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«Hace más de diez años, tuve que dejar a mi esposo por insistencia de mis hijos. Ellos
no toleraban más que él me golpeara. Les pegaba a ellos también. No quería hacerlo
porque la Biblia dice que no debemos divorciarnos, pero mis hijos me insistieron, y al
final, lo hice. Desde entonces, la iglesia en que me congrego nunca más me permitió mi
contribución en ninguna actividad. No puedo siquiera participar en las reuniones de
oración porque tomé esa decisión en el pasado...» Julieta, lloraba sin consuelo.
«Le abrí a mí amado, pero ya no estaba allí. Se había marchado y tras su voz se fue mi
alma. Lo busqué y no lo hallé. Lo llamé y no me respondió. Me encontraron los
centinelas mientras rondaban la ciudad; los que vigilan las murallas me hirieron, me
golpearon; ¡me despojaron de mi manto!» Cantares 5. 6-7
Desde los días de Salomón y la sulamita hasta hoy, lamento afirmar que se ha
cambiado muy poco en favor de la condición de la mujer. Todavía se encuentra en
doble vínculo: cualquiera que sea la actitud que asuma, siempre será «la culpable» del
resultado.
Triste es decir que en nuestros días las mujeres siguen siendo víctimas de la violencia
social, económica y doméstica. Siguen atrapadas en sus hogares por el silencio, esa
equivocada noción de que si guardan el secreto, un día el marido cambiará y podrán
vivir en paz.
Creo que como cristianos y cristianas, nos toca romper el silencio. La iglesia debe ser
la primera en levantar su voz profética y denunciar el terrible secreto de la violencia
doméstica, empezando con lo que pasa en su propia casa. Además, debe acompañar a
las personas involucradas en tales situaciones para que puedan encontrar soluciones
sanas, saludables y bíblicas a sus conflictos, incluyendo nuevas formas de
comunicación familiar. Recientemente salió una investigación del BID (Banco
Interamericano de Desarrollo) donde afirma que en 1997:
«El costo de la violencia en América Latina representó 14,15% del Producto Interno
Bruto (PIB) de los países en la región.» El estudio estima que entre 30% a 40% de las
mujeres latinoamericanas han sufrido algún tipo de violencia intrafamiliar. Una de cada
cinco mujeres falta al trabajo por haber sufrido agresión física en sus casas. Los
números por países también asustan: en Chile, 60% de las mujeres que viven en
pareja; en Colombia, 20%; en el Ecuador, 60% de las mujeres que viven en barrios
pobres; en Argentina, 37%; en Nicaragua, 32% de las mujeres entre l6 a 49 años. En
los Estados Unidos, donde una mujer es agredida cada 15 segundos, la tercera parte
de las mujeres internadas de emergencia en los hospitales ha sido víctima de violencia
en sus hogares. De los hombres que agreden a sus parejas, 47 % lo repite por lo
menos tres veces al año. En Brasil, 66,3% de los homicidios contra mujeres en 1995 y
1996 fue por violencia intrafamiliar.
Después de las mujeres los niños son las principales víctimas de la agresión
intrafamiliar. Más de la mitad de los hombres que agreden a sus mujeres abusa
también físicamente de sus hijos. «La experiencia nos ha mostrado que la mayor parte
de los niños que viven en la calle dejaron su hogar a causa de la violencia familiar».
(ALC, 24 de julio, 1998)
Los números son alarmantes, y no debemos pensar que estas cosas pasan solamente
en los hogares no cristianos. Muchas mujeres que sufren violencia doméstica están en
las iglesias todos los domingos, algunos agresores hasta tienen puestos de liderazgo
en sus congregaciones. La violencia doméstica es de los secretos más bien guardados.
1. La conducta aprendida
Las familias repiten sus patrones de conducta. Uno aprende a «ser familia» en el
hogar donde se crió. Los modelos incorporados de familia son muy fuertes. Un
colega, Joe Dallas, dice: «Nunca debemos subestimar el poder de lo conocido»,
de las formas conocidas de comportarse. Si tenemos modelos sanos de familia,
podremos reproducirlos. Si tenemos modelos disfuncionales, enfermos y
dañinos de interacción, también los reproduciremos, por más que digamos que
no.
Esto no significa que tenemos que vivir atrapados en estos patrones. Somos
responsables de nuestros comportamientos y de nuestros hechos. Aunque lo
aprendimos de nuestros padres, tenemos el poder, la posibilidad y el deber de cambiar.
2. La presión de la cultura
Otro factor que contribuye a la violencia doméstica es la presión de la cultura, de la
familia y de sus mitos. Tenemos dichos populares en distintos países que surgen para
explicar lo de la violencia:
La insinuación es que la mujer no puede vivir sin el hombre y además, tiene que
soportar lo que sea para mantener la ilusión del hogar tradicional.
4. Vergüenza
La vergüenza es uno de los sentimientos más comunes entre las personas
involucradas en situaciones de violencia. Tienen vergüenza de lo que les pasa, sienten
culpabilidad, y no creen que alguien las pueda entender. Hay personas que creen que
la violencia es normal en la familia, ya que nunca conocieron otra forma de relacionarse
en pareja. Otras no saben a quien acudir, y romper el secreto de la familia significa
tener que ir en contra de la lealtad familiar («la ropa sucia se lava en casa»).
5. Creencias religiosas
La iglesia no siempre ha sabido responder con sabiduría, con respecto a la violencia.
No tiene un plan de intervención para ayudar a esas familias. Decir a la mujer que tiene
que soportarlo no es una buena solución. Amenazarla de disciplina o expulsión de la
iglesia si se separa tampoco lo resuelve. Hay que encontrar una forma de ayudar.
2. La separación terapéutica
Para la protección física de todos. No deben saber donde, para evitar que sigan
conectándose por formas violentas.
Para romper el ciclo de la violencia. Hay que aprender nuevas formas de
relacionarse y comunicarse. Si siguen juntos bajo el mismo techo, muchas veces
siguen con los mismos vicios de relación.
Para subrayar que realmente hay un problema. Al estar el esposo separado,
tiene más motivación para arreglar la relación debido a la incomodidad que pase
donde esté.
2) Entrar en contacto con la enormidad de lo que han vivido. En cierto sentido, las
cosas van a «empeorar» antes que mejorar. El veneno de años de abuso tiene que
salir —no hacia el otro, porque esto no sería constructivo. Más tarde en el proceso de
restauración podrán compartir y renegociar su relación, pero inicialmente, tienen que
«vomitar» todo lo horrible que han vivido juntos y desde su infancia.
4) Sanar las heridas pasadas de cada uno. El pasado ha dejado huellas. Con la ayuda
de Dios, hay que sanar las heridas, aprender límites sanos y saber decir no sin
violencia y sin dejarse invadir. Es necesario tomar medidas reales que sirvan para
ayudar a discernir lo que es conducta aceptable y lo que no lo es. Tienen que descubrir
experiencias dolorosas en la infancia y en la adolescencia que nunca fueron atendidas,
aprender a manejar las emociones y los sentimientos de maneras sanas,
expresándolas de forma apropiada.
Es un tiempo en que cada uno debe crecer en su autoestima. Somos de infinito valor
para Dios. Por esto, es importante que tengamos una mayor autoestima: debemos
proteger lo que Dios hace en nuestras vidas, saber quiénes somos para el Señor, y
valorar a quien Dios ha valorado de esa forma.
5) Cuidar a los hijos. Estos hijos han sufrido y han visto lo que jamás deberían haber
visto. A los papás les tocará pedirles perdón, y producir fruto de arrepentimiento. Deben
cambiar su conducta, para corregir los patrones viciados y para que las nuevas
conductas sean enseñadas por palabra y acción. Deben asegurarse de que las heridas
grabadas en la vida de los hijos también reciban sanidad.
6) Buscar ayuda con otras personas.2 Hay grupos de apoyo mutuo en los cuales se
pueden involucrar, hay tanto para el agresor como para el agredido. Quizás la iglesia
sería un buen lugar para ofrecer este espacio para que las personas puedan compartir,
crecer y salir adelante, de preferencia con ha ayuda del Señor. Es cierto que «la iglesia
que rasca donde pica ha de crecer». Conozco centros de refugio donde los maridos
han ido a buscar ayuda para su conducta violenta.
La verdad es que nadie cambia a nadie. Cada uno puede cambiarse solamente a sí
mismo, a nadie más. No podré cambiar a mi esposo; no podré cambiar a mi esposa.
Cuando uno de los dos no quiere cambiar no resta mucha esperanza para el
matrimonio. Dios puede hacer los milagros, pero prefiero ver el fruto de milagros de
hecho, y no de milagros «de fe». El riesgo de lo que está en juego es demasiado
grande.
Tenemos que aprender que es mejor tener una persona divorciada que una muerta. Y
el divorcio no es un pecado sin perdón. La vida no termina con el divorcio aunque así
parezca a veces. Como dice David Hormachea, el divorcio es el «privilegio» que Dios
ofrece para situaciones insostenibles. Es el remedio para una situación enferma. Es
mejor el divorcio que la violencia. Es mejor la vida, la paz, que la violencia o la muerte.
¿Qué pasó?
Ana Lía se quedó con el esposo muchos años, aunque le dejó más de cinco veces.
Finalmente pudo hacerlo en definitivo, y encontró una casa de refugio que le ayudó a
cuidar a sus hijos pequeños. También le dieron una preparación corta para conseguir
trabajo. Estuvo maravillada al regresar a la casa de refugio un día y compartir con sus
compañeras: «No creía que fuera posible conseguir empleo, pero hoy salí en respuesta
a una oferta de trabajo que pide los servicios de una lavandera. ¡Conseguí el puesto!
Tuve miedo, ¡pero lo logré!. Quiero agradecerle a todas, pues me ayudaron, y a Dios
que me abrió la puerta».
Heloisa regresó con su esposo, pero empezó a preparar su salida luego de nacer el
bebé. Un día logró recuperar sus documentos. Llamó a sus papás en el extranjero y le
ayudaron con los boletos para ella y los dos hijos. Pudo escaparse repentinamente un
día, mientras el esposo trabajaba. «¿Sabe lo que se me quedó en la cabeza,
doctorcita? Es que usted me decía que él no iba a cambiar solo, aunque hiciera todo
bien ¡o aunque fuera perfecta! Fue cierto: me pedía perdón, decía que esto nunca
volvería a pasar, pero pasó otras veces. Logré escaparme y ahora estamos
conversando cómo haremos para que él pueda visitar a los hijos.»
La violencia doméstica es una problemática social y moral por la que la iglesia está
obligada a responder proféticamente: (1) con la denuncia de este terrible secreto y (2)
con la creación de un plan de intervención —que sea bíblico, produzca vida y
sanidad— para ayudar a esas familias, especialmente a las que están en el seno de la
comunidad de fe.