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HERMENÉUTICA DE LA IMAGEN Y TEORÍA DE LA IMAGEN: HERRAMIENTAS DE LA

INVESTIGACIÓN ARTÍSTICA

Fernando Zamora Águila

I. ¿Qué debemos o qué podemos entender por investigación artística? ¿La que escribe sobre arte
alguien que, como yo, nunca toma un pincel o una gubia para producir una obra artística? ¿La que
realiza un historiador? ¿La que hace un productor de imágenes artísticas mediante sus manos y
mediante sus herramientas? Dedicarse a la hermenéutica del arte o a las estética como disciplinas
filosóficas es considerado una forma de investigación en el campo de las artes. Pero, ¿es investigación
artística?
Tradicionalmente, la hermenéutica y la estética (o teoría del arte) han tenido en común el que su
objeto de estudio se valora como noble, elevado y ajeno a la vulgaridad cotidiana. Con la primera, los
textos (bíblicos, homéricos, jurídicos) eran sometidos a una interpretación, con el fin de develar la
«verdad» oculta bajo las capas de palabras. Con la segunda, la actividad artística y sus productos eran
sometidos a explicaciones filosóficas que buscaban formular principios con validez universal, a fin de
fundamentar la diferencia entre lo bello y lo no bello. En ambos casos, la herramienta principal era la
palabra, llave de acceso a esos ámbitos superiores, única intérprete y formuladora de los sentidos
verdaderos de los textos y de los rasgos definidores de lo artístico como lo bello para los sentidos. Sólo
mediante el discurso racional era posible acercarse a la obra. En cambio, la experiencia directa con un
texto y con una obra artística se ubicaba en un nivel que, por ser inmediato y carente de formulaciones
verbales, se valoraba como inferior y provisional.
Esta elevación de la palabra al rango de único medio de acceso al sentido de los textos y a la belleza
de las obras es una modalidad del logocentrismo. Por logocentrismo entiendo la consideración de que el
lenguaje verbal es el rasgo definitorio y central de lo humano, por encima de cualquier otro medio de
expresión o comunicación (las imágenes visuales, la danza, la gestualidad, etc.). Sin embargo, las
últimas décadas han visto el desarrollo de dos acercamientos no lastrados por el logocentrismo y que
hoy podemos considerar auténticas actualizaciones de la hermenéutica y de la estética: la hermenéutica
de la imagen y la teoría de la imagen.

II. HERMENÉUTICA

a) Normalmente, es decir, en la experiencia espontánea y natural, nuestro enfrentamiento a una obra


pictórica o escultórica, a un dibujo o a un grabado no involucra en primera instancia la intervención de
palabras, sino de los sentidos y de la imaginación. Si las palabras intervienen, no son la vía principal de
acercamiento a la obra; a lo más, son un auxiliar que permite denominar y verbalizar con fines
explicativos nuestra experiencia inmediata con la obra. Para el pintor, escultor o grabador, las palabras
pueden incluso ser unas intrusas que se interponen entre la obra y el espectador, sobre todo cuando se
vuelven demasiado protagónicas.
Cuando Paul Valéry decía hacia el año 1930 que «siempre debe uno disculparse por hablar de
pintura», lo hacía desde la postura del maestro en el arte de las palabras, del dueño de un discurso
omnímodo capaz de reducir a sus propios términos cualquier fenómeno de la vida. Para él, era molesto y
sobre todo injusto tener que disculparse, pues en realidad «hay grandes razones para no quedarse
callado» y «todas las artes viven de palabras». Tenemos aquí en todo su esplendor ese logocentrismo
arrogante, seguro de que lo no enunciado, lo que no pasa por el lenguaje verbal, no puede existir. Seis
décadas más tarde, en el mismo ambiente francés, Régis Debray sostenía que «hay que disculparse por
hablar de pintura», pero en un sentido distinto: quien en la experiencia estética pone por delante las
palabras está obligado a disculparse, debido a la impertinencia de su intromisión. Pues las imágenes
pictóricas tienen su propia manera de referirse al mundo, una manera que es anterior al discurso.
¿Qué tiene que decir la hermenéutica al respecto? Como ya se apuntó más arriba, esta disciplina de
noble linaje ha sido históricamente una aplicación de la palabra a la palabra: se trata de extraer,
mediante diversas operaciones interpretativas, el sentido de un texto para formularlo mediante otro texto.
Sin embargo, si cambiamos de perspectiva y reconocemos que, en nuestra calidad de seres culturales,
interpretamos el mundo cada vez que lanzamos una mirada sobre él, o cada vez que palpamos un
objeto, entonces se abre una nueva ruta por donde la hermenéutica puede transitar en los terrenos del
arte (y en general de la imagen) sin que sea obligatorio disculparse. Un joven artista mexicano (Miguel
Ledezma) escribió hace poco tiempo en su tesis de grado en la UNAM que «el artista es un
hermeneuta». Se refería a que el artista, con sus recursos técnicos, formales, pictóricos, escultóricos,
etc. es un intérprete del mundo mediante su trabajo plástico. Agreguemos a esto que el espectador de
una pieza escultórica puede interpretarla (o mediante ella interpretar el mundo) haciendo uso de diversos
recursos sensoriales e imaginales. Y, aunque los recursos verbales también intervienen, no todo tiene
que verbalizarse para que tenga sentido. En nuestra experiencia con las obras plásticas, hay aspectos
irreductibles al discurso.
Con estas precisiones necesarias, pasaré ahora a considerar de modo somero cuáles son las
posibilidades de una hermenéutica de las artes.

b) La muy respetable tradición de la hermenéutica textual nos ha legado una serie de herramientas
conceptuales que podrían ser extrapoladas y adaptadas con gran provecho al estudio de las artes
plásticas, así como de los lenguajes no verbales en general. Me detendré sólo en cuatro de ellas, por
considerarlas especialmente aplicables al enfrentamiento con la obra plástica.

—Comprensión. Una gran aportación de la hermenéutica del siglo XIX (con Wilhelm Dilthey) fue la distinción entre
explicar y comprender. Lo primero se hace cuando nuestro objeto de interés carece de dimensión humana; por
ejemplo, cuando estudiamos el desarrollo geológico de un suelo, o la composición química de una sustancia. Lo
segundo, en cambio, se hace cuando nuestro objeto de estudio (por ejemplo, un personaje histórico, un enfermo
sometido a terapia o un hecho social) implica a otros sujetos. Un personaje histórico, un enfermo y un hecho
social no requieren ser explicados, sino comprendidos. Asimismo, cuanto se trata de estudiar una obra literaria o
a su autor, lo que necesitamos es un enfoque comprensivo, más que explicativo. El acercamiento comprensivo a
las obras artísticas nos permite abordarlas en su dimensión de sujetos emisores de sentido, y no como meros
objetos pasivos. Este enfoque nos habilitará también para reconocer los sentidos nuevos que emite la obra ante
cada espectador y ante cada circunstancia diferente. A veces, lo que nos interesa es el autor mismo, y aquí la
mirada comprensora es adecuada, en tanto nos predispone, como intérpretes, a compenetrarnos vivencialmente
con él.

—Reconstrucción de sentido, intención originaria. Lo que hoy se llama, a veces con un dejo de menosprecio,
hermenéutica romántica, consistía en un acercamiento básicamente vivencial o empático a las obras.
Ciertamente, los investigadores románticos se interesaban sobre todo en las obras escritas, no en las obras
escultóricas o pictóricas. Sin embargo, es válido aplicar este enfoque a las artes plásticas. Cuando ensayamos
un acercamiento a las intenciones del artista en el momento de crear su obra, no siempre lo tenemos a la mano
para preguntarle por sus intenciones al proponer tal o cual imagen, al elegir tales o cuales lenguajes, tales o
cuales formas, etc. Entonces necesitamos recurrir a cierto tipo de sutileza interpretativa que nos permita
«ponernos en su lugar» y responder a esas preguntas. Si se nos pide escribir para una exposición, nos
entrevistamos con los autores a fin de sustentar en sus intenciones o ideas originales nuestra verbalización sobre
su trabajo. Pero cuando no es posible esto y tenemos que referirnos a un artista desaparecido o ausente,
echamos mano de diversas estrategias para «reconstruir» la génesis de las obras en cuestión. Sé que hoy en día
está muy desprestigiada la idea de que «el intérprete puede conocer la obra mejor que el mismo autor»; pero no
se trata de conocer mejor o peor, sino de hacer accesible la obra a nosotros mismos y a nuestros
contemporáneos. Se trata de acercar nuestro horizonte al del autor.

—El horizonte. La hermosa noción hermenéutica de ‘horizonte’ implica tanto lo espacial como lo temporal. El
aquí implica el allá; la presencia, la ausencia. El tiempo, como nos enseñó la fenomenología, no es algo que se
da en el interior de un flujo: es el fluido mismo, el fluir mismo. Por tanto, el antes y el después son parte de un
mismo continuo en que el ahora existen como presente. Nuestro presente está siempre henchido de pasado y de
futuro. Cada lugar y cada momento son un crucero en donde lo ausente y lo lejano, o lo pasado y lo futuro están
retroproyectándose y proyectándose. Con la hermenéutica romántica alemana (Herder), se entendió que al
interpretar un texto es necesario ubicarlo en el espacio-tiempo que lo enmarca, es decir, en ese horizonte que lo
convierte en una pieza única. Abordar la obra de ese modo, ubicándola en su contexto, es transitar de lo
particular a lo general, pero no en un proceso de inducción explicativa, sino en un proceso comprensivo que
permite entender la relación entre el todo y las partes. Esto fue llamado círculo hermenéutico. Y este ubicar en el
horizonte específico a la obra es aplicable al estudio de la obra artística o de los artistas mismos, tal como puede
constatarse en muchos estudios de historia del arte.
—El círculo hermenéutico. Este concepto atraviesa el desarrollo de la hermenéutica desde el siglo XIX hasta el día
de hoy. Tiene tres variantes. La primera (con Schleiermacher) se refiere a lo que acabo de mencionar: la
dependencia mutua entre el todo y las partes. Para comprender el todo, hay que identificar y comprender sus
partes; pero a la vez cada parte es comprensible en tanto la ubicamos en el todo que la envuelve dándole
sentido. ¿No es así como de manera espontánea nos acercamos a una escultura o a una obra arquitectónica?
Reconocer esto y sistematizarlo ayudará a que la práctica y el estudio del arte se enriquezcan. La segunda
variante del círculo hermenéutico consiste en la afirmación (también romántica) de que en la convivencia
cotidiana entre las personas se da el juego entre un Yo que dice algo y un Tú que escucha. A su vez, el Tú se
convierte en un Yo cuando responde, y el Yo se convierte en un Tú que escucha. Se forma así una especie de
círculo (o una elipse con sus dos focos) en donde cada sujeto es un otro para el otro: yo soy tú para ti; tú eres yo
para ti; tú eres tú para mí. En el diálogo con el arte se da esta misma relación bifocal; por ejemplo, en las piezas
interactivas o en los performances. La tercera variante del círculo hermenéutico fue propuesta por Heidegger:
cuando nos acercamos interpretativamente a un fenómeno con la intención de comprenderlo, ya lo hemos
comprendido de antemano. ¿De qué modo? Lo hemos comprendido ya en tanto pertenecemos a un entorno
histórico y cultural que nos lleva a interpretar de determinada manera ese objeto. La Coatlicue no podía sino ser
un monstruo para los europeos renacentistas que la vieron en el siglo XVI; las naves de los españoles no podían
ser sino casas flotantes. Es decir, todo mirar implica un «ver como...»; todo escuchar, un «oír como...»; todo
palpar, un «tocar como…»

Hans-Georg Gadamer fue el gran difusor y aplicador de la hermenéutica del siglo XX. A él debemos el
esclarecimiento de éstos y otros conceptos cruciales. Sin embargo, su pensamiento estaba lastrado por
un logocentrismo bastante reticente. Afirmó en repetidas ocasiones que «todo lo humano debemos
hacerlo pasar por el lenguaje», o que «toda comprensión tiene un carácter lingüístico. La experiencia
entera del mundo se expresa lingüísticamente». En este punto es conveniente separarse de él, si lo que
interesa es construir una auténtica hermenéutica de lo visual, o más bien de la imagen. Acaso sus
propias palabras referentes al «enmudecer del lenguaje pictórico» nos puedan servir como puerta de
acceso a ese tipo de hermenéutica. En la medida en que reconozcamos los límites de la hermenéutica
verbalizante y nos abramos a las posibilidades de una interpretación auténticamente comprensiva,
estaremos construyento una alternativa al logocentrismo. Esa hermenéutica de la imagen tendría como
primer postulado dejar que las imágenes (pinturas, dibujos o esculturas, performances o instalaciones,
fotografías o videos) hablen a su manera: mostrando y no diciendo.

III. TEORÍA DE LA IMAGEN

La teoría de la imagen tiene una larga tradición, que proviene desde tiempos clásicos. Mas sólo en la
época contemporánea pareció volverse un enfoque teórico de primera importancia. La causa directa
podría ser el auge de los medios visuales y audiovisuales. En filosofía, suele denominarse al siglo XX el
siglo del giro lingüístico, debido a la gran importancia que adquirieron los estudios sobre el lenguaje de la
palabra. Pero también es el siglo del giro visual: la imagen fotográfica, cinematográfica y televisiva se
volvió penetrante y ubicua, e influye con fuerza en casi todos los ámbitos de la cultura, generando
además un fenómeno de globalización visual inédito.
A un siglo de esa explosión visual, podemos afirmar sin metáfora que vivimos no sólo en un mundo de
la imagen, sino en un auténtico mundo-imagen. El mundo globalizado está hecho de imágenes
mediatizadas, y es muy difícil formarse un concepto de él fuera de éstas. Lo que hace un par de siglos se
llamó «imagen del mundo» (Weltbild), queriendo decir con ello «concepción del mundo»
(Weltanschauung), es hoy una imagen-mundo cada vez más uniforme y unificada. Resulta difícil moverse
fuera de esa imagen-mundo construida por los poderes político-económicos, y que absorbe y anula las
diferencias construyendo un entorno cada vez más unidimensional.
Hay dos aspectos de lo anterior que me interesa subrayar. Primero, que hablar de «imagen» en este
sentido no debe ser limitarse a la noción de ‘imagen visual’ o de ‘imagen óptica’. Se trata más bien de
una imagen conceptual, que si bien se apoya fuertemente en lo visual no se reduce a ello; esa imagen
conlleva una concepción del mundo. En segundo lugar, que tal auge de lo visual-mediático tuvo
repercusiones profundas sobre las artes plásticas tal como se venían cultivando en Occidente. Veamos
cada uno de estos puntos. El primero se refiere a la ontología de la imagen, y el segundo a cómo la
teoría de la imagen ha ido reemplazando a la teoría del arte (o estética)

a) Ontología de la imagen
Un primer aspecto a considerar en relación con la imagen es su dualidad fundamental: hay imágenes
sensibles e imágenes no sensibles. Hay imágenes que son objetos materiales, físico-espaciales
(bidimensionales, tridimensionales, en color o en blanco y negro, grandes o pequeñas, ligeras o pesadas,
electrónicas, pictóricas o escultóricas, etc.). Las imágenes sensibles están frente a nosotros: son objetos.
Su materialidad es incuestionable, y eso determina algunas de sus limitantes y alcances. Además, las
imágenes materiales pueden ser visuales, sonoras o táctiles (incluso pueden ser olfativas o gustativas), o
bien pueden consistir en la combinación de varios de estos tipos. Es muy importante subrayar que la
mayoría de las imágenes sensibles que emitimos o recibimos no son visuales; muchas de ellas son
táctiles o sonoras. Aunque en la cultura occidental lo visual (junto con lo auditivo) ha tenido
tradicionalmente una consideración superior a lo táctil o a lo olfativo, ni siquiera aquí nuestro contacto
con el mundo y con los demás se reduce a lo visual.
Por otro lado, hay imágenes que no son físico-espaciales, sino imaginarias. No son sensibles, pero
tienen una existencia no menos real que las anteriores: aquí tenemos los mitos, los sueños, los
proyectos, las alucinaciones, las fantasías, los recuerdos, los miedos o las metáforas. Ninguna de ellas
depende de un soporte físico determinado, como sí es el caso en un dibujo o en una pintura. Y ninguna
de ellas es visual, táctil o sonora; por lo tanto, no es visible, tangible ni audible. En cambio sí es posible
traducirlas a una imagen visual, táctil o sonora. Esto es lo que sucede, por ejemplo, con nuestros sueños
y nuestros proyectos: los representamos físicamente en dibujos, gestos o palabras. Las imágenes
imaginarias no están dentro de nosotros, sino entre nosotros. En eso consiste su intersubjetividad. Hay
aquí una interesante confluencia entre la teoría de la imagen y la hermenéutica fenomenológica: las
imágenes no sensibles existen en un ámbito que no es estrictamente subjetivo (o privado), sino que se
alimenta de lo social (lo público). Un sueño, una alucinación, un proyecto arquitectónico o escultórico
existen en el ámbito «interior» de un sujeto, en su privacidad, pero se alimentan de la convivencia de ese
sujeto con otros sujetos como él: se alimentan de su vida pública. Eso es la intersubjetividad. El mundo
en que vivimos no es ni fríamente objetivo ni cerradamente subjetivo: es intersubjetivo.
Otro aspecto de la ontología de la imagen se refiere a las relaciones entre la imagen como objeto
físico (por ejemplo un cuadro, o Bild, en alemán) y el prototipo o más bien el arquetipo que le dio origen.
En la tradición alemana esto es llamado «proto-imagen» o «imagen originaria» (Ur-bild). Para Gadamer,
esa imagen arquetípica es lo que otorga a las imágenes sacras su valor presencial, o a los retratos su
valor representativo. En cambio, a veces la imagen física se conforma con el parecido superficial o
meramente sensible, y es una imitación o copia (Ab-bild). Esta cuestión se relaciona, hacia atrás, con las
encarnizadas polémicas medievales sobre la conveniencia o no de hacer representaciones físicas de lo
divino. Y, hacia delante, con lo que tan bien viera Walter Benjamin al reflexionar sobre la pérdida de aura
en las imágenes mediáticas. A partir de la teoría de la imagen, podemos ver cómo esa pérdida de aura
es justamente la pérdida de la Urbild en la imagen material, su reducción a mera reproducción sensible.
La pérdida de valor original en las imágenes públicas (sean sacras, artísticas o políticas) se debe a
que, en la cultura occidental, la conexión entre lo arquetípico y lo típico se perdió. Ni siquiera las obras de
arte, último reducto de la imagen sacra, conservaron su poder aurático. Es difícil prosternarse ante un
urinario, por muy famoso que sea (Marcel Duchamp).Y es imposible hacerlo frente a una copia de ese
urinario específico, aunque su superficie sea dorada (Sherrie Levine). Las imágenes sensibles en el
mundo occidental han abandonado desde hace mucho su carácter presencial (ya no son ídolos, ya no
pueden serlo), y al parecer su carácter representacional se ha estado diluyendo, al grado de volverse
sólo imágenes de sí mismas: aquí, la autorrepresentación consiste en un empobrecimiento ontológico
extremo. Una imagen que se representa a sí misma de ese modo tan vacuo no puede ser sino una
pseudo imagen, una imagen falsa, una no imagen.
¿Es posible recuperar en el ámbito occidental esa imagen aurática, henchida de presencia? ¿Es
importante que ocurra esa recuperación? De hecho, el contenido simbólico arquetípico de muchas
imágenes en museos, en el cine o en la calle es lo que mueve a las multitudes a consumirlas con
fruición, a acumularlas y contemplarlas. Y, gracias a este simbolismo que se niega a desaparecer, las
imágenes materiales (visibles, audibles, tangibles) tienen algo dentro de ellas que las hace ser
importantes para la gente. Toda imagen pública de alto valor es también una imagen privada de alto
valor, como nos dice el principio de la intersubjetividad de lo imaginal. Ése es el rasgo principal de los
ídolos, que por ello inquietan tanto a las jerarquías eclesiásticas. En Occidente, la tradición judeo-
cristiana no ha sabido afrontar la recurrencia de la idolatría entre sus fieles. A veces, intenta oponer al
ídolo «falso» o «malo» el ícono «verdadero» o «bueno»; a veces, le opone la imagen «honesta» y
«superior». Pero ahí sigue el ídolo, resurgiendo siempre desde el fondo de las memorias colectivas.
La teoría de la imagen en la órbita cultural occidental está basada en nociones griegas, judías y
cristianas que han seguido operando desde hace siglos, a veces por separado, a veces en conjunto. ¿Es
posible construir una teoría de la imagen no lastrada por nociones greco-judeo-cristianas? Tal vez sí,
aunque quizá fuera del ámbito controlado por estas tradiciones sea innecesaria una teoría de la imagen.
En el pensamiento mesoamericano o en el pensamiento andino podemos encontrar nociones que tal vez
permitirían construir sobre bases diferentes una teoría de la imagen. Por ejemplo, podríamos evocar la
noción nahua de ‘ixiptla’ o la quechua de ‘huaca’, que al ser sustituidas durante la Colonia por la noción
judeo-cristiana de ‘ídolo’ perdieron todo su sentido ontológico originario. Un ixiptla o una huaca dejaron
de ser auténticas presencias para convertirse en despreciables «ídolos».

b) Paso de la teoría del arte a la teoría de la imagen

La teoría de la imagen, aun circunscrita al universo conceptual de Occidente, puede ayudarnos a


apuntalar la crítica de la estética tradicional. Esa crítica se ha venido realizando tanto desde el frente de
la teoría del arte como desde la práctica artística misma en el llamado posmodernismo. La estética como
disciplina filosófica sobre el arte se entendió a sí misma como el estudio del arte en tanto objeto bello
para los sentidos. No se ocupaba de lo no sensible, y en esa medida resulta hoy limitada (y limitante). La
teoría de la imagen, en cambio, desde el momento en que propone una noción amplia e incluyente de
imagen (que no la reduce a lo sensible), da herramientas conceptuales para ocuparse también de lo no
sensible. El antiguo problema teológico y ontológico de las relaciones entre lo visible y lo invisible, que
tanto ocupó a los pensadores medievales y que fue resuelto con el aparataje conceptual del
neoplatonismo, puede ahora ser replanteado en otros términos: ¿cómo se relacionan lo sensible y lo no
sensible? Y puede ser resuelto de otra forma: lo sensible y lo sensible, lo público y lo privado se
presuponen. De nuevo, la noción fenomenológico-hermenéutica de ‘intersubjetividad’ viene en nuestro
auxilio para entender cómo las imágenes del mundo son un conglomerado intersubjetivo: el tiempo-
espacio privado y el tiempo-espacio público se presuponen, formando un cuadrante.

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El paso de la teoría del arte a la teoría de la imagen sería, pues, un enriquecimiento de la perspectiva
desde la cual se aborda el hecho artístico, más que una mera sustitución de lo «viejo» por lo «nuevo». Si
partimos de que las imágenes conforman un territorio más vasto que el arte, y que comprenden a éste
junto con otras formas de la imagen (la publicidad, la imaginería científica, la propaganda…), entonces
ese paso será entendido como una apertura incluyente. Así, «categorías estéticas» tales como
composición, forma, belleza, pureza, estilo, genialidad, creatividad, inspiración, talento, maestría,
virtuosismo, originalidad, disciplina, gusto, historia, mímesis, renovación, experiencia estética…, más que
ser hechas a un lado como trastos viejos, serían ubicadas en su campo (el del arte), y ocuparían un
rango similar al de otras categorías para otros campos (como efectividad en la imagen publicitaria o
propagandística, claridad e iconocidad en la divulgación científica). A la vez, la idea de que el mundo del
arte es «autónomo» daría paso a la idea de que entre los distintos campos de la imagen hay vasos
comunicantes. La autonomía, o dejaría de ser considerada relevante, o sería vista sólo como muy
relativa.
La obra de arte tradicional era (es) un objeto para trascender tiempos y espacios, y si se convertía en
una mercancía, lo era en virtud de esa capacidad de ser siempre actual, de trascender los tiempos. Lo
importante era la capacidad única de un sujeto único, que plasmaba en esa obra todo su talento. Eso le
daba y le da un alto valor de cambio, que siempre suele ir a la alza. La imagen mediática, en cambio, es
un objeto de consumo inmediato, desechable casi, y que como mercancía individual tiene un valor muy
bajo, si bien su gran capacidad de reproducción la convierte en un buen negocio. Aquí, lo importante son
los dispositivos que la producen (programas, equipos sofisticados, instalaciones tecnológicas complejas,
técnicos especializados).
El hecho de que muchas obras de arte actuales consisten más bien en imágenes mediáticas
producidas mediante dispositivos complejos que en piezas producidas tradicionalmente gracias al
virtuosismo y la originalidad de un individuo excepcional, esa circunstancia hace casi urgente actualizar
los enfoques teóricos sobre lo que seguimos llamando «producción artística». Y por ello la
complementación de la teoría estética tradicional con la teoría de la imagen aportaría una herramienta de
gran utilidad.
Con el auge de la imagen, la antigua e importante noción de ‘técnica’ podría ser recuperada en su
sentido originario, esto es, en su sentido griego. La téjne (τ ε χ ν η ) griega, que fue vertida al latín
clásico como ars, implicaba destreza, habilidad para hacer bien algo y el seguimiento de determinadas
reglas de ejecución. Hoy en día, ante la pérdida de importancia de la genialidad y la inspiración, ante el
desprestigio posmodernista la originalidad y la maestría individual, ante el abandono de la idea del artista
como un semi-dios (idea que se extendió desde el romanticismo hasta el modernismo del siglo XX),
entender la técnica como un «hacer bien» algo permite aceptar que cualquier persona pueda producir
una buena imagen (una fotografía, un diseño, un dibujo), ayudándose con los dispositivos tecnológicos
que están al alcance de todo mundo. Si antaño la capacidad de hacer una imagen mimética era privilegio
de unos cuantos dotados, hoy cualquiera puede hacer una imagen «que se parezca».
Entre las categorías tradicionales que las teorías y los productores actuales se resisten a utilizar, tal
vez por estar muy ligadas a la estética moderna tradicional, está la de ‘belleza’, noción que a partir del
Renacimiento perdió sus antiguas valencias ontológicas y éticas, centrándose sólo en las formales y
sensoriales: lo bello dejó de ser lo bueno para ser únicamente lo agradable a los sentidos (lo bonito). Los
desarrollos de la cultura occidental, que llevarán quizá a la recuperación de la religiosidad y la metafísica,
podrían devolver a la belleza sus sentidos éticos y ontológicos originales.
Otra cuestión interesante en los tiempos que corren es que las añejas clasificaciones de las «bellas
artes» han quedado superadas. Aquello que todavía en mis tiempos adolescentes aprendí de que las
«bellas artes» son siete, ya no puede servirnos hoy para entender lo que está pasando con el arte y con
las imágenes. Tal vez nos encontramos ante el «fin de la era del arte», como dice Arthur C. Danto. En
todo caso, conviene sustituir en las escuelas (desde los niveles básicos hasta los superiores) el concepto
de ‘historia del arte’ por el de ‘historia de la imagen’. (Esto es, por cierto, lo que también propone esa
disciplina emergente llamada estudios visuales.)
Ahora bien, hay aquí un problema muy serio: se sigue privilegiando lo visual en detrimento de lo
gestual, de lo sonoro, de lo táctil y de lo olfativo. Ésta es una tendencia muy marcada en el ámbito
occidental. Lo visual y lo verbal han sido de hecho dos grandes herramientas de Occidente para
expandirse por el mundo. En nuestros días, sigue habiendo un énfasis demasiado fuerte en lo óptico.
Pero es posible que, en el futuro inmediato, al artista se lo considere, más que como un productor de
objetos agradables para los ojos, como un productor de imágenes (que no serían sólo visuales).
Entonces, más que hablar de «artes visuales» hablaríamos de «artes de la imagen».
Ante el vértigo de lo visual, hace falta una teoría de la imagen amplia, no centrada en lo óptico-visual y
que por tanto sepa reconocer las vertientes no sensibles de la imagen.

IV. CONFLUENCIA DE LA HERMENÉUTICA Y LA TEORÍA DE LA IMAGEN

Al inicio de esta ponencia me preguntaba cómo podemos entender la idea de una «investigación
artística». El teórico puro utiliza muy poco sus manos, o lo hace de una manera más bien pobre: para
trazar letras en el papel o en el pizarrón, o para teclear frente al monitor de la computadora; el productor
de imágenes las utiliza de maneras más diversas. Esta separación ha repercutido en los criterios sobre lo
que es la investigación, llegándose a ideas como que un artista es aquel que produce sin investigar, y
que un teórico no produce nada, pues «sólo» teoriza. ¡Como si la producción no fuera investigación y la
teorización no fuera producción! Esta separación entre la mano y la cabeza, tan lamentable cuando se
observa en la formación de los estudiantes de artes o de alguna disciplina teórica, es igual de lamentable
cuando se observa en el desempeño de sus profesores.
Por fortuna tal separación no es lo más común. En realidad, la investigación artística se realiza
cotidianamente en el taller del artista que produce su obra. En este caso hay una auténtica investigación
artística, que se realiza con la obra de arte misma. La producción es aquí el modo de investigar.
Mediante el trabajo con los pigmentos, con las placas de metal, con las maderas o con los plásticos, el
artista responde a las mismas preguntas acuciantes que se hacen los demás: ¿qué es la muerte?, ¿qué
es la realidad?, ¿qué actitud tomar ante la globalización?, ¿qué es una imagen?, ¿qué es el arte en
tiempos de alta tecnología?, ¿cuáles son los compromisos posibles para los artistas?, ¿qué es la libertad
del artista?, etc., etc. Ésta sería la investigación hecha desde el arte.
Por otro lado, podemos hablar de una investigación hacia el arte. Se trata de la que realizan el
historiador, el crítico o el teórico, y que tiene como materia de reflexión las obras que producen los
artistas. Aquí no se hace arte, pero se investiga sobre el arte. A veces, se trata de escribir textos que
encargan los artistas que van a exponer, o textos que los artistas solicitan a fin de esclarecerse lo que
ellos mismos hacen. Entonces, se trata de una investigación para el arte.
La hermenéutica de la imagen y la teoría de la imagen son herramientas de la investigación artística
precisamente en este último sentido. Si la investigación auténticamente artística es la que realiza el
artista mediante su trabajo, entonces la hermenéutica de la imagen y la teoría de la imagen son
herramientas para él, en la medida en que le sirven como auxiliares para abordar intelectualmente su
trabajo. Por su parte, estas disciplinas tienen una validez en sí mismas en la medida en que toman el
arte como su objeto de estudio.

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