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EL MUNDO Jueves 9 de diciembre de 1937 -- p.

El infierno santiagueño

Agonía de bestias

POR ROBERTO ARLT

A las diez de la noche desciendo en el pueblo de Añatuya. Estamos ya


en pleno Santiago del Estero. Añatuya es una avenida de tierra de
veinte cuadras de larga. En la noche, una tormenta de tierra envuelve
al pueblo sediento. No pierdo tiempo. Pregunto por el señor Luis
Mancione, ex legislador de la provincia. Un chico tuerto me lleva a
través de varias calles hasta la casa del señor Mancione.Una criada
sentada en una ventana me informa que el señor Mancione se
encuentra en su campo. Al día siguiente vendrá a buscarme un peón.
Regreso al hotel mascando tierra. Me alojan en un cuarto que es un
calorífero, bajo una carpa de tul. Duermo de un tirón ocho horas. Me
despierta un mucamo anunciándome que me buscan. Me visto en tres
patadas y salgo. Un hermano del señor Mancione está aguardándome.
Le explico el motivo de mi visita. Tomamos un automóvil y nos
dirigimos al campo de don Luis.

Para llegar al campo tenemos que atravesar el monte. Y para cruzar el monte o para que
el auto pueda cruzar el monte, tenemos que bajarnos sucesivamente el hermano de don
Luis, el chauffeur y yo, para sacar las ramas espinosas que cubren la huella. Ramas con
espinas que parecen los cuernos de un toro. Espinas que parecen puñales sicilianos.
Pienso que sería preferible andar a pie. Llegaríamos más rápido al campo de don Luis.
Durante horas cruzamos el monte. Siempre espinoso, bajo, enmarañado diabólicamente.
De pronto, un claro. Un claro de algunas hectáreas. Blanco como de alcanfor. Es el
salitre.
– ¿Qué ha pasado?
– El salitre. Como ha llovido algunos milímetros, el salitre sube a la superficie de la tierra
por capilaridad.
– De modo que si no llueve, se mueren de sed, y si llueve, la sal sube de la tierra.
– Así es.
Finalmente una enramada, balidos de ovejas y un hombre que se desprende debajo de un
techadillo de un rancho. Es don Luis Mancione, orador, periodista, hacendado. Recoge
rápidamente las cartas de recomendación que llevo y me dice:
– Llega a tiempo. Voy en camino de quedarme pobre yo también como bno llueva
pronto.
– ¿Tan grave es la cosa?
– Gravísima. Todo Santiago del Estero está arruinado con la sequía. Prácticamente
arruinado. La mortandad en los campos es terrible. A mí ya no me van quedando
animales. Y como a mí, lo mismo le ocurre a mis vecinos y criadores. Vea, vamos a salir
ahora mismo.
Y nuevamente trepamos al automóvil que nos ha traído de Añatuya.
Algunos minutos después entramos en las llanuras amarillas, de tierra endurecida.
Pajarracos picudos describen círculos en el aire bajo el sol ardiente, como un
brasero próximo al rostro. Sobre esta llanura amarilla, bestias.
Se las ve desde largas distancias, como el centro geográfico de la extensión. Son
vacas. Caballos. Inmóviles bajo un sol que a las dos de la tarde alcanza la
temperatura de 60 grados. Un sol tan ardiente, que en la sombra, el viento por
caldeado ha calentado los hierros de mi máquina de escribir.
Son caballos. Vacas. De pie. Inmóviles bajo un sol de sesenta grados. De cerca, la
piel está pegada sobre los sunchos de las costillas. Un caballo blanco ha caído al
suelo. Don Luis se acerca y tomándolo por la cola lo levanta. El animal queda
vacilante de pie, de pronto inclina vertiginosamente la cabeza y comienza a comer:
Está devorando sus propios excrementos ...
Hay otros, inmóviles, junto a un algarrobo o un espinillo. Permanecen quietos en el
mismo sitio durante días, sin atreverse a echarse al suelo, porque saben que cuando
caigan no se levantarán.
He visto un tordillo que parecía el mismo caballo de la muerte. Paños de sudor cubrían
sus temblantes patas, con la piel pegada a los huesos. Pero lo notable era el pecho. En
este animal el pecho estaba rajado y destilaba de contínuo un humor blancuzco.
– Los evapora el sol – me dice don Luis. – Aunque se les diera de beber y comer, ya están
perdidos. Todo está perdido aquí. Lo único que se puede salvar a veces es el cuero, pero
estos cueros desnutridos no interesan ya a los compradores de la Capital.
– ¿Y todos estos caballos que se ven por aquí están destinados a morir?
– Como no lluevan milagrosamente 300 milímetros, casi ninguno de estos animales se
salvará.
De pronto abandonamos la llanura y entramos en el monte. Y nuevamente, para poder
avanzar, tenemos que bajar del coche alternativamente el uno y el otro para apartar las
espinosas ramas secas de la huella.

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