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A los italianos no les fue nada bien en la guerra. Su papel en ella fue más bien
mediocre y, en cambio, perdieron muchos hombres. Es de suponerse que el
ambiente que se vivió en la época de la posguerra era deprimente, y ¿qué
mejor para reanimar el espíritu y olvidar las penas que ir al cine?
En ese entonces, aun mucho más que ahora, el cine estaba impregnado de
una magia sin precedentes. La gente no estaba expuesta a la saturación
mediática que nosotros enfrentamos; había visto menos cosas y, por lo tanto,
era más inocente.
Sin duda, entre los mayores méritos del film está el documentar la emotividad
de la relación película-espectador. Sobre todo, le otorga una especial
importancia al ambiente que envolvía las funciones, el cual la audiencia era la
protagonista indiscutible: desde la impaciente espera por la llegada del carrete
de la cinta, pasando por peculiares incidentes, hasta las reacciones de
decepción al encontrar la censura o de gozo cuando se cumplen sus deseos de
ver la proyección en un espacio público.
La visita al cine se nos muestra como una experiencia terapéutica, casi
espiritual, lo cual debió provocar en la gente una catarsis en la que se tocaban
fibras sensibles mientras se sentaban por un par de horas en la sala
parcialmente obscura, sólo iluminada por el reflejo del proyector, para dejarse
llevar por una historia hacia cuyos personajes se desarrollaban fuertes
emociones. Con un efecto parecido al que tiene en la mayoría de nosotros, los
miedos, las ilusiones, los traumas y las pasiones de aquellas personas salían a
la luz por momentos, haciendo de las visitas al cine algo sumamente
memorable.