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La identidad no se construye solamente con la voluntad (por férrea que esta sea),
las bien intencionadas ambiciones de los padres, los perversos medios masivos o
con la unión de los anteriores. Todos ellos son poco (o nada) sin aquellos
murmullos que, al brotar de las entrañas del cuerpo o de la mente, nos ruborizan
(o, en caso de ser análogo a los de nuestros semejantes, nos llenan de orgullo) y
que todos hemos coincidido en llamar deseos. Ellos –los anhelos-, con sus garras
y su aliento de rosas, nos definen más que nuestros actos ya que nos incitan a
elegir un camino entre cientos, a preferir una mujer entre miles, a descartar teorías
y formas de pensamiento. ¿Qué puede hablar más de nosotros que estas
decisiones?
Este hecho supone, por tanto, que la personalidad se dibuja cuando enlazamos
todos los afanes, pasiones y ambiciones para ubicarlos en las praderas de la
felicidad. Es, en este momento, en el que exhibimos sin pudor todas las grietas de
la identidad y la fragilidad de nuestros deseos: comprobamos que no queremos
abandonar la situación actual por otra; tan sólo queremos derribar los obstáculos
sin abatir el contexto; anhelamos que todo llegue sin esfuerzo alguno, así como
ansiamos que los detractores entren en razón o desaparezcan; esperamos que
emerjan respuestas categóricas (que, por alguna extraña razón, son cercanas a
las que habíamos imaginado).
¿Cómo, en ese orden de ideas, podemos deshacer las cadenas de los deseos y,
por esa misma vía, desmontar los andamios de aquello que es consustancial a
nosotros, que nos define y que, por ello mismo, nos explica?
Debemos, para dar respuesta a este interrogante, entender por dogma toda
certeza que es referencia de la identidad1. Se deriva de esta definición que todos
los humanos somos dogmáticos y que este dogmatismos es, justamente, el asilo
de las convicciones que no deben confrontarse gracias a su calidad de verdades
absolutas. Esto hace que asumamos cada ataque a la dogmática como una
agresión a nuestra identidad y que la defendamos, gracias a las cadenas
dogmáticas, de manera desigual: los argumentos opuestos siempre serán
producto de la emocionalidad de quien los defiende (lo que los hace accidentales),
en cuanto que nuestras razones se respaldarán eternamente en conceptos sólidos
1
cabe agregar que el dogma “es algo que […] no puede ser perdido-por ejemplo
superado- sin que se abra inmediatamente la cuestión esencial de la angustia: ¿quién
soy yo ahora que no pienso así, que no soy así?” Elogio de la dificultad y otros
ensayos. Hombre nuevo editores/FEZ, Medellín, 2005, pág.19.
que se ilustrarán, para no dar pie a duda, con múltiples ejemplos 2. Esta dogmática
se manifiesta, asimismo, de diversas maneras: como temor a la diferencia que
empuja a la marginación del cónclave o, por el contrario, en un molde flexible que
permite formas que dan espacio a la discrepancia. Lo relevantes es -sin importar
el tipo o el grado de dependencia- cuál es el acervo de certezas y cómo estas se
defienden contra el embate del pensamiento (quien, por su naturaleza, tiene la
facultad de desarticular sistemas, así como la capacidad de generar nuevos
enlaces). Es él quien, como se puede ver, tiene la posibilidad de dislocar el
sistema de deseos y de revelar, una vez separados de los dogmas, la
insignificancia de la mayoría de nuestras ambiciones y, por ese mismo conducto,
de hacer tambalear la identidad. Es decir; la firmeza de nuestro yo se desplomará
como una cresta de polvo después que hemos advertido que nuestros deseos son
quebradizos y, lo que es peor, luego que llegamos a la conclusión -gracias al
concurso del pensamiento- que, al alcanzarlos, no se obtendrá la anhelada
felicidad.
Bibliografía
Diego Niño
152543
4
Ídem; Pág.22.