You are on page 1of 58

CUARTELES

Y
SACRISTÍ AS
Memorias de postguerra y juventud

JUAN MARTINEZ ORTEGA

ALMIRÓN
PATRICIO

IMPRESOR

CAZORLA

CAZORLA MMI
Edita: Juan Martínez Ortega
Edición no venal

Cubierta: Fragmentos del “Jardín de las Delicias”. El Bosco.

Vuelta: .

Interior: El Bosco y Bruegel el Viejo.

Depósito Legal: J-78-2001

Imprime: Patricio Almirón.


c/ Escuelas, 6. CAZORLA. Jaén.
“Si lo que se haya de hacer en España, se decide
en las sacristías y en las salas de banderas de los
cuarteles, podemos echarnos a temblar”.
Miguel de Unamuno en Salamanca (1936)

A Cazorla, mi pueblo.
EXPLICACIÓN CONVENIENTE

M i bisabuelo Mauricio Ortega de San Juan, era nieto de José San


Juan, un hombre que en el comienzo de su juventud vivió en
Cazorla los días de la invasión de nuestro pueblo por las tropas
de Napoleón en 1810, siendo testigo de muchos hechos dramáticos y
atropelladores que acaecieron en aquella Guerra. Mi bitatarabuelo José
San Juan no olvidó nunca en su memoria lo que entonces hicieron las tropas
francesas, y ello le llevó a escribir un pequeño librito de no muchas pági-
nas, que es lo único que se ha escrito sobre lo que fuera la Guerra de la
Independencia en nuestro pueblo. Yo leí hace muchos años ese libro, sin
saber que era de un antepasado mío. Me lo habían prestado, y, tras devol-
verlo, intenté hacerme con el mismo, pero no me fue posible. José San Juan,
que publicó su libro en 1849, era padre de Gloria San Juan, madre de mi
bisabuelo Mauricio, el cual nació en 1848, un año antes de que su abuelo lo
publicara. Esto lo sé yo por mi buen amigo Rufino Almansa, que a más de
excelente persona, es un extraordinario y riguroso investigador de lo que
ha ocurrido en Cazorla en todos los tiempos de su Historia.
Todo esto me llevó a mí a seguir el ejemplo de mi antepasado, contan-
do lo que yo sabía de la Guerra Civil del año 36 en otro pequeño libro, en
que refería todo lo que viese en mi casa y en mi pueblo en aquellos años
llenos de tragedia. Cuando yo creía que dicho libro, que titulé “Diario de
un colegial”, no iba a interesar a nadie, me encontré con la sorpresa de que
gustó mucho a todo el mundo. Recibí muchísimas cartas tras la publicación
de mi “Diario de un colegial”, que me animaban a que siguiera escribien-
do contando lo que pasara en Cazorla después de la Guerra. Las cartas
eran todas muy cariñosas y alentadoras. Recibí también un anónimo en que
me censuraban con cierta dureza lo que yo explicaba sobre la sexualidad en
el Colegio donde estaba interno en mis 14 años. Es la verdad que el anóni-
mo no me molestó. Todo el mundo tiene derecho a expresar su opinión. Pero
sentí que se me interpretó mal, porque se expresaban como si yo estuviera
en contra de la moral de la Iglesia en materia de sexualidad. Y yo lo que
realmente quería decir es que, en muchos casos, la Iglesia ponía antes y
sigue poniendo ahora, cauces muy estrechos a la conducta sexual de los
cristianos. (Muchas personas se quedan “in albis” en esta cuestión, si
quieren seguir las normas de Roma. Y eso no es humano).
Tras todo esto, me decidí a escribir otro libro que continuara refirien-
do como fue la vida en el pueblo en el tiempo que siguiera a la Guerra del
36. Y no olvidé cuando me decidí a ello, que lo que iba a hacer era una
autobiografía, que es lo que hacemos aquellos a los que nos gusta escribir,
cuando nos damos cuenta de que no sabemos escribir novelas porque eso
es sumamente difícil. Las autobiografías para que sean buenas, es preciso
que lo que en ellas se diga tenga interés, a la vez que han de estar escritas
con mucha objetividad y de un modo sincero, sin que lo que se escribe sea
para elogiar o justificar de alguna manera a quien escribe. Y eso es difícil
pero no imposible. Yo sólo he leído cuatro autobiografías que sean de
verdad sinceras y objetivas; la de San Agustín, la de Benvenuto Cellini, la
de Rouseau y la de Juan Goytisolo. Las cuatro cuentan sin reparos cosas
que no todo el mundo se atreve a contar. Cuando Goytisolo refiere que era
homosexual y que le gustaban los jóvenes marroquíes, y más si se ponían
un gorrito en la cabeza cuando estaban desnudos, nos muestra su sinceri-
dad aunque pueda no gustar lo que cuenta. Yo en este libro por supuesto, no
voy a llegar a nada de eso, pero intento ser claro en lo que cuento.
Es bueno saber como vivíamos en nuestro pueblo hace mas de
cincuenta años, porque así nos damos cuenta de lo mucho que ha cambiado
la vida y de lo mucho que hemos cambiado nosotros mismos. Todo ha
cambiado a mejor, aunque haya aun, indudablemente, cosas que han
cambiado a peor que son las menos. Y ello es así porque pese a todos los
pesares, los hombres siempre van a más por la sencilla razón de que la
Historia nunca es regresiva y es siempre un proceso constructor.
Ya sólo me queda decir que es mi deseo, que este libro mío pueda
llegar a gustar y entretener, como el que fuera su primera parte, aun
cuando casi siempre es verdad que “nunca segundas partes fueron bue-
nas”.
LA LIBERACIÓN

28 de Marzo de 1939

T odos sabíamos que la Guerra se iba a terminar y que esta Guerra que duraba ya
cerca de tres años, la habían perdido los rojos. Pero nadie hablaba de esto
abiertamente. Todo se decía como de tapadillo, pues estaba prohibido decir
nada que fuera contrario y que pudiera estimarse como contrario, a la República y al
ejercito de la República. La derrota de la Izquierda no nos traía muchas alegrías porque
todos teníamos muchísimo miedo a que al perder la Guerra, los leales al Régimen
republicano volvieran a matar de nuevo a gente de Derechas. Se sabía y se rumoreaba
insistentemente que eso había ocurrido así el pasado mes de Enero en Cataluña, días
antes de que las tropas nacionales hubieran ocupado de manera total los pueblos y
ciudades de la Región. No eran más que rumores. Pero eran rumores que se creían.
Había mucho miedo. Y lo penoso del caso era que no teníamos la menor idea de lo que
teníamos que hacer para evitar que nos pasara nada si ocurriera una cosa así. Nos
limitábamos a esperar.
A primeros de Marzo encerraron en la cárcel a todos los comunistas del pueblo.
Se rumoreaba que los habían encerrado por orden del Gobierno de la República. El día
28 por la tarde, los echaron a la calle. No se sabía quien diera la orden de echarlos.
Salieron de la cárcel a la carrera y como si temieran que los volvieran de nuevo a
encerrar. Y salían en pequeños grupos como si los fueran soltando poco a poco. Esto
nos asustó más. Esa noche estaba yo leyendo “La Barraca” de Blasco Ibáñez. Me había
aficionado a la lectura de Blasco desde hacía algún tiempo y todas las obras que había
en mi casa de este novelista las había leído ya. Leyendo “La Barraca”, tan interesado
estaba en su lectura que me olvidé de mis miedos y de la inquietud de no saber que iba a
pasar de nosotros, que era algo que difícilmente apartábamos de nuestro pensamiento.
El silencio de la noche era total. Pero sobre las doce el silencio se rompió. Dos
amigos míos, de mi edad poco más o menos, a la puerta de mi casa llamaban
quedamente como si no quisieran hacer ruido, pero con impaciencia pues insistían en
golpear el llamador. Mi madre y yo bajamos a abrir. Venían muy excitados. Me
contaron que un grupo de señoritos habían conseguido hacerse de varias escopetas, y
así armados se dirigieron al Ayuntamiento que desde hacía poco tiempo estaba en la
casa de don Alfredo Tamayo. En el Ayuntamiento habían detenido sin resistencia
alguna a Cesáreo Plaza que era el Alcalde del pueblo, y a algunos más de los suyos que
con él estaban. Y habían puesto de alcalde a don Emigdio Moreno, un médico muy de
derechas que gracias a que era médico no estuvo nunca en la cárcel. Don Emigdio, el
nuevo Alcalde, había dado orden de que todos los que fuésemos de derechas
saliéramos a la calle de inmediato para hacer una manifestación por todas las calles del
pueblo y confirmar que Cazorla estaba ya del lado del Gobierno de Burgos, aunque la
manifestación se hiciera en horas de madrugada.
Cuando mis amigos y yo bajamos a la Corredera había en la plaza centenares de
personas dando vivas a Franco y vivas a España. La gente se abrazaba y se besaba,
lloraba y gritaba llena de júbilo. Aquello me emocionó y me hizo sentir un escalofrío
por todo mi cuerpo. Aquello fue como una embriaguez y como una apoteosis de
alegría. Cada vez iban acudiendo más personas a la plaza que se llenó de gente. Yo diría
que todos los que no eran rojos estaban allí, sin faltar ni uno sólo. Varios de los que
organizaban la manifestación para recorrer las calles del pueblo llevaban la camisa azul
de la Falange. Aporreaban las puertas golpeando con fuerza en los llamadores para que
los vecinos de las casas, si eran de derechas se sumaran a la manifestación, y si eran de
izquierdas se enteraran de que ahora los que mandaban en el pueblo no eran ellos.
Después de tres años de Guerra nos parecía que estábamos soñando. Cuando la gente
pasaba por algún sitio donde hubiera letreros o carteles de izquierdas, los derribaban
con saña y una vez en el suelo los pisoteaban con insistencia. Yo me subí a la cancela del
Gran Hotel en la calle del Carmen y en unión de otros jóvenes como yo, derribamos y
echamos al suelo el cartel del Socorro Rojo (un equivalente a la Cruz Roja) que estaba
instalado allí. La estrella roja de cinco puntas de los comunistas que estaba sobre la casa
de Montesión Collantes en la Corredera, rodó desde la azotea estrepitosa-mente al
suelo en medio de una tremenda algarabía.
Después de tres años de represión, de tres años de mudez y de silencio, no
hemos vivido nunca nada que haya sido semejante. Los rojos no salían de sus casas. No
los vimos por ninguna parte. Tenían miedo. Sólo una mujer cuya puerta aporreamos,
salió llena de ira y de rabia y nos insultó. Nos dijo a voces que los leales a la República
volverían a ganar. Y luego se derrumbó y se deshizo en sollozos llenos de amargura.
Nos sobrecogió con su valentía. Sus gritos nos hicieron callar por un corto tiempo. Y
nosotros seguimos calle adelante, dando vivas a España y a Franco, sin molestar a
aquella mujer que nos había sobrecogido a todos con su coraje. Toda la noche la
pasamos dando vueltas por las calles del pueblo sin conocer el cansancio y roncos de
tanto gritar. Cuando clareaba el día y la luz del amanecer se dejaba ver poco a poco tras
las montañas del pueblo, las estrellas se apagaron y comenzó un nuevo día. Y yo me dí
cuenta de que por primera vez en mi vida, estaba viendo amanecer.

1º de Abril de 1939

L a mañana del pasado día 30 de marzo nadie pensó en quedarse en casa. Todos
queríamos hacer lo que fuera menester y que nos encomendasen alguna
misión. Y desde luego, pronto empezaron a darnos ocupación. En el pueblo
no había muchos hombres. En los últimos meses de la Guerra el Gobierno de la
República había movilizado desde la quinta de 1914 hasta la quinta de 1942. Yo, en los
últimos días de la Guerra pasé mucho miedo de que me movilizaran, pues mi quinta,
Juegos de niños. Detalle. Bruegel el Viejo.
que era la del 43, estaba ya en puertas. Con tanta movilización, el Ejército de la
República se convirtió en una masa inmensa de hombres que no tenían mandos ni
tenían armas suficientes. Esto se notaba en los pueblos de zona roja, donde sólo había
viejos y jóvenes, no mayores que yo.
Y por eso las nuevas autoridades de Cazorla nos dieron misiones que no se
correspondían con nuestra edad. A mi y a otro amigo mío nos ordenaron, en el
Ayuntamiento, que fuésemos acompañando a un hombre que había declarado saber
donde estaban escondidos muchos cartuchos de escopeta, para que nos llevara donde
estaban y los trajésemos al Ayuntamiento. Nos dieron dos escopetas viejas para que
custodiáramos a aquel hombre, que caminando entre mi amigo y yo nos llevó no muy
lejos de la Plaza Vieja, a un vertedero donde había como unos cincuenta cartuchos que
recogió en una espuerta. De regreso al Ayuntamiento por las calles del pueblo, la gente
nos aplaudía con calor y nosotros íbamos como asustados con nuestras escopetas al
hombro custodiando a aquel pobre hombre. Yo iba pensando que todo era como en
los días en que empezó la Guerra tres años antes, pero al revés. Y aquello me dolía.
Cuando volví a mi casa, dije a mi madre que yo no servía para aquellas cosas. Después
puede enterarme de que al hombre de los cartuchos no lo habían encerrado y eso me
alegró.
Tras tanta violencia como habíamos tenido, es verdad que yo rechazaba la
violencia fuera del color que fuera. Los que eran mayores que nosotros se dedicaron
toda la mañana a buscar gente de ideología izquierdista para encerrarlos en la cárcel. Y
encontraron a casi todos los que buscaban, pues todos estaban en sus casas sin
atreverse a salir y con el miedo propio de saber que iban a por ellos. Nadie ofreció
resistencia. Tenían su derrota muy asumida. Y estaban desconcertados.
A los jóvenes nos dieron otra misión no tan desagradable, pero de indudable
responsabilidad. En todas las salidas del pueblo pusieron controles para que nadie
entrara o saliera de Cazorla sin los permisos correspondientes de la nueva autoridad.
La verdad es que eramos chiquillos todos los que había en los controles. De vez en
cuando un grupo de falangistas venían a ver como iba la cosa y se iban de momento,
pues se veía que estuvieran muy atareados. Mi control, estaba en la Plaza de la Tejera,
justo en el punto donde confluyen la carretera de Peal con la de la Sierra. No ocurrió
ninguna novedad durante todo el día. Pero a la noche llegó a nuestro puesto un coche
en que viajaban militares del Ejército Rojo que llevaban todavía en sus gorras las
barras (que no estrellas) de su graduación militar. Venían muy nerviosos y alterados,
con la barba muy crecida y sus ropas muy ajadas. Se bajaron del coche y nos
preguntaron que por donde podían llegar hasta Almería. Les dimos toda la
información que teníamos de ello y los tratamos como a personas que necesitaban
ayuda. Y ellos, deshaciendose en finuras y en palabras corteses, siguieron a toda
velocidad por la carretera de la Sierra. Poco después llegaron otros dos coches con
idénticos ocupantes y con idéntico nerviosismo, y nosotros con idéntica amabilidad,
porque nos daba compasión de ellos, les dimos una vez más información sobre lo que
ignoraban, tras lo cual arrancaron de nuevo sus coches y se fueron. Y cuando, poco
después, vinieron a vernos los que inspeccionaban los controles y les informamos de
lo que había pasado, su indignación no tuvo límites. Nos llamaron cabrones porque
habíamos dejado escapar a gente que, con toda seguridad, tenían delitos de sangre y
huían a la desbandada de un Ejercito Rojo que se desmoronaba. Nos dijeron que si
llegaba otro coche y lo dejábamos pasar, seríamos nosotros los que iríamos a la cárcel.
Alguien dijo y muy acertadamente, que la Guerra no se podía hacer con niños y que lo
mejor era que nos quitasen de allí. Yo lo pasé muy mal y mi contrariedad, de que en
nuestra ingenuidad hubiéramos dejado escapar a aquellos desconocidos del Ejército
Rojo, no era porque hubiéramos sentido compasión de ellos si no porque pasasen
cosas tan desagradables y violentas.
Esta contrariedad se iba atenuando poco a poco con los rumores cada vez más
insistentes de que las tropas nacionales iban a llegar a Cazorla de un momento a otro.
Alguien cundió en aquella tarde del 31 de Marzo, que las tropas de Franco ya habían
salido de Peal y venían hacia el pueblo. Y un río de gente, una considerable multitud de
personas, acudió al comienzo de la Cuesta de la Narra, a una explanada desde donde
entonces se veía muy bien toda la carretera que desde La Colonia llega a Cazorla
(Entonces no había aquí las edificaciones que se han hecho después). Cuando a la caída
de la tarde vimos aparecer al Ejército Nacional camino del pueblo, nuestra alegría fue
inmensa. Nosotros esperábamos un par de camiones de soldados, y venían más de
cincuenta camiones que transportaban centenares de soldados magníficamente
equipados, que entraron en el pueblo precedidos de una banda militar que tocaba el
Himno de los legionarios y que sonreían a la gente y dejaban que la gente los abrazara y
les estrechase las manos. Una vez más aquello fue el delirio. No ganábamos para
emociones. Nosotros no sabíamos como era Franco. Y los soldados nos daban
estampas del Sagrado Corazón y fotografías del General Franco. La gente besaba al
Sagrado Corazón y besaba la foto del General, y se guardaba la fotografía besandola
repetidas veces. El bullicio y la alegría en las calles del pueblo duró toda la noche.
Al día siguiente todas las radios del pueblo repetían el parte de Guerra firmado
en Burgos: “En el día de hoy cautivo y desarmado el Ejército rojo, las tropas nacionales
han ocupado sus últimos objetivos militares. La Guerra ha terminado”. Y yo no hacía
otra cosa que repetirme mentalmente que la Guerra había terminado. Era la
confirmación de un deseo que había durado tres años. Era la confirmación de un
sueño. Aquella tarde yo entré en el dormitorio de mi madre. Por los balcones abiertos
se veían en el jardín las lilas cubiertas de flores azules o blancas. El cielo estaba limpio y
sin nubes. En la torre del Carmen, (cuyas campanas se arrancaron en la Guerra para
con el bronce de las mismas hacer balas a los cañones), había ahora una bandera roja y
gualda ondeando al viento. En su habitación yo vi que mi madre estaba sentada sobre
la cama. Cosía en la solapa de mi chaqueta una cinta negra para que yo llevase luto por
mi padre (los rojos nunca nos lo permitieron). Mi madre, con la cabeza inclinada sobre
la costura, lloraba en silencio. Y yo también en silencio me eché a llorar. La Guerra
había terminado. Pero no sabíamos todavía lo mucho que nos quedaba a todos, tanto
vencedores como vencidos, por penar y sufrir.
6 de Junio de 1939

T odos los presos estaban detenidos en la Inspección de Policía que estaba en la


Corredera. Días pasados se cundió que iban a trasladarlos a todos a la cárcel. Y
esto ocasionó que se juntase en la Corredera una gran cantidad de personas.
Había cierta insana curiosidad por ver las caras de los presos y en muchas personas un
penoso rencor hacia los mismos. Cuando al fin los sacaron a la calle camino de la
cárcel, se hizo un silencio impresionante. No se oía ni una mosca. La gente se agolpó
para verlos. Se formó como un estrecho callejón por donde habrían de pasar. Cerca de
mi estaba Miguelito de la Torre, un hombre como de unos cuarenta años, que en unión
de su hermano Juanito era dueño de la imprenta de la Corredera, única del pueblo
fundada en 1897, lugar de reunión de muchos señoritos que comentaban allí de
siempre, antes de que la Guerra comenzara, todo lo que en el pueblo ocurría. Era
como un mentidero en que los dos hermanos, los Niños de la Imprenta como les
llamaban, eran alma y sostén con su sentido del humor, con su conocimiento de todo
el mundo y con su simpatía. Mientras pasaban los presos , esposados de dos en dos,
conducidos por soldados (que tras la entrada de las tropas nacionales en Cazorla
quedaran de guarnición en el pueblo durante varios meses), el silencio se hizo si cabe
mucho mayor. Y entonces Miguelito de la Torre con una potente voz, gritó “viva
España” y todos los que observábamos a los presos contestamos con un “viva”
rotundo y lleno de fuerza. Y volvió el silencio otra vez y de nuevo se nos puso la carne
de gallina. Y de nuevo volvimos a emocionarnos, y a que yo, sin poder evitarlo, sintiera
compasión por los vencidos. El gesto y la mirada de todos ellos eran patéticos.
El juicio de los presos se señaló para el seis de junio en el Círculo de la Amistad.
El Círculo de la Amistad era un café situado en los bajos de la casa de don José
Manrique en la Corredera. Era un local muy amplio. Al fondo del mismo había un
pequeño escenario donde actuaban de vez en cuando bailarinas y cupletistas que
contrataba la empresa del Café para entretener y atraer de ese modo a su clientela. Los
jueves ponían una pantalla grande en el escenario y podían ir los niños a ver las
películas que esa tarde se proyectaban allí. Casi siempre eran películas de Tom Tyler, un
vaquero del Oeste americano, de Chispita, un niño que era el ídolo de nosotros los
chiquillos, y de su perro Vivales. Cuando Tom Tyler y Chispita luchaban o perseguían a
los “malos” de la película, los chiquillos los animaban y enardecían de tal manera, que el
chillerío y los gritos de la gente pequeña que llenaba el local se hacían ensordecedores.
Y la señorita que tocaba el piano durante la proyección, obligado en toda película
muda, era exactamente igual que si no existiese.
Allí en el Círculo de la Amistad, lugar de nuestros regocijos infantiles, era donde
iban a ser juzgados los que, según entonces se decía, tenían delitos de sangre. En lo que
fuera el escenario del Café se situó una larga mesa en la que tomaron asiento ocho o
diez militares presididos por un Coronel. Abajo y en primera fila estaban los acusados
a los que, al estar en primera fila y de espaldas al público, no podíamos ver sus caras
con facilidad. Allí estaban Cesáreo Plaza y Luis Mendieta, y Pedro Muñoz y Ramón
Gómez y algunos más que durante la Guerra fueron las autoridades del pueblo. El
local estaba lleno de gente a rebosar. No cabía un alfiler. Yo estaba allí como en una lata
de sardinas. Me quise marchar. Pero desistí, porque abrirse paso hasta la puerta era casi
imposible. Hablaron los acusadores y luego los defensores. Eran unos y otros militares
de graduación. Pero unos y otros, por lo que decían, se veía que eran muy adictos al
Régimen nuevo y, por consiguiente, difícilmente imparciales. Los detenidos no se
defendían bien. Se limitaban a eludir responsabilidades. Los acusadores hablaban con
calor. Todo fue demasiado rápido. Era verdad que muchos de los acusados eran
culpables de los asesinatos que se les imputaban. Pero un proceso militar, cuando la
Guerra había terminado y enmedio de tanta tensión, si bien entusiasmaba a muchos,
no terminaba de convencer.
Los presos volvieron a la cárcel. Y hasta cinco meses después no se ejecutaron
las sentencias. Yo estaba en Granada cuando los fusilaron. Y me enteré de los
fusilamientos porque mi madre en las cartas que me escribía cada semana al Colegio,
me informaba de ello sin ahondar mucho en la información. Fue después cuando me
enteré de que los fusilamientos fueron en las afueras del cementerio de Cazorla. Hubo
muchos jóvenes del pueblo que se ofrecieron como voluntarios para formar parte de
los pelotones de ejecución. Y fue después cuando me enteré que los enterraron fuera
del cementerio, sin ninguna inscripción ni ningún signo que recordara sus nombres,
como si fueran animales y no seres humanos. Eran los vencidos. Y ¡Ay de los vencidos!
Eso es lo que dijo el General Breno a los que se quejaban en Roma del trato que diera a
los soldados que recientemente había derrotado. ¡Ay de los vencidos! Y eso es lo que
llevamos oyendo siglo tras siglo en todas las guerras que, sin interrupción, siglo tras
siglo se repiten. Los prisioneros que fusilaron en Cazorla en 1939, es verdad que tenían
muchos de ellos las manos manchadas de sangre. De eso no hay duda. Y los que en
zona nacional mataron a gente que era de izquierdas, es verdad que tenían las manos
manchadas de sangre. Y no han estado en la cárcel ni un sólo día. De eso tampoco hay
duda.
Don Manuel Alejo me contaba después que a él, como sacerdote, le encargaron
que asistiera a algunos presos en sus últimas horas antes de su ejecución. Don Manuel
me contaba que es un empeño absurdo tratar de convencer a personas con una
ideología fuerte e intensamente vivida, de que están en un error. No obstante, aceptó
pasar la noche víspera de los fusilamientos en compañía de los que iban a morir. Como
pudo les habló de Dios y de lo que él entendía como vida eterna. Y sólo uno de ellos
pidió confesar y dijo estar arrepentido de sus pecados. Sólo uno. Don Manuel lo
acompañó hasta el paredón. Y su sorpresa fue grande cuando aquel hombre
momentos antes de que dispararan, levantó el puño y dio un “Viva los Estados Unidos”,
el país más capitalista de la Tierra. Es posible que el “viva” que dio aquel hombre antes
de morir fuese sin duda un viva a la libertad, a una libertad que él posiblemente se
empeñaba en situar, para seguir creyendo en ella, en algún lejano y remoto lugar de la
Tierra.
Juegos de niños. Detalle. Bruegel el Viejo
EL COLEGIO

Octubre del 39 a Marzo del 40

L os militares de guarnición en Cazorla, tanto los soldados como los oficiales,


eran gente joven que habían sufrido mucho durante la Guerra y tenían unas
ganas locas de divertirse. Así era corriente que por menos de nada se
organizaran verbenas en la Corredera o en el Paseo del Cristo, donde se bailaba hasta
las altas horas de la madrugada. El baile se acababa la mayoría de las veces con la
interpretación por la orquesta del “Cara al Sol”, con todos los asistentes en pie y
saludando con el brazo en alto. Todos los militares tenían mucho éxito entre las chicas
y eso irritaba a los chicos del pueblo que en muchas ocasiones se sentían desairados.
El verano del 39 fue un verano de mítines y verbenas. Había mítines por menos
de un pimiento. Raro era que en ellos no se refiriese alguno de los muchos asesinatos
que se hicieron en la Guerra en la Zona roja. Yo entonces leía mucho a Galdós, que me
apasionaba, y leía algunos libros que había en mi casa sobre las Guerras Carlistas.
Todas esas lecturas me han servido siempre para saber mejor como somos los
españoles. Mi madre aquel verano lo pasó muy mal. Le resultaba muy difícil
administrar todas las tierras que teníamos, que las nuevas autoridades nos habían
devuelto en el mismo mes de abril del 39. Y le resultaba difícil porque no sabía muchas
cosas que necesitaba conocer y saber. Pero no le faltó decisión y voluntad para
gobernar nuestra hacienda sin tener un duro, y con los Bancos que daban los créditos
con cuentagotas. Porque los Bancos no estaban tampoco bien de dinero y así, en los
préstamos, exigían avales muy fuertes y el dinero se daba con intereses muy altos y a
muy corto plazo. Esto llevó a mucha gente a caer en manos de los usureros. Nosotros,
que les temíamos, no caímos en sus manos de milagro. Todo esto se complicaba más
porque de medios para labrar la tierra estábamos todos muy mal. En aquellos días
apenas sí había máquinas. Todo se hacía con mulos y con bueyes. Y la Guerra y las
necesidades de la Guerra arrasaron los mulos y los bueyes allí donde los hubiera. El día
que me marché a Granada para seguir mis estudios, estaba mi madre llena de tristeza.
Sentía que yo me fuera. Y yo sentía dejarla con tanto problema, aún cuando era
consciente de que en muy pocas cosas le podía ayudar, por mi edad y mi falta de
experiencia.
El Colegio del Sacromonte de Granada estaba situado en una colina que hay
frente a la colina donde está la Alhambra. El Sacromonte está formado por una serie
de edificios entre los que, en la parte de abajo, está la Abadía que tiene una Iglesia
barroca de gran belleza, donde se dice que está enterrado San Cecilio, Patrón de
Granada. En la parte de arriba está el Colegio que es un edificio grande y cuadrangular,
con un patio central y tres pisos donde están las celdas para dormir los estudiantes, el
salón de estudio, el gran comedor, una pequeña capilla y la biblioteca, con miles de
libros, muchos de ellos muy valiosos, y muchos cuadros, algunos de ellos muy valiosos
también, y casi todos del siglo XVII en que el Colegio se fundó. Allí llegué yo la mañana
del 29 de Septiembre, sin tener ni remota idea de lo mal que lo iba a pasar.
Había muchos curas y algunos seglares contratados como profesores, y muchos
sirvientes a los que todavía llamaban fámulos. Por la mañana a las seis de la madrugada
un fámulo pasaba por los corredores con un pequeño mazo de madera en la mano, con
el que golpeaba una por una las puertas de las celdas o dormitorios para despertarnos.
Pasábamos al pasillo. El Sr. La Chica, que luego fuera párroco de las Angustias, nos
aguardaba para formar filas y de allí nos pasaba a la capilla a oír misa y de allí al largo y
frío comedor, de techos altísimos, donde nos daban un desayuno de un pésimo café
con leche y un bollo. Después pasábamos a clase. Yo estudiaba quinto de Bachillerato.
Las clases de Física las daba un cura que estaba siempre haciendo experimentos raros
que le encantaba hacer. Las clases de Historia las daba un cura que más tarde supimos
que era homosexual y que le enviaron, sin dar explicación alguna, a una Parroquia de un
pueblo granadino. En la de Ciencias tuvimos de profesor a D. Julio Aneas, un hombre
inteligente y bueno que yo tomé de confesor. Y en la de Literatura el profesor era un
seglar que se llamaba el Sr. Extremera, que era un hombre del que los jóvenes se
burlaban y al que le gastaban pesadas bromas, como la vez que le pusieron un pequeño
petardo bajo su sillón, que al explotar le asustó de gran manera. Los alumnos, no sé por
qué, le llamaban Don Benévolo, seguro que seria en referencia a su carácter, siempre
transigente. Era un hombre al que le apasionaba la Literatura, como a mí. Él se dio
cuenta de esto y me hizo su amigo, y muchas veces por el patio del Colegio
conversábamos sobre los Clásicos, que a los dos nos apasionaban. Era un gran
profesor. Y era lamentable que los alumnos fueran crueles con él, tanto en lo que le
decían como en sus bromas, de modo que le hacían sentirse desgraciado.
Yo estudiaba a todas horas. Era una fiera estudiando, hasta el extremo de que
cuando al acostarnos, de modo general apagaban la luz, si había luna yo abría los
postigos de la ventana de mi cuarto y estudiaba a la luz de la luna mientras podía,
porque teníamos prohibido tener velas en la habitación. Y no solo estudiaba mucho
sino que rezaba mucho durante todo el día. Siempre estaba en la capilla. Siempre estaba
cerca de donde estaba el Santísimo Sacramento y mi fascinación por la Eucaristía, que
sentía desde pequeño, la sentía ahora de joven con más fuerza ( y aún la sigo sintiendo).
En el Colegio había 823 alumnos, y yo me sorprendí mucho cuando en
Diciembre, al final del primer trimestre del curso, tuve noticia de que me habían puesto
en el Cuadro de Honor con el número uno. Cuando días antes el Rector me dijo que le
diese una fotografía, yo no tenía ni idea de que aquello fuera para ponerme en el
Cuadro de Honor. Y cuando el Rector durante la cena, desde un púlpito que había en el
comedor (desde donde nos leían vidas de Santos durante las comidas), dio los nombres
de los veinte alumnos que habían logrado figurar en el Cuadro de Honor, los muchos
alumnos que llenaban aquel largo y feo comedor, me dieron un aplauso muy fuerte que
me emocionó.
Pero yo no iba bien. Si me hubiera de definir a mí mismo por mis rasgos mas
salientes, diría que mi característica principal es sin duda el continuo análisis que hago
de mí mismo, mi autoexámen. Tengo obsesión por conocerme y no engañarme sobre
lo que realmente yo soy. Siempre he sido así. Y esto es demoledor. Yo sé la serie de
dudas que este autoanálisis conlleva siempre, determinando que en repetidas
ocasiones sea un hombre indeciso y a veces hasta sin fe en mí mismo. Yo siempre he
intentado con las realidades morales, llegar a tener ante ellas la misma certeza que se
tiene ante las realidades físicas. Y esto ya advierte Descartes que es cosa imposible.
Pero yo, con tanto autoanálisis, parece como si intentara descifrar ese imposible. Y así
me iba. El hecho de pensar lo he convertido muchas veces, al ser de esta manera, en un
verdadero suplicio. Porque es absurdo estar años enteros haciendo de Hamlet. Mi afán
de perfección, que entonces como siempre ha sido uno de mis grandes defectos, me
destrozaba el alma. No entendía todavía aquello que dijera Pascal de que “aquel que
insiste en convertirse en Ángel, termina por convertirse en Bestia”, ni tampoco me servía de
mucho lo que D. Julio Aneas que era mi confesor y que era un hombre inteligente, me
dijera, cuando afirmaba que “el mayor enemigo de mí mismo, era yo mismo”.
Yo sólo quería hacerlo todo muy bien. Y así siempre estaba en la Capilla o en el
estudio. Mi religiosidad iba pasando poco a poco a convertirse en un penoso fanatismo
que es lo peor que podemos hacer de nuestra religiosidad. Y mis muchos estudios
hacían que con 17 años, yo estuviera bien informado del mundo de las Humanidades,
pero no sabía nada ni tenía la menor idea de lo que era un beso a una chica o una
masturbación, porque en esas cosas solo estaba Satanás. Y yo no iba bien porque
estaba además lleno de escrúpulos religiosos. Recuerdo que un día avisé al Sr.
Cabrerizo, que era el cura encargado del salón de estudio, que en la capilla estaba
apagada la lámpara del Sagrario. Y este me dijo que había hecho bien en decírselo
porque dejar la lámpara del Sagrario apagada más de una hora era pecado mortal. Y
Martín Peramo que era un chico de Almería muy inteligente me dijo:
- “ No creo yo que en el Cielo estén los Angeles con una estaca en la mano, para que apenas
pase más de una hora con la lámpara del Santísimo apagada, te den estacazo y te manden a los
Infiernos. Yo creo que eso es una estupidez”.
Me acuerdo que me dio envidia la manera de pensar que tenía Peramo. Pero le
creía equivocado.
La verdad es que los curas no tenían mucha culpa de nada de esto. Pues es cierto
también que los curas no nos hablaban mucho de Dios. Muy pocas veces nos hablaban
de El. Bastante tenían con ocuparse en barajar aquél ejercito de más de ochocientos
jóvenes que hacían toda clase de diabluras, que se escapaban por las noches a Granada,
volviendo al amanecer, y que gastaban bromas muy pesadas. Eramos muchos y la
disciplina tenía que ser muy dura. Los curas no era raro que acabaran a tortazos con los
niños para llevarlos al orden. Yo recibí una vez un tortazo en el cuello porque llegué
tarde a la formación. Temíamos a los curas. Pero era muy difícil gobernarnos.
Recuerdo que una mañana aparecieron todos los cuadros de antiguos alumnos del
Colegio que llegaron a ser hombres ilustres, con un hueso de pollo sujeto con
esparadrapo, en el punto en que los mismos lucían una condecoración o una gran
cruz. Resultaba cómico ver a Martínez de la Rosa o a D. Juan Valera muy serios y muy
dignos con su hueso de pollo sobre el pecho. Los cuadros estaban en la Biblioteca y
algunos de ellos se estropearon. Se armó con ello una gran conmoción, sin que fuera
posible descubrir a los autores de aquello y averiguar como se hicieron de la llave para
entrar en la biblioteca. Precisamente en la biblioteca, no hacia muchos días, se había
puesto en escena por alumnos del Colegio, un Auto Sacramental de Calderón. Asistió
el Arzobispo de Granada Don Agustín Parrado, que estuvo viendo los cuadros que
allí había.
Pero lo peor que ocurría en el Colegio es que se pasaba hambre. Éramos
muchos para que hubiese alimentos para todos, con la escasez que ya se notaba
bastante en España. La mayoría de los días no se comía mal. Pero había algunos días
que algo fallaba, pues nos levantábamos de la mesa como si no hubiésemos
terminado de comer. Yo tenía dinero para comprar donde hubiera, pero de no mucho
me servía pues no nos estaba permitido salir del Colegio. El servicio de Correos no
llevaba allí paquetes, porque el Colegio estaba en el extrarradio de Granada. Por eso
yo no se como uno de nuestros amigos recibió, nada menos, que un caldo de patatas
enlatado. Yo no sé como enlataron y soldaron aquello. Tampoco pudimos abrirlo y
cuando a la fuerza bruta rompimos la lata con un punzón, se derramó más de la mitad
del caldo.
La situación para mi se hizo muy dura cuando en Marzo pedí permiso al Rector
para ir a Madrid, donde en Vallecas iban a desenterrar a los 213 caídos del Tren de la
Muerte, asesinados allí en 1936 (entre los cuales estaba mi padre) para traerlos a
enterrar a la Catedral de Jaén. El Rector no me quiso dar permiso porque decía que no
estaba muy claro que mi madre me dejase ir a Madrid. A duras penas lo puede
convencer para que me dejase ir a Jaén. El entierro de los Caídos del Tren de la Muerte
tuvo lugar el 10 de Marzo de 1940. Yo me uní a mi madre en la Estación de Jaén,
cuando llegó el tren a la misma con todos los ataúdes de los Caídos y numerosos
familiares de los mismos. La llegada del tren fue muy dolorosa. Todo el mundo
lloraba. Los falangistas cantaban emocionados el “Cara al Sol”. Había muchos curas
que rezaban en silencio oraciones de sus breviarios. Y la Estación estaba llena de
gente, de banderas y de emblemas de la Falange, con el yugo y las cinco flechas. De
todos los que desenterraron del Tren de la Muerte, sólo 4 pudieron ser identificados.
A ellos también los enterraron de manera anónima.
Yo volví al Sacromonte. Pero pocos días después dejé el Colegio. Mi madre no
comprendía que siendo yo tan religioso quisiera dejar un colegio de curas.
Volví a mi Colegio de Linares, de los días anteriores a la Guerra. Era la primera
vez que viajaba en tren yo solo, sin que nadie me acompañase. Cuando llegué a la
Estación de Baeza bajé del tren para coger el tranvía que me llevaría a Linares. Como
éste tardaba en venir, me senté en mi maleta de madera a esperar. Y vi al tren que me
había traído que seguía su viaje a Madrid. Y pensé en la suerte de los que iban a
Madrid, que yo entendía entonces como una ciudad mágica, llena de diversión y
libertad y que yo aún no conocía. Me sentía sólo y con el ánimo lleno de dudas y
temores. Me hundían mis problemas. Y me eché a llorar. Tenía 18 años. Y no me daba
cuenta de que tenía por delante toda una vida y que la estaba quemando.
Triunfo de la muerte. Detalle.Bruegel el Viejo
LA PARROQUIA

Mayo del 40 a Enero del 41

E n Linares, ni el Colegio ni el Instinto eran, ni con mucho, como fueran


antes de la Guerra. Tanto los profesores del Instituto como los que
cuidaban del Colegio, eran, en los años anteriores a la Guerra,
plenamente liberales. Ahora de eso no había nada de nada. Todo estaba por
demás muy politizado. Ahora había asignaturas nuevas que antes no existían,
como la Religión y la Formación del Espíritu Nacional. Se hablaba mucho del
Imperio Español y de la grandeza del Imperio Español. Los Reyes Católicos, la
obra de los Teólogos españoles en Trento y las aventuras realmente épicas de
los Conquistadores españoles en América, eran hechos históricos de los que
teníamos que sentirnos orgullosos. Y teníamos que esforzarnos en que aquellos
tiempos volvieran de nuevo a repetirse, a fuerza de insistir en ser como nuestros
antepasados y vivir con la mentalidad y el espíritu de ellos. Había que tener
como modelos a Hernán Cortés, a Orellana, a Santa Teresa o a San Pedro de
Alcántara que cuando sentía tentaciones contra la castidad, se tiraba desde la
ventana de su celda a un gigantesco rosal que había debajo, cuyas espinas se le
clavaban y acababan con sus tentaciones. Entonces nadie nos diría, como a los
jóvenes adolescentes se les ha dicho después, que estaba en lo cierto Oscar
Wilde cuando afirmaba que “la mejor manera de librarnos de la tentación, es
caer en ella”. Y lo grande del caso es que los chicos nos entusiasmábamos con
todo aquello y creíamos sinceramente que los modos de ser de tiempos del
Imperio se podían repetir y revivir de nuevo. Se contaba mucho por aquellos
días como reflejo de lo que pasaba, que a un joven en su examen le preguntó el
profesor que quién había descubierto América. Y el joven contestó diciendo
que había sido Franco. Volvieron a preguntarle que quién tomó Granada a los
moros; y el joven contestó que había sido José Antonio. El profesor le dijo al chico que
parecía que estaba “pegao”. Y este le contestó diciendo que lo que parecía realmente es
que el profesor era rojo.
Había colegios en los que en la clase de Geografía no se estudiaba Rusia, porque
el profesor decía que los países comunistas no se estudiaban. Pero había también
profesores como aquel que habló en guasa de que la calle de la Amargura en Jerusalén
se llamaba ya Avenida de José Antonio que era el nombre que se puso en todas partes a
la calle principal del pueblo. De aquellos excesos hemos pasado después en los
métodos educativos, a una no menos lamentable ignorancia de lo que fuera nuestra
Historia. La verdad es que en la primera y en la segunda enseñanza se llegó a todo esto
en un grado mayor o menor, según los casos. Pero en la enseñanza superior, se diga lo
que se diga, la manipulación política fue muchísimo menor, como no fuera en el caso
de las frecuentes destituciones de profesores que, de alguna manera, se sabía que eran
adictos a la ideología de izquierdas.
Del colegio del Sacromonte pasé de nuevo al Colegio de Linares. Pero yo venía
ya de Granada con una fuerte vocación al sacerdocio. Me encantaba la Iglesia. Me
encantaban los actos eucarísticos. Y hablar de Dios y hacer apostolado y la liturgia de
muchos actos eclesiales. Pero por otra parte, no me convencía mucho la idea de no
tener familia y de no tener hijos, así como la idea de la soledad en que me podía ver si
me hacia cura, viviendo en cualquier pueblo que no me gustase y donde hubiera de
residir por obediencia al obispo.
Aquello me atormentaba. Aquella contradicción entre unos deseos y otros,
convertida además en una cuestión de conciencia, era muy dolorosa para mi. Yo
pensaba que mi vocación era muy fuerte y que mi aversión a la soledad y a la obediencia
podían ser, seguramente, trabas que ponía mi egoísmo para que yo destrozara algo tan
hermoso como una vocación al servicio de Dios. En Linares la noche del 11 de mayo
de 1940, la pasamos hasta el amanecer con un grupo de jóvenes como yo, en el
Santuario de la Virgen de Linarejos, que estaba a las afueras de la ciudad, rodeado de
eucaliptos y con extensos campos a su alrededor sembrados de trigo. Los periódicos y
la radio daban noticias continuas, en aquellos días, de que los alemanes habían iniciado
su ofensiva contra Francia y en su avance arrollador habían invadido Bélgica,
Dinamarca y Holanda y acosaban al ejército francés que se replegaba hacia París.
Aquello era espectacular y nos llenaba de entusiasmo. Nosotros, todos, éramos
partidarios de los alemanes a los que admirábamos y teníamos agradecimiento, porque
nos habían ayudado en nuestra Guerra, y nada sabíamos, ni teníamos la menor idea, ni
de la S.S. ni de la persecución a los judíos ni de los campos de exterminio. Y aquella
noche en el Santuario de Linarejos los jóvenes reunidos allí en vigilia eucarística,
rezamos porque la Guerra en Europa acabase y porque la victoria fuera de los
alemanes.
Por la mañana al amanecer, salimos en procesión con el Santísimo Sacramento,
por los alrededores de la iglesia. El cura llevaba en sus manos, la plateada custodia. Yo
llevaba uno de los varales del palio bajo el cual caminaba el sacerdote con la custodia en
las manos. Pensaba que en aquella mañana, íbamos detrás de Jesús, igual
exactamente igual, que fueran los discípulos tras Él cuando Jesús caminaba por las
tierras de Samaria y Galilea. Yo iba entusiasmado y con el corazón lleno de dulzura.
Miraba la custodia recortar su silueta, sobre los campos llenos de espigas doradas, en
aquella mañana de primavera llena de sol y de luz. Y pensaba a la vez en los ejércitos
alemanes arrasando con sus carros de combate todos los campos de Europa. Yo sentía
la paz y sentía el silencio que aquí nos envolvía y casi nos mareaba y entonces me daba
cuenta de lo fuerte que era mi vocación. Pero luego después venían las dudas y el
miedo a tomar una decisión en que renunciaba a tener una familia y apostaba por la
soledad y por la obediencia. Y aquello era vivir una ambigüedad y una inseguridad que
me destrozaba el alma.
En Junio, acabado el curso, yo volví a Cazorla para las vacaciones de verano. Y
en Cazorla estaba de Párroco, desde hacía varios meses, Don Joaquín González de la
Llana. Don Joaquín era, y yo no lo sabía todavía, una verdadera revolución. Era un
buen cura, un hombre de Dios, un batallador de la Iglesia. Pero vivía en el gran error
de querer hacer de la sociedad en pleno siglo XX, por muy conservadores y
retrógrados que nos hubiese hecho la victoria de los nacionales sobre los rojos, una
sociedad como la que hubiere en España en los lejanos días del siglo XVII, totalmente
montada sobre la exclusiva de los valores religiosos. En alguna parte había leído yo,
que en el siglo XVII Sor María Agreda contaba que en su casa eran quince hermanos y
que cuando ya fueron mayores, sus padres acordaron que las niñas bajo la dirección de
la madre hicieran todas los votos de la Orden de San Francisco y fundaran todas ellas
un convento en el piso superior de la casa. Y los hermanos varones en unión y bajo la
dirección de su padre, formaran todos ellos otro convento de la orden franciscana en
el piso inferior de la casa, sin tener contacto alguno con el convento de las mujeres.
Esto era lo que se llamaba fundar un beaterio y en España, en aquellos lejanos días se
hicieron muchos beaterios. Además entonces en España eran también frecuentes las
procesiones, las romerías, los autos de fe, las reliquias de los santos, los milagros, las
apariciones, las brujas, el demonio, y las vocaciones en masa en conventos y
seminarios.
Volver a esto es a lo que, pienso yo ahora, quería volver Don Joaquín, con una
buena fe en el empeño de la que no tengo la menor duda. Por eso todos los días daba
un sermón por la mañana en misa, y a la tarde daba casi todos los días otro sermón
durante la novena o el rosario; pues entonces no había misa por la tarde. Yo no sé de
donde sacaba tema para dar dos sermones todos los días y no repetirse. Era un orador
sensacional, tenía una potente voz, argumentaba muy bien y era brillante y
conmovedor y la gente le seguía en masa como hicieran los españoles que seguían a los
predicadores dominicos y jesuitas en los lejanos días del siglo XVII llenando las
iglesias. Porque es también la verdad que en el pueblo no había otra clase de
entretenimiento. La gente aparte de ir a la Iglesia, no tenía otro tipo de diversión que
oír Radio Andorra, que se pasaba el día radiando canciones populares y enunciando
los nombre de quienes las solicitaban, pagando por ello cinco pesetas en giro postal a
la emisora del Principado. “La Vaca Lechera” y “La Niña de la Estación”, nos dolían los
oídos de oírselas cantar a todo el mundo. Otra diversión era reunirse en las casas a
jugar a las cartas y a las prendas. Y alguna vez ponían en el cine películas más que
censuradas, como “El milagro de Fátima” ó “A mí la Legión” que trataba de un joven rey
de los Balcanes que dejaba su trono para incorporarse al ejército y pasar toda su vida
en el cuartel por ser ello lo que le gustaba con locura. Eso era todo lo que había en
nuestro pueblo como entretenimiento.
Y así no es de extrañar que las iglesias se llenaran de gente, y más si el predicador
era como Don Joaquín, un orador excepcional. Y Don Joaquín nos enloqueció. Nos
enloqueció, aunque no llegara a tanto como Savonarola cuando enloqueciera a todos
los florentinos en el siglo XV, que quemaron pinturas de Boticelli y de Masaccio
porque eran inmorales. Desde el púlpito Don Joaquín condenó como algo inmoral los
bailes de la Feria del pueblo, y aquel año en la Feria sólo acudieron dos parejas a la pista
en toda la noche y la orquesta contratada, se despidió y se marchó del pueblo echando
pestes contra el cura. Aquello no podía extrañar mucho. Yo fui, en Granada, unos días
después a ver Romeo y Julieta al cine, en una versión de la obra de Shakespeare hecha
por Leslie Howard y Norma Shearer y me encontré con que se advertía al público de
que la película había sido prohibida por orden del Sr. Arzobispo, porque la misma
acababa en un suicidio y el suicidio iba contra las leyes de Dios. En unos ejercicios
espirituales que por aquellos días se dieron en la casa de Doña Lola Ruiz y que dirigía
Don Joaquín, a una de las señoras que asistía se le avisó de que su hijo se había puesto
muy malo y que estaba grave con una peritonitis, y no consintió en dejar los ejercicios y
acudir al hospital, porque afirmaba que al salir perdería todo lo que había estado
asumiendo con la meditación de los ejercicios, si los interrumpía y volvía después a los
mismos.
Teníamos que tener mucho cuidado con lo que leyéramos porque los libros
podían estar inscritos en el Índice de Libros Prohibidos y así yo fui tan bárbaro que
quemé varios libros de los muchos que mi padre tuviera en mi casa. Pero llegué a más.
Por las noches en mi dormitorio, antes de acostarme, me arrodillaba y con los brazos
en cruz repetía hasta dos mil veces la jaculatoria entonces de moda en que se decía
confiar en el Sagrado Corazón, y cuando acababa y me encontraba totalmente
rendido, y agotado, me acostaba. Una noche poco antes de la Navidad mi madre me
oyó y subió a mi cuarto que estaba arriba para ver que estaba haciendo. Yo no le quise
abrir. Y a la mañana siguiente me di cuenta de que mi madre no sentía ya que yo fuese
excesivamente religioso (lo cual no le gustaba mucho), sino que yo estuviera perdiendo
la cabeza. Y eso para ella era muy duro, pues a más de los problemas que le daba la
gestión de nuestras tierras, se unían ahora a ello, los problemas que ella sabía que yo
estaba padeciendo. Yo sentía con toda mi alma hacerle daño, lo sentía como si aquello
fuera una gran injusticia, pero seguía igual. No podía remediarlo. Y me animaba a ello,
ver que eran muchos jóvenes como yo, y muchas personas de toda condición, las que
estaban igual que yo trastornadas por la Religión.
Todo esto se completaba con peregrinaciones que con frecuencia se
organizaban, como la que se hizo a Quesada para la Fiesta de la Virgen de Tíscar en
que una gran multitud de personas fuimos al pueblo vecino y nos hicimos a pie, tanto
al ir como al venir, los once kilómetros que separan los dos pueblos, acabando
rendidos y maltrechos pero llenos de satisfacción por lo que habíamos hecho. Y hubo
otra peregrinación que se organizó en Agosto del 40, para ir al Pilar de Zaragoza con
motivo del centenario de la aparición de la Virgen en aquella ciudad. En solo tres días
acudieron más de doscientos trenes de toda España, llenos sólo de jóvenes varones. A
esa peregrinación nos apuntamos más de 50 chicos de Cazorla, que fuimos también a
Zaragoza, donde entramos de forma apoteósica y triunfal, encabezados por nuestros
curas y con las banderas de todas las cofradías, mientras los zaragozanos que tenían
problemas para alojarnos, nos aplaudían con calor. A mi no se me olvida aquello.
Estábamos fanatizados.
Había en el pueblo mucha gente que la teníamos ya en contra porque aquello no
gustaba. Y más cuando Don Joaquín hacía muchos actos parroquiales en la calle,
como en la Semana Santa del 41. La noche del Viernes Santo salió de la iglesia de la
Corredera con una pesada cruz de madera sobre los hombros para hacer el Viacrucis
de Penitencia, rodeado de numerosas mujeres de Acción Católica y de numerosos
fieles que cantaban salmos penitenciales, en que se pedía a Dios piedad para todos
nosotros. Aquello produjo mucho impacto y causó gran impresión. Había mucha
piedad y mucha castidad y mucha obediencia y mucha oración y muchos rezos. Pero de
ayuda a lo pobres y ayuda a los que perdieron la Guerra y ayuda a los que estaban
encarcelados, de eso, ni se habló, ni se hizo nada de nada. No sé si entonces éramos en
Cazorla como fuésemos en España en el siglo XVII, lo que si se es que el pueblo se
dividió. En el verano del 41, de un lado estaban los partidarios de Don Joaquín que
eran muchos, especialmente mujeres que llevaban en sus devocionarios fotografías del
Párroco en unión de estampas de Nuestra Señora, como si el Párroco estuviese
canonizado. Y de otra parte estaban los que eran enemigos de Don Joaquín que
hablaban de él como si fuera una desgracia y una calamidad para el pueblo. Don
Gregorio Modrego Obispo Auxiliar de Toledo, lo trasladó a otra Parroquia de la
Diócesis, en Noviembre de 1941. Y llegó a Cazorla Don Román Beteta, que era un
hombre de Dios, y que poco a poco fue calmando los ánimos. Aquel curso se fueron al
Seminario de Toledo 23 chicos del pueblo. Más que en la vida. Yo no me fuí.
Yo sé ahora, y no sabía entonces, que los Griegos en uno de los muros del
templo de Apolo en Delfos pusieron una inscripción que decía escuetamente así:
“Nada en exceso”. La inscripción es toda una filosofía de la vida y toda una prueba de la
sabiduría de un pueblo que sabe que con excesos no se va a ninguna parte. Lo de Don
Joaquín era un exceso. Mis problemas vocacionales eran un exceso. Y mis oraciones y
rezos de aquellos días durante horas enteras eran un exceso también. Hoy creo que lo
que me ocurriera en Chilluévar poco después (donde entonces fui un domingo a misa)
pudo servirme bien para explicarme muchas cosas. El Párroco vio que dos jóvenes no
entraban en la iglesia donde ya habíamos entrado todos para oír misa. Y se volvió y
cogiendo por el brazo con amabilidad, pero con decisión, a aquellos dos jóvenes, los
llevó hasta las gradas del altar mayor y allí los tuvo de rodillas sin permitirles que se
marcharan hasta que la misa acabó. Aquellos jóvenes eran obreros míos y cuando a la
salida de la iglesia me los encontré, uno de ellos me dijo:
- “Don Juan, esta vez nos cogió el cura. Pero yo le aseguro a Ud. que no nos
cogerá más, pues nos guardaremos de acercarnos a la iglesia a no menos de un
kilómetro de distancia”.
Yo no pude evitar sonreirme pues los conocía y sabía que eran buena gente.
Pero poco después cuando el Párroco salió, como sabía que eran obreros míos me dijo
así:
-”Quisiera que Ud. comprendiese por qué hago estas cosas. Yo sé y soy
consciente de que con la ayuda que tenemos por parte del Estado para desarrollar
nuestra misión, estamos viviendo unos tiempos que no se repetirán más. Y nunca más
tendremos una ocasión tan admirable para cristianizar la sociedad, utilizando los
métodos que creamos mejores, sin que nadie nos lo estorbe. Sería un error que
desperdiciáramos una ocasión tan buena, para poder hacerlo. No tendríamos perdón
de Dios”.
El cura se llamaba Don Pedro Martín Hormigos. Y a mí me dio la clave de lo
que la Iglesia hiciera entonces. Y hoy me duele que con tantísima buena voluntad se
pudiera hacer tanto daño, pues es muy posible que la indiferencia religiosa de hoy
tenga buena parte de sus raíces en las coacciones de entonces.
Matanza de los inocentes Detalle. Bruegel el Viejo
LA UNIVERSIDAD

Febrero del 41 a Junio del 43

T ras acabar el Bachillerato en Linares, me había quedado en Cazorla preparando


el Preuniversitario yo solo. Entonces llamábamos Exámenes de Estado al
examen que se hacía ya en la Universidad para entrar en ella, que era un examen
muy duro. Tras el mismo, podías optar a estudiar una de las sólo seis carreras que se
podían cursar en las tan sólo 12 Universidades que habían entonces en España. Por
aquellos años había unos sesenta mil universitarios en todo el país y por aquellos años
también, sólo estudiaban los ricos. Yo estudiaba casi siempre en el jardín las horas
enteras. Pero para dos asignaturas no tenía más remedio que buscarme profesor. Y por
eso volví de nuevo a Granada para buscarme una academia donde me diesen clases de
Matemáticas y de Latín. A Granada desde Cazorla íbamos siempre en tren. Entonces
viajar en tren era una auténtica aventura. Los trenes medio rotos por la Guerra y mal
reparados funcionaban de desastre. Parecía milagro que circularan por la red
ferroviaria del país gravemente dañada por los bombardeos de nudos ferroviarios y
puentes.
Salíamos de Cazorla a las siete de la mañana, casi de noche, en un autobús que se
llamaba “el Correo” de la Central. Un autobús pequeñito que iba siempre lleno hasta
los topes. El billete costaba algo menos de cinco pesetas, que era casi el precio de un
jornal agrario. Y en ese autobús, en algo menos de una hora, llegábamos a Los Propios
que era, y es, la Estación de ferrocarril del pueblo a 30 kilómetros del mismo. Los que
iban para Madrid, tomaban el tren que pasaba por Los Propios, a poco de que
llegásemos a la Estación, pero los que íbamos para Granada teníamos que pasar el día
entero en Los Propios, hasta las seis de la tarde, en espera de que el tren volviera de
Madrid y nos recogiera para llevarnos a Granada. Lo malo de las nueve horas que
pasábamos en la Estación esperando el tren de Madrid era que muchísimas veces traía
un retraso de dos o tres horas que nos agotaban y que en la Estación y en sus
alrededores no había nada de nada. Había sólo una cantina donde servían anís, coñac y
vino peleón, y donde solían estar con frecuencia algún que otro mozo de estación y a
veces el jefe de la misma, con su gorro de dorados bordados y su barba de varios días.
Cuando cogíamos el tren lo cogíamos casi al asalto, pues como en España no
había ni coches ni autobuses ni camiones ni nada que circulase por carretera, los trenes
iban siempre abarrotados de gente. (Las pocas veces que íbamos a Úbeda o a Jaén en el
taxi de Farolitos o de Bernardino Caravaca, que eran los dos taxis que había en Cazorla,
si por la carretera nos cruzábamos con mas de dos o tres coches, a lo largo del trayecto
aquello era algo insólito). Tanta gente iba en el tren que casi siempre costaba mucho
trabajo que te dejasen subir. Y una vez dentro, uno se acomodaba como podía
quedando casi siempre de pie en el pasillo y metido entre los viajeros como sardinas en
lata. La gente que viajaba eran casi siempre estudiantes y gente humilde que iban llenos
de talegas, sacos y maletas de cartón, donde llevaban garbanzos, harina, patatas, aceite
y otras cosas de comer, que traían de unos pueblos para venderlos en otros donde
había más carencia de esos géneros y se vendían mejor. Esto era lo que se llamaba
hacer estraperlo con las cosas de comer. En España había una escasez de alimentos
cada día mayor. La Guerra había destrozado muchas cosas. Ello unido al bloqueo a
que nos sometieron los Aliados en guerra con los alemanes, que no dejaban entrar en
nuestro país ninguna clase de barcos en ninguno de los puertos de la nación, trajo
como consecuencia una falta grande de alimentos y de materias primas. Esto daba
lugar a que aquellos que tenían en su poder cualquier cosa de comer la vendían a peso
de oro. El estraperlo estaba prohibido por la llamada Ley de Tasas que asignaba un
precio a todos los alimentos que había en el mercado, que no se podían vender por
encima del precio señalado en la Ley. Pero la Ley de Tasas no la respetaba nadie y las
cosas de comer iban siempre al mercado negro. Una fanega de trigo que tenía un
precio oficial de 90 pesetas se vendía a 500 pesetas. Y eran muy pocos los que podían
costearse, por aquel precio, un alimento que era más que nunca de primera necesidad.
La Guardia Civil subía al tren en cualquier estación del trayecto, sin que nunca
fuera ni en el mismo sitio ni en el mismo tren. Y cuando esto ocurría, la pareja de la
Guardia Civil recorría uno a uno los vagones del tren y requisaba la mercancía y
multaba al dueño de la misma. Muchos de aquellos pobres viajeros arreglaban la
situación negando ser los dueños de lo que tenían esparcido por los pasillos del vagón
y por las bateas existentes sobre los asientos. Otros arrojaban la mercancía por la
ventana del vagón exponiendose a destrozarla, y después se descolgaban ellos mismos
por la misma ventana, apeandose del tren en marcha y con no poco peligro. Siempre
sorteaban el peligro con habilidad, posiblemente por la costumbre que ya tenían de
hacerlo, y siempre antes de que la Guardia Civil llegase hasta ellos. Todo aquello era
muy amargo. Aquello si no fuera tan duro sería incluso hasta cómico. Hubo una vez
que el tren paró a pocos kilómetros de salir de una estación, porque una locomotora
averiada en medio de la vía nos impedía el paso. Muchos tomaron aquello a risa, pero
las ganas de reír se nos fueron a todos cuando tardaron más de cinco horas en reparar
la deteriorada máquina y echarla a andar, y nosotros pudimos seguir. Eso ocurrió cerca
de la estación de Alamedilla el 6 de Noviembre de 1944. Cuando nuestro tren, tras
tantas vicisitudes, llegaba a Granada eran las dos o las tres de la madrugada y
llegábamos terriblemente cansados y con las ropas llenas de carbonilla y ni fuerzas
para movernos.
En Granada por aquellos días busqué una academia. Y tuve suerte. Encontré
una donde a pesar de lo avanzado del curso me admitieron. La academia estaba en el
barrio que los granadinos entonces llamaban barrio de las putas. Se llegaba a ella por
un laberinto de callejas y de viejos edificios que ya han desaparecido. Y constaba de
tres o cuatro habitaciones. La llamaban la Academia de la Morcilla, porque el dueño de
la misma hacía, por el mes de noviembre, la matanza del cerdo y colgaba en los techos
de las clases los chorizos y las morcillas, provinientes de su matanza. Allí tuve yo un
profesor de Latín que era una maravilla, no tuve nunca otro igual Nos hablaba de Julio
César y de la Guerra de las Galias mientras los estudiantes mirábamos con envidia las
morcillas del techo. Leyendo después el Buscón de Quevedo me acordaba no poco de
mi academia de los días del Preu.
Dos meses después de ingresar allí comenzaron los exámenes para acceder a la
Universidad. Fueron unos exámenes muy duros. Nos presentamos un total de 1300
alumnos y sólo aprobamos 124. La Universidad era entonces fuertemente selectiva. Y
los que entraban estaban sin duda muy bien preparados y tenían un nivel de estudios
muy alto. Pero eran pocos. Yo escogí la carrera de Derecho y en el curso 41-42 no
éramos más de cuarenta alumnos. Vivía en una pensión y de la misma todos los
recuerdos que tengo son buenos y muy agradables. Todos los que residíamos allí eran
en su mayoría estudiantes universitarios como yo. La pensión estaba en la calle del
Príncipe entre la Plaza de Bib-Rambla y la Plaza del Ayuntamiento. Y en ella la escasez
de alimentos era también grande. Pero eso no nos quitaba nuestras ganas de diversión
y de continuas bromas, que daban lugar a que yo me hiciera con esto un poco más
normal al estudiar sólo dos o tres horas por la noche antes de acostarme, y no el día
entero como antes tenía por costumbre. Al comedor llegaban los platos de comida
muy mermados. Fue mi amigo Miguel quien descubrió que el camarero por el pasillo
le metía mano a los platos que traía de la cocina al comedor y tomaba un poquito de
cada plato para que no se notara, pero a veces se notaba. El camarero nos caía bien y
ninguno dijimos media palabra.
La dueña de la pensión se llamaba Doña Faustina. Era una mujer de mediana
edad que quedó viuda muy joven y muchos años después se casó con Don Ángel del
Hierro que era viudo también. Don Ángel estuvo en la Guerra con las tropas
nacionales. Era muy franquista y era viajante. Y cuando tras varios días de viaje
regresaba a Granada, se veía a Doña Faustina más contenta que de costumbre y
nuestro amigo Enrique Morillas afirmaba muy serio que Don Ángel al venir, le había
puesto a Doña Faustina el huerto de riego. Miguel López estaba siempre inventando
algo. Cuando la comida era mala, que era cosa frecuente, hacía en protesta de ello
declaración de una “guerra de nervios” a la dirección de la Pensión. Y la “guerra de
nervios” consistía en que agitaba las camas de hierro del dormitorio, haciéndolas ir y
venir sobre el pavimento con intermitencias de muy pocos minutos. Y ello en el piso
de abajo se notaba de manera que Doña Faustina le pedía por favor que dejase aquella
indorma, que ella le prometía mejorar las cosas. Otras veces liaba y enredaba por ganas
de enredar. Y entraba en el comedor poco antes de que sirvieran la cena cuando ya
estaban todas las mesas puestas con un bollo de pan sobre el plato. Y cogiendo el bollo
de pan de dos o tres mesas, en unos floreros muy grandes que había sobre un
aparador, levantaba las flores de papel que tenían los mismos y escondía allí los bollos.
El camarero muy cabreado juraba que había puesto bollos en todas las mesas del
comedor. Pero ante la evidencia de que faltaban bollos, iba a por más a la cocina, donde
tenía siempre la bronca de Doña Faustina. Miguel muy serio nos ponía silencio a los
demás llevándose el dedo a la boca. Otras veces era a mí a quien los amigos gastaban
las bromas. Mi madre me mandaba paquetes con cosas de comer. Cuando yo no estaba
recogían ellos el paquete. Al llegar yo a la pensión, me celebraban mucho lo bien que
mi madre hacía las tortas. Y yo me daba cuenta de que ya se las habían comido. Buscaba
el paquete donde me decían que lo habían puesto y siempre lo encontraba mermado
en más de la mitad. Yo no me enfadaba por esto porque ellos siempre me dieron a mí
de lo que tenían.
Por las noches me encantaba salir con ellos a tomar café al Suizo, casi siempre
lleno a todas horas de estudiantes y de tratantes que ultimaban allí sus operaciones y
negocios. Al Suizo iban con gran frecuencia contratadas bailarinas y cantantes que se
solían llamar entonces “vocalistas”. Y en una especie de tablado que había al fondo del
Café, cantaban canciones entonces de moda que casi siempre eran canciones llenas de
melancolía y muy melodiosas, muy lejos del ritmo frenético de la música que vino
después. Muchas de las cantantes que actuaban en el Suizo paraban en nuestra
pensión. Y cuando alguna de ellas era guapa y joven y estaba bien, nos ponía a todos
nerviosos. Pero casi todas viajaban en compañía de sus madres que, casi siempre
vestidas de negro, no se separaban de ellas y nos mantenían a raya. Algunas, para
nuestra suerte, no tenían compañía, como era el caso de Carmen Marlem que cantaba
muy bien y se llamaba en realidad Carmen Rodríguez y en la pensión trabó buena
amistad con nosotros que nos desvivíamos por encenderle el cigarrillo cuando pedía
lumbre. Y lumbre era lo que parecía querer nuestro amigo Enrique Morillas que tenía
su habitación al lado de la de Carmen, separada por una puerta de madera
herméticamente cerrada. Morillas una tarde se dedicó como pudo a hacer un roto en la
madera de la puerta, por la parte de arriba para que no se notase, y ver por allí, subido a
una silla, desnudarse a Carmen Marlem. Había cola para mirar por el roto subidos en la
silla. Y lo malo era que aquello duraba muy poco pues Carmen apagaba pronto la luz .
Yo no miré nunca, esa es la verdad, y regañaba a los amigos para que no lo
hicieran Como les regañaba cuando se iban de putas que eran algunas veces. Y otras
veces los seguía para impedir que se acostasen con ellas. Pepe Luis Gómez, un
cordobés que era otro de los amigos de la pensión, discutía en una ocasión con una
puta en la puerta de la calle sobre si iban a ser tres duros o cuatro duros lo que pagaría.
No se entendían. José Luis daba tres duros y la puta pedía cuatro. Entonces intervine
yo ofreciendo a la puta seis duros para que no se acostase con José Luis. Y ella metió
dentro de sus ropas los seis duros y se marchó. José Luis, dado a todos los diablos, me
dijo bramuras y me prometió que no me hablaría más en la vida. Varios días después
nos hablamos de nuevo.
En la Universidad tenía otros amigos con no menos ganas de diversión y
jolgorio; pero era frecuente, cosa que en la pensión no ocurría, que hablásemos mucho
de temas de Derecho y de lo que los profesores explicaban en clase. La Universidad
tenía un patio de columnas, en el centro del cual había una estatua del Padre Suárez y en
un rincón del patio un hermoso magnolio. Por el claustro que formaban las columnas
del patio, paseábamos y hablábamos, en espera de entrar en clase. Estas
conversaciones en el patio de la Facultad eran para mí lo que real y verdaderamente
constituía como lo más importante de ser universitarios, y como la impronta y sello de
ser universitario. Porque para mí la Universidad es más que nada diálogo y comentario
de lo que se estudia, y esto donde se hacía era en el patio de la Facultad.
Antonio Tovar, un catedrático de Salamanca que por entonces fue contratado
para dar clase de Filología en Tubinga, explicaba en un artículo que de él yo leyera poco
después, que en Tubinga invitaba a sus alumnos a su casa a tomar café, y allí pasaba el
rato de conversación con ellos hasta bien avanzada la noche, porque sólo el diálogo de
profesores y alumnos era lo que daba sentido a sus lecciones. Yo estaba de acuerdo con
esta tesis antes incluso de conocerla, aunque comprendía que eso era imposible de
llevar a la práctica cuando los alumnos son muy numerosos. Nosotros entonces no
pasábamos de 40, y eso hacía un tanto posible que hubiera cierta conexión entre
nosotros y los profesores. Al no ser muchos, nos conocían a todos bastante bien y era
corriente que en muchas clases se acabara en un diálogo entre profesores y alumnos
que a más de distraído, era muy positivo. Hoy sé yo que esto es imposible. La
masificación del alumnado y la falta de una buena selectividad, han roto las viejas
maneras y la Unviersidad de hoy es otra cosa.
Antes había profesores como Álvarez de Cienfuegos, que era profesor de
Hacienda, que por menos de nada nos hablaba de cosas que poco tenían que ver con su
asignatura si ello venía al caso. Así me enteré yo de que las grandes avenidas de París no
se trazaron para embellecer la ciudad en tiempos de Napoleón III, sino para evitar la
facilidad con que se hacían barricadas en las callejas estrechas que antes hubiera,
cuando por cualquier motivo se fraguaba una revuelta. El profesor de Filosofía era
Enrique Gómez Arboleya, que fue amigo y compañero de estudios de García Lorca
(cosa que nunca dijo) y que hablaba de maravilla de modo que muchos alumnos que no
eran de su clase entraban en su aula para oír lo que decía. El fue quien me aficionó a mí a
la Filosofía y a la lectura de Ortega y Unamuno. Cuando años después me enteré que en
1959 se había suicidado pegandose un tiro en la cabeza en la habitación de un hotel de
Madrid, sentí su muerte. El Profesor de Derecho Administrativo se sabía al dedillo el
"Gascón y Marín" y no sabía nada más. Mi amigo Paco Girón que odiaba el
Administrativo por su aridez, cuando se hablaba de nuestra posible intervención en la
Guerra de Europa, me decía a mí con su buen humor que no me preocupase, pues con
leer desde las trincheras textos de Derecho Administrativo al enemigo, este tendría
más bajas que si le atacáramos a la bayoneta porque no podrían resistirlo. Don Juan
Osorio nos explicaba Civil y era realmente un gran profesor. Y en Derecho Penal
nuestro profesor era Don Antonio Mesa Moles. A mí me gustaba el Derecho Penal y
con frecuencia me leía artículos del Código, de manera que terminé por saberme de
memoria gran número de ellos. Mesa Moles nos hizo una vez un examen escrito, que
consistía en escribir lo que supiéramos de los 20 primeros artículos del Código Penal,
haciendo a continuación un análisis de los mismos. Yo que me sabía los artículos en
cuestión, los escribí íntegros en el papel sin faltar una coma. Y días después en la clase
Mesa Moles se dirigió a mí y me dijo:
-”Señor Martínez Ortega, he de decirle que para copiar en un examen, hay que tener más
disimulo y habilidad y no tener la desfachatez de copiar las cosas al pie de la letra, como Ud. ha hecho”.
Al oír esto todos mis compañeros de clase se rieron. Y Mesa Moles se extrañó
de sus risas y de lo que cuchicheaban entre ellos. Y fue entonces cuando Pío Cabanillas,
que fuera después Ministro del Gobierno con Franco y con el presidente Suárez, dijo
que yo no sólo no había copiado los 20 primeros artículos del Código, sino que me los
sabía de memoria en unión de otros cien o doscientos más que les seguían. Y como
aquello era verdad Don Antonio terminó por convencerse y yo acabé muy nervioso.
Pío Cabanillas era un hombre muy brillante y muy inteligente y aquel día me hizo un
buen servicio. Es cierto que yo tenía muy buena memoria, pero vale más ser muy
inteligente y Pío era sumamente inteligente. Como valía más la bondad y el sentido del
humor de Juan Ruiz Rico, que era un hombre admirable, o la capacidad de hacer
amigos de Juan Antonio López Jiménez, que era también una gran persona o el buen
humor de Luis Morón, que en los exámenes escritos se sentaba siempre a mi lado para
copiarme. Es desastroso hacer amigos que se quieren mucho, para luego dejarlos y no
verlos más.
Cuando ya estaba el curso muy avanzado, vino a la Facultad para estudiar
Derecho la primera mujer que estudiara allí en unión nuestra. Tras hacer varios cursos
por libre hizo la matrícula oficial y acudió a las clases cuando el curso mediaba. Todos
nos desvivíamos por atenderla. Pero hubo también serias bromas, como cuando
alguien le dijo que dentro de dos días había un examen parcial de Civil y se pasó dos
días y dos noches estudiando a todo tren para acudir a un examen que no se había
convocado.
Por entonces también fue cuando los amigos de la pensión empezamos a ir por
la noches al Café Royal que estaba enfrente del Ayuntamiento. Había un grupo de
músicos que bajo la dirección de un pianista, que se llamaba José del Mármol,
interpretaban solamente música clásica que oíamos mientras tomábamos café. Allí me
aficioné yo a la música clásica. Allí oí por primera vez sonatas de Beethoven,
conciertos de Mozart, y rapsodias de Liszt. La noche del 20 de Febrero de 1943 oí yo
por primera vez la Rapsodia número 2 del músico magiar y aquello me impactó. La
orquesta del Café lo hizo muy bien y los aplausos de los estudiantes y demás clientes
que llenaban el Café duraron largo rato. En el Royal hablábamos mucho de la Guerra
que en aquellos días estaba en todo lo suyo. Eran los días de la batalla de Stalingrado
que nos conmovió a todos y de la Guerra en el Desierto con Rommel y Montgomery
que hicieron de la misma un apasionante y dramático juego de ajedrez. La verdad es
que yo era consciente y así lo comentaba en el Café, de que hasta ahora y si no
entrábamos en combate, los españoles éramos, pese a todas nuestras desdichas, unos
privilegiados; pues no figurábamos en aquellas extensísimas listas de jóvenes que
morían de frío en las estepas de Rusia, o que quedaban aplastados bajo las bombas en
las ciudades de Inglaterra y Alemania o se ahogaban en las aguas del Pacífico cuando
los japoneses les hundían los barcos. Toda la prensa de entonces hablaba de que
nuestra neutralidad en la Guerra se debía a la pericia de Franco. Después se ha
insistido mucho en que eso no es cierto.
Creo que la verdad de esta cuestión está en lo que cuenta el historiador inglés
Arnold Toynbee en uno de sus libros. El Almirante Canaris, enviado de Hitler, entregó
a Franco un mensaje de aquel, en el Pardo el 7 de Diciembre de 1940. En el mensaje se
insistía, como se insistiera en Hendaya dos meses antes, en que España tenía que
entrar en la Guerra a favor de los alemanes, no más tarde de Enero del 41. Canaris
comunicó también que ya estaba preparada la operación Félix, por el mando militar
alemán, para ocupar nuestro país si para esa fecha no rompíamos nuestra neutralidad.
Franco insistió otra vez en que no podíamos entrar en la contienda por razón de la
ruina en que había quedado nuestro país en nuestra reciente Guerra Civil. Cuando en
Enero del 41 los alemanes estaban preparados para invadir la Península, los italianos
sufrieron en los Balcanes una derrota monumental que les llevó a pedir refuerzos a
Hitler al objeto de evitar ser arrojados de allí. Y las tropas que se pensaba enviar a
España salieron sin demora para Grecia, de modo que la ocupación de nuestro
territorio quedó aplazada sine die. Eso fue en verdad lo que pasó. Pero en nosotros
solo había conjeturas y miedo a la Guerra en Europa.
En Mayo de 1943 vino Franco a Granada. Yo no lo había visto nunca y para
verlo de cerca me fui a la Catedral y me subí como pude a un resalte de las pilastras de
piedra que hay a la entrada del templo. Allí como yo, se encaramaron otros jóvenes. Y
allí estaba seguro de verlo de cerca pues tenía que pasar debajo de donde yo estaba.
Pasó muy cerca de mí y pude ver como era Franco. Venía con el alcalde de Granada en
un coche de caballos, con una numerosa escolta de Policía Municipal de gala. El
Arzobispo salió a la puerta para recibirlo y le dio a besar su anillo y un lignun-crucis
dorado. La plaza de la Catedral y las calles adyacentes, estaban llenas de gente a rebosar
que aplaudían y vitoreaban al General con verdadero delirio. Entonces eran millones
los españoles que adoraban a Franco y eran también millones los españoles que le
odiaban. No había debate político ni se creía necesario. Se aceptaban las posiciones
políticas sin analizarlas. Había la idea de que la propiedad privada y la Religión eran
valores que no se discutían y se seguían a ciegas. Y en eso estaban los franquistas que
eran millones de españoles. Y había también la idea de que el reparto de la tierra y el
sentido laico de la vida eran también valores que no se discutían y se seguían a ciegas. Y
en eso estaban los rojos que eran también millones de españoles. Han sido precisos
muchos años para que las ideas no sean solo blancas o negras y haya una gama de
matices intermedios que al ser admitidos permiten la tolerancia y la convivencia entre
nosotros. Pero entonces no había matices.
Los Siete Pecados Capitales: Ira. El Bosco.
EL CUARTEL

Junio del 43 a Enero del 46

C uando los americanos hicieron el desembarco en Casablanca el 8 de


Noviembre del 42, la noticia nos conmovió a todos. Aquello se veía como algo
que por su proximidad a nuestras costas, (al ocupar los americanos todo el
Norte de Marruecos) podía dar lugar a que los españoles entrásemos en la II Guerra
Mundial que todos veíamos ya, por su duración y barbarie, como una gigantesca
carnicería. El Gobierno de Madrid, que yo recuerde, no hizo entonces ninguna
declaración pero movilizó de golpe, en pocos días, desde la quinta del 35 a la del 41.
Los cuarteles se abarrotaron de soldados que mal cabían en ellos. Yo sabía que a mi
quinta no tardarían mucho en llamarla a filas. Los soldados de la quinta del 41, que
hacía sólo dos meses que los habían licenciado, y que habían servido en el ejercito
durante nuestra Guerra y todos los años que siguieron a la misma; al tener que
incorporarse de nuevo, lo hacían llenos de contrariedad y mal humor, indisciplinados y
turbulentos; de forma que hubo que usar con ellos mucha mano dura. A mi quinta la
llamaron en Abril. Y como yo estaba en la Universidad, me dieron permiso para que
no me incorporara a filas hasta que no acabase el curso en el mes de Junio siguiente. El
peligro de Guerra era muy grande. Se temía a la Guerra muchísimo. Y más, después de
hacer tan poco tiempo que hubiera acabado la nuestra.
Cuando acabé los exámenes de tercero de Derecho me incorporé al Ejército en
el Cuartel de San Jerónimo de Granada. El Cuartel estaba en lo que fuera en otro
tiempo convento de jerónimos y tenía al lado la Iglesia de San Jerónimo, una preciosa
iglesia renacentista donde estaba enterrado el Gran Capitán y su mujer la Duquesa de
Terranova. Allí llegué yo cuando ya los soldados de mi quinta habían pasado el periodo
de instrucción militar. Me dieron mi fusil y munición y cuando formé en el patio del
Cuartel, para que el Capitán pasase revista a la tropa, se habían desprendido de mi
uniforme dos botones por razón de lo mal cosidos que estaban. A mi lado había un
joven, también de mi quinta, que se llamaba Vargas que, cuando se dio cuenta, me dijo
que como no tuviese los botones cosidos y abrochados cuando pasase el Capitán, me
echarían una bronca y me mandaría al calabozo por unas horas. Aquello era absurdo,
pero lo creí. Y Vargas que llevaba en el bolsillo aguja e hilo me cosió los botones con
increíble rapidez y nada pasó. No así a otros dos compañeros que por motivos
parecidos abroncaron y arrestaron. Desde entonces Vargas y yo eramos muy amigos.
Del Cuartel nos llevaron al campo de Tiro de Cartuja para hacer instrucción.
Como yo era nuevo y no sabía hacer instrucción por razón de haberme incorporado
tres meses después, me enviaron a que la aprendiese a lo que llamaban con toda razón
el pelotón de los torpes, un grupo de quince o veinte soldados que no había modo de
que aprendieran la instrucción. El Sargento encargado del aquel grupo, mandaba por
ejemplo que presentaran armas, y más de la mitad de ellos se echaban el fusil al
hombro. Había que repetir el movimiento de nuevo. Y así hubo movimiento que
tuvimos que hacer hasta diez veces para que saliera bien, con los correspondientes
tortazos que el sargento repartía indiscriminadamente mientras nos llenaba la cabeza
de voces e insultos. Aquello era absurdo y yo pensaba que si no me salía pronto de allí
acabaría en un manicomio. Yo me acordaba de lo que había leído no hacía mucho en
“La Casa de los Muertos” de Dostoievski sobre la vida de los presos de un penal
siberiano. Había aquí muchas cosas parecidas a las de la novela. Y sentía compasión
por todos nosotros incluido el sargento. A los cuatro días yo ya había aprendido la
instrucción y me incorporé con el resto de mis compañeros de "mili".
La cosa fue mucho mejor. Pero me llovían los problemas. Recuerdo que una
vez nos mandaron, haciendo practicas militares, a subir por un muro que había en el
Campo de Tiro, en cuyos huecos y salientes apoyábamos los pies o nos asíamos con las
manos para trepar y subir. Yo temía caer pero mucho más temía a que, conforme
estiraba los brazos en busca de que mis manos se cogieran a los salientes del muro,
crugieran las costuras de mi uniforme que estaba muy mal cosido y que era de una tela
muy mala. Al acabar de subir y luego de bajar, tuve que pedir permiso al sargento para
esconderme detrás de unos árboles y allí con aguja e hilo que ya llevaba en el bolsillo, le
dí un recosido a mis pantalones y a mi guerrera, que amenazaban ya con dejarme
desnudo delante de mis compañeros y del sargento. Alguien me había dicho que en el
cuartel, llevar aguja e hilo en el bolsillo era tan importante como llevar el fusil, y yo
seguí el consejo.
A la noche nos acostábamos en unas literas de dos plazas, una para cada
soldado. Y tantísimo soldado dormíamos allí, en aquel amplio dormitorio que fuera
refectorio de los frailes jerónimos, que era como si faltara el aire. Estábamos mozos de
las once quintas que fueron movilizadas en aquellos días, en cuarteles que, a lo sumo,
tenían capacidad para albergar a menos de la mitad de los que allí nos metieron. Pero
tan cansados estábamos, que caíamos como pesas en los jergones de nuestras literas, y
dormíamos de un tirón toda la noche, hasta que al amanecer el cornetín nos
despertaba tocando diana para vestirnos, lavarnos y hacer instrucción de nuevo. En
todo el día no teníamos más que un par de horas de descanso. Me acuerdo ahora que
en ese tiempo de asueto yo me quedaba muchas veces en el patio del cuartel, que al
marcharse todos los soldados se quedaba en silencio, y a mi me gustaba mirar los
capiteles renacentistas de las columnas del patio, con la piedra primorosamente
labrada y ver como los gorriones picoteaban y volaban por todo aquel noble recinto,
con una libertad que yo envidiaba. Alguna vez llegaban hasta allí los sonidos de la
Banda Militar del Regimiento, que, no muy lejos de allí, llevaba muchos días
ensayando el “Andante de la Casatione” de Mozart. Y aquello me llenaba el alma de
dulzura.
Pero esto no duraba mucho, había que dar clase de Teórica. Sentados los
soldados (muchos de ellos en el suelo) y sin apenas sitio para todos en el amplio patio,
oíamos la enérgica voz del Sargento Ibañez que nos explicaba las partes de que se
compone el fusil, que nosotros teníamos que saber de memoria. Y mientras el
Sargento hablaba, yo me daba cuenta de que en el ejército todo se apoya sobre tres
factores que siempre son fijos. La disciplina como valor insustituible y como sentido
de la vida y como modo, en definitiva, de que los que mandaban nos dominasen mejor.
El absurdo como cosa normal y habitual y como modo de que la disciplina no
encontrase obstáculos en su ejecución. Y el compañerismo y la amistad entre los
soldados como forma de defendernos de los que nos dominaban y de hacer frente al
absurdo. La amistad que en aquellos días yo hiciera con mis compañeros, es algo que
yo nunca he podido olvidar. Y ellos eran de todas las clases y maneras. Los había
astutos que sabían zafarse de modo increíble de lo que les fuera engorroso. Los había
generosos que todo lo daban y lo compartían contigo. Y los había torpes, con una
torpeza total que nos desconcertaba. Pero todos nos ayudábamos siempre. Recuerdo
a un chico de la Alpujarra que cuando le preguntaron en teórica que cuantas estrellas
llevaba un general dijo que muchísimas, y como le dijeran entonces que cuantas
estrellas llevaba Franco, contestó diciendo que Franco llevaba tantas estrellas que le
chorreaban de la cabeza a la cintura. Al decir esto le dieron un bofetón que aquel chico
aguantó sin replicar dando la impresión de que tenía costumbre de recibir muchos. No
entendía, según me dijo después, que siendo Franco la máxima autoridad sólo llevase
cuatro estrellas en su uniforme. Era frecuente que ocurriesen cosas así. Recuerdo otra
vez que metieron en el calabozo, un día completo, a José Malla que era de la quinta del
41. Cuando lo vi le pregunté que por qué lo habían encerrado y dijo así:
- “Mira Juan. Tu sabes que cuando te cruzas con un superior y no puedes saludar porque
llevas las manos ocupadas, hay que mirar al superior como mandan las Ordenanzas. El otro día me
crucé con el Capitán Barcenilla, y como llevaba las manos ocupadas con unos paquetes de mi pueblo
que había recogido en la Alsina, lo miré como dicen las Ordenanzas; y me llenó la cabeza de voces y me
encerró”
Yo le dije:
- “¡ Cómo lo mirarías Malla! ¡Cómo lo mirarías! ”
Y Malla me contestó algo molesto:
-”Pues como lo iba a mirar, como mandan las Ordenanzas. ¡Con descaro! Y eso es lo que yo
hice”
Malla estaba firmemente convencido de que era una injusticia, que le hubieran
tenido 24 horas en el calabozo por cumplir las Ordenanzas. Y era mejor no hablar mas
de aquello.
Algunos no aguantaban la tensión a que nos veíamos sometidos todo el santo
día. Siempre de instrucción, de teórica, de barrer y limpiar el cuartel, y de sacarle brillo
al fusil a base de darle con una lija muy fina a la parte metálica del mismo no
empavonada. Y siempre bajo la atención de los sargentos y de los brigadas, que no nos
dejaban un momento de descanso. Yo casi comprendía al chico que desde una ventana
del Cuartel se tiró al patio y no se mató de milagro. Pero se rompió una pierna que le
tuvo en el Hospital Militar algo más de un mes. Cuando en una ocasión fui a verle, me
dijo que lo había pasado muy mal pero que había podido estar tranquilo un montón de
días, sin miedo a que nadie lo castigara. Todo creo yo que respondía a una estrategia
para controlar a tantísimos hombres, con pocos mandos y sin materialmente sitio para
tanta gente. Yo me refugiaba como podía en la reflexión a la que siempre fui muy dado
y en mis oraciones que me daban no poca calma. Me acuerdo que una mañana de un
día festivo nos permitieron salir a Granada durante más tiempo de lo corriente, y entré
en la Catedral a rezar. Le pedía al Buen Dios que me ayudase porque estaba muy mal, y
que si era posible acabara con mis vacilaciones religiosas de modo que yo llegase a
pensar, sin incertidumbre alguna, que podía formar una familia y tener hijos sin que
ello fuera traicionar lo que yo creía la llamada de Dios. La verdad es que desde mi
oración de aquel día mis dudas religiosas fueron a menos.
Muchísimos años después cuando mi nieta Maruxa hizo su Primera Comunión
y se acercó a mí para que yo la viera con su blanco vestido largo y una corona de
florecillas blancas en la cabeza; me emocioné al ver que la niña era preciosa. Y me
acordé profundamente de mi oración al Buen Dios en mis días del Ejército. Pensé que
una cosa tan simple como ver a mi nieta de Primera Comunión, podía (aunque sólo
fuera por unos instantes) darle sentido a la vida cuando miles de veces intentamos
buscarle sentido y no se lo encontramos. El recuerdo de aquella oración me llena el
alma todavía.
Cuando llevábamos dos meses incorporados al Cuartel, los mandos militares
dieron orden de que mi compañía fuera destinada a Guadix a formar allí un
destacamento militar para vigilar y custodiar la cárcel de presos políticos. Mi
Compañía era la 1ª del Primer Batallón del Regimiento Lepanto n.º 5. Sus 90 hombres
pasaron a Guadix para sustituir a los pocos Guardias Civiles que hasta entonces
fueran guardianes de presos. La cárcel estaba instalada en una vieja fábrica azucarera
abandonada y fuera de servicio. Y el acuartelamiento de los soldados estaba en unos
viejos barracones que hubiera al lado de la fábrica. La Estación del tren estaba al lado
de la abandonada azucarera. Y Guadix se veía a unos tres kilómetros de allí, con sus
casas y las torres de sus iglesias agrupadas junto a la alta y recia torre de la Catedral.
La cárcel estaba abarrotada de presos políticos. Eran muchos y había entre ellos
algunas mujeres encarceladas. En varias ocasiones los militantes de los Maquis que
merodeaban por la cercana Sierra Nevada, bajo las ordenes de los hermanos Quero,
llegaron hasta la cárcel de Guadix e intentaron liberar a los presos. Se contaba que los
combates con el Maquis habían sido en dos ocasiones muy duros y que ello determinó
que se pensase en reforzar la defensa enviándonos a nosotros allí. Los Maquis eran en
aquellos días un problema muy serio, como lo es siempre toda guerrilla organizada.
Pero no lograron conseguir su empeño. La muerte poco después de los hermanos
Quero, fue algo que nos impresionó a todos y que nos hizo sentir miedo de que
intentaran de nuevo liberar a los presos. Uno de los hermanos Quero fue sorprendido
por la policía cuando acababa de afeitarse en una barbería de Granada. Perseguido a
tiros por las calles de la ciudad defendió su vida, hasta que la perdió, con mucho valor.
Conocer esto nos impactaba a los soldados. Cuando llegamos al destacamento las
instrucciones para que fuésemos vigilantes y no nos fiásemos ni de nada ni de nadie
fueron muy severas. Mi amigo Framit Plata que tuvo la imprudencia de hablar con una
de las presas, se pasó un mes en el calabozo.
En una noche que salí a comprar cosas de comer a la cantina de la Estación,
estando en ello, se apagó la luz y quedó todo a oscuras. Decidí volver al Destacamento
que estaba muy cerca y en cuya puerta, totalmente a oscuras, en una garita hacía
guardia Fernando Mingorance. Yo que entonces era ya algo sordo (hoy soy sordo
total), no oí el alto que por dos veces me diera Mingorance, que medio me veía a mí en
la oscuridad. Y cuando se echó el fusil a la cara para disparar dandome el alto por
tercera vez, sin que yo le contestase, en ese mismo momento, en ese preciso instante,
me di cuenta de que iba a disparar contra mí, porque vi relucir en la oscuridad la parte
niquelada del cerrojo del fusil, y entonces grité muy fuerte: “Mingorance, no tires, no tires
que soy yo”. Y él bajó el fusil y yo me acerqué a él. Y Fernando temblaba como si tuviera
el frío de la muerte en el cuerpo y yo hasta unos minutos después no fui consciente de
que por sólo unos brevísimos instantes, no fue aquel día el día de mi muerte. La verdad
es que todos estábamos muy nerviosos.
Nos habían acomodado en una nave de la vieja fábrica. Yo llevaba mi maleta de
madera que en aquellos años me seguía a todas partes. Y el mismo día que llegué a
Guadix, soldados de mi propia compañía me robaron todo lo que en la maleta me
podía servir de algo, entre otras cosas un plato de metal que me dieron cuando me
hicieron entrega del fusil y la munición. Yo estaba desolado. Cuando sonaba el
cornetín para que acudiéramos a comer, no tenía plato para que en él me depositaran
el rancho que servían en grandes cucharones de metal. Tenía que esperar a que alguno
de mis amigos acabase de comer y después de limpiar su plato me lo prestaba para que
me sirviese de él. Aquello era muy engorroso. Y todos me decían que lo que yo tenía
que hacer era robar su plato al primero que me diese ocasión de ello. Yo vi que no tenía
más remedio que hacerlo así. Y le robé el plato a un chico de Baza en un descuido que
tuviera. Me vi y me deseé para hacer aquello. Y luego me remordía la conciencia de
haber buscado a aquel chico los mismos problemas de que yo me deshiciera.
Pero comprendí que aquello formaba parte del absurdo en que vivíamos.
Porque parece que no tuviera sentido que yo quisiera comer, pues con sólo ver el
rancho que nos servían me daban fuertes deseos de vomitar antes incluso de probarlo.
Aquello era una auténtica porquería. La Intendencia Militar no enviaba demasiados
alimentos, y a más de ello (como supe después) el cabo furriel de las cocinas y el
Capitán del destacamento, conchabado con él, vendían muchas cosas de las que nos
enviaba Intendencia, a peso de oro. Grandes ollas se cocían en las cocinas y lo que se
echaba en ellas en mayor cantidad era agua del grifo. Yo estuve alguna vez en la cocina y
vi tanta porquería y suciedad que cuando veía el rancho no podía comer. Y gracias a
que mi madre me enviaba con frecuencia dinero por correo, para que comprese cosas
de comer que yo me suministraba en la cantina de la Estación, que si no hubiera sido
así, yo hubiera pasado hambre también en el Ejército, como alguna que otra vez la pasé
en el Colegio. Los soldados se quejaban mucho de que pasaban hambre. Pero no lo
decían. Aquello no se podía decir.
En el destacamento, yo era el estudiante, era el que venía de la Universidad. Y
ello fue ocasión de que un Alférez destinado allí, muy aficionado a la lectura y a los
libros me invitara una vez a su habitación a comer con él. El Alférez se llamaba Luis
Martín. Y era el reverso del corrompido capitán. Nos hicimos muy amigos. Fue muy
grande su empeño en aclarar como el Capitán y el furriel robaban la harina, los
garbanzos o las alubias que nos enviaba Intendencia Militar. Aquello se puso al rojo
vivo entre los dos oficiales. Pero mi amigo el Alférez Martín, que era un señor, no pudo
probar nada y tuvo que desistir de su empeño, aun cuando los hechos le constaban.
Siempre hacíamos instrucción o estábamos en clase de teórica, a no ser que
estuviéramos de guardia. Hacíamos guardia los 80 ó 90 soldados que había en el
destacamento, un día si y otro no. Había una pequeña chabola a la entrada del recinto
militar y cuando hacíamos guardia nos reuníamos todos allí, y de allí salíamos
formados, dirigidos por un cabo, a ocupar nuestro puesto en una de las quince garitas
que había situadas alrededor del recinto carcelario. Estábamos una hora de guardia en
la garita, pasada la cual, venían con otro soldado a relevarnos. Y entonces pasábamos
de nuevo a la chabola de guardia donde hablábamos o jugábamos a las cartas, mientras
nos tocaba hacer guardia de nuevo.
Por la noche no podíamos dormir. Eso estaba rigurosamente prohibido. Y
entonces fue cuando pensé yo y decidí enseñar a mis compañeros de "mili" a leer y a
escribir. El 95 por ciento de los soldados no sabían leer ni escribir. Sólo sabían leer seis
o siete soldados entre los cuales estaba Eleuterio Ruiz que era estudiante como yo. No
me fue muy difícil conseguir que ellos se aprestaran a aprender. Casi todos tenían una
gran facilidad para conocer las letras del abecedario. Cuando se equivocaban yo les
daba con rabia coscorrones en la cabeza que a veces les molestaban, pero que
aguantaban sin ofenderse en modo alguno. En sólo unos veinte días aprendieron a leer
y a escribir cerca de treinta soldados mientras esperaban su turno de guardia en aquella
destartalada chabola. Yo me sorprendí de la rapidez con que aprendieron. Y ellos no
salían de su asombro al ver que sabían leer y escribir, cosa que consideraron siempre
como muy difícil y sin muchas oportunidades de lograrlo, al ver y considerar su
analfabetismo como una barrera infranqueable.
Yo estaba contento de aquello. Y ellos no sabían que hacerse conmigo. No me
dejaban que hiciera guardia y cuando me tocaba, hacían ellos la guardia por mi.
Limpiaban mi fusil y le sacaban brillo. Y no consentían que yo recogiese el colchón
cuando tras dormir desarmábamos la litera. Pero cuando me di cuenta de que los
soldados me querían fue cuando, habiendo olvidado cerrar con llave mi maleta por
varias horas, nadie me robó nada, cuando eso antes era poco menos que milagroso. Yo
no olvido a Adolfo Coca, a Fernando Marques, a Cesáreo Leonet o a Torcuato Olmos,
y a tantos más que siempre vieron en mí a un buen amigo. Y es la verdad que algo que
fuera tan poca cosa, como era todo esto, ha sido una de las experiencias mas
gratificantes de mi vida. Ellos no sabían que yo era rico. Y lo que no se explicaban era
que yo no me hubiese alistado en las Milicias Universitarias para hacer el servicio
militar, de donde se salía con el empleo de alférez. No me creían mucho cuando yo les
decía, y es verdad, que yo no sirvo para el mando. La verdad era también que ahora me
respetaban mucho. Me acuerdo que una tarde decidieron mantear a mi amigo
Eleuterio. Y quieras que no, lo echaron en la manta y empezaron a voltearlo. Eleuterio
subía por los aires con los brazos abiertos, para caer en la manta y volver de nuevo a
subir. Yo tenía uno de los picos de la manta, Eleuterio subía y bajaba cada vez más
deprisa, y de pronto uno de ellos dijo de retirar la manta y ver el trastazo que Eleuterio
se daba en el suelo. Aquella idea hizo efecto. Y mientras lo manteaban, cada vez eran
más los que hablaban de retirar la manta. Cuando yo vi que aquello iba de verás, les dije
que eran unos brutos y que parasen de mantear. Y yo que no sirvo para dar órdenes,
quedé muy sorprendido cuando vi que de momento me hicieron caso e incluso alguno
me dijo que lamentaba haber pensado aquello.
El Alférez no sólo me llevaba a comer con él, (acordamos lo que entonces se
llamaba “hacer una república”, que consistía en correr con los gastos de la comida a
medias), sino que, cuando por las noches salía a Guadix llevando con él a dos o tres
soldados, siempre me llamaba a mí. Íbamos a tomar café. El Café de Guadix era un
local siempre lleno de gente y en donde un pianista tocaba valses de Straus en un piano
un tanto estropeado y viejo. Del café pasábamos a las copas. Al Alférez Martín le
gustaba la bebida y elogiaba la bebida. Me decía muy serio que la Guerra no la había
ganado Franco, que la habían ganado Osborne y González Byas. El tenía muy claro
que si cuando tomaban una posición o entraban en las trincheras, no daban coñac en
abundancia, no avanzaban ni un paso, de forma que si los rojos perdieron la Guerra,
fue sin duda porque no bebieron mucho coñac.
El Alférez era un hombre extraordinario y de gran nobleza y sentido ético, de
forma que yo lo admiraba mucho. Tras el café se iba a ver a su novia, que era hija del
dueño de un hotel de Guadix, y los dos o tres soldados que veníamos con él lo
esperábamos en el café o paseando por la calle. Con nosotros venía casi siempre el
cabo “Catepo”, que era de Guadix. Una noche me pidió que le prestara dos pesetas y se
marchó. No pasaría media hora escasa cuando regresó y me contó que el dinero que le
prestara, lo había empleado en echar un polvo en los jardinillos a una de las putas que
siempre merodeaban por allí. Yo no salía de mi asombro por la rapidez de “Catepo” en
echar polvos. Y “Catepo” me dijo:
- “Ortega, tu siempre estarás en las nubes”
Y se rió.
Cuando había cupletistas en el viejo teatro de la Ciudad alguna vez fuimos a
verlas. Desde el gallinero las oíamos cantar. El teatro estaba lleno. Cantaban canciones
como "Rosa María", que alguna vez cantaran los soldados en el destacamento
agrupados en torno a Framit Plata, que sabía tocar la guitarra. Eran canciones que
todavía, cuando las recuerdo, me conmueven, y que todos los que estábamos en el
teatro coreábamos a voces, repitiendo el estribillo entre jolgorio y buen humor.
La vida militar era muy dura. Era difícil. Pero aquel compañerismo de los
soldados es una de las experiencias más hermosas que he vivido nunca. Por eso
comprendo ahora, cuando lo recuerdo, que un domingo en que Mariano Bohorques y
Cesáreo Leonet me animaron a que fuese con ellos a buscar uvas a unos viñedos
cercanos, yo sentía y creía aquella tarde que, pese a todos los pesares, la vida era
hermosa y era como una fiesta, mientras miraba en la dorada luz de octubre, las casas y
las torres de la ciudad de Guadix en la lejanía, y los amigos me mostraban los racimos
de uvas que los campesinos se empeñaron en regalar a los soldados.
Tríptico de las Delicias. Detalle. El Bosco
EL CAMPO

Febrero del 46 a Octubre del 46

A cabé la carrera de Derecho en Mayo del 45. Todavía siento una gran nostalgia
cuando veo la vieja fotografía en que estamos todos los que terminamos la
carrera, en un grupo, con los profesores sentados delante de nosotros.
Éramos 42. Todos se colocaron de momento, pues había entonces infinidad de
colocaciones para los pocos titulados que salían de la Universidad. Cuando veo la
fotografía de mis compañeros de estudios en el patio de la Facultad, siempre acabo
ahora contando los compañeros que han muerto y al ver que son más de las dos
terceras partes los que faltan y han fallecido, siempre pienso que esas viejas y
amarillentas fotografías son muchas veces auténticos recordatorios funerarios.
Seguía en la "mili". Pero mi compañía ya había regresado de nuevo a Granada y
yo me había instalado de nuevo en mi pensión de la calle del Príncipe. Allí, la tarde del
28 de Enero de 1946 me llamaron por teléfono unos soldados amigos para decirme
que habían licenciado a la quinta del 43 que era mi quinta. Ya me podía ir a Cazorla. Ya
podía volver a mi casa después de siete años rodando, mejor o peor, por colegios,
cuarteles, academias y pensiones. Y me sentía feliz. Por eso para celebrarlo organicé
una cena para los amigos en una tasca que había cerca de la Audiencia de Granada que
se llamaba La Escribanía. Éramos sólo un total de seis amigos de la pensión los que
nos reunimos en un comedor reservado de aquella tasca la noche del 4 de Febrero de
1946. Y allí cogí la segunda borrachera de mi vida. Hoy casi no comprendo todavía
como un chiste que contara nuestro amigo Méndez Gálvez que estudiaba Medicina,
un chiste tan malo como el de la imagen de cera de san Canuto, nos hiciera reír a todos
hasta hacernos saltar las lágrimas.
Aquella noche me di cuenta también de que el vino con moderación es un
recurso seguro para el buen humor y el optimismo, y algo que nos enajena y
transforma a la vez que nos libra de miedos y amarguras y nos hace vivir intensamente.
Entiendo los “Días de Vino y Rosas” como se cuentan en el poema árabe de Omar
Keyan en el siglo XI. Y lo grande del caso, es que a mí ni me gustaba ni me ha gustado
nunca el vino ni poco ni mucho. Pero pensaba, en aquellos lejanos días de mi juventud,
que el vino aunque sólo sea por unas horas nos transfigura y nos transforma y hace que
sintamos ser lo que queremos ser y nunca conseguimos ser. La idea de que nos
convierte en alcohólicos despreciables y en seres que siembran la desgracia y el
infortunio a su alrededor, cuando se abusa de la bebida, era una idea cierta; pero era
una idea que vendría después. El hecho de que nos lleve a no ser dueños de nosotros
mismos, cuando no podemos pasar de un extremo a otro de una habitación porque
nos caemos, como le dijera Alejandro a su padre Filipo de Macedonia en una de sus
numerosas borracheras, es indudablemente una realidad. Pero todos esos
razonamientos vendrían después.
Con la mili acabada y mis estudios concluidos, yo volví al pueblo para hacerme
cargo de las fincas que mi madre llevaba y gobernaba, ayudándole en su trabajo.
Estábamos en Jaén, la tierra de “donde si eres, es igual que si no fueres de ninguna parte”,
el “Norte del Sur”. Estábamos en Andalucía, tierra entonces de olivos y campesinos, de
romerías y parados, de pueblos con iglesias del Renacimiento y viejos castillos. Tierra
de latifundios y demagogias, sin industrias y sin muchas carreteras.
“Campo, campo, campo.
Y entre los olivos, los cortijos blancos”.
Siempre me ha dolido el abandono en que se ha tenido a mi tierra. Y lo
lamentable de ello es que tenemos nosotros la culpa de muchas de las cosas que nos
ocurren, por nuestro rabioso individualismo que nos lleva a no crear nunca conciencia
colectiva de nosotros mismos. Somos abúlicos y serviles y amigos de dramatizar las
cosas. Y lo grande del caso es que hay en nosotros cualidades realmente admirables
como aquello que Ganivet llamaba nuestro “Senequismo”, que no es otra cosa que
nuestra capacidad de aguantar todo lo que nos venga en contra sin una sola queja.
Somos barrocos y coloristas como nuestras corridas de toros. No somos clásicos.
Somos románticos como nuestros bandoleros. Según la vieja clasificación helenística,
no somos “apolíneos” porque no tenemos serenidad para pensar ni quietud para ser.
Pero somos “dionisiacos” porque tenemos exaltación para pensar y desorden para ser.
El cante es para nosotros como una especie de narcisismo en que nos gusta ver como
sabemos sufrir. Hacemos del llanto una manifestación de la belleza como se refleja
bastante bien en las Dolorosas de nuestras cofradías. Y somos en fin una compleja
mezcla de muchas cualidades, en las que hay en nosotros mucho de árabes. Y donde
hay mucho más, pero muchísimo más de griegos y de romanos.
El campo en aquella primavera del 46 estaba radiante. Había llovido mucho.
Pero habíamos salido hacía muy poco de una terrible sequía, de la mayor sequía de que
en muchísimos años hubiera memoria. Llovió en Noviembre del 44 y hasta el 28 de
Febrero del 46 no volvió a llover. En 16 meses no cayó ni una gota. Y eso no es una
metáfora, es una realidad. No llovió absolutamente nada, ni poco ni mucho, en todo
ese tiempo. Aquello fue espantoso. La sequía nos dejó sin reservas de alimentos. Y sin
que estos se dieran ni produjeran en ninguna parte vino el hambre a nuestro país. El
hambre de verdad, con letras mayúsculas. El hambre como un castigo y como una
plaga medieval. La gente se sentía sin fuerzas, y poco a poco se le hinchaban las piernas
y el vientre, y fallecían. Yo no se en el pueblo cuantos murieron. Pero sé que murió
mucha gente de hambre. Y lo grande del caso es que nadie se movió. No hubo, en
público, ni una sola protesta ni una sola queja, ni una sola manifestación de rechazo ni
signo alguno de rebelión. Hubo solamente un silencio impresionante que lo
embargaba todo. Por otra parte los aliados, tras su victoria en la II Guerra Mundial,
seguían con su asfixiante bloqueo a nuestro país sin permitir que entrase en España
nada de lo que ellos tenían. Recuerdo el recibimiento apoteósico que hicieron en la
Semana Santa de Úbeda a Don Pedro Radío al que nombraron hermano mayor de
varias cofradía y que era entonces el Embajador de Argentina en España. Argentina
nos había enviado varios barcos cargados de trigo y se sabía que el General Perón,
pensaba enviarnos más.
Pero donde el problema del hambre podía verse mejor era en el campo. Los
obreros estaban trabajando quitando hierbajos y pinchos del suelo de las olivas, que
con tanto llover habían crecido en abundancia y daban lugar, con su espesura, a que se
caminase con dificultad por los olivares. Los veinte obreros poco más o menos que
trabajaban entonces en Cañamares, iban todos los días con sus escardillos para limpiar
y rozar el suelo. Y allí hablaba yo con ellos cuando llegaba la hora de la comida. Se
sentaban debajo de algún olivo para comer, y de sus barjas de esparto sacaban collejas
que comían cocidas y, si acaso, algún mendrugo de pan hecho con harina de cebada,
más negro que la pez. Las fuerzas les faltaban cuando, después del trabajo, se
dedicaban a buscar collejas por los cantones del terreno, como base de su comida de
todos los días. Tomás Picazos que se hizo muy amigo mío y que no me creía cuando yo
le decía que la tierra daba vueltas alrededor del Sol, me contaba entonces que en su
casa por las noches no podían dormir pensando en la comida. Antonio Espinosa, que
iba medio descalzo y con unos pantalones llenos de remiendos con piezas cuadradas
de tela de color diferente, me contaba que no eran malo el oficio de cazar pájaros y
gorriones pero que, con piedras y tirachinas, era un trabajo penoso. Y Sebastián
Martos que luego fue mi encargado durante muchos años y que siempre fue un gran
amigo. Era de los pocos que medio comían, porque su madre tenía unas olivas
tomadas y tenían algunas reservas del año anterior.
Yo veía que aquello no podía seguir así. Pensaba que había que darle algún
remedio a aquella situación. Había leído por entonces el “Socorro de los Pobres”de Juan
Luis Vives, y me impresionó ver que estábamos como en el siglo XVI, cuando
también el hambre de los pobres hacía decir al humanista valenciano que “había ricos
que amaban su dinero más que su sangre”. Ahora era la verdad que pasaba algo de eso. El
problema no era sólo que los alimentos estuvieran muy escasos sino que con las once
pesetas que importaba el jornal (si es que lo echaban) no había suficiente para pagar
los altos precios que tenían las cosas de comer. Nosotros teníamos en las cámaras del
cortijo 80 fanegas de trigo, que equivalían a 3.500 kilos de cereal, y que era todo los que
había producido la tierra de secano en el año anterior. Una miseria. Y teníamos
además 8.000 kilos de aceituna, que habíamos llevado a molturar a la fábrica del
“Barato”, por los que cobramos en total diez mil pesetas. Eso era todo lo que dieron los
olivos en el año anterior. Otra miseria. Teníamos la esperanza de que el año de cereales
que se esperaba recoger aquel verano era muy bueno y que la cosecha de olivar para el
año siguiente podría también ser buena. Eso en realidad era lo que teníamos, la
esperanza de un tiempo mejor. Pero no había más.
Y yo me lo pensé seriamente. La solución estaba en darles fiadas a los obreros
las 80 fanegas de trigo que teníamos en la cámara del cortijo, y que no se habían
vendido todavía en espera de ver lo que pasaba con el precio de este cereal. Mi madre
(que como en todos estos años estaba muy mal de dinero, y este año mucho más)
escuchó mis razones y me permitió que les fiara el trigo a los obreros. Aquello fue una
de las cosas que en toda mi vida más he agradecido a mi madre, que conmigo siempre
lo hizo todo bien. Y yo una tarde de comienzos del verano, llamé a los que trabajaban
conmigo y los reuní debajo de una hermosa encina que hay en el olivar de la Solana, y
les dije que a partir de aquel mismo día daría una fanega de trigo por familia al mes, al
precio oficial de 90 pesetas, y la daría fiada hasta que ellos pudiesen pagar en tiempo de
la recolección de la aceituna, que era cuando ellos ganaban más. Podían recoger el trigo
en la Casería aquella misma noche. La reacción de ellos fue más bien sosegada.
Posiblemente no creyeran que yo estuviera mucho tiempo fiándoles cada mes una
fanega de trigo por familia. Pero se alegraron. Emilio Galera me dijo que no me
preocupara por el pago, que “en hombre joven no hay trampa vieja”. Llevaba un abrigo largo
que le llegaba por debajo de las rodillas. No se de donde lo sacó. Era el único que en
invierno llevaba abrigo largo, que entonces se estimaba como prenda que sólo usaban
los señoritos. Y los otros obreros se metían con él y le tenían bromas, diciendole que
parecía mentira que quisiera pasar por señorito siendo un muerto de hambre como los
demás.
Comencé entonces un sistema en el campo, en que daba fiado todo lo que el
campo producía; el trigo, el aceite, los garbanzos, las patatas y todo lo que constituía la
base alimentaria de entonces. Eso duraría unos años hasta que las cosas mejoraran.
Cuando Emilio Galera se marchó a Cataluña algún tiempo después, como hicieron
otros muchos, en busca de colocaciones en la industria y en la construcción donde se
ganaba más que en el campo, me dejó a deber 6.000 pesetas de entonces, que pasaron
de ser trampa vieja a ser trampa eterna.
Todo esto no era lo peor que les ocurriera a la gente del campo y a los pobres del
pueblo. Lo peor era que no tenían Seguridad Social. El Seguro de Enfermedad,
instituido como seguro obligatorio en 1944, todavía tardaría en llegar con su
organización y sus servicios a estas tierras. Sólo había el seguro de accidentes del
trabajo que era obligatorio. Por eso cuando alguno se ponía malo, ni había médicos, ni
había medicinas si no había dinero. Sólo podía acudir a la Beneficencia Pública, que le
ayudaba si podía, y a las Hermanas Mercedarias, que acogían en el Hospital del pueblo
a los que cabían. Y nada más. Aquello no era suficiente, yo pagué médicos y medicinas
muchas veces a obreros de Cañamares y a gente de mi pueblo. Puede que no sea
correcto que yo cuente todo esto porque pueda verse como una ridícula vanidad. Pero
esa es la verdad. Mi madre me decía que me iba a ver como San Sebastián. Y si cuento
esto es para que se vea como era la vida en estos días. Y afirmando también que yo no
era el único que afortuna-damente ayudaba a los demás. No eran muchos por
supuesto. El sentimiento de solidaridad no estaba entonces muy generalizado, eso
vino después.
Verdad es también que yo era cada vez más amigo de los obreros y quería que
ellos me vieran a mí como a un amigo, igual que me ocurriera en Guadix con los
soldados. Pero esto no ocurrió. Porque no podía ocurrir. En Guadix los soldados no
sabían que yo era rico. En Cañamares con los obreros, era evidente que lo era, y las
distancias no podían anularse pues yo era el señorito y no podía ser de otra manera, ni
se podía pensar otra cosa. Ahora bien, acompañarme a mi y a mis amigos de Cazorla
en juergas y diversiones eso si podía ser. Y yo después de haber sufrido tanto en mis
andanzas por cuarteles y sacristías, pensaba ahora que lo mejor que podía hacer con
mis 24 años, era divertirme y hacer mi trabajo en el campo. Pensaba en la diversión
como el principal objetivo de mi vida, aunque las diversiones de entonces estaban
llenas de límites.
Me gustaba mucho reunirme con obreros de mi edad y con amigos de Cazorla
que invitaba ahora a pasar conmigo unos días en la Casería. Y las reuniones eran casi
siempre en un Molino de harinas que yo tengo a unos cuatro kilómetros de la Casería,
que llamamos el “Molino de Gris”. Era un antiguo molino que todavía funcionaba
con sus piedras su rodezno y sus viejas cribas. Iban allí todavía muchos parroquianos
con su carga de trigo para que la molieran y les diesen su harina, tras pagar la maquila.
El Molino estaba rodeado de muchos nogueros y en la puerta, cerca de los arcos por
donde salía con fuerza el agua pulverizada del rodezno, había un sauce grandísimo y
un hermoso parral. El río pasaba y pasa a unos 50 metros de la puerta. El molinero era
Bernardino Martínez Soria, un buen amigo mío, y uno de los hombres más éticos y
honrados que yo he tratado en mi vida. Allí en el Molino lejos del pueblo, era donde yo
corría las juergas de mi juventud, con mis amigos de Cazorla, señoritos como yo, y con
los obreros de mi casa que eran de mi edad. Nos juntábamos como unos ocho o diez.
Preparábamos un choto o un cordero pequeño, y vino peleón y anís que quemaba la
garganta de malo que era, y nos daban las siete de la mañana de bromas y chistes.
Muchas veces cuando amanecía estábamos durmiendo la borrachera bajo el parral o
bajo los frondosos y altos nogueros. Eran juergas llenas de castidad, porque no había
mujeres ni se hablaba de ellas. Para mí y para mis amigos del pueblo eso era pecado. Y
eran juergas donde señoritos y pobres se divertían, lo cual era entonces sumamente
raro. Aquello era una manera de reaccionar contra una vida llena de reglas, de normas,
de viejas costumbres y de tristeza. Y tanto mis amigos como yo, aunque sólo fuera por
unas horas, nos sentíamos felices y afortunados. Alguna vez vino con nosotros
Agustín Laínez, y su gracia y su sentido del humor eran como un mágico y poderoso
sedante. Agustín era un humorista de antología y una gran persona. Su chiste del
hombre que había vendido su perro por veinte mil duros y en pago del mismo había
recibido dos gatos, valorados cada uno de ellos en diez mil duros, lo recordaré siempre
con agradecimiento, porque todavía hoy, un montón de años después, me hace
sonreír. Bernard Shaw era quien decía que “somos jóvenes mientras no somos
conscientes de las imbecilidades que hacemos”. Es posible que llevara razón. Yo hacía
entonces muchas imbecilidades y creo que hice bien en hacerlas. Por aquellos días de
finales de Octubre del 46 fue la boda de Ramón Nieto, otro de los obreros de mi Casa.
Me hizo su padrino y yo corrí con todos los gastos de la cena que, con esa ocasión, se
dio en el Corredor, como le llamamos a la casa que hiciera mi abuelo Isicio en
Cañamares. Todos estaban contentos. Todos sabían que el hambre había acabado
porque la cosecha de trigo había sido muy buena, y se esperaba que en la próxima
cosecha de aceituna hubiese mucho trabajo y muchos jornales. Bebían y hablaban
animadamente y reían y se notaba en ellos alegría. Yo me levanté de la mesa para hacer
un brindis por los novios y no me dejaban hablar dando vivas a Don Juan y queriendo
sacarme en hombros. Y yo pocas veces en la vida he sido tan feliz y tan afortunado
como aquella noche.
Piedad. Detalle. Adrian Isenbrant .
SÍNTESIS

D urante los años que siguieron a la Guerra Civil del 36, España era en
pleno siglo XX, un país con muchas cosas todavía de la Edad Media, y
que tuviera a la vez mucho en común con países del Tercer Mundo.
Pero después de aquellos días, desde los años sesenta poco más o menos, los
españoles tuvieron el acierto y la entereza de ir poco a poco convirtiendo a
España en un país de Occidente, civilizado y rico como los demás pueblos de
Europa, y como nos correspondía ser por nuestra Historia y por nuestra
Cultura Occidental. Y eso se logró a fuerza de buscar como objetivo prioritario
el desarrollo de nuestra Economía, considerando la buena marcha de la misma
como algo que no se puede descuidar (Sólo los pueblos ricos viven bien), y
buscando a la vez la concordia de nuestro pueblo a fuerza de ir propiciando, día
a día, la tolerancia y el compromiso para poder convivir (Sólo el rechazo de
ideologías extremistas y excluyentes permite la convivencia)
El resultado de todo esto, y ya en los albores del Siglo XXI, ha sido que
los españoles hayamos llegado a ser un pueblo rico y en libertad, sin graves
fisuras antagónicas entre sus gentes, que acabó con una dictadura política en un
largo proceso de transformación y que está ya muy lejos de la Edad Media y del
Tercer Mundo.
Pero un pueblo donde acabaremos posiblemente todos, al igual que los
demás pueblos de Occidente y si no nos movemos para evitarlo, en una nueva
dictadura esta vez de carácter económico, que será la dictadura de las
multinacionales y del Gran Capital, que mucho me temo que nos cause no
pocos sinsabores y sea muy difícil de derribar.
Los que vengan tras nosotros, pienso yo que es muy posible que su
combate contra esa nueva dictadura sea su destino dentro de la Historia.
*****
Por lo que a mi se refiere y en los años que siguieron a la Guerra yo he ido
también buscando, a lo largo de los mismos, aquellos valores en que pudiera
apoyar mi vida, que respondieran a la idea que yo tengo de las cosas y no a ideas
impuestas o suministradas por nadie. Y hoy, cuando ya estoy cerca de los
ochenta años, hay para mi tres ideas o valores que son las que real y
verdaderamente me sirven para vivir. Esas tres ideas son las siguientes:
- La libertad, entendida como posibilidad de hacer siempre aquello que
queramos y creamos mejor. Sin más límites a nuestra conducta que no causar
con la misma perjuicios que sean innecesarios a los demás o a la sociedad en
que vivimos (Sin libertad no se puede vivir).
- La solidaridad, entendida como necesidad de ayudar a los demás, en la
medida de nuestras posibilidades, a que tengan los mínimos necesarios para no
vivir en infrahumanidad. (Sin solidaridad con los demás la vida es como una
pasión inútil)
- Y Dios, entendido como fundamento y razón de ser de nuestra
existencia, que se manifiesta en miles de cosas que lo mismo pueden ser la
magia del bosque, que la belleza de una sinfonía, y que es por demás, la única
respuesta que tenemos al sufrimiento y a la muerte, como realidades de la vida,
que nadie ha destruido ni podrá destruir nunca (Sin Dios la vida es como
“escarcha en la mañana”).
Yo estoy de acuerdo con Pascal, cuando afirmaba que “el corazón tiene
razones que la razón no comprende”. Y pienso que Dios es la más apasionante de las
razones del corazón.

Cazorla, 17 de Octubre a 18 de Noviembre de 2000.


Se acabó de imprimir
“Cuarteles y
Sacristías” de Juan
Martínez Ortega el
día 17 de Marzo del
año de Nuestro
Señor de 2001,
Festividad de San
Patricio por el
impresor Patricio
Almirón de Cazorla.
Laus Deo

You might also like