicos en la escuela para estimular su crecimiento. Por lo tanto,
Satanás era principalmente un maestro de la humanidad, y por eso se llamaba Lucifer, “el
portador de la luz”. 58 Pero a medida que pasaba el tiempo Satanás se aficionó tanto a su función
57
U.S. Catholic, Feb. 1983, págs. 7-11.
58
El significado original de las palabras “satanás” y “demonio” no era peyorativo como hoy. “Demonio” y
“diabólico” venían del griego diabalein que simplemente quería decir “oponerse”. La palabra “satanás”
de adversario que comenzó a emplearla más para su propio deleite que para servir a Dios. Esto
lo vemos en el Libro de Job. Al mismo tiempo, Dios decidió que se necesitaba algo más que
unas simples pruebas para elevar a la humanidad; lo que se requería era un ejemplo de Su amor y
un ejemplo para imitar en la vida. Entonces envió a Su único Hijo a vivir y morir como uno de
nosotros. Satanás fue reemplazado por Cristo tanto en la función como en el corazón de Dios.
Satanás estaba tan enamorado de sí mismo que percibió esto como un intolerable insulto
personal. Hinchado de orgullo, se negó a someterse a los designios de Dios sobre la precedencia
de Cristo. Se rebeló contra Dios. Satanás mismo creó la situación en la que el cielo se convirtió
literalmente en un lugar donde no habla sitio para los dos. De manera que, por su propia acción,
Satanás fue inevitablemente arrojado al infierno, donde él, que otrora fue el portador de la luz,
reside ahora en las sombras como el Padre de la Mentira, alimentando continuos sueños de
venganza contra Dios. Y a través de los ángeles bajo su mando, que se unieron a él en su
rebelión y caída, ahora está siempre en guerra contra los designios de Dios. Él, que una vez
existió para elevar espiritualmente a la humanidad, ahora existe para destruirnos espiritualmente.
En la batalla por ganar nuestras almas trata de oponerse a Cristo en cada instancia. Satán percibe
a Cristo como su enemigo personal. Así como Cristo vive en espíritu, Satán es el Anticristo
viviente.
El espíritu que percibí en cada exorcismo estaba clara y totalmente dedicado a oponerse a la
vida y al crecimiento. Dijo a los dos pacientes que se mataran. Cuando se lo pregunté en un
exorcismo por qué era el Anticristo, respondió: “Porque Cristo enseñó a la gente a amarse los
unos a los otros”. Cuando se le preguntó por qué el amor humano le disgustaba tanto, respondió:
“Quiero que la gente trabaje para que haya guerra”. Cuando se le siguió interrogando,
simplemente dijo al exorcista: “Quiero matarte”’. No había en é1 nada de creativo ni de
constructivo; era puramente destructivo.
Tal vez el mayor problema de la teodicea sea la pregunta de por qué Dios, que primero creó
a Satanás, simplemente no lo hizo desaparecer después de su rebelión. La pregunta presupone
que Dios puede hacer desaparecer cualquier cosa. Supone que Dios puede castigar y matar. Tal
vez la respuesta sea que Dios dio una voluntad libre a Satanás y que Dios no puede destruir; sólo
puede crear.
El hecho es que Dios no castiga. Al crearnos a Su imagen y voluntad, Dios nos dio una
voluntad libre. Haber hecho otra cosa habría significado hacernos títeres o maniquíes huecos.
Pero para darnos una voluntad libre Dios tuvo que renunciar a usar la fuerza contra nosotros. No
tenemos voluntad libre cuando nos apuntan con una pistola a la espalda. No es necesariamente
que Dios no tenga poder para destruirnos, para castigarnos, sino que en Su amor por nosotros ha
elegido con dolor la terrible opción de no usarlo nunca. A pesar de Su agonía debe quedarse a un
lado y dejarnos en libertad. Sólo interviene para ayudar, nunca para dañar. El Dios cristiano es
un Dios de restricción. Habiendo renunciado al uso del poder contra nosotros, si rechazamos Su
ayuda, Él no tiene otro recurso que mirar, con pesar, cómo nos castigamos a nosotros mismos.
Este punto no está claro en el Antiguo Testamento. Allí se describe a Dios como punitivo.
Pero comienza a aclararse con Cristo. En Cristo, Dios mismo sufrió la muerte, impotente, en
manos de la maldad humana. No levantó un dedo contra Sus perseguidores. De allí en adelante,
en el Nuevo Testamento oímos ecos del Dios punitivo del Antiguo Testamento, de una u otra
manera, diciendo que “los malvados recibirán lo que merecen”. Pero éstos son sólo ecos; ya
nunca más aparece en el cuadro un Dios punitivo. Aunque muchos cristianos nominales todavía
ven a Dios como un policía gigante en el cielo, la realidad de la doctrina cristiana es que Dios se
ha apartado para siempre del poder policial.
comúnmente quería decir “adversario”. En el Libio de los Números, Dios mismo declaró que actuaba contra
Balaam como satanás. Viendo la necesidad de probar y tentar a la humanidad con algo en oposición a Su propia
voluntad. Dios delegó esta función de oposición (diabólica) y de adversario (satánica) al jefe de sus arcángeles
Con respecto al Holocausto y a males menores, a menudo se pregunta: “¿Cómo un Dios
bueno pudo haber permitido eso?”. Es una pregunta sangrante, brutal. La respuesta cristiana
puede no convenir a nuestros gustos, pero no se puede decir que sea ambigua: Habiéndose
apartado del uso de la fuerza, Dios es impotente para evitar las atrocidades que cometemos unos
contra otros. Sólo puede seguir apesadumbrándose con nosotros. Se ofrecerá Él mismo a
nosotros con toda su sabiduría, pero no puede hacernos elegir someternos a él.
Por el momento, entonces, Dios, atormentado, vela con nosotros a través de un holocausto
tras otro. Y puede parecernos que estamos condenados por este extraño Dios que reina en la
debilidad. Pero hay un desenlace en la doctrina cristiana: Dios en Su debilidad ganará la batalla
contra el mal. En realidad, la batalla ya está ganada. La resurrección simboliza no solamente
que Cristo venció al mal en Su tiempo, hace dos milenios, sino que lo venció para todos los
tiempos. Cristo clavado en la cruz, impotente, es el arma fundamental de Dios. A través de ella
se asegura totalmente la derrota del mal. Es vitalmente necesario que luchemos contra el mal
con todo el poder que poseamos. Pero la victoria crucial ocurrió hace casi dos mil años. Aunque
nuestras propias batallas personales sean necesarias y aun peligrosas y devastadoras, ignoramos
que son operaciones de limpieza contra un enemigo en retirada que hace rato perdió la guerra.
Esta idea de que Satanás (y sus actos), a pesar de todas las apariencias, está realmente en
retirada ofrece una respuesta posible a una importante pregunta mía. He hablado de los factores
que predisponían a los dos pacientes a la posesión. Pero. ¿y el número mucho mayor de niños
que también son víctimas solitarias de la maldad humana y que tienen defectos de carácter
todavía más graves como resultado, pero que aparentemente no llegan a ser poseídos? ¿Por qué
no? También mencioné una cualidad de santidad potencial en las personalidades de ambos
pacientes. Me pregunto si no habrán llegado a ser poseídos precisamente a causa de su santidad
potencial. Me pregunto si Satanás no empleó específicamente su energía en atacarlos porque
representaban una particular amenaza a sus designios. Tal vez Satanás ya no tiene energía para ir
dondequiera que haya debilidad humana. Tal vez está frenéticamente dedicado a apagar los
incendios.
Sea como fuere, como dice Martin, es importantísimo comprender que Satanás es un
espíritu. Dije que conocí a Satanás, y es cierto. Pero no es tangible como es tangible la materia.
No tiene cuernos, ni pezuñas, ni la cola en forma de tridente, así como Dios tampoco tiene una
larga barba blanca. 59 Hasta el nombre, Satanás, es sólo un nombre que le hemos dado a algo que
es básicamente innombrable. Como Dios, Satanás puede manifestarse en seres materiales y a
través de ellos, pero él mismo no es material, ni lo son tampoco sus manifestaciones. En uno de
los casos descriptos se manifestó a través del cuerpo del paciente que se contorsionaba como el
de una serpiente, con dientes que mordían, uñas que arañaban, y ojos amodorrados como los de
un reptil. Pero no había garras ni escamas. Era, a través del uso del cuerpo del paciente,
extraordinaria, dramática y hasta sobrenaturalmente parecido a una serpiente. Pero no es en sí
mismo una serpiente. Es un espíritu. En esto hay una respuesta, sospecho, a una pregunta que se
ha formulado a través de los siglos: ¿Por qué los espíritus demoníacos se aferran tanto a los
cuerpos? Durante uno de los exorcismos que presencié, el exorcista logró enfurecer tanto a
Satanás que éste salió del cuerpo contenido del poseído para atacarlo a él, al exorcista. La
maniobra no resultó. A Pesar de su evidente furia homicida contra el exorcista, no sucedió nada.
Y poco a poco nos dimos cuenta de que el espíritu no podía o no quería dejar el cuerpo del
paciente en esas condiciones.
59
John A. Sanford sugiere que la imagen con cuernos de Satanás deriva del Dios macho con cuernos precristiano de
los británicos: “los dioses de la antigua religión siempre se convierten en los demonios de la nueva”. (Evil: the
shadow sideo of reality, Crossroad, 1981, pág.118).
Esto nos llevó a dos conclusiones. Una, ya mencionada, es que en última instancia el
paciente mismo tiene que ser el exorcista. La otra es que Satanás no tiene poder excepto en un
cuerpo humano.
Satanás no puede hacer el mal excepto a través de un cuerpo humano. Aunque es “un
asesino desde el principio”, no puede asesinar sino es con manos humanas. No tiene el poder de
matar, ni siquiera hacer daño por sí mismo. Debe usar a los seres humanos para hacer su tarea
demoníaca. Aunque amenazaba repetidamente con matar a los poseídos y a los exorcistas, sus
amenazas estaban vacías. Las amenazas de Satanás están siempre vacías Son todas mentiras.
En realidad, el único poder que tiene Satanás es a través de la creencia humana en sus
mentiras. Los dos pacientes fueron poseídos porque creyeron en su falsa promesa seductora de
“amistad”. La posesión se mantenía porque creían en sus amenazas de que sin él morirían. Y la
posesión terminó cuando ambos eligieron dejar de creer en sus mentiras y superar su miedo con
la confianza en Cristo resucitado, y rogando al Dios de la Verdad por la liberación. Durante cada
exorcismo se enfrentaban las mentiras de Satanás. Y cada exorcismo concluyó con éxito a través
de una especie de conversión: un cambio de fe o del sistema de valores. Ahora sé lo que quería
significar Jesús cuando con frecuencia decía: “Por vuestra fe habéis sanado”.
De modo que otra vez volvemos a las mentiras. Cualquiera sea su relación con la “gente de
la mentira”, sé que no hay epíteto más exacto para Satanás que Padre de la Mentira. A través de
los dos exorcismos mintió continuamente. Incluso cuando se reveló, lo hizo con verdades a
medias. Se reveló como el Anticristo cuando dijo: “No odiamos a Jesús; sólo lo ponemos a
prueba”. Pero la realidad es que de veras odia a Jesús.
La lista de mentiras que dijo es interminable; a veces es una aburrida letanía. Las
principales que recuerdo son: los humanos deben defenderse para sobrevivir y no pueden confiar
en nada fuera de sí mismos para su defensa; todo puede explicarse en términos de energía
negativa y energía positiva (que se equilibran y dan cero como resultado), y no hay misterio en el
mundo; el amor es una idea y no tiene realidad objetiva; la ciencia es cualquier cosa que uno elija
llamar ciencia; la muerte es el fin absoluto de la vida, no hay nada más; todos los seres humanos
están motivados básicamente por el dinero, y si no parece así, es sólo porque son hipócritas;
competir por el dinero, por lo tanto, es la única forma inteligente de vivir.
Satanás puede usar cualquier pecado o debilidad humana: la codicia y el orgullo, por
ejemplo. Usa cualquier táctica que tenga a mano: la seducción, el halago, la lisonja, el
argumento intelectual. Pero su principal arma es el miedo. Y en el período posterior al
exorcismo, una vez que han quedado expuestas sus mentiras, quedó reducido a perseguir a los
pacientes con amenazas monótonamente repetidas: “Te mataremos. Te atraparemos. Te
torturaremos. Te mataremos”.
Además de ser el Padre de la Mentira, bien puede decirse que Satanás es el espíritu de la
enfermedad mental. En La nueva psicología del amor definí la salud mental como “un proceso
continuo de dedicación a la realidad a toda costa”. Satanás se dedica totalmente a oponerse a ese
proceso. En verdad, la mejor definición que tengo para Satanás es que es un espíritu real de la
irrealidad. Hay que reconocer la realidad paradójica de este espíritu. Aunque intangible e
inmaterial, tiene una personalidad, un verdadero ser. No debemos volver a caer en la doctrina,
ahora descartada, de San Agustín del “privatio boni”, por la que el demonio se define como
ausencia de Dios. La personalidad de Satanás no puede caracterizarse solamente por una
ausencia, una nada. Es cierto que hay una ausencia de amor en su personalidad. Pero también es
cierto que esa personalidad está invadida por una activa presencia de odio. Satanás quiere
destruirnos. Es importante que lo entendamos. En nuestros días hay sistemas de pensamientos
muy populares, tales como la Christian Science (Ciencia Cristiana) o el Course in Miracles
(Curso de Milagros), que definen al mal como una irrealidad. Es una verdad a medias. El
espíritu del mal es una irrealidad, pero es real en sí mismo. Realmente existe. Pensar otra cosa
es estar desorientado. En verdad, como han comentado varios, tal vez el mejor engaño por parte
de Satanás es lo bien que oculta su propia realidad a la mente humana.
Aunque tiene poder real, Satanás tiene también grandes debilidades, las mismas debilidades
por las que lo arrojaron del cielo. Martin observó que los exorcismos no sólo pueden revelar una
extraordinaria inteligencia demoníaca, sino también una extraordinaria estupidez demoníaca.
Mis obervaciones lo confirman. Si no fuera por su extraordinario orgullo y narcisismo, tal vez
Satanás no se revelaría en absoluta. Su orgullo supera su inteligencia, de manera que el demonio
del engaño es también un presumido. Si hubiera sido inteligente de veras, habría abandonado a
los dos pacientes mucho antes de los exorcismos. Pero no podía permitirse perder. Sólo quería
ganar, de manera que en ambos casos se quedó allí hasta el amargo final, con el resultado de que
hoy yo y los otros conocemos su realidad.
Del mismo modo la inteligencia de Satanás está afectada por otros dos puntos ciegos que yo
he observado. Uno es que, por su extremado egocentrismo, no tiene una comprensión real del
fenómeno del amor. Reconoce al amor como una realidad contra la que hay que luchar y que
hasta hay que imitar; pero como Satanás en sí mismo carece profundamente de amor, no lo
comprende en absoluto, la realidad del amor aparece ante Satanás sólo como la realidad de un
mal chiste. La noción de sacrificio le es completamente ajena. Cuando durante un exorcismo los
seres humanos hablan en el lenguaje del amor, no capta lo que están diciendo. Y cuando actúan
can amor, Satanás ignora totalmente las regias del juego.
Es interesante observar, considerando los propósitos de este libro, que Satanás tampoco
entiende la ciencia. La ciencia es un fenómeno antinarcisista. Supone una profunda tendencia
humana al autoengaño, emplea el método científico para combatirlo y pone a la verdad por enci-
ma de cualquier anhelo personal. Como él se engaña a sí mismo tanto como a los demás,
Satanás no puede entender por qué hay seres que no desean engañarse a sí mismos. Enamorado
de su propia voluntad y con gran odio par la luz de la verdad, encuentra la ciencia humana
básicamente incomprensible.
Las debilidades de Satanás no deben llevarnos a pasar por alto su fuerza. Presenta sus
mentiras con extraordinario poder. Puede no ser tan notable que se haya apoderado de las dos
personas descriptas cuando eran niños solitarios. Pero en cada exorcismo vi al exorcista —una
persona fuerte, madura y llena de fe— temporariamente incapacitado por la confusión en uno de
los casos y por la desesperación en el otro, como resultado del poder de las mentiras de Satanás.
Creo que es necesario que odiemos a Satanás y, a la vez, que le tengamos miedo. Sin
embargo, como sucede con todos los seres malos, creo que en última instancia hay que tenerle
lástima. En la escatología cristiana (el estudio de los últimos días) hay dos argumentos para
Satanás. En uno, todas las almas humanas, convertidas a la luz y al amor, se dirigen con ánimo
amistoso al espíritu del odio y la falsedad. Comprendiendo por fin que ha sido totalmente
derrotado, y como ya no le queda ningún cuerpo humano por poseer, ahora que todos son
inmunes a su poder, por pura soledad se quiebra y acepta el ofrecimiento de amistad, y de este
modo al final hasta Satanás se convierte. Yo ruego porque se produzca este argumento. Pero,
como ya dije, la libre elección tiene precedencia a la curación.
Según el otro argumento, negándose a perder siquiera una vez, Satanás rechaza para siempre
las manos “humillantes” de la amistad y sufre su helada soledad hasta el fin de los tiempos. Un
amigo que participó conmigo en los exorcismos me dijo: “Mira, Scotty, tú me habías hablado de
la tristeza del mal, y de cómo merece más lástima que odio, pera yo no te creía. Sin embargo,
una de mis más profundas sensaciones del exorcismo es lo aburrido que fue… esa interminable
cadena de mentiras tontas. Y cuando vi a la bestia retorcerse en su estúpida agonía por toda una
eternidad, entendí lo que querías decir”.
Por razones de claridad es posible que haya hablado en forma demasiado definida de
Satanás. Describí la mayor parte de ambos exorcismos como un proceso de separación. Sin
embargo, ni siquiera en los momentos más nítidos fue pasible distinguir totalmente si la voz que
hablaba era la del inconsciente del paciente o la de un verdadero demonio. Tal vez siempre
seguirá siendo imposible discernir con exactitud dónde termina el alma humana y comienza el
Príncipe de las Tinieblas. Es apropiado concluir centrándose en el misterio sobrenatural de
Satanás. La evidencia de los exorcismos fue suficiente para que yo comenzara a creer en su exis-
tencia, y no puedo negar la realidad de la curación que ocurrió, pero me quedan muchas más
preguntas que antes, demasiadas incluso para detalladas.
Una de las preguntas más importantes se refiere a la existencia de demonios menores. Los
dos casos que presencié eran de posesión satánica, mientras que las que aparecen en la literatura
casi siempre son de posesiones menores. ¿Mi experiencia es sólo accidental o, de alguna
manera, proviene de un designio misterioso? En realidad, en ambos casos se encontraron
demonios menores. En uno de ellos el equipo pasó por cuatro espíritus sucesivos con nombre
(cada uno de ellos representaba una mentira en particular) antes de llegar al Anticristo. En el
otro, el paciente fue liberado de un espíritu menor con una dramática curación aparente pero tem-
poraria, antes de que “Lucifer” ocupaba misteriosamente su lugar. ¿Qué sucedía? ¿ Estos
espíritus menores eran entidades individuales que actuaban por las suyas o eran simples reflejos
de Satanás que estaba en el fondo de todo? No lo sé. Sin embargo, hay cierta evidencia que
sugiere que hay menos libertad en el mundo de los demonios que en el de los seres humanos;
que, por su cobardía y terror y su creencia en sus propias mentiras, los demonios menores actúan
con tan estricta obediencia a sus superiores que tienden a carecer de individualidad en el sentido
en que nosotros la pensamos comúnmente.
La pregunta más importante, sin embargo, es la que se refiere al papel que juega Satanás en
la maldad humana. ¿Cuál es la influencia de Satanás en las personas profundamente malas como
los padres de Bobby y de Roger, y como Sarah y Charlene? Como dije, las dos personas
poseídas que vi no me parecían malas como las que acabo de nombrar, y Martin dice, con razón,
que los casos que llamamos de posesión son, en realidad, de posesión “parcial”, “incompleta” o
“imperfecta”. Martin sugiere la hipótesis de que tal vez existan los seres humanos
“perfectamente poseídos”, que incluso pueden abundar, pero presenta esta hipótesis sólo como
tentativa. ¿Los casos de personas malas que he descrito podrían ser casos de posesión perfecta?
No lo sé. Tal vez ésta es sólo una pregunta para el debate. Como son los que probablemente
acudirán menos a la psicoterapia, es muchísimo menos probable que los verdaderamente malas
se sometan a un exorcismo a través del cual se descubriría totalmente lo demoníaco. Si existe
algo igual a una posesión perfecta, es prácticamente seguro que ésta imposibilitará su propia
revelación.
De manera que no sé si Satanás elige a los malos para su obra. Sospecho que no.
Considerando la dinámica del pecado y el narcisismo, sospecho que ellos se eligen a si mismos.
Pero hasta tanto no tengamos mayor conocimiento de Satanás, mi comprensión será sólo tenue.
6. MYLAI: UN ESTUDIO DE LA MALDAD GRUPAL
Antes de que el exorcismo adquiriera mala reputación (en parte merecida) durante el Siglo
de la Ciencia y el Racionalismo, los exorcistas oficialmente formaban parte de la jerarquía de la
Iglesia. Se los consideraba una “orden menor” y estaban casi en lo más bajo de la estructura de
status. Creo que era, y todavía es, una ubicación apropiada. Aunque exigente y sacrificado, creo
que el papel del exorcista es relativamente fácil. Es un privilegio poco frecuente y muy
gratificante encontrar el mal en una forma en que puede ser aislado y eliminado.
El cura o pastor de parroquia común no está en una posición tan afortunada. El mal que
habitualmente encuentra entre los miembros de la parroquia, en las reuniones de la sacristía y en
la sociedad no es tan discreto ni tan curable. Es más sutil, más penetrante y devastador. Y por
lleno de amor y de inteligencia que esté, el clérigo debe batallar a ciegas con las fuerzas de la
oscuridad. Habrá pocos éxitos definidos, si es que los hay. Ahora dirigiremos nuestra atención a
esas difusas fuerzas cancerosas que actúan en nuestra sociedad.
LOS CRÍMENES
En la mañana del 16 de marzo de 1968, elementos de la Fuerza de Tareas Barker se
trasladaron a un pequeño grupo de aldeas conocidas con el nombre de colectivo de Mylai, en la
provincia de Quang Ngai en Vietnam del Sur. Estaba destinada a ser una típica “misión de
búsqueda y destrucción”, es decir que las tropas norteamericanas estaban buscando soldados
vietcong para destruirlos.
Vinculadas con otras unidades que operaban en Vietnam, las tropas de la Fuerza de Tareas
Barker habían recibido un apresurado entrenamiento y se las había reunido en este contingente.
Durante el mes anterior no habían tenido ningún triunfo militar. Sin poder entrar en combate con
el enemigo, habían sufrido una serie de bajas por las minas y las trampas explosivas. La
provincia se consideraba una fortaleza del Vietcong, en la que la población civil estaba muy
controlada e influida por los guerrilleros comunistas. La sensación general era que los civiles
apoyaban y estimulaban tanto a los guerrilleros que a menudo era difícil distinguir a los
combatientes de los no combatientes. De allí que los norteamericanos tendieron a odiar a los
vietnamitas del área y a desconfiar de ellos.
El servicio de inteligencia del Ejército había indicado que los habitantes de las aldeas de
MyLai concretamente asilaban a los vietcong. La Fuerza de Tareas Barker esperaba encontrar
combatientes allí. En la víspera de la operación parecía haber gran expectativa; por fin se
enfrentarían con el enemigo y lograrían cumplir su cometido.
La naturaleza de las instrucciones que recibieron esa noche los hombres alistados y los
oficiales jóvenes fueron más bien ambiguas con respecto a la distinción entre combatientes y no
combatientes. Se suponía que todos los soldados conocían la Convención de Ginebra que
establece que es un delito dañar a un no combatiente o, en todo caso, incluso a un combatiente
que ha dejado las armas por heridas o por enfermedad. Si realimente conocían la convención o
no, no lo sabemos. Pero es probable que por lo menos algunos de los soldados no conocieran la
ley de Operaciones Militares del Manual de Campo del Ejército de los Estados Unidos, que
especifica que las órdenes que violan la Convención de Ginebra son ilegales y no deben ser
obedecidas.
Aunque esencialmente todos los elementos de la Fuerza de Tareas Barker estuvieran
implicados de una u otra forma en la operación, el principal elemento de las tropas de tierra
directamente implicado fue la Compañía C, primer batallón, 20 de Infantería de la Brigada de
Infantería Ligera número 11. Cuando la Compañía “Charlie” se trasladó a las aldeas de MyLai
no descubrió un solo combatiente. Ninguno de los vietnamitas estaba armado. Nadie disparó
contra ellos. Sólo encontraron mujeres desarmadas, niños y viejos.
Algunas de las cosas que sucedieran después no están claras. Pero lo que sí está claro es que
los soldados de la Compañía C mataron por lo menos a quinientos o seiscientos aldeanos
desarmados. Los mataron en formas diversas. En algunos casos los soldados simplemente se
paraban en la puerta de una cabaña, la regaban de disparos de rifle y mataban a ciegas a todos los
que estaban adentro. En otros casos los aldeanos, incluidos los niños, eran matados a tiros
cuando trataban de escapar. Las matanzas en mayor escala ocurrieron en la aldea de MyLai 4.
Allí el primer pelotón de la Compañía Charlie, al mando del teniente William L. Calley, hijo,
reunió a los aldeanos en grupos de veinte a cuarenta o más para después asesinarlos con fuego de
fusiles, ametralladoras o granadas. De todos modos, es importante recordar que números
sustanciales de civiles sin armas fueron asesinados también en las otras aldeas de Mylai por
soldados de otros pelotones al mando de otros oficiales.
La matanza llevó mucho tiempo. Prosiguió durante toda la mañana. Sólo una persona trató
de detenerla. Era un piloto de helicóptero que volaba en apoyo de la misión de búsqueda y
destrucción. Desde el aire veía lo que estaba sucediendo. Aterrizó y trató de hablar con los
soldados, pero de nada sirvió. Otra vez en el aire, se comunicó por radio con el cuartel general y
con los oficiales superiores, que no parecieran preocuparse. De manera que abandonó el intento
y siguió con su trabajo.
Sólo podemos hacer una estimación del número desoldados implicados. Tal vez sólo
cincuenta de ellos realmente apretaron el gatillo. Aproximadamente doscientos presenciaron
directamente la matanza. 60 Podemos suponer que en esa semana por lo menos quinientos
hombres de la Fuerza de Tareas Barker sabían que se habían cometido crímenes de guerra.
No denunciar un delito es, en sí, un delito. En el año siguiente ningún miembro de la Fuerza
de Tareas Barker intentó denunciar las atrocidades que habían ocurrido en MyLai. Este delito se
describe como de “encubrimiento”.
Lo que el público norteamericano supo sobre MyLai se debió únicamente a una carta que
Ron Ridenhour escribió a fines de marzo de 1969 a varios miembros del congreso sobre las
atrocidades, más de un año después de que ocurrieran. Ridenhour no fue miembro de la Fuerza
de Tareas Barker, pero más tarde se enteró de las atrocidades por una charla casual con amigos
que habían estado en Mylai, y escribió la carta tres meses después de su retorno a la vida civil.
En la primavera de 1972 fui presidente de una comisión de tres psiquiatras designados por el
Director General de Medicina del Ejército, por expreso pedido del Jefe del Estado Mayor del
Ejército, para dar indicaciones sobre una investigación que esclareciera las causas psicológicas
de MyLai, para ayudar a evitar esas atrocidades en el futuro. La investigación que propusimos
fue rechazada por el Estado Mayor del Ejército, según dijeron porque no podía mantenerse en
secreto y tal vez resultaría molesta para el gobierno, y que “no era deseable crear más molestias
en ese momento”.
El rechazo de las recomendaciones de la comisión para la investigación es simbólico con
respecto a varios puntos. Uno es que cualquier investigación de la naturaleza del mal es molesta,
no sólo para los sujetos que se ha decidido investigar, sino para los investigadores mismos. Si
hemos de estudiar la naturaleza de la maldad humana, es dudoso que podamos separarnos
claramente nosotros de ellos; lo más probable es que nos encontremos estudiando nuestra propia
naturaleza. Sin duda, esta molestia potencial es una de las razones por las que hasta ahora no
hemos logrado desarrollar una psicología del mal.
60
Finalmente las acusaciones recayeron en veinticinco, de los cuales sólo seis fueron juzgados. Uno, el teniente
Calley, fue declarado culpable
El rechazo del Estado Mayor de nuestras recomendaciones para la investigación también
pone de relieve el hecho de que al considerar el mal en MyLai —como en todas las otras
consideraciones del mal— sufrimos de una simple falta de conocimiento científico. Como lo
anterior, mucho de lo que sigue es especulativo. Inevitablemente nos limitaremos a la especu-
lación hasta que, a través de la investigación científica, podamos desarrollar un cuerpo de
conocimiento que constituya una auténtica psicología del mal.
63
Frase de Ron Ridenhour.
un chico de tres años. Estaba totalmente egocéntrico. Me mostraba quejoso e irritable con los
demás. Esperaba que me atendieran todo el tiempo. Cuando alguna cosita no salía exactamente
como yo lo esperaba, se me llenaban los ojos de lágrimas y tenía un disgusto enorme.
Creo que cualquiera que haya tenido un sufrimiento constante que le haya durado una
semana o algo así, reconocerá la experiencia que acabo de describir. En una situación de
molestia prolongada los humanos naturalmente, casi inevitablemente, tendemos a regresar.
Nuestro crecimiento psicológico se revierte; nos olvidamos de nuestra madurez. Nos transfor-
mamos muy rápidamente en seres más infantiles, más primitivos. El sufrimiento o la
incomodidad es estrés. Lo que estoy describiendo es una tendencia natural del organismo
humano a la regresión como respuesta al estrés crónico.
La vida de un soldado en zona de combate es de estrés permanente. Aunque el Ejército
hacía todo lo posible por minimizar el estrés en sus tropas de Vietnam (proporcionando
entretenimiento siempre que era posible, descanso y períodos de recreación, y otras formas de
relajación), el hecho es que los soldados de la Fuerza de Tareas Barker estaban en una situación
de estrés crónico. Estaban muy lejos de sus hogares. La comida era mala, los insectos
abundantes, el calor enervante, los lugares para dormir incómodos. Y estaba el peligro, en
general no tan grave como en otras guerras, pero probablemente mayor causante de estrés en
Vietnam porque era tan impredecible. Venía en forma de ráfagas de artillería por las noches,
cuando los soldados pensaban que estaban seguros, de cazabobos en el camino a la letrina, de
minas que le volaban las piernas a un soldado mientras paseaba por un bonito sendero. El hecho
de que la Fuerza de Tareas Barker no encontrara en My Lai al enemigo esperado en aquel día era
un ejemplo de la naturaleza del combate en Vietnam: el enemigo aparecía cuando y donde no se
lo esperaba.
Además de la regresión hay otro mecanismo con el que los seres humanos responden al
estrés. Es un mecanismo de defensa. Robert Jay Lifton, que estudió a los sobrevivientes de
Hiroshima y otros desastres, lo ha denominado “parálisis psíquica”. En una situación en que
nuestros sentimientos emocionales son abrumadoramente dolorosos o desagradables, tenemos la
capacidad de anestesiamos. Es una cosa simple. La vista de un solo cadáver ensangrentado,
aplastado, nos horroriza. Pero si vemos esos cadáveres alrededor de nosotros, uno tras otro, día
tras día, lo horrible se vuelve normal y perdemos nuestro sentimiento de horror. Sencillamente
lo desconectamos. Nuestra capacidad de horror disminuye. Ya no vemos realmente la sangre ni
olemos el hedor ni sentimos el sufrimiento. Inconscientemente nos hemos anestesiado.
Esta capacidad de auto-anestesia emocional tiene sus ventajas. Sin duda se ha desarrollado
en nosotros a través de la evolución y mejora nuestra capacidad de sobrevivir. Nos permite
seguir funcionando en situaciones tan espantosas que nos harían pedazos si conserváramos
nuestra sensibilidad normal. Sin embargo, el problema es que este mecanismo de auto-anestesia
no parece ser muy específico. Si nuestra sensibilidad a la fealdad disminuye porque vivimos
rodeados de basura, es probable que nos convirtamos nosotros mismos en gente que arroja la
basura en cualquier parte. Insensibles a nuestro propio sentimiento, tendemos a volvernos
insensibles al sufrimiento de otros. Al ser tratados en forma indigna, no sólo perdemos el sentido
de nuestra propia dignidad, sino también el de la dignidad de otros. Cuando ya no nos afecta ver
cadáveres aplastados, tampoco nos molestará aplastarlos nosotros mismos. Por cierto, es difícil
cerrar los ojos selectivamente a un tipo de brutalidad sin cerrarlos a toda la brutalidad. ¿Cómo
podemos tornarnos insensibles a la brutalidad sin convertirnos en brutos?
Por lo tanto, podemos suponer que después de un mes en el campo de batalla an la Fuerza
de Tareas Baker -un mes de mala comida, mal dormir, ver camaradas muertos o lisiados- el
soldado medio era más psicológicamente inmaduro, primitivo y bruto que lo que habría sido en
un momento y en un Jugar con menos estrés.
He hablado de la relación entre el narcisismo y el mal, y he dicho que el narcisismo es un
estado del que normalmente salen los seres humanos a través de la maduración. Podemos
pensar, entonces, que el mal es una suerte de inmadurez. Los individuos inmaduros tienen más
tendencia al mal que los maduros. Nos impresiona no sólo la inocencia sino también la crueldad
de los niños. Si un adulto se deleita arrancándoles las alas a las moscas es correcto pensar que es
sádico y sospechar que es malo. Si lo hace un chico de cuatro años, se lo regaña pero se piensa
que es solamente curioso; si lo hace un chico de doce, ya crea cierta preocupación.
Si superamos el mal y el narcisismo, y si naturalmente tenemos una regresión en momentos
de estrés, ¿no podemos decir que los seres humanos tienen más probabilidades de ser malos en
tiempos de estrés que en tiempos tranquilos? Yo creo que sí. Preguntamos cómo sucedió que un
grupo de cincuenta o de quinientos individuos -de los que sólo una pequeña minoría debían de
ser malos- pudo haber cometido un mal tan grande como el de MyLai. Una respuesta es que
debido al estrés constante que soportaban, los individuos de la Fuerza de Tareas Barker eran más
inmaduros y por lo tanto había que esperar que hicieran más mal que en una situación normal.
Como resultado de la situación de estrés, la distribución normal del bien y el mal se había
inclinado en dirección al mal. Sin embargo, como veremos, éste es sólo uno de los muchos
factores que explicaron el mal en MyLai.
Habiendo considerado la relación entre el mal y el estrés, es apropiado comentar la relación
entre el bien y el estrés. El que se comporta con nobleza en los buenos tiempos -un amigo en las
buenas, diríamos- puede no ser tan noble en las malas. El estrés es la prueba de fuego de la
bondad. Los verdaderamente buenos son los que en tiempos de estrés no retiran su integridad, su
madurez, su sensibilidad. La nobleza puede definirse como la capacidad de no regresar en
respuesta a la degradación, no volverse insensible frente al dolor, tolerar la agonía y permanecer
intacto. Como he dicho en otra parte, “una medida, y tal vez la mejor medida de la grandeza de
una persona es la capacidad de sufrimiento”. 64
64
La nueva psicología de/amor. Emecé Editores, pág. 78.
Desde el punto de vista de un terapeuta que conduce un grupo terapéutico, esta regresión no
es positiva. Al fin y al cabo, el papel del terapeuta es estimular, alentar y desarrollar la madurez
de sus pacientes. Por lo tanto, gran parte del trabajo de un terapeuta de grupo será enfrentar y
desafiar la dependencia de los pacientes dentro del grupo, luego hacerse a un lado para que el
paciente pueda arriesgarse a asumir el liderazgo y así aprender a ejercer un poder maduro en un
encuadre de grupo. Un grupo de terapia bien conducido será aquel en que todos los miembros
hayan llegado a compartir igualmente el liderazgo del grupo de acuerdo a sus capacidades
individuales personales. El grupo de terapia maduro ideal es el que está totalmente compuesto
de líderes.
Pero la mayoría de los grupos no existen con fines de psicoterapia o de crecimiento
personal. El propósito del Primer Pelotón de la Compañía Charlie de la Fuerza de Tareas Barker
no era preparar líderes, sino matar soldados vietcong. En realidad, para sus propósitos, los
militares han estimulado un estilo de liderazgo de grupo esencialmente opuesto al del grupo
terapéutico. Según una vieja máxima, los soldados no deben pensar. Los líderes no se eligen
dentro del grupo, sino que son designados desde arriba y deliberadamente investidos con los
símbolos de la autoridad. La obediencia es la disciplina militar número uno. La relación de
dependencia que el soldado tiene con su líder no es sólo alentada, es un mandato 65. Por la
naturaleza de su misión los militares, intencionalmente y tal vez con sentido realista, alientan la
dependencia regresiva que se da naturalmente en los individuos dentro de los grupos.
En ocasiones tales como My Lai el soldado individual está en una situación casi imposible.
Por un lado, puede que recuerde vagamente que en algún aula le dijeron que no es necesario que
entregue su conciencia y que debe tener la independencia de juicio madura -incluso la obliga-
ción- de negarse a obedecer una orden ilegal. Por otro lado, la organización militar y su
dinámica de grupo hacen lo más doloroso, difícil y antinatural posible que el soldado ejercite
independencia de juicio o practique la desobediencia. No está claro si las órdenes de la
Compañía Charlie fueron “matar todo lo que se moviera” o “asolar la aldea”. Pero si lo fueron,
¿es sorprendente que los soldados hayan seguido las órdenes de sus líderes? ¿Habríamos
esperado que en cambio se amotinaran en masa?
Si el amotinamiento en masa parece demasiado, ¿al menos no podríamos haber esperado
que unos cuantos individuos fueran lo suficientemente valientes como para rebelarse contra el
liderazgo? No necesariamente. Ya he comentado el hecho de que los modelos de conducta de
grupo son notablemente parecidos a la conducta de un individuo. Esto se debe a que un grupo es
un organismo. Tienden a funcionar como una entidad única. Un grupo de individuos se
comporta como una unidad debido a lo que se llama cohesión del grupo. Hay fuerzas profundas
en acción en un grupo para mantener juntos y en línea a los miembros individuales. Cuando
fallan estas fuerzas para la cohesión, el grupo comienza a desintegrarse y deja de ser un grupo.
Probablemente la más poderosa de estas fuerzas cohesivas del grupo es el narcisismo. En
su forma más simple y benigna, esto se manifiesta en el orgullo del grupo. Una vez más, los
militares hacen deliberadamente mucho más que otras organizaciones para alentar el orgullo
dentro de sus grupos. Lo hacen a través de una variedad de medios, por ejemplo desarrollando
una insignia del grupo -banderas de cada unidad, distintivos, incluso desviaciones especiales del
uniforme como por ejemplo las boinas verdes- y alentando la competencia dentro del grupo,
65
Hasta los civiles hacen el mal con bastante facilidad en situación de obediencia. Como lo describió David Myers
en su excelente artículo “A Psychology of Evil” (la psicología del mal) (The Other Side, abril de 1982, pág. 29): “El
ejemplo más claro es el de los experimentos de obediencia de Stanley Mitgram. Enfrentados con un imponente
comandante que estaba allí, con ellos, el sesenta y cinco por ciento de sus sujetos adultos obedeció totalmente las
instrucciones. Si se les ordenaba, estaban dispuestos a aplicar lo que parecían ser shocks eléctricos traumatizantes a
una víctima inocente que gritaba en la habitación contigua. Eran personas comunes, una mezcla de obreros,
empleados de oficina y profesionales. Sentían desprecio por lo que tenían que hacer. Pero la obediencia tenía
precedencia sobre su propio sentido moral”.
desde los deportes dentro del cuartel hasta la comparación de la cantidad de bajas producidas en
el enemigo por cada unidad. No es casual que el término común para denotar el orgullo del
grupo sea espíritu de cuerpo. 66
Una forma menos benigna, pero prácticamente universal, de narcisismo de grupo es lo que
podría llamarse “creación del enemigo”, u odio a los que están “fuera del grupo”. Vemos ocurrir
esto naturalmente en los niños cuando por primera vez aprenden a desarrollar grupos. Los
grupos se convierten en pandillas. Los que no pertenecen al grupo (al club o a la pandilla) son
despreciados como inferiores, o malos, o las dos cosas. Si un grupo no tiene ya un enemigo,
muy probablemente creará uno a corto plazo. La Fuerza de Tareas Barker, por supuesto, tenía un
enemigo predesignado: los vietcong. Pero los vietcong eran casi todos compatriotas de los
survietnamitas, de quienes resultaba casi imposible distinguirlos. Inevitablemente el enemigo
especificado se generaliza hasta incluir a todos los vietnamitas, de manera que el soldado
norteamericano promedio no odiaba solamente a los vietcong; odiaba a los “amarillos” en
general.
Casi todo el mundo sabe que la mejor manera de fomentar la cohesión del grupo es
fermentar el odio del grupo contra un enemigo externo. Las deficiencias dentro del grupo
pueden pasarse por alto fácilmente y sin sufrimiento si se centra la atención en las deficiencias o
los “pecados” de los externos al grupo. Así los alemanes de Hitler podían ignorar sus problemas
domésticos usando a los judíos como chivo emisario. Y cuando los soldados norteamericanos no
luchaban con eficiencia en Nueva Guinea en la Segunda Guerra Mundial, el comando mejoraba
su esprit de corps mostrándoles películas de los japoneses cometiendo atrocidades. Pero este uso
del narcisismo -ya sea inconsciente o deliberado- es potencialmente malo. Hemos examinado
extensamente las formas en que los individuos malos escapan al autoexamen y a la culpa
acusando e intentando destruir cualquier cosa o a cualquier persona que ponga de manifiesto sus
deficiencias. Ahora vemos que esa maligna conducta narcisista se da naturalmente en los grupos.
La conclusión obvia es que el grupo que fracasa es el que probablemente se comportará en
forma más maligna. El fracaso hiere nuestro orgullo, y el animal herido es el más maligno. En
el organismo sano el fracaso será un estímulo para el autoexamen y la autocrítica. Pero como el
individuo malo no puede tolerar la autocrítica, es en el momento del fracaso cuando él o ella
atacarán de una manera u otra. Y lo mismo sucede con los grupos. El fracaso del grupo y la
estimulación de la autocrítica del grupo actúan para dañar el orgullo y la cohesión del grupo.
Los líderes de grupo en todos los lugares y épocas, por lo tanto, fortalecen la cohesión del grupo
en momentos de fracaso acicateando el odio del grupo por los extranjeros o “el enemigo”.
Volviendo al tema especifico de nuestro examen, recordaremos que en la época de MyLai la
operación de la Fuerza de Tareas Barker había sido un fracaso. Después de más de un mes en el
campo de batalla todavía no se habían enfrentado al enemigo. Sin embargo, los norteamericanos,
en forma lenta pero constante, tenían bajas. Y el enemigo ninguna. Como fracasaba en su
misión —que era en primer lugar matar— el liderazgo de grupo estaba mucho más sediento de
sangre. Dadas las circunstancias, esta sed se había vuelto indiscriminada, y los soldados querían
satisfacerla sin prestar atención a nada más.
71
Hay sutilezas implicadas en el asunto de la matanza interracial que no sólo merecen ser investigadas sino que son
sumamente fascinantes. Una de las varias propuestas (rechazadas in toto) que se le hicieron al Jefe del Estado
Mayor del Ejército en relación con los aspectos psicológicos de MyLai fue que debía investigarse sobre las
diferencias interraciales e interculturales en la conducta no verbal.
Un día íbamos por un camino poco transitado en Okinawa y un chico cruzó directamente frente al auto. Frenamos
bruscamente, casi a punto de atropellarlo. Temblábamos de ansiedad y horror ante el daño que podíamos haber
causado. La madre del chico, una joven de Okinawa que estaba parada al borde del camino, nos miré y se rió.
Todavía riendo, fue a buscar a su hijo. Experimentamos una ola de furia contra ella. Allí estibamos nosotros,
temblando por lo que podíamos haberle hecho a su hijo. y ella riéndose como si no le importara. ¿Cómo podía ser
tan desalmada? Malditos orientales, no tienen respeto por la vida humana, ni siquiera por la de sus propios hijos.
Nos gustaría aplastarla con el auto, a ver si siente algo!
Sólo después de haber recorrido algunos kilómetros con el auto se nos dio por recordar que cuando están
avergonzados o asustados, los habitantes de Okinawa sonríen o ríen. La mujer estaba tan asustada como nosotros,
pero interpretamos mal su conducta. Uno se pregunta cuál habrá sido la conducta no verbal de los civiles
vietnamitas cuando los conducían apuntándolos con un fusil en MyLai. ¿Caían de rodillas sollozando y rogando con
esa postura de súplica que nosotros los caucásicos adoptaríamos en una situación semejante y que podía haber
despenado la piedad de los soldados? ¿O, tal vez, como la mujer de Okinawa, sonreían o reían de terror,
enfureciendo más a los norteamericanos, que quizá sentían que se burlaban de ellos? No lo sabemos. Pero
necesitamos saber esas cosas
En la actualidad la guerra es por lo menos en la misma medida, un asunto de orgullo
nacional como de orgullo racial. Lo que llamamos nacionalismo es más frecuentemente un
narcisismo nacional maligno que una sana satisfacción por los logros de la propia cultura. En
realidad, en gran medida es el nacionalismo lo que preserva el sistema de la nación-estado. Hace
un siglo, cuando un mensaje tardaba semanas en llegar desde los Estados Unidos a Francia, y
meses en llegar a China, el sistema de la nación-estado tenía sentido. En nuestra era actual de
comunicación global al instante, así como de holocausto al instante, mucho del sistema político
internacional se ha vuelto obsoleto. Es nuestro narcisismo nacional, sin embargo, el que se
aferra a nuestros conceptos de soberanía pasados de moda e impide el desarrollo de un
mecanismo internacional de conservación de la paz que sea efectivo.
Sabiéndolo o sin saberlo, enseñamos concretamente a nuestros hijos el narcisismo nacional.
El mapa lineal del mundo que se despliega en los pizarrones de innumerables aulas muestra que
los Estados Unidos están más o menos en el centro de ese mapa. Y en los mapas de los niñitos
rusos, es la Unión Soviética la que está más o menos en el centro. Los resultados de este tipo de
enseñanza pueden a veces ser ridículos.
Recuerdo el 1º de mayo de 1964, cuando a mi esposa le concedieron la ciudadanía, junto
con otros doscientos nuevos ciudadanos, en una celebración a la que asistieron sus familias y
varios dignatarios y funcionarios en el Centro de Honolulú. La festividad comenzó con un
desfile. Tres compañías de soldados con uniformes impecables y brillantes rifles dieron una
vuelta al campo y luego formaron detrás de siete obuses. Luego se disparó una salva de veintiún
cañonazos para celebrar la ocasión. En este punto el gobernador de Hawai subió al podio, frente
a los obuses todavía humeantes. “Este día se llama May Day (Primero de Mayo)”, dijo, “pero
nosotros lo llamaremos Law Day (Día de la Ley). Aquí en Hawai podríamos llamarlo Lei Day.
De todos modos, lo que importa es que aquí lo celebramos con flores, mientras que en los países
comunistas lo celebran con demostraciones militares”.
Nadie se rió. Fue como si el absurdo —la locura— pasara inadvertida: este hombre sin
duda inteligente, por cierto digno, con tres compañías de soldados en posición de firmes a sus
espaldas, mientras el humo de siete cañones formaba un halo alrededor de su cabeza, reprendía a
los rusos por la naturaleza militar de las celebraciones de ellos.
La matanza sistemáticamente organizada, grupal, dentro de una misma especie (la guerra)
es una forma de conducta exclusivamente humana. Como esta conducta ha caracterizado
esencialmente a todas las culturas desde los albores de la historia, muchos han sostenido que los
seres humanos tienen un instinto de guerra: la conducta guerrera sería un hecho inmutable de la
naturaleza humana. Supongo que será por eso que los halcones siempre se describen así mismos
como realistas, y describen a las palomas como idealistas que tienen la cabeza llena de quimeras.
Idealistas son los que creen en el potencial de la naturaleza humana para la transformación. Pero
ya he dicho que el atributo más esencial de la naturaleza humana es su mutabilidad y libertad del
instinto: siempre está dentro de nuestras posibilidades cambiar nuestra naturaleza. De manera
que, verdaderamente, son los idealistas los que están bien ubicados, y los realistas los que se
equivocan. Todo aquel que dice que hacer la guerra no es una elección ignora tanto la realidad
del mal como la evidencia de la psicología humana. Hacer la guerra puede no ser siempre
necesariamente malo, pero siempre es una elección.
Personalmente me resulta muy tentador pensar en la guerra en términos simplistas. Me
gustaría tomar literalmente el Sexto Mandamiento, creer que “No matarás” significa
simplemente eso: al menos “no matarás a otros seres humanos”. Igualmente tentador sería creer
en la universalidad absoluta del más grande de los principios éticos: el fin no justifica los medios.
Pero hasta aquí no puedo escapar a la conclusión de que en raros momentos anteriores de la
historia humana fue necesario y moralmente correcto matar para evitar matanzas aun más
grandes. Me siento profundamente incómodo en esta posición.
Sin embargo no todo es ambigüedad. Yo sigo siendo lo suficientemente simplista como
para creer que toda vez que se entabla una guerra algunos seres humanos han perdido sus límites
morales y que algunos (más probablemente muchos) han sucumbido al mal. Siempre que hay
guerra, hay alguien que procede mal. Uno de los lados, o los dos, tienen la culpa. En alguna
parte se ha hecho una elección equivocada.
Es importante recordar esto, porque en esta época es habitual que las dos partes en guerra se
declaren victimas. En otras épocas, cuando los seres humanos no eran tan escrupulosos, una
tribu no vacilaba en matar a otra con el motivo francamente admitido de la conquista. Pero hoy
en día siempre se pretende ser intachable. Hasta Hitler inventó excusas para sus invasiones. Es
probable que él y la mayoría de los alemanes hayan creído en esas mentiras. Y así ha sido desde
entonces. Cada parte cree que la otra es la agresora y ella misma la víctima. Frente a esta
retórica bilateral y a las complejidades de las relaciones internacionales tendemos a hacer un
gesto de impotencia y a pensar que tal vez la guerra no es culpa de nadie, que nadie es realmente
el agresor, que nadie ha hecho una elección equivocada, que la guerra es simplemente algo que
sucede, como la combustión espontánea.
Yo denuncio esta posición de impotencia ética, este abandono de nuestra capacidad de juicio
moral. No creo que haya nada que alegre tanto a Satanás, o que demuestre mejor el éxito final de
su conquista de la raza humana que una actitud por parte de los humanos de que es imposible
identificar al mal.
La guerra de Vietnam no fue algo que simplemente sucedió. Fue iniciada por los británicos
en 1945. 72 Fue apoyada por los franceses basta su derrota en 1954. Luego, cuando ya se
avistaba la paz, fue reiniciada y sostenida por los norteamericanos durante los siguientes
dieciocho años. Aunque todavía hay muchos que debaten el tema, es mi opinión —y estoy
seguro de que será el juicio de la historia— que Norteamérica fue la agresora en esa guerra
durante aquellos años. Nuestras elecciones eran las más reprensibles moralmente. Nosotros
éramos los villanos.
¿Pero cómo podía ser que nosotros, los norteamericanos, fuéramos villanos? Los alemanes
y los japoneses en 1941, claro que sí. Los rusos, sí. Pero, ¿los norteamericanos? Por cierto que
nosotros no somos un pueblo de villanos. Si fuimos villanos, habrá sido sin darnos cuenta. Esto
lo admito, fuimos muy inconscientes. Pero, ¿cómo hace un individuo o un grupo o una nación
para transformarse en un villano o un grupo de villanos inconscientes? Esta es la pregunta
crucial… Ya me he hecho esta pregunta en varios niveles. Permítanme volver a ella y analizar
una vez más los temas del narcisismo y la haraganería en este nivel más amplio.
La denominación “villano inconsciente” es particularmente apropiada porque nuestra
villanía estaba en nuestra inconsciencia. Nos convertimos, en villanos porque no teníamos
conciencia. La palabra “conciencia” en este sentido se refiere a conocimientos. Éramos villanos
por ignorancia. Así como lo que sucedió en MyLai fue encubierto durante un año porque los
soldados de la Fuerza de Tareas Barker no sabían que habían hecho algo radicalmente malo,
Norteamérica hizo la guerra porque no sabía que lo que estaba haciendo era una villanía.
Yo solía preguntar a los soldados que iban a luchar en Vietnam qué sabían sobre la guerra y
su relación con la historia de los vietnamitas. Los hombres alistados no sabían nada. El noventa
72
Gran Bretaña, a la que los términos de Yalta asignaron la tarea de “desarmar y repatriar a los japoneses y restaurar
el orden” en el sur de Indonesia al final de la Segunda Guerra Mundial, eligió interpretar su tarea como el
restablecimiento del régimen colonial francés (a pesar del hecho de que éste habla sido un régimen de Vichy que
cooperó con la ocupación japonesa). Los soldados británicos encontraron a los japoneses ya desarmados y un
Vietnam unificado bajo el control del Vietminh. Procedieron a rearmar a los japoneses y a usarlos para reforzar sus
propias tropas y arrancar a la fuerza el control de Saigón de las fuerzas de Hô Chi Minh. Luego, por la fuerza de las
armas, mantuvieron su ocupación de Saigón hasta que comenzaron a llegar masas de soldados desde Francia tres
meses más tarde. Entregaron Saigón a los franceses y luego se retiraron. Había comenzado la Guerra de Indochina
Francesa
por ciento de los oficiales jóvenes no sabían nada. Lo que sabían los oficiales de alta graduación
y muy pocos de los jóvenes era lo que les habían enseñado según los programas sumamente
tendenciosos de sus colegios militares. Era asombroso. Por lo menos el noventa y cinco por
ciento de los hombres que iban a arriesgar sus vidas no tenía el más leve conocimiento de por
qué se hacía la guerra. También hablé con los civiles del Departamento de Defensa que dirigían
la guerra y descubrí una ignorancia igualmente atroz de la historia vietnamita. El hecho es que
como nación ni siquiera sabíamos por qué estábamos haciendo la Guerra.
¿Cómo pudo haber sucedido esto? ¿Cómo pudo todo un pueblo ir a la guerra sin saber por
qué? La respuesta es simple. Como pueblo éramos demasiado haraganes para aprender y
demasiado arrogantes para pensar que teníamos que aprender. Sentíamos que cualquiera fuese la
forma en que percibíamos las cosas estaba bien y no hacía falta estudiarlas más. Y que cualquier
cosa que hiciésemos sería lo correcto, sin ninguna reflexión. Nos equivocamos tanto porque
nunca pensamos que podíamos equivocarnos. Con nuestra haraganería y nuestro narcisismo, que
se fortalecían el uno al otro, fuimos a imponer nuestra voluntad a los vietnamitas con
derramamiento de sangre y prácticamente sin ninguna idea de lo que eso involucraba. Sólo
cuando nosotros —la nación más poderosa de la tierra— sufrimos consistentemente la derrota a
manos de los vietnamitas, comenzamos, en número significativo, a tomarnos el trabajo de
enterarnos de lo que habíamos hecho.
Y así fue como nuestra nación “cristiana” se convirtió en una nación de villanos. Así fue
con otras naciones en el pasado, y así será con otras naciones —incluyendo nuevamente la
nuestra— en el futuro. Como nación y como raza no seremos inmunes a la guerra hasta que
hayamos avanzado más en el proceso de erradicar de nuestra naturaleza humana a los proge-
nitores gemelos del mal: la haraganería y el narcisismo.
75
Algunos, en especial Martin N. Gross, en The Psychological Society (Random House, 1975), lamentan el énfasis
actual en la mentalidad psicológica, pero si bien son elocuentes sobre sus abusos, pasan por alto sus virtudes. No
ven el cuadro general ni dan un punto de vista equilibrado
explicarlos acusando a otros de los defectos. A medida que desarrollemos una psicología del
mal, este hecho —que ya representa un conocimiento común entre los estudiosos— seguramente
se difundirá más. Nos volveremos más y no menos perspicaces con respecto a los que arrojan la
primera piedra. A medida que el interés científico por el fenómeno del mal se filtre al público,
nuestra consideración de ese fenómeno debe ser cada vez más cuidadosa.
76
Harpe and Row, 1952 Perennial Library Edition.
No hay quien pueda concentrar su atención en el mal, ni siquiera en la idea del mal, y no
resultar afectado. Estar más contra el mal que a favor de Dios es excesivamente peligroso.
Todo cruzado puede llegar a volverse loco. Lo persigue la maldad que él atribuye a sus
enemigos; ésta se convierte de alguna manera en parte de sí mismo (pág. 260).
77
The Gret Divorce, New York, Macmillan, 1946.
78
The Mask of Sanity, St.Louis, C. V. Mosby, 1964, cuarta edición.
Uno de los hechos más perturbadores que surgieron del juicio a Eichmann fue que un
psiquiatra lo examinó y lo declaró perfectamente cuerdo. Igualamos la salud mental con
un sentido de justicia, con una actitud humanitaria, con la prudencia, con la capacidad de
amar y comprender a otra gente. Confiamos en las personas mentalmente sanas del
mundo para que nos preserven de la barbarie, la locura, la destrucción. Y ahora
comenzamos a descubrir que son precisamente los mentalmente sanos los más peligrosos.
Son los sanos, los bien adaptados, los que sin escrúpulos y sin náuseas dirigen los misiles y
oprimen los botones que iniciarán la gran orgía de destrucción que ellos, los sanos, han
preparado). 79
¿Qué debemos hacer con los malos cuando su disfraz de salud o de cordura es tan eficaz, su
destructividad tan “normal”? En primer lugar tenemos que dejar de creer en sus mentiras y no
permitir que nos engañen con sus fingimientos. Espero que este libro nos ayude a eso.
Pero entonces, ¿qué? Es una vieja máxima: conoce a tu enemigo. No sólo debemos
reconocer sino estudiar a esas pobres, aburridas y aterrorizadas personas. Y tratar de hacer lo
que podamos por curarlas o contenerlas.
¿Cómo haremos esto, considerando los grandes peligros que entraña una psicología del mal?
Creo que podemos realizar sin peligros la investigación científica de un tema al que a priori
damos un valor negativo sólo con una metodología de valor positivo. Específicamente, creo que
sólo podemos estudiar y tratar al mal a través de los métodos del amor.
Un hombre de veintiocho años había pasado varios años en terapia conmigo, enfrentándose
con el mal que su padre le había hecho en la infancia. Una noche tuvo el siguiente sueño, que,
representaba el comienzo de una nueva etapa en el proceso de su curación: