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Preparativos.

Salir del armario


Antes de emprender el viaje, consulto a los clásicos. Pobre de aquel que no tenga la humildad
de aprender de sus maestros. Pongo sobre la mesa las obras completas de don Enrique Gil
y Carrasco. El tomo LXXIX de la Biblioteca de Autores Españoles. Un tomo delicioso, de
cuando los cajistas componían la tipografía a mano, en cajas de plomo, un vaso de leche
siempre cerca para aliviar la intoxicación. Al abrirlo, encuentro dos postales de la catedral de
Santa Eduvigis, en Berlín, y un recorte de prensa “Los restos del escritor romántico Enrique
Gil y Carrasco, enterrados en su pueblo natal”. [EL PAíS, 19 de mayo de 1987]
Después de nueve años “de dilatados trámites burocráticos”, Cristóbal Halffter y
Marita Caro, han depositado los restos del escritor en el panteón de los marqueses de
Villafranca. No me creo nada. Yo también estuve allí. O mejor dicho, yo llegué al cementerio
de Santa Eduvigis tres años antes, en 1984, antes de la caída del muro, cuando pasar de
Berlín Oeste a Berlín Este era cruzar el telón de acero y cambiar la democracia por unos
policías que recordaban demasiado a los grises del franquismo. Entonces constaté y publiqué
en Aquiana que era imposible identificar los restos de Gil y Carrasco: tumba prescrita,
saqueada, removida, “en 1882, se abre su tumba y se sepulta en ella otro cadáver, el de un
tal Peter Reichemperger” [Picoche], restos confundidos en el osario común. Ya varios años
antes, Ignacio Linares escribía “se hizo encima de su sepultura el muro de Berlín. El rescate
de los restos moratles del escritor berciano en estas condiciones sería imposible” [Diario de
León, 13-V-78] ¿Alguien hizo la prueba del ADN? ¡Qué parodia, qué teatro!

Puestos a creer en gamusinos, prefiero la versión verídica apócrifa de un amigo, según


la cual, a la vuelta de Berlín, la misión diplomática villafranquina recaló en un reputado club
nocturno de Madrid, llevando el alguacil municipal en el regazo las presuntas cenizas del
poeta, archivadas en una urna de estaño, que se las había confiado la autoridad con muchas
prevenciones. Los de la nobleza que, como es sabido, nunca van de putas, se retiraron
pronto a descansar; pero el alguacil plebeyo se embebió en los pechos de una morena
escultural, se fue con ella tras las cortinas del reservado y dejó las cenizas olvidadas sobre
un taburete. Durante el fornicio desapareció la urna que hubo de ser reemplazada al otro día
por la que hoy yace “bajo los hexágonos del hermoso artesonado mudéjar de San Francisco
que preside desde un altozano la villa”. Basta con darse un paseo por lo que queda del
cementerio de santa Eduvigis para comprender dónde está la obscenidad de esta historia:
el olvido del fogoso alguacil es fruto de un desahogo caribeño; lo de las cenizas de Berlín,
es pura escatología cenicienta anotada en la cuenta del poeta. Pero, y sobre todo, ¿qué más
da y a quién importa? Su paisano Ramón Carnicer, preguntado por César Gavela acerca de

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este traslado recela: “Si en el otro mundo tuvo noticia de ello, ¿complació a Gil el traslado?
Su afección a Villafranca es por lo menos, dudosa”. ¡Y tan dudosa!, salió pitando y apenas
quiso volver. ¿Por qué no haberlo enterrado en Ponferrada, donde verdaderamente creció,
civilmente, en alguna almena del castillo que inmortalizó en su obra? ¿O en Madrid, cerca
de la tumba de su admirado Espronceda?
Gil y Carrasco no era Lorca, asesinado por un falangista con dos tiros en el culo, por
maricón, no hay memoria que vindicar. Gil y Carrasco murió en Berlín en el cenit de su vida,
en la gloria que nunca soñó. Ya quisiera yo gozar de la amistad de Humboldt. Cuando uno
muere pacíficamente, allá donde el destino lo decide, dejadlo en paz. Si muero lejos, a mí
no me traigáis de vuelta a casa: cualquier rincón del mundo es mi casa y allí donde eche
el último sueño, dejadme soñar. Lorca no era Gil y Carrasco: a Lorca, y a todos los lorcas
anónimos, como a los trece de Priaranza, sí tenemos que sacarlos de la cuneta y de la fosa
común y darles sepultura digna, y dejar que cada familia llore a sus muertos. La diferencia
es sutil: al desenterrar la fosa común de Priaranza, desenterramos la fría verdad, sin rencores
ni venganzas, y cerramos una herida para siempre. Sin embargo, con traer las cenizas falsas
de Gil y Carrasco no ganamos nada: su memoria es su obra. Leamos su obra y dejemos
las cenizas donde están, dispersas en el cementerio inexistente de Santa Eduvigis, que fue
tragado por el muro de la vergüenza. No fue Kennedy ante el muro en 1963; ni Obama en
2008, quien exclamó: “Ich bin ein Berliner”, fue nuestro Enrique Gil y Carrasco, romántico,
tísico, diplomático, gay, masón, ahora secuestrado por la derecha. ¡Qué hermoso: morir en
Berlín sin olor a sacristía!
De manera que, apenas abro las obras completas de Enrique Gil, avento cenizas vivas
de su memoria. La edición magistral de D. Jorge Campos es de 1954, pero sospecho que
la compré unos años después, porque nací en 1958. Con letra minuciosa de niño aplicado,
completé la bibliografía del autor. ¡Qué cosas hace un capitán de quince años! Gil y Carrasco
me cautivó por la vena berciana; pero en realidad yo era fan de Bécquer y Espronceda. De
cabo a rabo me papé el tomo de Bruguera: la fecha no engaña, Ponferrada, 8-6-73. “Yo sé
un himno gigante y extraño que anuncia en la noche del alma una aurora”, declamaba sus
versos en voz alta entre las tapias del cementerio del Carmen, donde Carmela Nieto me llevó
por primera vez a depositar flores en la tumba de la madre de Gil y Carrasco, y aún lo hago,
a escondidas, cuando nadie puede oírme:
¡Hurra, cosacos del desierto! ¡Hurra!
La Europa os brinda espléndido botín:
sangrienta charca sus campiñas sean,
de los grajos su ejército festín.
Desgarremos la vencida Europa: parece que Espronceda está hablando de la
decadencia que nos rodea, de la crisis financiera, de las hipotecas-basura y de las subprime.
Y yo recitaba por entre las tumbas abandonadas su poema El Mendigo, con deliciosa mala
leche y ecos de las coplas de Jorge Manrique:
Y a la hermosa
que respira
cien perfumes
gala, amor,
la persigo
hasta que mira,
y me gozo
cuando aspira
mi punzante mal olor.
Y en la bulla
y la alegría
interrumpen
la armonía
mis harapos

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y mi voz
Mostrando cuán cerca habitan
el gozo y el padecer,
que no hay placer sin lágrimas, ni pena
que no transpire en medio del placer.
Espronceda. No hay velada lírico-etílica en la que, antes de atacar los cantos
regionales, no castigue a los amigos con la Canción del Pirata. No en vano, al cumplir los
cincuenta años y entrar en la madurescencia, renové el juramento que da luz a mi vida:
Que es mi barco mi tesoro,
que es mi Dios la libertad,
mi ley la fuerza y el viento,
mi única patria la mar.
Espronceda, laico, revolucionario en París, libertario y republicano. Gil y Carrasco
lo admiraba y fueron amigos. Cuando se conocieron -Madrid, 1836-, Espronceda tenía
28 años y Enrique apenas 21. De todo aquel grupo de agitadores liberales –Martínez de
la Rosa, Mesonero Romanos, Moratín, Larra-, Gil y Carrasco fue el más moderado, por su
carácter intimista, pero la adscripción progresista de Enrique Gil es inequívoca. En el mejor
ensayo escrito hasta la fecha sobre nuestro novelista romántico, el poeta villafranquino
Juan Carlos Mestre, digno heredero, explora la posible afiliación del novelista berciano a la
masonería. “Aún siendo sostenible –escriben Mestre y Muñoz Sanjuán [Introducción a El señor de
Bembibre]- su probable adscripción a algún tipo de saber iniciático, tan en boga en esos años
–recordemos que su íntimo amigo y protector Espronceda era un incansable activista a favor
de la masonería, y masones lo fueron también Martínez de la Rosa, Mesonero Romanos, el
duque de Rivas, Moratín, Larra y tantos otros e influyentes personajes del entorno literario y
político liberal de Enrique, lo que no pareciera concitar dudas es la proximidad temática (...)
que ha vinculado históricamente a la masonería con la Orden del Temple”.
Sin ocultar sus simpatías, Mestre y Muñoz son muy respetuosos con la figura de
Enrique Gil (“de más que dudoso talante católico”, escriben cautelosos); son mucho más
respetuosos que las derechas villafranquinas, adueñándose de su nombre y sepultando
religiosamente su verdadera personalidad. Yo no pecaré de prudencia; pido la desamortización
de Gil y Carrasco; reivindico como primer escritor del Bierzo al Enrique libre, progresista,
agnóstico y, con certeza, masón. Aprisionado en una sexualidad torturada, acaso en el
armario, roturada por traumas juveniles. Entre septiembre y noviembre de 1837 –tenía
Enrique veintidós años-, mueren su padre y sus dos íntimos confidentes, los hermanos
Guillermo y Juana Baylina. “Nocturnos con niebla”.
Su viaje a Berlín forma parte de una misión entre iniciados: parte de Madrid con
cartas de recomendación de sus hermanos masones y es acogido en Prusia por masones
ilustres como Mendhelson y Humboldt: “La manifiesta y positiva afectividad de Humboldt
hacia Enrique, la facilidad de sus relaciones en los altos círculos de influencia económica y
política del joven escritor, serán abiertas con otra llave, la “llave” (...) que tanta importancia
encierra como clave de significación masónica” [Mestre/Muñoz]. En un guión cinematográfico
inédito, del artista ponferradino José Cerdeira, se deja entrever que la relación entre Humboldt
y Gil fue algo más que afectividad diplomática. Quizás otra lectura de la novela nos muestre
el lado femenino de don Álvaro, el Señor de Bembibre.
Ilustración de Luis Gómez Domingo
Menos sacristía y que corra el aire. Hay que releer El señor de Bembibre con las
claves que Mestre, Muñoz, Humboldt, Cerdeira y Ovidio Blanco suministran –“lo que nos
ofrece la posibilidad de una nueva mirada interpretativa sobre la alegoría subyacente en El
señor de Bembibre- para comprender todos los matices y descubrir el contenido oculto, para
iniciados, autobiográfico, que Enrique Gil encripta en sus páginas. Bajo la capa medieval
y templaria, laten episodios de la España del XIX. Bajo la trama de amores románticos,
contrariados, prohibidos, laten pasiones ocultas, y la extrema sensibilidad del poeta confiesa
su lado femenino:
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-Beatriz soy yo.
Pues bien, éste es el poeta, desamortizado, desnudo y sin mentiras, al que pido que
me acompañe en mi viaje interior. Próxima estación: Berlín.

Pasiones templarias en Berlín

McLuhan cambió la percepción del periodismo moderno al proclamar que el medio es el


mensaje. No quisiera que este libro sea el relato de un viaje, sino que el libro sea el viaje.
Y cada cual lo recorrerá a su modo. Te invito ahora a una breve excursión con el viajero
más universal de todos los tiempos: el barón Friedrich Wilhelm Karl Heinrich Alexander von
Humboldt, amigo íntimo de Enrique Gil y Carrasco.
El viaje tiene tela. Los ensayos clásicos sobre Gil –Gullón, Campos, Picoche, Carnicer,
Mestre y Muñoz- se refieren casi de pasada a la amistad entre Enrique y Alexander. Pero
estamos hablando de uno de los personajes más importantes de la historia de la Humanidad,
comparable a Alejandro, Leonardo, Darwin o Napoleón. “El último hombre verdaderamente
universal”. Humboldt nació en Berlín en 1769; así pues, tenía 75 años cuando conoce a Gil,
de 29. El maduro y el joven. ¿Cómo podía acceder un joven poeta de provincias, arruinado y
enfermo, de modo tan súbito a la amistad íntima de uno de los hombres más poderosos de
Europa? El amor todo lo puede. Humboldt

La vida y viajes de Humboldt son apasionantes: leí sus aventuras en 1986, durante
la expedición científica a los mares de la Antártida, y le profeso profunda admiración; pero
entonces no lo relacioné con Gil. Por ahorrar detalles –mejor goza la obra Humboldt y
el cosmos-, diré sólo que Humboldt fue científico, explorador y diplomático. Fue amigo
personal del rey de Prusia, Federico Guillermo IV –el mismo que condecoró a Gil y
Carrasco-, y trató a Goethe, a Schiller, a Jefferson o al Zar Nicolás I. Realizó expediciones
científicas por Sudamérica, donde ascendió al Chimborazo, y por Siberia. Los resultados de
sus investigaciones, ejemplares para toda la ciencia posterior, ocupan decenas de tomos
publicados durante más de treinta años. Hay mil lugares geográficos en la tierra que llevan
el nombre de Humboldt. Pero, además de científico, fue un radical progresista y agnóstico,
comprometido con las clases pobres. Y homosexual. “Su éxito público –escribe Botting,
refiriéndose a los años juveniles de Alexander- ocultaba un íntimo y amargo fracaso. La
causa más inmediata de su desdicha era un joven y desconocido subalterno de infantería,
Haeften, por quien Humboldt sentía una angustiosa pasión sexual. (...) Humboldt había
tenido con anterioridad efusivas amistades con otros hombres” y su cuñada Caroline escribió
“Alexander nunca será estimulado por nada que no proceda de hombres”.
Me detengo aquí: la homosexualidad de Humboldt es un dato biográfico reseñable
sin morbo, con naturalidad, como la de Sócrates, Leonardo y tantos otros. Enriquece su
compleja personalidad y la hace aún más atractiva. Sin embargo, el dato es revelador
conectándolo con la súbita amistad, íntima devoción, con Enrique Gil.
Cuando Gil y Carrasco llega a París, camino de Berlín, el embajador de España,
Martínez de la Rosa, masón, le da una carta de presentación para Humboldt, otro conocido
masón, miembro de la influyente Gran Logia Nacional de Alemania, a la que también
pertenecía el rey Guillermo de Prusia. Por sus relaciones y credenciales, me aventuro a
concluir que Gil y Carrasco también era un iniciado: volvamos a la lectura de El señor de
Bembibre en clave simbólica. De oca a oca y tiro porque me toca.
Alexander era ya un hombre viejo, aunque sobrevivió a Gil y alcanzó los noventa
años; Enrique era un joven atractivo. Carnicer lo describe así: “Atildado y elegantemente
vestido, conforme a la moda de la época, moderada por cierta severidad; reposado en sus

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ademanes, pálido; de pelo castaño claro, casi rubio; con aire de hombre del Norte, y como
tal, de ojos claros, azules, de mirar abierto, aunque un poco triste”. Alexander se enamoró
de Enrique, lo convirtió en su protegido y lo introdujo en la Corte de Prusia. “A las dos
semanas de encontrarse en Berlín –sigue Carnicer- fue invitado a la cena de gala ofrecida por
el rey en Postdam, fue recibido por el ministro de Negocios Extranjeros, primo de Humboldt,
etc”. Llevaba dos semanas en la capital de Prusia y ya daba clases de español a la mujer
del Príncipe heredero.
Enrique llegó a Berlín el 24 de septiembre de 1844 y murió en febrero de 1846:
apenas permanece en la capital año y medio; pero la amistad con Humboldt es tan intensa
que Gil recibe del Rey la Gran Medalla de Oro y, cuando Enrique enferma, Alexander le visita
en su casa. Cuando en la Navidad de 1845 llegan a Berlín los primeros ejemplares de El
señor de Bembibre, Humboldt y el Rey buscan El Bierzo en un mapa y escudriñan la novela
con complicidad fraternal: el rito templario es el más respetado por la masonería universal.
La novela de lejanas tierras y nombres exóticos –léanse en voz alta, con acento prusiano:
Korrnatell, Bembibrre, Karrrrucedo- habla de ellos mismos, de su propia fraternidad.
¡Qué gran suerte la de Enrique Gil gozar en aquel trance de la amistad del poderoso
sabio universal! ¡Qué felicidad la de Alexander, compartir aquellos meses, quizás su último
gran amor, con aquel joven berciano, inteligente y delicado! Cuando Enrique muere, Humboldt,
conmovido en lo más íntimo, escribe a sus amigos cartas llenas de tristeza. [Samuels]
¡Quién hubiera estado en su lugar! Masonería, homosexualidad, templarios. Los
Enrique Gil y Carrasco mismos que iban dos sobre un caballo en señal de pobreza. Los condenados por herejes y
quemados en la hoguera por sodomitas. ¡Qué gran complicidad la que Alexander y Enrique
comparten! Su historia de amor es perfecta y por ello la meto en las alforjas y la llevo
conmigo en este viaje berciano, porque aquel amor berlinés entre el sabio canoso y el poeta
joven pide abrirse paso como una verdad por mucho tiempo oculta y pide acompañarme en
estas páginas, en las que también yo salgo del armario. Pero ésa es otra historia.

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