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Un ligero humo ascendía desde abajo, las llamas trepaban como

finas capas de luz acopladas a la pared, el calor era soportable, su café

estaba delicioso, y todos iban a morir congelados.

Se agachó, cruzó la barra y se preparó otro. Volvió a su mesa. Puso

azúcar, leche y lo agitó muy lentamente. Dio un sorbo y cuando fue a

dejar la taza el plato había desaparecido. Escoraban a babor, el final

debía estar cerca, pero se sentía extrañamente cómoda, segura. Ni tan

si quiera las desgarradas voces de los que todavía tenían esperanza

conseguían alterarla. Sorbió mientras se acercaba a mirar por el ojo de

buey, el espectáculo era único: barcazas repletas de miedo, la silueta

anaranjada en el océano negro, decididos saltadores, bengalas

iluminando el cielo, una cortina de restos incandescentes, la tripulación

dando órdenes al caos, el tranquilo y cálido bar, el delicioso café… Se

sorprendió, sonría.

El capitán prendió el equipo, la sensual música (Cry to me de Burke)

rebasó al eco y los inundó. Húmedos, calientes, sensualmente ajenos al

fin bailaban al compás de ese rítmico caos… Eran las dos únicas

personas que no tenían que abandonar la nave, la una por culpa la otra

por obligación, pero la espera de la justicia y del deber se hizo

demasiado fascinante para trivialidades. Sin hablar, mirándose más allá

de los ojos, se descubrieron el uno en el otro, saltaron. La curiosidad por

sentir arrasó, tenían derecho a vivir y el último batel estaba allí.

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