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LA FILOSOFÍA.
DIÁLOGO CON ISAIAH BERLIN
Bryan Magee
UNA INTRODUCCIÓN A LA FILOSOFÍA.
DIÁLOGO CON ISAIAH BERLIN.
Bryan Magee
Una introducción a la filosofía. Diálogo con Isaiah Berlin.
Tomado de:
MAGEE, Bryan. Men of ideas: some creators
of contemporary philosophy. Londres. BBC
Books. 1878 (tr. al español de José A. Robles
García. ―Una introducción a la filosofía.
Diálogo con Isaiah Berlin‖ en Los hombres
detrás de las ideas. México D.F., Fondo de
Cultura Económica, 2008). pp. 17-46.
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Isaiah Berlin, fotografía de la
Richard Avedon Foundation ©
DISCUSIÓN
B.M.: ¿Qué razón puede usted dar a alguien para que se interese en la
filosofía, si es que aún no lo ha hecho por propia iniciativa, o si el sistema
educativo no le ha inculcado este interés?
Isaiah Berlin: En primer lugar, los problemas filosóficos son interesantes
por sí mismos. A menudo se refieren a ciertos supuestos, en los que se
fundamenta una gran cantidad de creencias generalizadas. La gente no desea
que tales supuestos se examinen demasiado; comienza a sentirse incómoda
cuando se le obliga a analizar en qué se fundan realmente sus creencias; pero,
en realidad, son motivos de análisis filosófico gran cantidad de creencias
ordinarias, de sentido común. Cuando se examinan críticamente, resultan, en
ocasiones, mucho menos firmes, y su significado e implicaciones, mucho
menos claros y firmes que lo que parecían a primera vista. Al analizarlas y
cuestionarlas, los filósofos amplían el autoconocimiento del hombre.
B.M.: A todos nos molesta que sondeen nuestras creencias y convicciones
más allá de cierto límite y, pasado ese límite, nos negamos a hacer más
sondeos. ¿Por qué somos así?
I.B.: Supongo que, en parte, porque a la gente no le gusta que se le
analice en demasía; que se pongan al descubierto sus raíces y que se
inspeccionen muy de cerca; y en parte, porque la necesidad misma de la acción
impide este escrutinio. Si se está activamente comprometido en alguna forma
de vida, resulta inhibitorio y, quizá, finalmente, paralizante, el que se le
pregunte constantemente: ―¿Por qué hace esto? ¿Está seguro que las metas que
pretende lograr son verdaderas metas? ¿Está seguro de que lo que hace no va,
de ninguna manera, en contra de las reglas, principios o ideales morales en
los que pretende creer? ¿Está seguro de que algunos de sus valores no son
mutuamente incompatibles, y de que no quiere confesárselo? Cuando se
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ponderse?‖ Al costo de simplificar bastante, se podría decir que hay dos grandes
clases de problemas de los que con cierta firmeza puede decirse que, al menos
en principio, si no siempre en la práctica, pueden resolverse. Una es la clase de
las preguntas empíricas ordinarias; preguntas acerca de lo que hay en el mundo,
del tipo de cosas con las que trata la observación ordinaria, o la ciencia. ―¿Hay
cisnes negros en Australia?‖ ―Sí, los hay; allí se les ha visto.‖ ―¿De qué está
hecha el agua?‖ ―Está hecha de cierto tipo de moléculas.‖ ―¿Y las moléculas?‖
―Constan de átomos.‖ Aquí nos encontramos en el reino de las aseveraciones
verificables, o falsificables, al menos. El sentido común también funciona así:
―¿Dónde está el queso?‖ ―El queso está en la alacena.‖ ―¿Cómo lo sabes?‖ ―Lo he
buscado.‖ Esta se considera una respuesta perfectamente suficiente para la
pregunta. En circunstancias morales, ni usted ni yo dudaríamos de esto. A
estas se les denomina preguntas empíricas; preguntas acerca de los hechos que
se resuelven, ya sea mediante el sentido común ordinario o, en casos más
complejos, mediante observación controlada; mediante experimento; mediante la
confirmación de hipótesis, etcétera. Tal es una clase de pregunta.
Luego tenemos otra clase de pregunta; la que formulan los matemáticos o
los lógicos. Se aceptan ciertas definiciones; ciertas reglas de transformación
acerca de cómo derivar proposiciones a partir de otras proposiciones, y reglas
de implicación formal, que permiten deducir conclusiones, a partir de premisas.
Y hay también conjuntos de reglas conforme a las cuales pueden comprobarse
relaciones lógicas entre proposiciones. Esto no nos proporciona información
alguna acerca del mundo. Me estoy refiriendo a las disciplinas formales, que
parecen estar completamente divorciadas de cuestiones acerca de los hechos:
la matemática, la lógica, las teorías de los juegos, la heráldica. La respuesta
no se descubre mirando por la ventana, hacia un cuadrante, o a través de un
telescopio, o buscando en la alacena. Si le digo que, en ajedrez, el rey se
mueve sólo un cuadro a la vez, no viene a cuento que me diga: ―Bien, usted
dice que se mueve sólo un cuadro a la vez; pero una tarde yo estaba mirando
un tablero de ajedrez y vi que un rey se movió dos cuadros.‖ Esta no se
consideraría una refutación de mi proposición, porque lo que realmente estoy
diciendo es que hay una regla, en ajedrez, según la cual al rey se le permite
moverse sólo un cuadro a la vez; en caso contrario, se quebranta la regla. ¿Y
cómo sabe uno que la regla es verdadera? Las reglas no son expresiones que
puedan ser verdaderas o falsas, así como tampoco lo son los mandatos o las
preguntas. Son simplemente, reglas: o bien usted acepta estas reglas, o bien
acepta otro conjunto de reglas. El que si tales opciones son libres o no, y cuál
sea el status de estas reglas, son otras tantas cuestiones filosóficas; no son ni
empíricas ni formales. Más adelante intentaré explicar lo que quiero decir.
Una de las propiedades centrales de las dos clases de preguntas que acabo
de mencionar, es que hay métodos claramente entendidos para encontrar las
respuestas. Se puede no saber la respuesta a una pregunta empírica, pero se sabe
qué tipo de respuesta es apropiado a tal tipo de pregunta; cuál es la gama de
posibles respuestas. Si pregunto: ―¿Cuánto vivió César?‖ usted puede no saber
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cuántos años vivió, pero sabe qué hacer para descubrirlo. Sabe qué clase de
libros consultar. Sabe qué clase de pruebas apoyarían la respuesta. Si pregunto:
―¿Hay, en Tailandia, pájaros que no vuelan?‖, acaso no sepa usted la respuesta;
pero sabría qué clase de observaciones o qué ausencia de ellas se la
proporcionarían. Lo mismo vale para la astronomía. Usted no sabe cómo se ve
el lado oculto de algún planeta distante, porque nunca lo ha visto; pero sabe
que si pudiese volar hasta él, como ahora se puede volar hacia la Luna, posi-
blemente lo vería. De igual manera, con las disciplinas formales, hay problemas
no resueltos, pero hay, igualmente, métodos aceptados para resolverlos.
Usted sabe que no puede resolver problemas matemáticos viendo, tocando ni
escuchando. De igual manera, el mero razonamiento algebraico no
proporcionará respuestas en el ámbito empírico. La línea que he trazado entre
estas dos esferas, es demasiado precisa; de hecho, las relaciones entre los
enunciados descriptivos y los formales son mucho más complejas; pero esta
forma positivista de presentar las cosas pone de manifiesto lo que deseo
recalcar. Y es que, entre estas dos clases de preguntas, hay otras que no
pueden responderse de ninguna de estas formas. Hay muchas preguntas así, y
éstas incluyen a las preguntas filosóficas. Prima facie, uno de los rasgos
distintivos de una pregunta filosófica me parece que no se sabe dónde buscar
la respuesta. Alguien le pregunta: ―¿Qué es justicia?‖ o ―¿Está todo suceso
determinado por sucesos anteriores?‖ o bien: ―¿Cuáles son los objetivos de la
vida humana?‖ ―¿Debemos buscar la felicidad, o promover la igualdad social, o
la justicia, o el culto religioso, o el conocimiento, aun si no conducen a la
felicidad?‖ ¿Cómo, precisamente, comienza uno a responder a estas
preguntas? O supongamos que alguien, aficionado a pensar en las ideas, le
pregunta: ―¿Qué quiere decir con ‗real‘?‖ ―¿Cómo distingue la realidad de la
apariencia?‖ O bien: ―¿Qué es conocimiento? ¿Cómo conocemos? ¿Podemos
tener conocimiento cierto de algo?‖ ―Aparte del conocimiento matemático,
¿hay algo que conozcamos o de lo que podamos tener conocimiento cierto? Si
lo tenemos, ¿cómo sabemos que tenemos un conocimiento cierto?‖ ¿Qué se
hace para encontrar respuestas a preguntas como estas, en ausencia de
cualquier ciencia o disciplina tal que usted pueda decir: ―Bueno, para tal caso,
hay especialistas. Ellos serán capaces de decirle qué son el bien y el derecho;
serán capaces de decirle si todo está causalmente determinado, y también si la
felicidad es la meta adecuada para los seres humanos, así como qué son
derechos y obligaciones, conocimiento, realidad y verdad; sólo escúchelos.‖ Un
matemático, claro está, podrá responder a preguntas matemáticas. Pero, ¿cree
usted que haya moralistas o metafísicos infalibles, que puedan dar respuestas
absolutamente claras, que cualquier ser humano que pueda seguir su
razonamiento esté obligado a aceptar? Estas preguntas parecen generar
perplejidades desde el principio mismo; problemas acerca de en dónde buscar.
Nadie sabe exactamente cómo resolverlas. Los hombres comunes que se
formulan estas preguntas con persistencia, llegan a caer en un estado de pasmo
mental, que dura hasta que dejan de formularlas y piensan en otras cosas.
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admirar a algunos de los pensadores que las han discutido?‖ Creo que los
admiramos porque se las han ingeniado para reenunciarlas, de tal manera
que algunas respuestas parezcan, al menos, plausibles. Cuando no hay
método establecido para hacer algo, se hace lo que se puede.
Simplemente, se exterioriza la preocupación. Uno dice: ―Cuando formulo
una pregunta como ¿Tienen todas las cosas un propósito?, ¿qué clase de pregunta
es? ¿Qué clase de respuestas estoy buscando? ¿Cuál sería el argumento que
me llevaría a pensar que determinada respuesta es verdadera o falsa o,
siquiera, que merece considerarse?‖ En esto va de por medio el concepto de
filosofía. Creo que E. M. Forster dijo en alguna ocasión (confieso que no
puedo recordar dónde): ―Todo es similar a algo; ¿a qué es similar esto?‖
Eso es lo que uno tiende a comenzar preguntando en el caso de los temas
filosóficos. Lo que parece haber sucedido históricamente es esto: algunas
cuestiones importantes, y ciertamente cruciales, parece que gravitan en tal
estado de ambivalencia. La gente se ha preocupado mucho acerca de ellas, y
esto es natural, pues en gran medida se preocupaban por los valores
supremos. Los dogmáticos, o quienes simplemente aceptaban, sin más los
pronunciamientos de los libros sagrados, o de los maestros inspirados, no se
preocupaban por ello. Pero probablemente siempre hubo gente escéptica
acerca de esto, que se preguntaba: ―¿Por qué hemos de aceptar estas
respuestas? Ellos dicen esto o aquello; pero, ¿estamos seguros de que lo
saben? ¿Cómo podemos estar seguros de que lo saben? Dicen que Dios (o,
en ocasiones, la Naturaleza) se lo dice; pero Dios (como la Naturaleza)
parece dar respuestas diferentes a personas diferentes. ¿Cuáles son las
respuestas correctas?‖
Algunas preguntas se han reformulado de tal manera que caen, así,
en alguno de nuestros dos recipientes (hablando históricamente). Permítame
explicar lo que quiero decir. Consideremos la astronomía. En el siglo XIV,
era razonable pensar en la astronomía como en un asunto filosófico, pues sus
aseveraciones no eran puramente empíricas ni formales. Se pensaba, por
ejemplo, que los planetas se movían necesariamente en órbitas circulares,
porque el círculo era la figura perfecta. Cualquiera que sea la situación de la
proposición de que el círculo es la figura perfecta —supongo que se podría
considerar como formal— la siguiente proposición de que los planetas,
concebidos como entes comprometidos en un movimiento perfecto, debían,
y no podían, sino moverse en círculos, no nos parece ni empírica ni formal,
pues no se puede establecer su verdad, ni la de cualquier verdad necesaria,
mediante observación o experimento; ni se puede demostrar una
generalización de hechos acerca de lo que los planetas son o hacen
mediante una prueba lógica o matemática. Así que, mientras la gente sabía
que las estrellas tenían que (estaban obligadas a) comportarse de cierta
forma y de ninguna otra, en tanto que los planetas tenían que seguir otros
trayectos determinados; mientras la gente sostuvo que sabía esto, y que lo
sabía con fundamento metafísico o teológico, era perfectamente apropiado
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lógicas como ―y‖, ―cualquiera‖ o ―quien‖, a las que nada puede corresponder
en el llamado mundo real? O bien, ¿es un quark una mezcla de lo real y de
lo lógico? ¿Cómo se usa el término? ¿Basta decir ―Usamos el término quark
en el siguiente tipo de fórmulas o argumentos científicos‖? Esto no parece
bastar. Las moléculas son, presumiblemente, entidades reales. Los átomos,
también. Los electrones, protones, rayos gama, neutrones, son algo más
dudoso. O, ¿qué sucede con los quanta? La gente tiene muchas
perplejidades acerca de ellos. A uno se le habla de algo: un electrón, que
salta de una a otra órbita sin pasar continuamente por el espacio
intermedio, si se nos permite hablar de esta manera. ¿Como qué es
esto? ¿Podemos concebir cosas así con nuestro pensamiento ordinario de
sentido común? Prima facie, hay aquí algo ininteligible. ¿Es como decir:
―Tengo una sensación ligeramente irritante en el tobillo, y ahora la tengo
en la rodilla, pero, claro está, ella no tiene que haber pasado continuamente
a lo largo de la pierna, porque no hay ninguna ‗ella‘; primero una
sensación en un lugar; luego otra, como la primera, en otro lugar‖? ¿Es ésta
la respuesta? Se podría decir: ―Este dolor ha abandonado mi pierna y ha
entrado en mi brazo‖, dando la impresión de que ha viajado hacia arriba;
pero no; literalmente, no quiere decir esto. Primero había un dolor aquí,
luego había un dolor ahí, y nada en medio. ¿Es como esto? ¿Es ésta una
analogía útil? ¿Es algo totalmente distinto? ¿Conducen, respuestas de este
tipo, a metáforas absurdas del tipo más engañoso? ¿Es descriptivo de algo el
lenguaje científico? O bien, ¿es sólo como la matemática o la lógica, la
estructura ósea, y no la carne del lenguaje descriptivo o explicativo? O,
¿también esto es erróneo? Pensemos: ¿cómo buscamos la respuesta? Los
físicos muy rara vez nos pueden ayudar. Dicen lo que hacen, y luego
corresponde al filósofo decir: ―Bueno, así es como usan este término. Lo
usan de la manera X; no de la manera Y. Cuando dicen quark, cuando dicen
―positrón‖, cuando dicen ―salto cuántico‖, la forma como usan el
término más se parece a la forma en que los demás usamos esta palabra, o
esta otra, y no se parece en nada a la forma en que usamos esa palabra, o
esa otra, o la de más allá. Así pues, no cometa el error de suponer que
hay algún tipo de analogía fácil entre lo que ellos dicen y la manera en que
utiliza el lenguaje en la vida diaria; de otra forma, llegará a una conclusión falsa
o absurda, o construirá un sistema metafísico innecesario.‖
B.M.: Algunos filósofos consideran que lo que usted habla ahora es de
la actividad filosófica propiamente dicha. En nuestro pensamiento, todos
cometemos los que se han denominado ―errores categoriales‖; es decir,
empleamos un término como si fuese un término muy diferente del término
que realmente es. Y, por no darnos cuenta que estamos haciendo esto,
caemos en todo tipo de errores y confusiones. Y algunos piensan que la tarea
característica del filósofo es desentrañar estas confusiones, mostrándonos
dónde y cómo nos equivocamos. Un filósofo, que hace poco defendió esta
posición de manera muy vigorosa, fue Gilbert Ryle. En su libro más famoso,
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particulares a los que uno se enfrenta, de tal forma que uno pueda
responsabilizarse de manera más efectiva, y tomar decisiones con una
comprensión más cabal y clara de lo que está en juego.
I.B.: Es doloroso lo que dice usted, pero, a diferencia de la mayoría de
los moralistas, estoy de acuerdo. La mayoría de la gente quiere respuestas.
Turgueniev dijo una vez, que uno de los problemas acerca de sus novelas, una
razón por la que irritaba a algunos de sus lectores, era que el lector ruso de su
tiempo (y ciertamente, podemos agregar que el de hoy también) deseaba que
se le dijese cómo vivir. Deseaba tener plena claridad acerca de quiénes eran los
héroes y quiénes los villanos. Turgueniev se negaba a aclararlo. Tolstoi no
deja duda alguna acerca de esto, ni tampoco Dostoievski, y una gran cantidad de
otros escritores lo indican con mucha claridad. Con Dickens, no hay duda de
quién es quién; quién es bueno y quién no. Tampoco hay mucha duda de esto
en las obras de George Eliot; está clarísimo, también, a quién admira y a quién
desprecia o compadece Ibsen. Pero Turgueniev dijo que lo que hacía era
pintar seres humanos, tal como los veía. No deseaba guiar al lector. No le decía
de qué lado se encontraba él, el autor. Y Turgueniev sostuvo que esto producía
perplejidades en el lector; le molestaba; dejaba a sus lectores atenidos a sus
propios recursos, lo cual detesta la gente.
Chéjov lo repitió, pero, a diferencia de Turgueniev, no se quejaba. Segu-
ramente, tenían razón. No es tarea del filósofo moral, como tampoco la del
novelista, guiar la vida de la gente. Su tarea es enfrentarla a los problemas; a
la gama de los posibles caminos de acción; explicarle qué podrían escoger, y
por qué. Debe tratar de iluminar los factores que están en juego; revelar la
gama más amplia de posibilidades y sus implicaciones; mostrar el carácter de
cada posibilidad, no aislada, sino como elemento de un contexto más amplio;
quizá de toda una forma de vida. Más aún: debe mostrar cómo abrir una puerta
puede hacer que otras se abran o se cierren; en otras palabras, revelar la
inevitable incompatibilidad o choque entre algunos valores; a menudo, valores
inconmensurables; o bien, para expresarlo de manera ligeramente diferente,
señalar las pérdidas y las ganancias implicadas en una acción, en toda una
forma de vida; a menudo no en términos cuantitativos, sino en términos de
principios o de valores absolutos, que no siempre pueden armonizarse.
Cuando, de esta manera, el filósofo moral ha situado una conducta en su
contexto moral, ha identificado su posición en un mapa moral; ha relacionado
su carácter, motivación, finalidad con la constelación de valores a la que per-
tenece; ha obtenido sus consecuencias probables y sus implicaciones
pertinentes; ha argumentado en favor o en contra de ella, o tanto en favor,
como en contra de la misma, con todo el conocimiento, comprensión, habilidad
lógica y sensibilidad moral que posea, y entonces ha realizado su labor de
consejero filosófico. Su tarea no es predicar, exhortar, alabar o condenar,
sino sólo iluminar: de esta manera puede ayudar; pero entonces toca a cada
individuo o grupo, a la luz (de la que nunca puede haber bastante) de lo que creen y
de lo que buscan, decidir por sí mismos. El filósofo no puede hacer más que
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aclarar, lo más que pueda, lo que está en juego. Pero hacerlo es ya hacer
mucho.
Se nos puede objetar que la gran mayoría de los filósofos morales y
políticos, desde Platón y Aristóteles, hasta Kant, Mill y Moore, así como los
pensadores más distinguidos de nuestro tiempo, han hecho exactamente lo
contrario: a saber; decir a los hombres cómo distinguir el bien del mal, lo
correcto de lo errado, y que han apoyado formas ―correctas‖ de conducta
humana; y esto parece estar claramente en contradicción de mi tesis, de que la
tarea principal de los filósofos es evaluar las razones en favor y en contra, así
como aclarar las implicaciones de posibles líneas de elección, y no indicar lo que
―correcto‖. Pero no es así; pues si lo que dije más arriba es verdad, la filosofía
tiene que realizar una doble tarea: examinar y, en particular, criticar las
presuposiciones de los juicios de valor que hacen los hombres, o que están
implicados en sus actos; pero también tiene que tratar con otros asuntos de
primera magnitud; a saber: aquellas que no caen, y que nunca caerán dentro de
los recipientes empírico o formal. Puesto que las cuestiones normativas, me
parece, pertenecen a esta categoría intermedia, no deseo que se crea que estoy
diciendo que la crítica de los principios generales de tales cuestiones o juicios de
primera magnitud se encuentran fuera del dominio de la filosofía; lejos de mi tal
intención; sólo que los filósofos no son necesariamente mejores resolviendo
problemas particulares de conducta que los demás hombres, siempre que éstos
tengan una captación suficientemente clara de los argumentos en favor y en
contra de las implicaciones o principios centrales que surgen en los casos
específicos.
En efecto, con ello quiero decir que, quien intente encontrar respuestas
generales a los problemas que no tratan las disciplinas y técnicas empíricas o
formales reconocidas, está, lo sepa o no, comprometido en una empresa
filosófica, y que los intentos por encontrar respuestas a las preguntas de
principio acerca de los valores, son un ejemplo particularmente bueno de esta
actividad filosófica.
B.M.: Más atrás empleó usted la frase ―los fines de la vida‖ y una vez más
me refiero a esto, porque se encuentra muy relacionado con el punto que
ahora hemos alcanzado. Tengo la plena seguridad de que la mayoría de la gente
supone que con lo único que tiene que ver la filosofía es con las metas de la vida,
y que los filósofos son personas inusitadamente sabias o sagaces, quizá, que
piensan con profundidad, y que perpetuamente discuten entre sí acerca de cuál
será el significado de la vida, o sobre cuál haya de ser su propósito. ¿En qué
medida diría usted que los filósofos están realmente haciéndolo?
I.B. Algunos lo hacen; por supuesto. Los más grandes filósofos siempre lo
han hecho. Pero las cuestiones mismas son bastante oscuras. Si usted dice:
―¿Cuál es el significado de la vida?‖ la siguiente pregunta que surge (esto suena
pedante o evasivo, pero no necesita serlo; uno no puede y no debe evitarlo) es,
o debería ser: ―¿Qué quiere usted decir con ‗significado‘?‖ Sé lo que es el
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significado de esta oración, porque hay reglas que gobiernan el uso de las
palabras para el propósito de comunicar ideas, información, instrucciones, o lo
que sea. Creo que ―el significado de la vida‖, en estas frases, significa realmente
―el propósito de la vida‖. Hubo pensadores griegos influidos por Aristóteles y
pensadores medievales y renacentistas, cristianos, o influidos por la cristiandad
o, en dado caso, por el judaísmo, que estaban verdaderamente convencidos de
que todo en el universo tenía un propósito. Toda cosa y criatura había sido
hecha con un propósito, ya fuera por Dios (como sostenían los teístas) o por la
Naturaleza (como creían los filósofos griegos y sus discípulos). Entender algo era
entender para qué era. Quizá no podía usted descubrir la respuesta porque no
era Dios (o la Naturaleza) y no era omnisciente; pero algunas cosas las sabía,
porque se las habían confiado a los hombres como verdades reveladas, o
porque usted estaba dotado de algún tipo de discernimiento metafísico, acerca
de los fines que les era natural perseguir a las cosas o a las criaturas.
En ese caso, tenía sentido la pregunta acerca del significado. Entonces,
se decía: ―Los hombres se han creado, digamos, para adorar y servir a Dios‖
o, de manera alternativa, ―Se han creado para que desarrollen todas sus
facultades‖ o, ―para que alcancen la felicidad‖ o para cualquier cosa que su
filosofía declarara ser ese fin. Alguien proclamaba una doctrina acerca del
propósito de las cosas o personas creadas e increadas; otras personas sostenían
otra tesis al respecto, y durante dos mil años se discutió acerca de este punto.
En el siglo XVII se quebrantó esta tradición: Spinoza, por ejemplo, negó que
tuviese sentido preguntar si las cosas, en general, tenían algún propósito. Las
cosas tienen propósitos si les imponemos propósitos. Un reloj tiene un
propósito, porque lo hacemos con un propósito: para que dé la hora o, si es
viejo y ya no funciona pero es bonito, tiene un propósito porque lo uso para
adornar mi pared; ese fue su propósito, el que yo le impuse, y que más
precisamente lo describo como mi propósito. Y si alguna otra persona lo
tomara y lo usara para algún otro propósito, entonces ―su‖ propósito
cambiaría, por consiguiente. Pero si se pregunta: ―¿Cuál es el propósito de
una roca?‖, ―¿Cuál es el propósito de una hoja de césped?‖ la respuesta es,
quizá: ―Ninguno; sólo están allí‖. Se les puede describir; se pueden descubrir
las leyes que las gobiernan; pero no era verdadera la idea de que todo tiene
un propósito determinado. La pregunta acerca de si todo tiene o no un
propósito es una cuestión típicamente filosófica, acerca de la que ha habido
muchos argumentos, en pro y en contra.
Creo que la mayoría de la gente de hoy, si se le preguntase si cree que
todo existe con un propósito, vacilaría. Creo que la mayoría de los creyentes
cristianos, judíos o musulmanes, aceptarían la tesis de que las plantas y los
animales, por ejemplo, fueron creados para servir al hombre, y todo lo que se
encuentra en el universo, para servir a Dios, y cosas por el estilo; pero esta
tesis en manera alguna se sostiene universalmente. Es una cuestión teológica,
pero también, filosófica. ¿Qué es posible que se considere como una prueba en
apoyo de la proposición de que todo tiene un propósito? ¿Qué podría
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influencia directa y práctica en los seres humanos. Por tanto, la tesis de que las
ideas filosóficas están, de alguna manera, desconectadas de la vida real, se
encuentra en sí misma desvinculada de la vida real. Es totalmente irreal.
I.B.: Estoy completamente de acuerdo. Si el hombre común piensa de otra
manera, esto es porque algunos filósofos han recurrido, en ocasiones, a un
lenguaje innecesariamente esotérico al tratar estos asuntos. Pero, claro está, no
se les debe culpar enteramente. Si a uno lo absorbe de verdad un tema, no puede
evitar que también sus detalles lo absorban. Aunque los grandes filósofos siempre
han hablado de una manera tal que les entendieran los hombres comunes, por lo
que, al menos en una versión simplificada, entendían su esencia, los filósofos
menores han tendido en ocasiones a ocuparse en exceso de las minucias del tema.
En alguna ocasión, Russell dijo algo que me pareció profundamente perspicaz
y creo que era algo inesperado en él: que las visiones centrales de los grandes
filósofos son esencialmente simples. La elaboración no está en lo que, de manera
quizá demasiado breve, he denominado sus modelos del mundo; tampoco en los
patrones conforme a los cuales vieron la naturaleza y la vida de los hombres y
del mundo, sino al defender estas concepciones en contra de objeciones reales o
imaginarias. Allí, ciertamente, se introduce una gran cantidad de ingenio y
mucho lenguaje técnico; pero esto es sólo un armamento elaborado: las máquinas
de guerra en las almenas, para rechazar a cualquier posible adversario; la
ciudadela misma no es compleja; el argumento, el poder lógico, son,
normalmente, un material de ataque y de defensa; no una parte de la visión
central misma, la cual es clara, fácilmente comprensible, comparativamente
simple. Nadie que los lea atentamente podrá tener muchas dudas acerca de qué
se encuentra en el núcleo de las concepciones del mundo de Platón, Agustín,
Descartes, Locke, Spinoza o Kant. Y esto es igualmente verdadero de la
mayoría de los filósofos contemporáneos, de cualquier categoría: sus
convicciones básicas rara vez suscitan grandes dudas, y les son inteligibles
para los hombres comunes; no son esotéricas, o accesibles solamente para los
especialistas.
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Esta obra se terminó de digitalizar el 3 de mayo de 2010 bajo la supervisión,
formación y cuidado editorial de
AL FIN LIEBRE EDICIONES DIGITALES.