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“Comentario sobre la neurosis obsesiva

El neurótico obsesivo, es aquel que, en este siglo de las luces, llega a declarar
su homosexualidad para desembarazarse así de la responsabilidad de
enfrentar a una mujer. Es también aquel que se glorifica con el descubrimiento
de su parte femenina, probando de este modo que puede tratar con las
mujeres, no como un hombre, sino realmente de igual a igual.

Psicoanalíticamente hablando, una madre decide hacer de su hijo un hombre


en ausencia de un marido que actúe como padre respecto al hijo. Un hombre
puede perfectamente subvencionar las necesidades de su familia y estimar
que su competencia en la materia constituye la más clara de sus
responsabilidades. Un hombre entre los hombres solo busca el reconocimiento
brindado por los pares. Cual un músico que no quiere arriesgar una
interpretación ante un auditorio profano o un escritor que solo escribe para sus
colegas. Un hombre, al que la sola búsqueda del éxito arrastra fuera del hogar,
deja a una mujer profundamente insatisfecha y a un hijo sin padre. Hay
muchas otras situaciones en las que la madre del obsesivo se encarnizará en
excluir al padre y se estimará insatisfecha, por más atento que este se muestre
tanto respecto a ella como respecto de su hijo. Zanjar la cosa no es aquí pues
simple. En cualquiera de los dos casos, el sentimiento de la servilidad, de la
ineptitud del trabajo del padre, desarrollara en el hijo una tendencia a realizar
rituales elementales e incomprensibles, rituales que nunca producirán nada y
que, por este hecho, nunca tendrán el valor del acto.

¿Cómo se desarrolla pues esta historia? Una mujer cuyo marido no la satisface
coloca a su hijo en la obligación de volverse hombre. El padre, que se percata
de ello, reacciona en forma hostil. No dejara de humillar y avergonzar a ese
hijo demasiado próximo a su madre. Se las arreglara para demostrar el
carácter fraudulento y ficticio de sus tentativas para comportarse como un
hombre. El padre está en efecto bien ubicado para saber que la masculinidad
del hijo no es más que puro semblante. En la medida en que esta masculinidad
solo pudo serle enseñada por su madre, ante los ojos de los hombres carece de
valor. Esta situación puede convenirle muy bien a un padre que olvida tanto a
su mujer. No hay nada que temer si su única competencia es un hijo que se
divierte en jugar un papel. La reacción de un padre con respecto a un hijo que
le ha hurtado algo es muy diferente. La hostilidad del padre del obsesivo pasa
por una afirmación de la autoridad paterna, pero esa afirmación solo oculta la
delegación más fundamental de su responsabilidad. El padre que se burla de
su hijo por estar demasiado cercano a su madre, interviene ahí demasiado
tarde, a la ligera. Si hubiese actuado como padre hace mucho que se hubiese
interpuesto entre la madre y el hijo. Pero esto sería alentar al hijo a desarrollar
una identidad masculina y esto es lo que el padre en cuestión no quiere, lo que
no puede aceptar.
Los obsesivos están a menudo en excelentes términos con su madre y se
muestran particularmente sensibles a las exigencias de las mujeres, sobre todo
cuando estas mujeres se presentan como fuertes, agresivas y controladas. La
intimidad asexuada que encuentran junto a ellas no es a menudo más que una
protección eficaz contra su propia agresividad erótica respecto de las mujeres.
Los obsesivos están al mismo tiempo en búsqueda del padre. Lo que le piden a
los hombres que para ellos representan a los amos es una autorización
permanente. A lo que aspiran con tanto fervor, es a ser aceptados en tanto que
hijos de tales hombres. Los obsesivos solo pueden correr el riesgo de substraer
algo de un padre y suponen que a fuerza de paciencia, esto les será brindado
como recompensa, por sus buenos y leales servicios y por su renuncia al deseo
por las mujeres.

Los obsesivos rumian sin cesar, como para ampararse de todo pensamiento de
robo, de agresión, de castigo; pensamientos poco convenientes para un hijo
modelo que, si se inmiscuyen en la conciencia del obsesivo, se ven
inmediatamente expulsados de ella. Le es necesario pues, para asegurarse de
la eficacia de sus esfuerzos, reclamar la aprobación y la invalidación constante
de su posición de hijo modelo. Puede llegar a creer que está demasiado
vinculado con su madre, que es esta vinculación lo que lo ha vuelto tan
afeminado, incluso homosexual latente, pero esto no es más que un señuelo.
Lo que el obsesivo busca es la confirmación de su posición subjetiva que lo
aliviará de la responsabilidad de enfrentar a una mujer e incluso la
responsabilidad de tomar la mujer de otro, de un padre o de un hermano. Su
etiqueta, el obsesivo no la debe al hecho de ser obsesivamente limpio o
compulsivo en sus hábitos, sino más bien al hecho de mostrase obsesionado
por pensamientos relativos a una mujer, a una mujer perfectamente
inaccesible, ya sea que ella rechace sus avances moderados, ya sea
simplemente que pertenece a otro hombre. El obsesivo puede creer que quiere
poseer a esa mujer, pero en cuanto la ocasión se presenta, no la tomará. En
lugar de esto, la ama, tan discretamente como sea posible, a distancia.
Inmortalizando en su espíritu la imagen ideal hasta el punto en que ella
acapara todos sus pensamientos. Ella es todo para él. Es la mujer, que reúne
en si a todas las otras, a las otras que palidecen por insignificantes ante su
brillo. Campeón de la mujer, aspira ante todo a protegerla, no del modo en la
que un hombre protege a su familia: el obsesivo quiere proteger a la mujer de
los estragos ocasionados por los otros hombres. Estima, por otra parte, que
será recompensado con el don de su amor, con ese amor precisamente
revestido del poder de librarlo de sus tormentos, de librarlo de su obsesión.
Está en su poder el hacerlo nacer a la vida, el de devolverle su integridad, el de
llenar su vida de sentido. Y él, sin ella, se siente muerto, un zombi.

Lo que tenemos aquí, es una simulación, o una contrapartida de la


masculinidad. Hemos dicho que un hombre sólo se vuelve un hombre por la
interacción, por el intercambio con los otros hombres y que sólo se
compromete en ello para una mujer. El juicio recae entonces en la mujer o, en
el ejemplo del músico y del artista, en el auditorio. Un falso intérprete, que sólo
ofrece falsa música, no es simplemente malo o incompetente. Además, ni por
un instante se le ocurre que él es un falsario, sino que se estima más bien
absolutamente sincero, lleno de los sentimientos más nobles y de las mejores
intenciones. No ejecuta para un auditorio que conoce el lenguaje de la música,
se dirige más bien a aquel cuyo amor sabrá disculpar la pésima ejecución,
aquel que sabrá escuchar en ella el acento de la sinceridad, que prestará
atención y comprensión. Si el obsesivo interpreta más para una mujer, solo es
para mejor probarle el desinterés sincero que tenía en ejecutar ante ella como
si se tratase de cualquier otra mujer. Al mismo tiempo que mostrarle la
profundidad de sus sentimientos por ella, ella que da a este sentimiento todo
su valor. Este hombre está expresando su self, explayando su alma y si
quienes escuchan su lenguaje no lo comprenden, si destacan las formulas poco
logradas, los pasajes torpes, para llegar a un estado de completa
estupefacción, es porque simplemente no lo aman lo suficiente. ¿Cómo explicar
de otro modo su rechazo de un don tan supremo, su rechazo de aceptar el ser
de un hombre?

Como un falsario, el obsesivo cortocircuita el proceso de trabajo que podría


colocarlo, sin embargo, en circulación. No quiere comprometerse en el mundo
de la competencia de los hombres. No busca un profesor del cual sacar algún
saber, no, lo que busca, es la autorización para evitar todo esto, como si una
cualidad innata de su ser lo eximiera a la vez del tiempo y del esfuerzo que
reclama todo trabajo consecuente. Una vez que se considera preparado el
obsesivo parte en el mundo a la búsqueda de la única mujer, de la sola y de la
única, que será parta el todas las otras, aceptando sus fracasos y la futilidad de
sus esfuerzos como expresión de su amor por ella. Suponiendo que triunfase,
este triunfo podría conmover a muchas mujeres, pero estas mujeres no podrían
entonces amarlo por él mismo. Intolerable.

Con este tipo de hombre, la diferencia de sexos no está en cuestión. No es que


esto sea evidente. Estas cosas se vuelven para el cuestión de vida o muerte y
ante esas preguntas últimas, elegidas precisamente porque son últimas, toda
otra pregunta se desdibuja. Cuando el sexo se vuelve un asunto de vida o
muerte, se produce un interesante fenómeno: la prioridad es dad al único acto
sexual válido, la relación heterosexual, porque puede producir la vida.
Cualquier otro acto lo conduciría a despilfarrar el semen. Este hombre querría
llegar a lo esencial lo más rápidamente posible, sin perder el tiempo. La erótica
está en consecuencia excluida. Todo lo que es periférico al acto sexual mismo,
todo lo que no tiene como objeto inmediato la procreación, ciertamente no vale
la pena el esfuerzo y se presenta, desde un punto de vista moral, como
desdeñable. Lo que pasa por un acto único se volverá una suerte de rutina,
siempre la misma, una obediencia necesaria de la vida. Puede creerse que,
gracias a esta forma de adoración a la vida, se tiene en jaque a la muerte.
Es obvio que una rutina semejante sólo puede ser de escaso interés para el
partenaire. Pero este hombre no podría inquietarse por ello
desmesuradamente, lo que se explica en parte por sus intenciones agresivas
respecto a las mujeres, pero también y, quizás sobre todo, porque las venera
como representantes de la vida misma. En el momento en que obliga a una
mujer al cumplimiento de su ritual vano, piensa que haciéndolo por la vida, lo
hace por ella. Su satisfacción se encuentra pues atenuada. En cuanto a la
mujer, se supone que ella reside enteramente en la fertilización. No olvidemos
que la función de preservar la vida solo le toca a una única mujer. Las otras,
generalmente despreciadas por su moral relajada y el interés que tienen en la
satisfacción, no están allí más que para ser utilizadas, incluso para abusar de
ellas. Está excluido, en la mente de este hombre, que ellas puedan un día
transformarse en la fuerza de la vida.

Sin artificio esbozamos el retrato de este personaje. El contraste con la virilidad


no deja de ser allí sumamente llamativo. Sí algo aquí merece ser retenido, es la
idea de que la moral virtuosa del obsesivo no es más que una máscara que
sirve de camuflaje para su cobardía fundamental. El neurótico obsesivo es
virtuoso porque está del lado de la vida y si hay algo que nuestra civilización
aprecia de eso. El obsesivo está en contra de la muerte como lo están todas las
personas bien pensantes. El hecho de que esté perfectamente denudado de
sentido estar contra la muerte, no se le ocurre ni por un segundo. Así la muerte
proyecta su sombra en el camino del obsesivo. Y ya que no puede afrontarla, ni
afrontar el deseo de la muerte, deseo cuyo único objeto solo puede ser la vida
misma, se hace el campeón de las mujeres. Erige a estas mujeres en seres
perfectos, en seres perfectamente representativos de la vida como para decirle
a la muerte: “Es lo que tú quieres, no a mí”.

Aunque el obsesivo piense que se interesa por la femineidad, se verá siempre


atraído por la histérica, una mujer que define la femineidad como la función de
su útero, su capacidad para llevar en él la vida. El obsesivo y al histérica
forman una pareja perfecta, pareja donde el obsesivo termina siempre por ser
vencido, desenmascarado en tanto que falso hombre, lo cual no es muy difícil
ya que para la histérica, casi todos los hombres son falsificaciones. Pero esta
derrota la soporta, ya que es mejor ser vencido por la vida que tener que
enfrentar la muerte. El hecho de que la mujer que ama sea inaccesible
adquiere aquí toda su importancia. De ningún modo puede desear a esa mujer
que el blande para atraer el deseo de la muerte. Sería exponerse a la muerte,
atraer sobre el atención y arriesgar consecuencias desastrosas. ¿Qué puede,
en efecto, ser más desastroso que el verse privado del más vital de los
órganos? Es lo que en la teoría se llama castración y este término no es tan
impropio como algunos lo pretenden. La capacidad del órgano para reproducir
el semen lo hace vital, expresa su vitalidad y proporción por esa vía el único
vinculo que existe entre el obsesivo y la mujer, que es la vida misma. La
angustia de castración esta vinculada con la marca del órgano y su
transformación en el falo, un significante que tiene su lugar en la cadena de los
significantes y no en el ciclo de la vida. Argumentar acerca de la integridad de
sus testículos para rehusar el concepto de castración, tal es la teoría adoptada
por el obsesivo para protestar de su inocencia, para declarar que no es él quien
robo el falo. No es por cierto él quien nos enseñará algo sobre la diferencia de
sexos, ni tampoco su mirada, fascinada por la Dama lejana de sus sueños, que
nada nos revelará acerca de la femineidad. Por esto, nos es necesario circular.”

Stuart Schneiderman, en Histeria y Obsesión, Fundación del Campo Freudiano,


Editorial Manantial 1986

Traducción de Diana S. Rabinovich.

Transcripción de Iván Freitas

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