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ÁNGEL DE LA GUARDA

A las siete y media de la tarde salió Sofía de su casa. En pleno invierno, y entre
aquellas montañas, la noche parecía reinar como un tirano implacable. Tan sólo la luz
huida por los cristales de las ventanas iluminaba el camino adoquinado que llevaba a la
iglesia. Hacía tiempo que las pocas farolas que alumbraran el pueblo habían dejado de
funcionar. Los efectos de la gran tormenta que asoló aquellas tierras justo un año antes
se dejaban sentir todavía en los muros caídos de viviendas abandonadas y en marañas
de cables que quedaron al aire entre los escombros. El sentimiento de abandono había
arraigado no sólo en las esquinas y en las chimeneas, sino también en las almas de los
habitantes.
Sofía prefería no encontrarse con los vecinos tras la misa, porque sabía de los
rumores que corrían entre ellos sobre su persona y sus supuestos desequilibrios, por eso
acudía unos diez minutos después de que finalizara la eucaristía, momento que solía
utilizar el sacerdote para confesar a aquellos feligreses que no hubiesen podido acudir a
la celebración del rito. Desde hacía meses era el único consuelo a su tormento. Estaba
bastante más delgada y apenas salía a la calle. La mezcla del miedo y la soledad se
derramaba por su piel como una baba grumosa y maldita capaz de arrastrar en su caída
los últimos atisbos de la lucidez y serenidad de Sofía.
Nada más cruzar el umbral, sintió la intranquilidad de sus propios tacones en el
silencio de los bancos y los cirios. Miró hacia el altar para persignarse y volvió a
lamentar el vacío que había dejado la retirada del Cristo crucificado y de la Virgen de la
Inmaculada. No quedaba ninguna imagen en la pequeña iglesia, todas en proceso de
restauración, como el propio ábside, después de que aquellos vientos y sus lluvias
destrozaran vidrieras y empaparan muros y obras de arte. La ausencia de imaginería le
confería un aspecto tenebroso. Ciego, amputado, moribundo, el altar parecía el
escenario de una batalla milenaria entre la oscuridad y la luz después de que la primera
hubiera derrotado a la segunda. Cuando volvió la vista hacia el confesionario,
comprobó, aliviada, que no había nadie ni confesándose ni esperando turno, así que se
acercó decidida. A pesar de su corrección y su buen hacer, este párroco no era tan
cercano como el anterior, con quien Sofía se sentía mucho más protegida y segura. El
padre Nicolás desapareció el día en que estalló la tormenta, la misma madrugada en la
que todo el pueblo comenzó a escuchar aquellos alaridos y Sofía unas voces que
susurraban a sus oídos palabras de amor y de deseo. Una semana después llegó el padre
Dionisio, y lo que parecía ser una corta sustitución, se convirtió, finalmente, en un
destino a largo plazo.
- Ave María Purísima – pronunció arrodillada. Aguardó la respuesta unos segundos pero
no oyó sonido alguno tras la rejilla. Entonces sintió un frío agudo a sus espaldas, un aire
helado, gélidamente veloz. Al volverse, asustada, no vio nada. Pensó entonces en el
invierno, en las corrientes, en las macizas puertas abiertas de la iglesia.
- Sin pecado concebida – dijo de pronto el padre Dionisio, y sus palabras volvieron a
sobresaltarla. Reconoció entonces su olor penetrante. Mientras Sofía iba desahogándose
y recuperando la calma, su oyente iba perdiendo poco a poco la suya. Su respiración se
agitaba, cruzaba y descruzaba las piernas intentando no hacer demasiado ruido con la
sotana, cerraba los puños, humedecía una y otra vez sus labios con la lengua. Sofía
hablaba de voces, de ansias, de miedos, de ausencias, de pecados y deseos
inconfesables, pero el padre Dionisio sólo era capaz de escuchar los latidos del corazón
de la mujer taladrándole la cabeza.- Yo te absuelvo en el nombre del Padre, y un
calambre le recorrió la espina dorsal, y del Hijo, y su cabeza pareció estallar en mil
pedazos, y del Espíritu Santo, y apoyó, rendido, la cabeza en una de las paredes del
confesionario. Puedes ir en paz.

Oyó perderse los pasos de Sofía y deseó con todas sus fuerzas que nadie más
estuviese esperando confesión. Salió tembloroso y se dirigió a la sacristía. Otra vez esa
euforia mezclada con el agotamiento, ese apetito sin límites y el dolor que su propio
control le infligía. No debía luchar contra sus impulsos, y abrió, decidido, la puerta. No,
no podía permitir que la tentación lo arruinara todo, y cayó, exhausto, sobre su sillón. El
olor de la cera quemada le produjo náuseas. Miró los misales en las estanterías,
seguidamente las heridas en sus manos, y un asco profundo ascendió por su garganta
hasta pudrirle los ojos. Si hubiera podido mirarse al espejo, hubiera visto su rostro
cerúleo, sus ojos inyectados en sangre, el sudor resbalando por las mejillas. Iría tras ella.
Sólo la observaría de lejos, se repetía, no le pondría un dedo encima. Recordó en ese
momento el gesto inerte del padre Nicolás, su expresión de terror, los gritos. No tuvo
opción. Era la mejor forma para estar cerca de Sofía. Dionisio sabía que estaba
volviendo a ocurrir. A esas horas, su debilitada devoción y su fe marchita no podrían
contenerlo mucho tiempo. Apenas podría acercarse a ella a varios metros de distancia.
La vería bella, frágil y deseable tanto para el amor como para la barbarie.
Sofía giró la esquina que llevaba a una de las calles principales del pueblo. La
oscuridad de la noche ya cerrada, el silencio roto por el aliento oxidado del viento y la
afilada soledad de los caminos la hicieron dar un pequeño rodeo por las arterias
principales, seguramente transitadas a esas horas por algunos vecinos, para llegar a casa.
Sin embargo, tan sólo el eco de sus pasos parecía ofrecerle la compañía tan deseada.
Desde un desangelado callejón, el padre Dionisio la devoraba con ojos encendidos.
Sabía que pasaría por allí. Había llegado, como siempre, sin hacer el más mínimo ruido.
Tan solo, y nuevamente, el roce de la maldita sotana que le quemaba la piel en ese
instante. La miraba con una sonrisa enfermiza, imaginando el olor de su cabello
agitado, un bocado de su piel, la locura milenaria resbalando por su cuello. Entonces se
tensaba la espalda del sacerdote, como tantas otras ocasiones similares a lo largo de su
vida, y cerraba los ojos repitiendo una y mil veces que debía marcharse de allí, que sus
manos no debían rozar las de Sofía. La lucha entre la cordura y sus instintos volvía a
consumirle las entrañas. El mismo desgarro siglo tras siglo, la garganta reseca, el pulso
sin tiempo entre el bien y el mal, siempre el mismo tormento. Cuando vio a Sofía
desviarse hacia su casa, regresó a la Iglesia. Entró por el hueco dejado por una vidriera
rota y de un pequeño salto llegó hasta el altar. Consumido por el ansia sacó una pequeña
llave del bolsillo de su sotana y abrió el sagrario. Al sacar el cáliz, sus dedos volvieron a
sentir la misma quemazón. Cada palabra sería, a la vez, alivio y tortura. Había dejado la
copa llena de vino para ganar tiempo y un misal abierto en el atril. “Tomad y bebed
todos de él… sangre de la alianza nueva y eterna… hasta el perdón de los pecados…”
Lo cegaron, al unísono, la luz y la oscuridad. La vida y la muerte en un trago espeso. La
esperanza y la podredumbre alimentando su cuerpo milenario. La eternidad del cielo y
del infierno.
El estruendo que produjo el cáliz al caer devoró el lamento del padre Dionisio.
La sangre se derramaba por las comisuras de sus labios y había teñido de rojo el
alzacuello. Rió y lloró, liberado y preso. Las yemas de sus dedos achicharrados
empezaron a sanar y los colmillos redujeron su tamaño. Recordó, hacía ya ocho siglos,
la primera vez que vio el rostro de aquella mujer. Ella lo miró desde el molino mientras
el viento agitaba su melena. Dionisio no viviría, desde entonces, sin tenerla cerca.
Ochocientos años después, los rasgos de su ancestro se repetían en Sofía como
un diabólico milagro. Ante el espejo del cuarto de baño, se contempló, desmejorada. Se
tapó con el edredón hasta la nariz. Sus pies estaban helados. Echaba de menos a su
madre. Claro que sí, hija mía, tú también tienes tu ángel de la guarda. Todos lo tenemos,
y fue, lentamente, conciliando el sueño, olvidándose del miedo por ahora, respirando.

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