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HECTOR SANCHEZ MEXICO nueve wECkESs CONTADO POR NARRADORES EXTRANJEROS Secretaria de Educacion Publica Secretario Victor Bravo Ahuja Subsecretaria de Cultura Popular y Educacién Extraescolar Gonzalo Aguirre Beltran Direecion General de Divulgacion Maria del Carmen Millén Subdireccién de Divulgacion Roberto Suarez Argiiello eh Z/ Primera edicién: 1974 © Secretaria de Educacién Publica Direccién General de Divulgacién Ssp/Serentas: Sur 124, nim. 3006, México 13, D. F. Impreso y hecho en México/Prinied and made in Mexico PRESENT AGION La primera reflexién que suscita todo libro es la razén que movié al autor a encarar determinados conflictos del mundo social, que literariamente pueden pertenecer como reflejo inmediato al mundo imaginario, o de la creacién propiamente dicha. Sobre esto se ha hablado abundante- mente con argumentos que van desde los terrenos de la sociologia hasta la aventura de la individualidad en con- flicto por razones de diverso orden. Pienso que las razones técnicas que pretenden recoger los méviles especificos o los mecanismos extrafios que con- dicionan Ja conducta literaria de un narrador, tienen al- guna validez en cuanto se proponen explicar ciertas leyes econémicas que determinan en el hombre su capacidad analitica, el drea de sus intereses, su posicién ante la vida. Me parece sin embargo mds interesante buscar los fené- menos individuales, heterogéneos y contradictorios que lo violentan hasta el extremo de tener que asilarse en el mun- do incitante de la creacién. Existe en todo escritor un sentimiento de la inutilidad, asi como también un mandamiento del desacuerdo. Lo primero se confirma arrimdndose piadosamente a esa to- davia m4s initil perseverancia del quehacer literario; lo segundo reflejando las condiciones circundantes que crean su rebeldia y prometen a la obra al menos abundante material para configurar una hipétesis. Esa sensacién desgarradora y tormentosa que ha ali- mentado la existencia de tantos buenos y desafortunados creadores parece a su vez la linea vertebral que apunta un destino comin, al cual es necesario cefirse a la ma- nera de los bucaneros que se echaban al mar en estropeadas D galeras, Ilevando como bandera en el méastil mds alto la siniestra estampa de una calavera. Los tiempos confirman mas atin esa tormentosa ruta hacia la desesperanza, sobre todo en Occidente, donde el ejercicio literario parece constituir una actividad domés- tica, una querella ingenua, una alternativa simplista, de- masiado simplista para suponer que la literatura posee alguna justificacién, cuando su categoria apenas si asoma al escenario de las confrontaciones. Lo supranacional La lenta configuracién de las necesidades a través de la gesta, o el proceso paciente de los afios, sembré no sdlo confusos sentimientos que en lo civico derivé en chauvi- nismos cruentos, endemia que también invadié las zonas del arte y la literatura, gener4ndose entonces unas for- mas de la cultura que en lugar de ampliar la perspectiva lo que ‘hicieron fue reducirla a formas meramente locales, buscando el resaltamiento de valores muy pintorescos que de ninguna manera desentrafiaban el elemento generador que crea la tensién o el clima dramatico que envuelve al hombre. Libros de himnos y de salmos, de vacas lecheras y tos crecidos, de cielos azules y soldados heroicos; libros que intentaban abrir un agujero en el cielo, o despertar el suefio de Dios. La patria persiguiendo su grandeza, arrui- naba el libre albedrio de la creacién, fomentando el vicio funesto de una dependencia demasiado racional respecto a la realidad. Y la realidad, por supuesto, nunca fue ni la apariencia, ni Ja periferia tangible, sino ese mutable espc- jismo que se disuelve en el propio instante de su naci- miento. Eseribir, pues, sobre temas nacionales no sélo resulté confortable al Estado, pues en su misma esencia se le es- taba dando la razén en todo, simulando én cambio que 6 se hacia literatura, cuando en verdad se estaba fletando la pluma a intereses mondrquicos, soslayando de caram- bola los verdaderos conflictos de su tiempo. Entonces sur- gieron las literaturas nacionales, cuyo absurdo propésito parecia confluir en las mismas oscuras depreciaciones, en los mismos pantanos, como si el resto del mundo no exis- tiera, y sus solas culturas fueran forzados puntos de refe- rencia para toda interpretacién universal. Superar tales lastres no fue ni ha sido tan sencillo. Las banderitas siguen por ahi en manos de unos cuantos, por no decir unos muchos, empecinados en demostrar que las vicufas son mas bonitas que los alces, 0 que los pobrecitos no caben ya en este mundo, denunciados en cuadros som- brios que ni un Goya sofé. Me temo que esto tenga que ver con una forma del realismo socialista en la literatura, cosa de la cual es mejor no hablar segiin hasta los mismos libros dependientes de tales teorfas permanecen mudos. No quicro significar que los valores nacionales carezcan de toda importancia para llegar a cierta expresién uni- versal, Eso no se le ocurre a nadie hoy dia. Supongo que la experiencia mds definitiva para un escritor reside casi esencialmente en los predios donde nacié y maduré, cual- quiera que sea el lugar. Si Joseph Conrad se hubiese em- pefiado en volcar su imaginaci6n exclusivamente sobre una Polonia siempre inesperada, por el hecho simple de pertenecer por nacimiento a su suelo, tal vez no conoce- riamos sus apasionantes relatos de malayos e ingleses, en latitudes geogrdficas desconocidas, sin cuidarse siquiera ee en Ja lengua de su nacién. ucede que E llegé més eee eee meee ee te ¢ lesarraigo, dedicandose pacientemente a recoger la triste suerte del hombre en su batalla desesperada con el destino, sin dejarse arrastrar por ningun sentimiento extraliterario que lo pusiera en complicidad con ningiin pais. Para Conrad, como para cualquier escritor ejemplar, el problema no es el contar 7 el tiempo con sus altibajos ni aprehender la realidad en sus miiltiples manifestaciones; es algo mas que eso, la invencién de otra realidad andloga dentro de la cual no es posible demarcar los limites que compiten al reino de la fantasia o al mundo de los vivos. Superar el temor de la contaminacién universal en el lenguaje de las artes y la literatura, es conspirar contra la contemplacion sedentaria que obstruye el proceso his- térico de los pueblos. Sélo la perspectiva supranacional es valida, porque modifica y amplia la vision totalizadora del mundo que se cuenta, impregnandola al mismo tiempo de esa fecunda razén que confiere a la obra validez uni- versal. Lo particular a cualquier nivel, sea cual fuere su origen es valido y legitimo, en cuanto el narrador sea capaz de elevarlo de un solo golpe a su mejor expresién estética, sin desmedro de su parte esencial, del aliento complejo que lo anima. Revisién a México Ha sido bastante prolija la explotacién de temas mexi- canos a través de todas las manifestaciones culturales, y otras menos culturales como el cine. Se ha hablado y di- cho tanto sobre el pais que, me temo mucho, ha terminado deformandosele. Obviamente, porque el oscilar entre la cursileria y la mitificacién, s6lo puede conducir a una su- plantacién de valores, en que los nuevos resultan penosa- mente adulterados, con el agravante de que las nuevas directrices son fervorosamente acogidas como puntos cul- minantes del desarrollo. El fenémeno no sélo repercute sobre la conciencia popular, sino y esto es lo més grave, se filtra inexplicablemente en Jos estratos mds avanzados de la cultura que lo hacen suyo, transfiriéndolo por cauces parecidos o distintos como manifestaciones originales del espiritu nacional. 8 En México, como en ninguna otra parte se habla un lenguaje mas expresivo, directo, econémico, lo que tam- bién creo no funciona igualmente si se trata del lenguaje escrito. Los giros y expresiones del habla popular deben integrarse al lenguaje de forma y manera que no desva- loricen la austeridad que determina su proyeccién més all4 de fronteras y nominaciones. Quiz4s sea Rulfo quien ha logrado, con mayor éxito, escribir un lenguaje hablado, sin el escandaloso manierismo y pedestreria de tan habitual ostentacién en cierta zona de la literatura. No es la expresién coloquial la que marca el acento o crea la diferencia que instaura la originalidad o confiere al narrador alguna conquista alentadora. Por el contrario, cuando el lenguaje se emplea con un cardcter efectista, como dando la idea de que se conoce cabalmente y en abundancia el acervo popular que permite la communica- cién oral, pues por lo primero es evidente que se ha caido en un abuso que termina oscureciendo el texto, y por lo segundo, limitando su validez en el contexto de una len- gua comtin que es afin a muchos paises. Me parece ejemplar en ese sentido el escritor argentino Jorge Luis Borges, cuyas invenciones eliden casi de ma- nera general la postulacién de portefiismos ¢ interjeccio- nes que a no dudar, como todo calé, prevalece de manera justificadisima en el Ambito de Jas comunidades, pero que como expresién literaria merece el mayor cuidado si no se quiere dar la idea de caminar con muletas, Un relato como “El hombre de la esquina rosada” que goza de mu- cha simpatia entre los lectores de Borges es, sin embargo, segtin opinion de su autor, una de las peores cosas que ha escrito en su vida. Supongo que el experimento de meter a varios compadritos de cuerpo entero en una historia donde el lenguaje desciende a los infiernos de la barriada, lo ha desencantado. Espero que no se esgrima ahora la socorrida e injusta razon de que Borges no es un escritor latinoamericano. Borges va més alla de eso, y es ante todo 9 un escritor, como debe proponérselo cualquier persona que concurra en la misma vocacién. Advierto que estoy ha- blando desde un angulo estrictamente literario. Si el colorido, el folclor, el criollismo y todos sus aliados directos ¢ indirectos, han sido por mucho tiempo los abas- tecedores de una literatura latinoamericana que no excluye a la Argentina ni a México, se debe ante todo a una de- formacién cultural, que por mucho tiempo parecié cons- tituir su expresién mas original, mas auténoma y apro- piada, como si la cultura sélo perteneciera a razas superiores 0 a pueblos mds antiguos, y aqui sdlo nos correspondiera desempefiar un papel secundario de carga ladrillos. México, una escala obligada Sin duda que ningin pais latinoamericano tiene una his- toria mds compleja y apasionante que México. La pre- sencia de Cortés no sélo abrié las puertas a una nacién que fue configurando sus rasgos mas valiosos a lo largo de su lucha contra Ja corona, aunque también y por lo mismo las fue cerrando imperceptiblemente, hasta llegar a aquella expresién popular de que como México no hay dos. Los numerosos pueblos que lo habitaron fueron ce- losos guardianes de su cultura, y dejaron claras muestras de ello a través de Jas artes y de las innumerables expre- siones religiosas que el tiempo no ha podido devorar. Ni siquiera el acercamiento antagénico entre Cortés y la Malinche, que debia anular diferencias, de acuerdo a la conjuncién de sangres, produjo esa anhelada tregua, pues por el contrario sdlo sangré més el concepto de la sobera- nia, hasta el punto de que hoy el término malinchista se emplea peyorativamente con intencién claramente repu- diativa. Testimonio de esa deslumbrante grandeza es la novela histérica de Laszlo Passuth: El Dios de la Wuvia 10 llora sobre México. Que un hiingaro haya revisado con tanto cuidado los archivos y documentos histéricos que hablan de aquellos tiempos, comprometiéndose en un re- lato que pese a sus referencias veridicas, es por sobre todas las cosas una notable obra de Ja creacién literaria, sélo puede producirnos un poco de estupor. Passuth ha mar- cado ciertos hitos que pertenecen a la verdad de los cro- nistas, dando después rienda suelta a su invencién, dentro de un compas y un volumen que por momentos nos hace olvidar que estamos asistiendo a la relacién que nos pre- senta un europeo que ni siquiera es espafiol como pudiera imaginarse de acuerdo al sélido manejo que hace de la preceptiva y las formas gramaticales. Los personajes que se desplazan por sus paginas per- tenecen no a la mitologia obsesiva y delirante que algunos han convertido en producto de consumo, y otros han sa- cralizado hasta Ja locura, sino al Ambito humano en que se suefia, se sufre, y se muere con los pies en la tierra. No es facil retroceder en el tiempo para situarse dentro de la concepcién temporal del siglo xv, y mucho menos permea- bilizarse de sus circunstancias hasta lograr mover aguas profundas que echen a andar los fantasmas hacia el futuro, sin camisas de fuerza, conformandolos en cambio de tal manera que a Cortés se le ve no ya como el dios blanco montado de a caballo y forrado en armaduras, sino como al hombre atormentado, al hombre en quien la ternura también aflora en los momentos de mayor desolacién, el hombre ambicioso y sensual que fue, el viejo conquistador que un dia regresa a Medellin con las barbas blancas, tal como su padre lo habia hecho al final de otra guerra. “La madre le recibié en el umbral. Habia oido el ba- tullo y habia visto a la gente apretujandose para mejor ver. ¢Quién sabe si era un cortejo conduciendo a lomos un ataud? La anciana, siempre temblando, extendié los brazos sin decir nada, sin llorar tampoco. Los profundos y maravillosos ojos con aquella mirada bondadosa y firme ni los habia heredado el hijo. La anciana extendid los bra- zos; pero todavia no lo atrajo hacia si. Saboreaba la ale- gria. En ella alternaba todavia el pensamiento de la madre con el fuego de la leyenda... Ahora el cuento estaba ante ella y lo recibié casi con dolor, como si ya nada mas tuviera que esperar. Desde hacia un cuarto de siglo habia terminado su “Ave Maria” todos los dias con el nombre de su hijo Hernando... y entonces sonreia, como hubiera sonreido igualmente viendo aquellos hombres cuando es- taban ante la muralla de Tlaxcala o metidos en los pan- tanos fatales o cuando la corriente del agua se tragaba el puente portatil... ¢Habia sonreido siempre dofia Ca- talina, cuando Cortés estaba al pie del teocalli con la es- pada en la mano; cuando el lazo arrastraba ya hacia las canoas en la noche; cuando el pequefio Martin habia sido recibido en el regazo de la Marina?” A esta altura surge inevitablemente Ja presencia de cse otro eximio narrador Niko Kazantzakis tan dado a las hipétesis noveladas, especialmente en esa soberbia obra llamada La ultima tentacién en que no s6lo humaniza la vida de Cristo a lo largo de sus treinta y tres afios, sino que especula prodigiosamente sobre lo que hubiera podido ser y hacer, de no haberse levantado aquel lefio en Ja mi- tad de su camino. Por este México de Cortés y de Moctezuma han tran- sitado no sélo las leyendas y la historia auténtica de sus mis tristes y grandiosos momentos, sino vagabundos deses- perados y aventureros sin hogar, que, o se han asimilado, o han proseguido su itinerario con una sorpresa mayor pin- tada en el rostro. Por este México parecen cruzar todas las trayectorias del mundo. Aqui se han detenido efecti- vamente grandes creadores de la historia politica, y gran- des forjadores de la cultura. Breton descubrié ¢l surrealis- mo mexicano a través de la mesa que construyera en perspectiva un ebanista a quien le encargé la fabricacién del mueble de acuerdo a un modelo riguroso que el ar- 2 i Ay tesano traz6 con tal perfeccién que no excluyé siquiera su caprichosa posicién en el espacio. Cuando el genial reali- zador soviético Eisenstein decide rodar su Viva México, no lo hace solamente por la intolerable necesidad de una vocacién meramente artistica, sino por la impresién que Je ha producido y Je producen ciertos acontecimientos histéricos cuya gravedad manifiesta alcanza vértices des- garradores. La historia de la revoluci6n mexicana es toda una no- vela épica plagada de contradicciones, de hazafias valero- sas, de Angeles y bandidos, de mujeres apasionadas, de traiciones, de idealistas y veletas, de bayonetas y pélvora, de hombres y caballos en busca de una redencién dispu- tada arduamente a la adversidad y al poder tradicional de las instituciones. La historia de la revoluci6n mexicana es una leccién que aprendida bien o mal, pervive solapa- damente en la vida cotidiana del pueblo. De ella se ha novelado la mayor parte de sus aspectos, vista desde aden- tro, y también desde afuera. En esas condiciones es tan valida una circunstancia como la otra, descontando las presiones conscientes 0 in- conscientes que puedan surgir al momento de enfrentar el escenario. El novelista mds conocido de ese periodo es sin lugar a dudas Mariano Azuela, de quien se puede decir no s6lo resalté Io positivo de aquel movimiento, sino también y con més codicia la inevitable porcién turbia, acentuando sobre este aspecto la mayor parte de sus re- flexiones. Se descubre asi una forma de la presién a que me estoy refiriendo, sea por su indole de mexicano, o por las influencias del liberalismo burgués europeo y las ideas que lo inspiraron. Es un hombrecito de aspecto inofensivo y hasta cierto punto grotesco el que en aquellos azarosos momentos sé viene desde los Estados Unidos con credencial de perio- dista a cubrir los episodios de aquella revolucién, des- preciando el peligro que contraia mayormente hacerlo en 13 calidad de mirén. En un excelente libro Namado México insurgente, creo yo, John Reed compila sus mejores expe- riencias, los mas sefieros y cdlidos momentos que vivid Junto al “Centauro del Norte”, a quien acompafié a lo largo de sus fatigosas batallas y de quien escuché puntos de vista tan respetables como éste, que en boca de un hombre ignorante parece inconcebible: “Cuando se esta- blezea la nueva republica, no habr4 més ejército en Méxi- co. Los ejércitos son los m4s grandes apoyos de la tirania. No puede haber dictador sin su ejército. Serdn establecidas en toda Ja repiblica colonias militares, formadas por ve- teranos de la revolucién. El Estado les dara posesién de tierras agricolas y crear grandes empresas industriales para darles trabajo. Laborardn tres dias a la semana y lo haran duro, porque el trabajo honrado es mds importante que pelear y sélo el trabajo asi produce mejores ciuda- danos. En los otros dias recibiran instruccién militar, la que a su vez impartiran a todo cl pueblo para ensefiarlo a pelear. Entonces cuando la patria sea invadida, inicamente con tomar el teléfono desde el Palacio Nacional en la ciu- dad de México, en medio dia se levantar4 todo el pueblo mexicano de sus campos y fabricas, bien armado y equi- pado y organizado para defender a sus hijos y a sus hogares.” Honda conviccién revolucionaria en un sol- dado que no habia pasado por la universidad, y que dejé la lazada del abigeo para salir a batallar abierta- mente contra la tirania, sin reclamar soberanias ni impu- nidades. Sin embargo, la peripecia de este importante libro no est4 sometida meramente a su aspecto anecdético o a un inventario de muertos y saqueos que le hagan a uno erizar la piel. Hay fidelidad en lo que hace relacién a los lu- gares, los personajes, los antecedentes de cada episodio, pero por sobre todo existe ese clima regocijante y se- ductor que imponen los relatos cuya hondura y proyeccién van mas alla de Ja simple apariencia, aparejados a una 14 intencionalidad poética que lo sittia en el terreno de la creacién literaria. ¢Qué es lo que mueve a un narrador extranjero a hablar de México? Necesariamente hay que volver a insistir en las deforma- ciones que suscitan los nacionalismos cuando no demagégi- cos, sentimentales, es decir, los que prescinden de otro oxigeno que no sea el que flota bajo sus cielos. A través del cine, México ha alcanzado tal vez su peor reputacién, su mas falsa imagen, pues con salvedades que obviamente es necesario hacer, aquella importante industria se ha li- mitado a aprovechar la casi inexistente formacién cul- tural de su publico para abrumarlo con todo tipo de me- lodrama y comedias siniestras. Claro est4 que debido a la preferencia que por lo mismo muestra su publico, sobreviene por el otro lado cierta idealizacién, que es la que hace suponer a México como un pueblo de charros que llevan terciada a sus espaldas sonoras guitarras, un frasco de tequila en la mano y un gallo a la grupa para echarlo al del tapado en la feria de San Marcos. Y el suefio puede estar muy bien ubicado en Acapulco, en medio de una opulencia barata, pero que indudablemente apasiona a ese espectador desesperado y analfabeto que daria cualquier cosa por venir a ahogarse en la “bahia mas linda del mundo”. _EI que escribe, por desgracia esta muy lejos de caer en tal embriaguez, y por supuesto logra apropiarse a tra- vés del cine de un importante antecedente, que confron- tado con la importante realidad histérica ya anotada aqui, le produce en primera instancia cierta preocupacién, y en segunda, una apetencia real. Naturalmente queda por analizar el acceso a su litera- tura, en la que presumiblemente encontraré un esclare- 15 cimiento parcial, una evidencia razonable entre lo que va de la mitificacién a la mds proxima realidad. Quiero equivocarme, pero segtin mi modesto punto de vista, no son muchos los relatos 0 novelas que aleanzan un punto culminante que permita hendir su complejidad. Existen libros excelentes que lo han logrado, y de ellos, claro, han arrancado las mejores conclusiones que permiten ojear ese rostro parcial y verdadero de los Pedros Paramo o los Artemios Cruz. Pero creo que en general, y esto no ocurre solamente con la literatura mexicana, hay mucha confusién, mucha inexperiencia, por lo tanto improvisacién, después de lo cual no es extrafio encontrarse con libros que parecen empefiados en enhebrar la retérica popular en todas sus fieras manifestaciones, hasta el punto de plantear un duelo cifrado, por el lado menos enigmatico, aunque si abun- dantemente ingenuo. De ahi, légicamente no puede repor- tarse ningdn fruto, ningun deleite, ninguna suposicién. Queda un tercer orden que es su folclor, y que frag- mentariamente y sin sus recursos esenciales ha sido di- fundido también por el cine, y no sé si de igual manera por las agrupaciones viajeras que entiendo prefieren a los Estados Unidos o al Japén, a cualquier otro pais, para realizar su muestreo. Su misica, especialmente los aires rancheros, han sido exportados con toda suerte de benefi- cios, y no es extrafio encontrarlos en circulos refinados que se supone asumen mediante esa predileccién una actitud rebelde y descarada, tal vez la tmica que estan en condiciones de asumir, supongo que frente a la vida. Pero esa miiisica es molida por las emisoras de incontables paises, y asimilada de tal manera que la gente termina cantandola, y a nifios que debicran bautizar con el nombre de Pedro o José, terminan siendo Ilamados Juanes Cha- rrasqueado o Heraclios Bernal. Y a falta de auténticos mariachis, se improvisan conjuntos vestidos de pie a ca- beza como tales, con Ja instrumentacién de rigor y los 16 ‘es al orden, para solaz esparcimiento de la inofen- clientela. a confusa mezcla de malentendidos abre sin embargo speranza de encontrar un México mds homogéneo, Stente, pues se supone que el despilfarro significa ‘dancia, y no me estoy refiriendo solamente a lo ma- i. Es como si una festividad de flores fuera cortada amente por un temporal, como si la danza de muchas nas en el firmamento fuera sorprendida por Ja rapaz misién de numerosos gavilanes, como si muchas cosas dieran simult4neamente en escenarios afines. Esto es as una vision de otra visién distante, casi completa- ‘e imaginaria. La forma como este México se mate- a ante las ambiguas expresiones de su cultura. pongo que México sorprende cuando por primera e llega a él. Esta sorpresa es manifiesta en el turista, yo quiero referirme de manera concreta al observador une que esta comprometido con la literatura. ierella ideolégica o desencanto mustio, el naufragio tito, de la suplantacién, ante la sorprendente realidad cana, es ante todo una experiencia unica y casi irre- le. Como en las piezas del teatro, el efecto surge por aste. El México ostentoso que ha sido articulo de rtacién, emerge menos ostentoso, si se quiere, un poco resignado con su suerte, un poco més armonioso con estino, y todos sabemos, México tiene muchas caras, mas risuefias que otras, unas mds expresivas que ‘. Es éste el México que arranca por la Avenida In- ntes hacia el Rio Grande o hacia Yucatan, el México ablado entre dos mares generosos y vivificantes, el co en que la historia tiene todos sus reinos, desde lo lombino hasta el atosigante imperio de la mAquina otros llaman modernidad. 2 México insélito larvario y adormecido que vive per- amente marginado del fenédmeno del Progreso que pa- “mente impone valores culturales espurios, ha sido 17 escarbado de manera todavia no suficiente por impor- tantes antropdlogos y estudiosos, de manera, hay que re- conocer, plausible. Un hombre nacido en Marsella en el ato de 1896, y que luego ofreciera aportes valiosos a la vida teatral euro- pea, y mds tarde mundial, como también a los plantea- mientos de la poética, es arrastrado por la leyenda mexi- cana a conocer el enigm4tico y apasionante pueblo de los tarahumaras. Iba bien el aspecto religioso de esta comu- nidad, con las especulaciones metafisicas de Antonin Artaud. No quiero significar que lo escrito al respecto por el francés sea una pieza magistral de la literatura, a pesar de que él lo fue. Resulta, sin embargo, valida la impre- sién que recoge de la manera como los sacerdotes del Tutuguri lo introdujeron al nirvanesco paraiso del Ciguri en que el hombre participa de una dicotomia continua y bienhechora, donde las formas corporales parecen me- yecer una refutacién contundente y hasta cierto punto condenatoria. Su vision de los tarahumaras constituye al mismo tiem- po que un aliento creativo en momentos de ardua lucidez, una de las mds avezadas investigaciones sobre la funcién del rito del peyote y de sus interrelaciones sicolégicas. Recordemos que Artaud permanecié largos afios y hasta el momento de su muerte recluido en un manicomio, donde elaboré la mayor parte de los textos que integran Los ta- rahumara. “Escribi el Rito del peyote en estado de conversién y con nada menos que ciento cincuenta o doscientas hostias recientes en el cuerpo. “De ahi que de vez en cuando haya delirado a propésito de Cristo y de la cruz de Jesucristo. “Pues nada puede ahora parecerme mas fanebre y mor- talmente nefasto que el signo estratificador y limitado de la cruz, nada més erdticamente pornografico que Cris- 18 Spt ei to, imoble concretizacién sexual de todos los falsos enig- mas psiquicos, de todos los desechos corporales pasados a la inteligencia como si no tuvieran otra cosa que hacer en el mundo que servir de material de desecho, y cuyas mas abyectas maniobras de masturbacién magica producen la salida eléctrica de la cdrcel.” La locura mas que un concepto es un estado de diver- gencia en que la realidad asoma de manera parecida a como Ja presiente la otra categoria de enajenado que suefia con la esperanza y cree que su cintura es la del mundo, sélo que en el primer caso, y concretamente en Artaud su percepcién es sobrecogedoramente lucida, no es_enrarecimiento sino cosmovisién lo que crea el divorcio. Cierta literatura fotografica sobre México Es muy distinto conocer que descubrir, como lo es ver que mirar. A una realidad tan compleja como la mexi- cana no basta con contemplarla: hay que escindirla du- ramente aun contra nuestro propio despecho. Conocer una ciudad, un pais, no es sumergirse en cl halago de que todos sus monumentos, sus avenidas o sus edificios fueron construidos especialmente para nosotros, para ser canjeados transitoriamente por algunas monedas. En la vulgar comedia del turismo, hay tanta desvergtienza como olvido, porque los lugares visitados en su tiempo por la biblica asonada de acontecimientos histéricos im- portantes, son después invadidos frivolamente por ese en- jambre de bermudas y aparatitos fotogréficos tras de los cuales todas las razas de la tierra parecen erguirse. Y si al turismo se le pueden achacar tantos vicios, al turismo literario que también usa la cdmara fotografica, si que se le puede reprochar su falta de seriedad, de ta- lento, de responsabilidad. No es cuestién de irse hasta Xo- chimilco o hasta las ciudades de Teotihuac4n para suponer dg que se tiene a México en el pufio de la mano. e Qué es eso de que Xochimilco es la Venecia de América? Venecia esta alld, acd es otra cosa. Creo que éstos son fendédmenos de la publicidad de empresas aéreas. Pero no hay derecho, en todo caso. Conocer a México no es sdlo cuestién de tiempo y re- flexién, sino de suerte y encucntros milagrosos que el azar de Ja vida se encarga de propiciar. Se supone que una antologia se realiza por seleccién, por lo que relativamente se supone mas representativo. Pero yo creo que siendo evidentemente una seleccidn, es ante todo un muestreo de variedades que han alcanzado cierta divulgacién, por sus aciertos o por sus omisiones. En consecuencia no puedo afirmar que la novela No soy Stiller del alemén Max Frisch, en lo que hace relacién a México, haya logrado interiorizar validamente y con audacia los contornos de su realidad. Es Frisch un escritor viajero que se deja subordinar demasiado por lo pinto- resco, y que por supuesto, conociendo muy bien ciertos gustos europeos, sabe especular convenientemente con los horrores externos de la tragedia, sin cuidarse de medir © pesar las posibles causas que los engendraron. No basta una sola mirada en derredor para asistir al ritual. Hay que situarse en perspectiva y desde muchos Angulos. Hay que sobrepasar la inmediatez con muchos misculos, muchos pulmones, y mucho corazén. Greo que en ese sentido es necesario nombrar a un insuperable escritor inglés cuya vida parece indisoluble- mente ligada al destino sombrio e ineluctable de ese cénsul desasosegado cuyos pasos parecen conducir inexo- rablemente a Jas cantinas y bares donde sus rendiciones son apagadas con mezcal. Bajo el volcdn, o de otra manera las peripecias de Geoffrey Firmin, el cénsul que fuera ase- sinado en el afio treinta y ocho de este siglo, un dia antes de la conmemoracién de los muertos, por un oscuro jefe de jardineros, en situacién tan absurda que hace ex- 20 clamar a la misma victima al momento de ser balaceado: “| Dios, qué manera de morir!” Malcolm Lowry nacido en 1909 en New Brightom, In- glaterra, es el autor de esta novela deslumbrante que ha sido calificada por la critica mundial como la més rica y perfecta que se haya escrito sobre México. Creo que los adjetivos que se afiadan a esta obra genial nada aportan, luego de los innumerables e importantisimos ensayos que se han escrito al respecto. Este libro, pese al hecho inusitado de haber sido con- cebido por un inglés, revela inequivocamente en su mejor magnitud la encrucijada del mexicano, su paraddjica con- ducta, sus inesperadas reacciones, su desolado orgullo, con la precision de un ingeniero especializado en ductos de agua. Recoger, como lo ha hecho Lowry, con un lenguaje limpio, cefiido, y grandiosamente poético, el terrible in- fortunio del desamor, la soledad y el fracaso, en el agresivo escenario en que se mueve, dificilmente podra repetirse, porque este libro ya pertenece a la eternidad. Este libro no admite respuestas. Admite, si, la admiracién, y todas las confusas y variadas reacciones que suscita la tragedia cuando la catastrofe linda los predios de Dios. “Pronto lHegaron a espacios mds abiertos y comenzaron a galopar. ; Por Cristo, qué maravilloso era esto! 0, mejor dicho, ;por Cristo, cémo queria Hugh dejarse enganar por todo esto, como tal vez debiéd descarlo Judas, pensé, y hélo aqui de vuelta, jmaldita sea! — si Judas tuvo al- guna vez un caballo, o si se lo prestaron, o lo que es mas probable, si lo robé, después de aquella ‘madrugada’ de ‘madrugadas’, arrepintiéndose entonces de haber de- vuelto las treinta monedas de plata — gqué nos importa eso? haz lo que quieras, le habian dicho los ‘bastardos’ — ahora que probablemente queria una copa, treinta copas (como probablemente las queria Geoffrey esta ma- lana) y tal vez aun asi habria conseguido algunas a » erédito, aspirando los buenos olores de cuero y sudor, y 21 oyendo el agradable repiqueteo de jas herraduras del ca- ballo y pensando: jcudn alegre podria ser todo esto, cabal- gando asi bajo el deslumbrante sol de Jerusalén — y en- tregdndose al olvido por un instante, de suerte que en verdad era algo gozoso — ; qué espléndido podria ser todo si sélo no hubiera yo traicionado a aquel hombre por la noche, aunque sabia perfectamente bien que iba yo a ha- cerlo, qué bueno habria sido, sin embargo, sélo con que no hubiera ocurrido, sdlo con que no fuera. tan absoluta- mente necesario ir a ahorcarse!” Esta novela logra plenamente ese equilibrio entre la palabra y su equivalente que es la imagen, develando asi la realidad ultima y secreta del mexicano, al mismo tiem- po que destaca los elementos de su paisaje, no como férmu- las adjetivas, sino como un peso mas que entra en ciertos compases de la tension dramatica. Los ingleses en México Wo creo que exista una explicacién razonable acerca del mévil que determina el éxodo de algunos escritores ingleses hacia los “paises bananeros”, y muy especialmente hacia México, donde ya se ha anotado el nombre de Malcolm Lowry como la figura mas prominente que ha novelado su vida y su leyenda. Se puede especular recordando que los ingleses en ge- neral no caben dentro de sus propios contornes y han gustado de echar sus embarcaciones al mar cada vez que se les presenta la posibilidad de pescar algo. La flema con que habitualmente se alude el comportamiento cauteloso del ciudadano inglés, tiene mucho que ver con las desca- belladas empresas em que se compromete. Pero no se crea que en su gesto cabe la improvisacién, por mds que nos produzca asombro. No. Al inglés no le mueven las emo- ciones inmediatas, contrario a lo que ocurre en el con- 22 4 SS E : eel mestizo. Cuando un inglés decide hacerse cénsul es ee | noe conereta solamente por Ja holgazaneria le puede deparar su alto enca: i rgo, mi por los emolu- mentos que pueda recibir. Si ing! t r. Si ese inglés cuenta S ¢ con los ae para fletar un barco y Ienarlo de caballos con ae a algin pequefio pais, no dudara en hacerlo. : S$ quisieran haber descubierto a América; como esto 2 3 tee encuentra un poco fuera de Jugar, se toman Jas pr x nee oe caso para hacerlo a su manera, logrando los modos su propésito, n eae , NO ya como una gesta i aS como una com) acid pape probacién real de su ca- Los ees andan como el whisky por todas partes, y See les atrae debido a su turbulencia, al apasionante se ismo = que los hombres parecen dioses 0 demo- moe = lestino imprevisible en que Jas ideas y las ae ee = oe como si eso debiera debatir- : ‘a los ingleses ponen a prueb: audacia, y esto constitu: exec ne lye para ellos, el verdadero duel a muerte que justificara en i ‘bilidad de. bi aes el futuro la posibilidad de su = — ie es otro escritor y también dramaturgo que no ha podido evitar el ima i : . 1 iman americano. Ha c ft f Aes oe tan legitimas como proponerle al difunto , Duvalier, amo y sefor de Haiti i es le Haiti, Ja escritura etn el cual se mostraria I. sentable de ese pais i a oe suponiendo que existi ié ee , Suponi¢ que existiera, y también d isonom{a mitolégica y i i nee gica y providencial de su ee personaje acepté encantado, pero alli si sus le previnieron de que el ci i udadano inglé ante todo un escritor, ac > y no la comadrona ca: i c z paz de in- oe aes uae apologia gloriosa y transcenden- 5 a de cerrar los ojos y agach: iG : Jos arse. Greene fue a ae aceptd Ja hospitalidad del chacal, y como pudo scribié una relacién paralela de dicha experiencia. Una 23 se qued6é en Haiti, y la otra le produjo a Duvalier el peor dolor de cabeza de toda su vida. También a México tuvo oportunidad de visitarlo, y también sobre México escribié una novela excepcional Hamada El poder y la gloria. Se supone que los episodios ocurren durante la persecucién religiosa, y su personaje central es un sacerdote que en condiciones desventajosas se enfrenta a un caos de dificultades para acentuar la validez de las dos palabras que dan origen al titulo. Este personaje no es un cura convencional y ni siquiera virtuoso. Todo lo contrario, como en el largo camino que atravesé Cristo hacia el calvario, cayendo cada cierto tiempo bajo el peso de la cruz, él también va tropezando entre debilidades y horrores, haciéndose cada vez mAs in- digno. Pero tampoco este México es convencional, y Greene elude hdbilmente enredarse en folclorismos y ma- neras locales que nada hubieran aportado a su na- rracién. Pero si Greene es la objetividad, no Jo es tanto ese otro legionario también inglés llamado D. H. Lawrence, y esto tal vez, debido a su apasionamiento desmedido, a la tor- mentosa vida que arrastré, a esa oscilante obsesi6n entre el erotismo y la castracién, que también a ratos producia otros equivalentes como hacerlo sentir un ermitafio, y en otras el amante de una mujer que era su esposa. En su perenne deambular, y en uno de aquellos regresos de Europa a donde habia viajado a rescatar algo intan- gible, reconocié que el exilio es algo mAs que una violenta ruptura geografica y cultural, que el verdadero exilio nace en el hombre y sélo termina al momento de su muer- te. Mezcla ardiente de afanes inconquistables y dependen- cias coléricas es su afirmacién, segin la cual tratar de hacer algo sin una mujer en la cual respaldarse, era com- pletamente inutil. Porque si alguien se sentaba en algtin lugar a escribir con la espalda recostada al muro, él no se sentaria en el mundo sin una mujer por compaiiia. 24 ered phy - Viva y muera México retme una serie de textos escritos entre 1923 y 1925: articulos, ensayos, crénicas, cartas, una novela corta, y fragmentos de La serpiente emplumada. La vision descarnada que hace Lawrence del mexicano produce cierto escozor, un poco de disgusto, pues no sdélo muestra sino que califica, situdndose en la condicién de un civilizado que no logra entender ciertos acontecimien- tos de la conducta humana, encontrandola hasta cicrto punto ofensiva, despreciable. Sin embargo, su experiencia narrativa es una variante m4s de las muchas maneras de interpretar la realidad, de recrear o no esa realidad, de in- teriorizar o no esa realidad, de trascender 0 no esa reali- dad, es una forma de la realidad, que es lo mas im- portante. Otras dimensiones Entre los escritores colombianos de todos los tiempos, di- ficil parangonar a Alvaro Mutis con cualquier otro. Su vida ha sido siempre la hazafia de un cazador de ballenas que debe luchar contra todos los frentes del destino, atra- vesar la tempestad brumosa de Jos siete mares, subirse los pufios de la camisa encima de los codos, y como un atleta espléndido superar los estragos del cansancio, refilando en su intimidad todas las miserias mundanas reales o inexis- tentes. Porque este hombre es un extrafio compuesto de imaginerias, premoniciones, y materia humana. Este fan- tastico calavera que desapareciera un auto en los socavo- nes del mar, es el mismo que uma vez dentro de Lecum- berri pensara: “Esto no puede ser peor que un internado de estudiantes.” Porque en efecto, cu4l puede ser la dife- rencia entre una cdrcel, y ese ambiente siniestro que trazara Musil en Las tribulaciones del estudiante Torless. En el Diario de Lecumberri Mutis reine el testimonio de una experiencia y la ficcién nacida de sus largas horas 25 de encierro y soledad. Nos abre este narrador las puer- tas de un mundo alucinante, donde la muerte merodea la sombra de cada condenado, mundo pavoroso dentro del cual es preciso vivir sin embargo, y para lo cual es necesario poseer muchas agallas y mucha suerte. Este des- file humano heterogéneo y de pesadilla que campea por su diario, es también un reflejo de nuestra conciencia, de nuestros hdbitos, de nuestras trapacerias habituales. “No recordaba a su madre ni tenia la mds vaga idea de cémo habia sido ni quién era. Su primer recuerdo eran las noches que pasaba bajo la mesa de billar en un café de chinos. Alli dormia envuelto en periédicos recogidos en las calles y a Ja salida de los cines. Segiin él, tenia en- tonces seis afios. A los ocho cuidaba un puesto de perid- dicos y revistas en Reforma, mientras el duefio iba a al- morzar y a comer. Fue entonces cuando fumé por primera vez, marihuana: “Me quitaba el hambre y me hacia sentir muy contento y muy valedor.’ A los once fumaba ya seis cigarrillos diarios. Por ese tiempo entré a formar parte de una banda de carteristas que operaba en Madero y 5 de Mayo. Para trabajar necesitaba estar grifo, y a buena cuenta de los cigarrillos que se fumaba, servia a sus jefes con una habilidad y rapidez que bien pronto le dieron fama.” Prosa multiple, altiva, rica, cuidadosa y bellamente poé- tica Ja de este vigoroso narrador que rehiye escribir a lo colombiano, para integrarse de manera cabal a la pro- sapia de los escritores universales mas exquisitos y refina- dos. Quiza esto haya retardado un poco el reconocimiento que a otros ha Ilegado més pronto. Cierra esta selecci6n un nombre que me hizo pensar Jargamente en si encajaria dentro del propésito claro de teflejar a México a través de la literatura: Ramén del Valle-Inclan. Creo que este intransigente espafol figura entre los seis escritores mas grandes de la peninsula, entre los cuales 26 también se cuenta a Miguel de Cervantes Saavedra. No se trataba desde luego, de poner en duda su enorme Ca- lidad de prosista, cosa ya reconocida desde principios de siglo, sino de determinar con precisién si el Tirano Ban- deras podia calificarse como una obra de cardcter mexi- cano. Resulta en realidad diffcil encasillar a don Ramén del Valle-Inclan en Ambitos asi de particulares, cuando su produccién es tan significativamente universal en todos los aspectos. Poeta, forjador indomable del idioma, padre del esperpento, su palabra est4 contaminada de los efectos para los cuales fue creada. Ademds de narrador, Valle- Incl4n rescaté al teatro de su adocenamiento, no para presentar soluciones razonables, sino para mofarse a su manera de su trascendentalidad, forjando en su reemplazo un teatro absurdamente irrepresentable que atin hoy en dia ofrece muchas dificultades. Creo que, aunque el Tirano Banderas no es completa- mente una novela con la atmésfera total de Ja mexicani- dad, si tiene ciertas afinidades que sdlo se descubren luego de una lectura atenta y cuidadosa. Como cualquier na- rrador mayor, no se proponia el espafiol asalariarse a la impresion inmediata de un pais que habia conocido en su adolescencia, sino reinventarlo, proyectar ciertas comple- jidades a través de la ficcién y de la ironia, de un lenguaje plagado de arcaismos, de invenciones, de deformaciones, de caprichos, de giros extrafios y cabalisticos. Corresponde al lector terminar de esclarecer este tiltimo punto de vista. Por mi parte con haber hecho de este en- foque una cierta aventura de la creacién misma a un nivel critico simple, cual era mi intencién, tengo para crearme nuevas preocupaciones y dificultades, pues esto demuestra una vez mas que uno no escribe siempre lo que quiere, sino lo que puede. Hecror SANCHEZ 27 Laszlo Passuth EL DIOS DE LA LLUVIA LLORA SOBRE MEXICO Laszlo Passuth (hingaro) AcariciaBa los Arboles con la mirada y parecia saborear la savia. Los rayos de sol penetraban por el follaje hasta llegar a los troncos del bosque htimedo, formando man- chas de Juz. El hacha, con sus golpes resonantes, causaba heridas jugosas en las lianas. Lépez, el carpintero, iba delante; le seguia Yafiez. Un indio tlascalteca Mevaba pin- tura blanca y con ella marcaba los Arboles que se iban escogiendo. La vara resbalaba sobre el tronco para medir su altura, y la cinta métrica rodeaba su perimetro. El car- pintero afirmé con un gesto. ise era un Arbol de madera laborable. El tlascalteca miré a su alrededor y preguntd con voz de falsete: — Cémo quieres, sefior, talar todos esos Arboles? El ar- bol es como una caza noble... Necesitara mucho tiempo. Deberan salir a trabajar todos los hombres de una aldea; los cuchillos y hachas cortan lentamente. Durara segura- mente desde una fiesta a la otra. Todo el tiempo entre una luna Ilena a otra luna Iena sera preciso hasta haber podido cortar uno de esos gruesos Arboles hasta las raices. ~Cémo pueden pretender, sefior, luchar contra tantos Ar- boles como has sefialado? Eres demasiado débil para ello... aunque desciendas de dioses. Cortés estaba con Duero observando el trabajo. Oyé resonar el hacha de Martin Lépez que silbaba en el aire y se hundia en las encinas. Estaban ya en la espesura; sus gritos Hegaban lejanos y apagados. Imaginaba ya listos los buques, sus velas izadas; la gente corriendo ya por la cubierta; los estandartes ondeaban con el viento y de nuevo se ponia tode en movimiento como si fuera una fatali- dad... hacia Tenochtitlan. Se levanté un soplo de brisa y acaricié los rostros. El otofio estaba a punto de Ilegar. La mujer blanca notaba ya su aliento helado y su capa delgada y sin forrar daba poco calor. Todo cra tan cruel- 31 mente inutil; el ir y venir, el trabajo de las hachas, los Arboles gigantes, los buques, los combates, los insectos, los escarabajos, los gusanos que se arrastraban sobre la madre tierra; nada habia fuera de eso. Estaba solo con su capa cruzada; sus escasas huestes, a su alrededor. Algunos estaban en Vera Gruz. Se sentia en manos de Satan que le arrastraba hacia la condenacién. Se santiguéd. —;Habéis visto aletin fantasma, don Hernando? —Cuando se levanta la niebla, tengo fiebre y escalofrios. Llevo en mi la malaria que contraje en la costa de Ta- basco, hace afios. —{ Por qué no regresamos a Cuba? También podriamos dirigimos a Jamaica... Vuestra merced se est4 desgas- tando aqui y se incomoda con su gente. De dia en dia estamos mas sin fuerzas. La hidra levanta la cabeza. La gente no trabaja; los he oido por la noche en sus tiendas. Hasta los tlascaltecas comienzan ya a estar hartos de su hospitalidad; flaquea ya su fe en nosotros y se venden por algunos pufiados de sal a Aguila-que-se-abate. —Mientras yo viva, no regresaré. ;Comprendéis, don Andrés, cual es mi sentimiento? Tenia un imperio en mis manos, su emperador en mi poder; provincias y estados dejaban caer los chorros de oro ante mi, me prestaban homenaje. Venian los principes; venian los caciques. Ne- cesitaba tanto papel, que tuve que hacer preparar hojas de agave para inscribir en ellas las largas listas de home- najes y tributos. Mis capitanes eran principes; sacdbamos oro de los arroyos; determindbamos dénde debian ser le- vantadas nuevas ciudades; el pueblo se acostumbraba a nuestra presencia y nos mostraba su amistad. Las princesas se casaban con oficiales mios; reinaba la paz. Bajo el pen- dén de Castilla, podia recorrer sin ser molestado todas Jas provincias de un extremo a otro un simple fraile franciscano, solo y sin armas... Yo estaba en Tenochti- tlan; contaba los tributos, dirigia los ejercicios de los sol- dados y esperaba el mensaje bondadoso de mi sefior don 32 Carlos, que se podia colocar sobre las sienes la corona de oro del imperio de Nueva Espafia. Y luego, de pronto, todo sc derrumb6. Cuando hube reunido casi mil quinien- tos espafioles, un ejército, con caballos, canones, muchos mas que lo que jamds hubo en la Isabela ochenta caballos. .. si sacais la cuenta de todo eso en oro... Tenia buques, bergantines en el Iago. ¥ todo se desplomé en un solo dia, como si un encantador hubiera soplado a mi alrededor, como en un juego magico. Volvemos a ser ahora cuatrocientos cincuenta espafioles mal contados, sin caio- nes ni pélvora; veinte caballos..., eso es todo lo que ten- go; y tuve ademas que ver cémo las llamas se elevaban de mis buques aquella noche y lo devoraban todo. —Aquella noche, vuestra merced, como todos nosotros, envejecié. La desgracia hace prudentes. —Yo no vuelvo a Cuba. Aunque todo se perdiera, que- daria en Vera Cruz, donde puedo encerrarme y morir. Ahora tenemos exactamente Ja misma fuerza que teniamos al partir de Cuba. Mi gente cst4 compuesta en general de veteranos. Su catélica majestad no tiene soldados mejores. Con un bocado de pan de maiz en el est6mago, son capaces de atacar al diablo mismo. Entienden ya el lenguaje de los arboles y de las hierbas tan bien como los indios, Con espafioles como éstos, volveré a Tenochtitlan. —¢Tenéis oro todavia? Una tercera parte de él pudo pasar el dique. ¥ ése lo conservo todavia. —Haced traer caballos y armas de Cuba. Es el espiritu, don Andrés. A menudo me siento tan viejo y cansado, que me doy por vencido. Pero después hablo al crucificado y le digo: La luz del sol penetraba en la habitacién. Xaramillo entré de puntillas. Cortés se levant6; sus ojos estaban bafiados en la visibn de ciudades y pueblos, canales, di- ques, templos y victimas. El paje esperé apoyado en la ficura de un demonio tallado en la puerta, mientras la pluma seguia resbalando sobre el extrafio papel que los indios hacen con hojas de palma. De vez en cuando, apenas pronunciaba una palabra, se ofa: «Tacha eso, seria servil; no somos esclavos ni aun cuando nos dirijamos al emperador...» Xaramillo vio que se tranquilizaba y entonces se aproxi- m6 y le anuncié que habia. llegado un emisario de la pro- vincia de Chalco, como sucedfa a menudo en dias mejores. Quiso afiadir que hab{a Ilegado Flor Negra, el principe que atendia ahora al nombre de don Fernando de Ixch- tioxichtl, desde que el agua del bautismo habia humedecido su frente. También queria indicar el muchacho cuales eran las noticias que habian llegado de Tezcuco durante la no- 38 = che... pero todo se le quedé en la garganta y en un gesto de la mano apenas iniciado, pues Cortés hojeaba febril- mente cl libro encuadernado de blanca piel Ileno de anti- gua escritura. Era el libro que escribiera Julio César antes de una campafia, ese mismo libro que tanto habia hojeado Cortés en visperas de una batalla, antes de dirigir la pa- labra a los soldados. Hojeaba, buscaba ‘algo que por fin encontré: «.. his rebus gestis omni Gallia pacata tanta huius belli ad barbaros opinio perlata est, uti ad tis nationibus, quae trans Rhenum incolerent, mitierentur legati ad Caesarem, qui se obsides daturas, imperata facturas pollicerentur. ..> Cortés iba leyendo con fuerte acento espafiol las frases latinas. El paje corrié a un lado las cortinas de la puerta. —E] capitén general de Nueva Espafia ruega que pasen los embajadores de los sefiores y principes de Huexocingo y Huaquehula, Su mirada recorrié el palacio, ante cuyos muros se veian algunos centenares de ociosos soldados espafioles, mientras algunos caballos, cojeando y flacos, comian la hierba. So- bre las plataformas del templo de ladrillos cocidos al sol, habia atin sangre. Vio caras de color aceitunado que se inclinaban con supersticién. Debian venir los enviados del nuevo emperador de Méjico, cuya astuta cara ya conocia de otro tiempo, pues antes habia sido el sefor de Iztapa- lapan y le habia mostrado sus jardines, sus mujeres y su palacio... Debia venir Aguila-que-se-abate con el porvenir en la mano, Guatemoc, el idolo de guerreros y jefes, el esposo de aquella princesa bella como una perla... Des- pués se imaginaba junto al Rin, envuelto en una toga, con los legionarios que gritaban: ; Ave Caesar! Cuando quisie- ra, podia marchar hacia Roma, pasar rios a la cabeza de millares de guerreros romanos que esperaban con sus lanzas bajas y sus espadas cortas, formados en falange, 39 el asalto de los barbaros rubios montados a caballo. En Jas manos de los barbaros brillaban los objetos de regalo; algunas piedras de calkiulli, pedazos de jade, fi- guras de idolos, mantas de algodén, plumas, pulque en vasos abigarrados... El notario real leia las férmulas: «Yo..., en nombre de Chalco o Hueroxinco. ..», o sabe Dios qué otro nombre dificil de pronunciar de alguna comarca 0 provincia. —i Qué extensién tiene? —preguntéd. Alguien contest6; se le mostr6é un mapa dibujado en una hoja de nequem con mano maestra; contemplé los dibujos que representaban montcs, corrientes de agua, paises... —Di, Marina: Yo, marqués de la provincia de Huaque- hula... ¢Qué miras? ;No sabes cémo decir en vuestra lengua marqués o principe? Dilo como quieras, Carlos lo entendera de todas maneras, mientras prestemos jura- mento... Ahora llévale la mano, pues debe hacer un di- bujo o un signo al pie de esta hoja. Se oy6 el ruido de la cera fundida y la piedra del sello se trag6 otra provincia mds de Andhuac en nombre de don Carlos de Austria. En Tlascala la gente vivia como habian vivido los an- tepasados de Cortés. Su padre se lo habia contado en su ninez... En el reino de Granada estaban todavia los moros; por la noche sonaban los cuernos; regiones enteras eran pasto de las llamas y si un golpe de los moros tenia buen éxito, algunas semanas después, en los mercados de Creta se ofrecia a la venta para esclavos una buena por- cién de mujeres y de nifos. Nosotros, en Extremadura —le decia el padre— nos preparabamos semanas enteras; cuando no habia luna, nos desliz4bamos hacia la frontera, donde s6lo se conocia que habian vivido hombres por al- guna que otra columna romana. Nos deslizdbamos hacia Andalucia... Las largas y rectas espadas se cruzaban con los alfanjes; sobre nuestras sillas temblaban las es- clavas de Asia Menor. Cuando atravesaban el bosque y 40 habian sido ya salvadas, se las arrojaba al suelo. «:La mujer era una propiedad ?», preguntaba entonces el mu- chacho con picardia y le subja el rubor a las mejillas, porque estaba, como vulgarmente se dice, en la edad del pavo... «Ahora nadie nos oye y por eso te lo digo; arro- jabamos a la mujer sobre la hierba. El bosque estaba hiimedo y obscuro... el frio se me metia hasta los huesos, por eso me duelen ahora cuando el tiempo va a cam- biar...» Pensaba en el viejo capitan de infanteria Martin Cortés, que cuando joven habia marchado como corneta con los soldados espafioles por intransitables caminos. La sangre del padre bullia ahora en Jas venas del hijo. Su mano resbalaba sobre el mapa, miraba las palabras tan poco claras de la toponimia india, buscaba los caminos que con- ducian a las ciudades, estudiaba los pasos, senderos y canadas en que podia ser atacado con piedras arrojadas desde arriba y que habian de evitarse. Hoy enviaba al- gunos de sus veinte jinetes con cien infantes y dos o tres mil soldados tlascaltecas, hacia el sur; al dia siguiente los enviaba hacia el este. La orden corrié de prisa. Si algo iba mal, él acudiria con el grueso del ejército. Todos dirigian expediciones: Sandoval, Alvarado, Ordaz y Olid, todos menos uno, uno cuyo nombre, sin embargo, estaba siempre en sus labios: Vel4zquez de Leén... Pensaba entonces en aquella noche negra en que el cuerpo de aquel valiente habia caido acuchillado en las aguas del lago... «Id y vengaos». Re- cordaba bien dénde habjan caido dos o tres espafioles, cémo la horda gritando y aullando se habia precipitado sobre ellos, cémo los habia arrastrado tras las murallas del templo, cémo habian robado el oro... Por cada espafiol muerto... La primera casa quedé convertida en carbones; las Ia~ mas corrieron por su techo vegetal y por las copas de los Arboles. Los que habian huido a Jas montafias vieron ho- 41 rrorizados las lenguas rojas de Jas llamas. Los sacerdotes echaban maldiciones y los idolos parecian mertes, como esperando un milagro. La gente era amontonada y en la nalga se les hacia una marca con un hierro candente que silbaba al quemar las carnes; eran ahora esclavos, no prisioneros, protegidos por las leyes del reino. Esos esclavos eran como bestias de labor y en ese concepto se les con- servaba la vida; ellos, por su parte, indiferentes al parecer, entonaban sus cantos funerarios, mientras los tlascaltecas a su alrededor buscaban Avidamente su botin, como un enjambre de abejas voraces. Los soldados arrasaban las provincias del norte, Cuan- do volvian cargados de esclavos, oro y documentos en los que los notarios reales habian extendido el testimonio de nuevas sumisiones y homenajes, Cortés movia ligeramente la cabeza: —Bien —decia. Y se quedaba con la mirada fija en la lejania. Cuando todo iba bien, permanecia callado, como antes hiciera el loco de Ordaz, cuando miraba fijamente y con codicia los fatales pantanos donde parecia haber dejado su alma, que hasta ahora no habia regresado. Cuando estaba solo, la pluma corria ligera en su mano. Iba todos los dias al taller de los carpinteros donde se amontonaban las maderas de los drboles talados. Los se- rradores se colocaban a ambos lados del tronco; con un trozo de carbén sefialaban los tablones; brillaba el hacha siguiendo exactamente la marca trazada y en pocas horas se amontonaban nuevas vigas. En ocasiones, algin indio pedia el hacha, la sopesaba y se disponia a manejarla. Los primeros golpes eran sin destreza alguna. Temerosos re- trocedian al principio ante aquella fuerza destructora e indisciplinada; pero poco a poco fueron acostumbrandose y aquel instrumento de trabajo extrafio tomé en sus ma- nos un simbolismo y significacién singular. Al] manejarla, los indios hacian adornos en la madera y entre los cen- 42 tenares de tablones Martin Lopez conocia al instante cual habia sido cortado por manos indias. Terminaba el otono y anadie le causaba pena que aquel afio de 1520 estuviese ya proximo a ser enterrado en el pasado. Mesa, el artillero, hablaba con Sandoval. —Yanez y Lépez construyeron el armazén de los bu- ques; scguramente esperan un milagro. Estamos en Tlas- cala y cl camino més corto que desde aqui conduce al lago, pasa por Tezcuco. ;Cémo queréis que sean arras- trados los buques hasta alli en un viaje terrestre de tantos dias? —Posiblemente, nuestro capitan general tiene algun plan. ;Por qué me lo preguntas a mi, Mesa? —Soy genovés, como el gran almirante. Mi padre es- taba en Constantinopla cuando entré alli Mahomed. De- fendié Jas murallas bajo la torre Galata. Y de labios de mi padre of contar cémo el sultan hizo transportar sus ochenta galeras desde el Bésforo al Cuerno de Oro. — lira un largo trecho? —Unas dos millas, tal vez; pero la carretera era cuesta arriba, pues se elevaba hacia la montafia y luego, en rapido declive, llegaba hasta el mar. Navarchium se llama el puerto aquel y en griego Kryssokéras el Cuerno de Oro. Asi me lo conté mi difunto padre. El traslado se efectué en una noche. El sultan hizo limpiar y despejar los ca- minos, y los dejaron como si los genizaros hubieran pasado por alli con navajas de afeitar. Casas, animales, arboles, todo desaparecié; luego vinieron los constructores del ca- mino, que fue pavimentado con la blanca madera de dla- mos recién cortados. A millares fueron alineados rodillos de madera en sentido longitudinal. Luego lo engrosaron todo con aceite y sebo y asi podian resbalar facilmente los gigantescos patines que Mahomed hizo colocar bajo los buques. Asi fueron arrastradas las galeras; tiraban de ellas centenares de bueyes y biifalos por medio de cadenas y cuerdas, En una noche, en una sola noche, fueron trans- 43 portadas a la darsena interior de Bizancio y al amanecer, desde aquellas costas seguras y protegidas, salié el grito de Allah-il-allah. Asi es como Mahomed transporté sus bu- ques por tierra. — Querrias aconsejar en ese asunto al sefior Cortés? —WNuestro general lee libros en los cuales se describen las batallas que libraron y ganaron héroes antiguos, de tiempos tan remotos que atin no sabian el Padrenuestro. éPor qué no se ha de estudiar y aprender también las cosas que hicieron los que atin viven? :Por qué no apren- der de los infieles que ya tenian cafiones con los que derribaban una torre de un solo disparo? La boca de uno de tales cafiones tenia una anchura de més de un pie y se Je ofa disparar siete veces todos los dias. —; Piensas, al decir eso, en la muralla de Méjico? —] general debe emplazar cafiones en los bergantines y asi, desde las aguas y a gran distancia, puede derruir facilmente las murallas de Tenochtitlan. —Haré saber a nuestro augusto sefior todo lo que me has dicho, Mesa. Tenemos bastantes hombres y no nos faltan Arboles, pero, gde dénde sacariamos el sebo o la grasa? No existen aqui piaras de cerdos que nos puedan proporcionar manteca suficiente. —No obstante, tenemos aceite; por todas partes se ven bayas maduras. Cuando el hombre se ve acuciado por la necesidad, busca y encuentra... Flor Negra dijo: —Déjame que vaya a Tezcuco. Mi hermano, que ti has tenido en el trono de los principes, ha establecido una alianza con el nuevo monarca. Detrds de ellos est4, con sus alas extendidas, Aguila-que-se-abate. Conozco la di- reccion de los vientos y me son familiares los bosques y los senderos. Cuando te pongas en camino, es preciso que todo Tezcuco se postre ante ti. — Qué deseas de mi, Flor Negra? —Por la noche me levantaré y miraré las estrellas. Por la noche, la luna guia nuestro camino. El dia se obscure- cié en Andhuac y en la noche eres ti el tnico punto luminoso, Malinche. Sé conocer Jos signos en los campos, en los bosques, en el plumaje de los pajaros, en los arbo- les, No creo en vuestro Dios. No creo que ese hombre clavado en la cruz, cuyas manos atravesadas se tienden hacia vosotros, se ocupe para nada de nosotros ni de México. Pero en ti si que creo, Malinche, y veo cémo tienes las armas en la mano y el corazén me dice que conquistards todas esas tierras. Vuestro nfimero ira aumen- tando. Hoy llegan veinte hombres blancos mas sobre las aguas: mafiana llegar4 un centenar. Hoy recibis cuatro ca- ballos, mafiana recibiréis cuarenta. Hoy llegan mAqui- nas que nosotros no habiamos visto jam4s; mafiana lanza- réis vuestros buques al mar. Tu eres m4s fuerte, y por eso te acato y presto homenaje. Sé seguro que th mandaras sobre todos nosotros y no aquel excelso sefior que desde lejos dices que os envid aqui. Confio en ti y espero que me llevards al palacio de mis antepasados y alli, de tus manos, recibiré la corona de plumas que mis hermanos y enemigos quitaron al terrible sefior. —E] principe pronuncia muchas palabras. Marina, y ti sélo me repites cortas frases... ¢Por qué no me lo repi- tes palabra por palabra? —E] principe est4 contristado porque en el palacio de Tezcuco no le saludan las flores. La tristeza tiene mds lenguas que la alegria. Las palabras de Flor Negra son favorables para ti; pero su mirada hace extrafia impre- sién, como si se hubiera transformado en un jaguar o en un ocelote. —;Pero crees ti en ese cuento terrible? —Su cara se alarga. Sus dientes brillan; su cuerpo sé torna clastico y se cubre de manchas... como el cuerpo de ese animal. Camina por los bosques, se encoge, olfatea el olor de los animales y de los hombres, les salta a la 29) garganta y les sorbe Ja sangre. Lo mismo que hacia en el palacio de su padre, el sefior del Ayuno, donde sus consejeros contaban de é] tan terribles cosas. —Est4is todos como borrachos. Vienes ti y viene Flor Negra y todo son palabras raras que ti repites pero cuyo sentido queda obscuro, como piedra que cae en la noche. ¢Cémo puede un hombre convertirse en un jaguar? ;Cémo puede transformarse un hombre en un dios Tldloc con cabeza de ocelote? El principe est aqui ante mf; dice que quiere marchar a Tezcuco para recoger noticias e impresiones... ¢Por qué se ha de convertir en un ocelote que por Jas noches muerda la garganta a los hombres y a los animales? ;Qué obscura supersticién, Marina! ¢Acaso no Ilegaréis nunca a ser verdaderos cristianos? —Flor Negra se convierte en un ocelote cuando Tlaloc, su antepasado, le habla. Nada mds puedo decir de Flor Negra, sefior, que no sea lo que ya todo el mundo sabe. Cortés, con un gesto, la hizo callar. Todo era negro e intrincado como las ramas de liana alrededor del tronco de los ceibas, siniestro como la humedad del bosque vir- gen de cuyo suelo se levanta Ia ficbre que se enrosca como una enredadera a los cuerpos de los hombres; esa fiebre que a él mismo le tenia agarrado desde hacia tanto tiem- po... Y esa gente tenia que llegar a ser principes o hidalgos de Espafia para rodear el trono del emperador del Nuevo Mundo, iguales en rango a los sefiores flamen- cos y valones... Y los caciques debian hacer las mismas reverencias, y los pajes llevar las armas herdldicas, y en registros dorados deberian inscribirse sus nombres, uno con el titulo de vizconde, el otro con el de marqués... ¢Cémo podia conciliarse eso con las historias de Tléloc y su cabeza de ocelote? ¢Cémo era posible decir a don Carlos: Cae- sarea Maestas... Ved ahi las columnas de Nueva Espaiia, ante el trono de vuestra catélica majestad? Entonces muy bien podia ser que se levantase Ixchtioxichtitl y dijera: «Cuando ayer caminaba yo en mi figura de jaguar...» 46 Y Aguila-que-se-abate interrumpia para decir; «Le cogi con mi pico...» y Marina podria muy bien decir: «Oi que la princesa Papan, cuando estuvo al otro lado del valle de los bienaventurados, vio con sus propios ojos...» Lle- garian sacerdotes con sus tunicas negras, cuyos dibujos negros y rojos tendrian especial significado, pues recorda- rian los corazones arrancados... pondrian, con botones de oro, el circulo de los tiempos sobre Ja diadema de plu- mas... gEra posible que él trajera aqui a don Carlos a ese mundo de espectros escalofriantes? Bien estaba para los soldados. Bebfan pulque; abrazaban a las muchachas indias. Devoraban como corresponde a soldados. Bien estaba para Alvarado que salia hasta el bosque buscando su tiltima conquista, una amante de piel rojiza... También le iba bien a Sandoval que estaba co- giendo bayas para extraerles el aceite para lubricar los rodillos segiin el plan de Mesa para trasladar los buques. Bien estaba para Olid que, como antiguo galeote, nunca hubiera podido sofiar para él tan venturoso estado. Y Ordaz con sus ojos negros enfebrecidos... ése necesitaba siempre nuevas tierras, nuevas visiones y cuando abria la boca, ya sabia Cortés que era para decir: «Dadme per- miso, sefior, para...» ¢Pero acaso no tenfan raz6n todos ellos? Esos no bus- caban sino las eternas leyes de la vida. Todo lo demas, todo lo que sucedia alld en Espafia era sélo un reflejo palido de un rayo de luna. Tal vez era mas juicioso es- cribir a don Carlos para informarle que habia vencido a los hombres, a los ejércitos, a los jefes y monarcas y que habia conquistado las ciudades y las provincias... pero que los dioses ofrecian atin resistencia y que los creyen- tes, por la noche, perturbados por el aliento de los idolos, conjuraban al dios de cabeza de ocelote que saltaba sobre la puerta de la ciudad, y no era posible sofocar y hacer callar sus carcajadas... 47 John Reed Ae Oe ho MEXICO INSURGENTE John Reed (norteamericano) Sai wacia el sur de Chihuahua en un tren de tropas, con destino a las avanzadas cerca de Escalén. Agregado a los cinco vagones de carga, Ilenos de caballos y Ilevando los soldados arriba, en los techos, iba un coche en el que se me permitié viajar en compafiia de doscientos pacificos escandalosos, hombres y mujeres. Era horripilantemente sugestivo: los vidrios de Jas ventanas, rotos; los espejos, lamparas y los asientos de felpa, detrozados, con aguje- ros de bala a la manera de un friso. No se habia fijado hora para nuestra salida, y nadie sabia cudndo Ilegaria el tren a su destino, La via acababa de ser reparada. En lugares donde antes hubo puentes nos sumergiamos en barrancos y subiamos, jadeando a la orilla opuesta, sobre una via desvencijada que acababan de poner y que se doblaba y crujia debajo de nosotros. Durante todo el dia contemplamos, a lo largo del camino, montones inmensos de rieles de acero, retorcidos, levantados con cadena por una locomotora que tiraba de ellos: la obra perfecta de Orozco del afio anterior. Corria el rumor de que los ban- didos de Castillo planeaban volarnos con dinamita en cual- quier momento durante la tarde. Peones con grandes sombreros de paja y bellisimos sa- rapes destefiidos; indios con ropas azules de trabajo y huaraches de cuero; mujeres con caras regordetas y chales negros en la cabeza, y nifios que berreaban, se amontona- ban en los asientos, pasillos y plataformas, cantando, co- miendo, escupiendo y charlando. De vez en cuando venia, haciendo eses, un hombre andrajoso con una gorra que decfa “conductor” en letras doradas, ya sin lustre, muy borracho, abrazando a sus amigos y pidiendo muy enérgi- camente los boletos y salvoconductos de los extranjeros. Yo me presenté a él con un pequefio obsequio: una mo- neda del cufio de los Estados Unidos. dL —Sefior —me dijo—, usted puede viajar gratis de hoy en adelante por toda la reptblica. Juan Algomero est4 a sus érdenes. 2 Un oficial elegantemente uniformado, a cuyo costado colgaba una espada, iba en la parte trasera del coche. Manifesté que iba para cl frente, a ofrendar su vida por la Patria. Su tnico equipaje consistia en cuatro jaulas de madera para pdjaros, llenas de alondras de las praderas. Mas atras todavia estaban sentados dos hombres, uno frente al otro, al través del pasillo, cada uno con un saco blanco con algo que se movia y cloqueaba. Tan pronto como el tren se puso en movimiento, abricron los sacos, desempacando a dos grandes gallos, que vagaban poco después por los pasillos, comiéndose las migajas y colillas de cigarros. Los duefios levantaron las voces acto seguido. —jPelea de gallos, sefiores! ;Cinco pesos sobre este hermoso y valiente gallo; cinco pesos, sefiores! Los hombres se levantaron de sus asientos y corrieron al centro del carro ruidosamente. A nadie parecia faltarle los cinco délares necesarios. En diez minutos los dos em- presarios estaban arrodillados en el centro del pasillo, echando a pelear a sus gallos. Mientras nosotros, aturdi- dos, dabamos tumbos de un lado a otro, a punto de caer y sosteniéndonos dificilmente, el pasillo se Ilené de un remolino de plumas volantes y del brillo de los acerados espolones. Terminado esto, se levanté un joven al que le faltaba una pierna y tocé en una flauta de lata el “Whist- ling Rufus”. Alguien tenia una botella de tequila, de la cual todos echamos un buen trago. Se oyeron gritos del fondo del coche: —j Vamos a bailar! ; Vengan a bailar! Y un momento después habia cinco parejas, todos hombres, desde luego, que danzaban vertiginosamente al compas de una marcha. Un campesino, viejo y ciego, subié ayudado a su asiento, desde donde, tembloroso, declamé una larga balada sobre las heroicas hazafas del gran ge- 2 neral Maclovio Herrera. Todos prestaron silenciosa aten- cién y arrojaron unos centavos en el sombrero del anciano. De vez en cuando llegaban hasta nosotros los ecos de los cantares de los soldados que iban en los carros-caja de adelante y el sonido de sus disparos contra algiin coyote que venian entre los mezquites. Entonces todo el mundo, en nuestro carro, se abalanzaba a las ventanillas sacando sus pistolas y haciendo fuego furiosa y rdpidamente. Durante toda la larga tarde caminamos a paso lento hacia el sur; los rayos solares del occidente nos quemaban al darnos en la cara. A cada hora o cosa asi parabamos en alguna estacién hecha pedazos por un bando u otro du- rante los tres afios de Revolucién; alli-era asediado el tren por los vendedores de cigarrillos, pifiones, botcllas de leche, camotes y tamales, envueltos en hojas de maiz, Las viejas bajaban del tren, chismorreaban, y hacian un pe- quefio fuego donde preparaban el café. Acuclilladas alli, fumaban sus cigarrillos de hoja de maiz y se contaban mu- tuamente interminables historias amorosas. Ya entrada la noche Ilegamos a Jiménez. Dandome de codazos con toda la poblacién, que vino a encontrar el tren, pasé entre las antorchas Ilameantes de la pequefia hilera de puestos de dulces y sali a la calle, donde los soldados, borrachos, alternaban con muchachas pintarra- jeadas paseando del brazo, hasta llegar al Hotel Estacién, de dofia Luisa, Estaba cerrado. Di de golpes a la puerta y se abrié un ventanillo a un lado, apareciendo el rostro, coronado por una cabellera blanca, en desorden, de una mujer increiblemente vieja. Me miré de soslayo al través de un par de lentes con anillo de acero y advirtié: — (Bueno, creo que estas bien! Se oyé un ruido de trancas que se quitaban y se abrié la puerta. La misma dofia Luisa aparecié a la entrada, con un gran manojo de Ilaves que le colgaban de la cin- tura. Tenia por una oreja a un chino al que se dirigia en un espafiol copioso y nada pulcro, en la siguiente forma: 53 —jChango! :Quién te mete en andar diciendo a un huésped del hotel que no habia més tortas calientes? ; Por qué no haces mas? Coge tus trapos mugrosos y jfuera de aqui ahora mismo! Le dio un tirén, por ultimo, y solt6 al acobardado oriental. — (Estos barbaros malditos! —dijo, agregando en in- glés—: ; Los asquerosos pordioseros! ; No creo una palabra de las proferidas por un chino indecente, capaz de vivir con cinco centavos de arroz al dia! Entonces hizo ademan de excusa apologistica indican- do la puerta. —Hay tantos malvados generales borrachos hoy por aqui, que tuve que cerrar la puerta. No quiero a los mexi- canos... hijos de... aqui. Dofa Luisa es una norteamericana, gordinflona, de mas de ochenta afios de edad; una especie de abuela bené- vola de la Nueva Inglaterra. Ha vivido como cuarenta afios en México, y se hizo cargo durante treinta afios 0 mas del Hotel Estacién, al morir su esposo. La guerra o la paz no existian para ella. Sobre Ja puerta ondeaba la bandera norteamericana, y en su casa ella era la tinica que mandaba. Cuando Pascual Orozco tomé a Jiménez, sus hombres, ya borrachos, iniciaron un reinado de terror en la ciudad. Orozco mismo, el feroz, el invencible, que po- dia matar a una persona o no segiin se sintiera, al verla, lleg6 borracho al Hotel Estacién con dos de sus oficiales y varias mujeres. Dofia Luisa se le planté frente a la puer- ta, sola, y lo manoteé en la cara. —Pascual Orozco —le dijo— Iévese a sus despresti- giadas amigas y larguese de aqui. ;Estoy al frente de un hotel decente! Y Orozco se fue. Caminé a pie mds de medio kilémetro, por la calle in- creiblemente destruida que leva a la ciudad. Pas6é un 54 tranvia, tirado por una mula que galopaba, reventando de soldados medio borrachos. Corrian por todas partes calesas rebosantes de oficiales, con muchachas sobre sus rodillas, Bajo los polvorientos y deshojados Alamos, cada ventana tenia a su sefiorita, acompafiada de un caballero arrebujado en su cobija. No habia luz. La noche estaba fria, seca y lena de una sutil y exética animacién; las guitarras vibraban; se ofan fragmentos de canciones, risas y murmullos de voces apagadas, gritos cuyos ecos venian de las calles distantes, llenando la oscuridad. De cuando en cuando pasaban grupos de soldados a pie, que salian de las tinieblas y se desvanecian otra vez, probablemente en camino para el relevo de una guardia. Vi a un automévil que corria viniendo de la ciudad, en la prolongacién de una calle tranquila, cerca de la plaza de toros, donde no habia casas. Al mismo tiempo se oy6é el galope de un caballo que venia de otra direccién y, precisamente frente a mi, iluminaron los faros del auto al caballo y su jinete, un joven oficial tocado con un sombrero Stetson. El automévil chirrié al parar en curva y una voz desde adentro grité: —; Alto! —;Quién habla? —pregunté el jinete, sentado a la ca- balgadura sobre sus ancas. —j; Yo, Guzman! —y salté el otro a tierra donde, al darle la luz, aparecié un mexicano gordo, vulgar, con una espada al cinto. — ,Cémo le va, mi capitan? —El oficial se tiré de su caballo. Se abrazaron, dandose palmadas en la espalda con ambas manos. —Muy bien. :Y a usted? :A dénde va? —A ver a Marfa. E] capitan sonrié. —No lo haga —repuso— yo también voy a verla, y si lo encuentro a usted alli, seguramente lo mataré. —Pues voy de todos modos. Soy tan r4pido como usted con mi pistola, sefor. 55 —Pero no ve usted —replic6é el otro suavemente— ;que no podemos ir los dos! — Perfectamente! —j Oiga! —dijo el capitan a su chofer—. Voltee su carro a manera que alumbre parejo la acera... Y ahora demos treinta pasos cada uno en sentido contrario, d4n- donos Ja espalda, hasta que usted cuente tres. Entonces el primero que ponga una bala al través del sombrero del otro, ése gana... Ambos sacaron sendas pistolas y se detuvieron en la luz, inspeccionando los cilindros de sus armas. —j Listo! —grité el jinete. —Aprisa —dijo el capitan—. No deben ponerse obs- taculos al amor. Dandose las espaldas, habian empezado a marcar la distancia. —j Uno! —grité el chofer. —j Dos! Rapide como un destello el gordo baj6é el brazo que llevaba levantado, gir6 sobre si mismo en la vacilante, tenue luz, y un poderoso estruendo fue perdiéndose lenta- mente en la oscura noche. El] sombrero Stetson del otro hombre, cuya espalda no se habia vuelto atin, hizo un pe- queiio y raro vuelo a poco més de tres metros lejos de él. Giré sobre si mismo: pero el capitan ya estaba subiendo a su automévil. _—iBueno! —dijo alegremente—. Gané. ;Hasta mafia- na entonces, amigo! Y el automdvil aceleré su velocidad desapareciendo calle abajo. El jinete se encaminé despacio a donde estaba su sombrero, lo levant6é y examiné. Yo habia comenzado a irme poco antes... En la plaza la banda del batallén tocaba “El pagaré”, la cancién que inicié la rebelién de Orozco. Era una pa- todia de la original que se referia al pago de Madero a sus familiares de 750 000 délares por perjuicios de guerra, tan 56 pronto como él fuera presidente, y que se extendiéd como un incendio forestal por la Republica, teniendo que supri- mirse por la policia y los soldados. “El pagaré” est pro- hibido todavia en la mayor parte de los circulos revolu- cionarios, y he sabido de casos de fusilamicntos por can- tarlo; pero en Jiménez prevalecia el mayor desenfreno en aquellos momentos. Més atin, los mexicanos, a diferencia de los franceses, no sienten una fidelidad absoluta por los simbolos. Bandos rabiosamente antagénicos usan la misma bandera; en la plaza de casi toda pequefia ciudad se yer- guen todavia estatuas laudatorias de Porfirio Diaz; aun en las mesas de Jos oficiales, en el campo de batalla, he be- bido en vasos estampados con algo asi como la efigie del dictador, en tanto que abundan los uniformes del ejército federal entre las filas de los revolucionarios. Pero “El pagaré” es uma movida, alegre tonada, y bajo los centenares de foquillos eléctricos colgados en la plaza, marcha una doble procesién, alegremente, dando vueltas. Por el lado de afuera, en grupos de a cuatro, van los hombres, la mayoria soldados. En la de adentro, con direccién opuesta, las muchachas pasean del brazo. Cuan- do se encuentran, se arrojan pufiados de confeti mutua- mente. Nunca se hablan, no se detienen; pero si una mu- chacha le gusta a un hombre, éste le desliza en la mano una nota amorosa al pasar; ella responde con una sonrisa si le agrada el pretendiente. Asi se conocen; mas tarde, la muchacha se las arreglara para dar al caballero su direc- cién; esto conducira a largas platicas en su ventana, en la oscuridad y, después, podrén ser amantes. Era un asunto delicado el de la entrega de las referidas notas. Todos los hombres Ievaban pistola, y la muchacha de cada uno de ellos es su propiedad celosamente vigilada. Es una cuestién de muerte entregar una nota a la muchacha de alguien. La apretada muchedumbre se agitaba alegremente, emo- cionada por la miisica... Mas alld de la plaza asomaban 57 las ruinas de la tienda de Marcos Russek, saqueada por estos mismos hombres hacia menos de dos semanas, y a un lado se destacaba la vieja torre color de rosa de la iglesia, entre sus fuentes y grandes Arboles, con el letrero de hierro y vidrio iluminado, y un Santo Cristo de Bur- gos brillando sobre la puerta. Alli, a un lado de la plaza, tropecé con un grupito de cinco norteamericanos, extendidos sobre un banco. Es- taban andrajosos mds all4 de lo indecible, todos, excepto uno, un jovenzuelo delgaducho, que lucia un uniforme de oficial federal y polainas, ademds de llevar un sombrero mexicano, sin la parte superior. Los dedos asomaban de sus zapatos; ninguno tenia mds que los restos de los calcetines; todos sin afeitar. Un jo- ven, casi un chiquillo, llevaba el brazo en cabestrillo, hecho de una piltrafa de sabana. Me hicieron lugar alegre- mente, se levantaron, me rodearon, dijeron ruidosamente lo bueno que era encontrar a otro norteamericano entre todos esos mugrientos. —Qué hacen ustedes aqui, colegas? —les pregunté. —jSomos soldados de fortuna! —dijo el jovencito del brazo herido. —jOh...! —interrumpié otro—. ;Soldados de...! —Esto es asi, ves —comenzé a decir el] soldado joven- cito—. Hemos venido peleando en la brigada Zaragoza; estuvimos en la batalla de Ojinaga y todo. Ahora nos vie- nen con una orden de Villa para dar de baja a todos los norteamericanos en filas y embarcarlos para la frontera. éNo es esta orden una porqueria? —Anoche nos dieron nuestras bajas honorablemente y nos echaron del cuartel —dijo uno al que le faltaba una pierna y tenia el pelo rojo. —Y no hemos encontrado dénde dormir, ni nada que comer... —interrumpié un pequefio de ojos grises, al que Hamaban “E] Mayor”, —jNo traten de conquistarse al tipo! —increpé indig- 58 nado el soldado—. ;No vamos a recibir cada uno cincuen- ta pesos por la mafiana? Nos fuimos a un restaurante cercano durante un mo- mento. Al volver, les pregunté qué iban a hacer. —Para mi, los buenos Estados Unidos —suspiré un moreno y bien parecido. irlandés, que no habia hablado antes—. Regreso a San Francisco para guiar un camién otra vez. Estoy harto de mugrosos, mala comida y mal modo de pelear. —Yo tengo dos bajas honorables del ejército de los Estados Unidos —anuncié orgullosamente el joven solda- do—. Servi en toda la campajfia contra Espafia, si, sefior. Soy el tinico soldado en este grupo. Los otros se burlaron y echaron ternos con caras hoscas. —Creo que sentaré plaza nuevamente cuando pase la frontera. —Yo no —dijo el cojo—. Me buscan por dos acusa- ciones de asesinato que no cometi; lo juro por Dios que no. Fue un enjuague en mi contra. Un pobre diablo no tiene defensa en los Estados Unidos. Guando no estén fra- guando alguna acusacién falsa contra mi, me encarcelan por vago, no obstante que soy bueno. —Y asi siguié muy serio, agregando—: Soy un buen trabajador; lo que pasa es que no encuentro trabajo. “El Mayor” levanté su carita insensible de crueles ojos. —Sali de una escuela correccional en Wisconsin —di- jo—, y creo que hay algunos policias esperandome en Fl Paso. Siempre habia querido matar a alguno con un rifle; esto lo hice en Ojinaga, y todavia no estoy satisfecho. Nos dijeron que podemos quedarnos si firmamos los documen- tos de ciudadania mexicana; creo que los firmaré mafiana. —Usted no lo har4 —gritaron los otros—. Esa es una mala pasada. Supongamos que viene la intervencién y que tienes que disparar contra tu propia gente. A mi no me veras firmando mi conformidad para ser un mugroso. 59 —Eso se arregla facilmente —dijo “El Mayor’—. Cuando vuelva a los Estados Unidos, les dejo mi nombre aqui. Me quedaré hasta que tenga lo bastante para retor- nar a Georgia y poner una fabrica con mano de obra infantil. El otro jovenzuclo rompié a Ilorar sibitamente. —Me hirieron el brazo en Ojinaga —solloz6—, y aho- Ta me echan sin dinero y no puedo trabajar. Cuando llegue a El Paso, me echardn el guante los policias y ten- dré que escribir a papa que venga y me lleve a casa en California. Esecapé de allé el afio pasado —agregé. —Mire, “mayor” —aconsejé—, es mejor que no se quede usted aqui si Villa no quiere norteamericanos en sus filas. Ser ciudadano mexicano no le servird de nada si viene la intervencién, —Tal vez tenga usted razén —admitid “E] Mayor” contemplativamente—. j;Oh déjese de sermones, Juan! Creo que me iré de polizén a Galveston y cogeré un barco para América del Sur. Dicen que ha estallado una revo- lucién en el Perd, - El soldado tenia como treinta afios; el irlandés veinti- cinco, y los otros tres entre dieciséis y dieciocho o algo asi. — Para qué vinieron aqui, colegas? —pregunté. —jAcaloramientos! —contestaron el soldado y el ir- landés riéndose. Los tres muchachos me miraron con sem- blantes ansiosos, serios, en que se retrataban su hambre y penalidades. —+ Pillaje! —dijeron simultdneamente. Eché una ojeada a sus ropas destrozadas, a la multi- tud de voluntarios andrajosos que deambulaban por la plaza, a quienes no se les habia pagado en tres meses, y yeprimi un impulso violento de gritar de alegria. Los dejé en seguida, duros, frios: no encajaban en un pais apasio- nado; despreciaban la causa por Ja cual habian luchado; se burlaban de la incorregible jovialidad de los mexica- nos. Al irme les dije de paso: 60 —iA qué compaiiia pertenecen ustedes, colegas? ;Cémo se Ilamaban ustedes mismos? E] jovenzuelo pelirrojo contesté: —jA la Legién Extranjera! Deseo expresar aqui que he visto pocos soldados de fortuna, con excepcién de uno —y ése era un hombre de ciencia, tan seco como el polvo, que estudiaba la ac- cién de los altos explosivos sobre ‘los cafiones de campa- fia—, que no hubiera sido vagabundo en su pais. Era ya avanzada la noche cuando volvi al hotel. Dofia Luisa me guié a ver mi cuarto y me detuvo un momento en la cantina. Dos o tres soldados, evidentemente oficia- les, estaban alli bebiendo; uno de ellos bien entrado en copas. Era un hombre picado de viruelas, con un bigote negro incipiente; sus ojos no podian enfocar su visién. pero cuando me vio, comenzé a cantar una divertida y pequefia copla: ; Yo tengo una pistola Con mango de marfil, Para matar a todos los gringos Que vienen por ferrocarril! Crei que era diplomético ausentarme, porque nunca se puede saber qué hard un mexicano cuando estA borra- cho. Su naturaleza es sumamente compleja. Dofia Luisa estaba en mi cuarto cuando Ilegué, Cerré la puerta, poniéndose un dedo misteriosamente en los la- bios, y sacé de abajo de su falda un ejemplar del afio ante- rior del Saturday Evening Post, que presentaba un in- creible estado de disolucién. —Lo saqué de la caja para usted —me dijo—. La con- denada revista vale mds que cualquier cosa en la casa. Unos norteamericanos que se iban a las minas me han ofrecido quince délares por ella. Usted ve, no hemos reci- bido desde hace un afio ninguna revista norteamericana. 61 Después de aquel exordio, qué podia yo hacer sino leer la preciosa revista, aunque ya la habia leido? Encendi la lémpara, me desvesti y me meti en Ja cama. Pero enton- ces of unos pasos vacilantes afuera, en el corredor; mi puerta se abrié bruscamente. Aparecié, enmarcado en la puerta, el oficial de la cara cacarafiada que habia estado bebiendo en la cantina. Traia un gran revélver en una mano. Se quedé inmévil un momento y me miré parpa- deando malignamente; después entro y cerré la puerta con un golpe violento. —Soy el teniente Antonio Montoya, a sus érdenes —anuncié—. Supe que estaba un gringo en este hotel y he venido para matarlo a usted. —Siéntese —le dije con toda cortesia. Vi que estaba bien borracho. Se quité el sombrero, se incliné ceremoniosamente y acercé una silla. Entonces sacé otra pistola que traia debajo de su saco, y puso ambas sobre la mesa. Las dos estaban cargadas. —,Quiere usted un cigarro? Le ofreci un paquete. Tomé un cigarrillo dandome las gracias, y lo encendié en la lampara. En seguida recogié las pistolas y me apunté con ellas. Sus dedos apretaban lentamente los gatillos, pero los aflojaba otra vez. Yo es- taba tan fuera de mi que no podia hacer otra cosa sino esperar. —ta unica dificultad que tengo —me dijo— es la de resolver cudl revélver debo usar. —Dispénseme —le dije, trémulo— pero, segtin creo, ambos parecen un poco anticuados. Esa Colt cuarenta y cinco seguramente que es un modelo de 1895, y en lo que toca a la Smith y Wesson, hablando entre nosotros, es tni- camente un juguete. —Es verdad —contesté, mirandolas con un poco de tristeza—. Si lo hubiera pensado antes habria traido mi automdtica nueva. Mil perdones, sefior. Suspiré6 y apunté de nuevo los cafiones de sus armas 62 a mi pecho, con una expresién de tranquilidad satisfecha, agregando: —Sin embargo, ya que asi es, haremos lo mejor que podamos. Yo estaba a punto de saltar, agacharme o gritar. De pronto fijé la vista sobre la mesa, donde estaba mi reloj de pulsera, de a dos délares. —¢ Qué es eso? —me pregunté. {Un reloj! Rapidamente le mostré cémo ponérselo. Inconsciente- mente fue bajando poco a poco las pistolas, Asi como un nifio ve el manejo de algtin nuevo juguete mecdnico, del mismo modo lo observaba encantado, con la boca abierta y una atencién absorta. ‘ — Ah! —respiré—. | Qué bonito esta! ; Qué precioso! —Es de usted —le dije, quitandomelo y entregando- selo. Miré al reloj, después a mi, encendiése poco a poco su color, resplandeciendo de alegre sorpresa. Lo puse en su mano extendida. Reverente, cuidadosamente, lo ajusté a su mufieca velluda. Se levant6é entonces, radiante, feliz, mirandome. Las pistolas cayeron al suelo, sin ser notadas. E] teniente Antonio Montoya me eché sus brazos al cuello. —jAh, compadre! —Lloraba emocionado. Al dia siguiente me lo encontré en la tienda de Valicn- te Adiana, en la ciudad. Nos sentamos amigablemente en el cuarto de atras, bebiendo el aguardiente local, mien- tras el teniente Montoya, mi mejor amigo en todo el ejér- cito constitucionalista, me contaba las penalidades y pe- ligros de Ja campafia. La Brigada de Maclovio Herrera hab{a estado durante tres semanas en Jiménez en acecho, sobre las armas, esperando la Hamada urgente para avan- zar sobre Torreén. —Esta mafiana —dijo Antonio—, los escuchas consti- tucionalistas interceptaron un telegrama del comandante federal en la ciudad de Zacatecas para el general Velasco, en Torreén. Decia que después de madura consideracién, 63 habia decidido que Zacatecas era un lugar mas facil de atacar que de defender. Por lo tanto, informaba que su plan de campafia era el siguiente: al aproximarse las fuer- zas constitucionalistas, evacuaria la ‘ciudad y después la tomaria otra vez. —Antonio —le dije—, voy a salir mafiana para hacer una larga jornada, atravesando el desierto. Voy a Magis- tral en algin vehiculo. Necesito un mozo. Le pagaré tres délares semanales. —jEst4 bueno! —exclamé el teniente Montoya—. Lo que usted quiera; asi podré ir con mi amigo. —Pero usted esta en servicio activo —le dije— ;Cdmo puede usted abandonar a su regimiento? .—Oh, no hay cuidado por eso —contesté Antonio—. No le diré nada acerca de ello a mi coronel. No me nece- sitan. ¢Para qué? Tienen aqui cinco mil hombres. Antes del amanecer, cuando los Arboles polvorientos y las casas grises, bajas, estan todavia tiesas por el frio, deja- mos caer el latigo sobre los lomos de nuestras mulas y salimos rechinando sobre las desparejas calles de Jiménez, rumbo al campo abierto. Embozados hasta los ojos en sus sarapes, dormitaban unos cuantos soldados al lado de sus linternas. Un oficial, borracho, estaba durmiendo, ti- rado en el arroyo. Nos Ilevaba una vieja calesa cuya palanca rota estaba remendada con alambres. Las guarniciones habian sido re- hechas de pedazos de hierro vicjo, picles y cuerdas. Antonio y yo ibamos juntos, en el asiento; a nuestros pies dormita- ba un joven, serio al parecer, llamado Primitivo Aguilar. Primitivo fue contratado para abrir y cerrar las puertas, amarrar las guarniciones cuando se rompieron, asi como vigilar el vehicule y las mulas por la noche, ya que se decia que los caminos estaban infestados de bandidos. El campo se tornaba en una vasta, fértil llanura, sur- cada por canales de riego sombreados por largas alamedas 64 de grandes Arboles, sin hojas. y grises como cenizas. Un sol blanco, térrido, resplandecié sobre nosotros como si fuera, la puerta de un horno, mientras en los lejanos y extensos campos desiertos humeaba una delgada niebla. Se movia con nosotros y a nuestro alrededor una, nube blanca de polvo. Nos detuvimos al pasar por la hacienda de San Pedro, regateando con un peén anciano por un saco de maiz y paja para las mulas. Mas adelante habia un primo- roso edificio, bajo, enyesado, color rosa, alejado del cami- no y entre un bosquecillo de verdes sauces. —; Aquello? —Oh, no es sino un molino de trigo. Almorzamos en una pieza de la casa de un peén, larga y blanqueada, con el piso de tierra, en otra gran hacienda cuyo nombre he olvidado, pero que pertenecié a Luis Te- rrazas y ahora, confiscada, es propiedad del gobierno cons- titucionalista. Aquella noche acampamos junto a un canal para riego, distante varios kilémetros de cualquier lugar habitado; era el centro de los dominios de los bandoleros. Después de una cena de picadillo y chiles, tortillas, frijoles y café negro, Antonio y yo dimos instrucciones a Primitivo. Debia hacer guardia al Jado del fuego con el re- vélver de Antonio y, si ofa algtin ruido, despertarnos. Pero no debia dormirse de ninguna manera. Si lo hacia, lo ma- tariamos. Primitivo dijo: —Si, sefior. Muy seriamente, abriéd los ojos y empufié la pistola. Antonio y yo nos enrollamos en nuestras cobijas junto al fuego. Debo haberme dormido inmediatamente, porque cuan- do me desperté Antonio al levantarse, mi reloj marcaba solamente media hora mas tarde. Del lugar que se le habia asignado a Primitivo para hacer su guardia, salian unos ronquidos sonoros. El teniente encamindése hacia allé. —j Primitivo! —exclamé. Nadie respondié. 65 —j Primitivo, necio!— Nuestro centinela se revolvié en su suefio y se volteé para el otro lado, haciendo ruidos que indicaban comodidad. ~~; Primitivo! —grit6 Antonio, pateandolo duramente. No dio muestras de responder. Antonio dio unos pasos atras y le asest6 tan tremendo puntapié en el trasero, que lo levanté algunos centimetros en el aire. Primitivo desperté sobresaltado. Se levanté pre- cipitadamente y alerta, blandiendo la pistola. —¢Quién vive? —grité Primitivo. Al dia siguiente salimos de las tierras bajas. Entramos al desierto, haciendo rodeos sobre algunas planicies ondu- Jadas, arenosas y cubiertas de mezquites oscuros, y de vez en cuando uno que otro nopal. Empezamos a ver al lado del campo a esas diminutas, siniestras cruces de madera, que la gente del campo coloca sobre el Iugar donde algtin hombre tuvo una muerte violenta. Por todo el horizonte alrededor nuestro habia montafias 4ridas, color purpura. A la derecha, al cruzar una inmensa arroyada seca, se di- visaba una hacienda blanca, verde y gris, que parecia una ciudad. Una hora mas tarde pasamos el primero de aque- llos grandes ranchos cuadrangulares, fortificados, que se encuentran una vez durante el dia, perdidos, en los rin- cones de este gran pais. La noche se cernia veloz arriba, en el cenit sin nubes, mientras todo el horizonte estaba iluminado ain por intensa claridad; pero entonces, stbita- mente, desaparecié el dia y brotaron las estrellas, como cohetes, en la comba celeste. Antonio y Primitivo canta- ban “Esperanza”, mientras seguiamos nuestro camino, con ese extralo, raro tono mexicano, que suena mds parecido que a ninguna otra cosa, al de un violin que tuviera las cuerdas gastadas. Aumenté el frio. En leguas y leguas a la redonda era una tierra marchita, un pais de muerte. Transcurrian horas antes de que viéramos una casa. Antonio decia saber vagamente de la existencia de un ojo de agua en alguna parte mas adelante. Pero hacia la 66 . medianoche descubrimos que el camino sobre el cual ve- niamos, se perdia de pronto entre un espeso mezquital. Nos habiamos apartado del camino real en algun paraje. Era tarde y las mulas estaban cansadas. Parecia que no se podia hacer otra cosa sino acampar “en seco”, dado que no sabiamos de la existencia de agua por alli cerca. Habiamos desguarnecido y dado de comer a las mulas y haciamos nuestro fuego, cuando en algin lado del espe- so chaparral se sintieron pasos cautelosos. Caminaban un trecho y se detenian. Nuestra pequefia hoguera de madera seca crepitaba impetuosa, alumbrando un tramo de poco mas de tres metros. Mas lejos, todo era oscuridad. Primi- tivo salté hacia atr4s para ponerse al abrigo del vehiculo; Antonio sacé su revélver; todos teniamos frio al lado del fuego... El ruido se oyé otra vez. —; Quién vive? —dijo Antonio. Se oyé un pequefio ruido, como apartando yerbas en- tre la maleza, y después una voz: —;De qué partido son ustedes? —inquirié titubeante. —Maderistas —contesté6 Antonio—. ; Pase! — Hay seguridad para los pacificos? —pregunté el invisible. —Bajo mi palabra —erité—. Salgan para poder verlos. Al instante tomaron forma dos vagas siluetas a la orilla del resplandor del fuego, casi sin hacer ruido. Eran dos peones; los vimos tan pronto como se acercaron, bien en- vueltos en sus desgarradas cobijas. Uno de ellos era viejo, cubierto de arrugas, encorvado, con huaraches de su pro- pia manufactura; sus pantalones eran guifiapos que le col- gaban sobre Jas piernas encogidas; el otro, un joven muy alto, descalzo, con una cara tan pura y sencilla que casi rayaba en idiotez. Amistosos, acogedores como la luz del sol, ansiosamente curiosos como nifios, se acercaron con las manos extendidas. Se las estrechamos a cada uno, sa- Iudandolos con la ceremoniosa cortesia mexicana. Buenas noches, amigo. ;Cémo esté usted? 67 —Muy bien, gracias. ¢Y usted? —Bien, gracias. ;Y cémo est4 toda la familia? —Bien, gracias. :Y la suya? —Bien, gracias. ;Qué tienen de nuevo por aqui? —Nada. :Y usted? —Nada. Siéntese. —Oh, gracias, estoy bien de pie. —Siéntese... Siéntese... —Mil gracias. Dispénsenos un momento. Sonrieron y desaparecieron en la espesura. Reapare- ciendo poco después, con grandes brazadas de ramas se- cas de mezquite para nuestro fuego. —wNosotros somos rancheros —dijo el anciano, incli- nandose. —Tenemos unas cuantas cabras, y nuestras casas estan a sus 6rdenes, asi como nuestros corrales para sus mulas y nuestra pequefia provisién de maiz. Nuestros ranchitos es- tén muy cerca de aqui, en el mezquital. Somos muy po- bres, pero esperamos nos hagan el honor de aceptar nues- tra hospitalidad. Era una ocasién para obrar con tacto. —Mil veces muchas gracias —dijo Antonio atentamen- te—, pero tenemos, por desgracia, una gran prisa y debe- mos seguir adelante muy temprano. No queremos molestar en sus casas a estas horas. Manifestaron' que sus familias y sus casas estaban a nuestro servicio, para usarla como lo estimaramos conve- niente, con el mayor placer de su parte. No recuerdo cémo pudimos evadir por fin la invitacién, sin ofenderlos; pero si sé que nos Ilevé como media hora de conversacién y cumplidos. Nosotros sabiamos, en primer término, que, si aceptabamos, no podriamos salir muy temprano en la ma- fiana, perdiendo asi varias horas; porque en las costumbres mexicanas, la prisa en salir de una casa denota descon- tento con la estancia en ella; en segundo lugar, porque no se puede pagar por el alojamiento, aunque si tiene que 68 geese ff hacerse un buen regalo a los anfitriones, cosa que ninguno de nosotros podia ofrecer. Al principio rehusaron cortésmente nuestra invitacién para cenar; pero después de mucho insistir los persuadi- mos, al fin, para que aceptaran unas tortillas y chile. Era enternecedor y risible a la vez ver el hambre que tenian, asi como sus esfuerzos para ocultarlo. Después de comer, cuando ya nos habian traido un cubo de agua, pensando con un juicio cabal y bondadoso, se quedaron con nosotros un rato al calor de nuestro fue- go, fumando de nuestros cigarrillos y calentdéndose las manos. Recuerdo cémo colgaban las sarapes de sus hom- bros, abiertos por delante para que asi les Megara a sus cuerpos escudlidos el calor agradable, y cémo eran nudo- sas y viejas las manos que extendia el anciano, y cémo brillaba la luz rojiza sobre la garganta del otro, encen- diendo el fuego de sus grandes ojos. A su alrededor se extendia el desierto, separado tmicamente por nuestra ho- guera, listo para saltar sobre nosotros al extinguirse aqué- lla, Arriba, las estrellas no perdian su brillo. Los coyotes aullaban en Ja lejania, mds allé del fuego, como si fueran demonios angustiados. Repentinamente imaginé a aquellos dos seres humanos como simbolos de México: corteses, afectuosos, pacientes, pobres, tanto tiempo esclavos, tan llenos de ensuefios, que pronto serian libertados. —Cuando vimos venir su calesa para acd —dijo el vie- jo riéndose— sentimos oprimirse nuestros corazones en nuestros pechos. Creiamos que ustedes podian ser solda- dos, que venfan, quiz4, a Ievarse nuestras pocas y ilti- mas cabras. Han venido tantos soldados durante los tiltimos afios, tantos... La mayoria federales; los maderistas no vienen, a menos que tengan hambre. ; Pobres maderistas! —Ay —dijo el joven—, mi hermano que tanto queria, murié en los once dias de combate alrededor de Torreén. Han muerto miles en México, y muchos m4s que caeran. Tres afios es bastante para guerra en una tierra. 69 —jDemasiado! ; Valgame Dios! —murnuré el vicjo meneando su cabeza—. Pero vendr4 un dia... Se ha dicho —hizo notar el anciano temblequean- do— que los Estados Unidos codician a nuestro pais; que los soldados gringos vendran y se Ilevardn mis cabras al fink iso es mentira —exclamé el otro, animandose—. Son los norteamericanos ricos los que nos quieren robar, igual que nos quieren robar los mexicanos ricos. Es el rico en todo el mundo, el que quiere robar al pobre. Fl anciano tirit6é de frio y arrimé su gastado cuerpo mis cerca del fuego. —He pensado con frecuencia —dijo suavemente—, por qué los ricos, teniendo tanto, quieren mas. Los pobres, que no tienen nada, ; quieren tan poco! Sdlo unas cabras... Su compadre alz6 su cara como un hidalgo, sonriendo dulcemente. ——Nunca he estado fuera de esta pequefia regién; ni siquiera en Jiménez —dijo—. Pero me dicen que hay mu- chas tierras ricas, al norte, al sur y al oriente. Pero esta es mi tierra y la quiero. En los afios de vida que tengo, du- rante los que vivieron mi padre, y mi abuelo, los ricos se han quedado con el maiz y lo han retenido con los punos cerrados ante nuestras bocas. Y solamente la sangre les hard abrir las manos para sus semejantes. E] fuego se habia apagado. Dormia en su puesto de guardia el alerta Primitivo. Antonio contemplaba el rescol- do; una leve sonrisa de satisfaccién se dibujaba en su boca; sus ojos brillaban como estrellas. —;Adié! —dijo de pronto, como cuando se ve una visién—. ; Cuando entremos en la Ciudad de México, qué baile haremos! ;Qué borrachera voy a coger!... 70 Antonin Artaud LOS TARAHUMARA Antonin Artaud (francés) Como va he dicho, fueron los sacerdotes del Tutuguri quienes me abrieron el camino del Ciguri. Pocos dias antes, el Sefior de todas las cosas me habia abierto también el camino del Tutuguri. El Sefior de todas las cosas es el que rige las relaciones externas entre los hombres: la amistad, la compasién, la limosna, la fidelidad, la piedad, la gene- rosidad, el trabajo. Su poder se detiene en el umbral de Jo que en Europa entendemos por metafisica o teologia, y, en cambio, en los dominios de la conciencia interna llega mu- cho més lejos que el de cualquier jefe politico de Europa. Nadie en México puede iniciarse, es decir, recibir Ja uncion de los sacerdotes del Sol y la marca de inmersién y de readmisién de los de Ciguri, que es un rito aniquilador, si previamente no lo ha tocado con su espada el anciano jefe indio que manda en la paz y en la guerra, en la justicia, en el matrimonio y en el amor. Al parecer, tiene en sus manos las fuerzas que ordenan a los hombres amarse o que los enloquecen, mientras que los sacerdotes del Tutuguri, con Ja boca, hacen elevarse el espiritu que los produce y los dis- pone en el infinito donde el alma deberé cogerlos y clasifi- carlos de nuevo en su yo. La accién de los sacerdotes del Sol rodea el alma entera y se detiene en los limites del yo personal adonde acude el Sefior de todas las cosas para re- coger su resonancia- Y alli fue donde el viejo jefe mexi- cano me golpeé para abrirme de nuevo la conciencia, pues yo era un mal nacido y no podia comprender el Sol; y ade- més el orden jerarquico de las cosas exige que después de haber pasado por el Todo, es decir, lo multiple, que es las cosas, regresemos a la simplicidad del uno, que es el Tutuguri o el Sol, para después disolvernos y resucitar mediante esa operacién de reasimilacién misteriosa. De asimilacién tenebrosa, digo, que va incluida en el Ciguri, como un mito de reanudacién, de exterminio, después, y, 73 por iltimo, de resolucién en la criba de la expropiacién suprema, tal como lo gritan y afirman sin cesar los sacer- dotes en Ja Danza de toda la Noche. Porque ocupa la no- che entera, desde el crepusculo hasta la aurora, pero coge toda la noche y la concentra, como cuando se toma todo el zumo de una fruta hasta la fuente de la vida. Y la extirpacién de propiedades llega hasta Dios y lo sobrepa- sa; pues Dios, y sobre todo Dios, no puede coger lo que en el yo es auténticamente el si mismo por mucho que éste cometa la imbecilidad de abandonarse. Fue una mafiana de domingo cuando el anciano jefe indio vino a abrirme Ja conciencia con una cuchillada en- tre el coraz6n y el bazo: «Tenga confianza, me dijo, no tenga miedo, no le haré ningiin dafio» y retrocedié tres 0 cuatro pasos muy aprisa, y, tras hacer que su espada describiera un circulo en el aire por el pomo y hacia atras, se precipit6 sobre mi, apuntandome y con toda su fuerza, como si quisiera exterminarme. Pero la punta de la espada apenas me tocé la piel y sdlo broté una gotita de sangre. No noté ningtin dolor, pero si tuve la impresién de desper- tar a algo con respecto a Jo cual hasta entonces era un mal nacido y estaba mal orientado, y me senti colmado por una luz que nunca habia poseido. Pasaron algunos dias y una mafiana, de madrugada, entré en relacién con los sacerdotes del Tutuguri y, dos dias después, pude unir- me al Ciguri. «Recogerte dentro de la entidad sin Dios que te asimila y te produce como si ti mismo te produjeras, y como ti mismo en la nada y contra El, a cualquier hora te pro- duces.» Esas fueron las palabras del jefe indio y no hago mds que reproducirlas, no tal como me las dijo, sino tal como las he reconstruido bajo las iluminaciones fantasticas del Ciguri. Ahora bien, si los sacerdotes del Sol se comportan como manifestaciones de la palabra de Dios, o de su Verbo, es 14 decir, de Jesucrito, los sacerdotes del peyote me hicieron asistir al propio mito del misterio, sumergirme en los ar- canos miticos originales, entrar a través de ellos en el mis- terio de los misterios, ver la figura de las operaciones ex- tremas mediante las cuales El hombre padre, ni hombre ni mujer, cre6 todo. Es cierto que no alcancé todo ello de golpe y que necesité algtin tiempo para comprenderlo, y muchos de los gastos de la danza, muchas de las actitudes o de las figuras que los sacerdotes del Ciguri trazan en el aire, como si los impusieran a la sombra o los sacaran de los antros de la noche, ni siquiera ellos mismos los com- prenden ya, y se limitan a obedecer con sus actos, a una especie de tradicién fisica, por una parte, y, por otra, a las érdenes secretas que les dicta el peyote, un extracto del cual absorben antes de ponerse a bailar a fin de entrar en trance por métodos ya calculados. Quiero decir que hacen lo que la planta les dice que hagan, pero que lo repiten como una especie de leccién a la que sus musculos se someten y que dejan de comprender cuando sus ner- vios se relajan, como tampoco la comprendian sus padres o los padres de sus padres. Ademds, sobrevaloran la fun- cién de los nervios. Eso no me satisfizo y, cuando terminé la danza, quise saber mds. Pues, antes de asistir al rito del Ciguri tal como lo ejecutan los actuales sacerdotes indios, habia preguntado a muchos tarahumara de la montana y habia pasado una noche entera con un matrimonio muy joven: el marido era un adepto de dicho rito y, al parecer, conocia muchos de sus secretos. De él recibi maravillosas explicaciones y aclaraciones muy precisas sobre la forma en que el peyote, en el trayecto completo del yo nervioso, vesucita el recuerdo de esas verdades soberanas, mediante las cuales la conciencia humana, segin me dijo, recupe- ra la percepcién del infinito, en lugar de perderla. «No es a mi a quien corresponde, me dijo aquel hombre, mos- trarte en qué consisten esas verdades, pero si hacer que renazcan en el espiritu de tu ser humano. El espiritu del 75 hombre est4 dentro de Dios, porque es malo y esta enfer- mo, y nosotros debemos revolverle el hambre. Pero ahora resulta que el propio tiempo nos niega los medios. Ma- fiana te haremos ver lo que atin podemos hacer. Y si quie- res trabajar con nosotros, tal vez con la ayuda de esta buena voluntad de un hombre procedente del otro lado del mar y que no es de nuestra raza, logremos romper una resistencia m4s.> A los ofdos indios no les gusta mucho ofr pronunciar el nombre de Ciguri. Llevaba conmigo a un guia mestizo, que también me servia de intérprete ante los tarahumara, y me habia advertido que siempre les hablara de él con respeto y precaucién, porque, me dijo, les da miedo. Y, sin embargo, me di cuenta de que si algiin sentimiento puede serles ajeno en relacién con dicha palabra es precisamente el miedo y que, por el contrario, lo que hace es despertar en ellos el sentido de lo sagrado de una forma que la conciencia europea ya no conoce, y esa es su desgracia, pues aqui el hombre ya no respeta nada. Y la serie de actitudes que el joven indio adopté ante mis ojos cuando pronuncié la palabra Ciguri, me ensefi6 muchas cosas sobre las posibilidades de la concien- cia humana, en los casos en que ha conservado el senti- miento de Dios. Efectivamente, su actitud, debo decirlo, revelaba terror, pero no era suyo, pues le cubria como si fuera un escudo o un manto. Para sus adentros, parecia feliz como sélo se es durante los minutos supremos de la existencia, con la faz desbordante de gozo y en adoracién. Asi debian de mostrarse los recién nacides de una huma- nidad atin en gestacién, cuando el espiritu del hombre increado se alzaba en truenos y en llamas por encima del mundo reventado, asi debian de rezar los esqueletos de las catacumbas, a quienes, segtin dicen los libros, el hombre mismo se aparecia. Junté las manos y sus ojos se encendieron. Su rostro se petrified y se cerré. Pero cuanto mas entraba en si mismo, mas impresién me daba de que una emocién insélita y legi- 76 ble irradiaba de é1 objetivamente. Se desplaz6 dos o tres veces. Y cada una de ellas, sus ojos, que habian quedado casi fijos, se alteraron para aislar algin punto cercano, como si quisiera tomar conciencia de algo temible. Pero me di cuenta de que lo que podia temer era faltar por alguna negligencia al respecto que debia a Dios. Y, por en- cima de todo, comprobé dos cosas: la primera, que el indio tarahumara no concede a su cuerpo la importancia que nosotros, los europeos, le atribuimos, sino que lo conceptia de modo muy distinto. «Ese cuerpo que soy, parece decir, no soy yo en absoluto», y cuando se volvia para observar fijamente algo cercano, parecia que era su propio cuerpo lo que escrutaba y vigilaba. «Donde estoy y lo que soy, Ciguri es quien me lo dice y me lo dicta, y ti en cambio mientes y desobedeces. Lo que estoy sintiendo en realidad ti nunca quieres sentirlo y me das sensaciones contra- rias. Ti no quieres nada de lo que yo quiero. Y, en la mayoria de los casos, lo que tii me propones es el mal. No has sido sino una prueba transitoria y un fardo para mi. Algan dia te ordenaré que te vayas, cuando el propio Ciguri sea libre, pero, dijo Horando repentinamente, no deberds irte completamente. Al fin y al cabo, Ciguri fue quien te hizo y muchas veces me has servido de refugio contra la tormenta, pues Ciguri moriria si no me tuviera a mi» La segunda cosa que comprobé en medio de aquella plegaria —pues aquella serie de desplazamientos ante si mismo y como junto a si mismo, a los que acababa de asistir y que tardaron mucho menos tiempo en producirse del que he empleado para contarlos, eran Ja plegaria im- provisada del indio a la sola evocacién del nombre de Ciguri—, la segunda cosa, digo, que me impresioné fue que, aunque el indio sea un enemigo para su cuerpo, tam- bién parece haber sacrificado su conciencia a Dios, y, que el habito del peyote lo dirige en esa tarea. Los sentimien- tos que de él irradiaban, que pasaban uno tras otro a 71 través de su rostro y se podian leer en él, claramente no eran suyos; no se los apropiaba, no se identificaba ya con lo que para nosotros es una emocién personal, 0, mejor dicho, no lo hacia a nuestro modo, en funcién de una incubacién fulgurante, inmediata, como nosotros hace- mos. De todas las ideas que pasan por nuestra cabeza, unas las aceptamos y otras no. E] dia que nuestro yo y nuestra conciencia se forman, en ese incesante movimiento de incubacién queda establecido un ritmo distintivo y una selecci6n natural, que hacen que nuestras ideas propias naden por la superficie del campo de la conciencia, mien- tras que el resto se desvanece automaticamente. Quizd necesitemos tiempo para ahondar en nuestros sentimientos y aislar de éstos nuestro propio rostro, pero lo que pensa- mos de las cosas en los puntos principales es como el tétem de una gramatica indiscutible que esconde sus tér- minos palabra a palabra. Y, cuando mterrogamos a nues- tro yo, siempre reacciona de la misma forma: como al- guien que sabe que es él siempre quien responde, y no otro. En el caso del indio no ocurre lo mismo. Un europeo nunca aceptaria la idea de que lo que ha sentido y percibido en su cuerpo —la emocién que lo ha sacudido, la extrafia idea que ha tenido momentos an- tes y que lo ha entusiasmado por su belleza—, no era suyo, ni que otro ha sentido y vivido todo ello dentro de su propio cuerpo, 0, en caso de aceptarlo, se tendria por loco y poco le costaria a la gente decir que se habia vuel- to un enajenado. En cambio, el tarahumara distingue sistematicamente entre lo que es de él y lo que es del Otro en todo lo que piensa, siente y produce. Pero la di- ferencia entre un loco y él consiste en que su conciencia personal se ha enriquecido en ese trabajo de separacién y de distribucién interna al que le ha conducido el peyote y que refuerza su voluntad. Aunque parezca saber mejor lo que él no es, que lo que es, en cambio, sabe lo que es y quién es mucho mejor de lo que nosotros mismos sa- 78 bemos lo que somos y lo que queremos. «En todo hombre, dice, existe un antiguo reflejo de Dios en el que podemos contemplar todavia la imagen de esa fuerza de infinito que un dia nos arrojé al interior de un alma y esa alma al interior de un cuerpo, y el peyote nos ha conducido hasta la imagen de esa fuerza, porque Ciguri nos reclama hacia si.» De forma que lo que observé en aquel indio, que lleva- ba mucho tiempo sin tomar peyote, aunque era un adepto de sus ritos, pues el rito de Ciguri es la culminacién de la religién de los tarahumara, me inspiré un enorme deseo de ver de cerca todos aquellos ritos y de que me permi- tieran participar. Esa era la dificultad. La amistad que me habia manifestado aquel joven ta- rahumara, quien no tuvo reparos en ponerse a rezar a pocos pasos de mi, era ya una garantia de que algunas puertas se me abrirjan. Y ademas, lo que me habia dicho sobre la ayuda que esperaban de mi me hizo pensar que mi admisién en los ritos del Ciguri dependia en parte de las iniciativas que yo tomara frente a las resistencias que el gobierno mestizo de México opone a que los tarahumara ejerzan sus ritos. A pesar de ser mestizo, dicho gobierno es pro-indio, porque los que lo componen son muchos mas rojos que blancos. Pero lo son de forma desigual y casi todos sus mandatarios de la montafia tienen mezcla de sangres. Y consideran peligrosas las creencias de los anti- guos mexicanos. E] gobierno actual de México ha fundado escuelas indigenas en la montafia, en las que los hijos de los indios reciben una ensefianza calcada de la que se im- parte en las escuelas municipales francesas, y el ministro de Educacién de México, de quien habia obtenido un sal- voconducto, por mediacién del embajador de Francia, dis- puso que me alojara en los edificios de la escuela indigena de Jos tarahumara. Asi pues, entré en relacién con el di- rector de dicha escuela, el cual era ademas el encargado de mantener el orden en todo el territorio tarahumara y 1) tenia a sus érdenes un escuadrén de caballeria. Aunque todavia no se habia tomado ninguna disposicién al respec- to, yo sabia que se estaba tratando de prohibir la proxima fiesta del peyote, que debia celebrarse dentro de poco. Aparte de la gran fiesta racial en la que participa todo el pueblo tarahumara y que se celebra en fecha fija, igual que nuestra Navidad, los tarahumara tienen ademas unos cuantos ritos particulares en torno al peyote. Y habian accedido a ensefiarme uno. Ademas, en la religién de los tarahumara existen otras fiestas, igual que nosotros te- nemos la Pascua, la Ascensién, la Asuncién y la Inmacu- Jada Concepcién, pero no todas se refieren al peyote, y, segun creo, la gran fiesta del Ciguri sélo se celebra una vez al atio. Entonces es cuando Jo toman, de acuerdo con todos los ritos milenarios tradicionales. También toman peyote en las demas fiestas, pero sélo como un coadyu- vante ocasional sin que nadie se preocupe ya de graduar su fuerza o sus efectos. He dicho que toman, pero mejor seria decir que tomaban, pues el gobierno de México hace lo imposible para quitar el peyote a los tarahumara y para impedirles que se entreguen a su accién, y los solda- dos que envia a la montafia tienen la misién de impedir su cultivo. Cuando Ilegué a la montafia, encontré a los tarahumara desesperados por la reciente destruccién de un campo de peyote por parte de los soldados de México. Sobre este tema sostuve una conversacién muy larga con el director de la escuela indigena donde me alojaba. Dicha conversacién tubo momentos animados, penosos y repugnantes, El director mestizo de la escuela indigena de los tarahumara estaba mucho més preocupado por su sexo, que le servia para poseer cada noche a Ja maestra de la escuela, mestiza como él, que por la cultura o la religién. Pero el gobierno de México ha basado su pro- grama en el retorno a la cultura india y en cualquier caso al director mestizo de la escuela indigena de los tarahu- mara le repugnaba derramar sangre india. Al pasar por varias aldeas tarahumara me di cuenta de que, a la aparicién del miembro rojo, soplaba un viento de rebelién sobre la tribu. El director de la escuela indi- gena no lo ignoraba, pero dudaba sobre los medios que debia emplear para restablecer la calma entre los indios. «El timico medio, le dije, es conseguir ganarse su corazén. Nunca le perdonardn esa destruccién, pero déles pruebas, mediante un acto de signo contrario, de que no es un enemigo de Dios. Son ustedes muy pocos aqui y, si ellos se decidiesen a rebelarse, tendrian ustedes que combatirlos y con las armas de que disponen no podrian resistir. Ade- mas, los sacerdotes del Ciguri tienen madrigueras en las que ustedes nunca podran penetrar. «Y, ante una guerra asi, gqué destino tendria ese regreso de México a Ja cultura india, cuando en realidad habria hecho usted estallar la guerra civil? Si quiere conservar la lealtad de los tarahumara, debe autorizar esa fiesta desde ahora mismo y, ademas, dar facilidades a las tribus para que se reGinan, con el fin de que comprueben que no es usted contrario a ellos. —Es que, cuando toman peyote, dejan de obedecernos. —Con el peyote ocurre como con todo lo humano. Es un principio magnético y alquimico maravilloso, con la condicién de que se sepa tomar, es decir, en las dosis y con la graduacién adecuadas. Y, sobre todo, de que no se tome a destiempo y sin sentido. Si los indios se vuel- ven como locos después de haber tomado peyote, es por- que abusan de él hasta alcanzar ese punto de borrachera desordenada en que el alma ya no se somete a nada. Al hacer eso, no es a usted a quien desobedecen, sino al propio Ciguri, pues Ciguri es el dios de la presciencia del justo, del equilibrio y del control de uno mismo, Quien 81 BS ea sles ha bebido Ciguri auténticamente, el metro y la medida auténticas de Ciguri, Hombre y no Fantasma indeter- minado, sabe cémo estan hechas las cosas y ya no puede perder la raz6n, porque Dios esté dentro de sus nervios y desde alli mismo los guia. «Pero beber Ciguri consiste precisamente en no sobre- pasar la dosis, pues Ciguri es el infinito, y el misterio de la accién terapéutica de los remedios va unido a la pro- porcién en que nuestro organismo los toma. Sobrepasar la dosis necesaria equivale a estropear su accidn. «Dios, dicen las tradiciones sacerdotales tarahumara, desaparece automaticamente cuando se lo toca demasia- do, y en su lugar aparece el mal espiritu. —Mafiana por la noche va usted a entrar en relacion con una familia de sacerdotes del Ciguri —me dijo el di- rector de la escuela indigena. Digales lo que acaba de decirme a mi y estoy seguro de que esta vez, mejor quiza que las Ultimas veces, conseguiremos que la toma de peyote esté reglamentada y digales ademas que se autorizara esa fiesta y que vamos a hacer todo lo que esté en nuestra mano para facilitarles todos los medios de reunirse y que les proporcionaremos los caballos y viveres que puedan necesitar para ello.» Asi pues, el dia siguiente por la noche, me dirigi al pueblecito indio donde me habian dicho que me mostrarian el rito del peyote. Se celebr6é cuando era noche cerrada. El sacerdote I]egé con dos sirvientes, un hombre y una mujer, y dos nifios. Traz6 en la tierra una especie de gran semicirculo en el interior del cual debian producirse Jos movimientos de sus sirvientes y lo cerré con un gran ma- dero donde se me autorizé a colocarme. Por la derecha, el arco de circulo estaba limitado por una especie de refugio en forma de ocho, que, segin comprendi, constituia el Sancta Sanctorum para el sacerdote. A la izquierda estaba el vacio: alli se situaban los nifios. En el Sancta Sanctorum se colocé el viejo bote de madera que contenia las raices 82 de peyote, pues los sacerdotes no disponen de la planta entera para los ritos particulares, 0, por lo menos, no en la actualidad. El sacerdote llevaba en la mano una cafia y los nifios unos bastoncillos. E] peyote se toma al final de una serie de movimientos de danza, cuando sus adeptos han conse- guido mediante el cumplimiento religioso del rito, que Ciguri se digne entrar en ellos. Comprobé que a los sirvientes les costaba trabajo poner- se en movimiento y tuve la impresién de que no bailarian o lo harian mal, si no sabian que en el momento oportuno Ciguri iba a bajar hasta ellos. Pues el rito de Ciguri es un rito de creacién, que explica cémo son las cosas en el vacio y éste en el infinito y cémo salieron de él en la realidad y se hicieron. Y acaba en el momento en que por orden de Dios han adquirido Ser en un cuerpo. Eso fue lo que bailaron los dos sirvientes, no sin antes haber enta- blado una larga discusién. —No podemos comprender a Dios, si antes no nos ha tocado el alma, y nuestra danza no sera otra cosa que un artificio y el Fantasma, gritaron, el Fantasma que persigue a Ciguri, renacer4é de nuevo aqui. El sacerdote tardé mucho en decidirse, pero al final saco de su pecho una bolsita y derramé en las manos de los indios una especie de polvo blanco que absorbieron inmediatamente. Después de lo cual.se pusieron a bailar. Al ver su ros- tro, una vez que hubieron tomado aquel polvo de peyote, comprendi que me iban a mostrar algo a lo que nunca habia asistido. Y presté toda mi atencién para no perder- me nada de lo que iba a ver. Los dos sirvientes se acostaron contra la tierra donde quedaron uno frente a otro como dos bolas inanimadas. Pero también el viejo sacerdote debia de haber tomado polvo, pues una impresion inhumana se habia apoderado de él. Lo vi tenderse y levantarse. Sus ojos se encendieron 83 y una expresién de autoridad insdlita empezé a apoderarse de él. Dio dos o tres golpes sordos en el suelo con su bas- tén y después entré en el ocho que habia trazado a la de- recha del campo ritual. En aquel momento los dos sirvien- tes parecieron salir de su bola inanimada. El hombre sacu- dié primero la cabeza y golpeé la tierra con la palma de las manos. La mujer agité la espalda. Entonces el sacerdote escupié: no con saliva, sino con su aliento. Expulsé ruido- samente su aliento entre los dientes. Y bajo el efecto de aquella conmocién pulmonar en el mismo instante el hom- bre y la mujer se animaron y se levantaron completamen- te. Ahora bien, por la forma como se situaban uno frente al otro, por la forma, sobre todo, como ocupaban el es- pacio, como si estuviesen situados en los bolsillos del vacio y en los cortes del infinito, se comprendia que ya no eran un hombre y una mujer los que alli estaban, sino dos principios: el macho, con la boca abierta, con las encias crujientes, rojas, encendidas, sangrientas y como desga- rradas por las raices de los dientes, transhicidos en aquel momento, como lenguas de mando; la hembra, larva des- dentada, con los molares agujereados por la lima, como una rata en su ratonera, comprimida dentro de su propio celo, huyendo, girando ante el macho hirsuto; y que se iban a entrechocar, a hundirse frenéticamente el uno en el otro, de la misma forma que las cosas, después de haberse mirado durante un tiempo y de haber hecho la guerra, se entremezclan finalmente ante el ojo indiscreto y culpable de Dios, al que su accién debe ir suplantando poco a poco. «Pues Cigurt, dicen, era El hombre, tal como por si mismo, él mismo en el espacio se construia, cuando Dios lo asesiné.» Eso exactamente fue lo que se produjo. Pero hubo una cosa que por encima de todo me sor- prendié en su forma de amenazarse, de huirse, de entre- chocarse, para al final consentir en ir a la par. Era que aquellos principios no estaban en el cuerpo, no Ilegaban 84 a tocar el cuerpo, sino que permanecian obstinadamente como dos ideas inmateriales suspendidas en el exterior del Ser, opuestas desde siempre a El, y que por otra parte se hacian su propio cuerpo, un cuerpo en que la idea de materia queda volatilizada por Ciguri. Al mirarlos, recordé todo lo que me habian dicho los poetas, los profesores, los artistas de todas clases que conoci en México sobre la religién y la cultura indias y lo que habia leido en todos los libros que me prestaron sobre las tradiciones metafi- sicas de los mexicanos. —EI mal espiritu, dicen los sacerdotes iniciados del Cr guri, nunca ha podido ni querido creer que Dios no sea de forma accesible y exclusiva un Ser y que exista algo més’ que el Ser en la esencia inescrutable de Dios. Y, sin embargo, eso y no otra cosa era lo que aquella danza del peyote nos estaba mostrando. Pues en aquella danza cre ver el punto en que el in- consciente universal esta enfermo. Y que se encuentra fuera de Dios. El sacerdote tan pronto tocaba su brazo como su higado con la mano derecha, mientras que con la izquierda golpeaba la tierra con su bastén. A cada uno de sus toques respondia una actitud lejana del hombre y de la mujer, tan pronto de afirmacién desesperada y altiva, como de negacién rabiosa. Pero ante unos golpes precipitados que dio el sacerdote, quien ahora sostenia su cafia con las dos manos, avanzaron ritmicamente el uno hacia el otro, con los codos separados y las manos juntas formando dos triangules sobre la tierra, y algo asi como los miembros de una letra, una S, una U, una J, una V. Cifra entre las cuales aparecia principalmente la forma ocho. Una vez, dos veces no se juntaron, sino que se cruzaron con una especie de saludos. A la tercera vez su saludo se volvié més claro. A la cuarta se cogieron las manos, se volvieron el uno hacia el otro y los pies del hombre parecieron buscar en la tierra los puntos en que los de la mujer le habian gol- , peado. 85 Asi hasta ocho veces. Pero, a partir de Ja cuarta vez, su rostro, que habia adquirido una expresién viva, no ces6 de irradiar. A la octava vez miraron hacia el sacerdote, que tomé entonces posicién con aire de dominacién y de ame- naza en el extremo del Sancta Sanctorum, donde las cosas estén en contacto con el norte. Y con su bastén dibujé en el aire un gran ocho. Pero el grito que lanzé en aquel mismo momento era como para revolucionar el parto de horrores finebres del muerto negro por su antiguo pecado, como dice el antiguo poema enterrado de los mayas del. Yuca- tan; y no recuerdo haber ofdo en mi vida algo que indicase de forma mas resonante y manifiesta hasta qué profundi- dades desciende la voluntad humana a provocar su innato conocimiento de la noche. Y me parecié volver a ver en el infinito, y como en suefios, la materia con que Dios ha in- suflado la vida. Aquel grito del sacerdote estaba hecho como para sostener la trayectoria del bastén en el aire. Al gritar de aquella forma, el sacerdote se desplazé y dibujé con todo su cuerpo en el aire y con sus pies en la tierra la forma de un mismo ocho, hasta que lo hubo encerrado del lado del sur. La danza estaba a punto de acabar. Los dos nifios que durante todo aquel tiempo habjan permanecido a la iz- quierda del circulo preguntaron si podian salir de él y el sacerdote les hizo con su bastén como para que se dispersa- sen y desapareciesen. Pero ninguno de ellos habia tomado peyote. Esbozaron algo asi como un gesto de danza, pero después renunciaron y desaparecieron como si volviesen a Casa. Ya lo he dicho al principio de esta relacién: todo aque- Ilo no me bastaba. Y quise saber mas sobre el peyote. Me acerqué al sacerdote para preguntarle: —WNuvestra Ultima fiesta —me dijo—, no se pudo cele- brar. Estamos desalentados. Ahora cuanto tomamos Ciguri en los rites es sdlo como un vicio. Pronto toda nuestra 86 raza estar4 enferma. El tiempo se ha vuelto demasiado viejo para el Ser. Y ya no puede soportarnos. ¢ Qué hacer? @Qué va a ser de nosotros? Ahora los nuestros ya no aman a Dios. Yo, que soy sacerdote, no he podido dejar de notarlo. Por eso me ves tan desesperado. Le dije lo que habia quedado convenido con el director de la escuela indigena y que su préxima fiesta podria cele- brarse. También le dije que no habia venido a, visitar a los ta- rahumara por curiosidad, sino para volver a encontrar una verdad que se le escapa al mundo de Europa y que su raza habja conservado. Ello hizo que se me confiase y me dijo cosas maravillosas sobre cl bien y sobre el mal, sobre la verdad y sobre la vida. —Todo lo que digo procede de Ciguri —me dijo—, y El es quien me lo ha ensefiado. «Las cosas no son como las vemos y las sentimos la mayoria de las veces, sino tal como Ciguri nos las ensefia. El mal, el mal espiritu desde todos los tiempos, las toma, y sin Ciguri el hombre no puede volver a la verdad. Al principio eran verdaderas, pero cuanto mds envejecemos, més falsas se vuelven, porque el mal se introduce en ellas. Ahora el corazén no esta en ellas, el alma tampoco por- que Dios se ha retirado de ellas. Ver las cosas era ver el infinito. Ahora cuando miro la luz me cuesta trabajo pen- sar en Dios. Y, sin embargo, El, Ciguri, es quien ha hecho todo. Pero el mal esté en todas las cosas, y yo, hombre, ya no puedo seguir sintiéndome puro. Hay en mi algo horri- ble que sube y que no procede de mi, sino de las tinieblas que tengo dentro de mi, alli donde el alma del hombre no sabe dénde comienza cl Yo, ni dénde acaba, y lo que le ha permitido comenzar tal como se ve. Eso es lo que Ci- guri me ha dicho. Con El dejo de conocer la mentira y de confundir lo que en todo hombre quiere verdaderamente de lo que no quiere, pero remeda el ser de la mala volun- tad. Y pronto eso sera lo tinico que habra, dijo, retroce- 87

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