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Me pide mi amiga Mercedes que desvele mis inicios, aquello

que influyó lo suficiente en mi vida como para terminar


como profesor de literatura y firmando mi blog como Javier,
un lector. Y echando la vista atrás tengo por cierto que fue
la afortunada confluencia de la época en que me tocó vivir
más la familia en que fui a nacer los elementos
determinantes de este proceso. Con estas premisas, justo
es que mi “autorretrato lector” comience por rendir sincero
homenaje a mi madre, una MAESTRA (así con mayúsculas,
de aquellas más preocupadas en utilizar el sentido común
que la pedagogía) y que se aplicó con infinita paciencia y
notable tesón a enseñarme aquello que hace del maestro
(mi madre siempre ha rechazado que la llamen profesora)
la piedra angular de la educación; ella me enseñó las
primeras letras y los primeros números, ensanchó de esta
suerte mi mundo abriéndolo al conocimiento y la duda, a la
magia y la ciencia, a las creencias y las certezas. Y además
tuvo el decoro de hacerlo a su debido tiempo, es decir;
cuando mi mente estuvo preparada para iniciar el no fácil
camino de la lectura, la escritura y las primeras operaciones
matemáticas. Tuvo el acierto de anteponer los
conocimientos básicos a la entronizada socialización y el
juego, y así , no retrasando innecesariamente mis inicios
literarios , evitó robarme un tiempo que no se recupera
jamás y me convirtió en lo que hoy quizá se consideraría un
lector precoz. Mi deuda de gratitud hacia ella no tiene
límites.

Si mi madre fue la entregada artífice que logró llenar mi


cabeza de letras y números y, además , hacer que sus
extrañas combinaciones cobrasen sentido en mi mente
infantil, fue mi abuela quien alimentó mi curiosidad y
fomentó al extremo mis recién adquiridas habilidades
lectoras. Amén de abastecerme de “chuches”, helados ,
refrescos , juguetes y besos con una prodigalidad casi
enfermiza , fue ella – en sus casi diarias visitas a casa – mi
proveedora literaria oficial. A su extrema generosidad se
añade que yo fui a nacer en una época dorada del tebeo y
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quizá también del cómic. ¡Cuántas tardes magnifícas no
pasaría yo disfrutando de las disparatadas aventuras de “El
botones Sacarino”, “Pepe Gotera y Otilio”, “Anacleto”,
“Doña Petra”, “Los hermanos Zipi y Zape”, la ya mítica
contraportada del tebeo “Rue del Percebe 13” y un largo
etcétera!. Y mis preferidos , por supuesto ,”Mortadelo y
Filemón”, cuya manifiesta violencia (golpes, puñetazos,
mordiscos, arañazos y otras lindezas) no llegaron a
convertirme , pese a los muchos denostadores modernos de
este tipo de publicaciones , en ningún maltratador o
asesino en serie… ¡qué le vamos a hacer! Como tampoco
llegaron a trastornar significativamente mi personalidad las
bélicas aventuras de “El Jabato” (el héroe ibérico que
acompañado de su inseparable amigo , el forzudo Taurus ,
siempre andaban dispuestos a perder la vida por una buena
causa). Casi sería más honesto reconocer que sus
arriesgadas aventuras (cuyo equivalente en clave medieval
encontramos en las aventuras de El capitán Trueno y su
amigo el gigantón Goliat) inculcaron en mí ciertos valores
éticos como la virtud, el honor, la rectitud, así como mi
convencimiento absoluto de que el viejo pensamiento
romano de “si quieres la paz , prepara la guerra” es una
realidad tristemente innegable por ser consustancial a la
condición humana. De ahí mi reticencia “ancestral” a
cualquier tipo de pensamiento “políticamente correcto” que
enmascare la realidad o peque de un idealismo que termine
negando la realidad misma. He de confesar aquí que no he
llegado a superar mi gusto-dependencia del cómic :
“Astérix y Obélix”, “Lucky Luke” y un largo etcétera
llegarían después a dejar su impronta en mi formación, a
Dios gracias.

El tercer pilar que sustenta mi andamiaje como lector es la


enorme figura de mi tío Luis. Él es, sin género de duda , el
lector más colosal con el que jamás me haya cruzado y la
persona , además , que con sus constantes , exactas y
estremecedoramente vívidas evocaciones literarias
alimentó hasta el paroxismo mi mente juvenil. Lector
impenitente (hasta el punto de costarle unas notarías, que
no es poco) se unían en él el número infinito de lecturas de
todo pelaje y condición con una portentosa memoria que le
permitía recordar todos y cada uno de los libros leídos

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como si el tiempo no tuviese fuerza para borrar un solo
detalle de su prodigiosa memoria. Aquella facultad tan suya
y tan inalcanzable para mí me llevó a recoger en pequeños
cuadernos una pequeña ficha de cada lectura que yo hacía,
tratando humildemente de paliar mediante la escritura la
memoria que la naturaleza no tuvo a bien concederme. He
mantenido esta costumbre desde los dieciéis años ,
alimentando un secreto orgullo como lector con cada nueva
lectura que incluía en mis cuadernos. Hace pocos días
anoté en ellos mi libro seiscientos cuarenta y seis ( ya que
de confesiones va este artículo). De la mano de mi tío Luis
descubrí los primeros clásicos de la literatura de aventuras
y el cómic norteamericano. Quedé absolutamente
impactado con “Tarzán, el rey de los monos” (aquel épico
combate entre el hombre-mono y el antropoide Terkoz por
el control de la tribu, que dejó a Tarzán con un enorme
trozo de su propio cuero cabelludo cayéndole sobre los ojos
e impidiendo su visión, fue un descubrimiento brutal sobre
el poder de las palabras). Tanto es así que le robé el
ansiado libro de portadas naranjas a mi tío para poderlo
releer tantas veces quisiera, libro que aún hoy conservo.
Aunque dejé coja su colección de novelas de Tarzán, bien
sé que mi tío me perdonó, pues de hecho me autorizó –algo
que desde luego aproveché siempre que pude- a diezmar
su bien nutrida biblioteca. De su mano entré en el mundo
de los superhéroes Marvel y otros. “Thor”, “Los cuatro
cuatro fantásticos”, “El capitán América”, “La Masa”, “El
Hombre de Hierro” y después “Spiderman” coparon no
pocas de mis horas de lectura… Por cierto, nunca hice
buenas migas con Supermán.

Y llegando ya al final de este micro-repaso de un lector en


ciernes cabe preguntarse: ¿y los “clásicos”?. En el estante
más bajo de un mueble-librería en casa de mis padres – y
procedente de casa de mi abuelo- se apilaba una colección
de libros en dos diferentes formatos y con variopintas
portadas. Se trataba de una amplia colección de clásicos
adaptados – la colección Araluce , si mal no recuerdo-. Un
día , y casi al azar, saqué uno de esos libros: “Sigfrido”. Yo
entonces nada sabía de los Nibelungos y su anillo del poder,
simplemente abrí el libro y comencé a leer. La batalla del
buen Sigfrido con el Dragón y cómo se bañó en su sangre

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para hacerse invulnerable me cautivó; la historia de la hoja
que cayó sobre su hombro, impidiendo una invulnerabilidad
completa , y la posterior muerte del héroe , fruto de una
traición , me irritaron. La suerte estaba echada; de la mano
de Sigfrido fueron llegando los clásicos adaptados, y
posteriormente las versiones originales. Pocos días antes de
la llegada de los Reyes Magos – tenía yo entonces catorce o
quince años - entregué a mi madre la lista de los regalos
que deseaba; en ella figuraba una quincena de libros
clásicos desde “La Odisea” de Homero o “Lazarillo de
Tormes” hasta la “Metafísica” de Aristóteles (todos ellos de
la Colección Austral de Espasa-Calpe). Hoy ya no recuerdo
la lista inicial completa. El día de Reyes aparecieron todos
los títulos de mi lista, aunque mi madre – inteligentemente
– no había dejado de incluir otro tipo de regalos como
juguetes o artículos deportivos. El resto es el desarrollo de
una afición-obsesión, justo es reconocerlo. Tanto es así que
cada vez que trato de ponerme a escribir algo termino
pensando el libro que podría estar leyendo si no tuviese que
escribir, y cuánto más ganaría leyendo lo que otro piensa
que contando a quién sabe quién lo que yo ya sé. Y ni que
decir tiene que cada vez que se plantea esta disyuntiva el
lector que hay en mí se impone con meridiana nitidez al
escritor que no consigo sacar adelante. Tan sólo una vez
pudieron trocarse las tornas. Fue la primera vez que un
periódico de tirada nacional me publicó un artículo
(precisamente animando a la lectura). Tenía yo la
animosidad de los diecisiete años y mi lógica ilusión
preuniversitaria… pero esa es ya otra historia.

Francisco Javier Arce Argos


Prof. Lengua y Literatura
IE Vicente Cañada Blanch

Marzo 2011.

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