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Gotemburgo,

Destino
Final.
Diario de un
exiliado boliviano

Mauricio Aira
Con la participación de:
Winston Estremadoiro

Un libro electrónico de:


Noticias
bolivianas
.com
GOTEMBURGO, DESTINO FINAL - Mauricio Aira - Winston Estremadoiro
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Contenido
Avant propos 1
Prólogo 2
Capítulo Primero 4
Del Palacio Presidencial a la casa de seguridad 5
22 presos en 10 metros cuadrados 6
Radiografía de los represores 7
Fetidez, arengas y soliloquios 9
Entre amigos pilatunos y buenos samaritanos 11
Saudades de Bolivia 12
Capítulo Segundo 14
Tiempos borrascosos 15
Marcelo Quiroga Santa Cruz 16
El día del golpe 16
Soldado, no matarás 18
Las lecturas subversivas de mi padre 19
Capítulo Tercero 21
Fiat voluntas tua 22
¿De la sartén a las brasas? 22
El primo de Pérez Esquivel 23
El Hombre de la Mancha 24
Penurias del exilio 25
La vocación de un exiliado 26
Capítulo Cuarto 28
Bajo la protección de las Naciones Unidas 29
Deprimido e insolvente 30
Un difícil dilema 31
Suipacha y Corrientes 33
El primer trabajo de mi padre 33
Capítulo Quinto 35
El general Eufronio Padilla 36
Carta al dictador 37
Mi amigo el general Alfredo Ovando 38
Vaticinios de dos desterrados 39
Todos contra el dictador 40
Militares no gorilas 41
El general Emilio Lanza Armaza 42
Capítulo Sexto 43
Buscando empleo en Buenos Aires 44
Una carta desesperada 45
El Balneario de Mar del Plata 46
Juan Manuel de Rosas y la Mazorca 47
Cadena de infortunios 47
Cartas de La Paz 50
Un radialista en las minas 51
Capítulo Séptimo 53
Adiós a Buenos Aires 54

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La familia reunida 54
GOTEMBURGO, un nuevo hogar para los recién llegados 56
Indice de referencias personales 57

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LA DENOMINADA
DOCTRINA DE LA SEGURIDAD NACIONAL
¿ES MORAL, ES HUMANA, ES CRISTIANA?

EN HOMENAJE A LAS NACIONES UNIDAS, CUYO COMISIONADO PARA LOS


REFUGIADOS HA SALVADO LA VIDA DE TANTOS HOMBRES, MUJERES Y NIÑOS
DE MANOS DE LAS DICTADURAS MILITARES.

A LOS MILES DE EXILIADOS BOLIVIANOS QUE SOPORTARON UNA


EXISTENCIA DIFERENTE LEJOS DE LA PATRIA.

En Cochabamba, La Paz, Buenos Aires y en Madrid recogí los recuerdos de ciento


ochenta días. Entre la incomunicación en una casa de seguridad del dictador García Mesa,
luego el exilio y la soledad en Argentina y, finalmente, el vuelo a Rió de Janeiro donde
me reuní con esposa e hijos para seguir viaje a Frankfurt y Hamburgo, a Ronneby y
finalmente a Gotemburgo en el reino de Suecia.

Esos apuntes dispersos se transformaron en un libro luego de que hace unos meses los
pusiera en manos de mi entrañable amigo Winston Estremadoiro, quien con una
laboriosidad incomparable editó y depuró mis notas, dándoles forma y ubicando cada
acontecimiento en un contexto lógico.

El resultado es un libro a dos manos que ofrezco a mi esposa Jenny Dabura, a mis hijos
María del Rosario, América, María Luisa, Arturo, Mauricio y Joaquín y a cada uno de
mis nietos: Sandra, Valentina, Vanessa y Josefina, Christofer, Johannes y Leonardo.
Fuera este la respuesta a una pregunta casi cotidiana: '¿Papi, por qué estamos en
Suecia?'.

Este libro no habría podido publicarse sin el extraordinario apoyo y permanente estímulo
de Karim Boudjema, cuyo contagioso entusiasmo acompanó incansable, nuestras
iniciativas.

El Autor

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Avant propos
Madrid, noviembre de 1989.
Hijo mío:
Te he visto cavilar, con la cabeza gacha, apenas has querido conversar. Sé que sufres, que el
destierro que tu padre padece, lejos de la Patria, de los amigos, del cálido ambiente que allí
nos rodeaba, nos provoca dolor. Sé que, a veces, te sientes inmensamente solo, como en una
isla desierta y abandonada. La infranqueable barrera del idioma te rodea cual un alto muro, frío
e insensible, que no deja lugar a ninguna aproximación humana. Y cuánta necesidad tienes de
la amistad, de la camaradería, del compañerismo, que aquí en el exilio no aparecen
frecuentemente. Lo mismo me pasa a mi, que soy tu padre, pero, a diferencia tuya, yo he
vivido lo mio. Puedo ahora refugiarme en mis libros, en mis lecturas, cosa, que aún tu no
puedes hacer. Debes saber que yo sufro por tí, que, a veces, no sé si hago bien en prolongar
voluntariamente este exilio, en reteneros mayor tiempo aquí. Más pienso en la bondad de
Dios, que del mal saca siempre el bien. Algún provecho ha de venir de este largo destierro.
No te desanimes, hijo mío!. No hagas madurar en tí el resentimiento. Levanta el ánimo y
supera tu encierro. Reza que hay un Amigo que siempre nos comprende, que no nos abandona
y permanece con nosotros en todas las circunstancias.
El es un verdadero Amigo, pues dio su propia vida por los suyos y tú y yo sabemos que no
hay amor más grande que del que da la vida por los que ama.
Pídele la gracia de ser amigo suyo, sincero y leal, lo cual es harto difícil y entonces tu, como yo
podremos superar esta terrible pena de estar incrustados en una realidad que no nos pertenece.
Sólo así, con una visión cristiana del destierro podremos caminar por el desierto los "cuarenta
años que nos separan de la casa del Padre" alimentándonos del maná de su invariable
amistad.
Estas palabras de oro que encontramos en las Sagradas Escrituras parecen inspiradas para ti,
para mi, para todos cuantos padecemos este castigo del exilio obligado:

Los visitaré y cumpliré la promesa de hacerlos volver a la Patria. (Jeremías: 29, 70)
Todo hombre tiene derecho a la libertad de movimiento y de residencia dentro de la
comunidad política de la cual es ciudadano . Juan XXIII
Nuestro Señor en su niñez fué un refugiado obligado a huir del odio que se había
desatado y de la persecución que el poderoso de entonces, el Rey Herodes, había impuesto.
Jesús y su familia tuvieron que abandonar Judea y refugiarse en un país extraño hasta
que el tirano hubo muerto. Juan Pablo II
El exilio es una grave violación de la vida en sociedad, en oposición flagrante con la
Declaración de los Derechos Humanos. El hombre no debe ser privado del derecho
fundamental de vivir y de respirar en la Patria que lo vio nacer, allí, donde conserva los
más entrañables recuerdos de la infancia, la tumba de sus antepasados, la cultura que
le confiere identidad espiritual, las tradiciones que le dan alegría de vivir y el conjunto de
relaciones humanas que lo sostienen y protegen. Roma, 31.01.1982.
Inspirado en estas reflexiones, he querido anotar algunas líneas que servirán para que
expliques a tus hermanos, a tus hijos y a los hijos de tus hijos el porqué nos obligaron a
abandonar la Patria que tanto amamos.

Tu padre.

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Prólogo
"El paterno amor con que Dios nos mueve a amar a todos los hombres, nos hace sentir una
profunda aflicción ante el infortunio de quienes se ven expulsados de su Patria por motivos
políticos. La multitud de exiliados, en nuestra época, se ve acompañada de manera constante
por muchos e increíbles dolores" (Artículo 103 de la Encíclica Pacem In Terris, de Juan XXIII)
El enunciado anterior se aplica con elocuente experiencia a miles de compatriotas bolivianos
que eligieron o fueron obligados a elegir el camino del ostracismo durante la negra noche de
la dictadura "garcíamezista".
Mauricio Aira Flores, un acucioso informador, relata en forma novelada con patética vivencia
en lo que le tocó vivir, en su cuota parte, el drama colectivo que le cupo vivir al pueblo de
Bolivia. Como afirma el autor, se trata de una "sencilla historia, una de entre varios
testimonios de bolivianos que fueron expulsados, sin otra alternativa que elegir, a los países de
Europa". Fueron compelidos a buscar un lugar circunstancial donde poder vivir en libertad,
con decoro y dignidad. Mantuvieron el pensamiento puesto en el retorno a la Patria, para
restituir el proceso democrático quebrado por la sinrazón de las armas, el poder omnímodo de
la fuerza de un régimen autoritario que a título de "reconstrucción nacional" sumió en la
desesperación y el terror a todo un pueblo amante de su libertad.
Sin embargo como lo afirmó el Libertador Simón Bolívar en 1829, existe una recompensa para
quienes practican la libertad que no consiste en otra cosa que en "la administración de la
justicia y en el cumplimiento de las leyes para que el justo y el débil no teman".
El testimonio de Mauricio Aira en su obra Destino Final Gotemburgo, es una reflexión
profundamente humana frente al siniestro hecho de nuestra historia contemporánea, con su
secuela de deshumanización extrema donde infortunadamente nadie se salvó de la catástrofe en
la que un grupo de uniformados llevó al borde del abismo a nuestra querida Patria.
Porque, como afirma el polígrafo Agustín Aspiazu "hay más honra en los vencidos por una
causa justa que en los vencedores que luchan por la esclavitud de los pueblos".
El libro de Aira Flores es una suerte de combinación entre el relato personal de su protagonista
en Buenos Aires para conseguir el tratamiento de refugiado político en el Reino de Suecia, con
los sucesos del 17 de julio de 1980 en Bolivia y los meses posteriores.
Es, además, la demostración pragmática que se cumple, gracias a Dios, el artículo 14 de la
Declaración Universal de los Derechos Humanos que reza: "en caso de persecusión toda persona
tiene derecho a buscar asilo y a disfrutar de el en cualquier país que se lo ofrezca".
Claro está que no se trata precisamente de un disfrute, sino más bien de una prueba tangible
de solidaridad coyuntural hacia quienes se vieron obligados a abandonar Bolivia, o como en el
caso presente fueron simplemente transplantados desde Bolivia a Gotemburgo, muchos de
ellos seguidos por sus seres queridos, otros completamente solos.
Se trata del drama de los refugiados, de las vicisitudes que tuvieron que pasar para reunirse
con sus hijos y esposas. Con la fe y la esperanza nunca perdidas y tan explícita y
dramáticamente mencionadas en las cartas familiares con palabras sencillas, "palabras con
alas y color" como diría José Martí.
La solidaridad universal y americanista expuesta en la Asamblea General de las Naciones
Unidas en favor de los exiliados y refugiados políticos fue el punto determinante para lograr
que varios miles de latinoamericanos, varios cientos de bolivianos pudieran vivir
temporalmente en países europeos, donde recibieron un trato humano y digno.
Entretanto, en Bolivia, la resistencia al ignominioso régimen dictatorial fue incesante,
sacrificada y gloriosa. Nuestro homenaje a todos los que lucharon para derrocar al gobierno
de facto de la vergüenza nacional.

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Que el testimonio de Mauricio Aira, uno de entre seguramente varios cientos tal vez
mayormente dramáticos, permita desterrar de Bolivia, de la América Latina y del mundo las
prácticas reeditadas del fascismo. Que como lo señalaron en Puebla los Obispos
Latinoamericanos, la Iglesia Católica siga haciendo escuchar su voz, denunciando y
condenando los abusos de poder típicos de los regímenes de fuerza, la angustia por la represión
sistemática o selectiva, acompañada de la delación, de la violación de la privacidad individual
y familiar, de los apremios desproporcionados, de las torturas, del exilio, del dolor de tantas
familias por la desaparición de sus seres queridos y de tantas formas de violación de los
derechos humanos irrenunciables.
Dios quiera que en el futuro se cumpla aquello que estableció en 1948 el Artículo 9 de la
Declaración de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas: "Nadie podrá ser
arbitrariamente detenido, preso ni desterrado"

Gotemburgo, Destino Final tiene ese contenido. El juicio queda sin embargo, librado al mejor
criterio de nuestros estimados lectores.

Gonzalo Vizcarra Pando.

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Capítulo Primero

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Del Palacio Presidencial a la casa de seguridad
En la ciudad de La Paz, en una casa de la Avenida Arce frente a la Embajada de Brasil, a la
una y quince de un lluvioso viernes seis de febrero de 1981, me encontraba reunido con la
familia en la mesa del almuerzo, cuando la sirvienta anunció con su particular sintaxis:
- Dos jóvenes lo buscan al caballero -dijo- con él siempre quieren hablar-añadió.
Salí a la verja que daba a la calle, enfrentándome a dos soldados, arquetípicos campesinos
indígenas uniformados del ejército boliviano:
-Somos del Servicio de Seguridad de Palacio y mi General quiere hablar con usted, dijo uno.
-Pero yo acabo de llegar, tengo que almorzar.
-No importa, señor Aira, le vamos a esperar.
Llovía copiosamente cuando media hora más tarde, con el corazón golpeándome el pecho
sobre las intenciones del tal General, pero cansado de estar a salto de mata, cogí un
impermeable para asistir a la convocatoria de quien no era otro que Luis García Meza, dictador
de Bolivia desde el sangriento golpe de estado del 17 de julio, seis meses atrás.
Mi esposa Jenny se ofreció a acompañarme y lo acepté con secreta alegría:
- Me parece bien- fingí liviandad, - después de hablar con el General podremos ir a comprar
los útiles escolares que necesitan los niños.
Aún con la incertidumbre como espina atravesada en el alma, lejos estaba de sospechar,
pobre de mí, que nunca más volvería a casa y que a partir de aquel día mi destino cambiaría
para siempre.
Camino a Palacio me puse a cavilar, porque hacía meses que me sentía perseguido. La misma
empleada de la casa había afirmado que una vagoneta beige del Servicio de Seguridad del
Estado, que el régimen utilizaba en la represión, había aparcado cerca de la casa montando
guardia. Un día antes, cuando asistía a una reunión social en un céntrico hotel, me habían
advertido que no volviera a casa porque agentes de seguridad me estaban esperando.
Ante aquella alarma, llamé por teléfono esa misma noche a quién creyera un amigo. Era el
coronel Faustino Rico Toro, alto personero del régimen y asesor en asuntos de seguridad, una
especie de ministro de la caza de brujas de la represión:
-¿Sabes algo en relación a una orden de detención contra mi persona?
-No sé de qué se trata, en éste momento me ha llamado mi General y estoy dirigiéndome
hacia el despacho Presidencial.
-Quiero decirte, Tinino, que estoy en el Hotel Gloria y me puedes llamar aquí, que no tengo
ningún motivo para esconderme.
Por precaución aquella noche me abstuve de volver a casa y pasé la noche en otro hotel.
Durante algunos días no pasó nada y concurrí normalmente a mi oficina en la Cámara Nacional
de Hotelería.
Heme aquí ahora -pensé- en curiosa comitiva con mi esposa y los dos guardias, camino al
palacio presidencial en un taxi cuya carrera tendría que pagar. Subimos por la calle Ayacucho,
donde varios turistas escalaban a pié la empinada vía en esta tortuosa ciudad de aire ralo y
paisajes que te quitan el aliento, además. En el viejo edificio de la Plaza Murillo, nos
invitaron a pasar al segundo piso, a una pequeña habitación donde empezó una larga espera.
Luego de casi tres horas, mi esposa tuvo que retornar a nuestro hogar, no sin antes indagar
con los guardias que nos habían llevado hasta allí. Le dijeron que el Presidente estaba en el
Beni, que estaba lloviendo mucho y que el avión presidencial no podía levantar vuelo. Jenny
salió con la promesa de regresar rápidamente. No volvería a verla hasta medio año después,
en Río de Janeiro.
Al salir mi esposa se había encontrado con el coronel Rico Toro, quien le comunicó que yo
quedaría detenido en forma indefinida por orden del General García Meza. Mientras tanto, fui

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invitado a pasar a la sala de edecanes, donde se me sirvió una comida bastante suculenta,
aunque difícil me fue degustarla por la inquietud de no saber porqué estaba allí.

22 presos en 10 metros cuadrados


Terminada la cena, fui trasladado a una casa de seguridad en la avenida 20 de Octubre, a
pocas cuadras de mi residencia. La tal casa de seguridad, situada muy cerca de la Embajada
de Chile, estaba casi en ruinas. Tenía unas escaleras que se caían a pedazos y en el segundo
piso había una especie de oficina con pocos muebles, todos desvencijados.
A golpe de vista, advertí que había cuatro personas, dos de ellas sentadas frente a máquinas de
escribir relativamente nuevas. En una pared había un plano de la ciudad y un título que me hizo
sonreír: PLANO SECRETO. Eran las 9 de la noche, y noté que los ocupantes de la oficina y
prisión estaban desconcertados y no atinaban a concederme un trato acorde al de un prisionero
político.
El que parecía ser el jefe se adelantó a saludar cortés, pero firmemente. Recibió el encargo de
mis captores y les firmó un recibo. Me hizo varias preguntas, datos de índole general. Ni una
sola palabra acerca de la causa de mi detención. Había allí un sacerdote, o por lo menos uno al
que los demás llamaban "padre". La única pregunta que atiné a formular fue:
-¿Qué hace aquí el vestido con sotana?
-Aquí trabaja-, me contestaron.
Terminado el interrogatorio me descendieron al sótano, y se me aposentó en una minúscula y
maloliente habitación de cuatro camastros en litera, separados por un espacio de tres metros, un
baño inmundo por la falta de agua, y otros dos presos. En la misma habitación descansaban
cuatro guardianes o carceleros; visitantes entraban y salían. Ahí estuve cautivo, observando lo
que ocurría a mi alrededor, algo inconsciente, quizá insensible, aún ajeno al drama que me
esperaba.
Un agente que hacía de secretario me acompañó y me presentó como "el alojado", dejándome
junto a los otros dos presos y los cuatro agentes que estaban apiñados en un espacio de no
más de 10 metros cuadrados. Pronto se iniciaron las presentaciones. Uno de los detenidos
había sido ex-candidato a diputado para la lista del MNRI de Siles Suazo por la provincia de
Achacachi, de nombre Germán Condori; el otro era un profesor rural, ambos humildes
ciudadanos de origen campesino.
La conversación se prolongó hasta las 12 de la noche, cuando se oyó un grito y salieron los
agentes corriendo para buscar más detenidos. Entonces ocurrió algo increíble. Trajeron 22
presos y los embutieron allí, en ésa celda donde ahora apenas podíamos caber de pie todos a la
vez y sin movernos.
Muchos de los recién llegados estaban borrachos y hablaban con dificultad, y entre los
detenidos había dos capitanes, clases y soldados: militares de la fuerza fluvial, mecánicos de
aviación; otros eran funcionarios del gobierno en diferentes reparticiones. Eran infractores del
toque de queda, la ley marcial vigente desde el 17 de julio de 1980, que prohibía la circulación
de las personas por las calles de las ciudades después de las nueve de la noche.
Me impresionó lo que pasaba con éstos detenidos. Algunos de ellos se orinaban en sus
pantalones y otros nerviosamente desfilaban por el único inodoro allí existente. Pude entonces
entender una antigua expresión boliviana, cagarse de miedo, porque en efecto más de uno de
los presos defecó en sus pantalones y en plena celda. Otros se contaban chistes de subido tono
y reían nerviosamente.
Dos detenidos me reconocieron en el ambiente de penumbra y preguntaron si podían hacer
algo por mí. Eran encarcelados que sabían que en pocas horas más saldrían en libertad,
mientras que yo permanecería preso. Nada, fue mi respuesta, primero porque desconfiaba de
cualquier extraño dadas las circunstancias y luego porque no deseaba comprometerles.

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Esa noche fue un infierno. Hubieron peleas de puñetes y patadas, y golpes con los cachetes de
los revólveres que más de uno llevaba, especialmente los marineros. Otros se pusieron a
cantar en quechua y aymara. No alcancé a conciliar el sueño ni por diez minutos y la cabeza
me dolía horriblemente.
Al día siguiente, para poner en libertad a los detenidos por el toque de queda les sonsacaron
cien pesos de multa a cada uno; los que no tenían cédula de identidad debieron pagar ciento
cincuenta. Quién no tenía dinero se quedaba para barrer las oficinas y limpiar los baños. A un
campesino le pegaron con palos por no tener dinero para pagar 1a extorsión.
Uno de los guardianes me dijo:
-Señorcito, cuando usted salga libre quiero que me dé trabajo, dígame qué necesita, que yo
puedo ir a su casa.
Aunque sabía que corría riesgo, le di la dirección de la casa y le pedí que me trajera algo de ropa,
pasta dental, jaboncillo, toallas, etc. Más tarde supe por Jenny que, en efecto, el hombrecillo
se presentó en mi hogar y pidió dinero que nunca me entregó, aunque sí los calcetines y la ropa
interior. Por lo menos pude asearme un poco, aunque sin saber que estas pocas pertenencias
serían las únicas que me llevaría al exilio días más tarde.
Amaneció y a las 9 de la mañana quedamos de nuevo los tres detenidos del día anterior. Los
guardias más antiguos dijeron que en el tercer piso estaba la sala de torturas y el archivo. De
allí el domingo pasado habían retirado materiales para ir a quemarlos al río. La mayoría de estos
documentos eran cartas que decomisaban en los allanamientos, cartas censuradas por el
personal de inteligencia del régimen, correspondencia violada por esta repartición represiva
contraviniendo normas de Naciones Unidas que garantizan la libertad de comunicación y que
honran los correos de todo el mundo.
Otra documentación quemada incluía folletería sobre los Derechos Humanos requisada en
sindicatos, iglesias, sedes de partidos políticos, etc. Muchos libros saqueados del domicilio
particular del Dr. Siles Suazo estaban allí en una gran fogata; alguno de sus amigos presos que
fueron obligados a colaborar en el fuego criminal trataron de quedarse con algunos papeles,
pero fueron revisados y ni una hoja de papel se salvó.
Me enteré por éstos locuaces agentes que algunas unidades del Ejercito se negaban a salir de
patrullaje por los calles de la ciudad. Arrestaban a los reacios y por esa razón traían tanta gente
a éste sitio inmundo, ya que no había dónde llevarlos.
En las noches del sábado y el domingo, había mayor número de detenidos, más golpes,
más borrachos. Campesinos a quienes se hacía sangrar para meterles miedo, se los trataba
cruelmente. El domingo trajeron detenido a un joven homosexual al que pegaron
abusivamente; se salvó de mayores ultrajes porque declaró ser el peluquero que atendía a la
secretaria, Rosario Poggi, del Ministro del Interior.

Radiografía de los represores


Desde que fui detenido no estuve solo ni un momento, pero mi mente trabajaba febrilmente en
observar lo que pasaba a mi alrededor y sin perder detalle alguno, quizá una reacción
inconsciente para distraerme de pensar en mi propio destino.
En Bolivia, como en la mayoría de los países latinoamericanos, los organismos de represión han
tenido varios nombres y diversas estructuras, aunque su misión no ha cambiado, ni su
constitución. Las características de estos servicios empiezan con una constante: la dependencia
directa del poder central. A la cabeza se ubican las personas de mayor confianza de los tiranos
de turno. En la base la gente más incapaz, más incondicional y la más pobre; en lo posible
seres ignorantes, siempre dispuestos a obedecer ciegamente, sin preguntar nunca nada y que
se contentaban con muy poco: comida abundante, si posible; bebidas alcohólicas, eso sí, como
aliciente a su trabajo sucio, apareados con visitas a prostíbulos o la oportunidad de saciar sus

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instintos bestiales con violaciones y hasta asesinatos de los detenidos.
La mayoría de estos agentes --algún membrete hay que darles-- se recluta entre la gente del
hampa, los bajos fondos de la sociedad y los cuarteles. A los muchachos reclutados en los
cuarteles les resulta práctico hacer de agentes, ganarse la vida, y hasta con un algo de
altruismo, ya que lo tomaban como una continuación del servicio militar, o sea del servicio a la
Patria. Como si por trabajar en la represión política se les concediera una oportunidad más en
sus vidas secas, todos estaban esperanzados con el aliciente de que al término de sus
gestiones les ofrecerían una chamba, quizá un empleo permanente en los organismos
policiales, así hubieran tenido problemas anteriores de disciplina.
Algo más de una veintena de estos agentes se sucedían en el cuartucho que nos albergaba.
Observé que entre los esbirros se llamaban por apodos o alias, igual que entre los guerrilleros
o los delincuentes. Elaboré mentalmente una lista de los "agentes de seguridad".
Ahí estaba Chichi, gravemente enfermo de los nervios, alardeaba de haber matado unos
cuantos detenidos políticos. Era zurdo, pendenciero y está siempre buscando una oportunidad
para provocar camorra. O Miqui, quién tendría unos 17 años, enamorado de una hija de
familia cuyo padre lo echó de su casa porque Miqui se puso a disparar en la calle luego de
haber bebido demasiado. No dejaba de limpiar y relimpiar su arma, casi apuntando a la cabeza
de los detenidos. Roberto, "el gordo", experimentado agente transferido del Departamento de
Investigaciones, era el más considerado de ésta banda. Otros alias que recuerdo eran
"Águila", "Chaly", "Costa", "Mateo", "Toño", "Escorpio", "Loco" y "Coco".
El "Archivero" era un sujeto especial que se encargaba de meter miedo a los compañeros de
prisión:
-Deben cantar todo lo que saben, es mejor para que no les apliquen la picana, tortura eléctrica
en los testículos. Los que no cantan la pasan muy mal y a mí me da mucha pena-, le decía el
"Archivero" a Germán Condori, el más asustado de todos los presos.
-Ustedes pueden convertirse en informantes y entonces tendrán toda la ayuda del Jefe-,
sentenciaba.
Algunos de éstos infelices habían participado en los crímenes de la calle Harrington de
Sopocachi, tan sólo 20 días atrás. Irrumpieron en un departamento en que se reunía la
dirigencia del MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria, de Jaime Paz Zamora) y
asesinaron a mansalva a nueve de ellos. Se rumoreaba que no todos los que murieron estaban
allí, ya que antes habían dado muerte a dos detenidos, precisamente en la casa de seguridad
donde me encontraba.
Otro agente a quien los demás guardias obligaban a bailar al son de la música de una
grabadora era "Mandingo" un joven negro de 17 años. Otro era "Sombra," también de
ascendencia africana, quien de 18 años llegara de Tupiza. Orgulloso, me contó que fue
recomendado por el oficial Emilio Lanza, quién fuera su comandante en una unidad militar y
le ofreciera trabajo:
-Soy muy buen tirador, era el mejor de la compañía en el manejo del fusil, repetía.
Otro agente, un cambita que parecía arrepentido de hacer lo que hacía, me contó:
-Yo era un buen ranger --soldado de élite-, pero me peleé con mi padre y como no tengo
ningún oficio me metí a ésto. Le confieso que estoy desesperado por cambiar de oficio, este
quehacer es muy riesgoso y no hay ninguna garantía-, aseguraba.
Bajando la voz, acotaba:
- Los agentes desaparecen, después de tres meses les dan de alta.
Lo que en verdad ocurría era que tenían que desaparecer los agentes, como testigos
comprometedores, autores, o implicados en los crímenes políticos o en las torturas infringidas a
los detenidos. Pobres infelices, eran la punta de lanza de un sistema represivo del que tenían
que ser borrados con carácter preventivo, testigos que eran de crímenes. La historia estaba
demasiado llena de ejemplos en que los que cumplían simplemente órdenes, pudieran luego

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revelar detalles que condujeran al esclarecimiento y lo que es más, al castigo de los culpables
de estos denominados "crímenes políticos".
Casualmente yo estaba enterado de que esta forma de actuar la aprendieron de una especie de
"Manual para matar" que les inculcaron técnicos militares argentinos a los oficiales de
inteligencia bolivianos. Me lo había contado un coronel Canido, de cuya boca escuché que en
junio de 1980 tuvieron un cursillo los oficiales de G-2 en el Hotel Los Tajibos de Santa Cruz
de la Sierra, parte de la siniestra cooperación de los militares sudamericanos en lo que luego se
develaría como el Plan Cóndor.
Estos jóvenes -pensaba intensamente- no tienen más destino que obedecer. Si no lo hacían,
eran castigados en el Departamento de Orden Político o finalmente los liquidaban sin
problema alguno. Eran víctimas desgraciadas del propio sistema de represión al que servían.
Uniformados de chaquetas y pantalones de mezclilla azul, la vida se les hacía regalona y se
morían de aburrimiento. No hacían nada productivo, su misión era salir a las calles, tomar presos
y luego acosarlos y torturarlos.
Como en el caso de Pablo Flores, maestro campesino y mi segundo compañero de celda en
éste encierro, cuyo delito fue estar parado frente a una librería luego de haber comprado algo,
mostrando que tenía dinero. El agente le culpó de pretender repartir propaganda udepista (el
frente político de Siles Suazo) que el propio esbirro colocó frente a él con la foto de don
Hernán:
-Es un panfletista-, lo acusó, y lo metió en la cárcel sin más ni más.
Pablo me contó que el tal agente le arrebató todo el dinero que por ser maestro de escuela había
cobrado por el mes, dos mil cuatrocientos bolivianos. Un verdadero robo en nombre de la
Seguridad del Estado.
Por ésta vía me enteré de que los responsables de éstos turnos de servicio era los oficiales
del Ejército Helguero y Freddy Quiroga, mientras que el jefe de la represión era el mayor
Quiroga. Todos habían sido reincorporados a la institución armada, luego de haber sido dados
de baja por problemas de disciplina en el pasado.
Muy temprano el lunes 10 de febrero, fui llevado junto a mis dos compañeros de infortunio a
una nueva cárcel, esta vez en la calle Comercio, a pocos metros del Palacio Presidencial.
Apenas llegamos recordé que anteriormente ya había estado detenido en éste mismo lugar,
donde me tuvieron incomunicado 26 días. Fue durante el gobierno del General Hugo Bánzer,
pocos días después de la masacre de Tolata, luego de ser conducido en avión desde
Cochabamba a La Paz.
Pero esta vez fuimos escoltados por hombres armados de metralletas que nos apuntaban todo
el tiempo. Nos embutieron en ambulancias convertidas en carros de detención. De color blanco
originalmente, las habían pintado de beige quizá sintiendo vergüenza de mantener el color de
la inocencia y de la caridad asistencial. Los vehículos estaban preparados para el servicio
público, donación de algún gobierno exterior para los hospitales, pero Luis Arze Gómez, el
tenebroso Ministro del Interior de García Meza, les había dado este truculento destino. Nuestro
discurrir por las calles de La Paz se hizo con la fanfarria del ulular de sirenas, lo que hacía que
mucha gente se detuviera a mirar el siniestro cortejo.

Fetidez, arengas y soliloquios


Al ingresar me preguntaron mi nombre, recordé luego que respondí en voz alta, buscando que
alguna persona amiga pudiera oírme. En el interior de la prisión, fuimos internados en una celda
bastante grande en un tercer patio, cuya fetidez nos provocó dolores de cabeza inmediatamente:
los orines cubrían la celda de pared a pared, el aire era irrespirable.
Nuestra prisión estaba ubicada en la parte posterior del Palacio Legislativo, en lo que antaño
habían sido las caballerizas de los coches de senadores y diputados. Ironía el que al lado del

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templo de la democracia estuviera la prisión para castigar a los demócratas.
Al día siguiente pudimos el trío de cautivos echarle bastante agua a nuestra celda y limpiarla,
aunque el olor no alcanzó a desaparecer. Al habitáculo no le entraba un sólo rayo de sol, era
totalmente hermético cuando se cerraba su pesada puerta metálica.
La comida era mala, aunque podía ser peor. Con cierta regularidad, en el mejor estilo de la
costumbre andina de cuatro yantares livianos, seguramente porque tal era la comida de la
tropa, el desayuno se servía a las 9:00, el almuerzo a las 14:00, el té a las 17:00 y la cena a las
20:30.
Tres largos días con sus interminables noches se sucedieron allí en la calle Comercio. No
permitían una sola visita, aunque pude enterarme de que mis hijos Arturo y Mauricio habían
tratado de verme, aproximándose varias veces sin éxito a la puerta de entrada.
Después de que mis compañeros campesinos Germán Condori y Pablo Flores fueran
llamados a declarar y retornaran al borde de la histeria, pasé largas horas levantando la moral
de esos compañeros que habían entrado en una gran depresión y se ponían a llorar y temblar de
desesperación. Empeñado en racionalizar nuestra angustiosa incertidumbre, les arengaba de
que el pretendido nacionalismo de los militares golpistas era una mentira.
-No hay tal-, afirmaba enfáticamente ante mis compañeros, -los militares quieren el poder
total.
Todo financiado desde Hong Kong, la China Nacionalista había ayudado con dineros para el
golpe de García Meza. Doce días antes del golpe, pude enterarme del ingreso de apreciables
sumas de dinero en las cuentas bancarias de los militares con mando de tropa. El que menos,
recibió cinco mil dólares americanos, aunque en moneda nacional.
Taiwan buscaba apoyo y prestigio a su casi extinguida existencia como república. Su causa
ante el mundo estaba perdida, aunque no lo querían aceptar. Pretendía el apoyo de países como
Bolivia en los foros internacionales, aparte de sumar votos en los organismos de Naciones
Unidas, para no quedar completamente huérfana ante la arremetida diplomática de la
República Popular China para lograr su reconocimiento de ser la única China.
-Los golpistas son pobres de ideas, no tienen ninguna doctrina, han buscado el poder por el
poder mismo, sin ningún programa de gobierno, menos queriendo desarrollar las
potencialidades del país en provecho de la población o para mejorar el estándar de vida de los
bolivianos.
-Miren el caso de García Meza-, les explicaba a Germán y a Pablo, tratando de ser
convincente allí en la umbría y húmeda celda.
-Se aprovecha de sus amigos militares en Argentina para secundar una línea abiertamente
derechista y reaccionaria, pro-estadounidense de dientes para afuera. Se apoya en una
Argentina que quiere arrebatar a Chile los territorios del Beagle y quizá ayudar a Bolivia a
recuperar su costa en el Océano Pacífico.
-No podrán durar-, les remarcaba, -porque García Meza habla de establecer en el país una
"democracia inédita". Esto quiere decir participar abiertamente del gran negocio de la cocaína,
sin ningún rubor. Asociarse con los contrabandistas de la riqueza maderera que sale por los
ríos del Beni. Subvencionar a los productores de algodón y de azúcar para que se venda a
precios por debajo de los valores internacionales. Recibir comisiones por las compras de
armamento, como aquella en la que el dictador pretendía la adquisición de aviones franceses de
combate.
-Todo le vale para lograr su ascenso al grado de General de tres estrellas, ya que otros
méritos no tiene. Si hasta sus propios camaradas le han puesto del mote de "maestro albañil"
por su característica torpeza y ordinariez.
Soltábamos la carcajada y la tensión disminuía.
-Ustedes-, les estimulaba, -no tienen nada qué temer. Este régimen represivo ha de pasar
rápidamente, lo importante es no renunciar a las ideas propias y a la vocación democrática,

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que no es otra cosa que el reconocimiento de la capacidad del hombre para elegir su propio
destino, haciendo uso de su derecho al voto, a su propia opinión.
Matizábamos así la angustia común en la obscura prisión. Después cada uno se retraía a
rumiar su monólogo interior. A repetirse, una y otra vez, que nada había que temer, que los
golpistas no tenían la razón, que iban contra la historia. Día había de llegar en que llorarían
lágrimas de arrepentimiento por haber causado tan graves heridas a la patria. Luego, en
espiral depresiva, cavilar que aún si nos llegara la muerte, ésta sería una liberación. Después,
la angustia por los que quedaban atrás, por nuestros seres queridos. Finalmente, en
soliloquios mudos de ojos anegados en lágrimas, con el fuego de alguna pizca de fe avivado
por la brisa caliente de la desesperanza, musitar un acto de contrición y refugiarnos en Dios.

Entre amigos pilatunos y buenos samaritanos


El 12 de febrero de 1981 amaneció soleado. Temprano había rezado una corta oración:
-Señor, te agradezco por éste día. Por éste sol, que no me llega, pero que esta ahí para ricos y
pobres. Dame fortaleza, dame fe, Señor.
Apenas había terminado el magro café paceño, cuando siendo las 9:15 A.M. fui ordenado de
salir de la celda con todas mis cosas. Tomé mi bolso, el impermeable blanco y las dos
frazadas. Tenía la camisa recién lavada, que por la noche había estado secando. Para qué, si
haciendo frío en celda empecé a sudar de temor e incertidumbre.
Al salir de la prisión en medio de otros dos agentes armados de metralletas, vi de nuevo la
vagoneta café. Me colocaron en el asiento trasero. No me di cuenta hacia dónde enfilaba el
vehículo hasta después de unos minutos me pareció que subía hacia El Alto, a la zona del
aeropuerto. Por algún motivo el vehículo se detuvo y entonces conversé con el chofer y un
guardia.
-¿Adónde vamos?
-Usted volará a Santa Cruz, responden.
-Por favor, lleven éstas frazadas a mi esposa.
Los agentes recibieron felices las frazadas nuevas, que nunca entregarían a la destinataria. Pero
me ofrecieron cigarrillos y en aquel momento desvalido me conmovió el gesto de mis
carceleros.
La mente me revoloteaba recordando multitud de detalles, atando cabos sobre la causa de mi
detención y posterior prisión. En realidad, despejada la posibilidad, real aquellos días, de acabar
con mis huesos en alguna tumba anónima de paraje desconocido, estaba preparado desde hacía
mucho para el exilio. Preparado espiritualmente. Un hombre que lucha, aunque preso, puede
ver claramente que los ideales se sobreponen a toda dimensión material, se aprecia la convicción
por encima de todo, aunque ciertas consecuencias políticas puedan repercutir de manera insólita
en la vida del más humilde de los ciudadanos.
Durante el tiempo que la vagoneta café se había detenido camino al aeropuerto, apareció el jefe
del Departamento de Orden Político (DOP), quien se embarcó también para aprovechar una
primera etapa del viaje de La Paz a Santa Cruz:
-Yo le conozco, don Mauricio, fui jefe del Departamento de Investigación Criminal (DIC) en
Cochabamba, me llamo Julio Gómez-, se me presentó, -aquí tiene su pasaporte, lamento lo que le
pasa.
Dicho esto me pasó un sobre con los billetes de avión, que a su vez los había recibido de Vicky
Calderón, una antigua funcionaria del Lloyd Aéreo Boliviano, a quién reconocí al pie del
enorme avión que se disponía a partir.
Guardé mis papeles sin leerlos hasta que estuve bien sentado en la nave. A punto de levantar
vuelo, durante los minutos del carreteo, leí, destino: Buenos Aires, pasaje de ida. Respiré
aliviado, al menos me conservaban la vida. El vuelo a Santa Cruz fue emotivo porque, entre

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otros conocidos, encontré a la esposa de un coronel de policía amigo, quien se ubicó en el
asiento trasero:
-Chepita-, le dije, -me están sacando de Bolivia. Me están desterrando. El señor que está
conmigo es un policía. Avísale a mi mujer, dile que me deportan a Buenos Aires. Si tienes
dinero, pásame lo que puedas.
Chepita me dio cincuenta dólares. El propio agente me entregó otros cincuenta, y me dijo:
-Qué lástima que no pueda darle más. Yo estoy cansado de este trabajo, recomiéndeme a
sus amigos, a ver si pueden darme algo mejor. En Santa Cruz, podrá usar el teléfono, podrá
usted llamar a quién quiera, con toda libertad.
La estancia en el aeropuerto cruceño fue breve, no más de 30 minutos. No dio tiempo para
llamar a nadie, solo un intento de ubicar a Juan Carlos Camacho, abogado y locutor de radio,
amigo de siempre y que al parecer gozaba de influencia en los círculos castrenses, por ser
amigo personal de generales y coroneles, y en aquel momento Asesor Legal del Segundo
Cuerpo de Ejército en Santa Cruz.
Traté de cambiar moneda, allí en pleno camino del exilio, trocar los pocos pesos bolivianos
que me quedaban a moneda estadounidense. Divisé de pronto al empresario Ricardo Rojas,
del hotel Los Tajibos. Conversé con él unos minutos asuntos de su trabajo:
-Ricardo, no tengo plata y no puedo viajar así, préstame algo de dinero.
Me respondió que no tenía a la mano, que trataría de ir hasta el hotel y conseguirlo, a menos de
quince minutos del aeropuerto de El Trompillo. Insistí:
-Por favor, Ricardo, habla con Carlos Calvo, (Calvo era Presidente de la Federación de
Empresarios Privados y socio de Rojas), que llame al Presidente, él puede pedirle que me
deje regresar pronto.
Ricardo prometió:
-Claro que lo haré, no te preocupes.
De nuevo en el avión, un vuelo de casi tres horas hasta el aeropuerto de Buenos Aires. Gracias
a Dios, encontré a un amigo de la infancia, Jorge Dueri. Amigo de esos de quien se escribe su
nombre con letras de molde, habida cuenta de la nobleza, la bondad y señorío que mostró ante
el drama que su amigo estaba viviendo con su detención, expulsión y exilio. Me dejó whisky,
cigarrillos y dinero que hicieron menos penoso por algunos días éste castigo.
Castigo debe ser -pensaba- por el delito de amar a Bolivia, por buscar el entendimiento entre
los bolivianos. Por pregonar que el problema nacional no lo resolvería sólo un sector, los
armados de uniforme, sino por el conjunto de ciudadanos que integran la gran comunidad
boliviana.

Saudades de Bolivia
Encontré a mi padre tecleando la máquina de escribir en la esquina que mi madre había
separado para su escritorio en el pequeño departamento. En desordenado (para nosotros)
orden, como en un altar shintoísta, se amontonaban hojas mecanografiadas, recortes de
periódicos recibidos de Bolivia, una media docena de libretas empastadas con espirales de
alambre con los apuntes que el viejo atesoraba y le habiamos traído desde Bolivia, un par de
marcos con fotos de familia y de amigos de la patria lejana, y la radio.
Bendita radio de onda corta con la que se mantenía al tanto de los noticieros bolivianos y
latinoamericanos. Maldita radio de ondas que iban y venían, de llorones huayños y saltarinas
cuecas interrumpidas por el locutor y la estática, de que tanto disfrutaba el viejo.
Llegando de la universidad me había aproximado casi surrepticiamente cuando escuchaba la
radio, queriendo asustarle con un abrazo de oso menor a sus amplias espaldas de oso mayor.
Al verle el rostro percibí sus ojos llenos de lágrimas. Paré en seco deseando evitarle el
bochorno de mostrarse en su llanto solitario de hombre, pero ya había girado la cabeza hacia

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mí.
-¿Qué pasa, papito?
-Nada hijito, solo me sangra el alma de nostalgia- me respondió mientras sacaba el pañuelo
del bolsillo.
-¿Vale tantas lágrimas ese país de mierda?- quise preguntarle, pero solo atiné a palmear su
hombro cuando deseaba arrebujar su rostro en mi pecho.
Ahora soy yo quien llora cuando escucho a Freddy Mercury y Queen cantar Radio Ga-Ga y
la parte donde pregona: radio, what's new, someone still loves you... y me acuerdo de mi
viejo.
Gotemburgo, mayo de 1987, Arturo Aira, estudiante universitario.

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Capítulo Segundo

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Tiempos borrascosos
A los ojos de la historia, dicen algunos, la elección de Lydia Gueiler a la presidencia de Bolivia
fue el resultado de un forcejeo entre el Congreso y la Central Obrera Boliviana (COB).
Algunos parlamentarios sin mayor representación habían promovido el “interinato” —gobierno
interino de Gueiler—, sin tomar en cuenta que ya Walter Guevara Arze había sido otro presidente
interino sin éxito en la Presidencia. Derrocado que fuera por el golpe del general Alberto
Natusch Busch en noviembre de 1979, el repudio popular expulsó al golpista militar luego de
diecinueve efímeros y sangrientos días.
El Congreso Nacional, en vez de reponer a Guevara Arze, había derivado en intrigas,
maniobras y ambiciones de todo tipo con tal de no elegir Presidente a Víctor Paz Estenssoro.
Tal escenario dio como resultado otro gobierno interino, uno sin pena ni gloria y marcado por
la debilidad y el oportunismo.
Se cuenta que el general Alberto Natusch Busch, incomprendido derrocador de Walter
Guevara Arce, fue quién más influyó para animar a la señora Gueiler a aceptar el interinato.
Lo real es que posesionada en el alto cargo, fue el propio Natusch que advirtió a la Presidente
sobre la inconducta y las poco disimuladas intenciones del general Luis García Meza de
hacerse del poder.
Lamentable es que Gueiler no escuchó a Natusch, dando renovado impulso a continuar con los
preparativos de su propio golpe, estando seguro el militar golpista de que el parentesco que
decía unirle a doña Lydia, por lo Tejada que les relacionaba, le asentaba firmemente en el alto
cargo de Comandante en Jefe del Ejército que ocupaba hasta el fatídico séptimo mes del año
1980.
Según el experimentado actor político de entonces que fue Guillermo Bedregal Gutiérrez,
todos los síntomas de inestabilidad estaban dados en contra de la señora Gueiler.
La señora Presidenta había logrado efectivamente presidir la celebración de elecciones.
Nuevamente el candidato de la UDP, Hernán Siles Suazo, había triunfado con una amplia
pluralidad de votos, aunque sin lograr el 50% de los sufragios emitidos. La elección
presidencial, nuevamente, iba a estar en manos del Congreso, el cual tenía programado
reunirse en agosto de 1980. No lo haría.
El cruento golpe militar encabezado por el general Luis García Meza destituyó a la Presidenta,
desconoció el resultado electoral y estableció una de las más sangrientas y feroces dictaduras,
la cual resultó estar en colusión con el narcotráfico, conforme se demostraría un tiempo
después.
“El 17 de julio de 1980 es una fecha de vergüenza política y militar en la historia de Bolivia”,
escribiría después Guillermo Bedregal en su Breviario Histórico del MNR, libro escrito para
describir el protagonismo del Movimiento Nacionalista Revolucionario en los últimos
cincuenta años de la historia de Bolivia.
Se refiere, con total acierto, a que el golpe de julio de 1980 había empezado meses antes,
cuando Luis Arze Gómez, jefe de la Sección Segunda de inteligencia militar, por instrucciones
de su comandante García Meza asaltó los archivos del Ministerio de Gobierno y trasladó la
documentación existente desde tiempos del control político en la década de los cincuenta, al
gran cuartel militar de Miraflores.
Pocas semanas después los servicios de inteligencia militar denunciaron la existencia de un
“plan siniestro contra la existencia de Bolivia” que sería ejecutado por “agentes incrustados en la
sociedad boliviana”. Una nómina de cien terroristas fue ofrecida por el G-2 del Ejército, al
gobierno de la señora Gueiler. Al pie del informe, invocando el “sagrado deber de velar por la
integridad de Bolivia” se pedía expresa autorización de la Presidenta para desbaratar el supuesto
plan a cualquier costo.

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Al parecer la señora Gueiler no tuvo más remedio que estampar su firma al pie del
memorando, que fue el punto de partida para que se cometiesen crímenes de Estado. El
primero de ellos fue contra Luis Espinal, sacerdote jesuita asesinado por la policía civil en
cumplimiento de órdenes superiores, cuyo cadáver cruelmente torturado fue encontrado en un
basural. El mártir Luis Espinal fue el número uno, Marcelo Quiroga Santa Cruz había de ser
el número dos.

Marcelo Quiroga Santa Cruz


Marcelo Quiroga Santa Cruz era un joven intelectual cochabambino formado en Chile y
México. Había vuelto al país hacía muy pocos años y se había colocado a la cabeza de uno de
los tres partidos socialistas en Bolivia.
Su pensamiento era muy claro desde un principio: denunciaba el mal uso que se hacía del
poder político, de las tremendas contradicciones en que incurrían los distintos gobiernos y la
acción imperdonable de destruir o entregar a la voracidad de empresas extranjeras los valiosos
recursos naturales del país.
Censuraba el mantenimiento y desarrollo del aparato policial y militar, con menosprecio de
otras muy importantes áreas como son la salud y la educación, valiente actitud que le granjeó
muy pronto la enemistad y antipatía de jefes y oficiales de las instituciones armadas.
Marcelo adquirió pronto una gran capacidad de convocatoria. Su juventud, su sencillez y esa
extraordinaria entrega al pueblo que se manifestaba, entre otras cosas, en una disposición a
responder con sinceridad a las preguntas de los hombres de la radio y de la prensa,
despertaron celos y enconos entre otros personajes políticos menos populares.
Muy pronto, Marcelo Quiroga Santa Cruz organizó su pequeño grupo de correligionarios,
nombrándole Partido Socialista Uno para distinguirlo de los otros.
Había formado parte del gobierno militar del General Alfredo Ovando Candia , como Ministro
de Energía. Le tocó tomar la iniciativa en la nacionalización de la Bolivian Gulf Oil Company,
que arrancó de manos de la empresa americana.
Si bien la historia detrás de bambalinas documenta que la referida nacionalización fue en
exceso compensada por el gobierno boliviano a la transnacional petrolera texana —para qué
está la Embajada de los Estados Unidos—, la medida fue un estandarte de los sectores
nacionalistas que propiciaban, desde cincuenta años atrás, que el país administrara sus
recursos naturales y les añadiera valor agregado transformándolos en nuestro territorio.
Tanto el control de las ingentes riquezas en hidrocarburos, como la refinación en lingotes
metálicos del estaño hasta entonces exportado como pedregones a refinerías inglesas y
estadounidenses, podrían significar la retoma de las riendas de un destino nacional más
venturoso. Por lo menos, esa era la intención de una capitalismo de estado que después fue
corroído por una burocracia estatal de supernumerarios contratados al color de la prebenda y el
servicio a la clientela política.
Pero por tales posiciones, tal como me lo corroboraría el mismo general Alfredo Ovando en
Buenos Aires más tarde, los americanos no le perdonarían jamás a Marcelo y quizás la
explicación de su muerte esté por estos rumbos.

El día del golpe


El 17 de julio de 1980 había sido un día como otro cualquiera. Como todas las mañanas, había
dejado el hotel donde estaba morando después de mudarme con mi esposa y mis cuatro niños
a La Paz, y tomé un taxi hasta Radio Cosmos, entonces en la calle Sucre.
Llegué a las 7:15 A.M. para dar lectura a mi comentario editorial y entregar las noticias
matinales al gran público radial. Estuve allí más de dos horas. Luego salí para recoger

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algunos papeles en una oficina de enfrente a la emisora, cruzando la calle. Cuando llegué allí,
desde el segundo piso pude ver como irrumpían en la emisora gente armada que había llegado
desordenadamente en dos camionetas. Eran los ya conocidos paramilitares:
—¿Dónde está Mauricio Aira? —, preguntaron.
—No está en la radio—, les respondieron.
Y procedieron a clausurar la emisora, cerrando así el centro periodístico de mayor oposición al
golpe militar. Casualidad la de salvarme de ser detenido por el escaso margen de minutos,
aparte de haber sido testigo del operativo paramilitar de mi búsqueda.
Alrededor de las 11 horas de aquel aciago 17 de Julio, al confirmarse la rebelión de la guarnición
de Trinidad, Beni, claro signo del levantamiento militar, el viejo dirigente obrero Juan Lechín,
quien había sido elegido Presidente del Comité de Defensa de la Democracia, convocó a reunión
de éste organismo, acto previsible y cantado a voces con anticipación para cuando llegara a
producirse el anunciado golpe de estado.
El Comité de Defensa de la Democracia estaba constituido por todos los partidos políticos
vigentes con representación parlamentaria, o sea, los expresidentes Víctor Paz del MNR,
Hernán Siles Suazo de la UDP, Hugo Bánzer de ADN y líderes políticos como Jaime Paz
Zamora y Oscar “Motete” Zamora Medinacelli del MIR y del PC, línea Pekín, respectivamente,
entre otros en que destacaba Marcelo Quiroga Santa Cruz, fundador del Partido Socialista
Uno.
Algunos paramilitares y buzos esperaron discretamente desperdigados en el vecindario del
vetusto edificio de la Central Obrera Boliviana, donde tenía que celebrarse la sesión. Cuando
todos los defensores de la democracia estuvieron reunidos, alrededor de la una de la tarde
llegaron simultáneamente cerca de cinco vagonetas ambulancia, de donde descendieron
media centena de paramilitares, reclutados entre ex policías de investigación criminal,
hampones, maleantes de la peor calaña y desocupados permanentes, todos armados hasta los
dientes.
Dando ordenes de mando y disparando sus armas de fuego para amedrentar a una pequeña
multitud que se había congregado en las afueras de la Avenida 16 de Julio para acompañar a
los dirigentes políticos y sindicales reunidos, los esbirros irrumpieron en la sala de sesiones y
obligaron a los concurrentes a salir por la escalera, anunciando que todos estaban detenidos.
Toda esta operación quedó fielmente registrada en las cintas magnéticas que documentaban el
desarrollo de la histórica sesión.
Anecdótico fue que para el Dr. Hernán Siles Suazo la impuntualidad le salvara la vida.
Llegaba tarde al cónclave y a pocas cuadras de la Secretaría Permanente de la COB, los
disparos que se escuchaban por toda la ciudad le advirtieron de ponerse a buen recaudo. Viró
por un desvío y se refugió en alguno de los escondites que tenía siempre a mano para ocasiones
semejantes.
Ante el atropello, líderes como Lechín, hombre experimentado en situaciones similares en su
azarosa vida política y sindical, recomendaron prudencia, serenidad y no oponer resistencia a
los armados.
No fue óbice para que Marcelo fuera identificado y ametrallado con una ráfaga que lo dejó
herido y mató a un líder sindical vecino a él. El malherido Marcelo fue subido a una de las
ambulancias y rematado en alguna de las casas de seguridad como aquella que conociera al
comienzo de mi calvario. Su cadáver no puede ser encontrado hasta ahora.
Testigos sobrevivientes destacan que la animadversión contra Marcelo fue notoria desde el
primer momento. En la toma de la Secretaría de la COB le buscaron y provocaron
deliberadamente, así como buscaron sin éxito al Dr. Siles Suazo, en aquel momento
representante de una oposición de avanzada al militarismo.
Los paramilitares actuaron de un modo típico, como los famosos escuadrones de la muerte en
las guerras contra revolucionarias de Argentina, Chile, Colombia, El Salvador, Guatemala.

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Eran mercenarios y asalariados que mataban cumpliendo las sentencias que los falsos
nacionalistas a ultranza dictaban a control remoto desde tenebrosos conciliábulos, en el
marco de la nefasta doctrina de la seguridad nacional.
Marcelo Quiroga Santa Cruz fue asesinado y luego nadie quiso asumir la responsabilidad civil
de su desaparición. Burlón, Luis Arce Gómez dijo que fue un disparo fortuito y el dictador García
Meza, sarcástico, declaró que cuando Marcelo murió aún gobernaba Lidia Gueiler, la
Presidenta Constitucional.
El crimen se inscribe entre tantas otras crónicas de sangre, que se inspiran en aquella necesidad
de eliminar a los enemigos de dentro por ser un factor de riesgo a los designios de dominación
de ciertos grupos hegemónicos opuestos a los principios democráticos.
El escenario y las circunstancias me recordaron la forma ideal de eliminar a los opositores,
justamente de la forma que el coronel Canido, jefe de inteligencia (G-2) de la Octava División
en Santa Cruz, me la había descrito.
—Los argentinos nos recomendaron—, me había dicho el militar en presencia de Juan Carlos
Camacho, —que reunamos a los rojos en un sólo cuarto y los hagamos volar a todos juntos. Vaya
receta criminal.
García Meza llegó al poder asesinando ciudadanos indefensos, cerró el Poder Legislativo,
aterrorizó a los Magistrados del Poder Judicial y se encaramó en un gobierno calificado por los
historiadores como “terrorista y tiránico”.

Soldado, no matarás
Recuerdo con claridad el llamado a la resistencia al día siguiente del golpe militar, escritas en
volantes, llamados poéticamente palomitas, que palomas de palabras eran.
Junto a Jaime Bedregal, Fernando Baptista, y Mario Sanjinés Uriarte ex-ministro, ex-
embajador y conocido correligionario del Dr. Hernán Siles Suazo, habíamos lanzado a la
circulación miles de palomitas impresas en una máquina multicopiadora. En pocas palabras
condenábamos el bárbaro asalto al poder y el asesinato de Marcelo Quiroga Santa Cruz y de
otros por las bandas alevosas transportadas en ambulancias.
Los cuatro amigos teníamos en común una profunda bronca, y una infinita impotencia por
todos lo que estaba ocurriendo. Los cuatro compartían techo en el Hotel Capitol de
Cochabamba.
Advertíamos del imperio de patotas de paramilitares a las que el quinto mandamiento de "no
matarás" se había concedido convertir en orden de asesinar. Todo en nombre de salvaguardar
“los más altos intereses de la patria”, según los percibían los militares.
Condenábamos las consignas comunes de gran parte de los uniformados armados del
continente, aleccionados por la doctrina estadounidense de la seguridad nacional, veneno
doctrinario que inspiró los más feroces crímenes en tantos países pobres y dependientes de la
América Latina:
—“Soldado de la Patria, niégate a disparar contra tus hermanos. Los enemigos de Bolivia están
fuera de ella. Los mineros y los estudiantes son también bolivianos. Los gorilas quieren el
poder para llenar las cárceles de patriotas y vender Bolivia a los pichicateros. No dispares a
matar. Dispara al aire. Soldado, no matarás".
Por ello es que desde el primer día había comprendido que no quedaba otra solución que
prepararse para la lucha. No se podía claudicar y buscar una convivencia con los militares
golpistas. Luchar, caer preso y morir. Y como alternativa ser echado del país, perspectiva esta
última que se había cumplido dramáticamente. Ya me llegaría el día del destierro.
Varias semanas después de llegar a Buenos Aires, con la barba crecida y un desarreglo
general y ya sin recursos aparte de mi carácter e iniciativa personal, conocí a un amigo
argentino, Carlos Pastor. Hombre sensible que oyendo mi historia me dedicó un verso a

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propósito del valor de los que escriben:

Pluma, cuando considero


los agravios y mercedes,
el bien y el mal que tu puedes
causar en el mundo entero,
que un rasgo tuyo sereno,
puede matar a un tirano
y que otro torpe y liviano
manchar puede un alma pura,
me estremezco de pavura,
al estrecharte la mano.

Valen las rimas del argentino para Marcelo Quiroga Santa Cruz, Luis Espinal y los centenares
que en Bolivia han sido asesinados, han padecido las penurias de la prisión y han sufrido el
desgaje del alma por el exilio.

Las lecturas subversivas de mi padre


Mi padre era la antítesis del revolucionario. Hombre de familia, pulcro, bien vestido y mejor
comido, era más un típico burgués y estaba lejos de ser el prototipo de revolucionario
latinomericano barbado y de mirada febril que llegué a conocer en Suecia en los posters y
poleras del Ché Guevara, aquellas que exhibían, orgullosos, algunos de mis compañeros de
universidad.
Intentaba explicarme a mí mismo cómo un hombre sin haber tomado jamás un fusil ni un
revólver, ni ser parte de una organización política con planteamientos temerarios, se constituyó
en un enemigo de un régimen de facto. Alguna vez mi padre comentó que el dictador García
Meza le había querido embarcar en el proyecto de su golpe de estado, asunto que mi padre
había rechazado con energía. Pero eso no bastaba para explicar el encono.
Entre las lecturas de mi padre destacaban una aporreada versión de Pedagogía del Oprimido
del brasileño Paulo Freire y otro de Bolivia: el desarrollo de la conciencia nacional del
sociólogo boliviano René Zavaleta. La Historia de Cristo de Giovanni Papini, obras
completas de Jackes Maritain, y la infaltable Sagrada Biblia de Eloino Nácar y Alberto
Colunga. Todas en versión de bolsillo, mi madre insistió en esconderlos dentro del equipaje
para devolverlos a quien seguramente los había leído una y otra vez, cuando se volvieron a
encontrar luego de su expulsión de Bolivia.
Creo que la veintena de años de ejercicio periodístico a través de la radiodifusión de mi padre
en Bolivia se nutrían de la fuerza de las ideas de Freire y Zavaleta. Deduzco también que son
los intelectuales los verdaderos enemigos de las tiranías, tal vez porque piensan y tienen una
proyección mental algo diferente a la de los demás. Solo así se explica la vigencia de obras
literarias de autores revolucionarios, cuyas biografías siguen influyendo en la mente de los
jóvenes.
Obras como las del Ché Guevara, del padre guerrillero Camilo Torres, de Catalano o de
Gutiérrez han sido prohibidas y en muchos casos incendiadas como producciones diabólicas
para los nefastos designios del capitalismo, que ve en el pensamiento libre el freno a sus
planes de dominar y sojuzgar a las masas.
Son libros que han sido de plano prohibidos en América Latina, aunque en Europa circulen
libremente. Quizá porque cuestionan esa mal llamada independencia a partir de la primera
década del siglo XIX, que fue solo una transferencia del poder de los españoles a los hijos
de éstos, los criollos nacidos en las colonias.
El poder político continuó en manos de los ricos, además de derivar a los tentáculos de otras

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metrópolis extractivas —Inglaterra, Alemania, Estados Unidos, Italia, etc. — que han usufructuado
del trabajo y la riqueza de los pueblos americanos. Aunque pocos quieran reconocerlo, en los
hechos las civilizaciones nativas fueron desplazadas por el colonialismo y sus pueblos son
ajenos a decidir su destino, aunque nadie quiera reconocerlo.
Pero en el siglo XX la Iglesia Católica, mejor tarde que nunca, empezó a escuchar a los pobres
y reconocer que fueron objeto del gran despojo de sus tierras, de sus riquezas, de su
personalidad y de su historia. Con su Teología de la liberación se abrió un nuevo capítulo de las
relaciones de los pastores con su rebaño.
Hoy en día, claro está, el imperialismo es más sutil. Trata de no entrometerse en asuntos
domésticos, es más, ya no elige a hombres, sino a sistemas. Elabora acuerdos, otorga
créditos y asistencia económica, técnica y científica. Los convenios tienen que cumplirse a
raja tabla, independientemente de quién gobierne. Los acuerdos son sagrados y todo el
aparato del neoimperialismo está para hacerles cumplir: Fondo Monetario, Banco Mundial,
Organización del Comercio, y la mayoría de los gobiernos son controlados por Estados
Unidos, por Gran Bretaña, por el Grupo de los Ocho. Son entes que otorgan “beneficios” a
manos llenas y luego exigen su contraparte por las dádivas que conceden a los gobiernos
dependientes: la sumisión, el voto en organismos como Naciones Unidas, donde ejercen un
control indirecto. En cada país, el imperialismo tiene sus partidos políticos y su prensa.
Gotemburgo, mayo de 1987, Arturo Aira, estudiante universitario.

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Capítulo Tercero

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Fiat voluntas tua
Era sábado a la medianoche cuando desperté después de dormir de un tirón más de
veinticuatro horas, tal era el estado de nervios y la tensión a los que había sido sometido en los
diez últimos días desde mi detención en La Paz. Ahora me costaba aceptar que había sido
trasladado a miles de kilómetros de distancia.
Solo, desamparado y hambriento, caminé a un restaurante vecino, pedí un bife, algo de vino y
café. Luego de comer volví a mi habitación en el Hotel Savoy de la avenida Callao para cavilar
sobre mi situación hasta que Morfeo, piadoso, me llevó otra vez a sus parajes de sueños
inquietos.
Uno de los graves problemas del exilio es la supervivencia en condiciones dignas. El hambre
es un compañero real y evidente y era claro que no podría escapar a esta regla. Para mí
también, pronto empezarían los problemas prácticos, había que pagar la cuenta del hotel y
bueno, había que comer.
Pero el problema que más me preocupaba era la situación de la familia allí en La Paz. Era
presa de una angustia indefinible pensando todo el tiempo en mis hijos y en mi esposa. ¿Cómo
podrían mantenerse allí, con qué medios hacer frente a los problemas de alimentación y
supervivencia? No se vislumbraba ninguna solución, bienes no teníamos de ninguna naturaleza
y nuestros hijos eran todos menores, de catorce, doce, diez y ocho años, que no podían de
ninguna manera valerse por sí mismos.
Recién el domingo 15 me animé a salir a caminar por la avenida Callao. Recorrí el
minicentro de Buenos Aires. Llegué hasta la Avenida Constitución, donde está el
impresionante monumento a la revolución de 1810. Pero el templo argentino a su democracia
estaba cerrado.
Deseaba asistir a la misa dominical, de modo que busqué un templo. Cerca estaba el de los
Jesuítas, llamado El Salvador. Me sorprendió encontrar una iglesia tan grande y tan llena de
gente. Costó abrirse paso y conseguir un buen lugar cerca del altar mayor. Desde allí
acompañé con devoción y profundo recogimiento todo el santo oficio. Lloré por dentro todo
el tiempo, entremezclando sentimientos de gratitud por conservarme Dios con vida, de honda
amargura por todo lo que pasó, de preocupación por mis hijos y mi esposa que habían quedado
tan lejos en el desamparo.
Por muchos años había de recordar el canto de la comunión de esa misa solitaria en medio de la
multitud de fieles argentinos: “Señor, me has mirado a los ojos, sonriendo has dicho mi
nombre, en la arena he dejado mi barca, junto a Ti buscaré otro mar”, que entoné fervoroso,
con clara pero temblorosa voz. Hice un acto de fe sincero y contrito, y me acerqué a la mesa
común donde tomé el pan de los pobres e imploré:
—Como en otros momentos de mi vida, estoy enteramente en tus manos, Señor Jesús. No me
desampares, cuida de los míos, dales tu protección e insúflales la fe que fortalece. Que se haga
tu voluntad. ¡Fiat voluntas tua!

¿De la sartén a las brasas?


La Argentina vivía también una noche negra. Como en Bolivia a la Presidenta Lydia Gueiler,
un nuevo golpe militar había encarcelado a su Presidenta Isabel Perón y colocado a los
uniformados en la administración nacional.
La historia de los desaparecidos era cosa de cada día, en todas partes se respiraba un aire de
desconfianza, de callada sospecha y miradas recelosas. El imperio del miedo y el terror había
logrado sus efectos, el pueblo argentino de generoso, confiado y bonachón se había convertido
en vigilante, susceptible y reservado.

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Mi situación de exiliado en la Argentina era frágil. Había ingresado a este país con un
salvoconducto. Una simple hoja que decía: viaja sólo, viaje de ida; no era ningún pasaporte.
Este salvoconducto daba derecho a quedarse legalmente en el país tres meses a lo sumo y
luego vendría la clandestinidad y la posibilidad cierta de ser detenido.
Por el trabajo periodístico conocía de sobra la suerte de los desaparecidos en la nación de Gardel
y de Borges. En pocos países del globo se había desatado tan feroz persecución y represión a la
gente de la izquierda del espectro político. Se estaba escribiendo en aquel momento la más
sangrienta historia argentina de los tiempos modernos. Los desaparecidos sumaban treinta mil
y Buenos Aires era el centro de esa brutal represión.
Para llevarme de la sartén a las brasas bastaba una leve denuncia. Por ejemplo que el
propietario del hotel llamara a la policía y denunciara que un exiliado boliviano no pagaba la
cuenta. La detención habría sido inmediata, sobrevendrían los interrogatorios y quien sabe...
En ese contexto tenebroso, pero armado de optimismo y esperanza, al día siguiente dejé muy
temprano el hotel y me encaminé hacia la Cámara Argentina de Turismo. Esperaba
encontrar a Antonio Gómez, presidente de dicho organismo. Le había conocido pocos meses
antes, en el Segundo Congreso Interamericano de Hoteles en Río de Janeiro.
Gómez era el propietario del Grand Hotel y me invitó a tomar un trago juntos y conversar sobre
las posibilidades de empleo cuya necesidad le había adelantado.
Quedé muy contento del resultado de la entrevista, donde aparte de volver a lo que otrora
fuera cosa rutinaria en Bolivia, cócteles y cena con un amigo, a partir de ese momento tuve
además el beneficio de contar con las oficinas de la Cámara Argentina de Turismo, para
escribir sendas misivas a mi Jenny, a Ricardo Rojas y a Guillermo Cáceres, estas últimas
para dejar en claro los asuntos pendientes de mi último empleo en Bolivia.
Mi último empleo en La Paz había sido como Gerente de la Cámara Boliviana de Hoteles y
como tal estaba al tanto del movimiento hotelero. Con estos antecedentes y con el respaldo del
ingeniero Gómez, luego de haber leído bastante material en las oficinas de su institución elaboré
un informe y algunas sugerencias para mejorar y fortalecer la Cámara Hotelera Argentina.
El documento fue dejado en manos de Gómez y éste consideró muy interesante la proposición
aunque no formuló ninguna promesa de darme trabajo. Se habló en todo caso de la necesidad de
legalizar mi permanencia en Argentina. Como condición previa antes de pensar en alguna pega,
tendría que ir a ver un oficial de Inmigración y hablar con él del tema.
Pero continuaban, como espina en el corazón, las cavilaciones sobre lo que podría convertirse
en un caer de la sartén a las brasas. Asustado como un Adán expulsado del paraíso que
miraba receloso los peligros que me acechaban, había deambulado a lo largo de la avenida
Callao, mirando vitrinas y deteniéndome —como siempre lo hacía por costumbre— a leer
carátulas de libros en los escaparates.

El primo de Pérez Esquivel


Llegué a uno que parecía una librería católica, alejándome unos metros miré la marquesina,
Librería San Pablo. Entré confiado y estaba hojeando un libro y otro, cuando se me ocurrió
preguntar discretamente si alguno conocía las oficinas de Derechos Humanos.
Un empleado se dirigió a otro, éste se le acercó casi al oído. Luego asegurándose de que nadie
le oía, me dijo:
—Si usted vuelve por aquí al cerrar el negocio, como a las siete de la noche, lo llevaré yo mismo.
—Descuide, yo estaré de vuelta.
Salí a la calle y miré el reloj. Faltaban tres horas para las siete, de modo que decidí volver al
hotel, entrar en la habitación y tomar una ducha, la tercera del día.
El calor de Buenos Aires en los meses de enero y febrero es pegajoso y el aire se vuelve
caliente. Curioso contrasentido el que se lo combata tomando café todo el tiempo para

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combatir los 30 ó más grados del tórrido verano. Una gran parte de los negocios estaban
cerrados, lo mismo que las industrias. Miles de bonaerenses se marchaban a sofocar los
calores capitalinos en las playas de Mar del Plata o de Punta del Este en el vecino Uruguay.
A la hora convenida estuve de regreso a la librería. Le tendí la mano al librero de mediana
estatura, frente amplia y ojos brillantes:
—Soy Mauricio, fui detenido y expulsado de Bolivia por los militares. Estoy desesperado.
Necesito ayuda.
—Me llamo Norberto y soy primo de Adolfo Pérez Esquivel, exiliado como usted—, me dijo.
Pérez Esquivel ganaría posteriormente el Premio Nobel de la Paz por su defensa intransigente
de los derechos humanos.
Norberto estaba casi febril de poder ayudar:
—Tiene usted suerte, pues las oficinas están muy cerca, a pocas cuadras de aquí sobre esta
misma avenida y justamente a esta hora siguen abiertas aún, ya que se trata de la Asamblea
Permanente de Derechos Humanos.
Pareja de amigos recientes, nos encaminamos con paso firme hasta un conjunto de edificios
altos, ubicados precisamente frente al templo adonde había ido a misa el día anterior. No había
ningún letrero, salvo un pequeño papel en una pared lateral: Asamblea Permanente de
Derechos Humanos, Oficina 36. Ingresamos por una puerta lateral, subiendo y bajando
escaleras hasta llegar allí.
—Buenas noches, vengo acompañado por un compañero boliviano que ha estado preso y ha
sido expulsado.
Conocí entonces a Alberto Airala y a Eduardo Pimentel, presidente de la Asamblea. De
inmediato me pidieron hacer una relación de mis vicisitudes en una máquina de escribir que
pusieron a mi alcance.
—Ya podemos imaginar cómo lo estás pasando. Toma algo de dinero y ven por aquí mañana,
que te presentaré al Dr. Augusto Comte McDonell, vice-presidente de la Asamblea y
miembro de la Democracia Cristiana, estoy seguro que él podrá encaminarte y sugerirte qué
es lo que puedes hacer— afirmó Alberto, quien luego me acompañó de regreso al hotel.
Al día siguiente pasé por la librería San Pablo para dar a Norberto las gracias y noticias del
resultado de la entrevista y seleccionar algunos libros de lectura. Yo seguía incrédulo de que
tan pronto mis oraciones hubieran sido atendidas. Musitaba una breve frase de gratitud:
¡Gracias a Dios!

El Hombre de la Mancha
Pasaban los días en rutinas sin trascendencia, del hotel a la Cámara de Hotelería, a la oficina
de Derechos Humanos, y así llegó otro fin de semana. De nuevo la soledad y el sobresalto.
¿Qué hacer? ¿Qué va a ser de mí? Todavía no había una solución en claro y la espera, preñada
de incertidumbre en cada hora, con extremos de entusiasmo y de pena, se tornaba angustiosa.
Cuando no hacía mucho calor o no llovía, me complacía con grandes paseos recorriendo este
fabuloso Buenos Aires, urbe que por las noches arrojaba enjambres de gente a las calles, la
mayoría bien trajeadas y en busca de diversión. Conté entonces más de quince teatros en la
zona central, entre Corrientes y Santa Fe, Suipacha y Callao. Más de treinta y cinco
cinematógrafos, restaurantes por los centenares y casas de diversión por docenas.
Por lo corto de recursos como andaba entonces, apenas podía animarme a una taza sin pasteles
del negro brebaje en los ubicuos cafés de la capital porteña.
Pero una noche tiré la casa por la ventana y decidí entrar a una función de teatro. Estaba en
cartelera El Hombre de la Mancha, extraordinaria obra basada en una recreación entremezclada
de Miguel de Cervantes Saavedra y su personaje Don Quijote. Fueron dos horas intensas de la
pieza, que por ser de gran valor estuvo doce años en el escenario de un teatro neoyorquino,

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tres años en Madrid y en Buenos Aires iba por los seis meses. La obra había sido representada
también en Cochabamba teniendo por protagonista al gran actor dramático Eduardo Dabura,
con la extraordinaria participación del Instituto Laredo dirigido por don Franklin Anaya. El
suceso artístico fue grande, aunque faltó el respaldo del público.
Es necesario situarse en las circunstancias del que vive angustias o padece penurias para
entender la emoción en participar de aquella obra teatral, cuyas escenas durante mucho tiempo
no podría borrar de la mente.
Recuerdo a Sancho al pie del lecho de enfermo de su amo y señor Don Quijote. El Quijote
delira y sueña:
—¡Sancho! —, le dice, —¡prepárate! Un mundo entero espera por nosotros, tierras que conquistar,
nuevas aventuras nos aguardan...!
Sancho responde:
—¿Más desventuras todavía?
En su sencillez de campesino, llevado por su credulidad y lealtad al noble caballero, le había
seguido en su quimera caballeresca por las tierras de La Mancha padeciendo privaciones e
infortunios. Estaba en verdad agotado de tanto sufrimiento.
Don Quijote, al borde de la tumba, consecuente con su espíritu aventurero, soñaba con más
episodios de dramas y combates. Para el visionario y romántico caballero, esto era la vida: la
aventura y la conquista. Para el pobre escudero, cansado de velar por el amo y de soñar con la
ínsula prometida, esto significaba nuevas desventuras y desgracias.
El mismo caballero enamorado tenía cerca de su lecho de enfermo a su dulce ilusión, la
Dulcinea de sus sueños, quien llorando de angustia por la postración del ilustre moribundo,
deseosa de cumplir los mandatos de su señor y su patrón, segura de merecer su confianza y
presa de gran confusión ante el exquisito trato que le dispensaba Don Quijote, se formulaba
interiormente, la gran pregunta:
—¿Qué quieres de mí?
Salí del teatro camino a la solitaria habitación de hotel y cavilé sobre una humilde Aldonza
Lorenzo convertida en bella Dulcinea por la fantasía quijotesca. Pensé en su cuestionamiento
interior y convertí la frase de Dulcinea en una oración. Desde entonces repetía una y otra vez:
—¡Señor! ¿qué quieres de mí? — y me encomendaba a Dios, sintiéndome como pecio flotante en
la marejada del naufragio de la democracia sudamericana.

Penurias del exilio


Proyectando el anhelo de quien espera una manifestación de la voluntad divina, un milagro, al
día siguiente me dirigí a las oficinas del Lloyd Aéreo Boliviano (LAB), la línea aérea nacional
de Bolivia, para preguntar si había alguna carta, alguna noticia de mis seres queridos.
Eduardo Morales me recibió con un gran abrazo:
—Viejo, ¡qué pena siento por tu situación!, toma 100 dólares, sé que no son muchos, pero algo te
ayudarán en éste caso. El coronel Jorge Rodríguez desea verte en la Embajada.
Me sentí reconfortado, no había sido en vano que trabajé en el LAB como Jefe de Relaciones
Públicas, ni vana mi costumbre de acoger nuevos amigos. Uno de ellos era Eduardo Morales,
agente del LAB en Buenos Aires.
Encontró además una carta de mi esposa en respuesta a la que le enviara desde el avión en que
salí deportado, no sin antes pedirle a una azafata de la nave que buscara a mi esposa en La Paz.
Hacía veinte días que no mudaba el terno de color plomo y azul con que me había vestido el día
de mi detención en La Paz. Pero además, la dieta forzada y la angustia me habían hecho
adelgazar casi ocho kilos y la ropa me bailaba en el cuerpo.
Jenny me informaba que mandaba una maleta y 200 dólares. Pero nunca imaginé los
engorrosos procedimientos para retirar la maleta de la aduana en el Aeropuerto de Ezeiza.

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Tuve que cumplir trámites durante dos días para retirar los adminículos y la ropa que
necesitaba con urgencia, afrontando además el tormento de un sol abrasador y con la
ansiedad de andar con los bolsillos vacíos.
El diario Clarín de Buenos Aires publicaba noticias desastrosas para Bolivia, con un gobierno
bastardo ligado al tráfico de drogas. Parecía que se trataba de crear en Argentina una opinión
adversa al gobierno militar boliviano, al parecer fuertemente comprometido con bandas de
narcotraficantes. Se podía apreciar en esta intención la mano de los estadounidenses, que
habiendo sopesado la situación política en el país vecino, habían resuelto desenmascarar a los
narcotraficantes y sus aliados políticos.
Racionalicé como periodista que el mensaje entre líneas era que la poderosa embajada de
Estados Unidos no estaba contenta con el nuevo gobierno. Si no tienen el apoyo de los
norteamericanos —pensaba— no puede durar mucho tiempo el régimen. Esto significaba un
endurecimiento del control sobre los ciudadanos y sobre los militares disconformes.
Este fue el tema de la conversación con el coronel Jorge Rodríguez, quien no obstante ser parte
de la representación diplomática boliviana, era claramente opuesto al grupo de García Meza.
El militar había llegado hacía poco a Buenos Aires como Agregado Aeronáutico y no había
terminado de instalarse en un departamento que acababa de arrendar. Se portó noble y
generoso, me abrió las puertas de su amistad, invitándome un par de veces a su departamento
donde vivía con modestia, y comimos sentados sobre cajas de madera.
Los medios económicos estaban agotándose, de modo que había que apurar las soluciones. La
angustia se ahondaba a la par de que las cartas que llegaban de Bolivia remarcaban que
continuaba vigente el estado de sitio y las reglas de excepción, que facultaban al régimen de
facto a utilizar la fuerza para imponer el orden, prohibían las manifestaciones y el normal
funcionamiento de las instituciones.
Si bien mi esposa había enviado algo más de dinero para afrontar los gastos que demandó la
recuperación de la valija en los interminables trámites de la burocracia aduanera, Febrero había
sido un mes de pesadillas, un tiempo para repasar los acontecimientos y empezar a hacer
frente a las nuevas realidades. Ahora estaba en un país ajeno, lejos de mi patria, de mi esposa y
mis hijos. Tenía unos pocos amigos, pero mal podía estar viviendo de su caridad para siempre.
Dadas las circunstancias, volvía la sensación de una eternidad de desamparo. Me ponía a pensar
de nuevo en los míos, casi de un modo mecánico, aterrado por la idea de tantos meses sin mi
apoyo. ¿Qué haría mi esposa?; ¿qué cosa podrían hacer mis pequeños hijos?
Traté de acomodar mi tiempo manteniéndome ocupado con la lectura de diarios y libros.
Desarrollé una rutina diaria entre visitar el Palacio San Martín, proseguir los trámites ante las
oficinas de Naciones Unidas y las visitas al Lloyd Aéreo Boliviano en búsqueda incesante de
noticias de Bolivia.
Con el pasar de los días, advertí cierta desconfianza entre la gente de la Asamblea Permanente
de Derechos Humanos. Ciertamente una cosa era que todos ellos anduvieran ocupados en sus
actividades propias y otra que no tuvieran la suficiente amabilidad y paciencia conmigo. Eran
cavilaciones producto de mi estado de ánimo, que se sucedían al advertir, por ejemplo, que se
negaban a prestarme el teléfono. Quizá temían verse comprometidos. En medio de su propia
versión de terror represivo, algunos de ellos ya habían sido detenidos, sentían temor por la
persecución y les asistía una prudencia que me parecía excesiva.

La vocación de un exiliado
Dios y Patria eran dos marcas indelebles estampadas en el carácter de mi padre por la
educación cristiana recibida de instituciones y ordenes religiosas, que señalan hitos de obra
ejemplar en Bolivia.
Mi padre había quedado huérfano de su madre a los dos años, quien por problemas

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ginecológicos murió siendo muy joven. Luego perdió a su padre, quien dejó este mundo a la edad
de 54 años. Su formación temprana se debió a las religiosas de Santa Ana, que hicieron las
veces de verdaderas madres educadoras allí en Potosí, en la casa del Hospicio de Ancianos de
San Roque.
Muchas jornadas de los inviernos en el templo católico del Cristo Rey fueron matizadas por
entonaciones en latín de mi padre. El Credo in Unum Deum, del Ave María, el Tantum Ergo
Sacramentum, el dulce canto del Salve Regina y del Pater Noster. Eran oraciones que
cantaba sin cometer un sólo error y en voz estentórea. También conocía una serie de canciones
italianas, porque la orden religiosa era de origen romano y entre sus educadoras tenía
algunas italianas, aunque también habían bolivianas.
Mi viejo gustaba recordar el Hospicio donde pasó largos meses, mientras su padre, nacido en
Barcelona, se hallaba de viaje trabajando como concesionario de los coches comedor de los
ferrocarriles bolivianos.
Recordaba por lo menos a tres religiosas: la Madre Mausetina, no precisaba siquiera si así se
escribía, pero sí la rememoraba alta, rubia, blanca, muy bien parecida pero enérgica: ella le
había enseñado a leer.
La madre Ildefonza, que era la superiora, le tenía particular afecto y de niño le tenía mucha
confianza. Luego había una joven religiosa cruceña, morena, bajita y muy cariñosa.
Recordaba que el chófer del convento hacía muchas bromas sobre ella, refiriéndose a su
belleza y juventud.
En el convento de la Hijas de Santa Ana en Potosí se celebraba con gran pompa el 15 de
agosto, día de San Roque. En vista de que la nave mayor del templo había sido destruido por
alguna catástrofe, la pequeña capilla adyacente se llenaba de miles de campesinos vestidos
de diablos y de morenos y bailaban alrededor de la pequeña imagen del santo patrono de los
perritos y la conducían en hombros de un lado a otro.
Casi podía ver a San Roque con su traje de caballero español del medioevo, de color guindo y
vivos amarillos, con un sombrerito de plata, a sus pies un perro fiel, que, por supuesto, tenía
la particularidad de curar con la lengua las heridas lacerantes de los amigos del santo.
Había una treintena, tal vez más, de ciegos en el hospicio. Mi padre, entonces de unos siete
años, jugaba con ellos, especialmente con los niños, cuyos nombres conocía de memoria.
Aprendió a cantar, a tocar la batería y otros instrumentos como el charango, la quena. El
idioma quechua era su lenguaje de cada día.
Protagonistas centrales de este cuadro fueron los invidentes, especialmente Luciano Quispe,
a quien encontraría años después convertido en dirigente gremial de los voceadores de
periódicos. De ellos había aprendido algo vital: a usar de la palabra como instrumento de
comunicación. Su vivencia con los que no podían ver la luz del sol, le había enseñado que la
palabra es el atributo mayor que el hombre ha recibido de Dios. Allí le nació la vocación por la
comunicación social.
Gotemburgo, mayo de 1987, Arturo Aira, estudiante universitario.

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Capítulo Cuarto

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Bajo la protección de las Naciones Unidas
A las once de la mañana del segundo día de marzo, acompañado de Augusto Comte
McDonald, llegué a las oficinas del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los
Refugiados (ACNUR). Su representante en Argentina era el ecuatoriano Roberto Rodríguez de
las Casas.
Comte explicó que yo era un alto dirigente de la Democracia Cristiana en Bolivia, uno de los
fundadores del partido. Mi actividad periodística había sido reprimida en mi patria, luego había
sido detenido y después desterrado.
—No puede volver a su país pues el régimen militar que lo expulsó sigue aferrado al poder.
Tampoco puede quedarse en Argentina, donde también corre peligro, y como carece de
documentación sólo le queda el último recurso de acogerse a la protección del Alto Comisionado
y con su ayuda escoger un tercer país para refugiarse—, puntualizó Augusto y yo corroboré el
pedido con mis propias palabras.
Roberto Rodríguez dijo que habiendo sido presentada la solicitud formalmente, sólo quedaba
aguardar una resolución para los refugiados en la sede de la ONU en Ginebra.
Al día siguiente de la visita a ACNUR, me pidieron tomarme unas fotos que se necesitaban
para el documento de refugiado. En efecto, fui puesto bajo el amparo de Naciones Unidas, al
mismo tiempo que me anunciaron haberse tomado igual determinación con mi familia en La
Paz. Salí de las oficinas de la calle Laprida con el espíritu renovado.
Augusto Comte también dirigió una carta a Waldo Villalpando, un demócrata cristiano
argentino a quién conocía, en estos términos:
"En febrero pasado, Mauricio Aira llegó a Buenos Aires desde Bolivia. Aira fue detenido y
deportado a nuestro país. Lo he presentado y apoyado ante el ACNUR y está a punto de
entrar en la categoría de refugiado. Luego confía en traer a su familia y radicarse un tiempo en
Europa, en un país latino en cuanto sea posible. Le he comprometido todo nuestro apoyo y que
en tal sentido te escribo a vos y a Franco”.
Comte explicaba que yo era un dirigente de la Democracia Cristiana Boliviana, de 42 años,
casado y con cuatro hijos. Que había dedicado muchos años al periodismo, especialmente al
radial. Que en 1980 me desempeñaba en dos emisoras de Cochabamba; mi actitud
democrática e independiente me había generado entonces un choque con García Meza, hecho
que poco tiempo después del golpe militar de julio de 1980 me costó la detención y deportación.
Mi última actividad había sido la de Gerente de la Cámara Boliviana de Hotelería.
"Se trata de un hombre de muy relevantes condiciones humanas, profundo conocedor de
América Latina, con plenas aptitudes para desempeñarse en un primer nivel en cualquier
actividad similar o afín a las que ha cumplido proficuamente. Su única dificultad es de orden
idiomático, aunque tengo la certeza que, si fuera necesario, superará rápidamente este
obstáculo.
El propósito de estas líneas es pedirte todo apoyo que sea posible obtener para lograr la mas
pronta radicación de Mauricio y su familia en Europa, —te repito— en cuanto sea viable en un país
latino".
La carta fue remachada con una llamada telefónica de larga distancia que abrió las puertas para
una rápida decisión. Nadie podía oponerse ante tan contundentes razones. Pero el funcionario
de ACNUR fue muy claro al señalar que se requería un mes para aprobar la asistencia
financiera, dos meses para recibir el expediente y noventa días para presentar la solicitud a los
gobiernos elegidos.
Fue un período corto en que Buenos Aires me pareció una ciudad hermosa. Podía mirar a mi
alrededor con ojos optimistas, apreciar un sol que alumbraba con fuerza. La actividad era
febril, la gente que volvía de sus vacaciones y el ritmo frenético de gran ciudad se advertía en

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el transporte, en los almacenes, en calles y plazas. Por todas partes se veía agitación y
aglomeraciones, especialmente en el metro porteño —el sistema de transporte subterráneo—
siempre atestado de personas y marchando todos a un mismo ritmo, donde había que correr
para evitar los empellones.
Curiosamente, rodeado de la opulencia de la city —como los porteños llaman al centro mismo
de Buenos Aires— donde tiene lugar la vida financiera del país, y existen restaurantes y hoteles
de gran nivel, una población cosmopolita, imponentes embajadas y ministerios, casi siempre
me sentía ajeno a esa vida de incesante actividad. Mi mente no reparaba en nada que no fueran
mis propias preocupaciones y las noticias de lo que venía ocurriendo en Bolivia.

Deprimido e insolvente
Dadas las circunstancias, iba y venía en vaivén sostenido la sensación de una eternidad de
desamparo. Me ponía a pensar de nuevo en los míos, casi de un modo mecánico, aterrado por
la idea de tantos meses sin mi apoyo. ¿Qué haría mi esposa?; ¿qué cosa podrían hacer mis
pequeños hijos?
Me sentía al borde de caer sumido en una depresión. Flaco consuelo era escribir cartas anegado
en lágrimas, que luego tenía que romper para empezar otras que no revelaran mi ansiedad ni
la desesperación por una espera que habría de ser larga.
Luego se me vino encima la insolvencia financiera. Ningún dinero que se pagaba a la
administración del hotel resultaba suficiente. Era una época de acelerada inflación y se daban
casi diarias fluctuaciones de la moneda argentina en relación a la divisa extranjera. Como me
aplicaban la indexación al dólar, terminaba pagando intereses de las sumas devaluadas a la
fecha de la cancelación. Dicho en otra forma, los gallegos propietarios de aquel hotel de la
Avenida Callao se estaban aprovechando de mi situación de urgencia y desesperanza:
simplemente no podía terminar de pagar, por tanto no podía dejar el hotel y la cuenta crecía y
crecía.
Aunque la situación fue expuesta ante los personeros de Naciones Unidas y, según recuerdo
algún tiempo después la cuenta se pagó totalmente, hubo una instancia previa en que, primero,
el hotel quiso quedarse con la valija, seguramente de garantía.
Un poco después, como para completar el cuadro de mis desventuras, una noche cuando
después de un paseo llegué al hotel como de costumbre, me dijeron que mi llave había sido
confiscada por el gerente.
—Hay orden de no permitirle el ingreso—, me dijeron. Ahora estaba en la calle,
irremediablemente.
—Si alguien me hubiera explicado la forma de proceder de esta gente, habría evitado tantos
problemas—, pensaba para mis adentros, —pero, ¿cómo un exiliado que ha sido extraído de su
ambiente familiar y su rutina de trabajo puede aprender a vivir en un medio foráneo y
extraño?
Contaba con una pequeñísima suma de ayuda diaria, diez dólares americanos. Con tal
disponibilidad no se podía alquilar sino una cama de una habitación doble sin baño, lo
importante era que fuese limpia y ventilada. No sin antes pasar una noche al sereno,
durmiendo en un banco de la plaza Constitución y sintiendo hambre, mucha hambre, empecé
la búsqueda de una pensión de mala muerte.
Encontré una cerca del Obelisco, con el rimbombante nombre de Hotel Cambridge. El
hotelito estaba a tres cuadras de las oficinas de ACNUR y a otras tres de la Embajada de
Bolivia. Me dirigí allí con un compañero chileno que encontré en uno de los albergues de
Naciones Unidas, cuyo aporte para cancelar la mitad del alquiler me caía de perillas.
Había implorado en el ACNUR porque la asistencia a mis seres queridos fuese de urgencia, allí
en La Paz. Reflexionaba que si yo la estaba pasando mal por el delito de pensar y escribir

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gracias al general García Meza, mi familia tenía que ser dispensada de mis agravios. Mis niños
tenían que comer y ser atendidos prontamente. Con esta preocupación visitaba las oficinas de
Naciones Unidas una y otra vez, insistiendo hasta el cansancio sobre la situación de mi familia.
Un día me citaron para tratar de comunicarme por teléfono con la familia en La Paz desde las
oficinas de Naciones Unidas. No fue posible. En otra oportunidad, me dijeron que viajaría a
Bolivia una señora Gutiérrez funcionaria del ACNUR y que entregaría mis cartas
personalmente. Entonces me puse a escribir a cada uno de mis hijos, confiado de que, ahora sí,
las cartas llegarían a buen destino.
La primera misiva que escribí fue una larga carta a mi buena esposa Jenny.
"Cuando pienso que nuestra separación va para dos meses, desde nuestra despedida en el
Palacio de Gobierno de La Paz, me entra tal angustia que quiero ponerme a llorar pero sin
remedio. Invoco entonces la ayuda de Dios que del mal saca el bien, y que permite que todas
las cosas sucedan para que nosotros aprendamos, creamos más en Él y nos amemos más.
Tu no puedes tener idea de cuánto les extraño, qué terribles son mis días de soledad, a veces
deambulo por calles y plazas como un autómata, sin atinar a nada, sin hallar una salida para
esta situación absurda en que nos ha colocado el tirano García Meza. Sé que conservo la fe en
Dios, la fe en ti, y en mis amados y pobrecitos hijos, despojados de pronto del cariño de su
padre.
Dios es grande, porque como debes estar ya enterada, las Naciones Unidas nos han puesto
bajo su protección desde el 3 de marzo pasado, lo que quiere decir que no nos dejarán
abandonados, hasta que estemos otra vez reunidos y que pueda yo conseguir un trabajo
decente en alguno de estos países donde iremos a radicar: Suiza, Francia, Italia, Canadá o
Suecia. Que sea lo que su Santa Voluntad disponga.
Por el momento quiero decirte que me dan una ayuda de 10 dólares por día, que aquí alcanzan
para tomar el desayuno y almorzar. Lo que quiere decir que un día debo tomar desayuno y otro
no. Cuando lo tomo, no almuerzo y viceversa. Todo es tan caro aquí que te espantarías.
En La Paz, teóricamente deberías recibir 50 dólares por día. 10 por cada uno de ustedes, con lo
que podrían aguantar hasta que se produzca la reunificación. El 12 de mayo próximo, expirará el
plazo de 90 días de residencia como turista que me sellaron el pasaporte de hoja con que
ingresé a la Argentina. Pasaré a ser ilegal y entonces mi situación será algo delicada. Por ello
en tus entrevistas con la gente de Naciones Unidas pídeles que aceleren nuestra reunión.
Yo he tratado de hacer algo al respecto, pero un trabajo fijo y bien pagado no lo puedo
conseguir sin documentos de residencia. Una denuncia me podría significar la salida de
Argentina y por supuesto mayor número de problemas. Además, las Naciones Unidas no
permiten tener un trabajo remunerado. Qué terrible, no queda nada más que sobrevivir con
los centavos que te asignan.
Sigue al pie de la letra mis recomendaciones. No trabajes demasiado. Procura descansar todo
lo posible, quiero que estés tan linda como siempre para cuando nos juntemos, te extraño y
me sueño contigo.
Te cuento que Mario Guzmán, ministro de Comunicaciones del dictador, estuvo aquí. Es
hermano de Edwin, tu pariente, y se portó muy bien y me regaló 100 dólares, sin que se los
pidiera. El Embajador Padilla me invitó a almorzar dos veces a su casa, la última vez estaba allí
el General Ovando y juntos conversamos largo y tendido...”

Un difícil dilema
Un día de esos hablé con Ana Manusor de la Iglesia Católica, que allí actuaba como una agencia
de ACNUR. Me dijo que habían llamado de Ginebra preguntando por el caso del periodista,
que no podía ser otro que el mío.
Cómo iba el trámite del periodista boliviano, se preocupaban, pero en los hechos nada

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cambiaba, mi falta de recursos era alarmante. No podía comprarme un traje que necesitaba con
urgencia. El sábado 4 de abril había escrito 4 líneas en mi diario: “soledad, dolores, alta
temperatura, sensación de abandono y postración”.
Y luego, Dios es grande, al día siguiente, casi como en un poema sutil, lentamente, después de
estar sumido en un largo sueño, desperté a las tres de la tarde. Me sentía etéreo, liviano.
Tomé una prolongada ducha y salí a la plaza del Congreso, llena de niños, de palomas, de
ancianos y curiosamente de sol. Muy a mi pesar, vestido de terno y corbata.
Al principio estuve solo, releyendo las cartas de mis hijos que siempre llevaba conmigo. Más
tarde encontré un hebreo, agregado comercial de la Embajada de Israel, y luego un italiano,
cuyo nombre —Gregorio Roca— no quiero olvidar. Tres horas de hablar con él me convirtieron
en su amigo. Me compró 6 moldes de pan, que comí uno tras otro, hasta dar fin con todos.
Fueron mi único sustento en sesenta largas horas.
Por la noche, la hermosa fuente de agua y luces de color, describiendo figuras de todas clases,
novios tomándose fotos, música clásica estereofónica en sus enormes parlantes, todo
hermoso alrededor y por dentro esa sensación de soledad, de desamparo, del más completo
abandono. Qué terrible es la desazón que provoca el exilio.
Quizás inspirado en éstas meditaciones depresivas, escribí otra carta más, ésta vez al Alto
Comisionado, mostrando tremendo desconsuelo ante lo reducido de la ayuda, que con las
devaluaciones frecuentes, había disminuido a entre seis y siete dólares por día, una suma
realmente insuficiente para cubrir ninguna necesidad. Lo peor de todo era, la imposibilidad de
mejorar los ingresos. Ningún trabajo, ninguna otra fuente de cooperación, nada.
Luego de exponer mi situación, retrotraje las circunstancias en que fui presentado a las oficinas
de Naciones Unidas, la solicitud de protección presentada y la aceptación de ACNUR
oficializada el 6 de marzo.
"Inhibido de ejercer tareas asalariadas por las leyes argentinas, no puedo tampoco regresar a
Bolivia perseguido como estoy por los servicios de seguridad de la Presidencia de la
República, por lo que pido a su autoridad que en ejercicio de las atribuciones que le confieren
las Naciones Unidas disponga las facilidades para que pueda reunirme con mi familia (mi
esposa y mis cuatro hijos) en éste u otro país antes del 12 de mayo, en que pasaré a la
condición de ilegal, convirtiendo mi permanencia en la Argentina en muy delicada en cuanto a
seguridad y ordenamiento jurídico se refiere.
Tengo que reconocer el gran esfuerzo que hace la ONU para atender nuestro problema
humano, sin embargo debo señalar que debido a la magra ayuda de 6 dólares diarios, he tenido
que reducir mis comidas a una por cada dos días y a tener por habitación una pocilga ".
Como resultado de éste planteamiento, fui llamado de urgencia a una entrevista en las
oficinas de las Naciones Unidas. La conversación duró más de dos horas.
Expresé a la asistente social, de nombre Silvia, que sentía verdadera necesidad de reunirme
con los míos a la brevedad posible. Pero la oficina de Naciones Unidas no veía con agrado que
pudiera traer a mi familia.
—Aquí en el ACNUR no deseamos que venga su familia a la Argentina porque entonces los
problemas se multiplicarían, serían más bocas a las que dar de comer.
La reunificación familiar no se había de producir en Buenos Aires. De verdad deseaban
cooperar facilitándome todo lo que fuera necesario. Pero que debía tener paciencia y no
desesperar.
—Lamentablemente, no podemos hacer excepciones, la ayuda es igual para todos—, aseguró Silvia.
—Y en cuanto a los suyos, ya están recibiendo cooperación en La Paz. Queremos hacer todo lo
posible para acelerar el trámite, de modo que no tenga que quedarse usted mayor tiempo aquí,
y mandaremos su solicitud simultáneamente a Francia, Canadá y Suecia.
También se me informó que el envío de los formularios iría a demorar porque había que
traducirlos a varios idiomas, etcétera.

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Pero al otro día, después de viajar dos horas hasta la agencia local que me atendía en lo
administrativo, noté que la ayuda había mejorado. Me felicité en lo más íntimo por haber
expresado mi reclamo, especialmente después de comparar mi caso con el de otros refugiados
que acudían allí.
Algunos de ellos, como los exiliados paraguayos, subsistían de esta ayuda desde hacía mucho
tiempo. Tuve ocasión de charlar con varios. Resaltaba el caso de una madre con 5 hijos
menores, que me confesó que ella trabajaba lavando ropa y ayudando en una casa y en otra y
que la cooperación de ACNUR era para ella un ingreso extra.
Esa es la gran diferencia —pensé para mis adentros— esta buena señora puede trabajar, dormir en
cualquier sitio, vestir como sea, claro que soporta mejor el trance de un obligado exilio.

Suipacha y Corrientes
A pocos metros del Obelisco, el centro neurálgico de la populosa ciudad de Buenos Aires, allí
donde el bullicio alcanza su máxima expresión y el movimiento humano de los fines de
semana se hace denso y compacto, está ubicado el Hotel Cambridge. En realidad era un
alojamiento de baja categoría, eso sí, muy limpio, y desde donde podría movilizarme en mis
periplos usuales con gran ahorro de tiempo y dinero.
Una estrecha habitación con dos camas, y baño externo de uso común, podía costar 150 dólares
al mes. Como solución me asocié con un exiliado chileno de apellido Salgado, que se
encontraba a la espera de una resolución del ACNUR para ingresar a la categoría de protegido,
y que pasaba por una situación similar a la mía.
Salgado se mudó al cuarto y entonces la cuota parte del alquiler se hizo más llevadera. El
chileno era cantante y guitarrista, de modo que tenía trabajo extra cantando en el Barrio de la
Boca, donde hay una gran cantidad de cantinas que reúnen público entre las 8.00 y las 12.00
de la noche, especialmente a grupos de turistas de todo el mundo. El dinero que ganaba allí le
permitía pasarla bien. La ayuda de ACNUR era extra, también en éste caso.
Nuestra habitación daba justamente sobre la famosa esquina de las calles Suipacha y
Corrientes. A media cuadra de allí se encontraba la casa de departamentos donde vivió el Che
Guevara durante sus estudios de medicina. A 100 metros estaba la placa recordatoria de
Florida y Corrientes donde Carlos Gardel solía reunirse con Rubén Darío y Ricardo Palma.
Ahora teníamos un televisor en el cuarto, pero los programas de la televisión argentina estaban
repletos de propaganda militar, tratando de mostrar color de rosa la situación del país.
Sin embargo de la propaganda, los problemas en Argentina aumentaban de número y
tamaño. No habían soluciones porque no regía la democracia, se había despreciado esta forma
de convivencia y se creía, igual que en Bolivia, que los gobiernos de fuerza tienen autoridad,
que son una solución, que los cambios se pueden hacer desde el gobierno. ¡Qué equivocados
que estaban!

El primer trabajo de mi padre


Encerrados en nuestra prisión idiomática, tal vez no nos dábamos cuenta que la cohesión
familiar nuestra era más fuerte en Suecia, como si asediados por un mundo externo casi
hostil por la incomunicación tuviéramos que cerrar filas entre nosotros. Nuestras charlas al
caer la noche escandinava se volvieron una sagrada rutina. Mi padre presidía esos cónclaves
familiares, en los que no sé si por cuarentón, o por el exilio, o por desear imbuirnos
consciencia de nuestras raíces bolivianas, ya escarbaba el pasado tanto como escudriñaba el
futuro.
En Potosí, 25 años antes de su exilio en Argentina, había empezado la carrera de periodista de
mi padre. Nos había contado la historia muchas veces, en esas noches de familia cuando

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todavía ajenos al medio, éramos como casi sordomudos en Gotemburgo al no poder hacernos
entender o comprender lo que nuestros semejantes suecos nos decían en su idioma.
El viejo empezaba por rememorar a su ciudad natal, Potosí, ubicada a 4.090 metros sobre el
nivel del mar. Declarada Villa Imperial de Carlos V en tiempos en que España era la mayor
potencia por la extensión de su imperio y la magnitud de las riquezas que extraía de sus
colonias, era una ciudad legendaria y rica:
—A mediados del siglo XVII cuando Buenos Aires tenía 40.000 pobladores, Potosí contaba más
de 110.000 habitantes, ojo, más que Londres o París—, empezaba mi padre.
—Emporio de la plata, atrajo a miles de colonizadores, no sólo mineros sino artistas, escritores,
ascetas, estudiosos que han dejado imborrables recuerdos de la grandeza de la época1
colonial, como su Casa de la Moneda y sus cerca de 100 templos urbanos.
Allí, un buen día, mi padre le preguntó al dueño de una radioemisora si podía pasar a comentar
unos discos nuevos que su cuñado Jorge René Zelaya había recibido hace poco.
Gutiérrez, que así apellidaba el empresario radial, le dijo:
—Sí, claro que puedes venir, después de las nueve de la noche.
A esa hora, no había audiencia y en Potosí hace mucho frío. Allí estuvo, una y otra vez,
modulando parlamentos que no eran otra cosa que la lectura de trozos de textos que
aparecían en las tapas de los discos. Música hermosa, de Mantovani y su orquesta de
violines, de los Hermanos Reyes, del Trío Los Panchos.
Al cabo de unas semanas, vino la proposición de Gutiérrez:
—¿Te gustaría leer las noticias? Ven a las ocho y junto a Ennio Rodríguez leerán comentarios y
noticias locales.
Así fue. Esto ocurrió en 1956, y nunca más dejaría los micrófonos hasta el destierro que le
obligaba a una forzada abstención después de 24 largos años. Sin temor a equivocarse se
podía decir que había nacido para la radiodifusión.
Gotemburgo, mayo de 1987, Arturo Aira, estudiante universitario.

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Capítulo Quinto

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El general Eufronio Padilla
El general Eufronio Padilla siempre fue un hombre noble y correcto conmigo. Militar de
distinguida carrera, había sido Director de la Escuela de Altos Estudios Militares, Ministro del
Interior en el gobierno del general Ovando, alcalde de Cochabamba y embajador en Ecuador.
En Cochabamba en el año 1966, en mi condición de director de Radio Nacional, había tomado
la iniciativa de realizar una colecta para reunir fondos para comprar un Barco para Bolivia.
Como tantos otros bolivianos, lejos estaba de imaginarme que la tal campaña fue un
negociado que involucró a un criminal de guerra nazi que vivía en Bolivia bajo el nombre de
Klaus Altmann.
El general Padilla era entonces la más alta autoridad militar en Cochabamba. Hicimos buenas
migas. Qué curioso, le había entregado varios miles de pesos fruto de la campaña del Barco
para Bolivia, que a mi entender no era otra cosa que un modo de mantener viva la idea del
retorno boliviano al mar, avivando el sentimiento de injusticia por el despojo que cometió
Chile con mi país al privarle de su salida al mar en 1879.
El general se sorprendió de verme en su despacho de la embajada boliviana. Se puso de pie y se
adelantó a darme un abrazo.
—¿Qué hace usted aquí en Buenos Aires, querido Mauricio?
—Estoy exiliado, mi general.
—Exiliado, ¿y por orden de quién?, no puede ser, si todo el mundo sabe que usted es un buen
boliviano.
—Así son las cosas, mi general. Su presidente me hizo detener y me expulsó de la Patria.
—Quiero que nos acompañe a la casa y almorzaremos con Isabel (su esposa, pariente del
General Ovando) y entonces podremos conversar con mayor detalle.
Ante semejante trato, no tuve ningún cargo de conciencia, ni reparo alguno en trasladarme
hasta el domicilio del Embajador. Fue un almuerzo muy bien venido, porque hacía días que no
comía un plato caliente. Naturalmente, la sobremesa estuvo destinada a hablar de las
circunstancias del destierro.
Y surgió un nombre, Faustino Rico Toro, brazo derecho de García Meza, Jefe de la Casa Militar
y por quien Padilla sentía estimación.
—Descuide usted, Mauricio, yo le escribiré y le pediré aclaraciones, ya verá.
En efecto, tres semanas más tarde hubo respuesta y el Embajador me pidió pasar por su
despacho. Allí me dijo:
—Tengo malas noticias para usted.
Leyó un oficio cuyo rótulo decía: “Casa Militar de Su Excelencia”:
—“En relación al pedido del periodista Mauricio Aira para regresar a Bolivia, debo decirle que
aprovechando su condición de tal, ha desatado una campaña de desprestigio e intriga en contra
de las Fuerzas Armadas, de lo cual es testigo el Sr. Presidente de la República, general García
Meza..."
—Como usted verá, nosotros no tenemos mucho que hablar después de esto—, dijo el general y
de ésta forma, por la infamia de Rico Toro, dio por concluída la entrevista, actitud que me dejó
perplejo y anonadado.
Semejante conducta no era otra cosa que la confirmación de la villanía del dictador que se
estaba vengando y estaba ratificando sus bajos instintos de odio y desprecio por sus
semejantes. Qué le podía importar a un dictador la suerte de mi esposa, de mis hijos. La mía
propia, sometido que estaba al hambre y a la indignidad.
En aquel momento no pude reaccionar inmediatamente. Solo farfullé que escribiría
personalmente al Presidente para desmentir tal infundio, que sólo perseguía desprestigiarme
ante amigos como el Embajador y que le rogaba despachar su carta por valija diplomática.

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—Es mentira que yo haya desatado ninguna campaña contra las Fuerzas Armadas. Además yo
escribí y dije cosas contra el grupo de uniformados que tomaron abusivamente el poder que
corresponde a quienes el pueblo eligió: sus representantes.
Pero el Embajador abundó que había hablado al ex-ministro del Interior, Luis Arze Gómez,
quién le reveló que el propio general García había dado la orden de su detención y destierro por
el plazo de 90 días, pero que con ésta carta la situación se hacía muy difícil para mí.
¡Qué hacer! Sólo se me ocurrió buscar consuelo buscando a Augusto Comte. El amigo me
remachó, una y otra vez, que no me preocupara, que éstas cosas ocurren en política y luego se
olvidan cuando los gobiernos cambian. Una vez más, Augusto me dio apoyo moral y
material; mi gratitud hacia el noble amigo era insondable.

Carta al dictador
Aquella noche no pude conciliar el sueño. A la mañana siguiente, muy temprano, escribí al
dictador García Meza una carta que hasta el día de hoy no tiene respuesta. Usando el tuteo,
como cuando habíamos sido amigos, le impetré:
"Tengo el honor de escribirte la presente a la espera de que le prestes atención, no obstante tus
múltiples e importantes ocupaciones de Estado, en el entendido de que es necesario que yo
pueda salir de la terrible duda que me atormenta en el destierro político.
Me acabo de enterar, luego de casi tres meses de haber salido de la patria en calidad de
desterrado, dejando atrás familia y trabajo, que se adoptó esta drástica e inhumana medida
contra mi persona, porque aprovechando de mi condición de periodista, habría desatado una
campaña de desprestigio e intriga contra las Fuerzas Armadas, testigo de lo cual eres tú, el
Sr. Presidente de la República.
Estoy seguro que semejante infamia no puede tener por testigo a mi ex-amigo el general
García Meza, porque lo digo a fe de hombre bien nacido: NUNCA HE TENIDO SIQUIERA
LA INTENCION DE DAÑAR EL PRESTIGIO DE LAS FUERZAS ARMADAS DE LA
NACION, lo cual tengo corroborado durante mis largos 22 años de actividad periodística en
Potosí, Siglo XX, La Paz y Cochabamba.
Tengo testigos de los modestos servicios que, por el contrario, he prestado a la institución
armada y al país, como ejecutor de campañas de prensa, misiones especiales, de asistencia
permanente. Conservo notas, oficios, publicaciones de prensa, tarjetas y algunas cartas
personales del Gral. Barrientos, a quién me ligó un parentezco espiritual y de quien me
consideré amigo hasta el día mismo de su muerte y aún después, para evitar que su nombre
fuera manipulado en favor de mezquinos y subalternos intereses.
Del general Bánzer fui un abierto opositor y por ello fui encarcelado a raíz de las acciones de
Tolata. Más tarde, al cambiar el General Bánzer de actitud en un sentido positivo, me
convertí en su colaborador y funcionario; lo propio puedo decir del General Pereda, que pudo
contar con mi desinteresado aporte.
Qué decir de los generales Azero, Pérez Tapia, Torrelio, Céspedes, Sánchez, Padilla Caero,
Eguino Claure o de los coroneles Ramallo, Baldi, Lanza, Mario Guzmán, Gary Prado, Raúl
López, Jorge Rodríguez, Rodrigo Lea Plaza, a quienes conocí en el curso de mi trabajo
periodístico, sea como conductor de programas de radio, maestro de ceremonias o
simplemente cronista o redactor, lo que me permitió participar de todo tipo de reuniones en que
primaba el interés nacional.
Es cierto que nunca fui un incondicional, como tuve oportunidad de manifestártelo
personalmente el 26 de abril de 1980, cuando me buscaste por medio del coronel Arze Gómez
en Radio Cosmos. También es cierto que expresé puntos divergentes con algunos jefes del
ejército por asumir actitudes contrapuestas con el espíritu nacional en cuanto a la conducción
política. No puedo negar que soy militante de la Democracia Cristiana desde hace 20 años, y

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que muchas veces cedí paso al deber y las responsabilidades partidarias antes que al halago de
los cargos públicos circunstanciales.
Pero de ahí a que se me considere un enemigo de las FF.AA, hay una gran distancia. Tengo la
insoslayable obligación de negar absolutamente tal afirmación, que pretende perjudicar mi
futuro político, colocándome en situación falsa e injusta ante la institución armada, muchos de
cuyos miembros me conocen y saben que amo a mi Patria, que he dado muestras de
patriotismo sea desde el Comité Pro Mar, la Junta de la Comunidad de Cochabamba, los
Clubes de Leones. Tal como tú conociste bien en el tiempo que desempeñaste la jefatura de
Estado Mayor de la Séptima División.
Estoicamente he soportado la humillación de mi apresamiento en las celdas del Servicio de
Seguridad, del Departamento de Orden Político, del destierro y de todo lo que trae aparejado el
castigo de estar fuera de la Patria que uno ama y por la que daría su vida, lejos de la familia y
del habitat propio.
Inmerecidamente estoy sufriendo privaciones, angustias, hambre. Pero lo que no acepto es
que se me tilde de antipatriota. Por lo cual, en aras de la amistad a la que un día hiciste alusión,
y pidiéndote pensar en tu condición de padre y esposo, te solicito que se me concreten los
cargos y se exhiban pruebas de las acusaciones generalizadas que motivan ésta carta.
Me resisto a creer que tu conozcas la verdad de todo este enredo y pienso, mejor dicho, quiero
pensar, que todo se debe a un error, a una falsa apreciación o a informaciones distorsionadas
que te hubieran hecho llegar.
Conoce el Embajador Padilla aquí en Buenos Aires, que no obstante las graves dificultades
con que tropieza todo desterrado para poder subsistir, en una nueva demostración de civismo,
me he resistido a escribir nada que, aunque verdadero, pudiera dañar aún más la imagen de
Bolivia, tan venida hoy a menos."
Como es de suponer ésta carta a García Meza desde Buenos Aires jamás tuvo respuesta. La
rutina en el destierro continuó, ahora sin el apoyo —al menos abierto y franco de antes— del
Embajador Padilla, como era de suponer.

Mi amigo el general Alfredo Ovando


Cuando me encontraba en la casa del embajador Padilla, de manera casual me encontré con el
general Alfredo Ovando, recién llegado a Buenos Aires de su prolongado exilio en Madrid.
Reconociéndonos mutuamente, allí acordamos encontrarnos en los días subsiguientes.
Después de dos tenidas con mi nuevo compañero en el destierro, el azar me convirtió en un
amigo de este militar afable que reconstruyó el Ejército boliviano después de la revolución de
1952.
La desgracia podía unir a dos personas tan diferentes. En fin, nos juntábamos para hablar de
generalidades, acto seguido continuaron durante mucho tiempo en agradable tertulia, siempre
dejando pendiente las ganas de continuar nuestras charlas.
El general Ovando había sido Presidente de la Junta de Gobierno junto al general de aviación
René Barrientos Ortuño después de derrocar el régimen de Víctor Paz Estenssoro. Luego
presidió las elecciones en las que René Barrientos salió ungido como Presidente Constitucional.
Posteriormente surgieron grandes discrepancias entre ambos militares por la forma de ser tan
diferente de ambos. Ovando era un hombre mayor, enjuto y parco de palabras, mientras que
Barrientos era más joven, todo un cochabambino valluno, locuaz y casi alocado por lo audaz.
Llegado a la presidencia, se rumoreaba que Barrientos había hecho lo imposible para alejar a
Ovando del Ejército y hasta del país.
Luego le había tocado el turno en la presidencia al general Ovando. Cuando Barrientos murió en
un controvertido accidente de helicóptero que más de uno achacaba a ese Tinino Rico Toro de
tristes recuerdos para mí, el general Ovando había comandado el golpe militar al vicepresidente

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Siles Salinas, quien había asumido la presidencia en forma constitucional.
Ahora el general Ovando se lamentaba:
—Aquí me tiene usted, Mauricio. De nuevo en el destierro y enfermo como me encuentro—, me
confiaba.
La desgracia podía unir a dos personas tan diferentes. En fin, seguimos hablando de
generalidades y quedamos los dos amigos de continuar nuestras charlas.
El general Ovando intentaba retornar a Bolivia de su largo exilio en España, cuando fue
detenido en el aeropuerto bonaerense de Ezeiza e impedido de continuar viaje. Su camarada
de armas y pariente, el general Padilla, le había dicho:
—Alfredo, es mejor para ti, por tu propia seguridad quédate en la Argentina. Yo te ofrezco la
casa y mientras tanto podremos hablar con García Meza y conseguir las suficientes garantías
para que puedas volver seguro a Bolivia.

Vaticinios de dos desterrados


Antes de tratarle y criarle aprecio, yo sentía admiración por el General Ovando. Primero por su
obstinada actuación para que se hiciera realidad la instalación de la fundición de estaño, contra
viento y marea, ante la negativa de los estadounidenses. Históricamente fue un acto de
patriotismo que nadie puede poner en duda.
Su otro gran mérito fue la nacionalización de la Bolivian Gulf que explotaba los yacimientos
bolivianos de petróleo con gran beneficio para los capitales norteamericanos. Fue casi un acto
heroico no sin poca injerencia de Marcelo Quiroga Santa Cruz, salido de la prisión a ser ungido
de Ministro de Minas e Hidrocarburos, que los buenos bolivianos aplaudieron sin retaceos, sin
saber que la empresa norteamericana fue resarcida con creces por esa medida de gran efecto
nacionalista.
—Los gringos nunca me perdonaron la jugada de instalar los hornos—, me había confesado en tono
confidente. —La campaña por desprestigiarme llegó muy lejos. Es más, todavía después de
tantos años, me siento perseguido y perjudicado.
Ovando estaba muy delgado.
—Tengo úlceras y me falta el apetito.
Tratábamos de caminar por las heladas calles de la zona central y nos sentábamos en los
cafés y conversábamos muchas horas y sobre muchos temas.
Una mañana muy temprano llamó el general Ovando al hotelito donde me hospedaba. Cuando
devolví la llamada, acordamos almorzar juntos sin demora.
—Me han prohibido regresar a Bolivia. Me han despojado de mi pasaporte, no tengo visa. Le he
pedido a mi mujer que venga y veremos entonces qué hacer.
¿Cree usted, general, que lo de Bolivia puede durar largo tiempo?
—Yo creo que sí, que esto tira para largo. Vea usted el caso de Lanza, lo han dejado colgado.
Se refería a Emilio Lanza, un inteligente y progresista oficial joven que fue dejado de lado en
el escalafón de ascensos y de quién nos ocuparemos más adelante.
—Además, se han cuidado mucho de preparar a cierta gente que ha tomado los mandos—, afirmó
el ex-presidente.
Ya en confianza, le hablé casi con vehemencia de la necesidad de producir un
pronunciamiento de todos los ex-presidentes, enjuiciando el momento actual en que el
prestigio de la nación boliviana estaba por los suelos, por la identificación del régimen con el
tráfico de cocaína.
Ovando respondió:
—Cree usted que ellos estarán de acuerdo? Nada se pierde con intentar un gran acuerdo, hay
que salvar el nombre de Bolivia.
—Es cierto—, dijo, —quizá ahora que todos los ex-mandatarios están fuera de Bolivia, se pueda

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hacer algo.
No sin razón, los del gobierno militar boliviano veían fantasmas por todas partes. Denunciaban
una conjura internacional, de que la salida de Ovando de España coincidía con el movimiento
de los ex-presidentes en Europa, en Venezuela, en Perú.
No estábamos muy lejos de lo que habría de suceder. Semanas después, muy temprano
compré el diario Clarín en su primera edición. Lidia Gueiler, todavía Presidente Constitucional
de Bolivia, había emitido una extensa declaración en Lima, Perú. El documento fue elaborado
en una reunión de representantes de los partidos políticos bolivianos y era un llamado a la
rebelión popular, incitando a la constitución de un frente de Liberación. Afirmaba que tanto Víctor
Paz Estenssoro, del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), como Hernán Siles
Suazo, de la Unidad Democrática y Popular (UDP), se integrarían al mismo.

Todos contra el dictador


La prensa de Brasil comenzaba a ocuparse más a menudo sobre mi país. Anunció a finales de
abril, una reunión del frente amplio de oposición a García Meza. Lidia Gueiler, Walter Guevara y
Hernán Siles Suazo se reunieron allí y estudiaron la situación boliviana para delinear un
inmediato curso de acción. No habían huelgas en Bolivia, pero se advertían síntomas de graves e
insalvables problemas que podían precipitar luchas fratricidas.
Los ex-mandatarios afirmaban que la orfandad de García Meza era total y se caracterizaba por
el aislamiento internacional, la carencia de apoyo interno, una total ausencia de soluciones a
los problemas nacionales, como ser la falta de productividad, la disminución alarmante del
poder adquisitivo de los salarios, la reducción de los mercados de consumo, el aumento del
contrabando debido a la corrupción y la deficiencia en los controles, la ineficiencia
administrativa.
Y un lacerante inciso: la participación oficial del gobierno militar en varias facetas del tráfico
de cocaína.
Los ex-presidentes afirmaban que no había una política internacional, ni programas económicos
para ampliar la base financiera. Más aún se daba un aumento de la deuda externa por
carencia del poder de amortización.
A los argumentos dados en el documento, yo mismo podría haber añadido: una falta total de
libertades, represión dentro y fuera de las Fuerzas Armadas, aumento desmesurado de los
gastos reservados y conculcación de la libertad de prensa con la rabiosa persecución a los
periodistas.
El documento estaba destinado a la gran opinión latinoamericana. En Bolivia misma no se
podían enterar del mensaje salvo clandestinamente, ya que la prensa local estaba amordazada.
Los efectos del referido documento no tardarían en dejarse advertir en las organizaciones
bolivianas. Pero en nuestro próximo encuentro hablamos de la obstinación del general García
Meza por quedarse en el poder.
—Ahora está instrumentando a los campesinos y luego a los clases del ejército. Se refería a los
estudiantes de la Escuela de Clases de Cochabamba, alrededor de mil soldados, para quedarse
en el Palacio Quemado.
Ovando me sugirió aquel día, escribir una carta a Carlos Rodrigo Lea Plaza, jefe de la sección G-
3 del Ejército, para dejar abierta la posibilidad del retorno.
La conversación volvía a girar en torno al Ejército.
—Hay algo que debe saber, Mauricio. El Ejército de tierra institucionalmente no está
comprometido con el tráfico de narcóticos. No puedo decir lo mismo de algunos de sus
miembros—, aseguraba el venerable anciano.
Entonces le corroboraba:
—Nunca he creído que así fuera, pero hay oficiales con mando de tropa y en puestos claves que sí

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están comprometidos y esto me preocupa y por ello urge una clarificación ante el mundo. Los
militares bolivianos no son pichicateros, le enfaticé.
Hablamos del general Cayoja, del general Añez, este último de quien pensaba Ovando que
podría ser un buen presidente, porque tenía una tendencia popular interesante.
Enterado el general Ovando de mi falta de trabajo y de sustento, se ofreció a conversar con el
general Paz Soldán, representante de Yacimientos Petrolíferos Fiscales Bolivianos (YPFB, la
empresa estatal del petróleo boliviano) en Buenos Aires, con quien iba a almorzar un día de
esos, promesa que quedaría sin cumplirse por el prematuro regreso del ex mandatario a La Paz.
La primera vez que tomé noticia de Suecia fue a través del general Ovando. El enjuto militar
se dejó caer en el Hotel Cambridge cuando yo aún dormía. Le abrí la puerta, todavía en pijamas:
—Al parecer su suerte está echada, me dijo.
Poco más tarde, sentados en el café, prosiguió:
—Por lo que me acabo de enterar, usted saldrá a Europa. Yo desearía que se fuera a Suecia, ya
que allí tengo unos compadres a los que he visitado y comprobado que viven bien.

Militares no gorilas
El martes 7 de julio de 1981 me puse en contacto con Emilio Lanza que se encontraba en
Argentina huyendo de la persecución de García Meza. Se había levantado en armas en mayo en
el CITE, el Centro de Instrucción de Tropas Especiales, de la poderosa Séptima División
Aerotransportada de Cochabamba. Acordamos una reunión para el día siguiente.
Ese miércoles 8 de julio, muy temprano en la Embajada de Bolivia situada en la céntrica
avenida Corrientes, me encontré sin proponérmelo con el embajador Padilla. Me recibió con
entusiasmo y de buenas a primeras me propone que trabaje con él, es decir en la embajada,
que tome a mi cargo las tareas de prensa.
Me aconsejó escribirle sin demora al Canciller boliviano y que le ofreciera mis servicios. Claro
está que agradecí la inesperada gentileza del Embajador, pero estaba muy lejos de ofrecer mis
servicios al dictador. Con todo, acordamos vernos de nuevo el día viernes y seguir
conversando.
Emilio Lanza me recibió en el hotelito donde se alojaba con sus oficiales camaradas de
destierro, situado a pocas cuadras donde yo mismo residía. Con Lanza estaban los mayores
Luis Iriarte (hijo del general oriundo de Tarata, en el valle cochabambino), y el chapaco Adel
Montero. Más tarde llegó el coronel Rolando Saravia que fuera ministro de Padilla, Carlos
Mena quién fuera Jefe de la Casa Militar primero y más tarde ministro del interior del
Gobierno de Natusch Busch que duró 15 dias. Finalmente, luego se nos acopló el coronel
Maldonado, quien resultara perseguido luego de levantarse contra García Meza a la cabeza de
los cadetes del Colegio Militar.
En el calor de la charla, alguien habló por teléfono con el general Raúl Ramallo.
Inmediatamente se me propuso presentar un esquema de gobierno alternativo al de García
Meza, claro está como sugerencia periodística, que podría resultar muy interesante —dijeron—
puesto que me informaron que el Estado Mayor clandestino del ejército boliviano sesionaría
en Buenos Aires.
En los próximos dos días, para sorpresa mía me encuentro con nuevos oficiales bolivianos, entre
ellos, los hermanos Galindo, quienes se decía que habían venido a Buenos Aires para planificar
el retorno a Bolivia del coronel Lanza. En algún momento, Lalo Galindo me dijo que “parecía
inevitable un baño de sangre promovido por la mafia de los “narcos”.
Eduardo y Fernando Galindo habían estado de acuerdo en un principio con el golpe de García
Meza. Se habían desilusionado cuando vieron como se empezó a manejar el país. Lo que les
puso en alerta fué el famoso negocio de las piedras semipreciosas de La Gaiba, una preciosa
laguna ubicada en el Pantanal fronterizo con el Brasil, donde las antiguas afloraciones

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geológicas del Macizo Brasileño habían concentrado espléndidos bolsones de piedras
semipreciosas. Los tres miembros del Estado Mayor golpista presidido por el general García
Meza se habían hecho conceder una inmensa propiedad donde se encontraban los filones,
habiéndola puesto a sus nombres, cual si se tratase de una propiedad privada.
Usando el número que yo mismo le di, Lalo Galindo llamó por teléfono al Embajador Padilla,
a quien ese mismo día había quedado yo de entrevistar. Testigo cercano de la conversación, al
parecer el viejo general le reprochó porqué se había alzando en armas acompañando a Emilio
Lanza, y escuché la escueta respuesta de Galindo:
—“Por el asunto de La Gaiba, Mi General".
Pocos días después, el grupo de los quince oficiales rebeldes llamados “los quiteños” por cuanto
su primer exilio fué en el Ecuador, fue retornando a Bolivia en forma clandestina en grupos
de dos y de tres para continuar con la rebelión, esta vez mejor organizados y mejor planeada la
toma del poder. Varios de ellos escribieron sendos relatos. “Mayo y después” tituló Emilio
Lanza su libro producido con su hija Cecilia y que alcanzó gran difusión.

El general Emilio Lanza Armaza


Una de las primeras cosas que hice al llegar a Cochabamba, por encargo de mi padre, fue
visitar al general Emilio Lanza Armaza. Este había sido el paladín de una oficialidad joven
contraria a la toma del poder por un gobierno militar como el de Luis García Meza.
Me encontré con un hombre de estatura pequeña, cara de querubín y determinación de hierro.
Emprendedor, era el próspero pionero de las agencias de seguridad privada que ahora
abundaban en las ciudades bolivianas.
No sé si el éxito empresarial y la prosperidad material conllevan dosis extra de tensión, pero
el general Emilio Lanza, salido indemne de conspiraciones y alzamientos, había sufrido hacía
poco una crisis cardíaca. Llevado de urgencia al hospital militar de Cochabamba, que se
supone uno de los mejores servicios médicos para los uniformados, había sido tratado con
displicencia casi negligente por un cardiólogo que no supo interpretar el cardiograma. Apenas
le salvaron llevándolo de emergencia a una clínica privada.
Pregunté a un general retirado:
—¿A qué atribuyes semejante error humano en el tratamiento del general Lanza?
—Bueno, respondió, —las Fuerzas Armadas de Bolivia son tan parte del país como cualquier otra
institución. Si las ambiciones materiales y la corrupción han construido estructuras de exacción
en otros estamentos de la sociedad como la Policía Nacional y la clase política, ¿por qué los
militares habrían de estar al margen? Aparte de que los presupuestos son exiguos, los mandos
castrenses succionan lo que pueden para enriquecerse mientras duran sus gestiones. El
resultado es que los servicios para los militares —entre ellos sus médicos y hospitales—, son
malos, con profesionales a medio cocinar y equipamiento obsoleto.
Gotemburgo, junio de 2000, Arturo Aira.

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Capítulo Sexto

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Buscando empleo en Buenos Aires
El interés en el tema de las casas prefabricadas, que siempre había manifestado en Bolivia, me
valió como vínculo para relacionarme con Alberto Suppa. Este fue un verdadero amigo,
generoso y gentil, que me brindó su casa en Mar del Plata y muchas veces su hospitalidad en
Buenos Aires.
En las oficinas de su firma en la calle Rodríguez Peña puso a mi disposición un escritorio muy
elegante, con una buena máquina de escribir. Eso hizo que me transforme en otro hombre,
que tenía confianza en sí mismo y veía las cosas con una gran claridad.
Así me agarró el Domingo de Ramos, que pasé enfrascado en la lectura. Un día de descanso de
una comida y por la tarde, mirando distraídamente la televisión. También fue un día de oración y
de retoma de energías.
El día después de Pascua, armado de renovado optimismo, me lancé a la conquista de Buenos
Aires.
—Me conseguiré un buen trabajo, ¿por qué no hacer como los demás? ¿A qué santo estar
pasando tantos padecimientos? —, pensaba con determinación.
En la tarde del domingo había recortado nueve anuncios de la sección comercial del periódico
Clarín. Me parecieron los más apropiados para mis conocimientos y aptitudes.
El lunes, cuando llegué a la dirección de “Prestigioso Banco Internacional seleccionará
Cajeros, Cuenta correntistas. Dactilógrafas, Empleados Contables.... con conocimientos de
inglés”, la cola de quienes esperan la entrevista era de 80 metros, la mayoría gente joven, muy
bien vestidos, con aspecto de atletas o modelos de vestir. Me di la media vuelta, desalentado.
El segundo aviso era de una Cooperativa de consumo. Entre las condiciones obligatorias, se
exigía de los postulantes tener el servicio militar completo y ser ciudadano argentino. Ni para
qué intentar.
El tercer anuncio, vendedor de ferretería, pedía documento de residencia legal.
La cuarta opción requería un vehículo propio y un teléfono para vender helados.
Por fin el quinto me dio la chance a una entrevista con una muchacha encargada de la
selección. La desatinada tenía tan poco criterio que empezó por criticar la edad:
—Aquí necesitamos jóvenes, dijo.
Le discutí:
—El anuncio no habla de edades.
—Es evidente, pero aquí en esta firma inmobiliaria hay que moverse mucho y estar siempre de
un sitio a otro, un hombre como usted, mayor de 40 años, no nos sirve.
Y así agoté las nueve opciones. Tanto rechazo por motivos tan diversos terminaron agotando
el entusiasmo inicial con que había empezado el día lleno de energía.
Deambulando por la city porteña, encontré un gran letrero "Dun & Bradstreet", sucursal
principal.
Esta es la mía, me dije a mí mismo y entré resuelto:
—Deseo hablar con el jefe de personal.
La recepcionista me miró de pies a cabeza e insistió cortésmente:
—Es que debemos anunciarle con el objeto de su visita, si nos hace el favor.
—Pues mire, yo trabajé en Bolivia como corresponsal de Dun & Bradstreet y quiero saber si
puedo ofrecer mis conocimientos y contactos en este ramo.
Demoraron algo en la consulta. Luego retornó la señora:
—El jefe le pide llenar aquí este formulario y dejar su teléfono para llamarle y acordar una
entrevista.
Ahí mismo me puse a llenar el tal formulario. Después de las generales y del espacio
destinado a experiencias anteriores en similar empleo, escribí una nota marginal:

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“En Bolivia me desempeñé como el corresponsal 99 y mi jurisdicción fue la comprendida entre
Cochabamba, Santa Cruz y Tarija. Trabajé 3 años y dejé la corresponsalía para asumir una
alta responsabilidad como Coordinador Administrativo de la Comuna.”
Luego entregué el formulario y esperé allí mismo. Vino otro funcionario y me formuló
preguntas directas. A cuánto ascendían mis ventas en Bolivia, qué sectores eran de mi
preferencia, si había realizado trabajo en la calle, etcétera.
Me pidió volver el próximo lunes con mi documentación, incluyendo la autorización de residencia
en Argentina. Naturalmente que no volví más y así borré el capítulo de un empleo en Buenos
Aires. La triste realidad del deportado: no se puede trabajar, al menos no en forma legal.

Una carta desesperada


Mi amigo Alberto Suppa me había presentado por entonces a un generoso Ángel del Guercio,
quien me brindó el uso de una pequeña oficina en la esquina de las calles Callao y Corrientes,
piso 18.
Pensé entonces en montar una representación de lo que fuera. Allí había instalados una
máquina de escribir, un teléfono y un buen escritorio que este ángel de la solidaridad había
puesto a mi disposición, diciéndome:
—Haga usted uso de estos trastes cuanto necesite, yo comprendo muy bien su situación, porque
yo mismo fui locutor de radio, director de radioemisora y llegué a ser director nacional de la
radio argentina.
En efecto, habían una serie de coincidencias entre Ángel del Guercio y yo, que propiciaron, casi
de inmediato, una amistad que por las circunstancias se fue profundizando y ahondando en
forma extraordinaria.
El edificio era uno de los edificios más altos de la urbe. Pese a la niebla la visibilidad permitía
divisar la calle Corrientes en su enorme extensión, con sus seis carriles de circulación a ocho
cuadras del Obelisco en sentido contrario al hotel Cambridge donde me alojaba. Se podía ver
prácticamente todo el mini-centro, los edificios oficiales de la Marina, la zona de Retiro y el
gran tráfico que se embotellaba en la confluencia de las avenidas 9 de Julio, Cerrito y Carlos
Pellegrini.
Se podía afirmar que hasta ahora no había tenido uno de verdadera felicidad en estos noventa
días que ya había pasado en esta ciudad, que por la llegada del invierno comenzaba a ser cada
día más fría y húmeda. Se sucedían los días nublados y con humedad rayana en el centenar.
En ese ambiente de niebla, frío y humedad decidí escribir otra carta al Alto Comisionado de las
Naciones Unidas para los Refugiados:
Buenos Aires, 12 de mayo de 1981.
Asunto: Mi situación de ilegalidad.
Dignísimo señor:
Por intermedio de este oficio, me es grato dirigirme a usted, no obstante no haber tenido
respuesta alguna a mi primera carta enviada a esa oficina en fecha 06.04.81 solicitando la
reagrupación familiar. Hoy escribo con la finalidad de reiterar un aspecto vital de la referida
carta.
Dentro de algunas horas, esto es el 12.05.81, vence el plazo de 90 días que se me concedió al
ingresar a este país en calidad de exiliado el 12.02.81. Esta circunstancia me coloca en
situación ilegal, tornando aún más difícil mi estancia precaria en ésta ciudad.
Jurídicamente entiendo que Naciones Unidas, asume la plenitud de la protección legal, y que el
cartón azul que me ha sido entregado en fecha 06.03.81 servirá en su caso para explicar esta
involuntaria y forzada violación al art. 66 de la Ley de Inmigración de la República Argentina.
No deseo ocupar mayormente su precioso tiempo, más ¿ a qué otra autoridad podemos
apelar que no sea el Alto Comisionado en busca de comprensión y ayuda?

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Por ello pido a usted acelerar mi solicitud de reagrupación familiar ratificando el contenido
anterior y agregando que se estudie la forma de mejorar la asistencia económica por demás
insuficiente que se nos otorga de nueve dólares por día, para subvenir absolutamente a todas
nuestras necesidades, y tomando en cuenta la imposibilidad de otros ingresos por la
prohibición de trabajar en el país del exilio.
Las privaciones y la austeridad no pueden exceder el estricto marco de la decencia y
supervivencia.
Saludo a Vd. Atte.
Por aquellos días había hecho buenas relaciones con la familia Suppa, cuyo titular, Ricardo,
vivía en Mar del Plata y se dejaba caer un par de días a la semana en Buenos Aires.
Ricardo había expresado verdadera voluntad de cooperarme en forma efectiva, de modo que
inclusive me pareció adecuado sugerirle si podría invitar al General Ovando a una cena, lo que
aceptó encantado y nos fuimos a un asador de calle Florida. Tan molesto se sintió el General por
su enfermedad, que no pudo degustar el sabroso asado de ternera que nos sirvieron.
La fecha de los 90 días en que ingresaba al mundillo de la ilegalidad fue simultánea al cierre
de la oficina de Suppa en la calle Rodríguez Peña, donde había pasado una buena parte de este
tiempo ayudándoles en sus menesteres.
Me despedí de Ricardo, Carlos Pastor y Alfredo Greiger con una copa de vino.
Suppa se portó admirablemente:
—Has realizado un buen trabajo, atendiendo a los clientes y las llamadas telefónicas en forma
impecable. Quiero recompensarte, aunque lejos de como tú te mereces.
Me entregó 150 dólares y me invitó a pasar una semana con su familia en su casa de Mar del
Plata. El día 29 de mayo se produjo el viaje por carretera a la ciudad balneario de Mar del
Plata, que duró 4 horas.

El Balneario de Mar del Plata


Durante el viaje comentábamos del ambiente político argentino, donde se advertía una gran
pugna entre sectores castrenses. El general Galtieri contra el general Viola. Viola contra
Galtieri, entre la dureza y tozudez del primero y la apertura democrática del segundo.
Los sectores opositores al grupo de los secuestradores del poder público, querían advertir de
un nuevo equipo detrás del gobierno de Galtieri, lo cual se pensaba que precipitaría una crisis
en el sector económico del "proceso", y se ahondarían las contradicciones.
Lo que en verdad se advertía era un vacío de poder o lo que en Bolivia se llama "la orfandad
del régimen" y su separación o distanciamiento del pueblo argentino.
El viento soplaba con fuerza a lo largo de un inmenso Océano Atlántico en esta ciudad de
500 mil habitantes, pero que a la hora de nuestra llegada no aparecían por ningún sitio, quizá
porque era fuera de la temporada veraniega, cuando el atractivo de las playas duplicaba la
población con muchedumbres de porteños.
La hospitalidad de los Suppa fue exquisita: la esposa, las hijas, la parentela, todo era bondad y
afecto conmigo. Tal vez por eso, después de mucho tiempo sentí una gran seguridad interior
y dormí plácidamente muchas horas.
Conocí allí a un pariente de Ricardo, de nombre Juan Suppa, viejo periodista y experimentado
hombre de mundo. Con alguna ironía no exenta de cinismo, Juan se auto definía como profesor
de cosas inútiles, como la bondad, la fe, la confianza y otras virtudes.
Además de conversar con el viejo periodista y conocer reveladores hechos de la historia de
Juan Perón, el gran reformador argentino, ocupé mis horas con sendas lecturas.

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Juan Manuel de Rosas y la Mazorca
Sin lograr esa paz interior que se requiere para avanzar en el terreno espiritual, me
concentraba en leer ya que así mis penas, mi soledad y aislamiento se trasladaban a un
segundo plano.
En Mar del Plata, con el trasfondo de fríos vientos antárticos, gran humedad y bajísimas
temperaturas, me causó verdadero deleite volver a leer Amalia, una novela patriótica de José
Mármol publicada en 1855, que relata los tiempos del dictador Juan Manuel de Rosas.
La novela comienza un 4 de mayo de 1840 y se desarrolla en Buenos Aires, lo que ayuda a
comprender una serie de hechos históricos en los mismos escenarios en que me desplazaba allí
hoy día, ciento cuarenta y un años después, donde tanto nombre de calles y plazas se debían al
Alto Peru, a mi Bolivia, y a la Guerra de la Independencia. Remembranzas de batallas en
Suipacha, Florida, Maipú, y mil nombres de patriotas especialmente altoperuanos.
La lectura de Amalia evoca acontecimientos que se suceden hoy como ayer cuando los
dictadores tratan de conculcar los derechos ciudadanos. Durante la tiranía de Rosas, no sólo que
eran perseguidos y asesinados los unitarios, o sea los opuestos políticamente a Rosas, sino los
ciudadanos que no le eran obsecuentes.
Entre estos, los que tenían algún valor y por tanto eran envidiados, eran sujetos de la intriga,
de las mal querencias frente al tirano y su aparato represivo. Este último recibió el nombre de
la “mazorca” que no viene etimológicamente de aquella espiga de maíz densa y apretada, sino de
dos palabras: "más y horca", o sea más gente a la muerte por ahorcamiento, que al parecer
era el sistema favorito de Rosas.
Parte del poder lo formaban, ayer como hoy, los amarillos sin ideología ni doctrina alguna: los
allegados, los oportunistas, los familiares, los delatores, los sirvientes, y los desocupados.
También la gente “queda-bien”, esa que no deseaba comprometerse y que cerraba los ojos a la
injusticia y al deshonor.
Fue en la soledad rodeada de gentes cordiales y la frialdad de un Mar del Plata fuera de
estación que me renació la idea de escribir un día una novela política. Una que mostrase a la luz
del día, como un “oasis de paz y bienestar” —como llamaban los militares argentinos al país que
administraban ilegítimamente— donde en verdad se vivía un drama humano insalvable por la
falta de libertades, que remarcase que no todo lo que brilla es oro.

Cadena de infortunios
Me estremecía con el recuerdo de la lectura de Amalia, aparte de sentir un frío mortal durante
nuestro retorno, mirando los campos inmensos de la pampa húmeda y las haciendas
fascinantes en el largo camino de 400 kilómetros hacia la capital porteña.
En Buenos Aires la gente vivía febrilmente a raíz de las medidas económicas que acababa de
asumir el Gobierno: un 30% de reajuste en el dólar, la vigencia de controles en el tipo de
cambio, nuevas regulaciones para disminuir las importaciones, el fomento de la exportación.
Aparte, claro, del congelamiento de los sueldos y salarios y ciertas liberalidades para el juego
de precios en los comestibles. O sea, mayor angustia y hambre para los que no tienen mucho y
felicidad para los que tienen más.
La economía de la Argentina se encontraba paralizada. Las protestas y lamentaciones se
daban en todas partes. Los impuestos habían subido varias veces, los servicios se habían
encarecido. Como los de arriba ajustan a los de abajo, la consecuencia inmediata era que los
salarios no alcanzaban para nada, los comerciantes no vendían, no pagaban sus deudas a los
bancos y estos iniciaban acciones legales por miles, dentro de una insolvencia colectiva del
país.

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Fue un entorno sombrío para una cadena de infortunios.
Primero, el compañero transandino de habitación se había marchado dejándome deudas a
pagar, ya que le había garantizado ante la administración del hotel. Tuve que pagar igualmente
por las dos camas hasta lograr mi traslado a una habitación más barata, buscando siempre la
mejor opción de que ya estuviera habitada por alguien dispuesto a compartir la renta.
Más luego conocí a un personaje oriundo de la provincia argentina de Mendoza, con quien
algunas veces había dejado de comer para compartir con él mis limitados recursos, en el
entendido de que ayudar a quien necesitaba aún más valía la pena privarse uno mismo de la
comida.
Hablando por teléfono desde el hotel, no percibí que el tal falsario estaba oyendo la
conversación. Mi interlocutora era una dama, hija de boliviana, con la que tenía una relación de
amistad y que me invitaba a su domicilio.
Ni me di cuenta de que la dirección de mi amiga fue copiada también por el mendocino, que
luego se llegó a la casa cuando yo ya había terminado una cordial visita. El charlatán dio fin
con la bebida que estaba sobre la mesa, de la cual yo mismo había tomado discretamente dos
centímetros.
Muchas semanas después, debido a una casualidad, supe por una tercera persona que el
mendocino, deseoso de congraciarse con la boliviana, me culpó de haberme bebido toda la
botella. Para peor, aseguró a la amiga boliviana que tal conducta era señal de mi dependencia
del alcohol y que no valía la pena intentar nada en mi favor.
Otro mal recuerdo de mis penurias bonaerenses se lo debí a un compatriota. El general Ovando
y yo conversábamos animadamente en el café Gloria de Suipacha y Corrientes frente a una
gran vitrina que daba a la gran avenida, en aquella hora de la mañana en que es tan concurrida
de un gentío cosmopolita.
De pronto nos saludó desde afuera uno que anunció que deseaba hablar con nosotros.
Se nos presentó:
—Me llamo Eduardo Duchen, soy boliviano. Aquí el señor Aira me conoce mucho. Estoy en
condiciones de cooperar con ustedes aún económicamente y sacarlos de las dificultades que
están pasando. Déjenme cumplir este acto patriótico, ya que debemos terminar con la tiranía
de García Meza. Yo quiero invitarlos a almorzar para seguir conversando.
Claro está, el viejo general y yo nos miramos perplejos e incrédulos el uno al otro, pero nos
dejamos llevar y casi mecánicamente acordamos una hora y un lugar determinado para la cita
con el generoso paisano.
Estuvimos en el lugar de la cita una y dos horas. El personaje no llegó.
El general Ovando reflexionó:
—De estos incidentes está plagada la vida pública del hombre boliviano. Como quien dice, ya
estoy acostumbrado a que me tomen el pelo.
Por mi parte, me decía a mí mismo:
—Cómo pude ser tan ingenuo y creer en tal charlatán. Esta es la gente que hace perder la fe en la
humanidad. Debo aprender a no creer en desconocidos. Luego recordé que a este Duchen lo
había conocido en Potosí muchos años atrás.
Otra joya de mi corona de espinas se la debí a un garzón. En los bajos del hotel funcionaba un
bar-café al que regularmente acudía, para servirme un desayuno frugal. Había allí un garzón,
flaco, desdentado y calvo, de no menos de 60 años.
El dueño del establecimiento había comprendido mi situación y ordenado que se me diera
crédito siempre que lo necesitara. Muchas veces no estaba en condiciones de dejar alguna
propina.
Un día llegué un poquitín tarde y pedí un emparedado de chorizo y mostaza. El garzón me dijo
de sopetón que no había, que la cocina estaba cerrada. Entonces hablé con el propietario para
ver si me podían servir otra cosa.

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Este le ordenó al garzón:
—Es muy temprano para cerrar, de modo que prepárele al señor el emparedado que pidió.
Después de unos minutos, el bellaco trajo el plato a desgana. Hambriento, empecé a comer,
pero el tal chorizo sabía mal y tuve que dejarlo a medias sin saber porqué. Tomé el café y salí.
Tres días después, cuando llegué de nuevo, salió el propietario:
—Señor Aira, quiero pedirle disculpas. Tuve que echar al garzón, que puso en el emparedado un
escupitajo y se lo sirvió a usted. Luego me enteré que había hecho lo mismo con otros clientes.
Más tarde sentí náuseas y vomité sin remedio. No volví más a aquel café.
No podía quedar al margen una mala pasada de un porteño. Estaba ocasionalmente en el Hotel
Bauen, en la esquina de Callao y Santa Fe. Muy contento porque había recibido unos cuantos
dólares por primera vez de su esposa y hacía muchos días que no había tenido una verdadera
comida, me había dicho:
—Hoy comeré bien y me tomaré un buen trago, me había prometido casi con rubor.
Estaba pues en el bar, donde antes había conocido a un muchacho de Salta, que había estado en
Bolivia concursando en una competencia de barmans o preparadores de bebidas. Habíamos
hecho buenas migas charlando amenamente de conocidos comunes en Bolivia y el barman
salteño me había dicho:
—Pase usted, señor, cuando guste, que le invitaré un preparado especial que le va a gustar.
Heme aquí que entonces pagué mi primer trago y recibí otro más fino y más caro, una
invitación del barman.
Toda nuestra conversación fue seguida por un joven de unos 25 años, quien luego se presentó
como empleado bancario y nos dijo que vivía en el hotel.
Poco después aventuré:
Me gustaría visitar un lugar de diversión. He pasado días tan amargos, que necesito una expansión.
El supuesto ejecutivo bancario intervino:
—No faltaba más, yo conozco todos los sitios de Buenos Aires y lo llevo donde usted pueda
sentirse bien, verá usted. Permítame ir a buscar el paletó.
El hombre no tardó en volver y salimos a la avenida, donde el porteño hizo detener un taxi que
insistió en pagar.
Luego descendimos en un club nocturno donde mi acompañante se adelantó en entrar,
dejándome en segundo plano.
Tomamos asiento y en voz baja, de entrada le dije al porteño:
—Mira, yo no tengo mucho dinero de modo que pide tú, que conoces, y la cuenta la dividiremos
en dos.
El acompañante protestó:
—El dinero no tiene importancia, aquí se trata de agasajarle y brindarle un buen momento.
—¡Mozo!, levantó la voz, —traiga una botella de vino blanco.
Luego empezó el espectáculo, bastante bueno por otra parte. Casi al mismo tiempo, se
acercaron dos damas a la mesa y el argentino pidió dos copas más.
Entonces en voz baja, obrando muy sagazmente y prudente, le alcancé un billete de veinte
dólares y le dije:
—Paga tú la cuenta, que esto es todo lo que tengo.
El jolgorio continuó, el vino se terminó, las damas se retiraron, el baile llegó a su fin. El argentino
se excusó para ir al baño y no apareció más.
El garzón esperaba por el pago:
—Señor, que vamos a cerrar.
—Yo espero por mi acompañante que es quien pidió el consumo.
Los servidores esperaron y el solitario cliente también. Finalmente el acompañante no llegó,
se había mandado a mudar sin pagar la cuenta y llevándose todo el dinero que por debajo de
la mesa le había entregado para pagar el consumo.

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Cartas de La Paz
—¡Señor, al fin una buena noticia! —, exclamé emocionado cuando por teléfono me informaron
que una funcionaría de Naciones Unidas había traído cartas de Bolivia, cigarrillos y cuarenta
dólares.
Como eran las primeras cartas que recibía de mi familia, me parecían de un valor
extraordinario, la cura para vencer la angustia que estaba pasando. No hubo mejor bálsamo
que este baño de ternura y cariño en que me sumí con la lectura, un y otra vez, empezando por
la carta del más chico de mis hijos.
Joaquín, de 7 años, escribió:
“Te mando este dólar, querido papá, para que te compres chocolates. Estoy aprendiendo a
leer. Papá, te felicito por el día del papá. Mi profesor es muy bueno y me enseña a escribir.
Te mando besos, tu hijo".
Respetando su redacción, era propia de quien está aprendiendo las primeras letras, y tenía gran
claridad en el contenido.
La segunda misiva era de María Luisita, de 9 años de edad:
“Querido papito:
Te extraño mucho y pienso que volverás muy pronto. Los dos meses que he estado en el
colegio me he sacado buenas calificaciones.
Si has conseguido un trabajo te deseo suerte para que te paguen bien. Pero si no has
conseguido un trabajo también te deseo suerte para que lo consigas.
El jueves 19 de marzo es el día del padre y deseo que pases un día feliz y también te felicito
de mi parte.
A mi mamá le regalaron un poco de leche en polvo. Ahora mi mamá no tiene que pasar el
trabajo de llevarnos ni de recogernos del colegio, yo me voy con mis hermanos y también me
vuelvo con ellos.
Deseo que estés bien. Papito querido te mando muchos besos y abrazos.
Tu hija que te quiere mucho, María Luisa”
Luego la carta de Mauricito, que tenía entonces 13 años:
“Querido papá:
Perdóname por no haberte escrito antes pero tú, sabes que no me gusta escribir mucho,
pero antes que nada quiero felicitarte por el día del padre, yo quisiera hacerlo en persona o
por teléfono pero no es posible. Te extraño mucho.
Quiero contarte que me entregaron mi libreta y tuve algunos cincos, mis amigos son muy
buenos y mis profesores justos especialmente el de ciencias que me tiene muy buena voluntad.
Esperamos que vuelvas pronto, pero si no es posible cuando ahorremos para el pasaje,
estaremos todos juntos.
Tu hijo que te quiere mucho, Mauricio "
La cuarta misiva estaba suscrita por mi hijo de 15 años, Arturo:
"Querido papá:
Espero que te encuentre bien de salud, nosotros acá preocupados principalmente por vos.
Nuestra situación no anda bien.
Te cuento que empecé bien el colegio. Es un curso muy difícil, sin embargo estoy rindiendo
al máximo.
En la televisión, el 16 de marzo pasaron una película de los indios de Tarabuco con tu voz
como relator y nos emocionó escucharte, también leímos un artículo tuyo en Presencia sobre
Turismo, mi madre te mandó el recorte de toda una página. Mi mamá está tratando de
conseguir un empleo en el Banco del Estado.
Me nombraron vicepresidente del curso, no fuí presidente porque ya había sido el año

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anterior.
Después de lo ocurrido contigo papá YA NO QUIERO SER MILITAR. HE CAMBIADO
DE OPINION. ELLOS NO CUMPLEN LA ORDEN DE DIOS DE -NO MATARAS- VOY A
ELEGIR CUALQUIER OTRA COSA. MENOS LA CARRERA DE LAS ARMAS.
No puedo decirte todo lo que pienso de los militares ni sobre las cosas que pasan en el país,
porque revisan todas las cartas, una de las que tu mandaste, llegó abierta. Hasta ahora hemos
recibido dos, una que enviaste desde el avión y otra ya desde Buenos Aires.
Bueno querido papá. Me despido cariñosamente. Tu hijo que desea volverte a ver al igual
que mamá y todos mis hermanos. Te extrañamos muchísimo, ve la posibilidad que hay de
irnos allá o tal vez a otro país. Te deseo felicidades”
Las lágrimas caían pesadamente por mi rostro prematuramente envejecido, era un hombre
hecho prisionero y arrojado de mi patria, había logrado la protección de las Naciones Unidas,
una de cuyas funcionarías me trajo después de dos meses las primeras cartas de mis seres
queridos.
Después vino la serenidad y me sentía desahogado. Había encontrado la paz que necesitaba.
Empecé a pensar en las pequeñas cosas de las que depende la felicidad: unas pocas frases,
unos rasgos escritos y las almas se pueden acercar en el tiempo y la distancia.

Un radialista en las minas


Al morir su padre, mi viejo fue a dar a otra casa religiosa, la de los Salesianos, esta vez en
Sucre.
En esta noble ciudad se fundó la República de Bolivia en 1825 y se proclamó solemnemente la
Independencia, que sin embargo no nos liberó sino de España, en todo caso formalmente, ya
que poco a poco nuestra República se fue atando a una otra dependencia de los grandes
capitales.
Llegó a ser inscrito como alumno del internado Don Bosco, donde permaneció seis largos años
de su vida, en medio de imborrables recuerdos que algún día se proponía escribir, nos
anunciaba solemnemente.
Luego, al empezar su vida profesional, fue en la población minera de Siglo XX que convivió
cinco años con los religiosos Oblatos (consagrados) de María Inmaculada del Canadá. Le
abrieron su corazón y le consideraban casi un religioso, contaba, orgulloso, mi padre.
—Más nunca recibí orden eclesial alguna, ni formulé ninguna promesa—, nos aclaraba.
Era un hermano sin hábito, un militante de la Iglesia por vocación y voluntad. Las
circunstancias le convirtieron en un abanderado de la Iglesia Católica, en un centro minero
entonces muy controvertido por la presencia de un obrerismo ateo, prevenido contra toda
idea religiosa, adverso a toda idea espiritual, que confundía dominación con el imperialismo
norteamericano.
En Siglo XX se vivió una vida intensa. Se fundó y desarrolló una verdadera escuela de
comunicación con la Radio Pío XII, al grado de marcar una época en la historia de la
comunicación social de Bolivia y de constituirse en un hito de la radiodifusión nacional. Se
editaron dos revistas muy modestas que estuvieron bajo la responsabilidad de mi padre.
Es difícil imaginar que en un centro minero haya sido posible instalar una emisora radial de
la capacidad técnica de Radio Pió XII y con programas de la calidad artística y pedagógica que
fueron la característica distintiva de ésta.
Aparte de constituir un excelente medio de formación e información para todos los habitantes
del Siglo XX y del resto del país, esta emisora logró con éxito extraordinario crear una sana
alegría y esparcimiento con sus programas vivos especialmente los días domingos.
Fue un trabajo tesonero, constante, que seguramente los auditores no lograban ver, pero que
silenciosamente se llevó a cabo día tras día por directores artísticos, libretistas de radioteatro y
productores de programas que fueron los ejecutores de aquel éxito tan notorio que se

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constituyó en motivo de admiración y aplauso en todo el país.
En sus libretas de apuntes, mi padre había escrito:
“¿La causa de su existencia? Emisoras Pío XII representa la expresión de libertad en un
ambiente hasta hace poco unilateral. Tiene por misión penetrar en el socavón, en el hogar
minero, con la verdad, la fe, el amor y la alegría. Su obra pretende ser constructiva, evitando
polémicas estériles y renunciando a lo mezquino.
Luego se escribiría más de un libro tratando de interpretar el significado de la radio católica
en los grandes centros mineros de Bolivia. Uno de esos libros, intitulado Radio Pío XII, una
mina de coraje, contiene apreciaciones distorsionadas de esa primera época, brillante en
muchos sentidos, pretendiendo distorsionar el rol que le correspondió al trío de sacerdotes
Lyno Granier, Marcelo Grondin y Santiago Gelinas cuando abrieron la ruta para tiempos de
libertad armados de su fe cristiana, vocación sacerdotal, no exentos de misticismo católico, que
para algunos era inexplicable como toda obra de Dios.
Mi padre dejaría la Radio Pío XII al concluir su misión en la Parroquia de Siglo XX el
sacerdote Lyno Granier, cinco años después de que fuera reorientado todo el trabajo
apostólico de la emisora. Fue contratado por la Corporación Minera de Bolivia (COMIBOL),
como Jefe de Relaciones Públicas en la oficina central de La Paz.
Gotemburgo, junio de 2000, Arturo Aira.

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Capítulo Séptimo

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Adiós a Buenos Aires
Recibí los billetes de avión y algunos dólares de Naciones Unidas y me dispuse a empacar mis
escasas pertenencias. Especialmente los libros que había ido comprando poco a poco y los
recortes de prensa, ya que abrigaba entonces la esperanza de que podrían servirme un día para
escribir la crónica de un régimen que me había desarraigado para siempre de mi patria. Un
gobierno militar que prometió quedarse en el poder cien años y sucumbió a los diez meses por
su propia incapacidad e inmoralidad.
Aquel día fue precedido por ciertos trámites ante el Ministerio de Inmigración, gestión que
realicé en compañía de un funcionario del Alto Comisionado. Todavía se podía esperar lo peor:
que alguna autoridad argentina ordenara mi detención, o que me detuviera algún grupo de
paramilitares. Ya el teléfono del hotel en que me hospedaba estaba siendo controlado y en
dos ocasiones diferentes, agentes civiles del Gobierno habían estado indagando por las
actividades del periodista boliviano. Todo parecía indicar que la estancia en Buenos Aires se
estaba tornando peligrosa, que me estaba acercando a la zona roja, a perder mi libertad
nuevamente.
Por la noche y por consejo de los funcionarios del ACNUR, me mudé de hotel y traté de
conciliar el sueño no sin antes tomar un buen baño de agua caliente. A la mañana siguiente,
muy temprano, se anunció en el Hotel Bauen de la avenida Callao una pareja de jóvenes
voluntarios de Derechos Humanos, que tenían la misión de acompañarme hasta el aeropuerto.
El enorme avión de Lufthansa tomó a bordo a un agobiado periodista, que en lugar de volver a
su patria, Bolivia, se alejaba al cabo de ciento ochenta días desde que fue expulsado, rumbo a
Río de Janeiro, primera etapa de un larguísimo vuelo que duraría treinta y siete horas.
Mientras sobrevolaba la inmensa ciudad de doce millones de habitantes, pensaba que los
versos de aquel tango cantado mil veces por Carlos Gardel: "mi Buenos Aires querido, cuando
yo te vuelva a ver, no habrán más penas ni olvidos" que quizá un día podría convertirse en
realidad. Pero por el momento no quedaba más que musitar: "adiós, Buenos Aires, adiós a los
días de hambre, temor, soledad y desesperanza ". Abajo del avión, miles de luces se iban
perdiendo ante la vista, a tiempo que el vuelo 503 de la empresa de bandera alemana tomaba
la altura de crucero.
Me marchaba con la alegría desbordante de encontrar muy pronto a mis seres queridos, a la par
que descorazonado por no haber logrado un mínimo apoyo del gremio periodístico argentino.
Los sindicatos estaban todos de ala caída y totalmente inactivos. No fue posible siquiera
entrevistar a sus dirigentes como lo había determinado en una incumplida agenda.
Mi pecho rebosaba gratitud hacia un hombre, al que consideraba camarada y amigo, Augusto
Comte McDonell, cuyo nombre prometí escribir en mis memorias con letras de molde.
Gratitud hacia el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados y a los
organismos de la Iglesia Católica, esos que en forma anónima habían apoyado a mis hijos y
esposa en La Paz y a mi persona en Buenos Aires.

La familia reunida
Muy tarde en la noche, luego de haber realizado una escala técnica en Sao Paulo, debido a
que un pájaro se introdujo en una de las turbinas del avión, llegamos a Río de Janeiro.
Ya en tierra, sentí una terrible angustia al no encontrar a mi gente como estaba planeado.
—Dígame, por favor, si el avión de Sao Paulo ha llegado ya.
—Los pasajeros del vuelo demorado están desembarcando en este momento.
—¡Que alivio!, haga usted el favor de perifonear una llamada urgente a mis hijos, que vienen en
ese vuelo desde La Paz.

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No hizo falta llamarlos por los altavoces, ya que a poco de levantar la vista vi acercarse al
mostrador de Lufthansa a mi hija Maria Luisita de nueve años.
—¡Nena, nena!
—¡Papá!, papito!, aquí estamos.
En la euforia del reencuentro ni sentimos el viaje que durante toda la noche continuó hacia
Frankfurt. El vuelo de trece horas en busca del sol hacia el hemisferio norte, permitió
adelantarnos seis horas hasta igualar la diferencia horaria entre ambos hemisferios.
Descendimos en el enorme aeropuerto alemán y cambiamos de avión, siendo recibidos por
funcionarios de Naciones Unidas, que ayudaron en asuntos prácticos, como la ubicación y el
reembarque del equipaje y sellado de los pasaportes.
Algunos meses después recordaríamos la grandiosidad del aeropuerto de Frankfurt, donde
trabamos relación con un grupo de internacionalistas cubanos en camino a una misión de
cooperación solidaria hacia algún lugar de África.
En la libre y ordenada Alemania se advertía una gran vigilancia policial, dado el enorme
tráfico que cruza a todas horas este punto central de convergencia de muchas líneas a nivel
mundial.
Nosotros, una familia de media docena, estábamos embebidos en nuestra euforia. Mi libro
diario registró aquel día:
"Hay, entre nosotros seis, un silencio profundo por el hecho feliz de estar juntos nuevamente
y parece brotar del fondo de nuestros corazones una oración: Oh, Dios, ¡cuánto te amamos!;
oh, Dios, ¡cuánto nos amas!
Muy lejos había quedado todo. La patria, los familiares, los amigos. Ahí estábamos solos mi
esposa Jenny y nuestros cuatro hijos. Afuera del avión llovía copiosamente en pleno verano
escandinavo.
Luego, el pequeño avión de SAS, la línea aérea escandinava, se había detenido luego de
carretear algunos minutos en el modesto aeropuerto de Växjö, en el sur de Suecia.
Las dos familias que aquí llegamos, sumábamos nueve personas, cuatro adultos y cinco
niños. Era casi la medianoche, hacía una temperatura de 18° grados Celsius y afuera nos
aguardaba lo desconocido.
Los niños estaban dichosos de llegar a este país. Nos habían prevenido contra el frío
escandinavo, pero aquí en Suecia hacía tan buen tiempo como en la querida ciudad de
Cochabamba, donde habían nacido todos ellos, aunque yo había emigrado de Potosí a La Paz y
Jenny desde la ciudad de Guatemala a Cochabamba.
Arturo de catorce años y Mauricio de casi trece, esperaban entre ansiosos y esperanzados el
primer contacto humano en el nuevo país, luego de que en el avión no se encontrasen otros
pasajeros salvo las dos familias de refugiados.
Todo estaba muy silencioso cuando he aquí que se aparece un muchacho de barba que se
presenta:
—Me llamo Oscar, soy uruguayo y vengo por ustedes para conducirlos al campamento donde
trabajo como intérprete del español al sueco. Venía con Rolf, otro funcionario que había
nacido en el Ecuador, pero siendo sueco de origen hablaba el español con alguna dificultad.
Ambos intérpretes acomodaron el equipaje en un par de vagonetas Volvo en que nos
embarcamos todos, una familia en cada vehículo.
Acostumbrados al recelo que los controles ocasionaban, todos respirábamos aliviados luego
de pasar rápidamente por el retén de la Aduana. En realidad, allí un par de policías
uniformados cumplía un control de rutina.
Estábamos ya en marcha, con la lluvia y el olor a tierra mojada de acompañantes, pero la
presencia de dos desconocidos nos habían devuelto a la realidad.
—¿Hacia dónde vamos?
—A Ronneby, nos dijeron.

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Pero, ¿qué era Ronneby?, ¿qué existía allí?, ¿qué será lo que nos espera? ¿qué obligaciones
nos impondrán?, las preguntas se arremolinaban y bullían en la mente de todos.
Mirando el paisaje, empecé a advertir un sistema perfecto de señalización en el trayecto, que
nos llevó hasta el punto de destino final en algo más de sesenta minutos.
El coche disminuyó la marcha avanzando lentamente hasta detenerse. Coincidentemente había
dejado de llover. De pronto vi a través de la ventanilla un rostro amigo al que reconocí de
inmediato. Era René Guarachi que me extendía la mano amiga. Los dos exiliados, uno recién
llegado y el otro antiguo, nos confundimos en un fraternal abrazo.
—¡Bienvenido, hermano!, me dijo Guarachi.
Aquí empezaba una nueva vida para nosotros. Era el adiós para siempre al clima de miedo y
zozobra, atrás había quedado la amenaza y el temor a la muerte. Habíamos sido salvados del
peligro de muerte en manos de aquellos que desoían el quinto mandamiento divino y lo
sacrificaban todo por servir una consigna política que ni siquiera era nacional, aunque la
llamasen Doctrina de la Seguridad Nacional.
Nuestra redención había sido posible gracias al espíritu humanitario y solidario de la
Organización de las Naciones Unidas, cuyo Alto Comisionado para los Refugiados nos
transportó a un país singular, Suecia, donde tendríamos asegurado pan, techo y libertad.
Luego de algunos meses de permanencia en la ciudad de Ronneby, fuimos trasladados a la
ciudad de Gotemburgo, nuestro destino final en el viaje al exilio. Bendito sea Dios.

GOTEMBURGO, un nuevo hogar para los recién llegados


Gotemburgo es una ciudad muy especial que seduce a todos sus visitantes por su ambiente
agradable y su rica variedad de actividades culturales. Es una ciudad cosmopolita con una
zona céntrica tan compacta que permite descubrirla caminando sin dificultad. Gotemburgo, el
puerto más grande de Escandinavia, es una ciudad portuaria dinámica con una fuerte
tradición marítima. Estaba destinada a ser nuestra morada en los próximos 20 años. La zona
central del puerto resultaba única para todos nosotros, puesto que veníamos de un país
cercenado de esa heredad con que nació a la Independencia en 1825, aquí estamos rodeados de
mar con el museo marítimo flotante más grande del mundo y el teatro de la opera de la
ciudad. Condenados por Chile a no tener costa ni conocer un barco, aquí es posible acceder a
servicios de barcos con salidas frecuentes y descubrir el maravilloso archipiélago, y cosa
curiosa, nos asentaríamos relativamente cerca del astillero donde se está construyendo una
réplica de un barco mercante del siglo XVIII de la Compañía Est-India. Esta que sería
"nuestra ciudad" resulta peculiar en muchos aspectos, excelente cocina rica en pescado y
marisco, eventos especiales, grandes ferias y exposiciones, sede de la famosa Volvo cuyos
vehículos han copado Bolivia, la SKF gigantesca fábrica de rodamientos, de modernos
escenarios para deportes de invierno, y del Liseberg el ya legendario parque de atracciones el
más grande de toda Escandinavia.
Gotemburgo nos acogió con los brazos abiertos, al mismo tiempo que exigió de nosotros toda la
energía y capacidad para superar los nuevos desafíos del idioma, la diferenciada ideosincracia,
la necesidad de superar nuestros lastres y por medio de nuevos conocimientos aprehendidos
en las aulas y el trabajo pujante construirnos un futuro, por cierto tan distante de la siempre
añorada ciudad de Cochabamba de donde nos arrancó el dictador García Meza. Aquí termina la
historia de 180 días, pero se inicia una nueva que será materia para un próximo libro con el
título preliminar de Adiós al Amor.
Gotemburgo, Febrero de 2004

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Indice de referencias personales
(en orden alfabético)

Abraham Baptista
Agente policial que montó su propio aparato de espionaje y extorsión. Logró hacerse de varios
millones de dólares por la vía de la delación y el decomiso en los negocios del narcotráfico. Dejó
apreciable fortuna cuando fué víctima de un asesinato en pleno centro de la ciudad de Santa
Cruz ordenado por García Meza a quién se dijo había traicionado.

Adolfo Pérez Esquivel


Premio Nobel de la Paz. Gran luchador por los derechos humanos y presidente honorario de la
Asamblea Permanente en Buenos Aires.

Alberto Suppa
Entrañable amigo. Brindó su oficina, su hogar en Mar del Plata y sus recursos para hacer
llevadera la vida del exiliado en Buenos Aires. Martillero de profesión, poseía además un
supermercado en Mar del Plata.

Angel del Guercio


Entrañable amigo, locutor de radio y director de la emisora del estado de Argentina. Acogió al
protagonista con la solidaridad más grande.

Augusto Comte McDonell


Presidente Ejecutivo de Derechos Humanos en Buenos Aires, cuyo hijo fue asesinado por los
oficiales del ejército argentino, cuando en cumplimiento del servicio militar, se negó a ejecutar
una orden de fusilamiento contra un grupo de ciudadanos durante la guerra sucia. Sin la ayuda
eficaz de Comte Mc Donell la decisión de asilo por parte de Naciones Unidas habría demorado
largo tiempo.

Carlos Helguero
Oficial del Ejército acusado de graves delitos durante la dictadura, tuvo sin embargo algunos
gestos nobles con sus camaradas exiliados según testimonio de Emilio Lanza en su libro
Mayo y después.

Coronel Canido
Jefe del G-2, departamento de inteligencia del ejército en Santa Cruz. Estrecho colaborador
del General Hugo Echavarría, considerado entonces animador del narcotráfico en su calidad
de Jefe de las FFAA

Carlos Gardel
El más grande ídolo de la canción porteña. Como cantor de tango fue colocado en un pedestal
de fama por los argentinos y en general por todos los latinoamericanos.

Carlos Mena
Controvertido oficial de Ejército que fue ayudante del general Natusch aunque más tarde se
unió a García Meza y formó parte del grupo represor. Por problemas personales terminó

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sumándose a los oficiales rebeldes, aunque Lanza no lo menciona en su libro ya citado Mayo
y Después.

Carlos Pastor y Alfredo Greiger


Ambos eran socios de Alberto Suppa, el martillero que concedió una oficina al narrador donde
pudo trabajar libre de presiones y en ambiente de la mayor cordialidad.

Celso Torrelio
Presidente de la Junta Militar que sucedió a García Meza bajo total sujeción a la Junta de
Comandantes de las Fuerzas Armadas, en especial del grupo de comandantes de unidades de
tropa conocido como Centro de Operaciones Conjuntas, con poder total durante los tres
gobiernos de García Meza, de Torrelio y de Guido Vildoso.

Ché Guevara
Ernesto Guevara, médico argentino que luchó en Sierra Maestra junto a Fidel Castro, uno de
los más grandes mitos de la rebelión juvenil y la lucha por la justicia social y contra el
imperialismo. Murió en Bolivia luego de haber dado batalla durante 14 meses al ejército
boliviano en la región de Ñancahuazú.

David Fernández
Oficial del Ejército que fué edecán primero y más tarde ministro del Interior del Presidente
Barrientos.

Domingo Lorini
Investigó y produjo la cocaína que se utilizó como base para fabricar la novocaína el analgésico
por excelencia usado para las operaciones de la vista entre otros. Trabajó para los
mundialmente famosos laboratorios Bayer de Alemania.

Eduardo Duchen
Típico boliviano de la clase media que vive aferrado a los que están en el poder sin importar
el color ni la doctrina del que manda.

Eduardo Morales
Agente del Lloyd Aéreo Boliviano en Argentina. Cooperador y solidario en las primeras
semanas del exilio bonaerense.

Embajador Padilla
Eufronio Padilla, fué largo tiempo un exiliado durante el gobierno del MNR. De los militares
de la guardia vieja, fue restituido al Ejército y le devolvieron honores y recursos. Ministro del
Interior, liquidó los restos de la guerrilla del Che. Fue cordial y generoso hasta que Rico Toro
desde el Palacio de Gobierno ordenó lo contrario.

Emilio Lanza Armaza


Aguerrido militar y experto paracaidista que se rebeló contra García Meza y tuvo la valentía de
pedirle su renuncia frente a frente.

Ennio Rodríguez
Locutor de radio, propietario de Radio Potosí en la que nuestro cronista se inicia como locutor,
relator de noticias, redactor de planta.

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Faustino Rico Toro
Coronel de ejército que gobernó con García Meza como Jefe de la Casa Militar y responsable
de seguridad. Posteriormente, en el gobierno de Jaime Paz Zamora fue vetado por la
Embajada de Estados Unidos de ejercer de zar antidrogas boliviano. Acusado de
narcotraficante, en un arreglo judicial aceptó pasar 24 meses en una cárcel estadounidense
antes que ir a juicio.

Fernando Baptista
Llegó a Ministro de Finanzas de Siles Zuazo. Hombre ecuánime y mejor amigo supo mostrar
su solidaridad los días negros vividos en el Hotel Capitol en julio de 1980.

Fernando Diez de Medina


Escritor nacional conocido como "Pachakuti", autor de más de 20 libros. Su mérito literario
se deslució al haber aceptado diversas tareas políticas con la dictadura y haberse convertido en
corifeo de los militares, alegándose que era el poder detrás del trono.

Fernando Galindo Grandchant


Oficial del Ejército boliviano, alumno de Estado Mayor y que secundó el levantamiento del
coronel Emilio Lanza. Junto a otros oficiales fueron expulsados por García Meza primero a
Ecuador y luego a Buenos Aires.

Fernando Ortiz
Oficial rebelde del grupo de Lanza.

Gary Prado Salmón, Raúl López Leytón


Ambos representaron el ala izquierda de las Fuerzas Armadas. En realidad formaron un otro
equipo no tradicional que pretendió actuar por su cuenta como un frente anti-barrientista.
Ciertos negocios poco claros como el de Karachipampa sepultaron su aureola de honestidad y
limpieza.

General Alfredo Ovando


Presidente de Bolivia en dos oportunidades. Reconstruyó las Fuerzas Armadas luego de la
Revolución del 52. Dotado de perseverancia, paciencia y sagacidad, pudo armar pieza por pieza
un nuevo ejército. Cuidadoso y prudente se mostró siempre al lado de Paz Estenssoro hasta
cuando René Barrientos alteró el avispero y organizó una contrarevolución obligando a Ovando
a tomar parte de la misma. Ovando gozó hasta el final del respeto de sus camaradas y de
ponderación.

General Echevarría
Comandante de la VIII División de Ejército en Santa Cruz, verdadero vínculo con uno de los
grupos narcotraficantes y que era oponente al de García Meza. Obtuvo menor notoriedad.

General Hugo Bánzer


Controvertido general que desató feroz persecución de sindicalistas, estudiantes y políticos desde
1971 en que tomó el poder. Implantó una dictadura que se extendió siete años cuando Bolivia
resultó beneficiada con enormes capitales en préstamos y donaciones para el desarrollo que
jamás se produjo. De regreso la democracia, Bánzer fundó ADN y participó 20 años en la
vida política. Murió de cáncer a poco de renunciar la Presidencia en favor de su vice-
presidente Jorge Quiroga Ramírez el año 2001.

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General Luis García Meza Tejada
Militar que arrebató el poder a la Presidente Lydia Gueiler Tejada en un sangriento golpe de
estado el fatídico 17 de julio de 1980. Mal gobernó Bolivia 11 meses de los 20 años que había
prometido, a la cabeza de una efímera Junta Militar. Actualmente cumple una condena de 30
años en la cárcel de Chonchocoro, La Paz.

Germán Condori
Campesino candidato a diputado por la UDP de Hernán Siles. Preso en la misma celda que el
protagonista, fue expulsado a Suecia directamente de La Paz. Trasladó al exilio una numerosa
familia de más de 30 miembros, todos campesinos de Calamarca, La Paz.

Guillermo Cáceres
Presidente de la Cámara de Hoteleros de La Paz.

Hernán Siles Suazo


Presidente Constitucional. Héroe del Sexenio, cuando fue víctima de persecución sañuda por
los regímenes que condenaban al MNR. Subjefe de éste partido, fue elegido como Presidente
en 1983 por segunda vez, período que se le obligó a acortar en un año. Murió en Montevideo.

Hotel Los Tajibos


Hotel de cinco estrellas en Santa Cruz de la Sierra, sitio obligado de todo cónclave importante.
En esos tiempos, Ricardo Rojas, para entonces mi empleador, era uno de sus propietarios.

Humberto Cayoja
General de Ejército que llegó a Buenos Aires como exiliado. Más tarde el 26 de mayo de
1981 fue posesionado Comandante de Ejército como resultado de la presión de los patriotas
del Centro de Instrucción de Tropas Especiales (CITE).

Jaime Bedregal
Amigo entrañable, esposo de Beatriz Hartmann, insigne actriz y declamadora, con Jaime
convivimos el peligro y la tensión a la caída del régimen democrático.

Jaime Paz Zamora


Político tarijeño, fundó el MIR cuando los enemigos de la democracia eran los militares contra
los que luchó con todos los medios. Fue Presidente de la República y activo animador de la
política nacional hasta nuestros días.

Jorge René Zelaya


Locutor de Radio fundador de Radio Internacional en Potosí, dirigente político del partido de
Juan Lechín, el PRIN. Vinculado al autor por parentesco.

Jorge Rodríguez
Agregado naval en la Embajada de Bolivia de Buenos Aires, fue amigable y servicial, aunque
nunca ejercitó su autoridad para hacer justicia con el narrador.

José Morales
Boliviano residente en Buenos Aires, director de publicaciones esporádicas sobre Bolivia.

Juan Carlos Camacho


Locutor de radio y abogado, de mente clara y de espíritu ambicioso. Colaborador estrecho de

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los militares, fue responsable de redactar y formalizar todo tipo de convenios entre militares y
pichicateros (narcotraficantes) y entre éstos. Fue Fiscal de Distrito en La Paz y Santa Cruz y
asesor de la VIII División. Permanece en prisión.

Juan Lechín
El líder de los trabajadores bolivianos. Fundó la Central Obrera Boliviana (COB) y participó en
la Revolución de Abril de 1952. Fue Ministro, Embajador y Vice Presidente. Su liderazgo fue
siempre reconocido, así como su independencia y honestidad a toda prueba. Murió pobre y
aclamado.

Juan XXIII
El Pontífice llamado Juan el Bueno, escribió una encíclica condenando el abuso del exilio en que
incurren los regímenes de fuerza.

Juan Pablo II
El Pontífice actual que se ha referido en incontables ocasiones a lo execrable del exilio político
que obliga a vivir fuera de su país a los desterrados.

Leo Kirmayer
Súbdito israelí, empresario y filántropo cuyas obras benéficas superaron a muchos
bolivianos en generosidad y grandeza. Fue un personaje popular y estimado por la sociedad.

Luciano Quispe
Compañero de juegos infantiles del autor. Novidente que se hizo dirigente sindical de los
canillitas en la ciudad de La Paz.

Lucio Añez
General de Ejército. Apoyó desde sus orígenes la revuelta de Lanza contra García Meza. Fue
comandante del Ejército y junto al General Natusch Busch, derrocó a García Meza en 1981.

Luis Arce Gómez


Sin duda el más connotado representante del narcotráfico en el gobierno de García Meza.
Luis Arce Gómez fue Jefe de Seguridad del Presidente Ovando, instructor en el CITE, cursó
estudios en España, fue jefe del G-2 con García Meza, desde donde preparó el golpe del 17 de
julio de 1980. Ejerció de Ministro de Gobierno y de Comandante del Colegio Militar. Caída la
dictadura, años después fue capturado en Buenos Aires y trasladado a Miami donde cumple
una condena de 30 años por narcotraficante.

Marcelo Quiroga Santa Cruz


Fundador del Partido Socialista, brillante político e intelectual, autor literario y ensayista. Se
caracterizó por su denuncia abierta de las contradicciones entre los trabajadores y los militares.
Se granjeó el odio de un sector del Ejército que vio en sus ideas un peligro para la seguridad
nacional. Fue asesinado el mismo día que García y Arce tomaron el poder, el 17 de julio de
1980

Mario Guzmán
Oficial de Aviación. Ministro de Comunicaciones de García Meza, no compartió en momento
alguno sus políticas. Proporcionó apoyo y respaldo moral al exiliado cuando se encontraron en
Buenos Aires.

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Mario Sanjinés Uriarte
Amigo y colaborador de Siles Zuazo. Coincidió en el Capitol, junto a Sanjinés, Fernando
Baptista y Jaime Bedregal, donde juntos produjeron volantes de resistencia al régimen militar
que se repartieron en los mercados.

Martín Cárdenas
Sabio boliviano que investigó la flora boliviana dando su nombre a especies como "la
cardenácea", cacto gigante que florece cada 20 años en las montañas andinas.

Monseñor Genaro Prata


Obispo salesiano primero de La Paz luego de Cochabamba, fundador de la Universidad
Católica Boliviana. Víctima de la persecución militar cuando en su condición de Presidente del
directorio del diario Presencia, sufrió un denigrante maltrato de Arce Gómez, no obstante que en
algún momento el militar trabajó como fotógrafo de Presencia. Vive retirado en Italia.

Norberto Airala
Primo de Esquivel. Fué el primero en darle la bienvenida cuando el recién llegado tuvo
necesidad de ayuda en Buenos Aires.

Oscar Matos
Oficial de Ejército, convencido represor según testimonio del General Pérez Tapia (+)

Padre José Gramunt


Sacerdote jesuita fundador de Radio Fides y la agencia de Noticias que durante los últimos 40
años ofreció testimonios de la historia boliviana. Apreciado y respetado por la sociedad y las
instituciones.

Ricardo Rojas
Presidente de la Cámara de Hoteles de Bolivia y Gerente General del Hotel Tajibos. Fué
empleador y amigo cordial del narrador.

Rolando Saravia
Piloto militar que se sumó al bloque revolucionario encabezado por Lanza desde Buenos Aires
y que tuvo más tarde destacada actuación en la Fuerza Aérea Boliviana.

Rodrigo Lea Plaza


Oficial al que Emilio Lanza en su libro le atribuye haber sido el cerebro gris del golpe de
Estado de 1980, de haber tenido el control real de las tropas y unidades de combate con que
respaldó a García Meza. Hoy está dedicado a la agricultura. Se dice que muy rico y adinerado.

Rubén Darío y Ricardo Palma


Dos de los más grandes poetas latinoamericanos que solían reunirse con Gardel justamente en
una esquina de Buenos Aires, que a partir de entonces se denominó de "los inmortales" lo
mismo que una cadena de restaurantes de la proximidad bonaerense.

René Barrientos Ortuño


General de aviación que no obstante haber sido electo vice-presidente constitucional, golpeó
contra Paz Estenssoro inaugurando una sucesión de gobiernos ilegítimos. La historia no
consigna nada notable de éste militar que no sea su desmesurada ambición por lo material y la
sañuda persecución de sus opositores. Recordado por haber ordenado la "masacre de San

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Juan". Murió trágicamente.

René Guarachi
Dirigente político y sindical que esperaba a los recién llegados en el campamento de
refugiados. Fué el brazo derecho de Juan Lechín en el área de Cochabamba. Permaneció en
Suecia hasta 20 años después, conservando una permanente amistad con los bolivianos de
todo el reino.

Roberto Suárez Gómez


Conocido como el rey de la cocaína. Hacendado beniano que organizó un cartel opuesto a
venderle pasta base a Colombia y partidario de comercializar el producto terminado de cocaína
en los grandes mercados. Amasó poder y fortuna y contó con el respaldo de políticos y militares.

Víctor Paz Estenssoro


El mayor personaje de la historia contemporánea de Bolivia, cuatro veces presidente
Constitucional, jefe y fundador del Movimiento Nacionalista Revolucionario, partido que
asumió el poder después de la revolución del 9 de abril de 1952.

Waldo Villalpando
Funcionario de Naciones Unidas en Ginebra a quién recurrió Comte Mc Donnell para obtener
el status de asilado del autor. Actuó con diligencia.

Walter Flores Torrico


Brillante abogado, en sus orígenes movimientista, se allegó a los golpistas y fue su soporte
intelectual. Murió alcoholizado.

Walter Guevara
Presidente durante 74 días. De mente brillante y verba inspirada se proyectó siempre como el
tercer hombre de la revolución de 1952 después de Paz Estenssoro y Siles Zuazo.

Walter Gutiérrez
Boliviano residente en Buenos Aires, ex-compañero de colegio del protagonista y ex-cadete
del Colegio Militar de donde fue obligado a desertar por su condición social.

Waldo Bernal
General de Aviación cogobernante con García Meza y corresponsable de los delitos de lesa
humanidad y los negociados. Terminó dueño de una fortuna y por algún motivo desconocido
no fue objeto de las penas y castigos que sucedieron a la condena judicial de García Meza.

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