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como si el tiempo no tuviese fuerza para borrar un solo
detalle de su prodigiosa memoria. Aquella facultad tan suya
y tan inalcanzable para mí me llevó a recoger en pequeños
cuadernos una pequeña ficha de cada lectura que yo hacía,
tratando humildemente de paliar mediante la escritura la
memoria que la naturaleza no tuvo a bien concederme. He
mantenido esta costumbre desde los dieciéis años ,
alimentando un secreto orgullo como lector con cada nueva
lectura que incluía en mis cuadernos. Hace pocos días
anoté en ellos mi libro seiscientos cuarenta y seis ( ya que
de confesiones va este artículo). De la mano de mi tío Luis
descubrí los primeros clásicos de la literatura de aventuras
y el cómic norteamericano. Quedé absolutamente
impactado con “Tarzán, el rey de los monos” (aquel épico
combate entre el hombre-mono y el antropoide Terkoz por
el control de la tribu, que dejó a Tarzán con un enorme
trozo de su propio cuero cabelludo cayéndole sobre los ojos
e impidiendo su visión, fue un descubrimiento brutal sobre
el poder de las palabras). Tanto es así que le robé el
ansiado libro de portadas naranjas a mi tío para poderlo
releer tantas veces quisiera, libro que aún hoy conservo.
Aunque dejé coja su colección de novelas de Tarzán, bien
sé que mi tío me perdonó, pues de hecho me autorizó –algo
que desde luego aproveché siempre que pude- a diezmar
su bien nutrida biblioteca. De su mano entré en el mundo
de los superhéroes Marvel y otros. “Thor”, “Los cuatro
cuatro fantásticos”, “El capitán América”, “La Masa”, “El
Hombre de Hierro” y después “Spiderman” coparon no
pocas de mis horas de lectura… Por cierto, nunca hice
buenas migas con Supermán.
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para hacerse invulnerable me cautivó; la historia de la hoja
que cayó sobre su hombro, impidiendo una invulnerabilidad
completa , y la posterior muerte del héroe , fruto de una
traición , me irritaron. La suerte estaba echada; de la mano
de Sigfrido fueron llegando los clásicos adaptados, y
posteriormente las versiones originales. Pocos días antes de
la llegada de los Reyes Magos – tenía yo entonces catorce o
quince años - entregué a mi madre la lista de los regalos
que deseaba; en ella figuraba una quincena de libros
clásicos desde “La Odisea” de Homero o “Lazarillo de
Tormes” hasta la “Metafísica” de Aristóteles (todos ellos de
la Colección Austral de Espasa-Calpe). Hoy ya no recuerdo
la lista inicial completa. El día de Reyes aparecieron todos
los títulos de mi lista, aunque mi madre – inteligentemente
– no había dejado de incluir otro tipo de regalos como
juguetes o artículos deportivos. El resto es el desarrollo de
una afición-obsesión, justo es reconocerlo. Tanto es así que
cada vez que trato de ponerme a escribir algo termino
pensando el libro que podría estar leyendo si no tuviese que
escribir, y cuánto más ganaría leyendo lo que otro piensa
que contando a quién sabe quién lo que yo ya sé. Y ni que
decir tiene que cada vez que se plantea esta disyuntiva el
lector que hay en mí se impone con meridiana nitidez al
escritor que no consigo sacar adelante. Tan sólo una vez
pudieron trocarse las tornas. Fue la primera vez que un
periódico de tirada nacional me publicó un artículo
(precisamente animando a la lectura). Tenía yo la
animosidad de los diecisiete años y mi lógica ilusión
preuniversitaria… pero esa es ya otra historia.
Marzo 2011.