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PARA ESME, CON AMOR Y SORDIDEZ

J. D. SALINGER

Traducción de Ana Suárez

Apenas hace poco, recibí por correo aéreo la invitación a


una boda que tendrá lugar en Inglaterra el 18 de abril.
Sucede que es una boda a la que me habría gustado mucho
ir y al principio, cuando la invitación llegó, pensé que podría
viajar en avión al extranjero sin reparar en gastos. Sin
embargo, desde entonces he tratado ampliamente el
asunto con mi esposa, una mujer inteligente que me quita
el aliento, y decidimos en contra por una razón: yo había
olvidado por completo que mi suegra espera pasar las dos
últimas semanas de abril con nosotros. La verdad es que no
tengo muchas oportunidades para ver a mamá Grencher,
quien cada día es un poco mayor. Tiene cincuenta y ocho
años, como ella misma sería la primera en admitir.
De todos modos, donde quiera que esté, no creo ser
del tipo de personas que ni siquiera alza un dedo para
evitar el fracaso de una boda. De allí que siguiera adelante
y anotase algunos datos reveladores sobre la novia tal
como la conocí hace casi seis años. Si mis datos causaron
al novio, a quien no conozco, uno o dos momentos de
malestar, tanto mejor. Aquí nadie intenta complacer a
nadie, sino más bien edificar, instruir.

En abril de 1944, yo estaba entre los sesenta reclutas


estadunidenses que recibían un entrenamiento bastante
especializado previo a la Invasión, dirigido por la
Inteligencia Británica en Devon, Inglaterra. Cuando lo
recuerdo, me parece que los sesenta éramos bastante
singulares, lo que no resultaba bueno para integrar a un
grupo. Todos éramos, en lo esencial, tipos que sabían leer y
escribir, y cuando hablábamos de algo que no tuviese que
ver con nuestro servicio, casi siempre era para preguntar si
alguien tenía un poco de tinta que no estuviera utilizando.
Cuando no estábamos escribiendo cartas o asistiendo a
clase, cada uno tomaba su camino. El mío me llevaba, los
días buenos, a pasear por lugares pintorescos en el campo,

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y los días lluviosos a sentarme en un lugar cubierto y leer
un libro, a menudo a pocos pasos de una mesa de ping-
pong.
El curso de entrenamiento duró tres semanas y
terminó un sábado, uno muy lluvioso. Esa última noche, a
la siete, todo nuestro grupo debía tomar el tren a Londres,
donde, se rumoraba, seríamos asignados a las divisiones de
infantería y aéreas reunidas para los desembarcos del día
D. A las tres de la tarde ya había empacado todas mis
pertenencias en la mochila, incluyendo la bolsa de tela de la
máscara contra gas, llena de los libros que llevé conmigo
desde el otro lado del océano. (La máscara anti gas se me
cayó una semanas antes por un ojo de buey del
“Mauritania”, pues yo tenía muy claro que si alguna vez el
enemigo empleaba gases, jamás me pondría a tiempo la
maldita cosa). Recuerdo haber estado por un largo tiempo
ante una ventana al final de nuestra barraca, atento a la
lluvia cruzada, sombría, si acaso escociéndome el dedo
para el gatillo en forma imperceptible. A mi espalda podía
oír el nada amistoso rasgar de las estilográficas sobre
muchas hojas de papel aéreo. De pronto, sin tener un plan
definido, me alejé de la ventana y me puse la gabardina, la
bufanda de cashmere, botas a prueba de agua, guantes de
lana y una gorra marinea que, me dicen aún, llevaba en un
ángulo muy personal –un poco abajo, sobre ambas orejas.
Enseguida, después de hacer coincidir mi reloj con el del
baño, bajé la larga y húmeda ladera de adoquines hacia el
pueblo. Ignoré los destellos de los relámpagos a mí
alrededor. O están destinados a ti, o no lo están.
En el centro del pueblo –la parte más húmeda de
seguro—, me paré frente a la iglesia para leer el boletín del
tablero, atraído por los números pintados en blanco sobre
negro, pero también porque a tres años de ser parte del
ejército, me aficioné a su lectura. A las 3.15 p.m., se
afirmaba, el coro infantil ensayaría. Miré mi reloj pulsera,
luego el boletín de nuevo. La lista con los nombres de los
niños esperados para el ensayo estaba en una hoja de
papel clavada con tachuelas. Seguí leyendo los nombres
bajo la lluvia, después entré en la iglesia.
En los bancos había más o menos una docena de
adultos, varios con botas pequeñas de hule sobre las

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rodillas, con las suelas para arriba. Pasé de largo y tomé
asiento en la primera fila. Sobre el estrado, sentados en
tres filas apretadas de sillas de auditorio, había unos 20
niños, sobre todo niñas, más o menos de siete a trece años
de edad. En ese momento la directora del coro, una enorme
mujer vestida de pantalones, les sugería que al cantar
abrieran más la boca. ¿Alguno de ellos había siquiera oído –
preguntaba— a un avecilla atreviéndose a cantar sin
primero abrir el piquito, grande, grande, grande? Ninguno,
al parecer; la respuesta fue una mirada fija, opaca. En
seguida dijo que quería que todos sus niños entendieran el
sentido de las palabras que cantaban y no las repitieran
nada más como loros necios. Tocó entonces una nota en su
flauta y todos los niños, como si levantaran pesas, elevaron
sus libros de himnos.
Cantaban sin acompañamiento instrumental o, más
justamente, sin intrusiones. Sus voces eran melodiosas,
pero sin sentimiento, casi hasta el punto de que alguien
más religioso que yo podría –sin esfuerzo– sentirse levitar.
Un par de los niños menores retrasaba un poco el ritmo,
pero de tal modo que sólo la madre del compositor habría
encontrado la falta. Nunca había oído ese himno, aunque
desee que se alargara una docena o más de versos. En
tanto escuchaba, escudriñé los rostros de los niños,
observando en particular a la niña junto a mí, al final de la
primera fila. Tenía unos trece años, el pelo lacio rubio
cenizo le tocaba el lóbulo de las orejas, su frente era
exquisita y de seguro –creo— los ojos displicentes habían
revisado todo el lugar. Su voz se distinguía entre las de los
demás niños, y no sólo porque estuviera cerca de mí. Tenía
el mejor registro alto, el de sonido más dulce, más seguro y
sin darse cuenta guiaba a los demás. Sin embargo, se veía
un poco fastidiada de su habilidad para el canto, o quizá
sólo del tiempo y lugar; dos veces, entre versos, la vi
bostezar. Lo hacía como una dama, con la boca cerrada,
pero uno no lo tenía que notar: el movimiento de su nariz
la traicionaba.
Tan pronto el himno terminó, la directora comenzó a
dar una larga opinión sobre quienes no pueden tener los
pies quietos y los labios bien cerrados durante el sermón
del ministro. Deduje que la parte de canto del ensayo había

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acabado, y antes de que esa voz destemplada diera fin a
todo el encanto fraguado por el coro infantil, me levanté y
dejé la iglesia.
Llovía más fuerte. Bajé por la calle y miré a través de
la ventana del salón de recreo de la Cruz Roja, donde dos o
tres soldados estaban de pie, serios, ante la barra de café y
pese al vidrio pude oír, incluso, el rebote de las pelotas de
ping-pong en otra habitación. Atravesé la callé y entré en
un salón de té para civiles, vacío salvo por una mesera de
edad mediana que me miró como si hubiera preferido un
cliente con la gabardina seca. La colgué del perchero con
mucho cuidado, luego me senté frente a una mesa y
ordené un té y una tostada con canela. Era la primera vez
que hablaba con alguien en todo el día. Revisé luego todos
mis bolsillos, hasta los de la gabardina, y por fin encontré
un par de viejas cartas para releer, una de mi esposa,
contándome cuánto había bajado la calidad del servicio en
Schrafft’s de la calle 88, y otra de mi suegra, quien me
pedía que por favor le enviara algo de cashmere la primera
vez que saliera del “camp”.
Seguía en mi primera taza de té, cuando entró al salón
la jovencita a la que observé y escuché en el coro. Su
cabello estaba empapado y se notaba la montura de las
gafas sobre las orejas. Iba con un niño muy pequeño, sin
duda su hermano, a quien quitó la gorra con dos dedos,
como si fuera un espécimen de laboratorio. Cerraba la
marcha una mujer de aspecto eficiente, con sombrero de
fieltro ladeado –la institutriz por supuesto. La joven del
coro, quitándose el abrigo mientras cruzaba el piso, eligió
una mesa –buena, desde mi punto de vista, pues se hallaba
apenas a ocho o diez pies frente a mí. La institutriz y ella
tomaron asiento. El niñito, de unos cinco años, no quería
sentarse todavía. Se levantó y quitó la chamarra; luego,
con la expresión impasible de un demonio, se puso a
molestar a la institutriz, empujando su silla para atrás,
varias veces, y mirando su rostro. La institutriz le ordenó
que se sentara dos o tres veces, en voz baja, y logró
calmar su energía, pero no fue sino hasta que le habló su
hermana que él desistió y se acomodó en la silla. Presto
tomó la servilleta y se la puso sobre la cabeza. Su hermana
se la quitó, la abrió y se la extendió sobre las rodillas.

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Cuando les llevaron el té, la jovencita me descubrió
mirándoles. Me devolvió la mirada con ojos escrutadores, y
luego, de súbito, me regaló con una sabia sonrisa. Era, de
un modo raro, una sonrisa luminosa, como a veces ciertas
sonrisas sabias lo son. Se la devolví menos luminosa,
ocultando la tapadura provisional, negra como carbón, que
el ejército me había puesto entre dos de mis dientes de
adelante. Lo siguiente que supe fue que la joven estaba de
pie, con una soltura envidiable, junto a mi mesa. Llevaba
un vestido escocés –del clan Campbell, creo. Me pareció un
vestido maravilloso como para que una muchacha tan joven
lo estuviera usando en un día tan lluvioso.
—Pensé que los estadunidenses despreciaban el té –dijo.
No era el comentario de una sabelotodo, sino de una
amante de la verdad o las estadísticas. Respondí que
algunos sólo bebíamos té. Le pregunté si quería unírseme.
—Gracias –dijo—. Quizá un momento, nada más.
Me levanté y retiré la silla frente a la mía para ella, y
se sentó en la parte delantera, con la espalda sencilla y
bellamente recta. Volví a mi silla –casi con prisa–, muy
deseoso de tener una plática. Sin embargo, una vez que
me senté, no se me ocurrió nada que decir. Sonreí otra
vez, manteniendo aún oculta la tapadura negro carbón.
Señalé que era en verdad un día terrible para salir.
—Sí, bastante —dijo mi invitada, con la voz clara e
irrefutable de la charlista indiscreta.
Tendió los dedos sobre la orilla de la mesa, como si
estuviera en una sesión espiritista; luego, casi al instante,
cerró las manos –por morderse las uñas las tenía en carne
viva. Usaba un reloj pulsera, uno de aspecto militar que
más bien parecía el cronómetro de un marino. La carátula
era demasiado grande para su delgada muñeca.
—Estuvo en la práctica del coro —dijo con ingenio—. Le vi.
Dije que en efecto estuve allí y oí su voz sobresalir
entre las otras. Dije que en mi opinión su voz era
magnífica.
Asintió.
—Lo sé. Voy a ser cantante profesional.
— ¡Ah! ¿Sí? ¿Ópera?

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— ¡Cielos!, no. Voy a cantar jazz en el radio y a hacer
montones de dinero. Luego, cuando cumpla 30, me retiraré
a un rancho en Ohio.
Se tocó la parte superior de la cabeza húmeda con la
palma de la mano.
— ¿Conoce Ohio?— preguntó.
Le dije que había pasado por allí en tren algunas
veces, pero en realidad no lo conocía. Le ofrecí un pedazo
de tostada con canela.
—No, gracias —dijo. De hecho, como igual que un pajarito.
Mordí un pedazo de tostada y comenté que en Ohio
hay tierras agrestes en verdad majestuosas.
—Lo sé. Me lo dijo un estadunidense al que conocí. Usted
es el onceavo al que he encontrado.
La institutriz le hacía ahora señales perentorias de
regresar a su mesa –en suma, que dejara de molestar al
señor. Mi invitada, sin embargo, movió su silla con calma,
una o dos pulgadas, de forma que su espalda interrumpió
toda posible comunicación con la mesa familiar.
—Usted va a esa escuela secreta de Inteligencia que está
en la colina ¿verdad?– inquirió con descaro.
Como la seguridad era importante, respondí que
estaba de visita en Devonshire por razones de salud.
— ¿De verdad? —dijo—. ¿Sabe? No nací ayer.
Le dije que eso lo apostaba. Bebí un poco de té. Me
empecé a sentir culpable y me erguí un poco en la silla.
—Parece bastante inteligente como para ser estadunidense
—reflexionó mi invitada.
Le dije que eso sonaba muy pretencioso para mí y que
creía que era indigno de ella.
Se sonrojó sin querer, lo cual me dio el aplomo que
me estaba faltando.
—Bueno. Casi todos los estadunidenses que he visto actúan
como animales. Siempre se están pegando entre ellos, e
insultan a todos y… ¿sabe usted qué hizo uno de ellos?
Negué con la cabeza.
—Echó una botella vacía de whiskey por la ventana de mi
tía. Por fortuna, la ventana estaba abierta. ¿Le parece eso
muy inteligente?
No le dije que no me lo parecía en especial, pero sí
que muchos soldados, en todo el mundo, estaban lejos de

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sus hogares, y pocos habían gozado de ventajas reales en
la vida. Dije que pensaba que la mayoría de la gente se lo
podía imaginar.
Subió de nuevo la mano a la cabeza húmeda, y tomó
algunos mechones de cabello húmedo en un intento de
ocultar la evidente montura de sus gafas.
—Mi cabello está empapado –dijo—. Parezco un espanto.
Me probó.
—Tengo un cabello bastante ondulado cuando está seco.
—Me doy cuenta, me doy cuenta de que así es.
—En realidad, no es rizado, sino bastante ondulado –dijo—.
¿Es usted casado?
Dije que lo era.
Asintió.
— ¿Está usted muy enamorado de su esposa? ¿O soy
demasiado indiscreta?
Le dije que se lo diría si lo fuera.
Avanzó las manos y los puños sobre la mesa y
recuerdo haber querido decir algo sobre su reloj pulsera
con enorme carátula –quizá sugerirle que tratara de llevarlo
en torno a la cintura.
—Lo usual es que no sea muy gregaria —dijo, y me observó
como para ver si yo sabía el significado de la palabra. No le
di señal, sin embargo, en un sentido u otro
—Nada más vine porque pensé que usted se veía muy solo.
Tiene un rostro muy expresive.
Le dije que estaba en lo cierto, que me había estado
sintiendo muy solo y que me daba mucho gusto que se
hubiera acercado.
—Practico para ser más compasiva. Mi tía dice que soy una
persona muy fría —dijo, y se tocó de nuevo la cabeza—.
Vivo con ella. Es una mujer muy buena. Desde la muerte de
mamá, ha hecho todo lo posible para que lo aceptemos
Charles y yo.
—Me alegra.
—Mamá era una persona muy inteligente. En muchas
formas, bastante sensual.
Me miró con agradable agudeza.
— ¿Me encuentra usted muy fría?
Le dije que no, en lo absoluto –de hecho, todo lo
contrario. Le dije mi nombre y le pregunté el suyo.

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Dudó.
—Mi nombre es Esme. No creo que por ahora deba decirle
mi nombre completo. Poseo un título y a usted pueden
atraerle los títulos. Ya sabe, a los estadunidenses les atraen
por lo general.
Le dije que no creía que eso me pasara, pero que por
un tiempo era una buena idea proteger el título.
Justo en ese momento, sentí que alguien respiraba
cálidamente en mi nuca. Me volví y estuve a punto de
darme de nariz con el hermanito de Eme. Ignorándome, se
dirigió a su hermana con aguda voz de tiple:
— ¡Miss Megley dice que debes ir y acabarte el té!
Una vez que comunicó el mensaje, se movió hacia mi
derecha, a la silla entre la de su hermana y la mía. Lo miré
con gran interés. Se veía espléndido con pantalones cortos
de lana Shetland café, suéter azul marino, camisa blanca y
corbata a rayas. Me regresó la mirada con sus inmensos
ojos verdes.
— ¿Por qué la gente se besa de lado en las películas? —
preguntó.
— ¿De lado?— dije. Era un enigma que me desconcertó en
la niñez. Dije que me figuraba que se debía a que las
narices de los actores eran demasiado grandes como para
que se pudieran besar de frente.
—Se llama Charles —dijo Esme—. Es demasiado brillante
para su edad.
—Vaya qué tiene los ojos verdes. ¿Verdad, Charles?
Me miró con el recelo merecido por la pregunta, se
hizo luego para abajo y para adelante desde la silla, hasta
que todo su cuerpo estuvo bajo la mesa, menos la cabeza,
que dejó sobre el asiento, como en una llave de lucha
grecorromana.
—Son anaranjados —dijo con voz tirante, viendo el techo.
Se cubrió la carita impasible con una punta del mantel.
—A veces es destacado y otras no —dijo Esme—. Charles,
¡siéntate!
Charles se quedó donde estaba. Parecía contener la
respiración.
—Añora mucho a nuestro padre. Él m-u-r-i-ó en África del
Norte.
Expresé mi pesar al oírla.

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Esme asintió.
—Papá le adoraba. —Se mordió pensativa la cutícula—. Mi
madre era una mujer muy apasionada. Era extrovertida y
papá introvertido. Una buena pareja, aunque de modo
superficial. Para ser muy franca, en realidad papá precisaba
de una compañera más intelectual que mamá. Él era un
genio extremadamente dotado.
Esperé con interés mayores informes, pero ninguno
llegó. Miré hacia abajo a Charles, quien ahora apoyaba la
mejilla en el asiento. Cuando vio que le miraba, cerró los
ojos, soñador, angelical, sacó la lengua —apéndice de
longitud asombrosa— y emitió lo que en mi país habría sido
el glorioso tributo a un árbitro de béisbol miope. El ruido
vibró en el salón de té.
—Basta —dijo Esme con calma y claridad. —Vio que lo
hacía un americano en la fila para comprar pescado y
papas, y ahora lo hace siempre que se aburre. Basta o de
inmediato te envío con Miss Megley.
Charles abrió sus grandes ojos, señal de que escuchó
la amenaza de su hermana, pero tampoco se alarmó
mucho. Cerro los ojos de nuevo y no quitó el rostro del
asiento.
Indiqué que tal vez podría conservarlo —el ruido
propio del Bronx— hasta que empezara a usar su título en
forma regular. Eso, por supuesto, si también tenía un título.
Esme e dirigió una larga mirada, casi fría.
—Usted tiene un sentido del humor mordaz, ¿verdad?—dijo
melancólica—. Papá decía que yo no tengo nada de sentido
del humor. Opinaba que por eso no estaba lista para
enfrentar la vida.
Observándola, prendí un cigarrillo y dije que no creía
que el sentido del humor fuera de alguna utilidad en un
apuro auténtico.
—Papá dijo que lo era.
Era una declaración de fe, no una refutación, y cambié
el tema con rapidez. Asentí y dije que su padre debió verlo
a la distancia, mientras que yo lo hacía de cerca (lo que
esto pudiera significar).
—Charles lo extraña mucho —dijo Esme, después de un
momento—. Era un hombre tan adorable, y también muy
guapo. No es que la apariencia que uno tenga importe

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mucho, pero lo era. Tenía unos ojos muy perspicaces, pese
a ser un hombre intrínsecamente amable.
Asentí. Dije que me figuraba que su padre había
tenido un vocabulario bastante asombroso.
—Oh, sí; bastante —dijo Esme—. Era coleccionista…., por
supuesto, aficionado.
En ese momento sentí un golpecito inesperado en la
parte superior del brazo, casi un puñetazo, que llegaba de
donde Charles estaba. Le miré. Estaba sentado en la silla,
en una posición bastante normal, salvo que se hallaba
sobre una rodilla.
— ¿Qué le dijo una pared a la otra pared? —preguntó en
forma estridente—. ¡Es un acertijo!
Miré pensativamente hacia el techo y repetí en voz
alta la pregunta. Luego miré a Charles con perplejidad y le
dije que me daba.
— ¡Nos encontraremos en la esquina!—respondió a gritos.
Quien más lo celebró fue el mismo Charles, a quien le
pareció insoportablemente divertido. De hecho, Esme se le
tuvo que acercar para pegarle en la espalda, como si lo
atendiera por un ataque de tos.
—Basta, olvídalo —dijo. Y volvió a su silla.
—Cuenta el mismo acertijo a todos los que encuentra y
cada vez tiene un ataque. Por lo general babea cuando ríe.
Basta, detente, por favor.
—Sin embargo, es una de los mejores acertijos que me han
contado —dije, mirando a Charles, quien se calmaba poco a
poco.
Ante el cumplido, él se sumió muy debajo de la silla y
se cubrió la cara de nuevo con una punta del mantel.
Entonces me vio con ojos llenos de tranquila alegría y del
orgullo de alguien que se sabe uno o dos acertijos buenos
en verdad.
— ¿Puedo preguntarle cuál era su empleo antes de entrar
en el ejército? —me preguntó Esme.
Dije que no tenía empleo, que apenas un año antes
había dejado la universidad, pero que me imaginaba a mí
mismo como un escritor profesional de cuentos cortos.
Asintió cortésmente.
— ¿Ha publicado? —preguntó.

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Era una pregunta conocida, pero siempre dolorosa, a
la que no solía responder directo. Empecé por explicar que
en los Estados Unidos la mayoría de los editores eran un
montón de…
—Mi padre escribía muy bien —interrumpió Esme—. Estoy
guardando varias de sus cartas para la posteridad.
Dije que eso se oía como una muy buena idea. Como
de nuevo miraba su reloj pulsera de gran carátula, que
parecía cronómetro, le pregunté si había sido de su padre.
Miró su muñeca solemnemente.
—Sí, era suyo —dijo—. Me lo dio poco antes de que Charles
y yo fuéramos evacuados. –Cohibida, retiró las manos de la
mesa y dijo: —Sólo fue un momento, por supuesto–. Dirigió
la conversación en otra dirección. —Me sentiría muy
halagada si alguna vez usted escribiera una historia sólo
para mí. Soy una lectora insaciable.
Le dije que si podía, sin duda lo iba a hacer. Le dije
que no era un autor muy prolífico.
— ¡No tiene por qué ser muy prolífico! ¡Basta con que no
sea infantil y tonto!—. Reflexionó. —Prefiero las historias
sórdidas.
— ¿Cómo? —dije, inclinándome para adelante.
— Sórdidas. Me interesan mucho.
Iba a insistir para que me diera más detalles, pero
sentí que Charles me pellizcaba el brazo con fuerza. Volteé
hacia él, haciendo una leve mueca de dolor. Estaba parado
a mi derecha.
— ¿Qué le dijo una pared a la otra? —preguntó en forma
sabida.
—Ya preguntaste eso —dijo Esme—. Olvídalo.
Sin hacer caso de su hermana y parado sobre uno de
mis pies, Charles repitió la pregunta clave. Noté que el
nudo de su corbata estaba mal hecho. Se lo arreglé y
luego, mirándolo a los ojos, sugerí:
— ¿Nos vemos en la esquina?
Me arrepentí en cuanto lo dije. Charles se quedó con la
boca abierta. Sentí como yo se la hubiera abierto de un
golpe. Se bajó de mi pie y, aferrado a su dignidad, caminó
hacia su mesa sin mirar para atrás.
—Está furioso —dijo Esme—. Tiene un carácter violento. Mi
madre solía mimarlo. Mi padre era el único que no lo hacía.

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Seguí observando a Charles, quien se había sentado y
comenzaba a beber su té, sosteniendo la taza con ambas
manos. Esperé que regresara, pero no lo hizo.
Esme se levantó.
—Il faut que je parte aussi —dijo con un suspiro—. ¿Sabe
usted francés?
Me levanté con una mezcla de sentimientos de pesar y
confusión. Esme y yo nos dimos la mano; la suya, como
supuse, era una mano nerviosa, húmeda en la palma. Le
dije cuánto había disfrutado de su compañía.
Asintió.
—Pensé que lo haría —dijo—. Soy bastante afable para mi
edad. —Se tocó otra vez el cabello—. Siento muchísimo lo
de mi cabello —dijo—. Debo estar horrible.
— ¡Para nada! Creo, de hecho, que se le está ondulando
otra vez.
Se tocó el cabello con rapidez.
— ¿Cree usted volver en un próximo futuro? —preguntó—.
Nosotros venimos aquí cada sábado, después del ensayo
del coro.
Respondí que nada me gustaría más, pero que por
desgracia era casi seguro que no regresaría más.
—En otras palabras, no puede hablar de los movimientos de
tropa —dijo Esme. No hizo intento alguno por alejarse de la
mesa. De hecho, cruzó los pies y, mirando para abajo,
alineó las puntas de sus zapatos. Fue una actuación
pequeña, pues llevaba calcetines blancos y sus tobillos y
sus pies eran hermosos. Alzó la vista en forma abrupta
para mirarme.
— ¿Le gustaría que le escribiera? —preguntó con el rostro
un poco encendido—. Escribo cartas muy formales para
alguien de mi …
—Me encantaría—dije. Saqué lápiz y papel y anoté mi
nombre, grado, matrícula y número de correo militar.
—Le escribiré primero—dijo, aceptándolo—, de modo que
no se sienta obligado. —Puso la dirección en un bolsillo de
su vestido—. Adiós —dijo, y regresó a su mesa.
Ordené otra tetera y me quedé sentado viéndolos,
hasta que ambos y la aturdida Miss Megley se levantaron
para irse. Charles dirigía la salida, cojeando teatralmente,
como si fuera un hombre con una pierna más corta que la

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otra por varias pulgadas. No me miró. Después iba Miss
Megley, luego Esme, quien me dijo adiós con la mano. Hice
lo mismo, medio alzándome de la silla. Fue un momento
extrañamente emotivo para mí.
Menos de un minuto después, Esme regresó al salón
de té, remolcando a Charles por la manga de la chamarra.
—A Charles le gustaría darle un beso de despedida —dijo.
De inmediato bajé mi taza, le dije que eso era muy
amable, pero ¿estaba segura?
—Sí —dijo seria, como si fuera una nadería. Soltó la manga
de Charles y lo empujó con bastante vigor hacia mí. Él
avanzó con la cara lívida y me dio un gran beso sonoro,
húmedo, justo abajo de la oreja derecha. Después de esta
terrible experiencia, se dirigió directamente a la puerta y a
una forma de vida menos sentimental, pero lo jalé por el
cinturón de la mitad de su chamarra y le pregunté:
— ¿Qué le dijo una pared a otra pared?
Su rostro se iluminó.
— ¡Te veré en la esquina! —chilló y salió corriendo del
salón, seguramente histérico.
Esmé estaba parada otra vez con los tobillos cruzados.
— ¿Está bastante seguro de que no olvidará escribirme esa
historia? —apuntó—. No tiene que ser exclusivamente para
mí. Puede...
Comenté que no había ningún modo de que yo lo
olvidara. Le dije que nunca antes escribí una historia para
nadie, pero que el momento parecía justo para hacerlo.
Asintió.
—Hágalo muy sórdido y emotivo —sugirió—. ¿Sabe usted
de sordidez?
Le dije que no exactamente, pero que de una forma u
otra me estaba enterando todo el tiempo sobre ella, y que
lo haría de la mejor manera posible, a fin de cumplir con
sus especificaciones. Nos dimos las manos.
— ¿No es una pena que no nos conociéramos en
circunstancias menos enervantes?
Dije que sí lo era, dije que en verdad lo era.
—Adiós —dijo Esme—. Espero que regrese de la guerra con
todas sus facultades intactas.

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Le agradecí y le dije otras pocas palabras, luego la
observé salir del salón de té. Partió con lentitud, reflexiva,
probando si las puntas de su cabello estaban secas.

Ésta es la parte sórdida o emotiva de la historia y la escena


cambia. La gente también cambia. Yo sigo aquí, pero por
razones que no debo descubrir, en adelante me disfrazaré
con tal astucia que el lector más inteligente no podrá
reconocerme.

Eran cerca de las 10.30 PM en Gaufart, Baviera, varias


semanas después del Día de la Victoria en Europa. El
sargento segundo X estaba en su cuarto, en el segundo
piso de la casa en la que habían sido acuartelados él y otros
nueve soldados estadunidenses desde antes del armisticio.
Se hallaba sobre una silla plegable de madera ante una
pequeña mesa para escribir, en desorden, e intentaba leer
con dificultad una novela extranjera empastada en rústico.
La dificultad era él, no la novela. Aunque los hombres que
vivían en el primer piso solían ser los primeros en tomar los
libros que los Servicios Especiales enviaban cada mes, X
parecía tener siempre el libro que él mismo hubiera elegido.
Pero era un joven que no había librado la guerra con todas
sus facultades intactas y tenía más de una hora tratando de
leer cada párrafo tres veces, y ahora hacía lo mismo con las
frases. De súbito cerró el libro, sin señalar el lugar en el
que se quedó. Por un momento se cubrió los ojos con la
mano del brillo duro del foco desnudo que pendía sobre la
mesa.
Tomó un cigarrillo de un paquete que estaba en la
mesa y lo prendió con dedos que chocaban entre sí suave e
incesantemente. Se reclinó un poco en la silla y fumó sin
disfrutar. Había fumado como una chimenea durante varias
semanas. Las encías le sangraban a la menor presión de la
punta de la lengua, pero casi no dejaba de hacerlo; se
entretenía con el jueguito varias veces por hora. Se quedó
un rato sentado, sin dejar de fumar y jugar. Entonces, de
forma súbita y conocida, sin advertencia, le pareció sentir
que su mente salía y oscilaba, como una mal asegurada
maleta del portaequipajes de un tren. Se apresuró a hacer
lo que por semanas había hecho para resolver el problema;

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apretar sus manos contra las sienes. Por un momento las
sostuvo firmes. Su pelo necesitaba un corte y estaba sucio.
Se lo había levado tres o cuatro veces en las dos semanas
que estuvo en el hospital de Francfort del Main, pero se lo
volvió a ensuciar en el largo y polvoriento viaje de regreso
a Gaufurt. El cabo Z, que lo fue a buscar al hospital, aún
conducía un jeep de combate con el parabrisas sobre la
cubierta, armisticio o no armisticio. Había miles de soldados
nuevos en Alemania. Al manejar con el parabrisas abajo,
como si estuviera en combate, pretendía mostrar que no
era uno de ésos, que no había la posibilidad más remota de
que fuera otro hijo de puta en el teatro de operaciones
europeo.
Al soltarse la cabeza, X comenzó a mirar con fijeza la
superficie de la mesita, donde al menos había dos docenas
de cartas sin abrir y cinco o seis paquetes cerrados a su
nombre. Buscó trás de los escombros y tomó un libro de
Goebbels, titulado Die Zeit ohne Beispiel [Un tiempo sin
igual]. Pertenecía a la hija de la familia, una mujer soltera
de 38 años, quien vivió en la casa hasta hacía unas pocas
semanas. Había sido funcionaria menor en el Partido Nazi,
pero con suficiente jerarquía, según el reglamento del
ejército, como para ganarse un arresto automático. El
mismo la arrestó. Ahora, por tercera vez desde que ese día
regresó del hospital, abrió el libro de la mujer y leyó la
breve leyenda en la guarda. Escritas en tinta, en alemán,
con letra manuscrita pequeña, se leían las desesperanzadas
palabras: «Querido Dios, la vida es un infierno.» Nada
guiaba a o alejaba de ellas. Solas sobre la página, en el
silencio enfermizo del cuarto, parecían tener la dimensión
de una acusación sin respuesta, incluso ancestral. X miró la
página por varios minutos, tratando casi inútilmente de no
dejarse ganar. Luego, con mayor brío del que había sentido
durante semanas, tomó un pedazo de lápiz y escribió en
inglés, más abajo: «Padres y maestros, yo me pregunto:
‘¿qué es el infierno?’. Sostengo que es el sufrimiento por no
ser incapaz de amar». Empezó a escribir el nombre de
Dostoievski, pero vio —con miedo que le recorrió el cuerpo
— que lo que escribió era casi totalmente ilegible. Cerró el
libro.

15
Se apresuró a tomar otra cosa de la mesa, una carta
de su hermano mayor en Albany. Estaba allí desde antes de
que lo llevaran al hospital. Abrió resuelto el sobre, decidido
a leerla toda, pero sólo leyó la mitad de la primera cuartilla.
Se detuvo después de las palabras: «Ahora que terminó la
gloriosa guerra y es probable que el tiempo te sobre, ¿por
qué no envías un par de bayonetas o suásticas a los niños?
Después de romperla, vio como los pedazos caían al fondo
del basurero, y que pasó por alto la foto que venía adentro.
Pudo distinguir unos pies en el césped de algún lugar.
Puso los brazos sobre la mesa y descansó en ellos la
cabeza. Le dolía de ella a los pies, en lugares que al parecer
eran totalmente independientes. Era como un árbol de
Navidad, cuyas luces conectadas en series se apagan todas,
aunque sólo un foco falle.
Al abrirse sin que nadie tocara, la puerta golpeó. X
alzó la cabeza y en la entrada vio al cabo Z, su compañero
de jeep, con quien estuvo desde el Día D y durante cinco
campañas. Vivía en el primer piso y solía subir a visitarlo
cuando tenía algunos rumores o quejas que revelar. Era un
joven de 24 años, enorme y fotogénico. Una revista
nacional lo fotografió durante la guerra en el bosque de
Hürtgen; posó, más que amable, con un pavo de Acción de
Gracias en cada mano.
— ¿Estás escribiendo cartas? —preguntó—. Maldición, esto
se ve horrible. Le gustaba entrar a habitaciones donde la
luz superior estuviera prendida.
X giró sobre la silla, le pidió entrar y tener cuidado
para no pisar al perro.
—Alvin. Está a tu derecha, Clay. ¿Qué tal si prendes la
condenada luz?
Clay encontró el interruptor de la luz de arriba, lo
encendió, camino luego a través del deplorable cuartito,
como de servicio, y se sentó en la orilla de la cama, frente
a su anfitrión. Su recién peinado cabello rojo ladrillo estaba
empapado por la exceso de agua con que se lo había
logrado alisar. Del bolsillo derecho de su camisa militar
asomaban un peine y una pluma fuente sujetada con un
clip. En el izquierdo llevaba la insignia de combate de la
infantería (que técnicamente no tenía autorización para
llevar), la cinta del frente europeo con cinco estrellas de

16
batalla de bronce (en vez de la solitaria de plata, que valía
por cinco de bronce) y la de servicio anterior a Pearl
Harbor.
Suspiró profundo y dijo:
—Cristo todopoderoso. No quería decir nada; así era el
ejército. Tomó un paquete de cigarrillos del bolsillo de su
camisa, dio un golpecito para sacar uno, luego guardó el
paquete y abotonó de nuevo la solapa del bolsillo. Mientras
fumaba, miró sin mirar en torno al cuarto. Por fin, sus ojos
se detuvieron en el radio.
—Hey —dijo—. En un par de minutos empezará una función
increíble en el radio con Bob Hope y todos ésos.
X abrió otro paquete de cigarrillos y dijo que acababa
de apagar el radio.
Animado, Clay observó como X trataba de prender un
cigarrillo.
—Jesús —dijo, con entusiasmo de espectador—, deberías
ver tus malditas manos. Muchacho, volvieron tus
temblores. ¿Te habías dado cuenta?
X logró prender el cigarrillo, asintió y dijo que Clay era
muy detallista.
—Hey, no bromeo. Casi me desmayé cuando te vi en el
hospital. Parecías un maldito cadáver. ¿Cuánto has perdido
de peso? ¿Cuántas libras? ¿Lo sabes?
—No lo sé. ¿Cómo estuvo tu correo mientras no estuve?
¿Supiste de Loretta?
Loretta era la novia de Clay. Pretendían casarse en
cuanto pudieran. Ella le escribía con bastante regularidad,
desde un paraíso de triples signos de admiración y juicios
imprecisos. A lo largo de la guerra, Clay leyó a X las cartas
de Loretta en voz alta, sin importar cuán íntimas fueran –
de hecho mejor mientras más íntimas. Acostumbraba,
luego de cada lectura, pedirle que le hiciera un borrador o
completase una respuesta, o agregase unas brillantes
palabras en francés o alemán.
—Sí, ayer tuve carta suya. Está abajo, en mi cuarto. Te la
mostraré después —dijo Clay con desgano. Se irguió en la
orilla de la cama, retuvo el aire y echó un eructo largo y
sonoro. Luciendo apenas medio contento con su logro, se
volvió a relajar.

17
—Su maldito hermano saldrá de la Marina por su cadera –
dijo— El bastardo se la dañó.
Se enderezó y quiso eructar otra vez, pero no tuvo el
éxito de la vez anterior. Su rostro pareció recordar algo.
—Hey, antes de que lo olvide. Debemos levantarnos
mañana a las cinco y manejar a Hamburgo u otro lugar.
Hay que recoger las chaquetas tipo Eisenhower para todo el
destacamento.
Mirándolo con hostilidad, X afirmó que no quería una
chaqueta de ese tipo.
Clay mostró sorpresa, casi un poco molesto.
—Oh, ¡son buenas! Se ven bien. ¿Por qué motivo?
—Ninguno. ¿Por qué nos tenemos que levantar a las cinco?
La guerra terminó, por Dios santo.
—No sé... Debemos estar de vuelta antes del almuerzo.
Tenemos que llenar antes unas formas nuevas. Pregunté a
Bulling porqué no podíamos llenarlas en la noche. Tiene las
malditas formas en el escritorio. No quiere abrir los sobres
aún, el hijo de puta.
Los dos estuvieron sentados tranquilos por un rato,
odiando a Bulling. De súbito, Clay miró a X con más
interés.
—Hey —dijo—. ¿Sabías que el maldito lado de tu rostro
salta por todas partes?
X dijo que lo sabía y se tapó el tic con la mano.
Clay lo miró un momento con fijeza, luego dijo
vivamente, como si portara muy buenas noticias:
—Escribí a Loretta que tenías una crisis nerviosa.
— ¿Eh?
—Sí, está muy en esas cosas. Se especializa en psicología.
Clay se tendió sobre la cama con los zapatos puestos.
— ¿Sabes que dijo? Dijo que nadie tiene una crisis nerviosa
sólo por la guerra y todo eso. Dice que lo más probable es
que tú hayas sido inestable toda tu maldita vida.
X se tapó los ojos con las manos. La luz sobre la cama
parecía cegarlo, y dijo que la perspicacia de Loretta era
siempre una satisfacción.
Clay le echó una mirada.
—Escucha bastardo —dijo. Ella tiene una maldita
perspicacia psicológica mayor que la tuya.

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— ¿Crees que podrías sacar tus apestosos pies de mi cama?
—preguntó X.
Clay dejó los pies donde estaban por unos segundos,
como diciendo “no me digas donde poner mis pies”, luego
los dirigió hacia el piso y se sentó.
—Bajaré, de cualquier modo. Tienen el radio prendido en el
cuarto de Walker—.
Sin embargo, no se levantó de la cama.
— ¡Hey! Apenas le contaba al nuevo hijo de puta de abajo,
Bernstein. ¿Recuerdas cuando nos dirigíamos a Valognes y
nos bombardearon durante dos malditas horas, y al maldito
gato al que le disparé cuando saltó sobre la cubierta del
jeep mientras estamos metidos en ese hoyo? ¿Recuerdas?
—Sí... no comiences otra vez con el asunto del gato, Clay,
Dios lo maldiga. No quiero oír de eso.
—No, todo lo que quiero decir es que le escribí sobre eso a
Loretta. Ella y toda la clase de psicología lo discutieron. En
clase y todo. El maldito profesor y todos.
—Está bien. No quiero oírlo.
—No, ¿sabes por que yo disparé al azar, según ella? Dice
que tenía locura temporal. No es broma. Por el bombardeo
y todo.
X ensartó los dedos en sus cabellos sucios y luego se
volvió a proteger los ojos de la luz.
—No estabas loco. Sólo cumplías con tu deber. Mataste a
ese minino con el mismo valor que cualquiera habría tenido
en esas circunstancias.
Clay lo miró con sospecha:
— ¿De qué diablos estás hablando?
—Ese gato era un espía. Tuviste que dispararle al azar. Era
un enano alemán muy astuto, disfrazado con un barato
abrigo de pieles. Por tanto, no hubo nada brutal o cruel o
sucio, o aun…
— ¡Dios te maldiga! —dijo Clay con los labios apretados—.
¿Alguna vez serás sincero?
De súbito, X se sintió enfermo, giró en la silla y
apenas pudo tomó el basurero. Al enderezarse y girar otra
vez hacia su huésped, lo vio parado, perplejo, a mitad del
camino de la cama a la puerta. X comenzó a disculparse,
pero mudó de opinión y tendió la mano hacia los cigarrillos.

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—Hey, baja y escucha a Hope en el radio—dijo Clay,
conservando la distancia pero amistosamente. –Te hará
bien, créeme.
—Ve tú, Clay… Revisaré mi colección de estampillas.
— ¿Sí? ¿Coleccionas estampillas? No sabía que tú…
—Sólo bromeo.
Clay dio un par de pasos lentos hacia la puerta.
—Puedo manejar más tarde a Ehstadt —dijo—. Hay un
baile. Es probable que dure hasta alrededor de las dos.
¿Quieres ir?
—No, gracias… Puedo practicar unos pasos en el cuarto.
—De acuerdo, ¡buenas noches! Tómalo con calma, por
amor de Dios.
La puerta se cerró de golpe, pero pronto se abrió de
nuevo.
—Hey. ¿Aceptas que te eche por debajo de la puerta una
carta para Loretta? Puse algo en alemán. ¿Me lo corriges?
—Sí, pero ahora déjame solo, maldita sea.
—Seguro –dijo Clay—. ¿Sabes qué me escribió mi madre?
Me escribió que le alegra que tú y yo hayamos estado
juntos durante toda la guerra. En el mismo jeep y todo.
Dice que mis cartas son mucho más inteligentes desde que
andamos juntos.
X lo miró y examinó, y dijo con mucho esfuerzo:
—Gracias. Dale las gracias en mi nombre.
—Lo haré. ¡Buenas noches!–. La puerta se cerró de un
portazo, esta vez en serio.

X se quedó sentado viendo la puerta por un buen rato,


luego giró la silla hacia la mesa y levantó la máquina de
escribir del suelo. Hizo espacio en la desordenada
superficie, haciendo a un lado la pila caída de cartas y
paquetes sin abrir. Pensó en que, si escribía a un viejo
amigo, sería una muy leve pero buena terapia rápida para
él. Pero no pudo insertar en forma adecuada el papel en el
rodillo, sus manos temblaban mucho. Dejó caer por un
minuto los brazos a los lados, lo reintentó, aunque al final
estrujó el papel con la mano.
Se percataba de que debía sacar el basurero del
cuarto, pero en vez de hacerlo puso los brazos sobre la

20
máquina de escribir y cerrando los ojos descansó la cabeza
otra vez.
Al abrirlos unos minutos después, se descubrió viendo
un paquete pequeño sin abrir, envuelto en papel verde. Era
probable que se hubiese resbalado del montón cuando hizo
espacio para la máquina. Vio que había sido dirigido varias
veces a distintas direcciones. En un lado reconoció al
menos tres de sus viejos números de la Oficina de Correos
del Ejército.
Abrió el paquete sin ningún interés, sin mirar siquiera
la dirección del remitente. Lo abrió quemando el cordel con
un cerillo prendido. Le atraía más ver quemarse el cordel
por completo que abrir el paquete, pero por fin lo abrió.
Adentro había una nota escrita con tinta, sobre un
objeto pequeño, envuelto en papel celofán. Sacó la nota y
la leyó.

Calle…. 17
Devon…
7 de junio de 1944
QUERIDO SARGENTO X:
Espero que me perdone por haberme tomado 30 días en
iniciar nuestra correspondencia, pero he estado muy
ocupada, ya que mi tía tuvo estreptococos en la garganta y
casi se muere y, naturalmente, yo me hice cargo, con una
responsabilidad tras otra. Sin embargo, he pensado en
usted con frecuencia y en la tarde tan agradable que
pasamos juntos el 30 de abril de 1944 entre las 3.45 y las
4.15 p.m., si es que lo olvidó.
Todos nos sentimos muy excitados y sorprendidos por
el Día D y sólo deseamos que dé inicio a un rápido final de
la guerra y de un modo de vida del que es ridículo siquiera
hablar. Charles y yo estamos bastante inquietos por usted;
esperamos que no haya estado entre los que hicieron el
primer asalto en la península de Cotentin. ¿Lo estuvo? Por
favor, responda tan pronto como pueda. Mis más cálidos
saludos para su esposa.
Sinceramente,

21
ESME

P.D. Me tomo la libertad de adjuntarle mi reloj de pulsera,


que puede guardar consigo mientras dure el conflicto.
Durante nuestro breve encuentro no me fijé si usted usaba
uno, pero éste es especialmente a prueba de agua y de
golpes y tiene muchas más virtudes, entre otras que dice la
velocidad a la que uno camina, si se desea. Estoy bastante
segura de que usted le sacará mayor provecho que yo en
estos días difíciles y de que lo aceptará como talismán de la
buena suerte.
Charles, a quien ahora enseño a leer y escribir y es un
alumno muy inteligente, desea añadir unas pocas palabras.
Por favor, escriba apenas tenga tiempo y deseo.

HOLA HOLA HOLA HOLA HOLA HOLA HOLA HOLA HOLA


AMOR Y BESOS CHARLES
Pasó un buen rato antes de que X pudiera apartar la
nota, mucho menos para que sacara de la caja el reloj del
padre de Esme. Cuando por fin lo hizo, vio que durante el
viaje el cristal se había roto. Se preguntó si no se habría
dañado algo más, pero no tuvo valor para darle cuerda y
averiguarlo. Sólo se sentó por otro largo rato con él en la
mano. De repente, casi en estado de éxtasis, sintió sueño.

Toma a un hombre en verdad soñoliento, Esme, y tendrá


siempre la posibilidad de ser de nuevo un hombre con
todas las fac… con todas sus fa-cul-ta-des intactas.

The New Yorker, 8 de abril de 1950, pp. 28-36

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