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Tos platos del diablo “Algunas veces, cuando me encuentro vacto ‘cuando no acude la expresion, cuando, después de garrapatear largas paginas, me doy cuenta de que no he escrito ni una frase, ‘entonces me dejo caer en mi lecho 'y me quedo alll tendido, absorto, caido en un abismo de desesperacién interna”. Gustave Flaubert, carta a Luise Colect (24 de abril de 1852), Correspondance (1900). EN gL rostno de Ricardo Azolar se notaba el hastio, pero no parecta un hombre atemorizado cuando miré a la multitud que ocupaba la calle cercana al tribunal, Tenia una barba de pocos dias y usaba anteojos de gruesa montura de carey. Los euriosos trataban de descubrir bajo aque lla figura apacible la presencia de “El buitre”, como habia sido mencionado innumerables ve- ‘es en los medios de comunicacién. Sus manos estaban esposadas hacia adelante y a su lado se ncontraban dos poliias de cul rodeados por un grupo de guardias uniformados que portaban peinillas desenfundadas. ‘Al descender la escalera hacia la calle, comen- zaron los gritos de la multitud: —jAsesino! impostor! Ricardo Azolar se atrevi6 a verlos y reconocié entre ellos al eritico literario Gregorio Palma, (burlado autor del ensayo En el dédalo magico de Ricardo Azolar). El eritico le grito enfurecido la palabra “rata”. Un individuo desconocido, qui- 24s exhibicionista, se abalanz6 para agredirl: ‘Tartufo! ;Tartulo!, voeiferabs, mientras uno de los guardias lo apartaba a un ladoamenazéndolo con la peinilla ‘Tampoco los. perio para interrogarlo, di fancia, con los pequetios grabadores portatiles en uw el aire como cabezas de serpientes a punto de morder, pero impotentes para registrar algim testimonio directo del homicida. Sin embargo, estallaban los flashes, y las cAmaras de television apuntaban en direccién al hombre desgarbado. En esa situacién, acosado por los gritos insul- tantes, Ricardo Azolar tuvo el desparpajo de rea- lizar in inesperado gesto teatral. Levant sobre su cabeza las manos esposadas y puso sus dedos en “V", como una doble seal de victorin. Este descare encoleriz6 todavia mas a la gente que se encimé tratando de cerrarle el paso al grupo de custodia. Los guardias los oblig a dispersar- se arremetiendo con las peinillas, y el inspector Rojas hizo un disparo al aire. ‘Cuando lo empujaban hacia la camioneta blin- dada, Azolar miré a Lisbeth, la Gnica persona ‘que, para él, le daba a esa escena de violencia su dimensién real. Desvié la mirada avergonzado y lament6 el ademén provocador. Nunea lo hubie- se hecho sabiendola presente, ¢Para que habla ido? El inspector Rojas lo dervibé sobre el asiento posterior del vehfculo y luego se sent6 a su lado. Los exaltados continuaban gritando y escuché repetirse el nombre de Tartufo. Traté de estable- cer su semejanza con el abyecto personaje de Moliére. —La maldita literatura —pens6— me persigue hasta el fin, Tartufo... ¢Por qué no Cain? Durante el trayecto de regreso a la prisién tra- to de encontrar el verdadero punto de partida, porque en su imaginacion la realidad adquiria, or momentos, contornos ficticios. La dltima vic sidn de Lisbeth se hizo lacerante: vestida de ne- R gro, silenciosa en el tumulto, con el pelo recogide hacia atrés, mirandolo con una intencién impene- trable donde ni siquiera habia odio. Se notaba sjecida y fue penoso reconocer en ella la atrac iva mujer que habia conocido pocos afios antes. icardo Azolar se saba destruido y sin ning na Vitalidad para continuar soportando una exis- tencla negada para la alegris; pero desde su en- trada & la prisién tuvo el propésito de escribir un testimonio revelador. Seria el definitivo enfren- tamiento con la palabra, esa gran culpa que lo condujo a la ignominia, al mismo centro del abismo. El ulular de Ia sirena intérrumpfa sus cavila- ciones y desorganizaba su pensamiento. Atras los seguia otro vehiculo con el grupo de custodia. La sirena reclamaba imperiosamente el paso aun ccon los semaforos en rojo. Los pasantes miraban ccuriosos hacia la camioneta y seguramente algin Jector de diarios lo reconocia. La sirena era el grito irracional que alertaba a la ciudadania. La {ntromision del mied hombre reducido, aniquilado para s{ mismo, era Mevado de modo vertiginoso hasta el lugar donde debia padecer una larga con ‘Se cumplia asf la prediccién del extrafio quiro- mintico de Zurich: “"Tendrés un dia luminoso y ‘un repentino eclipse”. Los diarios vespertinos re- gistrarian la noticia en primera plana: Condena- do "El buitre” a la pena maxima. No faltarian los, pronunciamientos exigiendo una legislacion mas severa que dictaminara la sentencia de muerte para esos casos de extrema perversidad criminal. Durante la noche, los noticieros de television re- producirian los sucesos ocurridos frente al tribu- B nal y el insélito momento en que levanté sus ‘manos esposadas y mostré en cada una de ellas la seal de victoria. En la pequena pantalla se veria su gravedad saténica desafiando hasta la misma colera de Dios. Y junto a él la inevitable sombra del otro, Daniel Valencia, el ala del eanto asesinada. ‘Tampoco olvidarian la imagen de Lisbeth: ves- tida de negro, silenciosa en el tumulto, con el pelo recogido hacia atras. Una figura fragil don- de los espectadores podrian apostar indistinta- ‘mente a santa oa puta ara Ricardo Azolar habia legado el dia de la antig! La historia estaba fatalmente malograda por la realidad, Debia ser narrada —penso— de manera sobria, directa, como un reportaje, evitando los acentos patéticos que deforman la naturalidad, Porque, a pesar de todo, el crimen sigue siendo humano. Quizds Lisbeth podria encontrar en ese relato la explicacion que tanto necesitaba para reconstruir su existencia ‘Como falsa paradoja, la literatura se negaba a abandonarlo cuando todo estaba perdido; cuan- do nada, ni la obra maestra, podria redimirio. Seria, no obstante, la maxima contradiccion del autor, que la misma impotencia se convierta en fuente creativa; como si alguien que mata por dinero heredara inesperadamente una cuantioss fortuna hasta entonces desconocida. Daniel Valencia lo hubiese comprendido, Sabia ‘muy bien el valor potencial de la desesperacién en la ‘reacién literaria. De las dos “V" de la vietoria, la verdadera era aquella que simbolizaba la tranforma- cin de Valencia, del autor sobresaliente, en mito. 14 La reflexion se escape ss ment. La sven apagé su rabia estrucndosa en la puerta de la Priston, y Ricardo Azolar no tuvo ta lagucza de Eompadecerse Nunca de la mano del esrtorsurgiria una pag na hermosa evocando ls primeros miedos, los si- Tencios los secretosrencores padecidos. Solo du- Tante aign tiempo hubo encanto y sorpresa en las fagas prohibidas hacia el pargue suspendido en tina colina de la ciudad, Un parque que, amplifica- do por los ojos del nifto, adquiria las dimensiones de tin inmenso bosque habitado por inusitadas estatuas carcomidas, monos cautlvos ¥ pAjarvs multicolores en las grandes jaulas. En algunas fuentes de aguas turbins flotaban los musgos resplandecian las flores de Ioto. Arboles glgantes- on, Una redoma de superpuestosanilios de con- treio que la fantasia infantil podia convertir en laberint. Rara. vec un pasante, El” parque “Seuchaba et nite decir tr ua za pligo- Ser la gente decente ya no queria vsitarlo, Pero para elnino signilicaba la libertad, el refugio pre- Uilecto dl pequeto animal ctadino, Nadie To ame- nazaba en ese mundo casi vegeta. En algun lugar apareeta una mistriosacapilla donde no se veian feligreses, ni cura, ni repicaban_ las campanas. Ricardo se aproximaba al sitio sieilosamente, tentado por descubrir fo que se tncontraba tras el porton cerrado. Imaginaba que adentro habia un pasadizo que conducia aun SStano donde seguramente se hallaba el eterno {esoro escondido,ese que ha ocupadola mente de todos los ninos. Bordeaba la capila atravesando 4s un pasillo lateral y descendia por una escalera que culminaba en una amplia terraza, desde la cual se divisaba toda la ciudad. Algunas veces pasaba mucho tiempo contemplando Caracas, tuna ciudad hundida entre montaiias, donde toda via permanecian muchas pequefias cases pinto. rescas que luego, en pocos afios, sucumbirfan ante la ferocidad de Ia piqueta. Desde lo alto se vefan circalar libremente los. automéviles por las calles angostas. Fue en ese lugar donde lo sorprendié el perse- guidor. Harapiento, de barba entrecana y mu- grienta, y un ojo vacio. Por unos segundos per- manecio paralizado viendo como se aproxi- maba, pero luego salt la baranda precipitan- dose por el barranco. El hombre se descolg6 y comenz6 la persecucion. El nifio sentia su cer cania por el ruido de las hojas y bejucos mo- vigndose a su espalda, Corria acicateado por el pénico. En un requiebro quiso detenerse y de inmediato vio salir de los matorrales a la figura amenazante, debiendo continuar la huida de- sesperada hacia la salida del parque. Al saltar tuna cerca desgarré sus ropas y se hirié una pierna, Corria sin pedir auxilio, tomando sen- deros desviados del camino para confundir al perseguidor y acortar la distancia. Finalmente, ‘cuando ya desfallecia, alcanzé la larga escalera ‘que lo separaba de la calle y donde se movian algunos transetintes. El hombre se detuvo arri- ba, en el borde, como un viejo lobo que ha perdido su presa: Yel mito, desde la calle, toda: \fa aterrorizado, pudo percibir la insistencia del ojo vacfo. Asf aparecié un temor secreto que no Jo abandonaria, que se repetiria muchas ve- 16 ces en las pesadillas nocturnas: la fuga angustio- ssa de los pasos del perseguidor. ‘Alcruzar la pasarela que atravesaba el patio de la prision escucho los anatemas de los reclusos y ‘sus burlescas y obscenas advertencias. Era el re~ cibimiento reservado para los delincuentes re- pugnantes con los cuales el resto de los penados no deseaba identificarse. Posiblemente ninguno de ellos habia leido una pagina de Daniel Valen- cia, quien siempre fue un autor de prestigio eli- tesco; pero la reaccion era explicable por la abo- minable historia de “El buitre” difundida reite- radamente en la prensa. Ricardo Azolar, que tanto habla admirado los personajes de ficcién bien diseftados, terminaba por ser él mismo un grotesco personaje de la Tealidad. Podia reconocer lo irénico de su exis- tencia; la vitalidad dramatica queno pudo lograr fen sus escritos, surgia de las eircunstancias de su. ‘vida como un fuerte veneno destilado, En esa vida el hecho literario habia sido la obsesién dominante, Lo que para otros hombres representaban el poder o la riqueza, Fue para él la consagracién literaria ‘Nunca supo como Ilegaron todos aquellos li- bros a la casa paterna; tampoco recordaba al padre como asiduo lector. Quizas alguien le pag6 ‘con esas obras alguna deuda por trabajos de con- tabilidad que solia realizar para pequefios co- merciantes, lo cual le proporcionaba un modesto ingreso adicional. Lo cierto es que en un cuarto donde se arrumbaban los objetos indtiles o de escaso uso, se hallaban también aquellas cajas repletas de libros que sufrian el progresivo dete- Noro ocasionado por la humedad, Fueron segura- 7 ‘mente el més importante hallazgo de su adoles- cencia durante los lentos afios donde no parecia ocurrir nada fuera de la rutina escolar. Al princi- pio, la curiosidad y el tedio lo llevaron a indagar en ese material relegado. Fue fortuito el primer acercamiento a los titulos y autores que enton- ces, a pesar de la nombradia de muchos, no podia, reconocer. Era un répido hojear anies de regresar el libro a la inercia. Después se inicié la insospe- chada aventura de la lectura atendiendo sol: mente al estimulo de la intuicién, a la sugerenci de las primeras frases o la emboscada oculta en tun titulo afortunado. ¥ luego una amable sensa- cin de recompensa al concluir cada obra, como de secreta apropiacién de algo que no se poseia antes de comenzar y ser de alguna manera modi- ficado por la pagina escrita. Asi surgié el personal reto de leer sin demora, para lograr una quimérica comprension superior Epuntalada en un simple soisma: sien cada una de las obras se ocultaba (0 se revelaba) lo esencial de una vida, leerlas era una forma de apropiarse de todas las vidas, de experimentar todos los sentimientos, de pernoctar en todos los lugares. ‘Una manera idilica de sustituir Ia inmediatez de vivencias a cambio de una abarcante ‘Con el tiempo, muchos nombres mitificados en el planetario literario se le hicieron cercanos en la intimidad y adquirieron calidad de gufas 0 paradigmas. De tal modo conocié muchos auto- res clsicos, antiguos y modernos, y no pocos escritores semiandnimos de menor fortuna. Las novelas y las biografias ocupaban Ja vida de! Joven Azolar y, sin haber escrito todavia una pégi- 18 za valida, quiso emparentar su destino con el de los mejores. Fue un silencioso delirio en el que se pensaba como un continuador de la fecundi- dad narrativa de Balzac o del tortuoso genio de Dostoievski. Se formaba en el credo de la volun- tad balzaciano: afincado en la voluntad alcanza- ria algtin dia la consagracion literaria; la volun- {ad forjaria el estilo y apresaria la inspiracién; la voluntad lograria la obra. En esas afiebradas lecturas de adolescente se cultivé la idolatria por los grandes nombres; por el escritor que devora toda una sociedad para alimentar su propio gigantismo insaciable, y era, ‘esa figura portentosa que desafiaba el tiempo la que lo hacia ensofar con la gracia de la palabra. Sabiéndose desprovisto de privilegios dados y bienes de fortuna, aspiraba a poder decir algin dia como el viejo Rousseau: "Solo soy grande ‘cuando eseribo". Y esos idolos que le mostraron el camino de la perennidad, lo internaron, tam- bién, en las tinieblas, abandondndolo luego en el vacio. O guizsis todo estaba ya definido en la fatalidad de su ser, yel verdadero mensaje, el que nunca quiso escuchar, se encontraba en la admo- nicién de Lorenzo Barquero: "Yo he conocido muchos hombres —ti también seguramente— que a los veinte y pico de afios prometian mucho. Déjalos que doblen los treinta: se acaban, se des- vanecen. Eran espejismos del tropico”. Esa podia ser su biografia El encierro no lo intimidaba. Desde el momen- toen que eruz6 la reja presintié que se hallaba en una perfecta recamara del tiempo fracturado, donde nunca se avanzaba hacia el dia siguiente, pero se reproducfa con increible nitidez. lo, que 19 habia side, los punzantes fantasmas de la memoria ‘Sobre esa pared amarillenta podia contemplar ia inutilidad de lo pasado. ¥ la celda no superaba en sobriedad al lugar donde habits por varios ‘ios después de abandonar la casa paterna, ‘Acaso extrafaba la fotografia de Franz Kafka (regalo de un librero), que presenciaba, todos sus movimnientos. Esa fotografia era el mejor testigo de sus lecturas de néulrago, aferrado a los libros como tabla de salvacién. También observ6 sus primeros esfuerzos por hacerse escritor; los bos- {quejos répidos donde apuntaba ja silueta imper- fecta de personajes que alguna vez deberian po- blar un personal universo ficticio; los relatos inconclusos, abandonados con un gesto de rabia. Y, sin embargo, a los veinte afios la carta litera- ria ya estaba jugada, Se aventuraba en una tram- pa de ilusiones de la que no saldria jamas. Pero fue una tentacién demasiado rida y solitaria para ser considerada impostura. Por lo demas, entonces carecia de dotes manifiestas para la re- presentacion y no podia presentir lo que ocurri- Tia varios anos después, cuando se especulaba con sus caracteristicas de simulador. En la portada de una revista frivola presenta- ron su fotografia acompafada de una interrogan- te: Ricardo Azolar, gescritor, 0 diabdlico actor? Pero en su juventud nunca tuvo la facultad de desdoblarse y asumir un papel. Por eso pudo reconocerse en algunas paginas de La paradoja del comediante, de Diderot. También él, como cualquier aficionado, estaba demasiado a expen- sas de su diafragma para suplantarse por otro diferente a ese muchacho miope, hurafo y engre- 20 ido. Provisto de un orgullo que podia soportar todas las precariedades, hasta el marginamiento, porque en el suefio megalémano se adivinaba la revancha sobre la realidad. Demasiado a expen- sas de su diafragma para sobresalir en aquel pu- pitre de liceista, escuchando profesores aburri- dos que rara vez hablaban de asuntos cautivan- tes, Demasiado a expensas de su diafragma para aproximarse a la madre, casi una desconocida, una debil pavesa en el sofa. Demasiado a expen- sas de su diafragma para intentar el amor juve- nil, después de descubrir en el espejo una figura sin prestancia, agraviada por el voluntario desa- Hino en el vsti, los zapatos sin lustre y as cami sas anchas para las que el cuerpo parecia sélo un colgador. sis La sexualidad reprimida podia esperar. Ricar- do admitia la distancia que lo separaba de aque- las mujeres deseadas pero inoportunas, que no tenian motives para reparar en él, y él no posefa mas valor que el tiempo. En la soledumbre en- contraba firmeza, haciendo propia una confesion de Balzac: “‘Pertenecian —las mujeres codicia- das— a bobalicones que no hubiese querido yo para mi como porteros”, Las grandes pasiones se encontraban también en el espacio de la literatura. ¥ las tinicas muje~ res verdaderas, las capaces de ofrecerle la grati- tud del amor, debia arrebatarselas a Julien Sorel, aJuan Cristobal, a Casanova, a Pierre de Laclose; despojandolos de sus Coleties, Beatrices, Anto- nietas, Lucrecias, Justines, Lottas, Bovaries, has- ta que se hicieran presencia sus legitimas aman- tes, Sin embargo, entonces, era un pésimo his- trién, 21 El porvenir le reservaba una forma caricatures- eg del amor durante Ia convvenca con Sida, ‘mujer que llegé a amarlo hasta el mas abyecto Serviisme, Pero tambien ella termind confesan- do ante un tribunal su profundo desprecio. Ella, que le habia suplicado tantas veces que, por lo menos, la consintiera a su lado como cualquier objeto. Lo mas entrafable seguia siendo su devocion por Lisbeth. ¢Lo habia amado siquiera un minu- to? Tal vez nunca. Aun en los momentos mas {intimos, cuando él quiso olvidar, siempre fue la proyeccién del otro, del primer amante. Y ahora fa imaginaba lacerando su cuerpo; levantandose del piso en la madrugada y entrando al baio para permanecer durante horas bajo la ducha, en. lun rito de asepsia; estrujando su piel hasta enro- jecerla, tratando inutilmente de purificar sus pe- {quefios senos mancillados por el amor farsante; ¥ ‘al amanecer, ya rendida, volviendo a caer sobre 1 piso, porque ese cuerpo innoble no es digno de las sabanas blancas. 'No fue la envidia el mévil de sus designios. ‘Azolar creia en una raza de creadores elegidos y los tenia por espiritus afines. Por lo tanto desde- faba los pequehos autores y nunca se reconocié em ellos. No obstante, la envidia fue sefialada por todos como el deleznable sentimiento que lo im- pulsé al crimen. Aun asi, no intenté ninguna refu- tacién y permanecié en silencio, casi ausente de iensamiento, durante todo el juicio. Lo lesive de Mr envidia fugreiterado por el fiscal al esgrimir a profunda del homicida: “poseido de ia demencial, desconocida hasta hoy en nuestra historia criminalistica...”, “aguijoneado 22 la envidia...”, “después que la envidia obnu- su perverso intelecto...", Nada sabfan. del perseguidor, ni del ojo vacio, y seguramente desconocian los limites de. la ‘esesperacion. El primer encuentro con Daniel Valencia se produjo de modo casual, varios aos antes del dia catorce de septiembre de 1978. Ya entonces, Valencia gozaba de amplio reconocimiento como escritor y era apreciado en el medio literario nacional como un prosista de singular valor, aun- que su obra conocida —exceptuando los articulos periodisticos— se reducia a dos libros de cuentos de proposicién fantéstica y un caudaloso ensayo denominado Estética y Cesarismo que tuvo una fuerte resonancia polémica. Comenzaba a cimen- tar una repuiacién de intelectual integral y no exclusivamente como narrador. —* Elencuentro fue en la oficina del editor Valen- tin Rosales, quien hizo la amistosa presentacién. Ambos eran en aquel momento ocasionales cola- boradores de la revista Apuntes. Los tres conver- saron largo rato sobre asuntos relacionados con Ia comercializacién del libro. El tema, salvo en sus aspectos anecd6ticos, no era del dominio de Azolar y prefirié escuchar; pero la impresion que le caus6 la personalidad de Valencia en esa opor- tunidad permanecié inalterable durante mucho tiempo. Daniel transmitia una gran vitalidad y su intelecto se mostraba brillante, sin incurrir en impostada gravedad. Tal vez donaire era el me~ jor adjetivo para definir su estilo personal. Incli- ‘Ssoen su modo de vestir se advertfa cierta origina- 23 lidad. Esa mafana usaba una boina azul —un aditamento poco frecuente para la época—, swe- ater bordado en colores rutilantes, pantalén cre- ma y blancos zapatos deportivos. Su figura rrespondia mejor a la supuesta en un juveni jugador de tenis que en un escritor. Hablaba con escasas pausas, expresando con espontaneidad tuna enorme prodigalidad verbal. Rosales, un in- telectual mayor y de algunos méritos, escuchaba las argumentaciones de Valencia con mucho i terés, casi sin interrumpirlo. En situaciones posteriores Azolar pudo apre- ciar en otros contertulios un comportamiento si- milar. Valencia ejercia sobre sus interlocutores una fuerte fascinacién. Esta caracteristica, que puede ser muestra de autosuficiencia, era supera- da por su discreto ocultamiento dei yo. Azolar lleg6 a compartir esa favorable impresién. También era notorio que la distincién y la se- guridad que expresaba Valencia se asociaban a una culta procedencia burguesa, que trascendia el simple privilegio econémico. Su madre, Vilma Mendez de Valencia, habia sido una virtuosa pia nista de dilatada trayectoria artistica; y su pa- dre, el capitan de navio Néstor Valencia de La Pefia, merecié el respeto piblico por su decidida participacion en un movimiento civico-militar que le devolvié al pais la institucionalidad demo- crétiea, Daniel Valencia se mostraba ufano de sus progenitores. En cierta oportunidad, cuando su renombre literario ascendia, un periodista manifest extraneza porque su vocacién no se hubiese realizado en un campo donde predomi nara la accign sobre la reflexién intelectual, sien- do hijo de un eficiente militar: ““No hay tal con- 24 tradiccién —comenté Valencia—; a él le debo una asimilacién voluntaria de la disciplina sin la cual toda batalla literaria fracasa. Todavia mas, para escribir me apropio de su uniforme de campafia. La diferencia estriba en que mi teatro de ope- raciones comienza y termina en una mesa” De su madre dijo con nostalgia: “Fue una gran amiga Elhecho de haber sido una pianista con numero- sos compromisos no la aparté jamas de mi. Pienso que estuvo dotada con una sensibilidad superior. Intelectualmente me inculcé el interés. por los idiomas y, también, algo curioso, siendo ella mt- sico de oficio, siendo nifio me daba lecciones ele- mentales de dibujo, una aficion que todavia me produce mayores satisfacciones intimas que la ereacién literaria”. Ricardo Azolar medit6 muchas veces sobre esa existencia tan opuesta a la suya y, al mismo tiem- po, tan fatalmente enlazada, més alld de toda Golncidencia, hasta la misma confusion esp ritual Aquella maiana abandonaron juntos la oficina del editor Rosales. Valencia se proponia abordar lun taxi —pocas veces conducia su automévil—, ¥ Azolar se ofrecié para trasladarloen su Fiat desde el centro hasta el este de la ciudad, Durante el trayecto hablaron sobre algunas peculiaridades de la mAs reciente produccién literaria nacional, yen un momento de la conversacién Azolar supo {que Valencia habia lefdo su novela corta Sortile- ios del loco, publicada pocos meses antes sin repercusién critica, exceptuando dos ligeras rese- fias periodisticas que daban cuenta de su apari- ccidn en glosa superficial. La opinién de Valenci fue casi meramente cortés: "Es un trabajo narr 25 tivo interesante; tuve la impresién de que hay abi varias historias sugeridas que permiten un ma- yor desarrollo. Quizas puede ser un libro semille- to para ti mismo. Lo lef con agrado”. Aun asi Azolar se sintié halagado por el comentario. Siendo dos afios mayor que é1, (tenfa entonces 31 afios), era un intelectual distinguido y, por lo tanto, muy gratificante enterarse de que habia sido su lector. Este hecho le pareci6 inusitado debido a que él mismo pocas veces leia a los autores ignorados por la critica especializada, ‘Valencia no participaba de ese prejuicio litera- rio y en una divagacién dijo, refiriéndose a los maestros sacralizados: “Esos ogros tutelares de los que es necesario divorciarse rapidamente para que no te jodan la vida” Parecia més interesado en ver Jo que ocurria en Ja calle que en la conversaciGn. Lo hizo detenerse para mirar a una anciana que acariciaba a un perro callejero atropellado por un automévil. El erro aullaba y la vieja trataba de calmarlo este- chandolo contra su pecho: "Es una escena lastimo- sa —dijo Valencia—, pero rara vez presenciamos es0s gestos de amor. Es bueno dejarlos en la Hablaron algo sobre las perspectivas de las letras en el continente y Valencia tuvo una re- membranza de Felisberto Hernandez: “Debemos rescatar o reencontrar El caballo perdido —dijo— dejar existir ibremente nuestros fantasmas, los que nos pertenecen”, Azolar no quiso poner de ‘manifiesto que desconocia la obra de Hernandez; lo suponfa un escritor menor. Desde ese dia quedaron amigos. Tal vez el con- traste de sus personalidades era un factor de inte- 26 rés para la amistad. Pero a pesar de sus diferen- cias llegaron a tener una predileccién: Lisbeth. Durante varios afios Ricardo Azolar mantuvo una empecinada porfia por construir una valiosa estructura novelistica. Crefa en una fuerza inte- rior que se posesionaba de las palabras, transmu- t4ndolas en otra realidad mediante una delicada y misteriosa alquimia. En este propésito no lo paralizaba la abulia, ni el riesgo del aislamiento, Se sometfa a la austeridad y se apartaba volunta- riamente de los divertimentos del juego social. Su relacién con el tiempo estaba marcada por la premura en alcanzar su ambicién de prestigio alrededor de los cuarenta afios. Esa era para él una edad de equilibrio y pleni- tud, més alla de la cual se avizoraba la declina- cién, Tomaba demasido en serio una chanza de Berard Shaw: “Después de los cuarenta afios todo hombre se convierte en bribén”. Por eso desdefiaba los ejemplos que exaltan el éxito tar- dio y consideraba hipécrita todo reconocimiento péstumo. Era tal su convencimiento sobre el par- ticular que, alguna vez, en estado de exaltacion, le confio a Sindia: “Si no logro realizar una obra importante antes de los cuarenta tendré que col- garme; seria la tinica humillacién que no podria resistir”. Pero en esos aftos de dedicacin no pudo re~ montar su anhelo. Siempre existia una distancia entre la concepcién y el fruto. Tres nuevos libros publicados no alteraron sustancialmente la rele- wancia de su carrera literaria. No eran libros mediocres, sino simplemente prescindibles y, en este aspecto, un descalabro para quien no crefa ‘en la sola gratitud del hacer. Detestaba la inclu- 7 sién de su nombre en Ja abultada lista de nes narradores” y las “promesas-de nuestras-le- tras” donde los mencionados perdian su indivi- dualidad. Aunque ese supuesto desmerecimiento ‘era, en cierto grado, producto de su egotismo, wrque su novela Ef hombre sin siete tuvo una Puena aceptacion de los ectores, sin llegar a ser un acontecimiento literario 0 un éxito editorial. No obstante, el desanimo no se apoderd facil mente de su voluntad, profesando, como profesa- ba, Ia fe de los tercos. Para atender las necesidades de subsistencia econémica logré un empleo permanente en Ia editorial de Rosales, en funciones de asistente de la direccién literaria que Rosales reservaba para si. En los primeros meses el editor le dis- penso un trato de estima y consideracién; pero Ja rutina oficinesca y la posicién subalterna de Azolar provocaron el deterioro de la amistad, sobre todo porque éste Ileg6 a pensar que el director sentia por él un disimulado menospre- cio. Lo habia oido muchas veces expresarse de modo burlon de los trepadores, de los buscado- res de facil fortuna que se consideraban a si mismos como escritores elegidos. Ridiculizaba sin piedad a los néveles autores que legaban a la editorial con un primer manuscrito encarpe- tado y querian recibir tratamiento de figuras consagradas antes de aprobar el examen del primer lector. Y aunque Ricardo Azolar ya ha- bia pasado en mucho la prueba del noviciado, sentia que algunos de los alfileres de Rosales iban a meterse en sus medias. En los mismos afios los libros de Daniel Va- lencia fueron traducidos a varios idiomas. Con 28 su novela Una Z en el pasaporte obtuvo un galar don ofrecido por la critica italiana para una obra de fieci6n extranjera, suceso que fue ampliamen- te difundido en la prensa cultural Vaiencia demostraba una gran versatilidad es- critural y sus narraciones ienian efectos sorpresi- vos, comio si cada nuevo texto suyo implicara una ruptura con su intencion anterior, explorando otras posibilidades estilfsticas y un variado pectro tematico de singular factura, También tuvo alguna significacion para ser apreciado como artista su trabajo de dibujante, que trascendié al piiblico en dos exposiciones, suscitando mayor in- terés la serie Los rostros destruidos que proponia tuna internacién en el camuflaje de los gestos. Pero tales muestras no posefan el alto valor estetico de la narrativa valenciana y, en cierto modo, el escri- tor le prestaba su prestigio al dibujante. No siendo un autor proclive a la promocién efectista de sus actividades literarias, preferia mantener cierta reserva encubierta con ligero humor: “El éxito personal no me, entusiasma; estoy bastante bien sin enemigos”; 0, “de las novelas inéditas, como de las novias, es mejor no hablar mucho”. En una oportunidad su evasiva fue francamente saredstica: Me preocupa un li- bro s6lo hasta el momento de su publicaci6n, y desde ese hecho en adelante estoy verdaderamen- te apenado con el lector. Lo mejores no pensar en esas cosas para seguir escribiendo”, Nada en su ‘comportamiento piiblico lo emparentaba con la figura del creador desgarrado que exalta cierta mitologia. Al parecer no era necesario arruinar la propia vida para escribir una buena novela. 29 Ena celda, Ricardo Azolar se entregé al escar- nio del perseguidor. El pasado regresaba en la pertinencia de la memoria y en los datos disper- sos de la realidad. Una presencia lo irritaba so- bremanera: las constantes intromisiones de uno de los guardias (el tartamudo) en ese mundo in- movil. Cierto que nunca lo habia maltratado de palabra; le llevaba con puntualidad la mediocre comida; se prestaba para comprarle el diario y algunas revistas, a cambio de una escasa propi- na; y, sin embargo, la intencién del vigilante de tratarlo familiarmente y hasta con cierta solida- ridad complice (antes habfa sido reo por el asesi- nato de su mujer), le resultaba insoportable. Pre- feria el silencio; Ia soledad total; el desprecio absoluto, Esa lengua pastosa le recordaba dema- siado la propia nifiez, Primero fue una asociacién inconsciente; pero luego se hizo plenamente hici- da y desagradable. El reportaje de la revista (Ricardo Azolar, ces- critor, 0 diabélico actor?) estaba hecho con inten- cién amarillista; pero el conjunto de fotografias desplegadas en las dos paginas centrales confor- maban una muestra lastimosa y macabra (aun- que una sola fotografia, el cadaver del escritor sobre una camilla de la morgue, reflejaba direc- tamente la violencia). En el extremo superior izquierdo aparecia una toma del funeral de Va- Iencia, A pocos metros de la fosa, destacando con un circulo rojo rodeando la cabeza, se veia a Ricardo Azolar, con expresién hierética, vestido de flux. A su lado, el pintor Lezama. Un poco mas distante, entre varios intelectuales, se reconocia ala poeta Malva Granados. ¥ frente al catafalco, entristecida, con el pelo suelto cubriendo los la- 30 dos de su cara estaba Lisbeth Dorante, la amante de Valencia. En el centro de la misma pagina se presentaba el momento de la ceremonia oficial en la que el ministro de cultura le impuso una medalla honorifica al escritor Ricardo Azolar. En la parte inferior, Azolar y Lisbeth Dorante duran- te una recepcién efectuada en el diario Memorial, en su fecha aniversaria (Azolar no habia visto antes la fotografia, pero recordaba que al salir de la reuni6n fueron al cine. Lisbeth queria ver "Vi- ridiana”, de Bufuel, por segunda vez). En otra pagina se exhibfa la portada de la primera edi- cion de la novela La tentacion del Abismo, y un rostro sonriente de Daniel Valencia. Abajo una toma de una calle desierta, con una flecha roja sefalando un punto, y otra fotografia de Valencia y Lisbeth Dorante tendidos sobre la arena en una playa de Barbados. No existia ningun testimonio fotogréfico que presentara juntos a la victima y el victimario. En una declaracién del comisario Colmenai jefe de la comisién de la policia judicial que i vestig6 el crimen, se podia leer: "Estabamos ante una situacién dificial y espinosa. Al comienzo careciamos de alguna prueba definitoria y los indicios eran confusos; pero trabajamos pacien- temente hasta resolver el caso. Como siempre, Dios gracias, la mortificada conciencia del delin- cuente sigue siendo el mejor policia”. ¢La con- ciencia?... Con seguridad era un argumento tan fragil como el de la envidia. El sentimiento de gillpa no podia explicar la fatalidad de los hechos. Conocié a Lisbeth en una reunién ocurrida en la residencia de Malva Granados, una lujosa 3r mansion ubicada en una zona burguesa de la ciudad, en uno de esos puntos donde el llamado cinturén de miseria se rompe y se transforma en, sibita opulencia. La de Malva Granados era fas- tuosa, precedida por un espacioso jardin sembra- do de cipreses, y dividida en tres niveles arqui- tecténicos, uno de los cuales descendia a través de una escalera en espiral hasta una sala deslum- brante donde la anfitriona solia recibir a sus invi- tados. Desde las blancas paredes se asomaban pinturas que contrastaban por su estilo y épo ca en aquel museo particular (Rubens, Tamayo, Chagall, Del Bosco, Vassarely, Botero, Soto, Bor: ges). Las preciosas cortinas, los elaborados bor- dados en las alfombras y tapices hindtes, la solemnidad del viejo piano, la variadisima cok cién de porcelanas y otras artesanfas que sugeri- an un extenso periplo, los muebles confortables y elegantes, los cojines dispersos incitando a la la- xitud, y una tenue luz ambarina que iluminaba el lugar, creaban una atmésfera de exquisito reco- gimiento. Un refinado rincon burgués no exento de una estética sobrecargada y algo decadente. ‘Azolar, un intruso en ese ambiente, debié pen- sar en la ruindad del pequefio apartamento don- de habitaba y que tenia por toda decoracién una fotografia de Franz Kafka. Estaba presente casi por azar; no era un invitado de la poeta. Lo deci- dié a ir la insistencia de Mario Linares, un cola- borador de la revista Apuntes que pertenecia al circulo de consecuentes admiradores de Malva Granados, Azolar siempre habia tenido reticencias para aproximarse a los grupos de intelectuales. No 32. soportaba la idea de ser tratado como un aspi- ante y esperaba ese momento en el que su nom- bre impondria la cortesfa de las relaciones. Pero en esa ocasién sucumbié al deseo de conocer aquella mujer a la que todos sus amigos califica- ban como excepcional. Sin duda, su leyenda no provenia tinicamente del virtuosismo de su poe- sia, sino también, y no en menor medida, de su talento social, el histrionismo y la capacidad de rodearse del afecto incondicional de jovenes poe- tas, pintores, mésicos, narradores, que se consi- deraban recompensados con una especie de me- cenazgo espiritual. La presencia de Malva Granados no lo defrau- 6, Era, ciertamente, una hermosa mujer en dias, otofales. Su imagen recordaba a las actrices de cine que ya han anunciado su retiro; una suerte de Greta Garbo de més de cincuenta afios, s6lo impecable en la sonrisa juvenil que se resistia a acompafiar al cuerpo en la declinacién. Se nota- baenella, bajo la aparente alegria, una dolorosa nostalgia por sus afios de plena juventud, e iron zaba graciosamente sobre ello: “Yo naci para el amor, pero parece que muy pronto dejaré de ser amable. Cada dia es mas dificil lograr que un caballero se decida”, Era, efectivamente, encan- tadora, hasta que ponia de manifiesto un desme- dido egocentrismo. La necesidad de acaparar to- das las atenciones, un propésito imposible de lograr teniendo cerca algunas compafifas femeni- nas de lozana belleza. No obstante, esa mujer de innumerables anécdotas, que habia conocido a muchos de los mas sobresalientes artistas del siglo y que habia visitado todas las ciudades “menos Jerusalén” —segiin decia—, cautivaba a 33 Jos presentes con los ademanes de diva, la emoti- vidad y una picardia sutil que se detenia siempre aun palmo de la obscenidad sin llegar jams a rozarla. Tenfa una hermosa mansién por escena- rio ysu propia vida como tema. Derrochaba afec- to y excelente bebida; pero a cambio nutria su ‘ego con las alabanzas de sus invitados que algu- nas veces llevaban sus elogios hasta la adulancia pueril. Y cuando la anécdota personal dejaba espacio para algtin paréntesis, se conversaba so- bre temas de refinada cultura; de las excelencias de la versién filmica de “El afio pasado en Ma- rienbad” o la formidable renovacién del teatro polaco; la sltima novela de Graham Greene 0 tuna exposicién de Bacon vista el dia anterior por alguno de los contertulios en una galeria de Lon- dres, Todo exquisito, como si aquella casa y sus visitantes nada tuvieran que ver con la eircuns- tancia de una ciudad atestada de automéviles, de gente neurética y horriblemente vertiginosa. To- dos los presentes, bajo la luz ambarina, parecian trasplantados de un cuadro impresionista de un salon del siglo x1x, aunque algunos vestian de blujeans y s6lo brillaban los collares de Malva Granados. ‘Azolar se mantenia en la actitud de observador discreto, pero pese a la inhibicién no se hallaba molesto. Habfa mucho de atrayente en ese grupo social donde todos parecfan provistos de un agil talento. Durante la velada su atencién se dirigié ‘con frecuencia hacia una joven de estupendos ojos grises, delgada figura y copiosa cabellera negra, que se mostraba comunicativa y sonreia con facilidad. Escuch6 que alguien la nombraba: Lisbeth. Y se le ocurrié que aquél era un hermoso 4 nombre para un rio. También la oy6 decir algo inteligente sobre la exculpacién de la muerte en El Exiranjero de Albert Camus, una de las novelas cortas de su predileccién. La joven debié notar la insistencia en su mirada y lo gratificé con la sonrisa, Sin embargo, él no tenfa la desenvoltura necesaria para abordar a una linda desconocida y no intent6 el acercamiento. Seguia siendo un temperamento “demasiado a expensas de su dia- fragma’’. Cuando le fue presentada Malva Granados, la poeta lo convidé a participar en las tertulias lite- arias que se realizaban con frecuencia en su residencia: “Me han dicho que eres un escritor muy promisorio y poco relacionado. Esto ultimo no es lo més aconsejable. La soledad extrema es dafiina para el escritor; lo seca, Siempre es bene- ficiosa la cereanfa de otras vocaciones amables. Si quieres asistir a nuestra pefialiteraria, yo mis- ma te abriré la puerta. Serés bienvenido”. Era claro que la poeta deseaba reclutarlo. para su selecto grupo de jévenes admiradores, pero Azo- lar, pese a su individualismo, consintié en parti- cipar. Desde el primer momento tuvo el presenti- miento de que quizas era esa una posibilidad de establecer amistad con Lisbeth, quien no parecia ajena a la influencia de la absorbente personalidad de la Granados. S6lo ese primer conocimiento fue fortuito. Después asistiria pun- tualmente a las tertulias donde se lefan textos y poemas (en un juego intelectual mondtono 0 apa~ sionante segtin el caso), con el disimulado propo- sito de encontrarla; y Lisbeth, sin estar plena- mente consciente de la seduccién que lograba, 35 fue apoderandose de su deseo. De alguna manera Azolar la incorporaba a sus ensofiaciones litera- rias; al arquetipo femenino asimilado. Pero Lisbeth, era una mujer real y, por lo mismo, una complejidad que no podia ser adoptada como un personaje. Nunca estuvo completamente seguro de si su enamoramiento fue ono un invento de su cabeza; el deslumbramiento por cualidades s6lo presen tidas en la modulacién de la voz, en algunos gestos huidizos o en la calidez de una mirada. Un invento llamado amor, para una mujer casi des- conocida llamada Lisbeth Dorante, Poco o nada sabia de ella, salvo que estaba proxima a licenciarse de arquitecto. Mostraba ser una lectora muy informada y expresaba con desenfado algunas ideas liberaies con relacién a la sexualidad, confesando al mismo tiempo que, lamentablemente, no se acostaba todavia con nadie. Por puro disfrute intelectual escribia poemas de cierta validez, bailaba jazz, y cuan- do ya mantenian una buena amistad, pudo sor- prenderse al saber que cumplia con algunas practicas budistas. Se aproximé a Lisbeth sin demostrar apremio, pensando en la amistad como un delicado puente afectivo que algunas veces conduce al amor. Este proceder, caracteristico de los pacientes y de los {imidos, fue su cauteloso medio de abordaje. Ella era la esperada, la que colmaria el deseo; unos ojos grises que se mimetizaban con las tonalida- des de la luz y un cuerpo donde reconocerse para descubrir si las pasiones avistadas en el espejo literario también le pertenecfan. Pero para Lisbeth todo podia ser un juego amistoso sin posibilidad de compromiso. Le 36 agradaba hacer nuevos a de compartir. Se sentia libre y en ese tiempo ‘carecia de una relacién especial. Los amores ado- lescentes le ensenaron que era requerida y tenia la seguridad del que puede elegir. Era una de las jovenes que no se resentian de su condicién ni renegaban de su sexo y, ademas, crefan en la realizacién personal rechazando cualquier sumi- sin ante el varon. Estimandose a si mismas, rescataban la soberania del cuerpo envilecido por siglos de abierta o encubierta servidumbre. Mas que una revolucién politica, con su conducta impulsaban un cambio profundo en las costum- bres, los habitos y los prejuicios de una moral decrépita El asiduo trato significé para él una apertura hacia la vida; una liberacion de la fotografia de Franz Kafka colgada en la pared. Lisbeth le transmitia el gozo de vivir. Con frecuencia utili- zaba el recurso satirico para desinflar su obse- sién de prestigio, y él soportaba las bromas con mansedumbre. Algunas veces ella fingia contar sus pulsaciones tomandolo por la mufieca para luego comentar: “Hoy estas un poco mejor de ese delirio de grandeza; tu pulso esté casi normal’. 0 caricaturizaba su vanidad: “Tus futuros lectores pueden esperar un dia mas; eso aumentaré las ventas. Mientras tanto, te invito a comer un arroz chino”. Ricardo empezaba a reirse de s{ mismo descubriendo la secreta energia del humor; algo que, hasta entonces, parecia negado a su natu- raleza. Las diferencias surgian cuando él intentaba sustraerla de otras amistades, porque ella mante- nia una estricta vigilancia de su independencia y 37 no permitfa caprichosas intromisiones: “‘Prometi ‘encontrarme con ellos en ¢l ‘café’; si no te agrada su compafifa nos. veremos después". Ricardo se sometia a estas exigencias con fidelidad perruna, pensando que todavia no era tiempo para hacer prevalecer su voluntad. También fue un lapso fructifero en su labor de escritor, De esa época data un conjunto de doce relatos publicados en libro bajo el titulo Fiesta en el lupanar. Narraciones breves de ambientacién urbana habitada por personajes grotescos, ma- nidticos, marginales, funambulescos, noctambu- Jos, que buscan el escape hacia el absurdo, Textos bien trabajados donde, por la naturaleza del tema, hubiese sido deseable un poco de humor negro, Pero no fue un intento malogrado, Lisbeth organiz6 una pequefia reunion de ami- gos para festejar esa nueva publicacién, “No pude alquilar un lupanar para hacer el escenario tun poco mas realista; pero espero que te confor- mes” —dijo cuando anuncié la sorpresa—, Fue para él una situacion excepcional. Recibio felici- taciones y firmé algunos ejempiares. Tenfa la efimera y deformada impresién de ser el centro de interés de todos los presentes. ‘Esa noche estuvo muy locuaz y bebié en dema- sia, No dudaba de la futura gratitud de su suerte. El entusiasmo y el efecto del licor trastocaron su timidez y tuvo la osadia de besar furtivamente a Lisbeth en los labios. Ella no se disgust por el xgesto amoroso, pero hizo una amigable adverten- ia: “Esta noche, por lo visto, vale todo; pero los besos robados me parecen una mala costumbre. Espero que no insistas sin mi consentimiento”, y le puso un dedo sobre la boca en sefial de repro- 38 bacién. Azolar se rié de la suave reprimenda, Nada podia disminuir su optimismo. El amor y el éxito eran cuestién de tiempo. Otro hecho pueril ocurrido durante la fiesta tendria, no obstante, significacién en su vida: Una amiga de Lisbeth, a quien conocié esa mis- ma noche, reparaba en él de modo ostensible. No tenia un rostro sugestivo, pero si un.cuerpo ar- monioso dotado de sensualidad. Azolar, que en esa circunstancia se hab{a tomado muy en serio su papel de trasnochado D'Annunzio, aproveché que ella vino a solicitar la firma de un libro para transformar la formula gentil en una dedicatoria cargada de picardia: "Para Sindia Santos en el Brimer encuentro, que nunca sabemos hacia dén- va, R.A.”. Mas tarde, la noté un poco retraida y decidié aproximarse. Era conveniente que Lis- beth no lo considerara un aspirante sin ninguna otra posibilidad. Por esa misma época aumenté su amistad con Valencia, hasta el punto de realizar un trabajo intelectual al alimén, Se trataba de un numero especial de la revista Apumtes que tuvo como tema vertebral la denuncia de numerosas viola- ciones de los derechos humanos en la persona de escritores y periodistas latinoamericanos, parti- cularmente aquellos sometidos a prision 0 exilio ;obiernos dictatoriales. Rosales solicité la participa teferido nimero y delegé en Azolar la representa- cién del equipo editor. Fue otra vez el juego de las casualidades. Para esa actividad Daniel ofrecié su residencia como sitio de encuentro. Habitaba en el pent house de un lujoso edificio, 39 ‘Azolar se sorprendié al saber que varios de los. dibujos, grabados y cuadros al pastel que ador- naban la sala tenian la autoria de Valencia, En quel momento pudo percibir con fuerza todo lo que lo separaba del otro escritor: La presencia de una trabajadora doméstica a la orden del joven soltero acentud ese sentimiento de distancia; pero la reserva que le causaba la diferencia de posicion socal fue atemperada por la afabilidad ‘Azolar lego a pensar con ironia que dentro de tal bienestar cualquiera podia escribir placida- mente una novela magistral. Era un razonamien- to que sabia falso; pero se presentaba traviesa- mente en su cabeza. En uno de los encuentros Valencia le mostré su taller de pintura, y tuvo la impresion de que siendo tan modesto al referirse’a su produccién literaria, demostraba cierto engreimiento ha- blando de sus cuadros: “Creo que soy visceral- mente un pintor, y escritor por equivocacién” Durante los dias de trabajo en colaboracion aumenté el conocimiento personal que cada uno tenfa del otro y se produjo una franca estimacién. El namero 47 de la revista Apuntes sefalaba la labor coordinadora de ambos escritores. Fue esa la primera vez que sus nombres estuvieron rela- cionados, y mas tarde serfa para siempre. La bestia cinica no hubiera crecido dentro de él con un amor correspondido. El distanciamiento de Lisbeth le produjo un descalabro espiritual. Era el amor a si mismo lo que se sublevaba; lo que se negaba a disculpar. Las pequetias casuali- 40 dades se enlazan y terminan formando la historia secreta de un asesinato. Una casualidad que Lisbeth visitara la exposi- cidn de los viejos dadaistas organizada oficial- mente por la embajada francesa y que Daniel Valencia estuviera alli. Otra casualidad que el pintor Lezama los presentara y se estableciera centre ellos la comunicacion. Lisbeth le refirié el hecho poco antes de entrar al cine, ‘Azolar no desconocia la admiracién que ella tenia por Valencia después de leer Una Z en el pasaporte. La impresién que le causé conocerlo se demostraba en Ia abierta alabanza: “Es un tipo formidable. Confieso que me cautivé con su con- versacién”. Para colmo, el propio Azolar fue uno de los motivos para el acercamiento. Lisbeth le hizo saber a Valencia que tenian un amigo en comin: “Por cierto que tiene muy buena opinién de ti, Ricardo; dijo que algan dia seras el mejor personaje de ti mismo”. De la exposici6n fueron en pequefio grupo (Sin- iia, Norma, Lezama, ella y Valencia) hasta una “Fuente de Soda” cercana. "Yo propuse la farra; no queria perder esa oportunidad de hablar con 41”. Ricardo no entendia por qué causa le conta- ba esas fatuidades, y cuando ella insistié en rela- tar los méritos del otro, no pudo evitar el hacer un comentario que revelaba cierto resentimien- to: “Creo que como autor esta algo sobrevalora- convertirlo a la fuerza en la vedette Lisbeth no dejé pasar inavertida la mezquindad: '"Me sorprendes con esa opinién. Yo pensaba que tu afecto era auténtico. Siempre 41 me hablaste,bien de é1”, Azolar no persistié en su cuestionamiento; habia incurrido en una pequefiez. Durante la funcién varias veces una frase rebo- 16 en su cabeza: “Es un tipo formidable. Confieso que me cautiv6 con su conversacién”. En la oscu- Fidad intenté asir la mano de Lisbeth y sintié que se evadia. La pelicula tampoco lograba interesar- lo. No era su noche. Después los encuentros comenzaron a espa- cciarse y llegé a pensar que ella cludia deliberada- mente sus invitaciones con distintos pretextos. ‘Aunque no le ocultaba que habia vuelto a ver a Valencia en otras ocasiones. El simple hecho de nombrarlo bastaba para alterar su humor, y Lis- beth lo mencionaba ahora como un amigo proxi- mo: “Daniel me dijo ayer..". Con dificultad él aparentaba no darle importancia, Recordaba una maxima de Ovidio: "A tu rival, ignéralo”. Sin embargo, su fingida despreocupacién desa- parecié cuando ella hizo alusién a un cuadro al pastel en tenues grises y azules pintado por Va- encia. Azolar recordaba haberlo visto en el ta- er, La imagen de Lisbeth a solas con el otro lo perturbé profundamente, y la desazén no lo abandono durante dias. ‘No volvi6 a verla hasta un nuevo agasajo en la quinta de Malva Granados. Esa vez se festejaba el estreno de la iiltima pelicula de la directora Natalia Fuentes, amiga de la poeta. Azolar asistié pensando que seria una buena oportunidad de coineidir con Lisbeth manteniendo la apariencia de la casualidad. No se equivocé. Ella estaba presente y habfa cambiado para la ocasién su sencilla manera de vestir por un elegante traje 42 verde descubierto a la espalda. Le parecié magn{- fica. Pero su entusiasmo se enturbié al reconocer entre los invitados a Daniel Valencia. ‘Los observé conversar durante buena parte de la noche y evité acercarse. Pero esta actitud fue alterada por la misma Lisbeth cuando vino a buscarlo y, tomandolo del brazo, lo condujo has- ta un pequeno grupo de contertulios.. ‘Valencia lo saludé con efusividad y él tuvo la desagradable sensacion de ser el tonto de la co- media. Platicaban sobre una futura excursion al Orinoco para filmar un cortometraje. Azolar si- mulé que se entretenfa mirando una diversa co- leccién de gatos de porcelana. Al parecer, esa era ‘una de las manias permanentes de Malva Grana- dos. “Eso le pasa por no tener hijos”, pens6. Poco despues ocurrié un ligero intercambio de frases que modified toda su pretension por Lis- beth. Una anécdota referida por Daniel resulté muy divertida y ella quiso halagarlo establecien- do una semejanza: ‘Tienes el angel de Garcia Lorca” —dijo. Pero Azolar, queriendo ser sarcés- tico, agreg6:,"Y quizas la fuerte inclinacion de Oscar Wilde”. ‘Adivinado él sentido malicioso, Valencia se apresur6 a responder: “Pero no todas sus tenta- ciones, Ricardo, Te aseguro que mi deslumbra- miento esta noche es maravillosamente verde”. Y dirigié su mirada hacia Lisbeth, que sonrié com- placida. Ella era, ciertamente, ia tinica bella de verde en esa reunién. Tomé la mano del otro, y la bes6. ‘Algo parecido a una mueca se dibujé en la cara de Azolar cuando quiso reir. Esperé s6lo un mo- ‘mento propicio para alejarse de ellos y abandoné el lugar sin despedirse. Habia perdido la partida, 43 E! vigilante tartamudo interrumpia el ritmo de la pesadilla. Pretendia darle un poco de consuelo y hablaba de s{ mismo en frases interminables. Tam bién él conocia la amargura y la de los otros. Su historia era dolorosa y absurda, como en la mayo- ria de los crimenes. En un momento de desquicia- miento, “el de-de-monio-do-do-mi-né”, Eso dijo. Maté a su mujer sin odiarla. No ten‘a empleo y pasaba todo el dia dando vueltas sin resolver nada, Esa vez regres temprano al barrio, pero sentia vergilenza de llegar al rancho con las ma- ‘buenas noticias. Se asomé al bar por curiosidad; no tenfa dinero. Un compadre lo Convidé a una cerveza. Se quedé para no llegar pronto. Jugaron al dominé hasta muy tarde. En- {16 al rancho borracho, pero esa no era su cos- tumbre, Encontré una vela encendida, Su mujer ‘murmuraba, y el nifio estaba enfermo. El trope- 26 con la mesa y la vela cay6 al suelo, Todo ‘qued6 a oscuras. Entoces escuché que su mujer Jo insultaba: "‘No eres un hombre —dijo—, no sirves para nada”. En la oscuridad alargé la ‘mano hacia la mesa y tocé la piedra de moler. Estaba ah{, mas fria que un hielo, esperando su mano. Dio dos pasos en direccién a la cama y golped a la mujer en Ia frente, sin Megara ‘Cuando amanecié lo desperté el llanto del nino yal abrir los ojos supo que la habia matado. Guestién de Satanés. Lo condenaron a veinte afios de prisidn. Los pagé todos; hasta el dltimo dia. Pero tuvo una buena conducta. El direc- tor del penal, que tambien era su paisano, lo dejé trabajando como vigilante. “Todo pa-pa-sa” —dijo el tartamudo. Después del relato macabro 4 prometi6 traerle el papel en blanco que solicits ba. "Cua-cuan-do-pase-el-es-cén-da-da-lo”, La escritura fue como una emergente escalera de incendio, a través de la cual siempre podia evadirse del perseguidor y de las consecuencias del sueio. Conserv6 la desilusién amorosa como una secreta caida. Lisbeth nunca supo de su con- goja, aunque quizés lleg6 a sospecharla por su inexplicado silencio. Fue para él un tardio y tor- pe amor adolescente; desproporcionado como Ciertas enfermedades infantiles cuando se pre- sentan en la adultez. Regresd a la escritura con dedicacién. Sélo prevalecia una idea obsesiva: alcanzar la quimé- "lea meta Titeraria. El editor Rosales ejercia sin miramientos el po- der personal en su empresa. Hombre pragmatico, severo, que renuncié a la continuidad de su trabajo intelectual como destacado historiador para con- vertirse en editor de libros y revistas, sufria de constantes estallidos de ira. Renegaba, por lo de- mis, de haber tenido el desatino de aventurarse ‘como un céndido en el negocio editorial “en un pais de analfabetos y consumados bebedores de ron” —como solia repetir—. También se comenta~ tba que su mal humor era motivado por las frecuen- tes disputas con su mujer, una ya marchita actriz: de comedias de television que solicitaba de modo intransigente el divorcio y la correspondiente sepa- raci6n de bienes, Era esto diltimo, por supuesto, Io que trastornaba a Rosales. ‘Azolar termin6 siendo uno de los sujetos predi- lectos de su malestar y en alguna ocasion le endil- g6 el epiteto de pusildnime. Lo mantenfa realizan- do tareas irrelevantes, redactando cartas de rutina, 45 corrigiendo prucbas de imprenta o leyendo apresu- radamente manuscritos de autores desconocidos. A eso se reducia en la practica el delirio de grandeza del pequefio escritor. Todo indicaba que muy pronto seria alcanzado por el fatidico presagio de Lorenzo Barquero: “Déjelos que do- blen los treinta: Se acaban, se desvanecen. Eran espejismos del trépico” Pero todavia un gran libro podria salvarlo. Un libro definitivo antes de los cuarenta. Entonces, una suerte de segunda version de la vida se ini- ciaria para él, y la creacién surgiria: segura, sin sobresaltos, caudalosa; después de abrirse las compuertas. Sindia Santos llegé sin pretenderla; sin desear- Ja siquiera. Era una chica agradable; pero en muchos as- pectos parecia la antipoda de Lisbeth. Todo lo que en la otra se expresaba en alegria y esponta- neidad, en ella se manifestaba como timidez y reserva. Tenfa un temperamento apagado, vaci- ante, quizés como consecuencia de una educa- cién familiar y escolar (fue durante afos discipu- Ta de monjas) demasiado cargada de estrictas normas de comportamiento soci ‘Azolar se mostr6 en algunas circunstancias muy solfcito y galante con ella, suponiendo que una buena opinion de la amiga mas cercana a Lisbeth redundaria en su favor; aunque algunas veces tomaba la presencia de Sindia en los en- ‘cuentros casi como una intromision. No obstan- te, ese nexo los aproximé hasta el grado en que Lisbeth lleg6 a hacerle una picara confidencia; “Blla parece interesada en ti; me pregunta mi cho por tus gustos”. Ricardo, envanecido, res- 46 pondié con palabras de doble intencién: tras expectativas mucho mas cercanas”. Sindia Meg6 cuando su carécier empezaba a agrietarse. Le dio su compania; le prest6 apoyo; crey6 en él y en su afin y, sin embargo, Azolar nunca pudo evitar cierto sentimiento desprecia- tivo, él mismo no lograba entender completa- mente la causa de aquella negacién. EI distanciamiento lo regresé a sus temores rec6nditos. Las noches de lectura volvieron a es- camotear el oficio de vivir fuera de los dobles. Las pdginas escritas como intento experimental se devoraron a s{ mismas. En una ultima visita a la quinta de Malva Gra- nados supo, que la relacion de amantes de Lisbeth y Valencia ya era manifiesta: “Parece que nuestra 4uerida Lisbeth nos abandonar4 por algiin tiempo —Aijo Sussi Alcalé—,y, por cierto, viaja muy bien acompafiada... jme da una envidial”. "Estoy ente- rado —sefalé Lezama—; Daniel me llamo ayer. Los querubines se van de vacaciones a Barbados”, —El es una maravilla, interrumpié Malva. No solamente es un excelente escritor, sino también un charmant. ¥ ella es una muchacha inteligente, raciosa, de sensibilidad. Yo, como dice Sussi, los envidio, Claro que uno no esta para esos amo- res torrenciales bajo las palmeras. Ustedes saben que antes en todas las novelas habia amores to- rrenciales, Esa era la palabrita; si no era torren- cial, no era amor. —Y pasién devoradora, dijo Sussi. —As{ es, puntualizé Malva. Todas la pasiones devoraban, y los celos también, ‘Azolar escuch6 el dialogo casi como el que reci- be una agresion directa. Los presentes no ignora- 7 ban su aficién por Lisbeth. Le parecié que cdusti- camente se divertian a su costa, Desde entonces no volvié a frecuentar aquel grupo, y al regresar Lisbeth se prohibié inflexiblemente cualquier acercamiento. Fue una manifestacién de sober- bia. No era un pusildnime como pensaba Rosa- les. Podia ser, cuando se lo proponia, un hombre de cardcter. Sindia fue el ‘nico vinculo que mantuvo, aun- que str presencia recordaba la otra. Lo abrumaba con una generosidad extrema y nunca exigia para s{ una atencién particular. Estaba a su lado casi como una intrusa benefactora. Azolar pens ba en Ia evolucion imprevisible de aquella dedi catoria que escribié embriagado y en un arrebato de seductor: "A Sindia Santos en el primer encuen- tro, que nunca se sabe hacia dénde va”. Al principio su admiracién le resultaba gratifi- cante, Posiblemente era la persona que habia mostrado mayor interés por sus escritos. Con fre- cuencia aludia a pasajes precisos y utilizaba tér- minos que él deseaba ofr. Pero, sobre todo, le transmitia confianza en la obra por hacer; la que supuestamente se incubaba lentamente en la i consciencia a la espera del momento propicio. ‘Ademés, le permitia hablar de sus propésitos sin ningin escripulo; mostrarse autosuficiente; es- cuchar su propia voz en tono sentencioso; algo que nunca pudo hacer en compaiiia de Lisbeth sin exponerse a la ridiculez. Pero Sindia no lograba comunicarle alegria, aunque a cambio le ofrecié la experiencia afirma- tiva de la posesién, en la entrega de un cuerpo hasta entonces invicto y amablemente torpe. 8 Frente a la mirada imperturbable de Kafka, ella se dejé desnudar con ingenua vergtenza, te” miendo todavia que su cuerpo no fuese lo sufi- cientemente grato para complacerlo. Silenciosa, apenas pronunciando antes una frase afligida: “Prométeme que después no me vas a largar como un trasto”, Y él, evitando ser cursi, se limi- 16 a responder: “No Sucedera mientras'sea una situaci6n satisfactoria para los dos’’ Quizds ella tradujo aquellas secas palabras como una muestra de reciprocidad. Pero, aun saciado su egoismo, Azolar no pudo evitar el pen- samiento de que aquella entrega era sélo una imitacién de la otra; la que seguramente ocurri6 con mayor felicidad cuando Lisbeth consumé su eleccion, Y se convirtié en la amante de su rival. Pensando en eso malogré su placer. En su caso era cierto que “el hombre después del coito es un animal triste” El rostro de Valencia aparecia con alguna fre- cuencia al hojear el periodico. Era figura de im- portancia publica. Los comunicadores solicita- ban su opinién sobre diversos asuntos, triviales 0 significativos. Desde una encuesta sobre la im- portancia de la corbata, hasta la probabilidad de una hecatombe nuclear. Se le valorizaba pese a su discrecién, 0 quizés por eso mismo. Azolar trataba reconocer el extraiio sentimiento que le Broducia. No era rencor;racionalmente lo consi- leraba un amigo, Tampoco fobia por su exitosa carrera, sino algo mucho mas complejo e indefi- nile. Xeaso una reaccién de protesta por no ser el otro, Sindia, que mantenia inalterable su amistad isbeth, le comentaba anécdotas cargantes: 9 “Parece que van a traducir al hiingaro un libro de Daniel; pero Lisbeth est ms entusiasmada que 41 mismo, Dice bromeando que los pobres hiinga- ros no le han hecho nada”. Lo habia visto otras veces en la oficina de la editorial. Valencia entraba a saludarlo aunque no mediara ninguna cuestién particular, igno- rando el efecto perturbador que suscitaba su presencia. No eran suficientes el desprendimiento y la tolerancia de Sindia para mantener la armonia. Su flaqueza de carécter la hacia vulnerable a la irritabilidad del varén, Azolar abandoné la corte- sia y la atribulaba con injustos reproches. En realidad deploraba encontrarse en esa absurda situacién, comprometido afectivamente con una mujer ajena a sus preferencias. Despreciaba en Sindia lo que descubria en él mismo: la debili- de Mala ie necesidad de proton cién. Ella tampoco podia hacer nada para est mularlo, Cualquier observacién suya corria el riesgo de ser completamente deformada y avivar su ira, Cuando en una oportunidad le sugirié que aceptara “la ayuda psicol6gica de un especialista para favorecer el proceso creativo”, él estuvo a unto de golpearla. Vociferé como un energtime- no, y después rid; rié hasta sollozar,imaginando la frase que diria al psicoanalista: “Doctor, por favor, se me secé el cerebro”. Mientras se acercaban los cuarenta afios su carta se desdibujaba, aunque en alguna nota periodistica lo mencionaran como joven autor. Ahora comprendia una verdad escrita de paso 50 ¢n el Diario tntimo de Enrique Federico Amiel: “Todo lo que es debe manifestarse, y lo que nun- ca se ha manifestado no era nada”. No era nada su espera. En el profuso dédalo de palabras no encontraba su voz. Sélo habia atendido al enga- fioso llamado de los maestros. El escritor novicio corre el riesgo del extravio. Una vez que se interna en el acertijo advierte que no lleva brajula yen el mapa noesta delinea- do el destino. ¢Cudl es la ruta que condu- cirlo hasta la obra? ¢Dénde se halla escondida, camnflada, quemante, la palabra? De pronto se ‘yen voces proféticas; se reconocen fantasmas sagrados. Algunos llaman imperativamente: jSi- gueme! {Este es el camino! Ese de feo rostro y espesa barba entrecana es Tolstoi, el moralista atormentado. ¥ aquel rabioso solitario que gesti- cula con soberbia es Nietzsche, el anticristo. Y este otro, obeso, de cabeza leonina, que se pasea intranquilo apoyandose en un bastén con empu- fhadura de macizo oro, es Balzac, el supremo tes- ‘igo. Cerca de ellos estan otros maestros. Son los inmortales. Cada uno tiene una doctrina, y rode- Andolos se asoman los profesores, los exégetas y Jos apologistas; encargados de custodiar reglas, fijar normas y atesorar dogmas. ‘Mas adelanite el andante observa el encuentro de dos apasionados polemistas. Les presta aten- cién, Uno de ellos es un dandy irlandés: Oscar Wilde, inconoclasta que ha paseado su ingenio por los aristocréticos salones londinenses del si- glo xx. Brillante esteticista. Elotro es un insigne pensador del siglo xx: Jean-Paul Sartre, ciego después de sabio, legitimo heredero de los racio- nalistas de la ilustracién. Ambos confrontan sus St ideas con inteligente vehemencia. Sus frases pu- lidas parecen trazadas con espada. * SARTRE: El escritor ha optado por revelar el mundo y especialmente el hombre a los demas hombres, para que éstos, ante el objeto asf puesto al desnudo, asuman todas sus responsabilidades. La funcién del escritor consiste en proceder de modo que nadie pueda ignorar el mundo y que nadie pueda ante el mundo decirse inocente. WILDE: El esteta rechaza aquellas modalidades de arte demasiado evidentes, que sélo tienen un ‘mensaje que comunicar y que una vez comunicado éste, t6manse opacas y estériles, buscando, por el contrario, aquellas modalidades que suscitan el ensuefio y crean estados de alma, haciendo posi- bles, con Su belleza imaginativa, todas las interpre- taciones, y ninguna de ellas definitiva, ‘SARTRE: Elescritor puede guiar y, si describe ‘un tugurio, representario como un simbolo de las injusticias sociales y provocar indignacién, WILDE: A veces acaban por escribir novelas tan semejantes a la vida que no hay modo de creer en su verosimilitud. Lo cierto es que, como no se haga algo para impedir 0 modificar, cuando ‘menos, ese culto mostruoso de los hechos que ha Megado a ser el nuestro, el Arte quedara estéril y Ja Belleza desapareceré de este mundo. ‘SARTRE: Que al menos para nosotros la litera- tura haya vuelto a ser lo que nunca debi6 dejar de ser: una funcién social. ‘WILDE: Como método, el realismo es un fraca- so absoluto. Hemos tenido obras imaginativas y bellas en que las realidades visibles de la vida se encuentran transmutadas en convenciones artis- 52 ticas, y modeladas e inventadas para su deleite, aquellas cosas que la vida no tiene. ‘SARTRE: El grave error de los estilistas puros estriba en creer que el vocablo es un céfiro que discurre levemente por la superficie de las cosas, due las toca sin alterarlas. WILDE: Porque algunas obras son de superfi- cic hermosa, hay quienes se empefian en tenerlas por superficiales, SARTRE: En realidad uno se hace burgués al optar, de una vez. para siempre, por una cierta visién del mundo analitico que se intenta impo- ner a todos los hombres y que excluye la percep- cién de las realidades colectivas. WILDE: Mientras més se estudia la vida y la literatura, més intensamente se siente que, detras de todo lo maravilloso, esta siempre el individuo, y ue no es el momento To que hace al hombre, sino alhombre el que crea la época. Como que hasta me fnclino a creer que cada mito y leyenda gue nos parecen brotar del asombro, el ferroro la fantasia de una tribu o de un pueblo, fue en su origen la invencién de un espfritu individual. SARTRE: Ya que el escritor no tiene modo alguno de evadirse, queremos que se abrace es- trechamente con su época; es su tinica oportuni- dad; su época esta hecha para él y él esta hecho para ella, Cada palabra suya repercute. Y cada, silencio también. WILDE: Para nosotros, que vivimos en el siglo xrx, cualquier siglo es un tema adecuado para el arte, menos el nuestro. Las dnicas cosas bellas son ias cosas que no nos atafien. SARTRE: Es aqui mismo, mientras vivimos, donde los pleitos se ganan o se pierden. 53 WILDE: El tema o asunto del arte deberia ser- ros mas o menos indiferente. 0, cuando menos, deberiamos no tener la menor preferencia, ni la mas minima prevencién, ni partidismos de nin- giin género. SARTRE: Yo estoy por la autenticidad. WILDE: Yo estoy por la mentira en el arte. Aquéllos que no aman la belleza mas que la ver- dad, nunca conocerén el mas intimo sagrario del Arte, La revelacién final es que la mentira, el cuento de cosas bellas inexactas, es el fin propio del Arte. SARTRE: El escritor «comprometidor sabe que la palabra es accién; sabe que revelar es ‘cambiar y que no es posible revelar sin proponer- se un cambio. Ha abandonado el suefio imposible de hacer una pintura imparcial de la sociedad y la condicién humana, WILDE: Ningiin gran artista ve nunca las co- sas como realmente son. Si lo hubiera, dejaria de ser artista. SARTRE: No se es escritor por haber decidido decir ciertas cosas, sino por haber decidido decir- las de cierta manera, y el estilo, desde luego, representa el valor de la prosa. WILDE: Bien, la limitacién, la condicién pri- mordial de todo arte es el estilo. ;Por Dios, no vayas a decirme que estas de acuerdo conmigo! En cuanto la gente esta de acuerdo conmigo me parece que debo estar equivocado. Hay una pausa. Pero la polémica no se extin- guira mientras persista la palabra escrita. El jo- ven autor queda turbado. Puede tomar partido y convertirse en eco de alguna voz. sacralizada. 54 Puede proseguir en la busqueda de la propia pala- bra. O quizés enmudezca para siempre. Ricardo Azolar intent6 una y otra vezel asaltoa la pagina blanca de enorme fauce abierta. Confia- ba todavia en el polen de la imaginacién, una particula prodigiosamente agi, volatil, magica, ‘on la destreza de un espermatozoo para penetrar en la tiniebla y fecundar; tejer lo nunca concebi- do, tramas ideales encadenadas por sutiles miste- rios, personajes impredecibles que adquieren su silueta a partir de un tic que estremece levemente un parpado, 0 del ntimero impreso en un quinto de loterta. El punto de génesis puede ser ese som- brero azul bastante viejo que alguien abandoné en una caja de manzanas a la puerta de una fruterfa. Yla pluma permanece segundos suspen- dida, mientras surge el color definido de un tinte en el cabello, quizas un rubio ceniza, 0 mejor, ligeramente anaranjado. Descubrir cual ¢s la identidad de ese sefior de manos sudorosas {que entré al banco portando un maletin oscuro; donde se encuentra el documento falsificado (lleva seis dias perfeccionando una firma que no le pertenece y el nombre del timado casi puede leerse en las tensas arrugas de su frente). Evocar una sala y colocar en el sitio mas distan- te (como talisman) una figurita de madera que se miré por primera vez en la vitrina de un puesto comercial en el acropuerto de Amster- dam. Un hombre obeso la compré como souve- nir. Es un cliente apresurado, La dependiente la ‘mete en una bolsita plastica y se la entrega. El hombre paga un délar. Enel trayecto hacia la sala de espera se detiene un momento: saca el objeto para verlo mejor y advierte que est roto en su 55 base, Regresa al negocio malhumorado. La de- pendiente no entiende espaftol. El hombre obeso reclama la devolucién del dinero. La dependiente le explica en inglés que debe cambiarlo por otra ‘cosa del mismo valor. El hombre protesta indig- nado. Finalmente, paga un délar més por un cor- tapapeles. Cuando llega al lugar de salida le in- forman que el avion donde debia viajar ya ha despegado. Pasa una noche de insomnio lamen- tando su mala suerte en un hotel de la ciudad. Al dia siguiente se entera de que el avin que perdis (un velo Amsterdam-Madrid) estallé en’el aire y perecieron noventa y seis personas. Por la tarde entra de nuevo al negocio y pregunta por la figue rita de madera, La mujer se alarma pensando que ha vuelto para hacer otro lio. Pero luego ogra comprender, busca en una gaveta el adorno dahado y se lo muestra. El hombre sonrie, le entrega un billete de diez délares, besa la figuri- ta, la guarda sin envoltura en el bolsillo del abri- £0, guitia un ojo y se va. ‘Azolar sabfa bien que una historia ficticia puede comenzar 0 terminar en cualquier parte; y, sin embargo, el tejido verbal se rompia abruptamente, omo un neumaticoen In carretera, Una travesia imponderable para lograr que la particula germi- nadora se extendiera, contaminando de irrealidad toda la superficie maleable de a pagina blanca por donde se desliza la pluma (nunca pudo mecano- grafiar sus textos en la primera versi6n), nerviosa- mente avanzando con ritmo irregular, deteniéndo- se insegura después de una coma (como doblando tuna esquina peligrosa), arremetiendo en réfaga, zozobrando, restableciendo la modulacion, repi- tigndose, fallando, girando sobre si misma en una 56 digresién, gimiendo, pisando los gerundios cacof- nicos, sonriendo (s6lo por instantes con una pre- tensidn de lucidez), desconfiando del personaje que proyecta su propia destruccién intelectual, abrien- do un paréntesis (como quien cava una trinchera), nadando, siempre nadando contra las palabras. Si; él emprendié esa aventura. Pero cada nuevo esfuerzo culminaba en otra imposibilidad. Las malditas palabras. Era cierto lo que escuch de- cir alguna vez a Malva Granados: "El escritor —dijo— es el mas desprovisto y desvalido de todos los artistas; no posee sino las palabras; las mismas palabras gastadas de todos los dias, para intentar algo perdurable. Los pintores, esculto- res, misicos, utilizan materiales més nobles, me- ‘nos podridos de cotidianidad”. Sin duda, las pa- labras manoseadas, masticadas, escupidas por todos, debian servir igualmente para el tejido de Ja arafa reina. Para crear una ilusién de estruc- tura preciosa con la misma materia raida. ‘Azolar nunca pens6 que su nombre se inscribi- ria en la leyenda negra de la pagina blanca, Cada noche senifa mas cercana la burla del perse- guidor. Recomenzaba la tarea con imagenes fugaces que se destrufan a la primera sombra y termina- ban en libretas cerradas 0 en el pote de desperdi- cios. Un alarde perfeccionista lo consuma todo. Desechaba la frase directa, descarnada, y agota- ba sus fuerzas en una busqueda etilistica sin so- Tucién, Luego los empefios se hicieron cada vez més penosos, breves, lacénicos. Hasta la noche que aparecié sobre la pagina el ojo vacio. s7 Un reencuentro con Lisbeth y Valencia se pro- dujo con motivo de la fecha de cumpleafios de este iltimo. Azolar fue a la reunién a regafiadien- tes, Su dnimo no estaba para complacencias, pero Sindia queria ir en su compania y sirvié de intermediaria: “Dice Lisbeth —insistié— que no puedes faltar; que tt eres su invitado predilecto y no debes decepcionar a los amigos”. Se dej6 convencer a sabiendas de que estaria incomodo. Los asistentes eran en su mayorfa j6- yenes compafieros de Lisbeth con intencién de festejar y pasarla bien. No tenfan el ocioso gusto de escucharse ni de rivalizar por el comentario més inteligente, Una muchacha negra, de peina- do afro y dentadura perfecta, se destacaba como guitarrista. Al principio interpreté algunas com- osiciones con cierta maestria; pero en la medida que aumentaba el entusiasmo y el efecto catarti- co del licor se desataron los ritmos desenfrenados con instrumentos absurdos y en coro ruidoso. Azolar trataba de mantener un fingido estado de contento, agravado por la obstinacién de Sin- dia en colgarse de su brazo como prueba publica de un terco enamoramiento. No pudo contagiar- se con la futil alegria de los otros y su mirada iba con frecuencia del rostro risuefio de Lisbeth has- tael sitio donde departia Daniel. Mas tarde logré zafarse de la mano de Sindia y salié a la terraza. Una pareja que disfrutaba de las caricias sin inhibirse no reparé en su presencia. Luego, proba- blemente por alguna indicacién de Sindia, se acer- 6 Lisbeth a platicarle. Su aprecio se mostré inva- Tiable. Sin embargo no fue grato que lo interrogara, sobre sus escritos. Tuvo que mentir abiertamente ¥ decir algo sobre una novela en preparacién que, 58 supuestamente, ya estaba narrada en borrador (en realidad se refirié a un viejo proyecto malo- grado). “Eres mucho més espléndido que Daniel —lijo Lisbeth—; él nunca me habla de sus traba- Jos. Es muy supersticioso, aunque no lo dice. Le Hiene, miedo 2 los péjaros de mal agtiero, yo incluida”’ Azolar ignor6 la innecesaria alusién al otro, pero pens6 que merecia escuchar ese comentario por tonto. Sindia vino a sumarseles y la conver- sacién se interrumpi6. La pareja cercana conti- nuaba en su afan de mantener un beso intermina- ble. Lisbeth les hizo una broma y ninguno de los dos volted a mirar; evidentemente estaban en su asunto. Los tres regresaron a la sala. El tocadiscos re- emplaz6 a las improvisadas canciones. Algunos bailaban. Lisbeth fue hasta el lugar donde Valen- cia hablaba con la bella muchacha negra y, reme- dando los ademanes de un caballero galante, lo invite a bailar. Sop ‘“ Azolar observ6 cuando el lo lela muler se estrecho al otro, dio algo y lo bes6 en los labios. Continué viéndolos por algdn tiempo sin desviar la mirada. Después fue hasta el bar para servirse un trago y salié otra vez a la terra- za, Hufa de Sindia. La pareja segufa abrazada y ella promunciaba débiles gemidos. Era un orgas- mo sin penetracion. Desde la baranda contemplé la ciudad nocturna. bastante iluminada. Recordé que no hacia tanto tiempo en otra reunién festiva todo parecfa distinto. ("Esta,noche, por lo visto, vale todo, pero los besos robados the parecen una mata costumbre; espero que no insistas sin mi consentimiento..")- 39 Terminé el trago y decidié marcharse. Al pasar junto a Sindia le propuso que buscara otra perso- a para Ilevarla a casa o mejor, a un motel. Pero ella ni siquiera reclamé la despectiva propuesta y opt por seguirlo. Se despidieron de Valencia y Lisbeth por mera formalidad, La impotencia que dejaba inerme a la inventi- va lo postraba en un estado lamentable, como si ‘su existencia dependiera de la circulacién de las palabras sobre el papel. Trataba infructuosa- mente de encontrar una respuesta a la esterili- dad. Quizds era una estancia 4rida;-un periodo de obligatoria transicién hacia algo todavia insos- pechado. Pero los dias transcurrian con su carga de sequedad. Asi dejé de creer en una trama salvadora o en un solicito personaje piran- deliano. 1a idea autodestructiva enfilaba contra su in- teligencia como en la vieja fabula del escorpién cercado por el fuego. Se habia engafiado a si mismo con cierta capacidad descriptiva, con al- guna facultad para la observacién y el gusto por Ta musicalidad de las palabras. Pero estaba des- provisto de fuerza dramatica; esa nervadura que ‘trasmuta una visién corriente en poesia o la anécdota de un crimen vulgar en proposicién eat Y sin ese poder, ningin oficio escritural adquiere permanencia. Ricardo Azolar no consentia en ensayar otras probabilidades. La abulia devoraba su energia como una boa hambrienta. Renegaba de todo el ciclo de causalidades (suefios-realidades-pensa- mientos-realidades-vacio-realidades-vacio) que fi- nalmente lo) anclaron en la cotidianidad de un empleatlo subalterno. 60 Pusilénime —tenfa raz6n Rosales—; pusiléni- me era un calificativo justo. Su caracter se torna- ba agresivo, pero el sujeto de sus desplantes ter- minaba siendo precisamente Ia tinica persona que lo amaba y hacia todo lo posible para evitar eS el era incompetente para comy raz6n del fracaso. Pensaba ingenuamente que tales arreba- tos eran manifestaciones neuréticas del indivi- duo creador, y su papel de amante el de tolerarlo y ayudarlo a superar las crisis de maduracién. Azolar se complacia en martirizarla, incluso a costa de si mismo: “Estas atada a un imbécil, entiendes; a un perfecto imbécil. Huye mientras puedas”. Pero ella insistfa en que el futuro seria mejor; que debian mudarse a un lugar més agra dable; que ese ambiente inhéspito menguaba su capacidad. Esas simplezas terminaban de trastornarlo. Sabia que un buen escritor nunca es completa: mente prisionero de su circunstancia. ¥ explota- ba en groseras escenas de rabia; tiraba los obje- tos, golpeaba las paredes con el pufo, rompia sillas y humillaba a la mujer acuséndola de im- ponerle un amor de sanguijuela, Sindia transformé su modestia en servidum- bre y su admiracién en miedo. La ruptura so- brevino cuando él, enardecido por el alcohol, le dijo: “Lo que mas detesto de ti es la falta de ‘orgullo. . La existencia se ha- bia desvirtuado y detestaba su propia limitacién iimaginativa. Sus palabras sugerian, sin pronun- ciarla, la fuga suicida. Mencioné la desesperaci que lo sumia, y Valencia debié pereibir cal te que se hallaba frente a un espiritu doblado. —La desesperacién, dijo Valencia, también puede ser un poderoso hilito creative. Muchos han transformado esa situacién extrema en bue- na literatura, No olvides que el escritor es el ‘inico animal de rapifia que se alimenta de sus entrafias, Pero, obviamente, hay que trascender la propia desesperaci6n para convertirla en letra valida. Para seguir mencionando a los ogros 65 grados, piensa en Samuel Beckett. Qué puede ser Esperando a Godor sino el testimonio artistico de un hombre desesperado? ¢A quién esperaba Samuel Beckett?... Si me permites una intromi- sidn indiscreta, te digo: gpor qué no haces de tu sequedad, tu vacfo, tu naderia, una materia apro- vechable? Si insistes tanto en el asunto como soporte de la estructura novelistica, ahi tienes un motivo tan importante como cualquier otro. En todo caso, la originalidad radica en el tratamien- to; en el punto de vista; en la inusitada asimila- ci6n de las influencias. Es siempre un juego. Con algunos riesgos; pero un juego. Y mientras tanto, mientras organizas tus fichas, puedes practicar la dignidad del silencio. A nadie ofende el silen- cio de un escritor salvo a los estiipidos, y esos son incorregibles. Valencia s¢ ausenté de Ia sala y Azolar siguié meditando en la interrogante que momentos an- tes se habia deslizado en la argumentacién. 2A quién esperaba Samuel Beckett cuando escribia su drama? ¢A Dios, a la muerte, a la inmortali- dad, o, simplemente, a una mujer? La miisica se interrumpid y tuvo la sensacion de que el ambito intimista se modificé brusca- mente. Fue hasta el aparato de sonido para vol- tear el disco. Sobre una parte del mueble obser- v6 una gruesa carpeta. En la cubierta tenia un nombre caligrafiado: Arenales. La tomé del lu- gar y advirtié que eran numerosas cuartillas mecanografiadas; seguramente un inédito tra- bajo de Valencia. Volvié a sentarse y comenzé a leer en una pagina escogida al azar. Al regresar Daniel parecio algo sorprendido de verlo con el manuscrito. 66 —¢Es tu tiltimo trabajo narrativo? —No. Es anterior al libro de relatos que publi- qué a comienzos de este afio; pero lo someti a la prueba del con; —gPor qué el epigrate biblico? —Puedes creer que no lo sé; me emociona ese pasaje lirico, pero también puede ser la evidencia de un devoto vergonzante. —Es abrumador el niimero de paginas. Esté claro que trabajaste duro durante mucho tiempo. —Un poco més de cuatro afos con algunos necesarios abandonos. Pero ya me fastidia. Antes de ti legar le daba la lectura de despedida. La préxima semana la pondré en el escritorio de un editor y chau gatico. ‘Todo hubiese podido quedar asi, como un pa- réntesis en la conversaciOn; pero Azolar tuvo una impertinente curiosidad. —Podrias prestarme el manuscrito para leerlo muy répidamente. Conocer una obra inédita es un privilegio para un lector. "Fite halagaria; pero no puedo hacerlo sin vio- Ientar una norma. Mi primer lector es el editor. No quiero més prejuicios que los mios y los de él. Hace un momento, sin proponértelo, me hiciste vacilar sobre la razon del epigrafe, puesto que, en este caso, no quiero expresar religiosidad, aun- que la religiosidad es casi inseparable de una Tectura de La Biblia. Pienso que lo mejor es evitar cualquier interferencia, por gentil que pueda ser, hasta la publicacién. Después noes un asunto del escritor, es un leén muerto, como decia Heming- way, 0, para nombrar un felino menos importan- te, un simple gatico vivo o muerto, da igual. En ese caso, me comprometo a no hacerte absolutamente ningiin comentario. Es una maja- or deria; pero si he abandonado la escritura, o peor, Inescritura me ha abandonadoa mi, me gustaria permanecer como lector, y tt manuscrito seria un magnifico pretexto. —Me colocas en un dilema embarazoso, por que existe todavia un motivo mas practico. No tengo otra copia, ni conservo los borradores; me molestan esos papeles donde se notan demasiado las costuras —Eso me desarma. Sélo puedo decirte que pro- meto no morir en tres dias y defender este ma- nuscrito como el xiltimo apache. —Esté bien, dijo Valencia resignado; tu ganas. Puedes tomarte esos tres dias reglamentarios. Nos veremos el fin de semana. Ese fue el didlogo que ignoraban todos. El otro cedié a su pedimento por cortesia 0, quiz4s, por la misma fatiga de la controversia. Azolar salié reconfortado. Pensaba que habia hecho bien en solicitar el consejo de un amigo tan franco, Enel ascensor volvia recordar la misma interrogante: ga quién esperaba Samuel Beckett! Era posible que tras la desesperacion enistiera otra clave. Alllegar al apartamento, pese a lo avanzado de lanoche; no deseaba dorm. Lament no tener una boteila en la despensa. Puso café en la greca y traté de darle alguna forma matriz.al inespera- do planteamiento de Valencia: “¢Por qué no ha- zs de tu sequedad, tu yact, tu naderia, und mate ria aprovechable?” Tal vez, ¢por qué no? La Impotencia era Ia cara oculta de Ia crescion y él estaba mas cercano a la comprensién de la som- bra que de la luz. El mismo habia devenido en sombra de lo que crefa ser. 68 Se sirvi6 café y comenz6 la lectura del manus- crito. Debié leer tres o cuatro horas sin interrup- ccion antes de ser sometido por el sueno. Era una narracién cautivante, encantatoria, modo alguno una novela conveneional. Avanzaba en varios plans yuxtapuestos sin una dominante. Los personajes aparecfan sin anun- ciarse y desaparecian de igual modo. Las nume- rosas digresiones no estorbaban el ritmo tempo- ral, puesto que no existia un foco, sino una continua incorporacién de elementos afines al arte pictérico. Requeria de la complicidad de un lector atento y experimentado. En algunos pasa- jes se acentuaba el tono evocativo, el juego del tiempo y una atmésfera penetrada de irrea- lidad. Azolar record una frase de su primera conversacién con Valencia: “Hay que reencontrar © rescatar El caballo perdido de Felisherto”. (Lo habia leido después de escuchar esa opinién.) ¥ le pareci6 una de las veladas influencias del her- ‘moso texto. Cuando interrumpié la lectura tenia una impresion de excelsitud. Aim debfa leer més, de la mitad del manuscrito y posefa la certeza de su indole descollante. Al dia siguiente, al regresar de la editorial, retomé la novela. Ahora percibia mejor su com. pleja red de vasos comunicantes con el universo pictorico. Era, en cierto modo, su armadura, pa- tente en la laboriosidad descriptiva, en la prosa saturada de color, en las referencias erudiiag, y en la silueta-de personajes donde era posible ayistar una ibranza de Goya, el Bosco, Chagall, Brueghel, Van Gogh, Gris, Reveron y otras miticas sombras (no siempre descifradas en la lectura de Azolar). Un alarde verbal del pintor oo

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