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Experiencias lectoras.

A mi maestra, Nieves Oliván.


Cada viernes anhelábamos que llegara ese momento con la ilusión de quien
sabe que a veces un suspiro puede durar toda una vida evocado desde el recuerdo del
paso inexcusable de los días. Hoy se diría que ayer fuimos niños inocentes que un día
soñaron con hacer de nuestros días una ventana de vida abierta al mundo de los
sueños. José María Merino podría haber recogido en sus Cuentos de los días raros lo
que de raro tenía nuestra monótona existencia. Si Merino hubiera escrito ya sus
cuentos en aquella época, seguro que nos hubiera gustado parecernos de mayores al
profesor Souto de “Celima y Nelima”, pero todavía no había llegado el momento. Era
demasiado pronto para pensar que algún día saldríamos de esa escuela y todos
nuestros sueños formarían parte de un pasado perdido en la memoria imposible de
recuperar. Todos estos pensamientos no eran por entonces sino meras disquisiciones
de un futuro improbable.
Finalizado el recreo de la mañana, esperaba alegremente junto a la puerta. Nos
sentábamos sin dilación en el suelo formando un círculo. Entonces, ella, abría las dos
hojas de la ventana, levantaba la persiana hasta asegurarse de que la estancia
quedaba suficientemente iluminada, y cogía el grueso libro con la delicadeza de quien
sabe poseer entre sus manos la llave que abre la puerta de la fantasía y de la libertad.
Desde el mismo momento en que entonaba su voz, sus palabras constituían el mejor
antídoto contra el paso del tiempo. Se alzaban puras y melódicas entre los primeros
rayos de sol del mediodía como aquel sueño blanco de violetas que soñara Juan
Ramón. Percibir su melodía ante nuestros ojos convertía nuestra infancia en una
primavera eterna y pura que escondía el más valioso de los tesoros. Se diría sumidos
en un “viaje secreto” en el que todos nosotros éramos aventureros que viajaban
guiados por la lectura infinita de una historia interminable.
Bastián leía la historia sentado en su biblioteca en el mismo momento en que
Nieves Oliván nos leía a nosotros la historia que él mismo protagonizaba. La
existencia literaria de aquel joven muchacho se nos antojaba tan próxima a la nuestra
que ninguno de nosotros hubiera dudado de que era un integrante más del círculo, un
compañero de clase sentado entre nosotros que escuchaba con atención devota la
lectura de nuestra maestra.

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Durante el tiempo que duraba este ritual sagrado, la rutina diaria, los miedos,
los aviones plateados, los coches teledirigidos, los veranos junto al río, las noches de
acampada entre los pinos bajo el fulgor de la luna llena, las carreras en bicicleta…
eran pequeñas estaciones de un tren que realizaba un trayecto desconocido. En un
vagón sin nombre viajábamos todos nosotros en busca de un lugar donde hacer de la
vida un libro infinito *** con el que poder compartir todos nuestros sueños.
Una brisa fugaz de primavera acariciaba nuestros rostros. Nieves entonaba la
melodía de un himno íntimo que embellecía nuestras vidas. Éramos felices pero
sabíamos que un día se cumpliría la profecía que otras noches nuestros padres
anunciaron . Más allá de la materialidad de aquel instante, nos habíamos resignado a
aceptar que el tiempo es un reloj de arena que no se detiene. Sabíamos que un día
creceríamos y nuestras vidas quedarían en manos de fuerzas avasalladoras que
regirían nuestros destinos. Una mañana despertaríamos esperando que todas las
semanas hubiera un viernes en el que Nieves nos leyera un nuevo capítulo de La
historia interminable. Pero ese viernes no llegaría más. Y entonces, pensaríamos que
un día Bastián fue un niño que nos enseñó a comprender el verdadero significado de
los sueños. Gracias, “señorita Nieves”.
De nuestra infancia nos quedó la idea de lectura como pasión, como deseo
incontenible con el que descubrir otros mundos alternativos que extirparan la
monotonía del mundo real. Pero se cumplió la profecía: creceríamos, y Bastián dejaría
de ser el niño idílico que a todos nos hubiera gustado ser mientras éramos pequeños
para convertirse en el niño que nunca pudimos ser.
Teníamos doce años y seguíamos siendo jóvenes. Los viernes conservaban todavía
intacto aquel sabor a tierra mojada, a tarde de verano, a acampada nocturna una mañana de
primavera. Continuaba intacto en nuestra memoria el recuerdo del círculo, la voz de Nieves
tras los cristales entreabiertos. Por eso, el traslado a la escuela del pueblo vecino tuvo desde el
principio el sabor de un destierro en la sombra. Creíamos haber sido separados de nuestra
tierra con la violencia de quien se sabe libre de todo pecado y es obligado a abandonar su casa
por mandato legal.
Hubo un tiempo en el nos reuníamos en cualquier granero ordenado y jugábamos a que
uno de nosotros era la señorita Nieves, y leía en voz alta un libro que le gustase mientras los
demás sentados en círculo disfrutábamos del encanto de las palabras. Era una forma muy
modesta de rescatar del pasado aquel episodio de nuestra infancia

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