EL FIN DE TODAS LAS COSASNOTA DE TRADUCCION
La presente traduccién se ha efectuado directamente de la edicién Kanr’s
gesammelte Schriften. Werke, Briefe, Opus postumum, Vorlesungen, Ausgabe der
‘Akademie der Wissenschaften, Berlin, Walter de Gruyter, 1900 y sigs. La pagina-
cién original correspondiente se consigna al margen con la forma Ak. viut, pag,EL FIN DE TODAS LAS COSAS:
Es una expresié6n corriente, sobre todo en el lenguaje piadoso, el ha- Ak. vm, 327
blar del transito de un moribundo del tiempo a la eternidad.
Nada querrfa decir esta expresién si con eternidad se quisiera dar
a entender un tiempo que se prolonga al infinito; pues entonces el
hombre no saldrfa del tiempo, sino que partirfa de un tiempo a otro.
Por tanto, debe aludirse a un fin de todos los tiempos, en una perdura-
cién ininterrumpida del hombre, pero en una duracion (considerada
su existencia como magnitud), no obstante, que seria una magnitud
no comparable con el tiempo (duratio noumenon), de la que no pode-
mos formarnos (fuera del meramente negativo) concepto alguno.
Este pensamiento encierra algo de horrible: porque nos lleva al
borde de un abismo de cuya sima nadie vuelve («con fuertes brazos
le retiene la eternidad en un lugar tétrico, de donde nadie regresa»,
Haller); y, sin embargo, también algo de atrayente: pues no se puede
dejar de volver a él la mirada asustada (nequeunt expleri corda tuendo,
Virgilio). Es terrible-sublime, en parte por causa de su oscuridad,
pues en ésta suele obrar la imaginacién con mas fuerza que a plena
luz. Finalmente, ha de estar entretejido con la raz6n humana univer-
sal: porque nos topamos con él en todos los pueblos, en todas las
épocas, ataviado de una manera o de otra.
Sin embargo, si seguimos este transito del tiempo a la eternidad
(al margen de que esta idea, considerada teéricamente, como am-
pliacién del conocimiento, tenga o no realidad objetiva), como hace
la raz6n misma en sentido moral, tropezamos con el fin de todas las
cosas en cuanto seres temporales y objetos de posible experiencia: fin
que, en el orden moral de los fines, es el comienzo de una perdura-
* Das Ende aller Dinge (1795). (N. de los T.)
651Ak. vir, 328
652 EL fin de todas las cosas
cién como seres suprasensibles, que no se hallan bajo las condiciones
temporales y que, por tanto, al igual que su estado, tampoco pueden
ser capaces de otra determinacién de su condicién que la moral.\
Los dias son como hijos del tiempo, porque el dia siguiente, con
cuanto contiene, es engendro del anterior. Como el tiltimo hijo es el
hijo final para los padres, llamamos al tiltimo dia (el momento del
tiempo que lo cierra) el tltimo dia. El dltimo dfa atin pertenece al
tiempo; pues en él ain sucede algo (no pertinente a la eternidad, don-
de nada sucede, pues ello seria continuacién del tiempo), a sabe
rendicién de cuentas de los hombres por la conducta de toda su vida.
Es también el dia del juicio; la sentencia absolutoria 0 condenatoria
del juez del mundo es, por tanto, el auténtico fin de todas las cosas, y,
al mismo tiempo, el comienzo de la eternidad (bienaventurada o ré-
proba), en que la suerte que a cada uno le cupo permanece cual fue
en el momento de la sentencia. Por tanto, el tiltimo dia contiene tam-
bién el juicio final. Sin embargo, si en el fin de las diltimas cosas hubie-
ra de figurar el del mundo, en la forma en que ha parecido hasta
ahora, es decir, la caida de las estrellas del cielo como de una béveda,
la precipitacién de este mismo cielo (o el que se enrollara como un
libro), el incendio de cielo y mundo, la creacién de un nuevo cielo y
una nueva tierra, sede de los santos, y de un infierno para los répro-
bos; entonces el dfa del juicio no seria el ultimo dia, sino que le segui-
rian otros distintos. Pero como la idea del fin de todas las cosas no
tiene su origen en la reflexién sobre el curso fisico, sino sobre el curso
moral de las cosas en el mundo, y sélo asi esta dispuesto, el tiltimo sélo
puede referirse a lo suprasensible (no comprensible sino en lo moral),
como corresponde a la idea de eternidad: en efecto, la representacién
de las tiltimas cosas, que han de venir después del tiltimo dia, hay que
considerarla s6lo como una sensibilizacién de aquélla, con sus conse-
cuencias morales, por lo demas no comprensibles tedricamente para
nosotros.
Pero hay que observar que, desde la mas remota antigiiedad, en-
contramos dos sistemas sobre la eternidad venidera: uno, el de los
unitarios, que concede a todos los hombres (unidos por expiaciones mas
o menos largas) la eterna bienaventuranza, el otro el de los dualistas;\
> Tal sistema se fundaba, en la vieja religién persa (la de Zoroastro), en la su
posicién de dos seres primigenios en lucha eterna: el principio del bien, Ormezd, y
el del mal, Afriman. Lo curioso es que el lenguaje de dos paises tan lejanos entre si,
y atin més del asiento actual de la lengua alemana, en la designacién de estos seres,EL fin de todas las cosas 653
que la concede a algunos elegidos, y a todos los demds la eterna conde-
nacién. Porque no es posible un sistema segtin el cual todos estarian
destinados a ser condenados, ya que no habria modo de justificar por
qué habfan sido creados; la aniquilacién de todos revelarfa una sabi-
duria deficiente, la cual, descontenta con su propia obra, no sabria de
otro remedio mejor que destruirla. Los dualistas tropezaron siempre
con la misma dificultad, que les impedia pensar en la eterna condena-
cién de todos; pues podria preguntarse: ;por qué crear a unos pocos,
oa uno sélo, si sélo hubiera de existir para ser condenado?; lo que, sin
embargo, es bastante peor que no ser.
En efecto, en la medida en que nos aleanza, hasta donde pode-
mos explorar, el sistema dualista (pero s6lo bajo el supuesto de an
primer ser sumamente bueno), en sentido préctico, encierra un mo-
tivo preponderante para cada hombre, sobre como ha de regirse a si
propio (no sobre cémo esté facultado para regir a los demas): pues,
en la medida en que se conoce, la razén no le presenta ninguna otra
perspectiva de la eternidad que la que su propia conciencia le abre
al final de la vida por la conducta que ha Ilevado. Pero, como mero
juicio de la raz6n, no basta para convertirlo en dogma, es decir, en
una proposicién teérica, valida en si misma (objetiva). Pues, qué
hombre se conoce a si propio, o a nadie, tan a fondo como para de-
cidir que si apartara de todas las causas de su presunta vida honrada
cuanto se designa como debido a la suerte, como su buen tempera-
mento innato, el gran vigor natural de sus fuerzas superiores (las del
entendimiento y la raz6n para contener sus impulsos), amén de la \
oportunidad con que el azar le ahorré, por fortuna, muchas seduc-
toras ocasiones que otros hallaron; si pudiera separar todo esto de su
carcter real (como ha de hacerlo si quiere estimarlo en lo debido,
pucs lo que obsequia la suerte no puede atribuirse a su propio méri-
to): quién quiere entonces decidir, digo yo, si un hombre, ante los
ojos omnividentes de un juez universal, guarda, por su valor moral
interior, alguna ventaja sobre los dems? ;Y acaso no serd una ab-
surda presuncién, por un conocimiento superficial de sf mismo, for-
es el aleman. Recuerdo haber leido en Sonnerat que en Ava (la tierra de los burach-
manes), el principio del bien se llama Godeman (palabra que parece hallarse tam-
bién en el nombre Darius Codomannus); y que la palabra Ahriman suena muy
parecida a arge Mann, y que el actual persa contiene una gran cantidad de palabras
de origen alemén; asi que, para los estudiosos de la Antigiiedad puede ser una
tarea el perseguir, con el hilo conductor de los parentescos lingdifsticos, el origen de
los actuales conceptos religiasos de muchos pueblos. (IN. del A.)
Ak, vir, 329
Ak. vitt, 330Ak. vitt, 331
654 El fin de todas las cosas
mular un juicio sobre el valor moral propio (y el destino merecido)
o el de los demas?
Por ello, tanto el sistema de los unitarios como el de los dualistas,
considerados como dogmas, parecen exceder por completo el poder
especulativo de la raz6n humana, y todo parece conducirnos a limitar
en absoluto aquellas ideas de Ia razén a las condiciones del uso préc-
tico, Pues nada tenemos delante que nos pueda instruir desde ahora
sobre nuestro destino en un mundo venidero, sino el juicio de la pro-
pia conciencia; a saber: lo que nuestro estado moral presente, en la
medida en que lo conocemos, nos permite juzgar razonablemente: es
decir, que aquellos principios que hayamos encontrado prevalentes en
nuestra conducta hasta el final (ya sean del bien o del mal), lo seguiran
haciendo después de la muerte; sin que tengamos el menor motivo
para asumir un cambio de los mismos en el futuro. Asi pues, tenemos
que esperar para la eternidad, bajo el dominio del principio bueno o
malo, las consecuencias adecuadas al mérito o la culpa; al respecto,
conviene actuar como si la otra vida y el estado moral con que acaba-
mos la presente, con sus consecuencias, fueran invariables al entrar en
aquélla. En sentido practico, por tanto, el sistema que habra que
adoptar ser4 el dualista; sin que importe cual de los dos merece la
palma en sentido teérico y meramente especulativo; aunque parece
que el sistema unitario se mece mds en una seguridad indiferente.
Pero zpor qué los hombres esperan, en general, un fin del mundo?,
y, si éste se les concede, gpor qué precisamente un fin con horrores
(para la mayor parte del género humano)?... El motivo de lo primero
parece residir en que la raz6n les dice que \ la duracién del mundo
tiene un valor en tanto que los seres racionales se conforman al fin final
de su existencia; pero si éste no se ha de aleanzar, la creacién les parece
sin finalidad: como una farsa sin desenlace ni intencién razonable. Lo
segundo se funda en la opinién de la condicién corrompida del género
humano,} aumentada hasta la desesperaci6n; y asignarle un fin, y un fin
3 En todos los tiempos, presuntos sabios (o filésofos), cuando no se han dig-
nado atender a las disposiciones para el bien de la naturaleza humana, han agotado
los similes molestos, y aun repugnantes, con que representar con desprecio la tierra,
morada del hombre: 1) como una posada (Karavanserai) segtin lo ve el derviche:
donde cada uno es huésped en su peregrinacién por la vida, para ser pronto despla-
zado por otro; 2) como una cércel, opinién sostenida por los bramanes, los tibetanos
y otros sabios de Oriente (aun por el mismo Platén): un lugar de enmienda y puri-
ficacién de los espiritus caidos del cielo, ahora 4nimas humanas 0 animales; 3)
como manicomio, donde no sélo cada cual arruina su propio propésito, sino que
hace a los demas todo el dafio imaginable, y considera la destreza y el poder paraEl fin de todas las cosas 655
terrible, por cierto, seria la tinica medida respetable conforme a una
suprema justicia y sabiduria (para la mayorfa de los hombres).
De ahi que los presagios del tiltimo dia (pues, :qué imaginacién,
excitada por gran expectativa, esta falta de signos y prodigios?) son
todos del género espantoso. Algunos piensan, al respecto, en la injus-
ticia desbordada, en la opresi6n de los pobres por la crépula arrogan-
te de los ricos y en la \ pérdida total de la lealtad y a fe; 0 en las
guerras sangrientas que inflamaran la faz de la tierra, etcétera; en una
palabra, en la caida moral y el stibito incremento de todos los vicios
con sus consecuentes males, como antes nunca se viera. Otros piensan
en inusitadas catdstrofes naturales, terremotos, tempestades ¢ inun-
daciones, o cometas y fenémenos atmosféricos.
De hecho, los hombres sienten, no sin causa, el peso de su existen-
cia, aunque ellos mismos son esa causa. El motivo parece residir en
esto. De manera natural, en el progreso del género humane, la cultu-
ra del talento, de la habilidad y del gusto (con su consecuencia, la
abundancia) se adelanta al desarrollo de la moralidad; y este estado es
el mAs agobiante y peligroso tanto para el bienestar fisico como para
la moralidad: porque las necesidades crecen mds de prisa que los
medios de satisfacerlas. Pero la disposicién moral, que (como el hora-
ciano poena, pede claudo) siempre sigue a distancia a la humanidad, la
cual, en su curso acelerado, se enreda y a menudo cae (como podia
esperarse de un sabio gobierno del mundo), la adelantaré un dia; y
asi, si tenemos en cuenta las pruebas de la experiencia, a propésito de
las ventajas morales de nuestro tiempo sobre las anteriores, podemos
abrigar la esperanza de que el tiltimo dia se parecer4 mas al viaje de
Elfas que a un viaje infernal al estilo de los coraftas, y se introduzca
sobre la tierra el fin de todas las cosas. Sdlo que esta fe heroica en la
virtud, no obstante, no parece que, subjetivamente, tenga un influjo
tan generalizado sobre los Animos como esa entrada acompafiada de
espantos que supuestamente precederé a las tiltimas cose
hacerlo como la mayor honra; y 4) como cloaca, donde va a parar Ia inmundicia de
los otros mundos. La tiltima ocurrencia es en cierto modo original, y se la debemos
a un ingenio persa que colocé el paraiso, morada de la primera pareja, en el cielo;
enel cual habia un jardin provisto de arboles, cuyos frutos, una vez degustados, no
dejaban residuo alguno, porque éste se perdia por transpiracién imperceptible: solo
habia un Arbol, en medio del jardin, cuyo atractivo fruto no se exudaba. Nuestros
primeros padres comieron de él, a pesar de la prohibicion; asi que, para que no
ensuciaran el ciclo, un Angel tuvo que sefialarles la tierra, allé lejos, con las palabras:
«He ahi el retrete de todo el universo», y alli los condujo por su necesidad, volvi-
endo después al cielo. De ahi surgié el género humano en la tierra. (N. ded A.)
Ak, vin, 332Ak. vin, 333
656 Elfin de todas tas cosas
NOTA
Como aqui sélo nos las habemos con ideas (0 jugamos con ellas) que
la misma razén se crea, cuyos objetos (si es que los tiene) radican por
completo fuera de nuestro horizonte, y aunque hay que considerarlas
excesivas para el conocimiento especulativo, no han de estar vacfas en
todos los sentidos, sino que la misma razén legisladora las pone a
nuestro alcance en sentido practico, no para cavilar sobre sus objetos,
sobre lo que sean en sf y segtin su naturaleza, sino para que las pen-
semos en relacién con los principios \ morales, orientados al fin final
de todas las cosas (con lo que tales ideas, que de otro modo estarian
vacias, reciben prdctica realidad objetiva), asi tenemos ante nosotros
un campo libre para dividir este producto de nuestra propia razén, el
concepto general de un fin de todas las cosas, segiin la relacién que
mantiene con nuestra capacidad cognoscitiva, y establecer la clasifica-
cién subsiguiente.
Asi pues, dividimos el todo en: 1) el fin naturals de todas las cosas,
segiin el orden de ld
s fines morales de la sabiduria divina, que, por
tanto (en sentido practico), podemos comprender bien; 2) el fin mistico
(sobrenatural) de ellas, segtin el orden de las causas eficientes, de las
que no comprendemos nada; y 3) el fin contranatural (invertido) de
todas las cosas, producido por nosotros mismos al malentender el fin
final; y lo presentaremos en tres secciones: del primero ya se ha trata-
do, asi que nos quedaran los siguientes.
Dice el Apocalipsis (10, 5-6): «El 4ngel que vi plantado sobre el mar
y la tierra firme alz6 la diestra hacia el cielo y juré por el que vive por
los siglos de los siglos, que creé el cielo y cuanto contiene, etcétera: gue
ya no queda tiempo».
De no suponer que el Angel «con su voz de siete truenos» (vid. 3)
ha proclamado una insensatez, ha querido decir que, en adelante, ya
no ha de haber ningtin cambio; pues de haber algin cambio aun en el
+ Se llama natural (formaliter) lo que se sigue necesariamente segiin leyes de
cierto orden, cualquiera que sea, y, por ende, también del moral (por consiguiente,
no siempre solo del fisico). A ello puede contraponerse lo fnnatural, que puede ser
lo sobrenatural o lo antinatural. Lo necesario por causas naturales se puede represen-
tar también como natural-materialiter (fisico-necesario). (N. del A.)Elfin de todas las cosas 657
mundo, también habria tiempo, pues aquél no puede tener lugar sino
en éste, y no es pensable sin presuponerlo.
Aqui tenemos un fin de todas las cosas representado como objeto
de los sentidos, del que ningtin concepto podemos formarnos: porque
nos vemos atrapados en contradicciones si queremos dar el primer
paso del mundo sensible al inteligible; lo que ocurre aqui, \ cuando el
momento que constituye el fin del primero también ha de ser el prin-
cipio del otro, con lo que éste y aquél se hallan en la misma serie
temporal, lo cual es contradictorio.
Pero también decimos que pensamos una duracién como infini-
ta (como eternidad): no porque poseamos algtin concepto determi-
nable de su magnitud —lo cual es imposible, ya que le falta por
completo el tiempo como medida de tal magnitud—, sino que se
trata de un concepto meramente negativo de la duracién eterna,
porque donde no hay tiempo tampoco se da fin alguno, concepto
con el que no avanzamos ni un solo paso en nuestro conocimiento,
sino que sdlo quiere decir que la razén, a propésito (practico) del
fin final, no puede quedar satisfecha por la via del continuo cam-
bio; aunque, si lo intenta con el principio del reposo y la inmutabi-
lidad del estado del mundo, le ocurrird lo mismo por lo que respec-
ta al uso tedrico, e ir a parar a una total ausencia de pensamiento.
Pues no le queda otro remedio que pensar en un cambio que se
prolonga al infinito (en el tiempo), como progreso constante hacia
cl fin final, en que se mantiene y conserva idéntica a la disposicién
moral (que no es, como el cambio, un fendmeno, sino algo supra-
sensible, que, por tanto, no cambia en el tiempo). La regla del uso
practico de la raz6n, segtin esta idea, no quiere decir sino que de-
bemos tomar nuestra m4xima como si, en todos los infinitos cam-
bios de bien a mejor, nuestro estado moral, atenida a la disposicién
moral (el homo noumenon, «cuya peregrinacién esté en cielo»), no
estuviera sometido a ninguna mudanza temporal.
Pero figurarse que sobrevendré un momento en que cesar4 todo
cambio (y con ello el tiempo mismo) es una representacién que irrita
a la imaginacién. Entonces la entera naturaleza quedard rigida y
como petrificada: el ultimo pensamiento, el ultimo sentimiento se
detendrdn en el sujeto pensante, sin el menor cambio, para siempre.
Una vida semejante, si puede Ilamarse vida, a un ser que sélo puede
ser consciente de su existencia y de la magnitud de ésta (como dura-
cién) en el tiempo, tiene que parecerle igual al aniquilamiento: por-
que, para poderse pensar a si mismo en tal estado, tiene que pensar
Ak. vint, 334Ak. vin, 335
Ak. vit, 336
658 El fin de todas tas cosas
en algo en general; pero el pensar contiene al reflexionar, que slo
puede ocurrir en el tiempo.
De ahi que los habitantes del otro mundo sean representados en-
tonando, segtin el lugar en que habitan (el cielo o el \ infierno), el
sempiterno aleluya o la interminable lamentacién (Apocalipsis, 19,
‘on lo que debe darse a entender la total ausencia de cam-
bio en su estado.
Sin embargo, por mucho que exceda a nuestra comprensién, esta
idea, no obstante, se halla muy emparentada con la raz6n en el aspec-
to practico. Si admitimos que el estado fisico-moral del hombre en la
vida actual tiene el apoyo mas firme, a saber, el continuo progresar y
acercarse al sumo bien (que se le ha fijado como meta); sin embargo,
no puede (aun con la conciencia de la invariabilidad de su disposicién
moral) unir el contento a la perspectiva de un perdurable cambio de su
estado (tanto moral como fisico). Pues el estado en el que se encuentra
ahora resulta siempre un mal en comparacién con el mejor, al que se
dispone a entrar; y la representacién de un progreso indefinido hacia
el fin final equivale, con todo, a la perspectiva de una serie intermina-
ble de males, los cuales, aunque contrapesados por bienes mayores, no
permiten que se produzca el contento, que no se puede pensar sino
cuando el fin final sea alcanzado, por fin, alguna vez.
Por esto el hombre caviloso da en la mistica (pues la raz6n, que
no se contenta facilmente con el uso inmanente, es decir, practico,
sino que de grado lleva su osadfa a lo trascendente, tiene también
sus misterios), donde la razén no se comprende a sf misma ni
aquello que quiere, sino que prefiere fantasear, cuando conven-
dria mas al habitante intelectual de un mundo sensible mantener-
se dentro de los limites de éste. Asi surge el monstruoso sistema de
Lao zi sobre el sumo bien, que debe consistir en nada, es decir, en
la conciencia de sentirse abs
por la fusién con ella y la aniquilacién de la personalidad; y para
anticipar la sensaci6n de este estado, los filésofos chinos se esfuer-
zan, en un recinto oscuro, en pensar y sentir esta nada suya con los
ojos cerrados. De ahi el panteismo (de los tibetanos y de otros pue-
blos orientales) y el spinozismo extraido de su sublimacién metafi-
sica; ambos hermanados con el primitivo sistema emanantista, por
el que todas las almas humanas proceden de la divinidad (con
reabsorcién final de ésta). Y todo para que los hombres puedan
disfrutar, al fin, de un reposo eterno, que constituye su presunto fin \
bienaventurado de todas las cosas; un concepto que, de suyo, sirve
rbido en el abismo de la divinidad,Elfin de todas las cosas 659
de arranque al entendimiento y, a la vez, pone fin a todo pensa-
miento.
El fin de todas las cosas que pasan por las manos del hombre es, a
pesar de sus buenos fines, una necedad: pues supone el empleo de
medios tales, para lograr sus fines, que repugnan precisamente a és-
tos. La sabiduria, es decir, la raz6én prdctica en la adecuacién de las
medidas completamente pertinentes con el sumo bien, con su fin final
de todas las cosas, s6lo reside en Dios; y el no actuar de manera visible
contra su idea es lo que podria lamarse sabiduria humana. Pero este
seguro contra la necedad, que el hombre sélo puede esperar aleanzar
a fuerza de ensayos y frecuentes cambios de plan, es mas bien «una
joya, que ni siquiera el mejor de los hombres puede mas que perseguir
y no aleanzar»; aunque no ha de dejarse asaltar por la interesada per-
suasién de que puede perseguirlo menos porque ya lo ha alcanzado.
De ahf los proyectos, alterados de tiempo en tiempo, a menudo
contradictorios, de lograr los medios convenientes para que la religion
sea pura y vigorosa en todo un pueblo; de manera que podamos excla-
mar: jpobres mortales, nada hay entre vosotros constante sino la in-
constancia!
Cuando estos ensayos, al fin, han prosperado tanto que la reptibli-
ca es capaz y propensa a prestar ofdo no sélo a las doctrinas piadosas
tradicionales, sino también a la raz6n practica alumbrada por ellas
(como es preciso también para la religién); cuando los sabios (a la
manera humana) del pucblo claboran proyectos, no por convenio
propio (como un clero), sino como conciudadanos, y coinciden en su
mayor parte, con lo cual demuestran, de manera irreprochable, que lo
que les importa es la verdad; y cuando también el pueblo toma interés
por el conjunto (si bien atin no en los minimos detalles), por un senti-
miento general de la necesidad de edificacién de sus disposiciones
morales, y no por la exigencia fundada en la autoridad: entonces nada
parece més aconsejable que dejar que aquellos hagan y prosigan, pues
se hallan en el buen camino de la idea que persiguen; pero en lo que
concierne al éxito de los medios escogidos para el mejor fin final, ya
que siempre resulta incierto cémo ha de ocurrir conforme \al curso
de la naturaleza, abandonémoslo a la providencia. Pues por muy incré-
dulo que se quiera scr, no obstante, cuando es imposible en absoluto
predecir el éxito con certeza, por ciertos medios escogidos segiin la
maxima sabidurfa humana (que'si ha de merecer este nombre, tiene
Ak. vitt, 337660. E| fin de todas las cosas
que referirse tnicamente a lo moral), se debe creer, al modo practico,
en.una concurrencia de la sabiduria divina en el curso de la naturaleza,
a no ser que se prefiera renunciar a su fin final.
Se objetara que muchas veces se ha dicho que el plan actual es el
mejor; que esto debe ser para siempre; que ahora es un estado para
la eternidad. «El que es bueno (segtin este concepto) siga siendo
bueno»; «El malvado (contrario a él) que siga en su maldad» (Apo-
calipsis, 22, r1): como si la eternidad, y con ella el fin de todas las
cosas, pudieran suceder ya; y, sin embargo, aparecen siempre nuevos
planes, y con frecuencia el mas nuevo ¢s la restauracion de uno viejo;
y, considerada la trayectoria, no han de faltar en lo sucesivo mds
proyectos definitivos.
Me percato tan bien de mi incapacidad de configurar por mi par-
te otro ensayo nuevo y feliz, que preferirfa, aunque no haga falta para
ello gran inventiva, aconsejar que se dejen como estaban las cosas que
por una generacién han demostrado ser soportables por sus conse-
cuencias. Pero como puede que ésta no sea la opinién de un espfritu
grande o emprendedor, permitaseme observar modestamente no lo
que hayan de hacer, sino el cuidado que han de tener para no actuar
contra su propia intencidn (aunque fuera la mejor).
El cristianismo, ademés del maximo respeto que inspira irresisti-
blemente la santidad de sus leyes, tiene en sf algo amable. (No me
refiero a la amabilidad de la persona que nos lo ha procurado con
grandes sacrificios, sino de la cosa en si; a saber: la constituci6n moral
que El establecié; pues aquélla se sigue de ésta.) El respeto es, sin
duda, lo primero, porque sin él no se da el auténtico amor; aunque
sin amor se puede abrigar, no obstante, gran respeto hacia alguien.
Pero cuando no se trata meramente de la representacién del deber,
sino también del cumplimiento; cuando se pregunta por los motivos
Ak. wt, 338. sttbjetivos de las acciones, de los cuales, \si pueden suponerse, habra
que esperar, en primer lugar, lo que el hombre haga, y no, como por
motivos meramente objetivos, lo gue debe hacer: entonces el amot es,
como aceptacién libre de la voluntad de otro bajo las maximas pro-
pias, un complemento insustituible de la imperfecci6n de la naturale-
za humana (en cuanto a verse forzado a lo que la raz6n prescribe por
ley
y con tales efugios sofisticos al mandato del deber, que no se puede
esperar mucho de éste, en cuanto mévil, sin la entrada de aquél.
Pero si ahora, para hacerlo mejor, se afiade al cristianismo una
autoridad (aunque sea divina), por buena que sea la intencién y mag-
: porque lo que uno no hace a gusto, lo hace tan mezquinamenteElfin de todas las cosas 661
nifico el fin, se acabé, no obstante, con la amabilidad de aquél: pues es
una contradiccién mandar a alguien no s6lo que haga algo, sino tam-
bién que lo haga a gusto.
El propésito del cristianismo es propiciar ¢l amor para la tarea de
la observancia del deber, y lo consigue; porque su Fundador no habla
en calidad de comandante, de la voluntad que exige obediencia, sino
como un amigo de los hombres, que lleva en su corazén la voluntad
bien entendida por ellos, es decir, aquella por la que actuarfan libre-
mente si se examinaran como es debido.
Es, por tanto, del modo de pensar liberal —distanciado por igual
de lo servil y de lo anérquico— del que el cristianismo espera un
efecto para su doctrina, por el cual pueda ganar para sf el coraz6n de
los hombres, cuyo entendimiento esta ya iluminado por la represen-
tacién de la ley de su deber. El sentimiento de libertad en la eleccién
del fin final es lo que torna amable para ellos la legislacin.
Aunque el Maestro anuncia también castigos, no hay que entender-
los, sin embargo, o al menos no es adecuado a la genuina condicién del
cristianismo explicarlos como si se tratara de los méviles para cumplir
con sus mandamientos: pues entonces dejaria de ser amable. Al con-
trario, es Ifcito interpretarlos sélo como amorosa advertencia, surgida
de la benevolencia del legislador, para que nos guardemos de los da-
fos que han de derivarse de la transgresién de la le
y (pues: lex est res
surda et inexorabilis, Livio); ya que no es el cristianismo, como \ maxi-
ma de vida libremente escogida, el que amenaza, sino una ley que,
como orden inmutable radicado en la naturaleza de las cosas, no deja
nial arbitrio del creador que las consecuencias sean éstas o aquéllas.
Cuando el cristianismo promete recompensas (por ejemplo: «estad
alegres y contentos, que todo os sera contado en el cielo»), no ha de
interpretarse, contrariamente al espiritu liberal, como si fuera una
oferta para contratar a los hombres por su buena conducta; pues enton-
ces dejarfa el cristianismo de ser amable por si mismo. Sélo una pro-
puesta de tales acciones que procedan de méviles desinteresados puede
inspirar respeto en los hombres hacia aquel que las propone; pero sin
respeto no hay verdadero amor. Por tanto, no debe prestarse a aquella
promesa el sentido de que hayan de tomarse las recompensas como
méviles de las acciones. El amor que vincula a una mentalidad liberal
con un benefactor no se atiene al bien que recibe el necesitado, sino
meramente a la bondad de la voluntad del que esta dispuesto a repar-
tirlo; aunque no fuera capaz de hacerlo u otros motivos, que surgen de
la consideracién del bien universal, le impidieran la realizacién.
Ak. vint, 339662. EL fin de todas las cosas
He aqui la amabilidad moral que lleva consigo el cristianismo, la
cual, a pesar de las muchas coacciones afiadidas de fuera, en el fre-
cuente cambio de las opiniones, no obstante siempre ha traslucido y
se ha mantenido frente a la aversidn, que de otro modo hubiera pro-
vocado; y (lo que es asombroso) se ostenta con mayor brillo en la
época de la mayor ilustracién habida entre los hombres.
Si ocurriera alguna vez que el cristianismo dejara de ser digno de
amor (lo cual puede ocurrir si, en lugar de su dulce espfritu, se arma-
ra de autoridad imperativa), ya que en cuestiones de moralidad no
cabe neutralidad alguna (y menos coalicién de principios contrapues-
tos), la mentalidad dominante de los hombres deberfa ser una aver-
sién y oposicién a él; y el Anticristo, que se tiene por precursor del
Ultimo dia, comenzarfa su breve reinado (fundado probablemente en
el temor y el egoismo); pero entonces, como el cristianismo, determi-
nado a convertirse en religién universal, no seria favorecido por el
destino para llegar a serlo, se llegarfa al fin (inverso) de todas las cosas
en el sentido moral.