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SALA EN ESPERA

OCTUBRE 2010

Compromiso y virtualidad Ι Juan Pedro Delgado


Entiendo el hartazgo. Comprendo el agobio social ante la nula confianza que se
han ganado con empeño las instituciones. Sabemos que no nos bastan los
partidos, ni el paternalismo gubernamental, también que el municipio corrupto
e ineficaz es ahora la base de nuestro federalismo. Asumo que esta idea de la
representación y que otro decida por mí ya no basta o que en realidad nunca ha
bastado. Acepto que esta cosa llamada contrato social tiene ya demasiadas
cláusulas y no es suficiente mi pago de impuestos. Hasta parece lógico el
llamado a las armas.

Lo que no comprendo es la llamarada de petate del seudocompromiso.

Dentro o fuera. Porque desde la periferia es mucho más fácil. Sólo basta ver las
noticias y seleccionar el drama en turno, atestiguar el documental plañidero,
llamar a un número para desprenderte de 20 pesos, comprar una postal
alimentaria en el supermercado o donar una cifra mínima en el cajero
automático. En este compromiso desde el contorno, el problema es ese extraño
hábito de la rendición de cuentas, esa alienada costumbre de que espero a que
me acusen para clamar que se trata de un complot, de una malicia, de las
desavenencias con un malagradecido. Luego, la habitual lista de organismos
que desvían fondos y a los que no se les solicita, puntualmente y de antemano,
un proyecto de transparencia en el manejo de la causa, cualquiera que sea.

Porque padecemos de causitis melodramática y tal vez de un gusto morboso


por el activiteinmet. Qué bonito lo de Iniciativa México, cuánta lágrima en el
Teletón, cuántos Kilos de Ayuda, qué chulo Redondeo. Cuánto espectáculo, un
millón de juguetes frente a caritas por siempre felices, cuántos niños que
terminarán sus estudios con esta beca fantástica que los sacará de pobre. Un
argumento de pendiente optimista: el futuro arreglado sólo por la unicidad de
un acontecimiento. Pero qué suerte de responsabilidad empresarial traducida
en ganancia. Sobre todo, qué potente la infraestructura, qué capacidad de
organizarse para concretizar logros y capitalizar lágrimas.

De qué me sirve, en cambio y de verdad, participar del simulacro de que


transformo el mundo con mi marcha florida, mi retén épico, mi flash mob
artístico, mi huelga de hambre reluctante. Cómo funciona, en serio, esta
asunción de que si hago un alboroto momentáneo se modificarán leyes, se
detendrá la violencia, bajarán los precios. De qué sirve y cómo funciona el
autoengaño de esta participación tan frágil, construida de cascajos de enojo,
improvisación y dos o tres iconos de manifestantes que no cambiaron el mundo
pero sí se volvieron iconos por el momento oportuno y el buen ojo de un
fotógrafo.

Pero la gratificación individual debe ser mucha para corporeizar el enojo y el


agravio, convocar desde la inexperiencia la movilización ciudadana. Qué rico el
capital simbólico que me aporta. Qué sabroso cumplir mi cuota de
participación. Mi consciencia apaciguada me lo agradece: aquí, en cortito, cada
vez que me duermo o cuando presumo mi solidaridad al paso. Qué remanso
para mi ego. Pero la movilización de mi emoción, per se, no coincide
necesariamente con la mejora sustantiva de los anhelos del otro.

Pero es que debe ser algo fácil, porque todos empatizan con tu causa, porque
quién se niega a ayudar a los niños pobres, a los inundados, a los despojados, a
los perros en infortunio. Porque quién eres tú para negarte, porque si lo haces
eres una mala persona, que no se compromete, que no es solidaria, que es
soberanamente egoísta. Recuerdo un par de correos en mi lugar de trabajo
donde se me recriminaba mi poca participación en llevar latas de alimentos a
un centro de acopio emergente e improvisado. El tono de voz, la maximización,
la falacia de pendiente, me parecieron ofensivos precisamente por su exceso de
melodrama, su escritura no planeada y por su ingenua categorización acerca de
mi vida. Se me cuestionaba que, en una universidad de ciudadanía, mi condición
de catedrático comprometido estaba en entredicho por la ausencia de una lata
de sardinas. La ofensa viene por la miopía, el centro de que mi compromiso
debía ser obligadamente para SU causa: la buena, la meramente, la única. De
esta forma, si falla la causa, siempre le puedes echar la culpa a la apatía ajena:
tú ya cumpliste con la iniciativa, con el punto A de la inercia. Porque en algún
lugar leíste que con la buena voluntad basta, que con eso puedes lavarte las
manos de descuidos, vandalismos y consignas en verso sin reporte de
resultados.

En este reclamo de solidaridad emergente mi individualidad no existe. Estoy


obligado ante la demanda apresurada a colaborar en cuanto se me atraviese.
Qué importa que mi prioridad existencial me coloque en la salvaguarda de
perros y no en la de los inundados, no tiene relevancia que elija ayudar a los
niños de las calles en lugar de contribuir a la mejora de otros grupos
vulnerables. No importa que tenga la facultad y el derecho de elegir mi
compromiso como mi humor lo prefiera. Yo me inclino por aquello que me
mueve por mi historia de vida, mis traumas, mis proyecciones. Desde dentro o
desde afuera. Depositando en el cajero o fundando lo que se me pegue en gana.

Pero lo que abunda es el chantaje emocional por un lado y la falta de empresa


por el otro.

La última vez que mis alumnos salvaron el futuro con Invisible Children se
veían sumamente animados en las fotos: comprometidos, solidarios,
ciudadanos. Porque no hay nada más estimulante que rescatar niños,
arquetipos de la esperanza, aunque sea sólo de forma simbólica. Me dicen que
la fiesta de cierre de la salvaguarda terminó en una gran borrachera. Pero se
muestran incómodos, incluso enojados, cuando les cuestiono sobre el número
total de niños recuperados, sobre cuánto dinero se acumuló para qué instancia
de ayuda específica, cuántas firmas se enviaron a las instituciones, cuál era el
fin último de su protesta, más allá de las fotos de recuerdo en Facebook. Los
niños de Uganda debieron sentirse aliviados cuando recibieron las imágenes de
cómo los universitarios de México se manifestaron con ahínco para rescatarlos.
Pero qué bonita marcha, cuánta convivencia, cuán logrado el simulacro de
activismo que, por lo demás, tiene la función de que un puñado de estudiantes
vea más allá del juego y se empoderen de sus decisiones humanistas.

Pero es distinto el desempeño práctico, la competencia potestiva más allá de la


voluntad parlanchina. Es la brecha entre el compromiso racional y el borlote
visceral. Si Amnistía Internacional, Human Rights Watch y Greenpeace son
pasiones distendidas y acaso efectivas, retomando un ensayo de Pablo
Fernández que habla de niveles de sujeción de las metas, algunos movimientos
locales son sólo caprichos entre horarios de clases o ingenuidades efímeras
bajo el sol y detrás de las mantas. Para comprometerte a fondo necesitas un
plan estratégico y un intenso networking: necesitas cobertura, participación
proactiva en el sistema, relaciones públicas. O mejor trabaja con un perfil bajo,
día tras día, tranquilo y sin fuegos artificiales: una causa pequeña y
aprehensible, tu colonia, tus vecinos: un cambio discreto, una mejora paulatina
que no necesita publicitarse. Grandes transformaciones ocurren desde la
cotidianidad y una buena disposición en corto, sin tragedia y sin berrinche: casi
un humanismo plácido que nace del sentido común.

También puedes, para algunos es suficiente, conformarte con pagar impuestos,


separar la basura, sembrar tu propia yerba…

¿Puede más el enojo que me mueve atropellado que la gestión pragmática que
sostiene mi causa? Bajo el detonante aparente de las mejores intenciones, a
veces bajo la gratificación social, con frecuencia sobre el autoengaño, se trata
por tanto de rendir cuentas plausibles, establecer objetivos congruentes,
proponer variables que midan logros reales. Es el costo oportuno, que no de
oportunidad, de adquirir compromisos sociales en forma. México Unido contra
la Delincuencia es una asociación que nace del coraje de una madre frustrada,
pero lo que la separa de la marcha desarticulada y efímera es su capacidad para
gestionarse como una marca, un proyecto continuo y estructurado, más allá de
la inesperada participación, lejos de la esporádica respuesta. Representa, como
otras organizaciones mexicanas de la sociedad civil (OSC), el compromiso
racional en una entidad inteligente.

Porque no se trata de matar el hambre por un fin de semana, de caridad de fin


de año o de azotar sartenes para que automáticamente bajen los impuestos. El
compromiso perspicaz intuye necesidades que van más allá de una lata de atún,
una botella de agua, doña Esther que deja de ser golpeada: estructura de
arranque, empoderamiento efectivo, formación oportuna, educación para la
paz. Se trata de filantropía estratégica, de la construcción en red de la acción
pública para potenciar el desarrollo y la calidad de vida. De acuerdo con
Alternativas y Capacidades, una entidad que ofrece estrategias para la
profesionalización de las OSC’s e instituciones donantes, México presentaba en
2008 entre 7,000 y 8,000 donatarias y organizaciones de la sociedad civil, 30
veces menos que Brasil que, con el doble de población, registraba 200, 000 (1).
No imagino la cifra nacional de acciones ciudadanas activas que se mueven en
la improvisación, el ánimo enardecido y el tumulto acéfalo. ¿Cuántas de éstas
han tenido resultados de fondo en las políticas públicas, cuánto han mejorado
sustancialmente la existencia, que no sólo la vida semanal, de los que
defienden? No es suficiente el reclamo que vocifera, es necesario generar
contenidos por aprovecharse, canales por explorarse, programas sustentados
que se implementen con eficacia: el compromiso útil que confronta el
espectáculo del compromiso.

Pero es menos complicado Facebook y ese botón que te une a tantos amigos
como causas. La ventaja de tu empeño desde la periferia. Luego, quién duda de
tu involucramiento cuando ven tu perfil tan participativo.

(1) http://www.alternativasociales.org/esp/index.php

URL: http://www.salaenespera.mx/2010/10/compromiso-y-virtualidad_27.html

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