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VIII

La república de los desaparecidos

Yo desaparezco, salí a comprar agua y me acorralaron; tú desapa-


reces, regresabas del establo cuando te llevaron; él desaparece, viajó
para dar una charla antisecuestros y no llegó a la cita; ella desaparece,
la sacaron de su cama, frente a su hija; nosotros desaparecemos, re-
corríamos el país vendiendo pinturas hasta que nos interceptaron…
La desaparición masiva de personas, que se pensaba casi erradicada,
resurge como una epidemia que ha originado todo tipo de relatos
escabrosos que ya nadie pone en duda.
Está el caso de la familia duranguense que hacía un picnic a
las orillas de la presa Ramón Corona y perdió a uno de sus hijos
ahogado en el agua. Para recuperar el cuerpo contrató un buzo.
El experto en profundidades salió con las manos vacías: no supo
cuál de los 40 cuerpos que encontró era el que debía recoger.1 La
historia se repite con variaciones en cada región: en Chihuahua la
presa se llama El Tintero y el buzo que descendió buscando a un
borracho se encontró carros en el fondo, con todo y tripulantes;2
en Zacatecas la presa está en San Miguel Auza; en Michoacán es
una laguna, la de Apatzingán; en Guerrero los cuerpos aparecen
apilados adentro de minas, y en Quintana Roo ahogados en ceno-
tes rodeados de selva.
La dimensión de la tragedia la destapó Santiago Meza López, el
Pozolero —chalán del narcotraficante Teodoro García Simental,
el Teo—, quien se encargaba de disolver a los enemigos de su pa-
trón dentro de tambos adaptados para contener 200 litros de agua
en los que vertía una mezcla de sosa cáustica (hidróxido sódico) y
ácidos. La carne humana se deshacía en 15 horas; los restos duros

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los enterraba, si no los vaciaba al drenaje. Por sus servicios cobraba


600 dólares a la semana.3
En enero de 2009 Meza fue capturado por el ejército y confesó
que había ingresado al narcotráfico como albañil; llevaba una dé-
cada disolviendo cuerpos y sólo el último año había “pozoleado”
a 300. Al conocerse la noticia, decenas de familias acamparon
frente al terreno baldío donde ejercía su oficio —en el ejido Ojo
de Agua, en Tijuana—, colocaron veladoras, levantaron rezos,
echaron agua bendita, llevaron fotos ampliadas de los suyos —el
esposo, la hermana, el papá, el hijo, la nieta—, que un día, sin más,
desaparecieron.
(“Vine para saber si alguno de los cuerpos que deshizo ese señor
es nuestro familiar.”)4
Querían saber si aquella dentadura que los forenses desente-
rraron, el huesito amorfo, la columna cruda, correspondían a los
suyos. Anduvieron pidiendo coperacha para comprar un programa
de cotejo de adn que devolviera su identidad a los restos recupera-
dos y armaron un paquete con 200 fotografías para que el criminal
las viera en prisión y les dijera si alguno de los retratados había
pasado por su cocina. Pero el asesino sólo reconoció a uno.
(“Quizás apelando a su buen corazón, Santiago López nos dé
alguna pista de las personas que deshizo en ácido. Esperamos que
reconozca alguna. Lo que queremos es tener la certeza de saber si
están vivos o muertos; ya queremos descansar.”)5
Luego de su arresto se supo que Meza López no era original en
el oficio. Pronto se descubrió que un enamorado despechado disol-
vió a su pretendida y a otras dos veinteañeras en Baja California,6 y
que los “desintegradores” operan de forma similar en Nuevo León,
como pudo constatar el ejército cuando encontró un rancho con
varios barriles dispuestos para disolver cuerpos enemigos.7
Las confesiones del Pozolero y el inmediato surgimiento de
familias con algún miembro ausente destaparon la herida social
abierta y gangrenada, causada por la desaparición de personas que,
según registros de asociaciones de derechos humanos de Tamauli-

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pas, Chihuahua o Baja California, comenzó a notarse desde 1990,


pero a partir de 2007 se convirtió en epidemia nacional.

trofeo de guerra

En esta guerra moderna que se libra en México, el cuerpo del otro


es botín de guerra. Una victoria en la batalla. Una baja para el ene-
migo. Al detenido se le mantiene privado de su libertad, oculto,
aislado, inmóvil, amenazado; tiene prohibido ver, oír, hablar; se le
despoja de todo derecho. Las torturas generalmente son preámbu-
lo del asesinato y los cuerpos terminan botados en cualquier lugar.
Los desaparecidos son otras “bajas” invisibles del conflicto ar-
mado mexicano. Son las víctimas no contadas, las sumas de barras
acumuladas en paredes inexistentes porque el gobierno no lleva la
cuenta de las denuncias penales que en las procuradurías estatales
y federal levantan las familias, que no siempre logran hacerlo: les
dicen que dejen pasar más días hasta conocer el desenlace, que el
ilocalizable ha de estar de parranda, o que ella se fugó con el novio.
Si los sospechosos del delito son narcotraficantes, los man-
darán a una agencia del Ministerio Público federal, que tampoco
querrá recibir la denuncia porque considerará que el delito debe
ser investigado por funcionarios locales. Si el presunto delincuente
pertenece al ejército o a la policía nadie querrá indagar para evitarse
problemas. En esos casos, a las familias sólo les queda dejar en esas
oficinas anuncios pegados con la foto del ausente y tapizar con
ellos la ciudad.
(“Estuvimos dando vueltas entre la pgr y distintos ministerios
públicos; nadie quería recibir la denuncia.”)8
Esos rostros —la mayoría veinte y treintañeros— nos miran
desde un poste callejero, sostienen la mirada hacia nosotros desde
un afiche pegado en el metro, empapelan las paredes de las comi-
sarías de policía, se asoman desde la puerta de vidrio de cualquier
comercio, aparecen en blogs nacidos de su ausencia o, de vez en

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cuando, en grandes anuncios espectaculares pagados por familias


ricas y desesperadas. Su esencia, su vida, su personalidad, quedan
reducidas a un formalismo telegráfico: “tenía una cicatriz”, “luce
dientes salidos”, “responde al nombre de Álex” o “lleva un lunar en
el hombro”. Ni una línea de quién era, de quién lo espera en casa,
de cómo lo lloran los suyos.
(“Mírelo, ése es mi muchacho, es el mayor, los dos nos parecemos,
salió de La Barca, Jalisco, y desapareció en Coahuila; esta foto es del
día de su confirmación.”)9

caja negra, cifra oculta

¿Cuántos desaparecidos hay? La pregunta intentó responderla el


Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal,
que solicitó la información a la Secretaría de la Defensa Nacional
y recibió por respuesta que ningún archivo tenía esa información.10
El diario La Jornada —con base en cifras del Gabinete de
Seguridad Nacional— aportó el primer dato oficial conocido: los
primeros tres años del mandato de Felipe Calderón fueron ejecu-
tadas 16 mil 500 personas y 3 mil 160 desaparecidas —supuesta-
mente— por grupos del crimen organizado. “Del total de desapa-
riciones —indica la nota—, en Tijuana se tienen reportes de mil
168, y en todo Baja California mil 447. En el Estado de México
[…] se han reportado 141. Los estados donde se han contabilizado
desapariciones realizadas por grupos del crimen organizado son
Guerrero, Chiapas, Oaxaca, Michoacán, Sinaloa, Sonora, Nuevo
León, Tamaulipas, Coahuila y Durango.”11
Llama la atención que los desaparecidos de Chihuahua no fi-
guren en el reporte, a pesar de que desde los años noventa Ciudad
Juárez se hizo famosa por la desaparición de mujeres, y que la
sangría no ha cesado.
La ola de desapariciones llegó como tsunami este sexenio,
pero ya ocurría. En noviembre de 1999 la pgr y el fbi iniciaron un

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operativo conjunto en Juárez en el que encontraron tres fincas con


“narcofosas”, como se bautizó entonces a los cementerios clan-
destinos donde los narcotraficantes enterraban a sus víctimas. La
operación resultó un fiasco, pues sólo hallaron nueve osamentas,
aunque habían anunciado que encontrarían a cientos de personas
enterradas sin formalismos.12
Una década después, el hallazgo de cadáveres enterrados en el
patio de cualquier casa es tan común que no alcanza a ser noticia
de primera plana. Sólo si llega a proporciones escalofriantes, como
el descubrimiento de 55 cuerpos en el respiradero de la mina La
Concha, en Taxco de Alarcón, Guerrero, como ocurrió el sábado
5 de junio de 2010.13
La mayoría de los cadáveres de la mina tenían las manos y
los pies atados por la espalda, los ojos vendados con cinta canela,
huellas de tortura e impactos de arma de fuego.
(“Se veía bien espantoso, cómo los cuerpos cayeron uno encima
de otro, llegaban abajo casi deshechos, caían a un charco de agua y
no sabíamos cuántos había, cuando los sacábamos salían más.”)14
El hallazgo ocurrió a raíz de que el ejército detuvo a un asa-
lariado del narcotráfico que reveló el lugar favorito de su grupo
para botar a sus víctimas. A partir del rescate, las planchas de las
morgues de Taxco, Iguala, Chilpancingo y Acapulco se saturaron
y a sus oficinas llegaron las procesiones de familiares que buscan
sin descanso al pariente perdido. El gobierno revisó 12 tiros de
minas de esa misma zona pero no encontró más cuerpos. Otros
24 quedaron sin revisar.
(“Cuando vi en el periódico lo del pozo vine a ver si encontraba
a mi hijo; es este que traigo en la foto; salió hace un mes, jamás volvió
a reportarse.”)15
La de Taxco es la fosa clandestina más grande en la historia
reciente del país. Superó al Pozo Meléndez, de Iguala, que fue el
mayor botadero de cadáveres de desaparecidos políticos durante
la “Guerra sucia” de finales de los años sesenta y la década de los
setenta.16 Pero no era la única. Doce días después, la policía de

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Cancún, Quintana Roo, encontró una docena de cadáveres re-


cientes ahogados en cuatro cenotes (cuerpos de agua subterránea
donde los mayas arrojaban personas como sacrificio a sus dioses).
Tres de los recién hallados tenían el tórax abierto, una “Z” marcada
en el abdomen y les habían arrancado el corazón.17
En Nuevo León, en julio de ese año fueron halladas tres nar-
cofosas que contenían 70 restos; una sola ocultaba 51.

primeros indicios

En 2001 se tuvo un primer indicio de que la pesadilla inaugurada


y masificada durante la “Guerra sucia” estaba por repetirse. A las
manifestaciones de “las doñas” del Comité Eureka, que desde los
años setenta piden a los gobiernos en turno que investiguen el
paradero de sus hijos, se unió una mujer joven y desconocida que
no vestía de luto. Portaba la foto ampliada, a color, de un veintea-
ñero sonriente, vestido con playera moderna de futbolista, que
contrastaba con los rostros setenteros, en blanco y negro, de los
jóvenes con cortes de pelo pasados de moda y las miradas serias,
que reclamaban las ancianas.
El recién llegado al limbo de los desaparecidos llevaba por
nombre Alejandro Martínez Dueñas, de quien sus familiares de-
cían que había sido raptado en Colima por la Agencia Federal de
Investigaciones (afi), torturado e ingresado a un hospital para que
le curaran las heridas. Lo investigaban, según pudo enterarse des-
pués la familia, por presunta falsificación de billetes. Pero nunca
se lo comprobaron.
(“Se lo llevaron agentes judiciales federales y no lo vemos desde
ese día. Sólo tenía 25 años.”)18
Diana, la hermana de Alejandro, pasó el sexenio de Vicente Fox
realizando plantones, marchas y campamentos afuera de los edifi-
cios de gobierno. Irrumpía en el Senado y en la Cámara de Diputa-
dos, le cerraba el paso al presidente, al procurador, al gobernador y

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a cuanto funcionario tuviera competencia en el caso para conseguir


información de su hermano, a quien nunca le devolvieron.
En 2001, el primer año que no gobernó el pri, el gobierno re-
cibió 50 denuncias por desapariciones forzadas o involuntarias de
personas.19 Con su fotografía de cámara digital, Alejandro inaugu-
raba la primera generación de desaparecidos durante los gobiernos
de la “transición política” y ponía al descubierto que seguía vigente
la práctica de la desaparición forzada que había borrado del mapa
a 532 personas durante la “Guerra sucia”, el periodo en el que
militares y policías detenían por la fuerza a estudiantes, obreros y
campesinos que militaban o simpatizaban con los grupos guerri-
lleros (o a quienes tenían la mala suerte de compartir el apellido
de los líderes), los metían en cárceles clandestinas, los torturaban
y nunca los devolvían.
Durante esos años, por Latinoamérica se extendió la sombra
de la muerte y dictadores como el argentino Jorge Rafael Videla
se divertían diciendo: “No están vivos ni muertos; están desapa-
recidos”, dándole la primera definición al fenómeno. La estrategia,
sin embargo, no era original: ya había sido utilizada por los nazis,
como quedó evidenciado en los juicios de Núremberg, donde
los enjuiciados confesaron que tenían órdenes de no entregar los
cadáveres de los enemigos eliminados para propagar el terror y
desactivar la resistencia de sus organizaciones.
Hoy, tanto funcionarios como civiles practican ese castigo de
guerra y sus víctimas se suman por miles. Las listas que elaboran
las distintas organizaciones de derechos humanos revelan que los
desaparecidos recientes son más que los 532 contabilizados durante
los 15 años de “Guerra sucia”.
En Baja California existe incluso una fiscalía especial para
investigar su paradero y dos asociaciones ciudadanas organizadas
para su búsqueda. Son tantos que el dolor se organiza para marchar
por las calles cada viernes exigiendo al gobierno que indague dónde
quedaron, y llega de las rancherías, baja de los cerros, desciende
de los camiones ruteros o de los autos de lujo cargando las foto-

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grafías ampliadas de los ausentes, reproducidas en distintas poses,


plasmadas en mantas largas como sábanas, suplicando ayuda para
localizarlos. La Asociación Esperanza, de Tijuana, suma 400. La
Asociación Ciudadana contra la Impunidad, de Mexicali, reclama
275 aunque calcula que en todo Baja California las víctimas po-
drían ser más de mil.
En Coahuila, desde 2008 comenzaron a escucharse plegarias
anónimas en las misas que solicitaban a Dios la pronta ubicación
de alguna persona. El Centro de Derechos Humanos Fray Juan de
Larios, de la diócesis de Saltillo, se encargó de dar forma a esos
ruegos y documentó más de 100, y obligó al gobierno a abrir una
comisión investigadora.
En Ciudad Juárez las organizaciones feministas reclaman que
de 2008 a mayo de 2010 desaparecieron 91 mujeres, aunque tienen
expedientes abiertos de más de 600 personas desde la década de
los noventa. 20 Organizaciones regiomontanas tienen registradas
200 desapariciones —38 eran trabajadores de Pemex— en tres
años. 21 El Comité de Familiares y Amigos de Asesinados, Se-
cuestrados y Desaparecidos de Guerrero ha documentado 242
desapariciones forzadas —ocurridas entre 2005 y 2010—, aunque
estima que podrían ser más de 400. Sólo 73 fueron reportadas a
la procuraduría local. 22
En Durango son tantos los levantados que no regresan, que
el Congreso local debate modificaciones al Código Civil para que
sus familias no tengan que esperar hasta siete años para que pro-
ceda la declaración de muerte y puedan disponer de los bienes del
desaparecido cuando se cumpla el primer año de su ausencia.
La Comisión de Derechos Humanos del Senado de la Repúbli-
ca, encabezada por Rosario Ibarra —madre de un guerrillero des-
aparecido por policías en los años setenta, fundadora del Comité
Eureka y lideresa de “las doñas”—, ha recibido 30 denuncias desde
2008. En esta “República de los desaparecidos” cada día surgen
nuevas “doñas” que buscan a los suyos; poco a poco reconocen su
dolor en otras mujeres y marchan juntas para exigir al gobierno que

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investigue su paradero y prevenga que otras personas sean privadas


de su libertad. El peso de la búsqueda, casi por regla, recae en las
mujeres; se vuelve una actividad femenina.
Fue el 13 de mayo de 2010 cuando las voces de esas familias
marcadas por el vacío de la ausencia dejaron de ser ecos aislados en
periferias y marcharon frente a Palacio Nacional, la sede oficial del
Poder Ejecutivo, desempolvando consignas tomadas del pasado,
como el grito “Vivos se los llevaron, vivos los queremos… vivos
se los llevaron, vivos los queremos”. 23 Con súplicas que ni ayer ni
ahora son atendidas.
En septiembre de 2010, al amparo de la diócesis de Saltillo
nació la primera red de familiares de desaparecidos recientes,
integrada por familias de Coahuila, Durango, Baja California,
Chihuahua, Nuevo León y Sinaloa.

“levantados”, nuevo eufemismo

La incertidumbre comienza así: un día, un miembro de la familia


no regresa. Se le busca en casas de amigos y conocidos, en la Cruz
Roja, en los separos de las procuradurías y en la morgue, pero pa-
reciera que se lo tragó la tierra. A veces alguien encuentra su carro
mal estacionado, con las puertas abiertas y, acaso, agujeros de bala;
o la cachucha que llevaba el día del “accidente” sobre un charco de
sangre. Por ahí surge el testimonio de alguien que vio cuando fue
cazado o el momento en que lo subieron a una camioneta, aunque
generalmente este testigo clave se asusta de lo que sabe y sufre de
una repentina amnesia.
En ocasiones la captura se activa como una red de pesca en un
retén carretero, y atrapa a transportistas y viajeros. O tarda sema-
nas en descubrirse porque el familiar contratado para un trabajo
lejano nomás no regresa y nunca más se comunica.
La desaparición puede ocurrir en cualquier lugar: en la propia
cama (de la que lo sacan de un jalón soldados u hombres disfraza-

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dos de soldados), en la finca, en el parque, en la sala de urgencias


del hospital, en el centro comercial, frente a la presidencia munici-
pal, en la macroplaza, en el velorio de un hermano o, incluso, mi-
nutos antes de una boda, a las puertas de la iglesia, ante la mirada
de la novia y de los invitados. 24
En ningún lugar se está a salvo.
Estas desapariciones tienen mecanismos distintos a los de los
plagios, en los que se recibe una llamada y una voz exige el pago
de un rescate a cambio de la libertad del secuestrado. La vida de la
familia gira alrededor del teléfono. La voz, cruel, fría, amenazante
(“cada vez que a tu hijo le ponemos la pistola en la cabeza y le decimos
que se va a morir, se orina del susto”), 25 fija una cifra, un plazo y un
lugar para la entrega. Esa forma de privación ilegal de la libertad,
llamada secuestro, es la más conocida y contra ella los gobiernos
dicen enfocar su lucha. Esa ausencia se vive de manera distinta
porque su gente tiene una noticia; sabe que alguien lo retiene por
dinero, su recuperación tiene un precio tasado.
En la nueva modalidad de rapto nadie llama para pedir resca-
te. No se fija un precio por la víctima. Sus captores ni siquiera se
comunican. Los “levantados” se esfuman de la tierra, así nomás,
como abducidos por fuerzas ocultas. Como si hubieran entrado a
un Triángulo de las Bermudas.
(“Sólo sabemos que mi esposo, mi hijo y mis cuñados nunca
llegaron al aeropuerto; no se han comunicado, no me han mandado
recados, ni una noticia, nada, nada.”)26
En la narcoguerra pululan los “levantados”, que es la palabra
que la gente improvisó para nombrar el fenómeno que no sabía
cómo explicar: ese último forcejeo de alguien que se niega a ser
subido a una camioneta.
“Levantado” es el nuevo eufemismo para eludir el otro eufe-
mismo: “desaparecido”. Es una aportación del narcotráfico al dic-
cionario contemporáneo de la violencia; tiene la misma brutalidad
que “encobijado”, “disuelto”, “descabezado” o “encajuelado”.

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202 la república de los desaparecidos

Los “levantones” ocurren en castigo por un agravio que co-


metió la víctima o alguien cercano. Por ejemplo, para cobrarse un
negocio, una deuda, un cargamento no entregado. Callar a quien
puede arriesgar el negocio. Hacer sufrir al enemigo arrebatándole
lo más querido de su vida. Obligar a alguien a entregar su casa, su
rancho o su negocio para fines del negocio. Engrosar el número
de pistoleros, cultivadores de enervantes o vendedores. Castigar a
quien pidió auxilio al ejército. Infundir terror en una comunidad.
Tomar prisioneros de guerra.
El cuento de los prisioneros se confirma con noticias como
la del 27 de abril de 2010: el ejército, guiado por una llamada
anónima, irrumpió en un rancho ocupado por Los Zetas, ubicado
en la serranía del municipio de Sabinas Hidalgo, Nuevo León.
Los cuidadores lo repelieron a balazos, dos murieron en la bata-
lla, otros corrieron a los cerros. Cuando los soldados entraron
a la finca encontraron toneladas de mariguana y un arsenal que
contenía hasta lanzagranadas. También hallaron a 14 hombres
encadenados y una madre con un bebé sujeta con esposas a una
ventana. Esclavizados.
En las imágenes difundidas por los medios regiomontanos
se aprecian los hombres sentados en el piso de mosaico café, uno
junto al otro, encorvados, con las manos esposadas y atados como
bestias, unos del tobillo, otros de las manos, varios entre sí. Todos
descalzos. Sin muebles a la redonda, en un cuarto desnudo. Al-
gunos llevaban una venda como torniquete alrededor de los ojos,
la mayoría con el rostro tapado por su propia camiseta. Uno de
ellos dijo a los reporteros, aún con el rostro oculto, que fueron
capturados “como gatos”.
(“No se nos permitía platicar entre nosotros, ni ver hacia arriba,
siempre agachados.”)27
La señora y su hijo habían sido secuestrados en el parque
Plaza Sésamo, de Monterrey, dos meses antes; los demás —entre
ellos dos taxistas y varios choferes de camiones— fueron pesca-
dos cuando transitaban por la carretera Monterrey-Reynosa o en

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la república de los desaparecidos 203

carreteras aledañas, en distintas fechas, en retenes carreteros de


narcotraficantes que vestían como judiciales.
El día anterior, en un rancho del municipio General Bravo,
también en Nuevo León, después de un enfrentamiento entre
sicarios y militares fueron encontrados otros siete secuestrados;
éstos eran agricultores, dueños de ranchos cercanos que rehusaban
entregarlos a los narcos. En ese estado también hay denuncias por
la desaparición masiva de 38 sindicalistas y trabajadores petroleros.
Quizás una de las historias más crudas de esta propagada mo-
dalidad de la tortura masiva —en la que sufren el desaparecido, su
familia y su comunidad— sea la del paisano José Esparza Cháirez,
coordinador de Logística para la Base Randolph de la Fuerza Aérea
Americana y cuya denuncia parecería irreal si no hubiera ocurrido
en México.
Va así: el 30 de enero de 2009, unos narcos “levantaron” de
Cuencamé, Durango, a su hermano Pablo Aníbal y se lo llevaron.
A la semana tocó el turno a su hermano José Manuel y a su her-
mana Ángeles Yovana. Cuando denunció se llevaron a su sobrino.
Indagando se enteró de que los captores habían adoptado la
costumbre de entrar los viernes a llevarse a cuanta persona vieran
en la calle, como en ese juego infantil de el-que-no-se-quite-
se-lo-lleva-la-corriente, que cuando uno menos se da cuenta es
arrastrado por otros sin poder hacerse para ningún lado. Ese año
sumó en una lista 60 nombres de desaparecidos en ese municipio.
Y el gobierno, tan invisible como las víctimas, nunca cumplió su
deber de impedirlo.
“Cada ocho días se llevaban a tres o cuatro personas, y apar-
te lo hacían los viernes. Ya la gente comentaba y lo veía de una
manera que ya iba a llegar el viernes e iban a venir por más gente,
y así pasó durante todo el transcurso desde enero de 2009 hasta
diciembre; cada ocho días, los viernes llegaban estos comandos de
delincuentes a llevarse gente”, denunció Esparza en una entrevista
de radio. 28

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204 la república de los desaparecidos

En sus andanzas se enteró del destino de sus hermanos: los


traían dando vueltas por la región a bordo de camionetas, portando
uniformes falsos de la policía judicial, trabajando como sicarios.
“Yo recibí unos correos electrónicos de gente de Cuencamé,
donde me dicen que los han visto con cachuchas de la afi, con
trajes de policías junto con ellos en las mismas camionetas donde
secuestran y levantan gente y hacen atropellos alrededor de las
comunidades.”
A pesar de poseer esa información y de agregarla a la averi-
guación previa que abrió el Ministerio Público, Esparza no pudo
rescatar a los de su sangre de la maquinaria de la desaparición.
En esa región serrana de Durango, la inseguridad llega a tales
grados que dos pueblos —San Ángel y Cuauhtémoc— cavaron
zanjas de medio metro de profundidad, similares a los fosos de
la Edad Media, para impedir la entrada de ejércitos enemigos.
Aunque establecieron vigilantes en el único camino abierto, ni así
evitaron la captura de vecinos. 29
De esa maquinaria nadie está a salvo. Ni siquiera el estadouni-
dense experto en medidas de seguridad Félix Batista, quien el 10
de diciembre de 2008 estaba en Saltillo, Coahuila, porque al día
siguiente daría una conferencia a empresarios sobre cómo evitar
secuestros, compromiso al que ya no llegó. Tampoco regresó a casa.
Los desaparecedores no discriminan. En las bitácoras de las or-
ganizaciones de familiares de víctimas están anotados jornaleros,
taxistas, empresarios, narcomenudistas, estudiantes, periodistas,
migrantes, turistas, políticos, policías, amas de casa, alcaldes y
hasta militares. Familias enteras están desaparecidas, incluidos
ancianos y niños. El más pequeño es un niño de tres años, que
consta en una lista de Coahuila.
Todos tienen en común que las procuradurías locales o la
federal no avanzan en su localización. Muchas denuncias, por
falta de pistas, se quedan en actas circunstanciadas y no llegan a
convertirse siquiera en averiguaciones previas. En los expedientes
el delito queda registrado bajo distintos nombres, como secuestro,

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la república de los desaparecidos 205

desaparición de personas o privación ilegal de la libertad, pero en-


tran al limbo de los asuntos considerados carentes de delitos que
perseguir.30 Los casos se oxidan en los archivos y se diluyen en las
estadísticas.
En los cerros del poniente de Torreón, disputados por los
matones del Chapo y de Los Zetas, es común que desaparezcan
muchachos de las colonias populares controladas por alguno de
los bandos, los cuales son arrastrados a los cerros rivales en una
especie de leva moderna. Un día, sin más, nadie encuentra al
Chícharo o al Beto. Alguien dice que los capturaron los del cerro
de enfrente. Sus madres, vueltas locas, como nuevas Lloronas a
las que les arrebataron a sus hijos, van primero a la procuraduría,
donde se topan con funcionarios sordos a sus súplicas, y terminan
viajando ellas mismas a Tamaulipas o Sinaloa a preguntar por su
paradero, de donde regresan con la orden de “no moverle”.
Las muchachas saben que si salen solas por las noches pue-
den gustarle a alguno de los hombres empistolados y, así nomás,
no aparecer nunca. Algunas son halladas días después, mudas
o locas.31 En regiones serranas y ciudades de Chihuahua se han
registrado casos en que hombres armados con cuernos de chivo
las suben a sus camionetas, las violan y las sueltan bajo la orden
de guardar silencio. A una que habló le echaron ácido. A otra le
cortaron los dedos. Alguna fue llevada a otro estado a servir como
esclava en el negocio de la droga.32
Pocos desaparecen por un tiempo. El 11 de mayo, en Moco-
rito, Sinaloa, un comando rodeó a 40 jornaleros que trabajaban
en un campo, les apuntaron con armas y los forzaron a subir a
unas camionetas que los llevaron como ganado a un rancho ais-
lado, donde fueron obligados a piscar mariguana. Siempre bajo
vigilancia.
(“Agarraron pa’l cerro y nos pusieron a piscar la mota. Nos dije-
ron que nos iban a matar si no hacíamos lo que ellos querían y que
si nos portábamos bien nos iban a pagar 200 pesos al día o que nos
iban a dar mota o coca, pero nos regresaron sin pagarnos.”)33

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206 la república de los desaparecidos

todos somos desaparecibles

Del castigo no se salvan militares ni policías federales, estatales o


municipales, a pesar de que son personas entrenadas para brindar
seguridad a los ciudadanos y establecer el orden, y tienen permi-
tido portar armas y usar la fuerza del Estado.
Algunas veces ocurre que, al patrullar territorios narcos o al
salir a alguna misión por carretera, no llegan a su destino34 porque
se adentraron en terrenos traicioneros. O en plena ciudad topan
con algún retén o un tráiler les cierra el paso. Pueden perderse para
siempre en la sierra de Chihuahua o de camino a Michoacán, en
las calles de Monterrey o a lo largo del recorrido del tren rumbo a
Tamaulipas.
(“Cuando salió a su comisión todo el día intentamos entablar
comunicación; no entró la llamada ni se comunicó. Al día siguiente
estábamos inquietos. Nunca había dejado de reportarse.”)35
De acuerdo con las denuncias recibidas por organizaciones
y comisiones de derechos humanos, en algunas regiones del país
los integrantes del ejército mexicano o de las policías no sólo son
víctimas; algunos también están insertos en esa lógica macabra de
desaparecer al enemigo. Sobre todo cuando están en la nómina
de los cárteles. Otras, porque consideran que en la guerra contra
el narcotráfico todo se vale y al desaparecer al enemigo le hacen
un servicio a la patria.
Su delito, en este país y en todo el mundo, se llama “des-
aparición forzada”, por ser cometido por agentes del Estado, y
México ha firmado convenios internacionales que obligan a su
erradicación.
Se sabe que los policías o los soldados llegan por las noches,
entran a patadas a una casa, destruyen, intimidan, amenazan. Sacan
a la mujer o al hombre sospechosos frente a sus hijos. Lo suben al
camión militar o a la camioneta sin distintivos ni torreta. Pero no
lo llevan a la procuraduría (bajo la lógica de que en ese lugar podría

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ser rescatado por los narcos o por los policías amigos); lo meten al
cuartel para interrogarlo con métodos de tortura.
A veces, con suerte, el detenido aparece días después en una
cárcel, o sus captores lo sueltan en lugares invisibles, lejos de tes-
tigos. El puñado de afortunados que vuelven de esos no espacios,
de los lugares ocultos de retención, regresan mudos, golpeados y
con pesadillas.
(“Me llevaron a un lugar donde se escuchaban ruidos de heli-
cópteros y voces de militares en entrenamiento […] Empezaron a
darme toques en el cuerpo con las picanas, un tipo me golpeaba en
el estómago y cuando me agachaba otro me golpeaba en las nalgas
y me enderezaba, haciéndome sangrar por el ano […] Yo seguía
vendado y me volvieron a desnudar y me envolvieron en una cobija
haciéndome taquito; luego mojaron la cobija conmigo adentro y me
conectaron los cables, uno en cada testículo.”)36

vidas suspendidas

Para la familia, el recuerdo del desaparecido es como una herida


mal cerrada que nunca deja de punzar. Su ausencia se vuelve una
obsesión, una marca indeleble. La angustia de la incertidumbre no
caduca. El primer pensamiento de la mañana es para el ausente y
todo a su alrededor se lo recuerda, lo mismo un día soleado, una
canción vieja, una silla vacía, la ropa del clóset. Se preguntan si
“allá donde está” ya habrá comido, en las noches dudan si pasará
frío o si tiene dónde descansar, cuando llueve imaginan que se está
mojando y al día siguiente sospechan que está enfermo.
La necesidad de saber si vive o muere se combina con la bús-
queda interminable y la espera angustiosa. Para soportar el peso
del día alimentan fantasías de que pronto escapará y regresará. Su
lugar, por eso, queda siempre puesto en la mesa; su regalo huérfa-
no bajo el árbol de Navidad. En casa no se mueve nada para que
cuando el ausente regrese no desconozca. Lo esperan álbumes

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con fotos, libretas escolares de los hijos que crecen o la ropa que
van dejando en el estirón de talla, para que no sienta que perdió
ninguna etapa de la vida de quienes lo esperan.
Los niños imaginan que papá es aquel señor que se acerca y
gritan de gusto; luego lloran cuando descubren que es una falsa
alarma. Otras veces despiertan diciendo que anoche sintieron que
mamá estuvo acariciándoles la frente. Sueñan que se les aparece.
La esposa abandonada se comunica con su pareja a través de los
sueños, le cuenta de la familia, le pasa recados, le cura las heridas,
le da ánimos.
(“Mi hija nos sorprende porque despierta diciendo que su papito
vino anoche a decirle que tuvo un accidente pero que ya lo van a
dejar salir.”)37
En tanto ignoren el paradero de su pariente y carezcan de
pruebas de su muerte, las familias seguirán peregrinando por pro-
curadurías, palacios de gobierno, oficinas de diputados, cuarteles
militares, cárceles, hospitales, psiquiátricos y morgues. Cuadricu-
larán los lugares por donde pudo haber pasado, repetirán su mis-
mo recorrido, preguntarán de puerta en puerta, retrato en mano.
Estudiarán las fotografías de los cadáveres recientes y antiguos
publicadas en las secciones rojas de los periódicos, intentando re-
conocer en alguna a su desaparecido para reclamarlo. En el intento
de encontrar un rastro cruzarán el cielo en avioneta o se asomarán
debajo de la tierra, a los pozos cercanos.38
(“Casi dos años lo busqué. Me caminé toda la carretera federal,
me asomé a todas las cunetas, me he metido a todos los callejos, fui
a Taxco, Chilpancingo, Iguala, Acapulco […] Gracias a Dios ya lo
encontré; lo reconocí en el periódico de hoy por su zapato.”)39
En ese trance, poco a poco, las familias se enterarán de cuáles
son los botaderos favoritos de cadáveres, cuáles las ubicaciones de
las narcofosas, cuáles los modos que tiene cada grupo del narco-
tráfico para con sus víctimas, dónde se sospecha que los soldados
o los policías tienen esas mañas o fungen como proveedores
de víctimas. Les dirán que en Coahuila, por ejemplo, algunos de

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los perdidos aparecen calcinados. En Nuevo León pueden estar


encadenados en cualquier finca arrebatada a su dueño. En Chi­
huahua, al fondo de una presa. En Tamaulipas, enterrados con
todo y camionetas. En Baja California quizá fueron “pozoleados”.
En Durango trabajan forzadamente como sicarios. En Zacatecas
están esclavizados como cultivadores de mota. En Guerrero, sus
cuerpos yacen en viejas minas. En Quintana Roo reposan en un
cenote profanado.
(“Me dijeron que aceptara cualquier cadáver que me ofrezcan,
aunque no sea el de mi esposo, para tener dónde llorarle porque mu-
chas familias ni ese consuelo tienen.”)40
Sentirán que cargan un estigma porque su familiar fue “le-
vantado”, que la gente del barrio a su paso murmura o baja la
mirada. Recibirán reportes falsos sobre cuál fue su trágico final,
y buenas y malas noticias que se esfumarán sin comprobarlas. Se
empobrecerán si el ausente era el sostén de la familia. Las vidas de
todos en casa quedarán suspendidas: los pequeños no querrán ir
a la escuela y se refugiarán en la tele, la mamá se convertirá en la
cabeza y tendrá que buscarse un trabajo.
Si la familia no recupera al ausente, lo vela y lo entierra, difí-
cilmente hallará resignación. La presentida viuda no pedirá que
se oficien misas a su nombre ni rezará el novenario de despedida
hasta no tener la certeza de la defunción de su esposo. Necesita
sus restos y una tumba donde llevar flores para descansar, para
iniciar el duelo curativo que destrabará su vida de la pausa que la
empantana.
(“Por fuera nos verá normal porque por dentro el dolor es inter-
minable. No hay día que no lloremos. La vida se paró.”)41
La negativa de los gobiernos a contarlos, a sumarlos en una
lista para devolverles la identidad, para certificar que esas personas
sí existieron, que tenían familia, planes y sueños, y la simulación
colectiva de que en México no pasa esto, llevan al desaparecido a
convertirse en un fantasma que no reposa nunca, que vive presente
por su misma ausencia, estrujando la memoria de quienes lo co-

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nocieron y arrastrando a su gente a ese no lugar y no tiempo en el


que todos permanecen atrapados.
… Nosotros desaparecemos, nos interceptaron afuera de la casa
de la abuela, ni gritar pudimos; ustedes desaparecen, los vieron
sospechosos en una gasolinera y no les creyeron que eran federales;
ellos desaparecen, habían pasado el retén militar donde declararon
que llevaban dinero…

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