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El periodo que va de 1902 a 1923 transcurre en una permanente crisis política que
afecta a los fundamentos del sistema de la Restauración. Entre las causas hay que
citar, en primer lugar, la personalidad del rey, puesto que Alfonso XIII desempeñó,
desde el principio, un papel activo, que rebasó, con mucho, su función constitucional.
Una segunda causa fue la división de los partidos de turno, que no tuvieron líderes
ni programas claros, capaces de poner al día a sus grupos políticos. En tercer lugar, el
progresivo debilitamiento del caciquismo, lo que restó eficacia al falseamiento
electoral. A ello contribuyó el mayor peso del voto de las ciudades, donde apenas era
posible el fraude, y la aparición y crecimiento de otros partidos políticos, tales como
los socialistas, radicales, republicanos y nacionalistas.
A lo largo del reinado la vida política española estuvo marcada por una serie de
grandes problemas. El primero de ellos fue el aumento de las luchas sociales,
debidas a la mayor conciencia de clase de obreros y campesinos y a su mayor
capacidad de movilización.
En tercer lugar, revivió el llamado problema militar, agudizado por la derrota militar
de 1898, que había puesto en evidencia la escasez de recursos materiales del Ejército
y el excesivo número de jefes y oficiales. En general, los militares reaccionaron a la
defensiva, interpretando estos ataques como obra del separatismo. En todo caso, el
problema militar se agravaría con la cuestión marroquí o intervención española en el
Norte de África, donde España había recibido un protectorado, conjunto con Francia,
tras la Conferencia de Algeciras de 1906.
En cualquier caso, en los primeros años del reinado de Alfonso XIII, hubo intentos de
salvar el sistema aplicando medidas regeneracionistas, pero las crisis se sucedían.
La primera fue la de 1905, cuando la Lliga Regionalista de Cambó gana las elecciones
en Cataluña, lo que alarmó a los militares, que identificaban esta victoria con un
triunfo del separatismo. Además, un grupo de oficiales asaltó las imprentas de dos
revistas que habían publicado caricaturas contra el Ejército. Al año siguiente, el
gobierno aprobó la Ley de Jurisdicciones, que identificaba los delitos de injurias
contra el estamento militar como ataques contra la Patria, y los ponía bajo la
jurisdicción militar.
En 1907 el rey nombró a Antonio Maura, líder del Partido Conservador, como jefe de
gobierno. Este político emprendió una serie de medidas reformistas, que trataban de
proteger a la industria y a la agricultura. En el terreno social, creó el Instituto Nacional
de Previsión y reguló el descanso dominical y el trabajo femenino e infantil. Y respecto
a Cataluña, estableció la Ley de Mancomunidades, que era un primer paso hacia el
autogobierno regional a través de las Diputaciones provinciales.
A Maura le sucedió el liberal José Canalejas, que intentó aún regenerar el sistema,
pero su asesinato en 1912 alejó definitivamente esa posibilidad y dejó en el aire la Ley
del Candado, que trataba de limitar el poder de la Iglesia.
El rey, como último recurso, recurrió a gobiernos de concentración nacional, que unían
a los dos partidos mayoritarios. Pero el final del sistema era ya inminente, y la
inestabilidad social y política era inevitable: hasta 1923 se sucedieron 13 gobiernos.
El golpe definitivo vendría desde la Guerra de Marruecos. Allí, en la zona del Rif,
España explotaba minas de hierros, en contra de la dura oposición de las cabilas,
agrupadas en torno a la figura de Abd El Krim, que pretendía crear una república
independiente del Sultán y de las dos potencias coloniales en la zona. En 1921, el
general Silvestre avanzó hacia el interior del territorio rebelde, en una operación mal
planificada. En ella, murió el propio general y, ante la huida de jefes y oficiales, se
produjo la muerte de cerca de 12.000 soldados españoles en el llamado Desastre de
Annual.
Annual se convirtió en un serio revés para el Ejército y para el gobierno, que encargó
una investigación al general Picasso. El informe revelaba importantes deficiencias de
material y tropas, pero las compañías mineras y los políticos en el poder entorpecieron
el proceso, que acabó culpando de todo al general Silvestre, que ya estaba muerto.