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Y
SACRISTÍ AS
Memorias de postguerra y juventud
ALMIRÓN
PATRICIO
IMPRESOR
CAZORLA
CAZORLA MMI
Edita: Juan Martínez Ortega
Edición no venal
Vuelta: .
A Cazorla, mi pueblo.
EXPLICACIÓN CONVENIENTE
28 de Marzo de 1939
T odos sabíamos que la Guerra se iba a terminar y que esta Guerra que duraba ya
cerca de tres años, la habían perdido los rojos. Pero nadie hablaba de esto
abiertamente. Todo se decía como de tapadillo, pues estaba prohibido decir
nada que fuera contrario y que pudiera estimarse como contrario, a la República y al
ejercito de la República. La derrota de la Izquierda no nos traía muchas alegrías porque
todos teníamos muchísimo miedo a que al perder la Guerra, los leales al Régimen
republicano volvieran a matar de nuevo a gente de Derechas. Se sabía y se rumoreaba
insistentemente que eso había ocurrido así el pasado mes de Enero en Cataluña, días
antes de que las tropas nacionales hubieran ocupado de manera total los pueblos y
ciudades de la Región. No eran más que rumores. Pero eran rumores que se creían.
Había mucho miedo. Y lo penoso del caso era que no teníamos la menor idea de lo que
teníamos que hacer para evitar que nos pasara nada si ocurriera una cosa así. Nos
limitábamos a esperar.
A primeros de Marzo encerraron en la cárcel a todos los comunistas del pueblo.
Se rumoreaba que los habían encerrado por orden del Gobierno de la República. El día
28 por la tarde, los echaron a la calle. No se sabía quien diera la orden de echarlos.
Salieron de la cárcel a la carrera y como si temieran que los volvieran de nuevo a
encerrar. Y salían en pequeños grupos como si los fueran soltando poco a poco. Esto
nos asustó más. Esa noche estaba yo leyendo “La Barraca” de Blasco Ibáñez. Me había
aficionado a la lectura de Blasco desde hacía algún tiempo y todas las obras que había
en mi casa de este novelista las había leído ya. Leyendo “La Barraca”, tan interesado
estaba en su lectura que me olvidé de mis miedos y de la inquietud de no saber que iba a
pasar de nosotros, que era algo que difícilmente apartábamos de nuestro pensamiento.
El silencio de la noche era total. Pero sobre las doce el silencio se rompió. Dos
amigos míos, de mi edad poco más o menos, a la puerta de mi casa llamaban
quedamente como si no quisieran hacer ruido, pero con impaciencia pues insistían en
golpear el llamador. Mi madre y yo bajamos a abrir. Venían muy excitados. Me
contaron que un grupo de señoritos habían conseguido hacerse de varias escopetas, y
así armados se dirigieron al Ayuntamiento que desde hacía poco tiempo estaba en la
casa de don Alfredo Tamayo. En el Ayuntamiento habían detenido sin resistencia
alguna a Cesáreo Plaza que era el Alcalde del pueblo, y a algunos más de los suyos que
con él estaban. Y habían puesto de alcalde a don Emigdio Moreno, un médico muy de
derechas que gracias a que era médico no estuvo nunca en la cárcel. Don Emigdio, el
nuevo Alcalde, había dado orden de que todos los que fuésemos de derechas
saliéramos a la calle de inmediato para hacer una manifestación por todas las calles del
pueblo y confirmar que Cazorla estaba ya del lado del Gobierno de Burgos, aunque la
manifestación se hiciera en horas de madrugada.
Cuando mis amigos y yo bajamos a la Corredera había en la plaza centenares de
personas dando vivas a Franco y vivas a España. La gente se abrazaba y se besaba,
lloraba y gritaba llena de júbilo. Aquello me emocionó y me hizo sentir un escalofrío
por todo mi cuerpo. Aquello fue como una embriaguez y como una apoteosis de
alegría. Cada vez iban acudiendo más personas a la plaza que se llenó de gente. Yo diría
que todos los que no eran rojos estaban allí, sin faltar ni uno sólo. Varios de los que
organizaban la manifestación para recorrer las calles del pueblo llevaban la camisa azul
de la Falange. Aporreaban las puertas golpeando con fuerza en los llamadores para que
los vecinos de las casas, si eran de derechas se sumaran a la manifestación, y si eran de
izquierdas se enteraran de que ahora los que mandaban en el pueblo no eran ellos.
Después de tres años de Guerra nos parecía que estábamos soñando. Cuando la gente
pasaba por algún sitio donde hubiera letreros o carteles de izquierdas, los derribaban
con saña y una vez en el suelo los pisoteaban con insistencia. Yo me subí a la cancela del
Gran Hotel en la calle del Carmen y en unión de otros jóvenes como yo, derribamos y
echamos al suelo el cartel del Socorro Rojo (un equivalente a la Cruz Roja) que estaba
instalado allí. La estrella roja de cinco puntas de los comunistas que estaba sobre la casa
de Montesión Collantes en la Corredera, rodó desde la azotea estrepitosa-mente al
suelo en medio de una tremenda algarabía.
Después de tres años de represión, de tres años de mudez y de silencio, no
hemos vivido nunca nada que haya sido semejante. Los rojos no salían de sus casas. No
los vimos por ninguna parte. Tenían miedo. Sólo una mujer cuya puerta aporreamos,
salió llena de ira y de rabia y nos insultó. Nos dijo a voces que los leales a la República
volverían a ganar. Y luego se derrumbó y se deshizo en sollozos llenos de amargura.
Nos sobrecogió con su valentía. Sus gritos nos hicieron callar por un corto tiempo. Y
nosotros seguimos calle adelante, dando vivas a España y a Franco, sin molestar a
aquella mujer que nos había sobrecogido a todos con su coraje. Toda la noche la
pasamos dando vueltas por las calles del pueblo sin conocer el cansancio y roncos de
tanto gritar. Cuando clareaba el día y la luz del amanecer se dejaba ver poco a poco tras
las montañas del pueblo, las estrellas se apagaron y comenzó un nuevo día. Y yo me dí
cuenta de que por primera vez en mi vida, estaba viendo amanecer.
1º de Abril de 1939
L a mañana del pasado día 30 de marzo nadie pensó en quedarse en casa. Todos
queríamos hacer lo que fuera menester y que nos encomendasen alguna
misión. Y desde luego, pronto empezaron a darnos ocupación. En el pueblo
no había muchos hombres. En los últimos meses de la Guerra el Gobierno de la
República había movilizado desde la quinta de 1914 hasta la quinta de 1942. Yo, en los
últimos días de la Guerra pasé mucho miedo de que me movilizaran, pues mi quinta,
Juegos de niños. Detalle. Bruegel el Viejo.
que era la del 43, estaba ya en puertas. Con tanta movilización, el Ejército de la
República se convirtió en una masa inmensa de hombres que no tenían mandos ni
tenían armas suficientes. Esto se notaba en los pueblos de zona roja, donde sólo había
viejos y jóvenes, no mayores que yo.
Y por eso las nuevas autoridades de Cazorla nos dieron misiones que no se
correspondían con nuestra edad. A mi y a otro amigo mío nos ordenaron, en el
Ayuntamiento, que fuésemos acompañando a un hombre que había declarado saber
donde estaban escondidos muchos cartuchos de escopeta, para que nos llevara donde
estaban y los trajésemos al Ayuntamiento. Nos dieron dos escopetas viejas para que
custodiáramos a aquel hombre, que caminando entre mi amigo y yo nos llevó no muy
lejos de la Plaza Vieja, a un vertedero donde había como unos cincuenta cartuchos que
recogió en una espuerta. De regreso al Ayuntamiento por las calles del pueblo, la gente
nos aplaudía con calor y nosotros íbamos como asustados con nuestras escopetas al
hombro custodiando a aquel pobre hombre. Yo iba pensando que todo era como en
los días en que empezó la Guerra tres años antes, pero al revés. Y aquello me dolía.
Cuando volví a mi casa, dije a mi madre que yo no servía para aquellas cosas. Después
puede enterarme de que al hombre de los cartuchos no lo habían encerrado y eso me
alegró.
Tras tanta violencia como habíamos tenido, es verdad que yo rechazaba la
violencia fuera del color que fuera. Los que eran mayores que nosotros se dedicaron
toda la mañana a buscar gente de ideología izquierdista para encerrarlos en la cárcel. Y
encontraron a casi todos los que buscaban, pues todos estaban en sus casas sin
atreverse a salir y con el miedo propio de saber que iban a por ellos. Nadie ofreció
resistencia. Tenían su derrota muy asumida. Y estaban desconcertados.
A los jóvenes nos dieron otra misión no tan desagradable, pero de indudable
responsabilidad. En todas las salidas del pueblo pusieron controles para que nadie
entrara o saliera de Cazorla sin los permisos correspondientes de la nueva autoridad.
La verdad es que eramos chiquillos todos los que había en los controles. De vez en
cuando un grupo de falangistas venían a ver como iba la cosa y se iban de momento,
pues se veía que estuvieran muy atareados. Mi control, estaba en la Plaza de la Tejera,
justo en el punto donde confluyen la carretera de Peal con la de la Sierra. No ocurrió
ninguna novedad durante todo el día. Pero a la noche llegó a nuestro puesto un coche
en que viajaban militares del Ejército Rojo que llevaban todavía en sus gorras las
barras (que no estrellas) de su graduación militar. Venían muy nerviosos y alterados,
con la barba muy crecida y sus ropas muy ajadas. Se bajaron del coche y nos
preguntaron que por donde podían llegar hasta Almería. Les dimos toda la
información que teníamos de ello y los tratamos como a personas que necesitaban
ayuda. Y ellos, deshaciendose en finuras y en palabras corteses, siguieron a toda
velocidad por la carretera de la Sierra. Poco después llegaron otros dos coches con
idénticos ocupantes y con idéntico nerviosismo, y nosotros con idéntica amabilidad,
porque nos daba compasión de ellos, les dimos una vez más información sobre lo que
ignoraban, tras lo cual arrancaron de nuevo sus coches y se fueron. Y cuando, poco
después, vinieron a vernos los que inspeccionaban los controles y les informamos de
lo que había pasado, su indignación no tuvo límites. Nos llamaron cabrones porque
habíamos dejado escapar a gente que, con toda seguridad, tenían delitos de sangre y
huían a la desbandada de un Ejercito Rojo que se desmoronaba. Nos dijeron que si
llegaba otro coche y lo dejábamos pasar, seríamos nosotros los que iríamos a la cárcel.
Alguien dijo y muy acertadamente, que la Guerra no se podía hacer con niños y que lo
mejor era que nos quitasen de allí. Yo lo pasé muy mal y mi contrariedad, de que en
nuestra ingenuidad hubiéramos dejado escapar a aquellos desconocidos del Ejército
Rojo, no era porque hubiéramos sentido compasión de ellos si no porque pasasen
cosas tan desagradables y violentas.
Esta contrariedad se iba atenuando poco a poco con los rumores cada vez más
insistentes de que las tropas nacionales iban a llegar a Cazorla de un momento a otro.
Alguien cundió en aquella tarde del 31 de Marzo, que las tropas de Franco ya habían
salido de Peal y venían hacia el pueblo. Y un río de gente, una considerable multitud de
personas, acudió al comienzo de la Cuesta de la Narra, a una explanada desde donde
entonces se veía muy bien toda la carretera que desde La Colonia llega a Cazorla
(Entonces no había aquí las edificaciones que se han hecho después). Cuando a la caída
de la tarde vimos aparecer al Ejército Nacional camino del pueblo, nuestra alegría fue
inmensa. Nosotros esperábamos un par de camiones de soldados, y venían más de
cincuenta camiones que transportaban centenares de soldados magníficamente
equipados, que entraron en el pueblo precedidos de una banda militar que tocaba el
Himno de los legionarios y que sonreían a la gente y dejaban que la gente los abrazara y
les estrechase las manos. Una vez más aquello fue el delirio. No ganábamos para
emociones. Nosotros no sabíamos como era Franco. Y los soldados nos daban
estampas del Sagrado Corazón y fotografías del General Franco. La gente besaba al
Sagrado Corazón y besaba la foto del General, y se guardaba la fotografía besandola
repetidas veces. El bullicio y la alegría en las calles del pueblo duró toda la noche.
Al día siguiente todas las radios del pueblo repetían el parte de Guerra firmado
en Burgos: “En el día de hoy cautivo y desarmado el Ejército rojo, las tropas nacionales
han ocupado sus últimos objetivos militares. La Guerra ha terminado”. Y yo no hacía
otra cosa que repetirme mentalmente que la Guerra había terminado. Era la
confirmación de un deseo que había durado tres años. Era la confirmación de un
sueño. Aquella tarde yo entré en el dormitorio de mi madre. Por los balcones abiertos
se veían en el jardín las lilas cubiertas de flores azules o blancas. El cielo estaba limpio y
sin nubes. En la torre del Carmen, (cuyas campanas se arrancaron en la Guerra para
con el bronce de las mismas hacer balas a los cañones), había ahora una bandera roja y
gualda ondeando al viento. En su habitación yo vi que mi madre estaba sentada sobre
la cama. Cosía en la solapa de mi chaqueta una cinta negra para que yo llevase luto por
mi padre (los rojos nunca nos lo permitieron). Mi madre, con la cabeza inclinada sobre
la costura, lloraba en silencio. Y yo también en silencio me eché a llorar. La Guerra
había terminado. Pero no sabíamos todavía lo mucho que nos quedaba a todos, tanto
vencedores como vencidos, por penar y sufrir.
6 de Junio de 1939
A cabé la carrera de Derecho en Mayo del 45. Todavía siento una gran nostalgia
cuando veo la vieja fotografía en que estamos todos los que terminamos la
carrera, en un grupo, con los profesores sentados delante de nosotros.
Éramos 42. Todos se colocaron de momento, pues había entonces infinidad de
colocaciones para los pocos titulados que salían de la Universidad. Cuando veo la
fotografía de mis compañeros de estudios en el patio de la Facultad, siempre acabo
ahora contando los compañeros que han muerto y al ver que son más de las dos
terceras partes los que faltan y han fallecido, siempre pienso que esas viejas y
amarillentas fotografías son muchas veces auténticos recordatorios funerarios.
Seguía en la "mili". Pero mi compañía ya había regresado de nuevo a Granada y
yo me había instalado de nuevo en mi pensión de la calle del Príncipe. Allí, la tarde del
28 de Enero de 1946 me llamaron por teléfono unos soldados amigos para decirme
que habían licenciado a la quinta del 43 que era mi quinta. Ya me podía ir a Cazorla. Ya
podía volver a mi casa después de siete años rodando, mejor o peor, por colegios,
cuarteles, academias y pensiones. Y me sentía feliz. Por eso para celebrarlo organicé
una cena para los amigos en una tasca que había cerca de la Audiencia de Granada que
se llamaba La Escribanía. Éramos sólo un total de seis amigos de la pensión los que
nos reunimos en un comedor reservado de aquella tasca la noche del 4 de Febrero de
1946. Y allí cogí la segunda borrachera de mi vida. Hoy casi no comprendo todavía
como un chiste que contara nuestro amigo Méndez Gálvez que estudiaba Medicina,
un chiste tan malo como el de la imagen de cera de san Canuto, nos hiciera reír a todos
hasta hacernos saltar las lágrimas.
Aquella noche me di cuenta también de que el vino con moderación es un
recurso seguro para el buen humor y el optimismo, y algo que nos enajena y
transforma a la vez que nos libra de miedos y amarguras y nos hace vivir intensamente.
Entiendo los “Días de Vino y Rosas” como se cuentan en el poema árabe de Omar
Keyan en el siglo XI. Y lo grande del caso, es que a mí ni me gustaba ni me ha gustado
nunca el vino ni poco ni mucho. Pero pensaba, en aquellos lejanos días de mi juventud,
que el vino aunque sólo sea por unas horas nos transfigura y nos transforma y hace que
sintamos ser lo que queremos ser y nunca conseguimos ser. La idea de que nos
convierte en alcohólicos despreciables y en seres que siembran la desgracia y el
infortunio a su alrededor, cuando se abusa de la bebida, era una idea cierta; pero era
una idea que vendría después. El hecho de que nos lleve a no ser dueños de nosotros
mismos, cuando no podemos pasar de un extremo a otro de una habitación porque
nos caemos, como le dijera Alejandro a su padre Filipo de Macedonia en una de sus
numerosas borracheras, es indudablemente una realidad. Pero todos esos
razonamientos vendrían después.
Con la mili acabada y mis estudios concluidos, yo volví al pueblo para hacerme
cargo de las fincas que mi madre llevaba y gobernaba, ayudándole en su trabajo.
Estábamos en Jaén, la tierra de “donde si eres, es igual que si no fueres de ninguna parte”,
el “Norte del Sur”. Estábamos en Andalucía, tierra entonces de olivos y campesinos, de
romerías y parados, de pueblos con iglesias del Renacimiento y viejos castillos. Tierra
de latifundios y demagogias, sin industrias y sin muchas carreteras.
“Campo, campo, campo.
Y entre los olivos, los cortijos blancos”.
Siempre me ha dolido el abandono en que se ha tenido a mi tierra. Y lo
lamentable de ello es que tenemos nosotros la culpa de muchas de las cosas que nos
ocurren, por nuestro rabioso individualismo que nos lleva a no crear nunca conciencia
colectiva de nosotros mismos. Somos abúlicos y serviles y amigos de dramatizar las
cosas. Y lo grande del caso es que hay en nosotros cualidades realmente admirables
como aquello que Ganivet llamaba nuestro “Senequismo”, que no es otra cosa que
nuestra capacidad de aguantar todo lo que nos venga en contra sin una sola queja.
Somos barrocos y coloristas como nuestras corridas de toros. No somos clásicos.
Somos románticos como nuestros bandoleros. Según la vieja clasificación helenística,
no somos “apolíneos” porque no tenemos serenidad para pensar ni quietud para ser.
Pero somos “dionisiacos” porque tenemos exaltación para pensar y desorden para ser.
El cante es para nosotros como una especie de narcisismo en que nos gusta ver como
sabemos sufrir. Hacemos del llanto una manifestación de la belleza como se refleja
bastante bien en las Dolorosas de nuestras cofradías. Y somos en fin una compleja
mezcla de muchas cualidades, en las que hay en nosotros mucho de árabes. Y donde
hay mucho más, pero muchísimo más de griegos y de romanos.
El campo en aquella primavera del 46 estaba radiante. Había llovido mucho.
Pero habíamos salido hacía muy poco de una terrible sequía, de la mayor sequía de que
en muchísimos años hubiera memoria. Llovió en Noviembre del 44 y hasta el 28 de
Febrero del 46 no volvió a llover. En 16 meses no cayó ni una gota. Y eso no es una
metáfora, es una realidad. No llovió absolutamente nada, ni poco ni mucho, en todo
ese tiempo. Aquello fue espantoso. La sequía nos dejó sin reservas de alimentos. Y sin
que estos se dieran ni produjeran en ninguna parte vino el hambre a nuestro país. El
hambre de verdad, con letras mayúsculas. El hambre como un castigo y como una
plaga medieval. La gente se sentía sin fuerzas, y poco a poco se le hinchaban las piernas
y el vientre, y fallecían. Yo no se en el pueblo cuantos murieron. Pero sé que murió
mucha gente de hambre. Y lo grande del caso es que nadie se movió. No hubo, en
público, ni una sola protesta ni una sola queja, ni una sola manifestación de rechazo ni
signo alguno de rebelión. Hubo solamente un silencio impresionante que lo
embargaba todo. Por otra parte los aliados, tras su victoria en la II Guerra Mundial,
seguían con su asfixiante bloqueo a nuestro país sin permitir que entrase en España
nada de lo que ellos tenían. Recuerdo el recibimiento apoteósico que hicieron en la
Semana Santa de Úbeda a Don Pedro Radío al que nombraron hermano mayor de
varias cofradía y que era entonces el Embajador de Argentina en España. Argentina
nos había enviado varios barcos cargados de trigo y se sabía que el General Perón,
pensaba enviarnos más.
Pero donde el problema del hambre podía verse mejor era en el campo. Los
obreros estaban trabajando quitando hierbajos y pinchos del suelo de las olivas, que
con tanto llover habían crecido en abundancia y daban lugar, con su espesura, a que se
caminase con dificultad por los olivares. Los veinte obreros poco más o menos que
trabajaban entonces en Cañamares, iban todos los días con sus escardillos para limpiar
y rozar el suelo. Y allí hablaba yo con ellos cuando llegaba la hora de la comida. Se
sentaban debajo de algún olivo para comer, y de sus barjas de esparto sacaban collejas
que comían cocidas y, si acaso, algún mendrugo de pan hecho con harina de cebada,
más negro que la pez. Las fuerzas les faltaban cuando, después del trabajo, se
dedicaban a buscar collejas por los cantones del terreno, como base de su comida de
todos los días. Tomás Picazos que se hizo muy amigo mío y que no me creía cuando yo
le decía que la tierra daba vueltas alrededor del Sol, me contaba entonces que en su
casa por las noches no podían dormir pensando en la comida. Antonio Espinosa, que
iba medio descalzo y con unos pantalones llenos de remiendos con piezas cuadradas
de tela de color diferente, me contaba que no eran malo el oficio de cazar pájaros y
gorriones pero que, con piedras y tirachinas, era un trabajo penoso. Y Sebastián
Martos que luego fue mi encargado durante muchos años y que siempre fue un gran
amigo. Era de los pocos que medio comían, porque su madre tenía unas olivas
tomadas y tenían algunas reservas del año anterior.
Yo veía que aquello no podía seguir así. Pensaba que había que darle algún
remedio a aquella situación. Había leído por entonces el “Socorro de los Pobres”de Juan
Luis Vives, y me impresionó ver que estábamos como en el siglo XVI, cuando
también el hambre de los pobres hacía decir al humanista valenciano que “había ricos
que amaban su dinero más que su sangre”. Ahora era la verdad que pasaba algo de eso. El
problema no era sólo que los alimentos estuvieran muy escasos sino que con las once
pesetas que importaba el jornal (si es que lo echaban) no había suficiente para pagar
los altos precios que tenían las cosas de comer. Nosotros teníamos en las cámaras del
cortijo 80 fanegas de trigo, que equivalían a 3.500 kilos de cereal, y que era todo los que
había producido la tierra de secano en el año anterior. Una miseria. Y teníamos
además 8.000 kilos de aceituna, que habíamos llevado a molturar a la fábrica del
“Barato”, por los que cobramos en total diez mil pesetas. Eso era todo lo que dieron los
olivos en el año anterior. Otra miseria. Teníamos la esperanza de que el año de cereales
que se esperaba recoger aquel verano era muy bueno y que la cosecha de olivar para el
año siguiente podría también ser buena. Eso en realidad era lo que teníamos, la
esperanza de un tiempo mejor. Pero no había más.
Y yo me lo pensé seriamente. La solución estaba en darles fiadas a los obreros
las 80 fanegas de trigo que teníamos en la cámara del cortijo, y que no se habían
vendido todavía en espera de ver lo que pasaba con el precio de este cereal. Mi madre
(que como en todos estos años estaba muy mal de dinero, y este año mucho más)
escuchó mis razones y me permitió que les fiara el trigo a los obreros. Aquello fue una
de las cosas que en toda mi vida más he agradecido a mi madre, que conmigo siempre
lo hizo todo bien. Y yo una tarde de comienzos del verano, llamé a los que trabajaban
conmigo y los reuní debajo de una hermosa encina que hay en el olivar de la Solana, y
les dije que a partir de aquel mismo día daría una fanega de trigo por familia al mes, al
precio oficial de 90 pesetas, y la daría fiada hasta que ellos pudiesen pagar en tiempo de
la recolección de la aceituna, que era cuando ellos ganaban más. Podían recoger el trigo
en la Casería aquella misma noche. La reacción de ellos fue más bien sosegada.
Posiblemente no creyeran que yo estuviera mucho tiempo fiándoles cada mes una
fanega de trigo por familia. Pero se alegraron. Emilio Galera me dijo que no me
preocupara por el pago, que “en hombre joven no hay trampa vieja”. Llevaba un abrigo largo
que le llegaba por debajo de las rodillas. No se de donde lo sacó. Era el único que en
invierno llevaba abrigo largo, que entonces se estimaba como prenda que sólo usaban
los señoritos. Y los otros obreros se metían con él y le tenían bromas, diciendole que
parecía mentira que quisiera pasar por señorito siendo un muerto de hambre como los
demás.
Comencé entonces un sistema en el campo, en que daba fiado todo lo que el
campo producía; el trigo, el aceite, los garbanzos, las patatas y todo lo que constituía la
base alimentaria de entonces. Eso duraría unos años hasta que las cosas mejoraran.
Cuando Emilio Galera se marchó a Cataluña algún tiempo después, como hicieron
otros muchos, en busca de colocaciones en la industria y en la construcción donde se
ganaba más que en el campo, me dejó a deber 6.000 pesetas de entonces, que pasaron
de ser trampa vieja a ser trampa eterna.
Todo esto no era lo peor que les ocurriera a la gente del campo y a los pobres del
pueblo. Lo peor era que no tenían Seguridad Social. El Seguro de Enfermedad,
instituido como seguro obligatorio en 1944, todavía tardaría en llegar con su
organización y sus servicios a estas tierras. Sólo había el seguro de accidentes del
trabajo que era obligatorio. Por eso cuando alguno se ponía malo, ni había médicos, ni
había medicinas si no había dinero. Sólo podía acudir a la Beneficencia Pública, que le
ayudaba si podía, y a las Hermanas Mercedarias, que acogían en el Hospital del pueblo
a los que cabían. Y nada más. Aquello no era suficiente, yo pagué médicos y medicinas
muchas veces a obreros de Cañamares y a gente de mi pueblo. Puede que no sea
correcto que yo cuente todo esto porque pueda verse como una ridícula vanidad. Pero
esa es la verdad. Mi madre me decía que me iba a ver como San Sebastián. Y si cuento
esto es para que se vea como era la vida en estos días. Y afirmando también que yo no
era el único que afortuna-damente ayudaba a los demás. No eran muchos por
supuesto. El sentimiento de solidaridad no estaba entonces muy generalizado, eso
vino después.
Verdad es también que yo era cada vez más amigo de los obreros y quería que
ellos me vieran a mí como a un amigo, igual que me ocurriera en Guadix con los
soldados. Pero esto no ocurrió. Porque no podía ocurrir. En Guadix los soldados no
sabían que yo era rico. En Cañamares con los obreros, era evidente que lo era, y las
distancias no podían anularse pues yo era el señorito y no podía ser de otra manera, ni
se podía pensar otra cosa. Ahora bien, acompañarme a mi y a mis amigos de Cazorla
en juergas y diversiones eso si podía ser. Y yo después de haber sufrido tanto en mis
andanzas por cuarteles y sacristías, pensaba ahora que lo mejor que podía hacer con
mis 24 años, era divertirme y hacer mi trabajo en el campo. Pensaba en la diversión
como el principal objetivo de mi vida, aunque las diversiones de entonces estaban
llenas de límites.
Me gustaba mucho reunirme con obreros de mi edad y con amigos de Cazorla
que invitaba ahora a pasar conmigo unos días en la Casería. Y las reuniones eran casi
siempre en un Molino de harinas que yo tengo a unos cuatro kilómetros de la Casería,
que llamamos el “Molino de Gris”. Era un antiguo molino que todavía funcionaba
con sus piedras su rodezno y sus viejas cribas. Iban allí todavía muchos parroquianos
con su carga de trigo para que la molieran y les diesen su harina, tras pagar la maquila.
El Molino estaba rodeado de muchos nogueros y en la puerta, cerca de los arcos por
donde salía con fuerza el agua pulverizada del rodezno, había un sauce grandísimo y
un hermoso parral. El río pasaba y pasa a unos 50 metros de la puerta. El molinero era
Bernardino Martínez Soria, un buen amigo mío, y uno de los hombres más éticos y
honrados que yo he tratado en mi vida. Allí en el Molino lejos del pueblo, era donde yo
corría las juergas de mi juventud, con mis amigos de Cazorla, señoritos como yo, y con
los obreros de mi casa que eran de mi edad. Nos juntábamos como unos ocho o diez.
Preparábamos un choto o un cordero pequeño, y vino peleón y anís que quemaba la
garganta de malo que era, y nos daban las siete de la mañana de bromas y chistes.
Muchas veces cuando amanecía estábamos durmiendo la borrachera bajo el parral o
bajo los frondosos y altos nogueros. Eran juergas llenas de castidad, porque no había
mujeres ni se hablaba de ellas. Para mí y para mis amigos del pueblo eso era pecado. Y
eran juergas donde señoritos y pobres se divertían, lo cual era entonces sumamente
raro. Aquello era una manera de reaccionar contra una vida llena de reglas, de normas,
de viejas costumbres y de tristeza. Y tanto mis amigos como yo, aunque sólo fuera por
unas horas, nos sentíamos felices y afortunados. Alguna vez vino con nosotros
Agustín Laínez, y su gracia y su sentido del humor eran como un mágico y poderoso
sedante. Agustín era un humorista de antología y una gran persona. Su chiste del
hombre que había vendido su perro por veinte mil duros y en pago del mismo había
recibido dos gatos, valorados cada uno de ellos en diez mil duros, lo recordaré siempre
con agradecimiento, porque todavía hoy, un montón de años después, me hace
sonreír. Bernard Shaw era quien decía que “somos jóvenes mientras no somos
conscientes de las imbecilidades que hacemos”. Es posible que llevara razón. Yo hacía
entonces muchas imbecilidades y creo que hice bien en hacerlas. Por aquellos días de
finales de Octubre del 46 fue la boda de Ramón Nieto, otro de los obreros de mi Casa.
Me hizo su padrino y yo corrí con todos los gastos de la cena que, con esa ocasión, se
dio en el Corredor, como le llamamos a la casa que hiciera mi abuelo Isicio en
Cañamares. Todos estaban contentos. Todos sabían que el hambre había acabado
porque la cosecha de trigo había sido muy buena, y se esperaba que en la próxima
cosecha de aceituna hubiese mucho trabajo y muchos jornales. Bebían y hablaban
animadamente y reían y se notaba en ellos alegría. Yo me levanté de la mesa para hacer
un brindis por los novios y no me dejaban hablar dando vivas a Don Juan y queriendo
sacarme en hombros. Y yo pocas veces en la vida he sido tan feliz y tan afortunado
como aquella noche.
Piedad. Detalle. Adrian Isenbrant .
SÍNTESIS
D urante los años que siguieron a la Guerra Civil del 36, España era en
pleno siglo XX, un país con muchas cosas todavía de la Edad Media, y
que tuviera a la vez mucho en común con países del Tercer Mundo.
Pero después de aquellos días, desde los años sesenta poco más o menos, los
españoles tuvieron el acierto y la entereza de ir poco a poco convirtiendo a
España en un país de Occidente, civilizado y rico como los demás pueblos de
Europa, y como nos correspondía ser por nuestra Historia y por nuestra
Cultura Occidental. Y eso se logró a fuerza de buscar como objetivo prioritario
el desarrollo de nuestra Economía, considerando la buena marcha de la misma
como algo que no se puede descuidar (Sólo los pueblos ricos viven bien), y
buscando a la vez la concordia de nuestro pueblo a fuerza de ir propiciando, día
a día, la tolerancia y el compromiso para poder convivir (Sólo el rechazo de
ideologías extremistas y excluyentes permite la convivencia)
El resultado de todo esto, y ya en los albores del Siglo XXI, ha sido que
los españoles hayamos llegado a ser un pueblo rico y en libertad, sin graves
fisuras antagónicas entre sus gentes, que acabó con una dictadura política en un
largo proceso de transformación y que está ya muy lejos de la Edad Media y del
Tercer Mundo.
Pero un pueblo donde acabaremos posiblemente todos, al igual que los
demás pueblos de Occidente y si no nos movemos para evitarlo, en una nueva
dictadura esta vez de carácter económico, que será la dictadura de las
multinacionales y del Gran Capital, que mucho me temo que nos cause no
pocos sinsabores y sea muy difícil de derribar.
Los que vengan tras nosotros, pienso yo que es muy posible que su
combate contra esa nueva dictadura sea su destino dentro de la Historia.
*****
Por lo que a mi se refiere y en los años que siguieron a la Guerra yo he ido
también buscando, a lo largo de los mismos, aquellos valores en que pudiera
apoyar mi vida, que respondieran a la idea que yo tengo de las cosas y no a ideas
impuestas o suministradas por nadie. Y hoy, cuando ya estoy cerca de los
ochenta años, hay para mi tres ideas o valores que son las que real y
verdaderamente me sirven para vivir. Esas tres ideas son las siguientes:
- La libertad, entendida como posibilidad de hacer siempre aquello que
queramos y creamos mejor. Sin más límites a nuestra conducta que no causar
con la misma perjuicios que sean innecesarios a los demás o a la sociedad en
que vivimos (Sin libertad no se puede vivir).
- La solidaridad, entendida como necesidad de ayudar a los demás, en la
medida de nuestras posibilidades, a que tengan los mínimos necesarios para no
vivir en infrahumanidad. (Sin solidaridad con los demás la vida es como una
pasión inútil)
- Y Dios, entendido como fundamento y razón de ser de nuestra
existencia, que se manifiesta en miles de cosas que lo mismo pueden ser la
magia del bosque, que la belleza de una sinfonía, y que es por demás, la única
respuesta que tenemos al sufrimiento y a la muerte, como realidades de la vida,
que nadie ha destruido ni podrá destruir nunca (Sin Dios la vida es como
“escarcha en la mañana”).
Yo estoy de acuerdo con Pascal, cuando afirmaba que “el corazón tiene
razones que la razón no comprende”. Y pienso que Dios es la más apasionante de las
razones del corazón.