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TRABAJO DE GRADO

LA POÉTICA DE AUGUST STRINDBERG: HACIA EL


DESBORDAMIENTO DE LOS GÉNEROS LITERARIOS

POR: JUAN SEBASTIÁN CRUZ CAMACHO

DIRECTOR: VÍCTOR VIVIESCAS

UNIVERSIDAD NACIONAL DE COLOMBIA

FACULTAD DE CIENCIAS HUMANAS

DEPARTAMENTO DE LITERATURA

PREGRADO EN ESTUDIOS LITERAIOS

2009

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TABLA DE CONTENIDO

Dedicatoria 3

Introducción 4

1. La poética de Strindberg enmarcada en la problemática 9


moderna de los géneros literarios

1.1 Una carta 9

1.2 La poética y la teoría de los géneros literarios 10

1.3 La concepción clásica de los géneros literarios 11

1.4 La concepción moderna de los géneros literarios 13

1.5 La crisis de la representación como crisis de la modernidad 18

1.6 Desbordamiento y devenir rapsódico de los géneros 23


literarios

2. Novelización: los componentes fundamentales de la novela y 27


su irrupción en el drama de Strindberg

2.1 La novela 27

2.2 El narrador 28

2.3 El enfrentamiento del sujeto con el mundo 37

2.4 La ironía formal 45

3. Dramatización: los componentes fundamentales del drama 53


moderno y su irrupción en la novela de Strindberg

3.1 El drama moderno 53

3.2 La abolición de la unidad de acción a través del narrador 55

3.3 El surgimiento del impersonaje 63

3.4 El diálogo sin revelación y la profusión de didascalias 72

Consideraciones finales 79

Bibliografía 82

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A mi familia, por indulgente y díscola

3
Introducción

Johan August Strindberg (1849-1912), en manos de sus críticos más famosos, ha


corrido la misma suerte infausta de otros escritores como el marqués de Sade,
Franz Kafka y Jean Genet. En torno a Strindberg se ha creado la figura mítica de
un genio atormentado que suele representarse con mirada diabólica, melena
enmarañada y manchas de tinta esparcidas por las cicatrices que el azufre dejó
en sus manos. Al revisar la tradición crítica sobre el autor sueco, puede
constatarse que es en verdad poco lo que se ha escrito acerca de su obra, al
menos si se lo compara con la gran cantidad de estudios que no han superado
las anécdotas típicas: el loco que deambulaba por el cementerio de Père-
Lachaise convencido de que había atrapado las almas de los muertos en un
recipiente de cristal, el escritor decepcionado que se encerró a practicar
experimentos alquímicos en una buhardilla miserable de París, el hombre que
no logró sobrellevar sus tres matrimonios y fracasó en todo intento por
encontrar el amor, etc.

El reputado filósofo Karl Jaspers, a pesar de sus calidades intelectuales,


es uno de los tantos críticos que se olvidó de que Strindberg era un escritor y,
por eso, simplificó su obra hasta convertirla en el testimonio de un demente:
“Su calidad artística como dramaturgo, la estructura y el valor estético de sus
producciones, no entran aquí en consideración. Strindberg estaba loco; lo que
pretendemos es hacernos una idea clara de su demencia” (27). Ésta es la frase
que abre el libro titulado Genio y locura. Ensayo de análisis patográfico
comparativo sobre Strindberg, Van Gogh, Swedenborg, Hölderlin, en donde
Jaspers incrementó el mito en lugar de arriesgar una valoración crítica.

Martin Lamm, quien fuera miembro de la prestigiosa Academia Sueca de


las Letras, con su libro August Strindberg inauguró la tradición biográfica sobre
el escritor, que tanto curso ha hecho en la tarea de propagar su castradora
sombra diabólica. Este crítico se propone (y cumple) la minuciosa tarea de ser
un detective de la vida pública y privada del autor. Lamm busca hasta el más
mínimo detalle de la existencia de Strindberg para ponerlo en consonancia
directa con pasajes de sus escritos, y aunque advierte sobre la distancia entre
vida y obra, pocas veces la respeta. Siguiendo este ejemplo, autores como Mauro

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Armiño han llegado a conclusiones tan pobres como las expuestas en su prólogo
a Inferno: “Estas cuatro piezas (La mujer de sire Bengt, Acreedores, Padre y La
señorita Julia) no serían sino un virulento diálogo del dramaturgo con su
esposa, a la que hace, por medio de los personajes de ficción interpuestos,
advertencias y conminaciones” (12). Además de que es muy poco lo que se ha
escrito sobre Strindberg en lengua castellana, valga decirlo, los estudios
disponibles son tan simples que generan decepciones, como es el caso del citado
Armiño y de José Ramón Cortina, quien considera al escritor sueco como el
mayor “precursor del teatro moderno” (38), pero en lugar de argumentar esta
premisa su ensayo se dedica a recapitular incidentes de la borrascosa vida del
autor.

Sin embargo, no todo es queja y decepción. Aunque no ostenten la fama


de lo escrito por Jaspers y Lamm, y a pesar de que hasta ahora no hayan sido
traducidos a otras lenguas, hay libros y ensayos sobre Strindberg que proponen
interpretaciones inteligentes, que superan el biografismo habitual, que descreen
del loco y estudian la obra del escritor. Tal es el caso de Le théâtre de
Strindberg, de André Jolivet, quien, entre otras cosas, fue el primero en advertir
que era necesario separarse de la manía biográfica si se quería estudiar
correctamente la obra del sueco. También se debe mencionar The Novels of
August Strindberg. A Study in Theme and Structure, de Eric Johannesson, que
cuenta con el mérito de ser uno de los escasos libros dedicados exclusivamente a
la obra novelesca del escritor. En cuanto a los capítulos que Raymond Williams
y Peter Szondi le dedican a Strindberg en sus respectivas obras, El teatro de
Ibsen a Brecht y Teoría del drama moderno, además de haber corrido con la
fortuna de la traducción a diversos idiomas, considero que también son
ejemplos de la mejor crítica, aquella interesada en los méritos estéticos de la
escritura strindberguiana.

El presente estudio se acerca más a la interpretación sobre la obra de


Strindberg que a la repetida caracterización psicopatológica o biográfica, al
menos esa es la intención. Evité al máximo las referencias sobre la salud mental
y la vida del escritor, aunque estos temas me resultaron apasionantes en
primera instancia. He decido hacer esto porque si partimos de una concepción

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sobre la demencia que esté alejada de cualquier idealización, se puede concluir
que los internos de un hospital psiquiátrico no son precisamente artistas en
potencia recluidos por ser genios incomprendidos. En cuanto al biografismo,
considero que luego de la crítica hecha por Marcel Proust al método de Sainte-
Beuve quedan muy pocas posibilidades serias para suponer que las vicisitudes
de la vida de un autor puedan justificar el alcance y sentido de sus creaciones.
Con respecto a Strindberg, estoy convencido de que en el mundo han existido
miles de personas que han sobrellevado desgracias mucho más graves que las
soportadas por él, pero no por eso abundan los infortunados que hayan
compuesto obras tan notables como Inferno y Camino de Damasco. Por
consiguiente, si la insania y la desdicha no son condiciones que justifiquen la
genialidad artística, no tiene caso, como tantas veces se ha hecho, seguir
insistiendo en estas dos cuestiones para explicar la obra de Strindberg.

El método de estudio dominante en el presente ensayo es el conocido con


el nombre de estética histórica, que fue inaugurado por Hegel en sus Lecciones
sobre la estética, con argumentos como el siguiente: “La filosofía tiene que
considerar un objeto según la necesidad, y por cierto que no solamente según la
necesidad subjetiva o según una ordenación, clasificación, etc., externas sino
que tiene que desplegar y demostrar el objeto según su necesidad de la propia
naturaleza interna de éste. Sólo esta explicación constituye en general lo
científico del análisis” (14). Así, el interés de mi interpretación está cifrado en la
particular estructura compositiva interna de las novelas y los dramas de
Strindberg. Por otra parte, se hace necesario agregar que también he adoptado
algunas pautas provenientes de la sociocrítica, que me fueron útiles en la tarea
de comprender la problemática en términos históricos y desarrollar los
elementos teóricos de la novela como forma literaria. Por último, el lector
también reconocerá ciertos argumentos derivados de la semiótica, que, aunque
son pocos, resultaron de gran ayuda en el momento de estudiar la
dramatización y la teatralidad en las novelas strindberguianas.

Sin más dilación, es momento de exponer el objetivo fundamental de este


trabajo, que ya viene anunciándose: me propongo precisar de manera detallada
cómo los componentes fundamentales de la novela (el narrador, el

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enfrentamiento del sujeto con el mundo y la ironía formal) penetran en el
drama de Strindberg, logrando su novelización; y, como contrapartida,
explicitar de qué manera los componentes fundamentales del drama moderno
de Strindberg (la densificación del Yo-narrador, el surgimiento del impersonaje
y la configuración del diálogo sin revelación aunado a la proliferación de
didascalias) invaden su novela para dramatizarla. De lo anterior se deduce que
el texto se juega a doble partida, es decir, aborda las irrupciones correlativas que
caracterizan el desbordamiento de los géneros literarios en la obra del autor.
Dada esta dinámica de ida y vuelta, si bien traté de evitarlo, fueron necesarias
algunas repeticiones, que espero no resulten incómodas para el lector.

En cuanto al contenido y distribución del texto, puede decirse lo


siguiente: el primer capítulo se dedica a exponer, desde una perspectiva teórica,
la problemática moderna de los géneros literarios y algunos elementos de la
crisis de la representación, teniendo en perspectiva la obra de Strindberg. En el
segundo capítulo, el interés radica en desglosar los componentes fundamentales
de la novela (siguiendo a Adorno, Lukács y Benjamin), tomando como ejemplos
las obras narrativas del autor sueco y, hecho lo anterior, explicitar la manera
como estos elementos se presentan en sus dramas. Luego, el tercer capítulo, se
propone realizar el movimiento paralelo (y complementario) al del capítulo
inmediatamente anterior, es decir: definir los componentes fundamentales del
drama moderno (partiendo de Szondi, Abirached y Sarrazac) tomando las
piezas teatrales strindberguianas y, acto seguido, abordar cómo estos elementos
se infiltran en las obras novelescas del autor. El último segmento se dedica a
enunciar algunas consideraciones finales. Su objetivo es remarcar la intención
desbordante de Strindberg con respecto a los géneros literarios, citar la alta
estima que otros escritores de renombre profesaron por el artista, y, por último,
plantear nuevas posibilidades para futuros estudios. He optado por hacer esto,
en lugar de las habituales conclusiones, porque considero que muchas veces los
apartados finales de este tipo de estudios sirven solamente para recapitular
repeticiones1 que no aportan novedad alguna.

1 La cacofonía es deliberada.

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Por otra parte, tengo la impresión de que algunos rasgos simétricos en mi
escrito (como el mismo número de páginas y casi de palabras en el segundo y el
tercer capítulo) pueden dar la impresión de que el texto es ‘esquemático’. He
llegado a la conclusión de que lo esquemático tiene un sentido positivo, que se
refiere a la coherencia de la argumentación, y otro negativo, que tiene que ver
con el ansia de totalitarismo que muchas veces resulta un engaño pretencioso.
Debo decir que aunque deseo que mi esquematismo sea positivo, soy consciente
de que sólo al lector le compete emitir juicio al respecto. A propósito del
totalitarismo (que suele ir aparejado con el esquematismo), sé que el corpus de
obras literarias abordado puede parecer exagerado (seis novelas y doce obras
teatrales), pero quiero recordarle al lector que Strindberg escribió catorce
novelas y aproximadamente sesenta obras dramáticas, así que mi estudio no se
propone agotar una obra completa que abarca 55 tomos en la edición publicada
en Estocolmo por Albert Bonniers Förlag. Dado lo anterior, creo que lo que aquí
se ofrece es, en el mejor de los casos, una interpretación rigurosa que en ningún
momento aspira a ser definitiva.

Por último, en Inferno, Strindberg escribió una sentencia que podría desmotivar
a sus críticos: “¿Explicar? ¿Es que se ha explicado alguna vez algo como no sea
parafraseando un montón de palabras con otro montón de ellas?” (2002, 98).
Un juicio tan contundente como éste, que rebaja las posibilidades
interpretativas del lenguaje hasta convertirlo en un juego de tautologías y
repeticiones, sólo puede ser superado en la medida en que las palabras escritas a
continuación no recaigan en el parafraseo elemental. El mismo Strindberg, que
escribió ensayos sobre Balzac, Goethe y Nietzsche, entre otros autores de su
preferencia, sabía que el ejercicio crítico está sujeto a la amenaza de resultar
intrascendente. Sin embargo, sabemos que la crítica es una labor indispensable
para el conocimiento y valoración de las obras literarias, un oficio exigente que
garantiza el desarrollo y recepción del hecho artístico.

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Capítulo I

La poética de Strindberg enmarcada en la problemática


moderna de los géneros literarios

Una carta

El 2 de abril de 1907, en su casa de Estocolmo (conocida como la “Torre azul”),


August Strindberg le escribió una significativa carta a Emil Schering, su
traductor y editor alemán. En dicha misiva abordó de manera escueta pero
directa su posición con respecto a las relaciones que los géneros literarios
establecían en su obra. El autor afirmó: “El secreto de todas mis narraciones,
historias cortas y cuentos es que son dramas. Fue cuando los teatros estuvieron
cerrados para mí durante un largo período que di con la idea de escribir mis
dramas en una forma épica – para un uso futuro” 2 (1992, 741-742). El impacto
que genera este testimonio del autor con respecto al sustrato dramático de sus
obras narrativas no acaba allí, puesto que luego se refiere, con mayor detalle, a
la condición paralela: la carga narrativa de sus piezas dramáticas. Así, con
respecto a la posibilidad de llevar sus novelas a las tablas, Strindberg consideró
que esta tarea no podía ser acometida por aquellos que “creen en la vieja noción
de que una obra teatral debe ser convencional: cinco actos con una serie de roles
y actos finalizados (para el aplauso). Ahora, yo creo que con una noción más
moderna e informal del drama puede ser posible que se tomen las narraciones
¡exactamente como son! ¡Eso sería novedoso (novelesco)!” 3 (742). El escritor
finalizó su carta sobre los vínculos entre el drama y la novela con un argumento
sugestivo, que remarca el desbordamiento vivido por los géneros literarios en su
obra: “¿En nuestros días no están permitidas todas las formas?” (742).

El interés de esta carta de Strindberg radica en que allí expuso los


lineamientos fundamentales de su concepción moderna de los géneros

2 Todas las traducciones son mías, a menos que se indique lo contrario.


3 Esta última frase contiene un juego de palabras que se puede conservar en inglés pero no en
español. Dice textualmente: “That would be novel!”, donde el adjetivo novel significa
“novedoso”, pero al ser puesto en este contexto también resuena su uso como sustantivo, según
el cual significa “novela”.

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literarios, basada en la libertad de movimientos e inclusiones. Además, de la
misiva puede deducirse que el autor era enteramente consciente de que su labor
creativa estaba encaminada hacia el objetivo de que la novela y el drama
vivieran una mutua “contaminación benéfica, en el plano estructural como en el
plano temático” (Sarrazac 1999, 37). Por lo tanto, para Strindberg el género
literario es un espacio abierto en el que se registran las tensiones y vaivenes
entre la novela y el drama. Su extensa producción puede ser entendida como
una constante exploración de infiltraciones, préstamos y reformulaciones entre
los géneros literarios, que, dados estos movimientos, tienden a desvanecer sus
límites.

La poética y la teoría de los géneros literarios

Una de las definiciones que Ducrot y Todorov establecen sobre el concepto de


poética es la siguiente: “La elección hecha por un autor entre todas las
posibilidades (en el orden de la temática, de la composición, del estilo, etc.)
literarias” (98). En ese sentido puede decirse que cada escritor configura su
propia poética, y que en ella estriba lo característico de su escritura. A propósito
de la poética strindberguiana, considero que sus aspectos fundamentales se
revelan con toda intensidad cuando son enmarcados dentro de la problemática
de la Poética (en mayúscula), entendida como la disciplina teórica encargada de
la tipología de los géneros literarios.

Las elecciones que el autor sueco llevó a cabo al componer sus obras
ponen en cuestión la distancia tradicional entre los géneros y, por lo tanto, se
instalan en el debate de la problemática moderna de los mismos. Según Staiger,
exponente de la concepción clásica en pleno siglo XX: “La diferencia entre épica
y dramática constituye generalmente el meollo de una Poética. El poeta se
pregunta si una materia es más apropiada para la escena o para la narración, y
busca, en este sentido, un criterio a que atenerse” (101). Strindberg, como
escritor moderno, está lejos de estas consideraciones: no cree en la separación
de géneros, como tampoco en la necesidad de establecer, a priori, un asidero
teórico que sustente sus composiciones. En lugar de responder a la pregunta

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habitual que formula Staiger, la poética del autor sueco propone, entre otros
fenómenos novedosos, la configuración de los personajes dramáticos como
narradores y la inclusión de didascalias en el cuerpo de las novelas.

Ahora bien, considero que para poder comprender de manera acertada


las novedades de la poética de Strindberg se hace necesario repasar las
concepciones más importantes que en materia teórica se han elaborado a
propósito de los géneros literarios. El objetivo de este recorrido es establecer
con claridad las diferencias entre la Poética clásica y la Poética moderna de los
géneros literarios. También considero necesario señalar los principales aspectos
de la crisis de la representación (fenómeno que inició a finales del siglo XIX,
justo cuando Strindberg escribió), para demostrar su injerencia en la
modernización de la teoría y práctica genológica. Creo que definir lo anterior
ayudará a comprender de mejor manera la posición que ocupan, en la Poética,
aquellos escritores que como Strindberg, “luchan, por decirlo así, contra el
cuerpo del género que utilizan, introduciendo en él unos anticuerpos” (Guillén
169), y, para los cuales “no todos los géneros conviven pacíficamente dentro de
una sola obra sin que se ponga en tela de juicio la integridad del conjunto; o de
la literatura misma como tradición e institución” (169).

La concepción clásica de los géneros literarios

Es sabido que el primer autor que abordó el problema de los géneros literarios
fue Platón. En el tercer libro de La república el filósofo distinguió tres modos
fundamentales de representación, dependiendo del lugar de la enunciación: la
poesía épica, en la que el poeta habla en nombre propio y hace hablar a los
personajes; la poesía lírica, donde sólo habla la misma persona del poeta, y la
poesía dramática, en la que el poeta desaparece detrás de la voz de sus
personajes. Los postulados platónicos fueron reformulados por Aristóteles, que
en su Poética estableció otro tipo de clasificación: “Se puede imitar […] unas
veces narrando (o bien convirtiéndose en otro objeto, como hace Homero, o
bien como el mismo individuo sin cambiar de persona) o bien presentando en la
imitación a todos ellos como si estuvieran actuando y obrando” (37). Así,

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dejando de lado la posición de la lírica, en la Poética se estableció la diferencia
primordial entre diégesis y mímesis, es decir, entre narrar y representar, que se
mantendría estable durante siglos.

Siguiendo con Aristóteles, para él la épica, el drama y la lírica (dividida


en aulética y citarística), son las tres especies que conforman el conjunto de las
artes que imitan mediante el ritmo, la palabra y la música. De esta manera, el
griego separó el conjunto de las artes poéticas (imitativas) de las demás
expresiones artísticas y no artísticas: los mimos, el espectáculo y la historia,
entre otras. Ahora bien, la diferenciación de Aristóteles prosiguió en el
momento en que definió las especies poéticas (los géneros), entre las que no
admitió mezcla alguna. A propósito, el filósofo advirtió: “Es preciso también
acordarse de lo que se ha dicho en repetidas ocasiones y no hacer de la tragedia
una composición épica –llamo composición épica a la que consta de muchos
argumentos–, como, por ejemplo, si uno compusiera una tragedia del
argumento de la Ilíada entero” (77). A partir de lo anterior puede asegurarse
que la teoría genológica de Aristóteles se ordena por “criterios estructurales
[que] son puramente diferenciales, en el sentido de que no presuponen un
conocimiento esencial de lo que serían la tragedia, la epopeya, etc., sino que se
limitan a definirlas a partir de rasgos de oposición pertinentes” (Schaeffer 12).
De esta manera, el griego estableció la estructura cerrada de las artes imitativas,
que está conformada por las tres especies poéticas (épica, drama y lírica),
cuidadosamente separadas entre sí.

Durante el Renacimiento se consolidó el ánimo preceptista y la división


tripartita de los géneros literarios se hizo rigurosa. A propósito, es necesario
advertir que si bien Platón y Aristóteles abordaron el problema de los géneros
literarios, en sus obras no existe un sistema genológico propiamente dicho, sino
la primera delimitación del problema. Por lo tanto, los renacentistas y
neoclásicos (intérpretes de la Poética) fueron los creadores de la rigurosa teoría
de géneros de la Poética clásica, que no debe confundirse con las propuestas de
los griegos. Entre los neoaristotélicos hay un autor que merece un lugar
destacado: Minturno, quien, por primera vez, sistematizó la clasificación de los
géneros literarios que en la Poética aparecía de manera dispersa y como

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sugerencia. Durante el Neoclasicismo la obra destacada con respecto a la teoría
genológica fue el Arte poética, de Boileau, cuyo rígido esquematismo no aportó
novedad alguna con respecto a la triada clásica, sino que, más bien, intensificó
sus límites, jerarquizó su orden, y normativizó sus elementos configurativos.

Hasta el siglo XVII puede decirse que la teoría de los géneros literarios no
fue más que una “vasta paráfrasis de Aristóteles” (Garrido Gallardo 9). Las
elaboraciones teóricas de Diomedes, Escalígero, Minturno, Cascales, Boileau y
Luzán, entre otros, contribuyeron, progresivamente, a sistematizar hasta el
dogma las sugerencias del filósofo griego. Durante siglos no se dio
reformulación alguna digna de mención, y pareciera que los estudiosos de la
literatura se hubieran resistido a que los apuntes aristotélicos sobre los géneros
literarios sintieran el paso del tiempo. A fuerza de reinterpretaciones tendientes
a la radicalización, lo expuesto por Aristóteles se sostuvo hasta el período
neoclásico, durante el cual “los géneros fueron entendidos y explicados como
instituciones fijas y cerradas, regidas por leyes inamovibles, en virtud de las
cuales la creación individual –la obra artística– era sometida a un juicio tan
severo como infundado” (García Berrío y Huerta Calvo 87). En conclusión,
puede asegurarse que la Poética clásica de los géneros literarios “no sólo cree
que un género difiere de otro, tanto por naturaleza como en jerarquía, sino
también que hay que mantenerlos separados, que no se deben mezclar. Tal es la
famosa doctrina de la ‘pureza de género’” (Wellek y Warren 281).

La concepción moderna de los géneros literarios

Las primeras exploraciones modernas en materia de géneros literarios se dieron


en Alemania durante el siglo XVIII. Para los mentores del Romanticismo “no se
trata ya de presentar paradigmas que imitar y de establecer reglas, sino, más
bien, de explicar la génesis y evolución de la literatura” (Schaeffer 24). En este
sentido, los autores formularon propuestas novedosas, como las expuestas por
Goethe en su correspondencia epistolar con Schiller: “Nosotros los modernos
estamos muy inclinados a mezclar los diferentes tipos de poesía, y no somos lo
suficientemente capaces de distinguir uno de otro” (383). Lessing, por su parte,

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fue el primero en formular ideas tan importanes como la hibridación
genológica, fundamental para la teoría literaria de nuestros días: “¿Para qué he
de preocuparme de si una obra de Eurípides no es del todo narrativa, ni del todo
dramática? Llámela híbrida; me basta con que este híbrido me cause más
agrado, me edifique más que los más legítimos partos de nuestros correctísimos
Racines o de cualquier otro nombre que pudiera dárseles” (citado por García
Berrío y Huerta Calvo 120).

A pesar de los revolucionarios aportes de los románticos, su mérito no


sobrepasa el de haber sido los primeros en formular las inquietudes que
guiarían la teoría genológica desde finales del siglo XVIII hasta nuestros días.
En ese sentido, lo que la Poética contemporánea le debe a los románticos es,
estrictamente, haber empezado a probar nuevas vías de teorización que rebatían
la rigidez normativa. Ningún romántico formuló un sistema teórico completo
que diera forma definitiva a la nueva concepción sobre las relaciones entre los
géneros. Schlegel era enteramente consciente de dicho problema: “Incluso con
una teoría convincente [de los géneros literarios], quedaría mucho por hacer, o
propiamente todo. No faltan doctrinas y teorías sobre qué y cómo la poesía deba
ser y deba convertirse en un arte. Pero ¿se hará efectiva ella con esto?” (115).

La tarea de diseñar la teoría general que Schlegel reclamaba fue llevada a


cabo, en cierta medida, por Hegel. En sus Lecciones sobre la estética, el filósofo
alemán estableció un novedoso y completo programa teórico de las relaciones
entre los géneros. El enfoque de Hegel se caracteriza por tener en cuenta tanto
las posibilidades abiertas por las inquietudes románticas como la tradición
aristotélica de la perfección de la obra de arte. La modernidad de la tipología
hegeliana radica en que las relaciones entre épica, lírica y drama son
presentadas a partir del esquema dialéctico de tesis-antítesis-síntesis. Para
Hegel la épica es un género objetivo, que se basa en la clara polarización entre el
autor y el mundo externo representado [tesis]; la lírica, por su parte, es el
género subjetivo, donde el autor expresa su percepción del mundo como
resultado de la introspección y de la conciencia de sí mismo [antítesis]; por
último, el drama “aúna en sí la objetividad del epos con el principio subjetivo de
la lírica [síntesis]” (831) y, por eso, “debe ser considerado como la fase suprema

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de la poesía y del arte en general” (831). Con estos planteamientos, Hegel abrió
la cerrazón clásica de los géneros y superó el aislamiento teórico con el que
venían considerándose desde Aristóteles.

Ahora bien, si Hegel es moderno porque rebasó la oposición entre los


géneros, su concepción sobre la poesía (literatura), en cuanto expresión
artística, sigue siendo (en cierta medida) tradicional. Para el filósofo alemán, la
épica, la lírica y el drama, ahora vinculados dialécticamente, integran la
estructura cerrada de la poesía, opuesta al estado prosaico del mundo. Según
Hegel, los géneros están reunidos en la noción de poesía, cuyo espacio es el
“infinito reino del espíritu” (704). Por lo tanto, el filósofo es todavía
diferenciador, puesto que separa a la poesía del estado coetáneo del mundo,
intentando salvaguardarla de la trivialización burguesa. Aunque el modelo de
Hegel tiene el mérito de haber transformado los géneros literarios en categorías
históricas, todavía considera que las tensiones de la realidad no deben colarse
por completo dentro de la composición de la obra, sino que deben sedimentarse
en el espíritu. De esta manera, en las Lecciones sobre la estética se considera
que las obras literarias no deben entrar en contacto explícito con su momento,
pues “sólo tienen en general que someterse a las exigencias esenciales de una
representación ideal y conforme al arte” (703).

Después de Hegel, el teórico literario que planteó las ideas más


renovadoras en materia de géneros literarios fue Bajtin. El crítico ruso superó la
pacífica abstracción hegeliana de tesis, antítesis y síntesis, al proponer que las
relaciones entre géneros dependen de una lucha constante entre sí: “Los
historiadores de la literatura tienden, a veces, a ver solamente una lucha entre
orientaciones y escuelas literarias. Naturalmente, esa lucha existe; pero es un
fenómeno periférico y poco importante desde el punto de vista histórico. Hay
que saber ver tras ella una lucha más profunda, e histórica, entre los géneros; el
proceso de formación y desarrollo de la estructura de los géneros
literarios” (1991, 451). Desde esta nueva posición, las relaciones entre los
géneros literarios ya no son planteadas en términos de una tranquila
hermandad armónica (garantizada por la dialéctica) sino que, más bien, son

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consideradas como pugnas en las que se definen la permanencia y actualización
de los géneros, según su desempeño en la lucha.

Otro mérito de la teoría bajtiniana fue abrir por completo la estructura


cerrada que marcaba la separación entre la literatura y la realidad
contemporánea. Si para Hegel todavía era necesaria la distancia entre la obra y
los avatares del mundo, que generaba la perspectiva creadora del espíritu, para
Bajtin las tensiones entre el arte y la realidad cohabitan en la forma literaria:
“La obra vive y tiene significación artística en una interdependencia tensa y
activa con la realidad, identificada y valorada a través de la acción” (1991, 31).
En este sentido, la supremacía que Bajtin le otorga a la novela en la pugna
genológica está justificada por su contacto explícito con el presente imperfecto
de la realidad, es decir, “porque expresa mejor que otros géneros las tendencias
de la evolución del mundo, ya que es el único género producido por ese mundo
nuevo, y emparentado en todo con él” (1991, 453). Gracias a las concepciones
bajtinianas los géneros empezaron a ser concebidos de manera dinámica (en
especial la novela): en pie de lucha entre ellos, y emparentados con las múltiples
agitaciones de la realidad coetánea.

A partir del lugar privilegiado que Bajtin le otorgó a la novela en la batalla


de los géneros, postuló el concepto de novelización de los demás géneros
literarios, que “supone la liberación de los mismos de todo lo que es
convencional, petrificado, enfático e inerte, de todo lo que frena su propia
evolución” (1991, 484). Asimismo, la novelización permite que los demás
géneros se contagien de la naturaleza acanónica y autoinvestigativa de la novela.
Para el ruso el enriquecimiento y desarrollo de los géneros depende de las
constantes invasiones que la novela lleva a cabo en el cuerpo de sus
contrincantes (el drama y la lírica). Gracias al contacto con la novela, los demás
géneros reformulan su evolución y la convierten en un constante proceso de
búsquedas expresivas, apartándose definitivamente de la aspiración normativa
de la obra perfecta (de la ‘pureza de género’).

A pesar de todas las novedades que aportó Bajtin, cabe señalar un


descuido en su teoría: no contempló la posibilidad de una respuesta activa de
los demás géneros con respecto a la novela. El ruso concibe la batalla de los

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géneros como si ésta estuviera ganada de antemano por la novela, mientras que
el drama y la lírica, derrotados, no tienen la posibilidad alguna de invadir el
terreno novelesco. Al cargar las tintas hacia uno solo de los contrincantes de la
lucha genológica, Bajtin asumió una posición unilateral, falta de dialéctica,
desde la cual la presentación de su teoría de géneros resulta parcial (y
parcializada) y que, por lo tanto, invita a ser completada a través de conceptos
como la dramatización de la novela, fundamental en mi estudio.

Para Bajtin, los diálogos del drama “no rompen el mundo representado,
no le confieren una multiplicidad de planos, por el contrario, para ser
auténticamente dramático, precisan de la unidad monolítica de este
mundo” (1993, 32). De la anterior formulación puede deducirse el menosprecio
bajtiniano con respecto a las posibilidades del drama para infiltrarse en la
novela. A propósito, resulta curioso que el mismo Bajtin, en su ensayo “El
problema de los géneros discursivos”, le reprochó a los formalistas rusos un
descuido teórico similar con respecto al lugar pasivo que le asignaron al
receptor en el proceso comunicativo: “Toda comprensión real y total tiene un
carácter de respuesta activa y no es sino una fase inicial y preparativa de la
respuesta (cualquiera que sea su forma)” (2005, 258). Si esta acertada crítica
que Bajtin hizo a los lingüistas se lleva a su propia teoría de géneros, podría
decirse que él comete el mismo error. Lo anterior queda demostrado por el
hecho de que el crítico ruso negó la posibilidad de que el drama, en cuanto
receptor de la novela, le ofreciera una respuesta activa. Así, la dramatización de
la novela (evidente en Strindberg), que el ruso descuidó hasta el punto de caer
en el mismo error que señalaba a otros, es un complemento paralelo a su
propuesta de novelización del drama 4.

En conclusión, desde los románticos hasta las teorías contemporáneas, se


ha venido consolidando la Poética moderna de los géneros literarios, que es
“manifiestamente descriptiva. No limita el número de los posibles géneros ni
dicta reglas a los autores […]. Ve que los géneros pueden construirse sobre la

4 Cabe señalar que existe ya una tradición crítica que se ha fijado en el menosprecio bajtiniano
con respecto a las posibilidades del diálogo dramático y, por lo tanto, en su descuido con
respecto a la dramatización de la novela. Dentro de esta tradición se destacan los aportes de
Marvin Carlson, Jean-Pierre Sarrazac y Víctor Viviescas (ver bibliografía), que preceden mi
empeño en postular el complemento teórico que no connsideró el crítico ruso.

17
base de la inclusividad, de la complejidad o ‘riqueza’ […]. En vez de recalcar la
distinción entre género y género, le interesa hallar el común denominador de los
géneros, los artificios y propósitos literarios que comparten” (Wellek y Warren
282). La obra de Strindberg se entronca con las concepciones antes
mencionadas, puesto que sus novelas y dramas van componiéndose en ese
contexto de inclusiones mutuas. Además, lo significativo del caso es que las
indagaciones genológicas del autor sueco no se registran tanto en sus textos
teóricos, sino que se manifiestan con toda intensidad en su obra literaria. En
este sentido, se puede asegurar que la escritura strindberguiana traza un mapa
de las posibilidades abiertas por la Poética moderna de los géneros literarios.

Por otra parte, según García Berrío y Hernández Fernández, “un factor
importante en la evolución de las nociones de clasificaciones es la visión que
desde la teoría se ha tenido de la realidad de las obras literarias, así como las
características de la realidad misma. La evolución de ésta implica
replanteamientos más o menos absolutos de la concepción de las distinciones
entre géneros” (122). A propósito, el momento estético-histórico en el que
escribió Strindberg (finales del siglo XIX y principios del XX) se caracteriza por
haber registrado los primeros anuncios de lo que Robert Abirached, entre otros,
llamó la crisis de la representación (171). Dicho fenómeno acarreó una
profunda conmoción en la manera como se comprendía la realidad y el
individuo hasta el momento y, por lo tanto, afectó decididamente los diferentes
ámbitos del saber (incluidos, desde luego, la literatura y la Poética). Por este
motivo, se hace necesario un repaso por las condiciones de la crisis de la
representación que más injirieron en la poética de Strindberg.

La crisis de la representación como crisis de la modernidad

Según Touraine, “la concepción clásica de la modernidad es, pues, ante todo, la
construcción de una imagen racionalista del mundo que integra al hombre en la
naturaleza, al microcosmos en el macrocosmos” (47). Los dos elementos que
soportan la idea de la modernidad son el Sujeto y el Mundo, que establecen un
diálogo armónico a través del uso mediador de la Razón. Esta concepción

18
empezó a surgir desde las elaboraciones de Descartes, para quien “el Sujeto se
define por el control de la razón sobre las pasiones” (Touraine 67) y, por lo
tanto, el individuo, valiéndose del pensamiento racional, está en condiciones de
lograr una comprensión total de los fenómenos de la realidad. Siguiendo estos
preceptos, en el tiempo de la Ilustración maduró el proyecto moderno de
Occidente, cuyo objetivo era promover el Progreso ininterrumpido, acumulativo
y ascendente en todos los ámbitos del saber y de la cultura, tanto individual
como societariamente.

Sin embargo, ya bien entrado el siglo XIX, la noción de Progreso sufrió


sus primeros resquebrajamientos. Lo que empezó a registrarse en las últimas
décadas del siglo XIX fue, según la acertada expresión de Touraine, “el estallido
del mundo racionalista” (132). Esto se dio porque las nociones de Sujeto y
Mundo, integradas por la Razón, fueron reformuladas por entero. El individuo
dejó de ser percibido como “una categoría universal y genéricamente
descriptible” (Abirached, 171), que gracias a su entendimiento podía percibir,
analizar y ordenar su entorno. Por otra parte, el espectro de la realidad se
amplió al admitirse que existen “pliegues enteros del mundo que escapan a una
observación del ojo desnudo y de los cuales no puede dar cuenta ninguna
ciencia física” (171). Además, ante la insustancialidad del entendimiento
racional del individuo y la relativización de la consistencia de la realidad, el
lenguaje, entendido como vehículo privilegiado del conocimiento (soporte de la
Razón), también entró en crisis: “¿Qué sucede con aquellas convenciones del
lenguaje? ¿Son ellas, quizás, productos del conocimiento, del sentido de la
verdad: coinciden las designaciones y las cosas? ¿Es el lenguaje la expresión
adecuada de todas las realidades?” (Nietzsche 2004, 13).

El primer autor que desconfió del proyecto moderno de Occidente y


percibió el inicio de su decadencia fue Nietzsche, pensador que compartió con
Strindberg una corta pero interesante correspondencia epistolar 5. Para el

5 El escritor y el filósofo intercambiaron cuatro cartas durante el año 1888. Aunque para la
época Nietzsche ya estaba experimentando los avances de la insania (posible motivo por el cual
la correspondencia fue interrumpida tan pronto), no ahorró elogios para el drama El padre, que
Strindberg también había traducido y enviado a Zola. En una de las cartas, el filósofo llamó al
escritor sueco su “hermano espiritual” y hasta se aventuró a encargarle la traducción de toda su
obra al francés (tarea que Strindberg finalmente nunca realizó).

19
filósofo, los datos del mundo debían ser comprendidos de una manera distinta a
como se venía haciendo hasta el momento: “Si concebimos nuestra existencia
empírica, y también la del mundo en general, como una representación de lo
Uno primordial engendrada en cada momento, entonces tendremos que
considerar ahora el sueño como la apariencia de la apariencia y, por
consiguiente, como una satisfacción aún más alta del ansia primordial de
apariencia” (2005, 59). Según esta nueva concepción, los fenómenos de la
realidad ya no constituyen una totalidad ordenada en sentido racional; lo que
obtenemos de la realidad no son más que imágenes aparentes. Esta idea de
Nietzsche está en íntima concordancia con lo expuesto por El Forastero,
protagonista de la pieza strindberguiana La casa incendiada (1907): “¡Padre
Eterno! ¿Anda perdida Tu Tierra en el espacio? ¿Y por qué empezó a dar
vueltas? Tus hijos andan mareados y han perdido la cabeza y no consiguen ver
las cosas como son, sino sólo su apariencia” (2007c, 91).

Y aún más consonancia con Nietzsche y su alta valoración del sueño


como satisfacción del ansia de apariencia (en detrimento del interés por la
comprensión racional del mundo) puede notarse en la apostilla que Strindberg
escribió para su Comedia onírica (1901), en donde aseguró que había intentado
“imitar la forma incoherente aunque aparentemente lógica de los sueños […].
Sobre una insignificante base de realidad, la imaginación hila y teje nuevos
dibujos: mezcla de recuerdos, vivencias, puras invenciones, absurdos e
improvisaciones” (2007a, 15).

Además, para Nietzsche, “sólo como fenómeno estético están


enteramente justificados la existencia y el mundo” (2005, 69), dado que sólo a
través del arte las apariencias contingentes del mundo llegan a ser configuradas
de manera que se pueda percibir su esencia de manera sensible. Strindberg
comparte también esta concepción sobre el arte cuando en su primera novela, El
cuarto rojo (1879), afirma: “El plan de la tierra es ciertamente la liberación de la
idea de los sentidos, pero el arte busca sin duda ajustar la idea en un entorno
sensual, a fin de hacerla visible” (1991, 367). Sería demasiado complejo e
implicaría un trabajo que rebasa las intenciones de este escrito abordar la
influencia de Nietzsche en Strindberg, aunque la posibilidad queda abierta para

20
futuras investigaciones. Por el momento, es propicio señalar que existe una
preocupación compartida entre el filósofo y el escritor sobre el nuevo sentido de
la realidad y la obra de arte, es decir, una exploración común que, por vías
distintas (filosófica una y literaria la otra), llega a conclusiones similares.

Otro autor fundamental que advirtió la crisis de la modernidad fue


Freud, quien conocía y admiraba la obra de Strindberg 6. Las dos tópicas
freudianas (sobre las dimensiones de la psique y del individuo): Inconsciente-
Preconsciente-Consciente y Ello-Yo-Superyó, son elaboraciones que dan cuenta
de los distintos registros del nuevo sujeto en crisis, escindido y densificado. Para
el creador del psicoanálisis, en todo contacto del hombre con la realidad “se
observa el milagro de la desaparición completa, aunque pasajera, de toda
particularidad del sujeto” (1973, 2600) y, por lo tanto, si se quiere analizar su
estructura, ésta debe ser buscada en la interioridad del individuo, puesto que
“todos los efectos recíprocos desarrollados entre el objeto exterior y el yo total,
conforme nos ha revelado la teoría de la neurosis, se reproducen ahora dentro
del yo” (1973, 2600).

Buena parte de la novedad y mérito de la teoría freudiana, como se sabe,


consiste en haberse dedicado a estudiar aquella esfera pasional del individuo
que, desde Descartes, fue rechazada en privilegio de la Razón. Mientras que
para el filósofo francés el Sujeto se definía por la comprensión racional del
Mundo exterior, para Freud lo sustancial del individuo radica en las agitaciones
e incongruencias del deseo en su mundo interior. Las concepciones freudianas
sobre la nueva condición del sujeto pueden ser comprendidas como la
teorización de un fenómeno que ya Strindberg había descrito años antes de que
el psicoanalista llevara a cabo sus investigaciones. Así lo demuestra, por
ejemplo, el siguiente pasaje de El hijo de la sierva (1886): “¿Dónde estaba el
yo? ¿Qué podía ser el carácter? No se encontraba ni aquí ni allá, estaba en
diversos lugares al mismo tiempo. El yo no es algo absoluto, es una

6 Prueba de lo anterior es que en Psicopatología de la vida cotidiana se lee lo siguiente: “De


todos los poetas que han escrito algo sobre los pequeños actos sintomáticos y los rendimientos
fallidos, o los han utilizado en sus obras, ninguno ha reconocido con tanta claridad su secreta
naturaleza ni les ha infundido una vida tan inquietante como Strindberg” (1984, 208).

21
multiplicidad de reflejos, una complejidad de instintos, de deseos reprimidos o
desatados” (2007b, 212).

La crisis de la modernidad, que Nietzsche y Freud percibieron y


teorizaron, repercutió decididamente en la concepción sobre el lenguaje, como
antes se había anunciado. A partir de finales del siglo XIX “se desvanece el
lenguaje en cuanto tabla espontánea y cuadrícula primera de las cosas, como
enlace indispensable entre la representación y los seres” (Foucault 8). Esta
problemática ha afectado directamente tanto la práctica literaria como la teoría
de los géneros hasta nuestros días. Es sabido que tanto el arte verbal como el
conocimiento teórico de la literatura se fundan en el uso de la palabra, y si ésta
ha perdido su capacidad expresiva, entra en crisis toda la tradición literaria.
Dicha problemática del lenguaje atraviesa la obra de Strindberg y se hace
explícita en diversos momentos, como en la reprimenda que El Confesor le hace
al Desconocido en la tercera parte de Camino de Damasco (1904): “Eres un
niño que ha vivido en un mundo infantil, en donde has jugado con
pensamientos y palabras, y has vivido en la creencia errónea de que el lenguaje,
una cosa material, puede ser un vehículo de algo tan sutil como pensamientos y
sentimientos. Nosotros, que hemos descubierto ese error, hablamos lo menos
posible, porque percibimos y vemos los más íntimos pensamientos de nuestros
vecinos” (1973, 412).

La obra de Strindberg fue compuesta al fragor de las crisis concatenadas


antes descritas: de la modernidad, de la representación, del lenguaje
(descontando las de tipo personal, que abundaron). El sueco estuvo en contacto
con las primeras agonías de la Razón, las dificultades de la representación y las
impotencias de la palabra. De esta manera, podría considerarse que los
movimientos vertiginosos entre los géneros literarios en la obra de Strindberg se
generaron porque toda certeza del lenguaje se convirtió en problema. Las
novelas y los dramas del autor sueco están inmersos en las múltiples crisis
iniciadas a finales del siglo XIX, y son testimonios del estupor que invadió a los
artistas de la época. Por ese motivo, Strindberg sabía bien que su carrera
literaria era una lucha constante por alcanzar una expresión singular, es decir,
una poética que comprendiera la crisis de la representación y tomara una

22
posición renovadora a partir de ésta. El compromiso del escritor con su poética
era vital, como una vez lo afirmó: “Para ser capaz de escribir mis obras, he
ofrecido mi vida y mi persona” (Citado por Lamm, xxi). En lugar de renunciar a
la literatura, aunque varias veces lo intentó7, Strindberg cifró su empeño en
abrir nuevas posibilidades de escritura, capaces de sostenerse en las crisis y de
desafiar la Poética clásica para enriquecer a la moderna.

Uno de los textos teóricos en donde mejor puede apreciarse la intención


renovadora de Strindberg es su prólogo a La señorita Julia (1888). El sueco dice
que su objetivo con la obra era “modernizar la forma de acuerdo con las
exigencias que he creído que los hombres de nuestro tiempo deben plantearle al
arte del teatro” (2003b, 90), es decir, exigirle al drama que entre en
consonancia con las problemáticas de una época en la cual el sentido de la
realidad se ha relativizado y el sujeto se ha atomizado. Para Strindberg, los
moldes del drama tradicional ya no sirven para contener las nuevas condiciones
del mundo y la existencia, al menos si se las quiere representar de una manera
crítica (reflexiva): “No se ha conseguido una nueva forma para el nuevo
contenido, por lo que el nuevo vino ha hecho reventar los viejos odres” (90).
Esta metáfora sobre el estallido de la forma dramática es testimonio del
proyecto poético y vital de Strindberg, que es concebir “una obra de su
tiempo” (99), interesada no en la unidad de acción sino en la exploración de la
psique de los personajes, que son vacilantes, desgarrados, y cuyas palabras
deambulan por el escenario sin rumbo fijo.

Desbordamiento y devenir rapsódico de los géneros literarios

Tal como escribieron García Berrío y Huerta Calvo, “si en algo coinciden las
diversas corrientes críticas del siglo XX es en la aceptación abierta del concepto
de género tanto en su vertiente teórica como, de modo especial, en su aplicación
al análisis de las obras literarias” (134). Los estudiosos más destacados de los
últimos tiempos han reconocido la importancia de concebir el género literario

7 En una carta dirigida a Hedlund, escribió: “Abandoné la literatura para escapar de ser
superficial; pero nadie, y menos yo, escapa a su destino” (citado por Robinson, 47).

23
como una institución activa, siguiendo la estela de Bajtin. Dentro de estos
teóricos cabe destacar a Todorov, para quien: “Hay que aprender a presentar los
géneros como principios dinámicos de producción, so pena de no comprender
jamás el verdadero sistema de la poesía” (40). También a Frye, cuando afirma:
“La finalidad de la crítica por géneros no consiste tanto en clasificar como en
aclarar tradiciones y afinidades, sacando con ello a relucir relaciones literarias
que pasarían inadvertidas mientras no hubiera un contexto establecido para
ellas” (citado por Hernadi 1988, 87-88). En últimas, tal como lo considera
Hernadi, la tarea de la Poética moderna y contemporánea consiste en estudiar
“lo que parecen ser los elementos líricos o dramáticos en la narrativa,
desviaciones líricas o épicas en el drama, y aspectos dramáticos en la
narrativa” (1972, 48).

Teniendo en cuenta este panorama se entiende que una evaluación crítica


desde una perspectiva moderna, como la que me propongo, comprende que “los
géneros forman, en el interior de cada período, un sistema; no pueden definirse
sino en sus relaciones mutuas” (Ducrot y Todorov 179). Sin embargo, dicho
sistema puede ser planteado, fundamentalmente, de dos maneras: como una
pacífica completitud o como un desbordamiento activo. Aún en el siglo XX han
predominado estas dos tendencias, donde: la primera puede ser concebida
como un remanente de la Poética clásica (Staiger, Guérard), que se niega a
desaparecer por completo, mientras que la segunda ha abierto nuevas
posibilidades de interpretación, privilegiando la línea de conceptos modernos y
contemporáneos como novelización (Bajtin) y rapsodización (Sarrazac).

Guérard propuso una teoría según la cual los géneros literarios siempre
han compartido rasgos, y que este fenómeno no conlleva reestructuraciones
profundas en la definición de cada uno, sino que gracias a estos préstamos han
evolucionado a la par. Por lo tanto, plantea una variedad que comprende doce
tipos de expresión genológica, tratando de sistematizar armónicamente las
relaciones entre los géneros al combinarlos entre sí8. El problema de esta
tipología es que desconoce que a causa del permanente vaivén entre los géneros

8El resultado de las combinaciones es el siguiente: “Lírico-lírico, lírico-épico, lírico-dramático;


épico-épico, épico-lírico, épico-dramático; dramático-dramático, dramático-lírico, dramático-
épico” (190).

24
(cuyo sentido cambió desde finales del siglo XIX), la estructura tradicional de
éstos llegó a conmocionarse profundamente, si no a disolverse. Tal como afirma
Lukács, “la vida moderna como tema tiene en relación al drama un efecto ya de
por sí épico, lírico y destructor de la forma, de manera que la separación
realizada por unas circunstancias externas, se ve apoyada por motivos
internos” (1966a, 258). Por lo tanto, la clasificación de Guérard desconoce las
implicaciones complejas (destructivas y renovadoras) que la época moderna le
ha impuesto a la literatura y la teoría genológica.

En la poética de Strindberg el fenómeno de la infiltración de recursos


compositivos no permite ser considerado de manera pacífica, es decir, a la
manera de Guérard, como combinación armónica. En la poética strindberguiana
la estructura de las obras teatrales proviene de la novela y, a su vez, los
cimientos sobre los que se edifica la narrativa proceden del drama, tal como
espera demostrar y especificar mi estudio. Además, en este fenómeno, que
consiste en subvertir las bases configurativas de los géneros literarios,
desbordándolos, se destacan, ante todo, los efectos “destructivos” (como los
llama Lukács) pero que, en últimas, son positivos, dado que han renovado las
formas literarias permitiendo su desarrollo. En la obra de Strindberg, a fuerza
de sus constantes infiltraciones, el género teatral, estancado en el drama
burgués hasta antes de la crisis de la representación, es violentado y llevado a
un nuevo punto de su historia (del que partirá, entre otros, el teatro épico de
Brecht). En cuanto al género narrativo strindberguiano, dadas las irrupciones
dramatúrgicas, se va destruyendo la estética realista-naturalista (cifrada en la
representación de la totalidad de las agitaciones sociales del momento y sus
efectos en el individuo) y se va marcando, progresivamente, el paso hacia la
novela volcada en la subjetividad, que alcanzaría su punto máximo en las obras
de Proust y Joyce.

Si, como afirma Abirached, “el teatro de la era industrial, en el momento


en que se renueva intelectualmente, es invitado a rivalizar con el arte
novelesco” (157), un estudio sobre la relación de los géneros literarios en
Strindberg, como el que se propone aquí, debe conservar y precisar los términos
e implicaciones de dicha rivalidad. En este sentido, considero desatinado

25
comprender las obras del sueco como la síntesis dialéctica de la relación entre
novela (tesis) y drama (antítesis). No se trata de novelas-drama o dramas-
novela que reúnen en sí lo mejor de cada género para ser concebidas como
obras perfectas. Más bien se trata de piezas rapsódicas, “cosidas de momentos
dramáticos y de pedazos narrativos” (Sarrazac 1999, 36), donde dichos trozos se
pueden distinguir pero no aislar, puesto que en las tensiones que se registran en
las costuras radica su fecunda complejidad genológica.

Además, lo significativo de considerar la obra de Strindberg en términos


rapsódicos es que “el devenir rapsódico opera mediante incesantes
desbordamientos […] de lo dramático por lo épico y por lo lírico. Pero también
en el otro sentido, de lo épico y de lo lírico por lo dramático” (Sarrazac 1999,
199) 9. Desde esta perspectiva el género literario puede ser concebido como un
espacio de tensiones, de líneas de fuga, como una institución en la que se vive el
rico enfrentamiento entre la novela y el drama, que no llega a resolverse de
manera sintética. Analizar la obra de Strindberg en estos términos permite
comprender, en buena medida, que la pugna entre los géneros (tendiente a la
destrucción de las formas tradicionales) acarrea consecuencias benéficas,
puesto que no se trata simplemente de señalar un vencedor y un vencido sino de
evidenciar los términos y proyecciones de la batalla. Considero que planteando
la problemática de esta manera, podemos estar más cerca de comprender el
sentido de los vínculos entre los géneros que Strindberg le expuso a Schering en
aquella carta escrita desde su “Torre azul” en la primavera de 1907.

9 Traducción de Víctor Viviescas.

26
Capítulo II

Novelización: los componentes fundamentales de la novela y su


irrupción en el drama de Strindberg

La novela

Todo aquel que se haya acercado al problema de la forma novelesca, lo declare


abiertamente o no, se ha visto en serias dificultades. En primera instancia, la
complejidad del análisis se debe a que la novela no fue abordada en las Poéticas
clásicas (Aristóteles, Horacio, Boileau), ya que en la Antigüedad el privilegio le
correspondía a la épica y para los neoclásicos se trataba de un género menor.
Por lo tanto, no existe un corpus teórico normativo sobre la novela, dado que “es
el único género producido y alimentado por la época moderna de la historia
universal, y, por lo tanto, profundamente emparentado con ella; en tanto que
otros géneros los ha heredado esa época en forma acabada y tan solo están
adaptados –unos mejor y otros peor– a sus nuevas condiciones de
existencia” (Bajtin 1991, 450). Por eso, la novela se renueva constantemente, es
el género que dispone de la mayor libertad de movimientos, objetos y motivos,
provenientes de la contemporaneidad cambiante.

Siguiendo con Bajtin, la evolución de la novela es acanónica por


excelencia (1991, 484): el género no se ha cristalizado todavía, y las obras no
pueden ser cotejadas con ningún ideal de perfección. La cuestión puede
corroborarse fácilmente: ¿Qué presupuestos normativos puede deducir el lector
a partir de novelas tan dispares como Don Quijote, Jacques el fatalista, Rojo y
negro, Madame Bovary y En busca del tiempo perdido? ¿El lector puede
asegurar que las obras antes mencionadas están subordinadas al cumplimiento
de algún plan sistemático de perfección? Desde luego que no. Por ese motivo, el
estudio sobre la novela debe alejarse de toda noción de pureza de la obra
literaria.

Ahora, si bien no puede hablarse de una materia novelesca uniforme, sí


pueden hallarse rasgos comunes; no se puede explicitar un ideal novelesco, pero

27
sí especificar indicios compartidos. Desde Don Quijote hasta nuestros días la
novela ha venido presentando (al menos) tres componentes fundamentales: el
narrador, el enfrentamiento del sujeto con el mundo y la ironía formal. El
presente capítulo se dedicará a desglosar cada uno de dichos elementos
cumpliendo con el siguiente orden: el planteamiento de la noción teórica, su
tratamiento en el período histórico realista-naturalista del siglo XIX, y,
finalmente, la interpretación crítica sobre su irrupción y desarrollo en el drama
de Strindberg.

El narrador

Toda novela necesita de una mediación entre lo representado y el lector, y es esa


función la que cumple el narrador: es la voz que presenta el mundo ficcional, la
consciencia que posee una mirada particular a través de la cual el lector se
relaciona con los sucesos y personajes. En ese sentido, el narrador es un
personaje más de la ficción narrativa, pero tiene una condición especial: es
aquel en el cual el autor se ha metamorfoseado. Tal como aseguró Bajtin, “el
novelista tiene necesidad de alguna máscara esencial formal, de género, que
defina tanto su posición para observar la vida, como su posición para hacer
pública esa vida” (1991, 313). Esa máscara esencial (metáfora no libre de
teatralidad) es aquella que el novelista diseña y usa para cumplir con el papel
del narrador.

Sin embargo, que la presencia del narrador sea inevitable en la novela no


quiere decir que sus manifestaciones sean siempre evidentes, ni que su posición
sea invariable: lo podemos encontrar dividido, multiplicado, moviéndose,
jugando con el lector, dejando silencios, entrometiéndose, tratando de
esconderse detrás de los personajes y su acaecer, etc. Al restringir el panorama
histórico al siglo XIX, puede asegurarse que el narrador cambió su posición y
actitud desde el juicio directo a los personajes y la exposición de sus propias
concepciones políticas y morales (como en Rojo y negro), hasta el mutismo de
su subjetividad y el distanciamiento frente a los acontecimientos registrados en
el mundo novelesco (en Madame Bovary).

28
Para el Realismo, que se consolidó en el siglo XIX, el tratamiento del
narrador era de suma importancia, ya que en él recaía la responsabilidad de
producir la ilusión realista. Para lograrlo, el narrador debía limitarse a registrar
la vida del mundo ficcional sin introducir ningún elemento ni juicio de su
interioridad. Tal como enseñó Adorno: “La novela tradicional, cuya idea se
encarna quizá de la manera más auténtica en Flaubert, cabe compararla con el
escenario de tres paredes en el teatro burgués. Esta era una técnica de la ilusión.
El narrador levanta un telón: el lector ha de participar en lo que sucede como si
estuviera físicamente presente. La subjetividad del narrador se acredita en la
capacidad de producir esta ilusión” (46). Además, el propósito de Flaubert en la
configuración del narrador, como se sabe, era lograr con respecto al mundo de
ficción la misma impasibilidad que demuestran los científicos al estudiar la
materia.

Los naturalistas, que se declararon continuadores del realismo, partieron


de la concepción flaubertiana del narrador: “La novela es impersonal, quiero
decir que el novelista no es más que un escribano que no juzga ni saca
conclusiones. El papel estricto de un sabio consiste en exponer los hechos, en ir
hasta el final del análisis, sin arriesgarse en la síntesis” (Zola 160-161). Lo
anterior evidencia la concepción científica del narrador naturalista que ya
Flaubert había hecho parte de su método creativo. Para Zola, si la novela quería
averiguar la verdad irrebatible sobre el hombre y la sociedad, el narrador debía
ubicarse en la tercera persona y demostrar una actitud imperturbable: “Así,
pues, el novelista desaparece, guarda para sí sus emociones, expone
simplemente las cosas que ha visto” (161). De lo contrario, si el narrador
quebraba su omnisciencia o se vinculaba anímicamente con el mundo narrado,
las conclusiones que obtendría la novela serían falsas.

En las novelas de Strindberg escritas antes de Inferno (1898) es evidente


su entusiasmo naturalista. Al respecto, cabe citar un pasaje del prólogo que el
autor escribió para El alegato de un loco (1888): “Lo que necesito a toda costa
es saber. Y para esto voy a realizar, acerca de mi vida, una profunda, una
discreta y científica investigación” (1997, 21). Sin embargo, Strindberg no
adoptó por entero los preceptos del narrador naturalista e incluso criticó las

29
propuestas de Zola: “El naturalismo mal entendido cree que el arte consiste en
reproducir una pieza de la naturaleza de un modo natural. Pero el gran
naturalismo busca su lugar donde las grandes batallas toman lugar” (citado por
Bentley 248). Vale decir que, para el escritor sueco, ese lugar en donde se
manifiestan las grandes batallas es la interioridad de los personajes. Strindberg
se alejó de la ortodoxia naturalista por el mismo motivo que Johan, el
protagonista de El hijo de la sierva, se apartó de la ciencia: “Todo eso no eran
más que fenómenos externos, nombres que pronto dejarían de interesarle.
Quería penetrar en el interior de las cosas” (2007b, 97) 10.

El narrador en las novelas de Strindberg, progresivamente, va cambiando


de lugar y actitud: inicia desde la tercera persona y la impavidez en El cuarto
rojo para, finalmente, establecerse en la primera persona, siendo a la vez
narrador y protagonista, como en Solo (1903). En este trayecto un punto de
quiebre fundamental lo constituye, curiosamente, la que se considera su novela
más naturalista: El alegato de un loco. A partir de dicha obra inicia el domino
de la primera persona y la configuración del narrador-protagonista que
aparecerá en la mayoría de sus narraciones posteriores. A excepción de A orillas
del mar libre (1890), sus novelas escritas después de 1888 se alejan cada vez
más del narrador impasible y omnisciente. Desde entonces aparecen narradores
confinados en el Yo, para los cuales no es importante abordar con detenimiento
la realidad social, sino tomar en consideración solamente aquellos sucesos que
provocan reacciones en el interior del personaje. Lo anterior se evidencia en el
siguiente pasaje de Solo:

Hay siempre trocitos de papel tirados en la calle, pero no todos llaman mi


atención. Sin embargo, si uno de ellos lo hace, le presto una cuidadosa atención,

10 Las relaciones de Strindberg con el naturalismo son bastante complejas. Aunque el escritor
nunca renegó de dicha estética, tenía una concepción particular de la misma. Para empezar,
estaba alejado de su principal teórico y escritor, como afirma en Inferno: “Por más que sienta
aversión por la literatura de Zola…” (2002, 342). Williams ha sido el estudioso que mejor ha
expuesto el particular naturalismo del autor sueco, que no deja de estar influenciado por el
ánimo científico y experimental de la época, pero que se propone superar la comprensión
inmediata de la realidad: “Lo que vino a entenderse por ‘naturalismo’ era, casi de modo general,
una especie de fotografía, que Strindberg combatía como pasiva y conformista reproducción de
una realidad superficial. Es una torpe confusión terminológica, pero debemos tener en cuenta lo
que Strindberg puntualiza cuando afirma que el escritor naturalista, para expresar su nueva
visión del mundo, debe hallar nuevos estilos dramáticos, nuevas convenciones de la realidad.
Podemos denominar esta concepción ‘naturalismo crítico’ (94).

30
y si hay algo escrito o impreso en él que tiene alguna conexión con lo que me
está preocupando, entonces lo considero una expresión de mis más recónditos
pensamientos aún no nacidos. (2003a, 27)

Lo que empieza a vivir el narrador de Strindberg es el movimiento hacia


un espacio dentro de las fronteras del Yo, hacia un lugar privilegiado desde el
cual relata las variaciones sufridas en el vasto mundo interior del personaje a
partir de mínimos detalles del mundo exterior. No se trata de la evasión de la
realidad, ni del olvido del mundo, sino de aquello que explicó Adorno con
respecto a la novela contemporánea: “El narrador instaura por así decir un
espacio interior que le ahorra la salida en falso al mundo ajeno que descubriría
la falsedad del tono de quien se finge familiarizado con ese mundo. El mundo es
arrastrado imperceptiblemente a ese espacio interior” (45). Al haber realizado
este movimiento del narrador, Strindberg fue pionero en la exploración de uno
de los recursos narrativos que se consolidaría luego, en las epopeyas del Yo
escritas durante el silgo XX: En busca del tiempo perdido y Ulises.

La presencia del narrador en el teatro no es una novedad de Strindberg, ni


tampoco una característica exclusiva del drama moderno, ya que este recurso
puede encontrarse desde la tragedia griega. Tal como asegura Booth: “Incluso el
más puro de los dramas no es puramente dramático en el sentido de ser
presentado enteramente, de ser mostrado por completo como si tuviese lugar en
este momento […]. Algunas partes de la acción son más convenientes para
representarse, otras para narrarse” (1974, 141). Así, la aparición del narrador
desde las obras de Sófocles invita a replantear el precepto según el cual el drama
se caracteriza por la eliminación de este componente. Según la investigación de
Abuín González, en el teatro han existido tres tipos de narradores: internos,
presentadores y generadores.

Los narradores internos son “aquellos personajes que cuentan a los otros
personajes, como al espectador, lo que ha sucedido antes de que derrame la
acción, o lo que está pasando fuera de la escena” (Abuín González 23). La
función de estos sujetos es narrar los acontecimientos que promueven y
complementan el desarrollo de la acción: como los mensajeros de Antígona, que

31
cuentan a Creonte el hecho de que Polinices ha sido enterrado, o Terámenes, en
Fedra de Racine, que relata la escabrosa muerte de Hipólito. Por su parte, los
narradores presentadores son los personajes que “dentro de los prólogos o
epílogos, permanecen fuera del universo ficticio de la obra para, desde el
principio o desde el fin, discutir sus pormenores […]. Se trata de un fenómeno
[…] mediante el cual el espectador es informado sobre cómo debe entender lo
que va a serle ofrecido sobre la escena” (26). Shakespeare, en Romeo y Julieta,
utiliza este recurso a través del coro que abre la pieza, al igual que Valle Inclán,
en Los cuernos de don Friolera, que enmarca la obra dentro de las discusiones
literarias de don Estrafalario y don Manolito.

El tercer tipo de narrador propuesto por Abuín González es el más


relevante para este estudio, puesto que surgió con el drama moderno, en el que
Strindberg ocupa un lugar fundamental. Se trata del narrador generador, un
personaje que “crea, engendra con su discurso un universo dramático habitado
por otros personajes de condición ‘ontológicamente’ distinta” (28). La
particularidad del narrador generador radica en que posee un punto de vista
limitado sobre la totalidad de los acontecimientos de la pieza. Por lo tanto,
relata sólo aquello que conoce, y sus discursos, en ningún caso, promueven la
unidad de acción. Se trata de un personaje que sostiene un punto de vista
particular desde el cual presenta (y crea) el universo de ficción, tal como lo haría
un narrador novelesco, lo que permite trascender las limitaciones temporales y
espaciales del escenario. El narrador generador “explica, glosa, parafrasea la
obra, interpreta el espectáculo, dirige sobre la escena a otros personajes” (29), a
tal punto que la pieza teatral se consuma en el discurso interpretativo que los
personajes realizan.

En cierto pasaje de La señorita Julia, la aristócrata le hace un cumplido a


su criado, Juan, que a él le pasa inadvertido, pero que para el lector y el
espectador resulta significativo: “¿Sabe que es un gran narrador?” (2003b, 122).
En otro momento de la misma obra aparece una didascalia que refuerza la
condición narrativa de los personajes: “(Se vislumbra a Juan por la derecha,
afilando su navaja de afeitar en una correa que sostiene con los dientes y la
mano izquierda. Escucha divertido la narración y de vez en cuando asiente con

32
un movimiento de cabeza)” (146). Estos fragmentos que identifican al personaje
dramático con la figura del narrador nos ponen sobre la siguiente pista: los
personajes de Strindberg salen a escena para relatar su vida e interpretar la de
los demás. Se trata de sujetos que no actúan sino que hablan todo el tiempo, tal
como advierte El Confesor de Camino de Damasco: “¿Qué dice ese charlatán?
Toda su vida se la ha pasado hablando y así nunca ha tenido tiempo de hacer
nada” (1973, 376). En el teatro de Strindberg aparecen personajes-narradores
que no están sujetos a la realización de ninguna empresa, puesto que su tarea es
exponer la interioridad de los sujetos y su mundo.

Los personajes del teatro naturalista de Strindberg son narradores que se


dedican a interpretar los entresijos de la consciencia de los demás personajes.
Tal como expuso Szondi, en estas obras, “se le encomienda al drama, a la forma
por excelencia del desvelamiento dialogal y la exteriorización, la tarea de
exponer los sucesos anímicos ocultos” (47). Así, el sentido del teatro naturalista
de Strindberg recae en el análisis psíquico realizado por los personajes, cuya
intimidad y experiencias pretéritas son los objetos de interés de los narradores
en escena. Esta tarea de interpretación la cumplen los personajes de El padre
(1887) y Acreedores (1888), entre otras obras, que se interpelan a fin de
exponer los acontecimientos decisivos que han marcado sus vidas:

El Ama. - Don Adolfo, ¿se acuerda usted de cuando era mi chiquitín adorado y
yo lo metía en la cama y lo tapaba bien y rezaba con usted sus oraciones? ¿Se
acuerda de cuando me levantaba por las noches para darle algo de beber? ¿Se
acuerda de cuando encendía una vela y le contaba hermosos cuentos las noches
que usted tenía pesadillas que no le dejaban dormir? ¿Se acuerda?

El Capitán. - ¡Sigue, Margarita, sigue! ¡Me calma tanto la cabeza! ¡Sigue


hablando, Margarita! (2003b, 79)

* * *

(Se miran.)

Gustavo. - ¿Tú crees que uno puede olvidar aquello que le ha producido una
fuerte impresión?

Tekla. - No. La fuerza del recuerdo es enorme. Especialmente la de los recuerdos


de la juventud.

Gustavo. - ¿Te acuerdas de nuestro primer encuentro? Eras una niñita


encantadora. Una pizarrita donde los padres y la institutriz habían escrito
algunos garabatos que yo tuve que borrar. Luego comencé a escribir en ella mis

33
ideas hasta que un día te diste cuenta de que la pizarra estaba llena… (2003a,
193)

Estos narradores increpan a los personajes para conocer datos que les
permitan trazar un panorama completo de sus vidas. En el transcurso de la
obra, todos los personajes (en cuanto narradores) se dedican a reconstruir las
historias de vida de los sujetos, con el objetivo de hacer más clara la exposición
de sus convicciones en el presente. Entre ellos se rapan el uso de la palabra
intentando trazar la conexión entre el presente y el pasado, que ha condicionado
a los personajes a tal punto que su aparición en escena sirve para explicar los
motivos por los cuales no pueden realizar ninguna acción. Condenados a la
inmovilidad, atados a su pasado, los personajes-narradores abordan
detalladamente las experiencias importantes de sus vidas hasta el momento. La
obra en donde mejor se demuestra este fenómeno es El padre, cuando El
Capitán, luego de narrar sus amoríos infantiles, las circunstancias en que
conoció a su esposa y los efectos de su relación sentimental en crisis, concluye
su discurso renunciando a cualquier posibilidad de acción:

El Capitán. - ¡Ahora no hay más que sombras que se esconden detrás de los
arbustos y sacan la cabeza para reírse de mí! ¡Ahora es como pelear contra el
aire, como ir de maniobras con cartuchos de fogueo! La realidad, por penosa
que sea, siempre provoca una resistencia, y hubiese lanzado el cuerpo y el alma
a la acción, pero así… ¡Ahora mis ideas se van desvaneciendo como el vapor, mi
cerebro sigue moliendo en el vacío y como no hay nada que moler se quema!
¡Ponedme una almohada debajo de la cabeza! ¡Y echadme algo encima, que
tengo frío! ¡Tengo tanto frío! (2003b, 82-83)

Otra tarea que emprenden los narradores en el teatro de Strindberg es la


descripción del espacio escénico en el que están inscritos, y en el cual se sienten
extraños. Este cambio de función y posición del narrador en el teatro de
Strindberg se registra en sus piezas post-naturalistas, que inician en 1898 con la
primera parte de Camino de Damasco 11. A partir de entonces las atmósferas
atípicas en las que se encuentran los personajes se hacen objeto de narración
debido al misterio que entrañan: en Comedia onírica, los personajes del primer

11
A excepción de La danza de la muerte, escrita en 1900, que tiene la particularidad de estar a
medio camino entre el naturalismo y el post-naturalismo.

34
cuadro se preguntan por el castillo ubicado frente a ellos, que crece como si
fuera una planta; en La sonata de los espectros (1907), se lleva a cabo una cena
durante la cual los muertos reviven para indagar sus culpas, fenómeno del que
dan cuenta los atónitos criados:

(El telón del foro representa un bosque de gigantescas malvarrosas con flores
de color blanco, rosa, púrpura, rojo, amarillo azufre, azul, violeta, sobre las
que se dibuja el tejido dorado de un castillo en el que destaca el capullo de una
flor con forma de corona...)

La Hija. - El castillo sigue creciendo… ¿Ves lo mucho que ha crecido desde el


año pasado?

El Cristalero (para sus adentros). - Yo no he visto nunca ese castillo, jamás he


oído que un castillo crezca… pero – (a La Hija con firme convicción). Sí, habrá
crecido un par de metros, pero es porque lo han abonado… y si te fijas bien
verás que le ha crecido un ala en el lado del sol.

La Hija. - ¿No debería florecer pronto? Ya hemos pasado San Juan… (2007a, 21)

* * *

(La Momia silba.)

Johansson. - ¡He visto muchas cosas en mi vida, pero nunca nada parecido!

Bengston. - Mira, cuando una casa envejece, se llena de moho, y cuando las
personas llevan mucho tiempo encerradas, martirizándose mutuamente,
entonces se vuelven locas. Esta mujer, la señora de la casa – ¡cállate, Polly! –,
esta momia ha vivido aquí cuarenta años con el mismo marido, los mismos
muebles, los mismos parientes, los mismos amigos… (Cierra la puerta del
ropero de La Momia.) Y de lo que ha ocurrido en esta casa… no tengo ni idea…
(2007c, 131)

De lo anterior se puede deducir que el mundo escénico del teatro post-


naturalista de Strindberg está marcado por la invasión de lo fantástico, como
aseguró el autor en la apostilla de Comedia onírica: “Todo puede ocurrir, todo
es posible y verosímil. Tiempo y espacio no existen” (2007a, 15). De esta
manera, el escenario se convierte en un lugar en donde se suceden imágenes y
palabras que no se corresponden con los dictámenes de la realidad fáctica.
Strindberg rompe con la tradición del teatro realista-naturalista decimonónico,
que se basaba en la capacidad de producir la sensación de que el público o el
lector espiaban lo que ocurría en la sala de cualquier familia. Los personajes-
narradores son los encargados de dar cuenta de este fenómeno renovador,
ubicados en una intersección: entre la realidad y la fantasía, en un espacio

35
fronterizo desde el cual pueden apreciar todas las particularidades de su mundo
trastornado. Al respecto, vale mencionar las impresiones que causa el mundo
escénico en El Estudiante de La sonata de los espectros: “¡Qué aventura tan
extraña!” (2007c, 118), “¡Yo no entiendo nada de esto! Es como un cuento de
hadas” (119), “¡Qué casa tan extraña! ¡Está embrujada!” (147). Por lo tanto, el
narrador, infiltrado en el drama strindberguiano, abre la posibilidad de que el
escenario sea un lugar en donde la realidad no es algo dado de antemano sino
que es una imagen por construir, una apariencia contaminada por lo onírico y lo
fantástico.

El último movimiento que lleva a cabo el narrador en el drama de


Strindberg consiste en que los personajes de la pieza son emanaciones de la
intrincada subjetividad del protagonista, que, por lo tanto, expande las
dimensiones de su Yo. El Desconocido, de la trilogía Camino de Damasco, tiene
la capacidad de proyectar sus temores inconscientes hasta que éstos se
individualizan, poblando el escenario con su cuerpo y palabra. Todos los
personajes de la obra nacen del mundo interior del personaje principal, que es
la consciencia narrativa central: La Señora es una representación abstracta de
su madre, El Mendigo emana de su temor por el fracaso profesional, El Médico
brota de sus frustraciones en el mundo científico, César proviene de su temor
por la insania, El Prior y el Tentador nacen de sus tortuosas luchas entre el Bien
y el Mal. El objetivo de todos estos personajes es relatar, desde su perspectiva
restringida, las diferentes capas que componen el intrincado mundo interno del
Yo protagónico. En cierto pasaje de la obra, El Mendigo le expone al
Desconocido el sentido y la estructura de esta pieza teatral sin precedentes:
hacer que el personaje principal comparezca ante sus propias angustias y
contradicciones más profundas, que han tomado vida en el escenario para
interpelarlo. Ante esta revelación, El Desconocido cae perturbado:

El Mendigo. - Serás obligado a predicar contra ti mismo desde los


tejados. Tendrás que deshacer tu tejido hilo por hilo; desollarte vivo en cada
esquina y enseñar cómo eres por dentro. […] Sin embargo, a veces, cuando cae
la noche y los seres invisibles, que sólo pueden ser vistos en la oscuridad, se
arrastran sobre sus pechos, entonces él tendrá miedo, incluso de las estrellas, y
más que de nadie del molino de los pecados, que muele y muele el pasado, el
pasado, el pasado.

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[…]

El Desconocido (levantándose.). - ¿Dónde me encuentro? ¿En dónde he estado?


¿Es primavera, invierno o verano? ¿En qué año vivo y en qué hemisferio? ¿Soy
niño o anciano, hombre o mujer, dios o diablo? ¿Quién eres tú? ¿Eres tú, tú, tú
mismo o eres yo? ¿Son esas mis propias entrañas que veo a mi alrededor? ¿Esas
son estrellas o manojos de nervios en mi ojo? ¿Es eso agua o son lágrimas?
¡Silencio! (1973, 279-280)

En su doloroso y dilatado recorrido de autoconocimiento, El Desconocido


y sus voces inconscientes (los demás sujetos) van configurando una narración
polifónica sobre la identidad del personaje principal, que es abordada desde
cuatro planos: la relación del Desconocido consigo mismo, con la mujer, con la
sociedad y con Dios. De esta manera, en el drama de Strindberg se produce la
extrema densificación del Yo narrador-protagonista, que se expande hasta el
punto de que el mundo entero es una proyección (representación) de sí mismo.
Así, la voz del personaje central se multiplica en los demás personajes, que se
convierten en máscaras narrativas utilizadas para exponer su interioridad. Los
contornos del Yo protagónico se dilatan, provocando que el Desconocido
asegure con toda certeza: “Hay momentos en que me parece que llevo dentro de
mí todo el pecado y la tristeza, toda la porquería y la vergüenza del
mundo” (1973, 161).

El enfrentamiento del sujeto con el mundo

Aunque Hegel en sus Lecciones sobre la estética no le dedicó un apartado a la


novela, hizo una mención fundamental a propósito del género: “Por lo que a la
representación respecta, también la novela propiamente dicha exige, como el
epos, la totalidad de una concepción del mundo y de la vida cuya temática y
contenido multilaterales acceden a manifestación dentro del acontecimiento
individual que ofrece el centro del todo” (786). Por lo tanto, Hegel fue el primer
teórico literario en advertir que la novela se realizaba en el desempeño del
sujeto dentro de la totalidad de las condiciones externas, es decir, en la relación
dialéctica entre el individuo y el mundo.

37
Para Lukács, un destacado hegeliano, la novela se distingue de la epopeya
porque la relación dialéctica entre el sujeto y el mundo se ha convertido en un
enfrentamiento problemático, dado que las acciones humanas ya no poseen el
mismo carácter orgánico y armónico que tenían en los tiempos griegos: “La
novela es la epopeya de un tiempo donde la totalidad extensiva de la vida no
está ya dada de una manera inmediata, de un tiempo para el cual la inmanencia
del sentido de la vida se ha vuelto problema” (1966b, 59). Sin embargo, en este
nuevo contexto problemático, el sujeto novelesco no puede evitar relacionarse
con su mundo, es decir, llevar a cabo el enfrentamiento con la realidad para dar
cuenta de la totalidad de sus condiciones.

De lo anterior se deduce la paradoja constitutiva de la novela: el sujeto se


siente un extraño en el mundo pero sólo puede realizarse allí. Los deseos del
sujeto no pueden ser cumplidos en el mundo, al menos no como acción efectiva
(como acontecimiento), pero irremediablemente debe buscar su consecución
allí, dado que el sentido del personaje novelesco estriba en poner a prueba sus
ideales en el mundo. Por consiguiente, el personaje de la novela debe fracasar
en la consecución de sus propósitos, puesto que este género está marcado por la
“falta de armonía entre la interioridad y su sustrato en el dominio de la acción,
falta que resalta de manera tanto más neta como más verdadera es la
interioridad, cuanto más próximas de sus fuentes están las ideas del ser,
devenidas ideales del alma” (1966b, 83).

Siguiendo con la Teoría de la novela, “el individuo se reduce a no ser sino


un instrumento cuya situación central depende exclusivamente de su aptitud
para revelar cierta problemática del mundo” (87). Por lo tanto, el sujeto
novelesco se enfrenta al mundo para transmitir un claro conocimiento de la
situación coetánea del espíritu humano, a costa de la realización de sus propios
intereses. Lo anterior puede verificarse en el caso de Arvid Falk, protagonista de
El cuarto rojo: el personaje desea ser escritor y, movido por ese impulso,
abandona su empleo como funcionario, y cree que desde su pluma puede
enfrentar su realidad. Sin embargo, Falk no logra su cometido y termina, como
dice el narrador, en una “reconciliación con el orden del mundo” (1991, 246).
Sin embargo, no se trata de una reconciliación feliz ni deseada, es más, luego de

38
que ocurre esta vuelta resignada del personaje a las condiciones de la realidad,
el fallido escritor no vuelve a aparecer en la novela, deja de interesarle al
narrador. El fracaso de Arvid Falk es lo que permite a la novela revelar la
situación del mundo sin sentido que condicionó la suerte del personaje:

Una tarde de agosto está sentado Falk otra vez en el jardín de la Mosebacke, tan
solitario como había estado el verano entero; y hace un resumen de sus
experiencias de todo este trimestre, desde la última vez que estuvo aquí, tan
lleno de esperanzas, tan lleno de valor y de fuerzas. Ahora se siente viejo,
cansado, indiferente; ha visto por dentro todas esas casas que se levantan allá
abajo, y le han parecido distintas de lo que él había esperado. Ha salido al
mundo y examinado a los hombres en muchas circunstancias […]. Ha tenido
oportunidades de ver a la gente como animales sociales en todas las formas
posibles […]. ¡Se había perdido el respeto a sí mismo! ¡Y esto, sin haber
cometido ningún acto del que tener que avergonzarse! […]. Ahora, sin embargo,
se encontraba en una situación a medias entre el fanatismo y la indiferencia más
absoluta. (1991, 218-219)

En el siglo XIX, como expuso Auerbach, la novela logró el “tratamiento


grave de la realidad corriente” (463), es decir, abandonó por completo el
sustrato fantasioso y se dedicó al dominio de la realidad social no como telón de
fondo sino como fuerza determinante en el desempeño de los individuos. La
novela, entonces, llegó a ser la representación seria de la totalidad de las
agitaciones y transformaciones sociales del momento, así como del
comportamiento de los sujetos inmersos en dichas dinámicas. Zola advirtió que
esta era la conquista más importante del realismo y que, por lo tanto, el
naturalismo debía seguir por el mismo camino: “El hombre no está solo, vive en
una sociedad, en un medio social y para nosotros, novelistas, este medio social
modifica sin cesar los fenómenos. Nuestro gran estudio está aquí, en el trabajo
recíproco de la sociedad sobre el individuo y del individuo sobre la
sociedad” (59).

En todas las novelas de Strindberg aparece el rechazo que los personajes


sienten con respecto a las condiciones del mundo, así como la suerte que corren
por asumir esa posición: el fracaso o la locura. Arvid Falk, de El cuarto rojo,
dice: “Yo aborrezco la sociedad, porque no descansa sobre un pacto libre, sino
que es un tejido de mentiras” (1991, 28). Axel, en El alegato de un loco, lanza
duras críticas al respecto: “El mundo no es más que un montón de

39
bribones” (1997, 140), y luego asegura: “Estoy horrorizado de las intimidades
obscenas que reinan en esta sociedad agusanada” (207-208). Aunque es
evidente que el enfrentamiento entre el sujeto y el mundo se registra en estos
pasajes, la manera como el autor presenta esta confrontación difiere
sustancialmente de lo propuesto por la visión realista-naturalista: Strindberg no
lanza a sus personajes hacia la conquista del mundo social sino que les impone
la aventura de explorar los abismos y cimas de su propia alma.

Los personajes de la novela realista-naturalista tenían un propósito bien


definido, y la suerte que corrían dependía de la manera como ese objetivo
fracasaba en el mundo (puede pensarse en el ansia de posicionamiento social de
Julian Sorel, de Rojo y negro). Los personajes de Strindberg, por su parte, ya no
acometen el mundo a través de la acción, no se lanzan hacia el exterior puesto
que en su propia interioridad viven tantos ideales y problemáticas como pueden
caber en el mundo. Además, el interior de los personajes novelescos
strindberguianos es tan amplio que allí adentro se vive una incesante anarquía
de los deseos, a tal punto que el sujeto nunca se pone de acuerdo consigo mismo
y queda condenado a la destrucción pasiva de todos sus propósitos. La novela en
la que mejor se evidencia lo anterior es A orillas del mar libre, en donde se dice
que Borg, “en medio de aquel caos eternamente móvil de fuerzas y de intereses
antagónicos, buscaba en sí mismo un lugar a propósito para clavar el ancla de su
existencia, buscaba el centro del círculo en el que la realidad le tenía
encerrado” (2005, 56). Desde luego, ese centro no es más que su propio interior
inestable que, en lugar de resolverse para permitir que el sujeto acometa
cualquier empresa, termina reduciéndolo a la inmovilidad silente ante el
espectáculo atroz de la realidad:

Se encontraba encadenado a la vida ordinaria y mezquina. Habían tejido lazos


en torno de su alma; sus ideas comenzaban a doblegarse bajo las
consideraciones sociales. Ya no se atrevía a exponer opiniones distintas a las de
sus amigos y la conciencia de su cobardía le roía las entrañas. Ni en sueños
quería arriesgarse a construir su felicidad sobre una base falsa, porque cuanto
más alto fuese el edificio, más fácilmente podría arruinarse, y la caída sería más
profunda y el dolor más punzante. (2005, 102-103)

40
Según Hauser, durante el siglo XIX, la novela triunfó sobre el drama porque fue
el género que expresó “del modo más amplio y profundo el problema cultural de
la época: el antagonismo entre individualismo y sociedad” (273). Por su parte, el
teatro de la misma época fue “incapaz de rivalizar con la novela para someter al
mundo a una lectura global y visionaria, adquirió al mismo tiempo una doble
función: discursear y divertir, exorcizando las contradicciones de lo
real” (Abirached 161). Podría decirse que los logros que obtuvo la novela se
debieron a su exposición detallada de la totalidad de las condiciones sociales y
humanas del mundo burgués. El drama, por el contrario, se dedicó a solazar al
público, que colmaba los teatros para contemplar obras en donde las
complejidades sociales eran expurgadas y presentadas de manera maniquea. A
propósito de esta reducción llevada a cabo por el drama burgués, Zola concluyó:
“El mundo al que nos lleva es un mundo de cartón, habitado por
monigotes” (168).

Podría pensarse que las limitaciones escénicas (espacio-temporales)


propias del teatro fueron las causantes del fracaso del drama burgués en su
tarea de abordar las nuevas condiciones del mundo. Es evidente que en un
escenario no caben todos los objetos y personajes que pueden mencionarse en
una novela como representantes de la sociedad. También es obvio que un
dramaturgo está condicionado temporalmente por la duración de su obra, y, si
se dedica al desarrollo progresivo de la acción, no puede detenerse en el análisis
de sus personajes tal como lo hace un novelista. Sin embargo, el drama
moderno sorteó estas dificultades y logró, al igual que la novela, presentar una
visión crítica del enfrentamiento entre el sujeto y el mundo. Antoine, el director
más prestigioso de los dramas naturalistas, escribió: “En las obras modernas,
escritas en un impulso de verdad y naturalismo, donde la teoría del medio y de
la influencia de las cosas externas ha tomado un puesto tan importante, ¿no es
el decorado el complemento indispensable de la obra? ¿No debe tomar en el
teatro la misma importancia que la descripción en la novela? “(Citado por
Abirached 158-159).

El sujeto dramático de Strindberg, al igual que el novelesco, rechaza el


mundo, que no puede satisfacer sus propósitos y es el causante de su ruina. El

41
Desconocido de Camino de Damasco declara: “¿Crees que he hecho oro para
enriquecernos nosotros y los demás? No. Lo hago para destruir todo el orden
del mundo, para diluirlo. ¿Lo entiendes? Soy el destructor, el que diluye todo, el
incendiario del mundo” (1973, 224); en El pelícano (1907), El Hijo dice: “Siento
un desprecio tan enorme por la vida, la humanidad, la sociedad y por mí, que ni
siquiera tengo ganas de hacer el menor esfuerzo por seguir viviendo” (2007c,
187). Cabe decir que estas declaraciones en contra el mundo no son una
novedad exclusiva del drama de Strindberg, sino una característica del teatro
desde la Antigüedad. Los personajes del drama tradicional están en contra del
orden del mundo y, al tomar consciencia de esto, su propósito es llevar a cabo
acciones que reviertan la situación. Lo novedoso del drama strindberguiano
radica en la manera analítica y estática como presentó este enfrentamiento:
basándose en los significados sociales y anímicos de los objetos en escena.
Además, el mobiliario (convertido en signo del mundo y, luego, de la culpa)
produce un efecto de parálisis en los personajes, que, a diferencia del drama
tradicional, no pueden lanzarse a resolver la situación por medio de la acción,
sino indagar su condición problemática.

Strindberg, al igual que Antoine, comprendió que el drama moderno


debía encomendarle al decorado la tarea de representar críticamente el
enfrentamiento del sujeto con respecto a las condiciones del mundo moderno.
Por eso, presentó objetos en escena que, en el curso de la obra, se cargaban de
significados sociales y espirituales. El procedimiento logró que los accesorios
sustituyeran a su dueño, es decir, que representaran su complejidad social y
anímica. El Conde, padre de la señorita Julia, nunca entra en el escenario, pero
la presencia de sus botas es definitiva en la pieza. Este accesorio es tan
importante que se anuncia desde la didascalia inicial, remarcando la intención
de que su presencia sea notable para los espectadores: “(Juan, de librea, entra
llevando en la mano un par de botas de montar, grandes y con espuelas, que
deja en el suelo en un lugar bien visible para el público)” (2003a, 108).

Luego de que Juan ha seducido a la señorita, repara en los problemas que


este hecho implica para la familia aristocrática a la que sirve. Limitado por su
condición de lacayo y el profundo temor que le inspira su patrón, el personaje es

42
incapaz de emprender la huida que le propone Julia. Al permanecer estancado,
se genera la angustia del criado, desencadenada por la presencia de las botas del
Conde en el escenario, que se convierten en un símbolo de la diferencia de clases
entre los amantes. Juan no toma consciencia de que en su desliz carnal se ha
enfrentado al orden social del mundo hasta que repara en las botas del patrón,
en donde se cifra la sociedad que subyuga y paraliza al personaje:

Juan (incómodo, angustiado). - ¡No puedo! ¡Mientras sigamos en esta casa


seguirá habiendo barreras entre nosotros! Aquí está el pasado. Está el conde…
Jamás he conocido a otra persona que me inspire mayor respeto… Me basta con
ver sus guantes en una silla para que me sienta como un niño… Me basta oír la
campanilla para sobresaltarme como un caballo espantadizo… Y al ver ahora ahí
sus botas tan severas y acusadoras, me sube un escalofrío por la espalda. (Le da
una patada a las botas). (2003a, 126)

Durante los últimos años del siglo XIX, la obra de Strindberg cambió
vertiginosamente, porque abandonó cualquier rasgo naturalista y, por lo tanto,
la preocupación social fue dejada a un lado12 . En el teatro post-naturalista de
Strindberg, los objetos ya no aparecen en escena como símbolos de la
consciencia de clases, sino que en ellos se cifran las culpas que afligen el ánimo
de los personajes. Los accesorios siguen teniendo la capacidad de reemplazar a
los sujetos, pero lo que ahora representan no tiene nada que ver con el mundo
externo, sino con la conformación del vasto mundo interno de cada sujeto. Los
objetos en escena, incluso, llegan a estar dotados de memoria, contienen las
experiencias dolorosas del mundo, como el chal de La Hija, en Comedia onírica:
“Escúchame, hermana, ¿por qué no me das ese chal? … Lo voy a guardar aquí
dentro hasta que encienda la estufa; entonces lo quemaré con todas las penas y
miserias que lleva” (2007a, 42).

12El mismo autor era consciente de esta transición, como lo demuestra el siguiente fragmento
de Inferno: “Es a mí a quien corresponde establecer un puente entre naturalismo y
supranaturalismo, proclamando que el uno no es más que derivación del otro” (2002, 233).
Hauser también era partidario de esta concepción: “El teatro naturalista no es otra cosa que el
camino a la escena íntima, a la interiorización de los conflictos dramáticos y a un contacto más
inmediato entre escenario y público” (466). De lo anterior se puede deducir que a partir del
teatro naturalista, el drama se cifró por entero en los móviles internos de los personajes, es
decir, decidió hacer del Yo su interés prioritario, cuestión que luego sería retomada por el teatro
expresionista y simbolista.

43
En El pelícano (1907), la mecedora del Padre adquiere un significado
especial: aunque el personaje ha muerto antes de que empiece la obra, su silla
ofrece la posibilidad simbólica de volverlo a la vida. No se trata de que su
espectro aparezca en el mueble, sino que cada vez que la Madre critica la
memoria del muerto, aparecen didascalias que anuncian el balanceo de la
mecedora. A medida que se desarrolla la pieza, los personajes van escudriñando
la verdadera identidad de la pérfida madre, que ha fraguado la muerte de su
esposo. Cada vez que se obtienen nuevas revelaciones, el movimiento de la
mecedora aumenta, reforzando la presencia y aprobación del Padre con respecto
al desenmascaramiento de la Madre que los hijos van llevando a cabo. Además,
en el momento de las recriminaciones de los hijos, la Madre, nerviosa, no les
responde directamente, sino que dice: “Y esa mecedora acabará volviéndome
loca. Cuando él estaba allí sentado me parecía ver dos grandes cuchillos de picar
carne… que me picaban en trocitos el corazón” (2007c, 187). Así, en la mecedora
está contenido el espíritu del Padre muerto, cuya presencia altera a la Madre
hasta el punto de revivir y enfrentar las culpas que contaminan la atmósfera
escénica.

En La tormenta (1907), Strindberg cifró el sentido de toda la obra en un


objeto. El termómetro contiene la historia del matrimonio desdichado de los
protagonistas, que es el tema principal de la pieza. Cuando Gerda, la ex esposa
del Señor, aparece en escena, lo primero que hace es buscar el aparato y, a partir
de éste, expone tanto su vida conyugal como el mal presentimiento que los
esposos tenían con respecto a la suerte que iba a correr su relación. De esta
manera, el objeto se vuelve un símbolo tanto del sujeto como de las penurias
que ha tenido que soportar en el pasado: el termómetro representa los debates
irresueltos que se registran en la interioridad de los personajes, enfrentados al
mobiliario que les recuerda sus abandonos y engaños. Los personajes
dramáticos de esta obra deben enfrentarse a su propia alma, poblada de objetos
en escena que representan sus desdichas:

Gerda. - … En el cajón de la derecha, en el fondo, había un termómetro…


(Pausa.) Quizás esté aún ahí… (Va al aparador del comedor y abre el cajón de
la derecha.) ¡Sí, aquí está!

44
El Hermano. - ¿Tiene algún significado especial?

Gerda. - Sí, al final se convirtió en un símbolo. De lo inestable… Cuando


pusimos la casa, el termómetro se quedó ahí olvidado… lo teníamos que haber
clavado en la ventana, por fuera… yo prometí ponerlo… se me olvidó […] ¿Sabes
qué significa? Pues que ninguno de los dos creíamos que nuestra relación iba a
durar. Y en seguida nos quitamos las caretas y mostramos nuestras aversiones.
En los primeros tiempos vivimos siempre a punto de… sí, preparados para salir
huyendo en cualquier momento. Eso es lo que significa el termómetro… ¡Y aún
está ahí! Subiendo y bajando, siempre mutable, como el clima… (2007c, 45)

La ironía formal

A partir del Romanticismo, la ironía empezó a analizare como un elemento


fundamental de las creaciones literarias, es decir, no ya como figura retórica
sino como elemento de la evolución literaria. En todos los géneros existen
múltiples expresiones irónicas y paródicas, y en cada uno de ellos esas
manifestaciones tienen una injerencia y sentido particular. Sin embargo,
independientemente del género, la ironía en la literatura, “socava claridades,
abre vistas en las que reina el caos y, o bien libera mediante la destrucción de
todo dogma o destruye por el procedimiento de hacer patente el ineludible
cáncer de la negación que subyace en el fondo de toda afirmación” (Booth 1986,
13). Así, la ironía es uno de los principales elementos críticos de la literatura,
puesto que pone en perspectiva toda certeza sobre la realidad y la forma literaria
y, por lo tanto, promueve la renovación de la visión crítica sobre el mundo y la
composición artística.

La constante parodización que demuestra la novela en su desarrollo


histórico es, según Bajtin, la facultad que le ha garantizado su incesante
evolución. Vale recordar que gracias a esta condición estudiada por el ruso, la
novela, más que los otros géneros, es profundamente autocrítica (1991, 452). En
cada momento histórico la novela se ironiza a sí misma y, haciendo esto,
“sacude la somnolencia de la presunción satisfecha; incita a la inconsciencia a
que sea más consciente; en lugar de la narcosis, la reflexión fecunda y
vigilante” (Jankelevitch 61). Parece que cada novela, si quiere declarar su cuota
de originalidad en la tradición, debe parodiar a su modelo antecesor. Este
fenómeno es evidente desde la posición irónica que, en Don Quijote, asumió

45
Cervantes con respecto a los libros de caballerías, hasta el tratamiento que
Gamerro, autor de Las islas, hizo de los textos sobre la guerra de Malvinas.

Tal como lo afirmó Kundera: “El espíritu de la novela es el espíritu de la


continuidad: cada obra es la respuesta a las obras precedentes, cada obra
contiene toda la experiencia anterior de la novela” (31). Cabe decir que si la
novela tiene esta capacidad de continuidad es gracias a su particular ironía, que
Benjamin definió como formal; mientras que consideró que el drama se
caracterizaba por la ironía material: “la ironía sobre la materia aniquila a ésta;
es negativa y subjetiva [drama], en tanto que la de la forma, por el contrario, es
positiva y objetiva [novela]” (126). La ironía formal, siguiendo a Benjamin, se
enfrenta exclusivamente al objeto de la forma literaria. La novela renueva
constantemente sus posibilidades de expresión gracias a ella, de ahí que sea
positiva, ya que le da cabida a nuevas textualidades: Laclos y la inclusión del
texto epistolar, Puig y la técnica cinematográfica. Buena parte del sentido de la
novela moderna se debe a la ironía formal que Cervantes llevó a cabo con
respecto a la composición estructural y los tópicos de los libros de caballerías.
En Don Quijote, por primera vez, se amplió el registro de la narrativa y se
reformuló su sentido, puesto que el autor parodió la antigua forma de narrar
hasta hacerla fracasar, logrando el cambio en las reglas del juego que abrió el
camino de la novela moderna.

La ironía, para el estudioso de la literatura, puede ser una herramienta de


ordenación y análisis: las oposiciones, transiciones y rupturas en la historia
literaria pueden precisarse a través de la parodización de motivos y recursos
entre las sucesivas escuelas o estéticas. Los naturalistas, por ejemplo, se
opusieron a los románticos, tal como se deduce de los ensayos de Zola: “En la
actualidad estamos podridos de lirismo, creemos equivocadamente que el gran
estilo consiste en una turbación sublime, siempre cercana a caer en la demencia;
el gran estilo está hecho de lógica y claridad” (87-88). Los naturalistas, como
Strindberg en sus primeras obras, recurrieron a la ironía formal para desmontar
los tópicos y mecanismos del desmelenado estilo romántico. En El alegato de
un loco, por ejemplo, Axel huye de su penosa vida en la ciudad y busca la
Naturaleza exuberante para unirse con ella, tal como lo haría Werther. Sin

46
embargo, cuando el personaje llega al bosque se encuentra con el siguiente
espectáculo: “Cloacas, boñiga, setas, agáricos matamoscas, gigantescos nabos,
pudriéndose o podridos, tallos de flores deshojadas” (1997, 83). Para concluir el
momento irónico, se desencadena una tormenta, y Axel se lanza al mar para
fundirse con él, pero lo que termina ganando no es una unión trascendental sino
un catarro que lo mantiene en cama durante semanas.

Strindberg, además de parodiar algunos tópicos románticos, llegó incluso


más lejos en el manejo de la ironía formal cuando desmontó cierto recurso de
uno de los principales mentores del naturalismo (y uno de sus autores
favoritos): Balzac. En El cuarto rojo, el narrador intenta caracterizar a un
personaje de la misma manera como se hacía en la Comedia humana, en donde
la descripción de los elementos externos que acompañaban al personaje
encuadraba perfectamente con el carácter social del sujeto representado. Para
Balzac lo minucioso de la descripción de los accesorios servía para establecer
una contigüidad entre éstos y la identidad del personaje. Strindberg describe la
aparición de Struve en la casa de Falk haciendo un cuidadoso inventario de tipo
balzaciano, pero, al final, todos estos datos, en lugar de servirle para dar una
imagen certera del personaje, lo llevan a la incertidumbre. El narrador de la
primera novela de Strindberg ya no puede caracterizar al personaje a partir de
sus objetos: la interioridad del sujeto no se evidencia en el incierto contenido
social que denotan sus objetos; entre estos dos puntos se ha abierto una brecha.
Al ironizar el método de caracterización balzaciano, Strindberg llevó a la novela
hacia un nuevo momento de su evolución, y demostró los intereses de una
narrativa cada vez más apartada de los recursos realistas y naturalistas:

Hacia él llegaba por el pórtico un hombrecillo con grandes patillas, gafas que
más bien parecían protegerlo de las miradas que defender sus ojos, boca
malévola que siempre adoptaba una expresión amigable e incluso
bienintencionada, sombrero blando a medio abollar, abrigo bien cortado con
botones desiguales, pantalones a media asta y un andar que indicaba algo
intermedio entre aplomo sugerente y timidez. Era imposible juzgar su edad o su
posición social por su incierto exterior. Igual podía tomársele por un trabajador
que por un funcionario, y parecía tener entre los veintinueve y los cuarenta y
cinco años. (1991, 16-17)

47
Es bastante probable que cuando Benjamin identificó la ironía material con el
teatro, estuviera teniendo en cuenta sólo el drama tradicional. En la comedia,
sobre todo, es evidente la ironía que parte de las concepciones subjetivas del
autor para aniquilar el material de su obra. En Las preciosas ridículas, por
ejemplo, Molière toma como materia de su pieza el grupo social de las preciosas,
y las destruye, ya que pierden su dignidad a través de la exposición ridícula de
sus amaneramientos. Además, la ironía del comediógrafo francés compete a su
subjetividad (parte de las concepciones íntimas del autor frente a un hecho
social), ya que utiliza el escenario como estrado para juzgar las manías que
caracterizaban a los grandes salones de la época. Esta ironía de Molière es
material porque no afecta de ninguna manera la composición formal del género
que utiliza, es más, su obra es un ejemplo canónico de la comedia.

Buena parte de la modernización del drama a partir de 1880 se debe a la


ironía formal que los dramaturgos empezaron a explorar en sus obras. Su
antecedente inmediato era el drama burgués, que había llevado al arte
dramático a una trivialización sin antecedentes en su historia. La composición
de estas obras efectistas estaba determinada por una receta sobreentendida de
mecanismos que los dramaturgos repetían sin cesar, con el objetivo de “hacer el
disfrute del arte lo más fácil y agradable posible, quitar de él toda dificultad y
complicación, todo lo problemático y torturante, en suma, reducir lo artístico a
lo agradable y placentero. El arte como ‘relajamiento’ […] es invención de este
período” (Hauser 338). El aburguesamiento del drama se hizo tan evidente que
hasta el narrador de El cuarto rojo da cuenta de esta situación: “Ahora estaba él
haciendo esbozos para un retablo, para Träskala, pero tenía la más completa
seguridad de que no se lo aceptarían, porque sin intrigas y relaciones no se iba a
ninguna parte” (1991, 48).

El prólogo a La señorita Julia es prácticamente una diatriba contra el


drama burgués, que había llevado al arte dramático hacia un estado agónico:
“Me da la impresión [de] que el teatro, así como la religión, van camino de su
desaparición por ser unas formas moribundas para cuyo goce ya carecemos de
las necesarias condiciones. Esta suposición parece confirmada por la amplia
crisis teatral que azota a Europa” (2003b, 89). En el mencionado texto, el autor

48
pone en la picota las características fundamentales del drama burgués: la
supremacía de la intriga lacrimosa, la configuración tipificada del personaje y el
diálogo rimbombante. Sin embargo, en la tarea de desacreditar al drama
burgués, son mucho más valiosos los aportes que Strindberg hizo en sus obras
literarias, que recurren a la ironía formal para parodiar y desmontar los tópicos
del drama efectista. Por ese motivo, Bentley aseguró que el autor sueco “más
que cualquier otro hombre, destruyó el drama del siglo XIX” (156).

Uno de los elementos constitutivos del drama burgués era la pareja


imposible. El joven noble, al fin, encuentra a la idílica dama desprotegida que
colma todas sus expectativas sentimentales, pero sufre por la aciaga suerte de
sus esperanzas. Los personajes de estas obras se explayan en inflamadas
promesas y ruegos de amor, debido a que su relación está imposibilitada por la
promesa de matrimonio que el padre de la dama, previamente, ha hecho a un
despreciable viejo millonario. Por lo tanto, el drama se dedica a exponer las
acciones valerosas y las intrigas que el protagonista lleva a cabo para retener a
su conquista y, cada vez que tiene oportunidad, el personaje se explaya en
parlamentos que “salen como cohetes, se deshacen en haces, hacia el aplauso de
los espectadores” (Zola 189).

Strindberg, en La danza de la muerte (1900), retomó esta característica


del drama burgués y la parodió despiadadamente. La pareja imposible en
cuestión es la conformada por Allan y Judit, que apenas se conocen y ya están
enfrascados en las contrariedades del amor más inflamado. Además, él es un
sujeto pusilánime y enamoradizo, desprovisto de cualquier rasgo noble; ella, por
su parte, es una coqueta que desea casarse con el hijo de Kurt para acceder a sus
bienes y comodidades. Cuando llega el momento de la despedida de los
supuestos amantes imposibles, hay lloriqueos, promesas desatinadas,
confesiones exageradas y juegos ridículos: ella se esconde debajo del capote de
él para que no la encuentren los sujetos que vienen a llevarse a su amado, por su
parte, él le besa los botines y se llena la boca de betún. Esta secuencia paródica
que diseña Strindberg, desde luego, sería impensable para los dramaturgos
burgueses, que de ninguna manera tomarían en broma las declaraciones y

49
circunstancias de una situación tan propicia para el patetismo como las
despedidas de los enamorados:

(Allan sale corriendo.)

(Judit se tira de bruces sobre el sofá y se echa a llorar.)

[…]

Allan (vuelve a entrar y se arrodilla junto al sofá). ¡No, no puedo marcharme!


¡Ahora, ahora yo no puedo alejarme de tu lado!

Judit (se incorpora). - ¡Si supieses lo guapo que estás ahora! ¡Si pudieras verte!

Allan. - ¡Calla! […] ¡Pero si me dejas, me moriré!

Judith. - ¡Creo que de todas maneras yo me voy a morir! … ¡Oh, por qué no
podré morir ahora, precisamente ahora, que soy tan feliz!

Allan. - ¡Viene alguien!

Judit. - ¡Déjalos que vengan! ¡Ahora ya no tengo miedo a nada del mundo! Pero
me gustaría que me escondieses debajo de tu capote. (Juega a esconderse
debajo del capote.)

(Allan le besa las puntas de los dedos, uno tras otro. Luego le besa uno de los
botines.)

Judit. - Pero ¿qué haces, loquillo mío? ¡Te vas a embetunar la boca! (Se levanta
bruscamente.) ¡Y entonces no te podré besar cuando te vayas! ¡Anda, que me
voy contigo!

Allan. - ¡No, que me arrestarían!

Judit. - ¡Y yo te acompañaría al calabozo!

Allan. - ¡No te dejarían! … ¡Ahora tenemos que separarnos!

Judit. - ¡Yo iré detrás del vapor nadando… y tú te tirarás al agua y me salvarás y
saldremos en los periódicos y entonces podremos anunciar nuestro noviazgo!
¿Lo hacemos?

Allan. - ¿Aún te quedan ganas de bromear?

Judit. - ¡Para llorar siempre hay tiempo! … ¡Despídete ahora!

(Saltan el uno en brazos del otro. Luego Allan sale por la puerta del fondo, que
queda abierta. Los dos se abrazan fuera, bajo la lluvia.) (2003b, 340-341)

Según Abirached, el drama burgués, produjo “una galería inagotable de


padres de familia, de hijos, de hijas, de yernos, de amantes, de cuñados, de
servidores, conscientes de su clase social” (103). Lo anterior demuestra que los
melodramas de familia fueron inventados durante este período (el primero de

50
ellos fue Intriga y amor, de Schiller). En este tipo de obras, el padre, un
bondadoso pequeñoburgués, es burlado por un malvado aristócrata, que seduce
a la inocente hija, deshonrando el hogar del esmerado padre. El ofendido jefe de
familia reclama justicia, y es retribuido por el gozón de la nobleza, que se
arrepiente por su acción. Lo característico de estas piezas, además de lo
maniqueo y simple de su conflicto, es que se desarrollan en el salón recibidor de
la familia, que es el espacio escénico por antonomasia del drama burgués. Allí se
llevan a cabo los enfrentamientos entre las clases (confundidos con los
morales), que promueven el desarrollo de la acción.

Strindberg, en todas sus piezas de cámara, retoma el espacio predilecto


del drama burgués, la sala del hogar, para superar los típicos enfrentamientos
de clase que se llevaban a cabo en este lugar. La didascalia que abre La sonata
de los espectros es una minuciosa descripción de una casa de familia, y empieza
así: “(Planta baja y primer piso de la fachada de una casa moderna, pero sólo
la esquina de la casa, que en la planta baja termina en un salón redondo y en
el primer piso en un balcón con un asta para banderas)” (2007c, 113). De
hecho, la mayor parte de la obra ocurre en el salón antes descrito, puesto que
allí se desarrolla la extraña cena de los espectros. La ironía de Strindberg se
revela con toda intensidad cuando, en este espacio típico, ubica personajes
inusuales (El Muerto, La Momia) mezclados con otros característicos del drama
burgués (El Aristócrata, La Hija). La ironía aumenta en el desarrollo de la obra
porque ningún personaje presenta rasgos sociales ni emite cuestionamientos
morales, por el contrario, son abstracciones que vuelven de la muerte o la locura
para indagar sus culpas existenciales.

El pelícano presenta todas las características de un melodrama de


familia: la obra tiene lugar en “(un salón. Al fondo, una puerta que da al
comedor. A la derecha, la puerta achaflanada de un balcón. Arquimesa,
escritorio, diván con cubierta de felpa roja, una mecedora)” (2007c, 157).
Además, los cinco personajes de la pieza son los integrantes de un mismo hogar:
Madre, dos hijos, yerno y criada. Sin embargo, Strindberg ironiza de nuevo, no
sólo dejando a un lado los rasgos de clase de los personajes, sino, esta vez,
recurriendo al diálogo de sordos, en donde la palabra de los personajes “no tiene

51
ya la intención de convencer, de establecer una interesante, aunque a menudo
inútil, oposición de ideas y valores, la cual impulsaba al héroe a elegir, o
actuar” (Abuín González 45):

Gerda. - A veces hablas como un loco…

El Hijo. - Recuerdo que papá solía utilizar la palabra ‘Camorra’ medio en broma,
pero al final de su vida no la volvió a pronunciar…

Gerda. - ¡Qué frío tan espantoso! Es un frío sepulcral… (177)

Los personajes de Strindberg no se escuchan entre ellos, sus palabras


discurren sin hacerlos participar activamente en el conflicto: las réplicas ya no
sirven para demarcar la oposición entre buenos y malos, que era el núcleo moral
que promovía el desarrollo de las piezas burguesas. Esta condición revierte el
maniqueísmo dominante en las réplicas de los dramaturgos efectistas, para
quienes el diálogo era un vehículo que permitía la interacción de los personajes
en busca de la reparación del honor mancillado. En El pelícano, los hijos
enfrentan a la Madre cada uno por su cuenta, y nunca obtienen respuestas
directas o confesiones por parte de ella. Strindberg ubica a sus personajes
dentro del típico espacio que el drama burgués había diseñado para el
arrepentimiento del personaje malvado, pero, en esta obra, la pérfida Madre
nunca admite su responsabilidad ni promueve la reconciliación con sus hijos. Al
final de la pieza, en lugar de abrazos, llantos y promesas de reparación, ocurre
un incendio que arrasa con la vida de los personajes y convierte en cenizas el
espacio predilecto del drama burgués. De esta manera, la ironía de Strindberg
con respecto a la forma dramática que lo precedió toma fuerza incendiaria.

52
Capítulo III

Dramatización: los componentes fundamentales del drama


moderno y su irrupción en la novela de Strindberg

El drama moderno

Podría pensarse que la caracterización teórica del drama debería ser menos
ardua que la de la novela, dado que ha sido el género preferido por las Poéticas
desde Aristóteles, motivo por el cual se cuenta con abundante bibliografía al
respecto. Sin embargo, el drama moderno ofrece un panorama de
complejidades tan rico como el de la novela, y también exige una perspectiva de
análisis alejada de cualquier intención normativa. En 1880, el género dramático
empezó su proceso de modernización 13 y, desde entonces, si se quiere
comprender el sentido de las nuevas propuestas teatrales es necesario afirmar
con Zola: “dejemos a Aristóteles, dejemos a Boileau” (147). Desde que la crisis
de la representación entró en las tablas, anunció la urgencia de superar aquello
en lo que se había convertido la mímesis tradicional: el estancamiento de las
posibilidades expresivas del drama. Además, a esta problemática de la
representación se sumó el malestar que los autores, críticos y teóricos venían
percibiendo con respecto al aburguesamiento del drama y su consiguiente
divorcio de las problemáticas vitales e intelectuales del momento: “No hay
ningún otro período artístico en el que lo que se llama cultura y el auténtico arte
hayan sido tan ajenos y tan hostiles el uno al otro como lo vemos con nuestros
propios ojos en el presente” (Nietzsche 2005, 172).

Dentro de la categoría del drama moderno se ubican obras tan diferentes


como Un enemigo del pueblo, de Ibsen, y Comedia onírica, de Strindberg.
Bastaría tener en cuenta estas dos piezas para evidenciar los límites del amplio
panorama del drama a partir de finales del siglo XIX: desde la problemática
social hasta la representación de los sueños. Sin embargo, las diferencias entre

13Debo advertir que esta fecha es aproximativa. La idea de la urgente modernización del drama
está ya en El nacimiento de la tragedia, de Nietzsche, escrito en 1872. Sin embargo, decidí optar
por el año 1880 porque de esa fecha data el ensayo “El naturalismo en el teatro”, de Zola, que no
sólo expone detalladamente la crisis del drama sino que propone una manera de salir de ella.

53
estas dos obras resultan superficiales si se tiene en cuenta su mutua empatía
profunda: Ibsen y Strindberg, entre otros, conciben su teatro como variaciones
ante el tema dominante de la crisis del drama (en donde confluyen la crisis de la
representación y el aburguesamiento). En este sentido, las obras de los
dramaturgos más destacados de finales del siglo XIX y principios del XX se
proponen destronar los mecanismos efectistas de su antecedente inmediato: la
pièce bien faite del drama burgués, último reducto y perversión de la mímesis.
Desde entonces, como creía Zola: “En lugar de un teatro de fabricación,
tendremos un teatro de observación” (192).

Según Abirached, para los autores del drama burgués (Scribe, Sardou,
Augier, Dumas), “la mímesis ya no sirve para suministrar los medios de una
liberación o de un examen crítico del mundo, sino para excitar el interés del
espectador halagando su complacencia y para confirmar el juicio favorable que
tiene de la ideología y la moral de su grupo social” (105). Por ese motivo, Ibsen,
Strindberg, Maeterlinck, Chéjov y Hauptmann, reaccionaron contra la
alarmante trivialización en la que había caído el género dramático en manos de
los expertos del patetismo14 . El presente capítulo se dedicará a explicitar los
componentes fundamentales del drama moderno, que surgen como refutación
de los tres elementos característicos del drama tradicional (mimético): la
unidad de acción, el carácter y el diálogo. A partir de 1880 se lleva a cabo la
abolición de la unidad de acción, el surgimiento del impersonaje y la
configuración del diálogo sin revelación (aunado a la proliferación de
didascalias), que son los componentes fundamentales del drama de Strindberg
que se abordarán a continuación. Además, el objetivo es precisar de qué manera
la experimentación con estos nuevos elementos dramáticos penetra en las
novelas del mismo autor.

14 Cabe citar lo que Scribe, que forma parte de estos autores, dijo en su discurso ante la
Academia Francesa: “Se va al teatro por esparcimiento y distracción, no para ser instruido o
enmendado. Ahora lo que más nos distrae o entretiene no es la verdad sino la ficción […]. El
teatro es por ende raramente la manifestación directa de la vida social, es a menudo lo
opuesto” (citado por Braun 30).

54
La abolición de la unidad de acción a través del narrador

De los elementos del drama que estudió Aristóteles, “el más importante […] es
el entramado de las acciones, pues la tragedia es imitación no de hombres, sino
de una acción y de una vida” (45). Por este motivo, el filósofo consideró que “el
argumento es el principio y como el alma de la tragedia” (47). Además, la acción
del drama tradicional debía ser única, es decir, no convenía que la obra teatral
se estacionara en sucesos paralelos, y si éstos se presentaban eran
determinantes para el desarrollo del acontecimiento central. Asimismo, la
acción debía ordenarse de manera causal: “Es preciso que el argumento, puesto
que es imitación de una sola acción, lo sea de una sola y que ésta sea completa, y
que las partes de las acciones estén de tal modo ensambladas entre sí, que, si se
cambia de lugar o se suprime una de ellas, se altere y se conmueva también el
conjunto” (53).

El cuidadoso entramado de las acciones que sugirió Aristóteles es lo que


garantiza que el tiempo del drama tradicional sea una continua sucesión de
presentes, cuyo encadenamiento promueve el ritmo creciente de la acción hacia
la resolución. Los autores del drama burgués tomaron la unidad de acción para
crear intrigas abigarradas, urdían truculencias sentimentales que se resolvían
por medios simples y bien conocidos por el público: la aparición de una carta,
un pañuelo olvidado, el reconocimiento de lazos familiares a último momento,
entre otros. Como afirma Abirached, el drama burgués se caracterizaba por: “El
recurso sistemático a lo patético, la subordinación de la acción al interés que es
susceptible de suscitar, construida mediante una sucesión de incidentes
sorprendentes, la verdad modelada con la complicidad y la credulidad del
público” (114).

En manos de los autores burgueses, el componente más importante del


drama según Aristóteles, la acción, se convirtió en la creación mecánica de
intrigas exageradas que falseaban las problemáticas de la realidad
contemporánea. Ante esta situación, como expuso Zola, si el drama quería
modernizarse debía renunciar a aquello en lo que se había convertido la unidad
de acción; era necesario desmontar el principal elemento del teatro desde
tiempos griegos, ya envilecido e incapaz de soportar más reinterpretaciones:

55
“Cuando nos desembaracemos de las emociones de la intriga, de esos juegos
infantiles de anudar hilos de manera complicada, con el sólo fin del placer que
se halla en desanudarlos acto seguido, cuando una obra no sea más que una
historia real y lógica, entraremos en pleno análisis, analizaremos la doble
influencia de los personajes sobre los hechos y de los hechos sobre los
personajes” (186).

El drama de Strindberg se caracteriza por evitar cualquier posibilidad de


intriga o acción, como ya se dijo. La advertencia que hace La Portera en
Comedia onírica podría valer para todas las obras del autor: “¡No puede pasar
nadie al escenario! ¡Está prohibido!” (2007a, 31). El escenario, entendido como
el espacio de las acciones teatrales por antonomasia, está vedado para todos los
personajes de Strindberg, que, imposibilitados para actuar, se dedican a hablar.
Es más, cuando algún personaje incita a otro para llevar a cabo el más mínimo
acontecimiento, es rebatido inmediatamente por su interlocutor, que lo
persuade para que escuche largos parlamentos sobre el pasado o para darle a
conocer alguna reflexión. Prueba de lo anterior son los siguientes pasajes de La
señorita Julia y La tormenta:

Juan. - ¡Marchémonos de aquí!

La señorita (enderezándose). - ¿Marcharnos? ¡Sí, nos marcharemos de aquí!


¡Pero estoy tan cansada…! ¡Deme un vaso de vino!

(Juan le sirve el vino.)

La señorita (mirando su reloj). - Pero antes tenemos que hablar. Todavía nos
queda un poco de tiempo.

[…]

La señorita. - ¡Nos marcharemos, sí! ¡Pero antes tenemos que hablar! Bueno,
ahora hablaré yo, porque hasta ahora sólo ha hablado usted. Me ha contado su
vida, bien, ahora yo voy a contarle la mía, así nos conoceremos a fondo antes de
lanzarnos a nuestro viaje… (2003b, 132)

* * *

El Señor. - ¡Pues claro! ¡Anda, ven a jugar al ajedrez!

El Hermano. - Preferiría hablar. Y a ti tampoco te haría daño oír tu voz de vez en


cuando.

El Señor. - Tienes razón, pero nos metemos tan fácilmente en el pasado…

56
El Hermano. - Así olvidamos el presente…

El Señor. - El presente no existe… lo que está pasando ahora es el vacío, la


nada… (2007c, 42)

Tal como concluyó Szondi, las obras dramáticas de Strindberg se


fundamentan “no en la unidad de acción, sino en la del yo del personaje central.
La unidad de acción se vuelve insubstancial, cuando no abiertamente
entorpecedora, en la exposición de las transformaciones de la
consciencia” (45-46). Por este motivo, el drama moderno se caracteriza por la
tendencia progresiva hacia lo íntimo (el relato introspectivo, la verbalización del
pensamiento) y, su corolario, la gradual aparición de rasgos novelescos, como el
narrador (ya referido en el capítulo anterior). Los personajes dramáticos
convertidos en narradores son los encargados de explorar la consistencia
anímica y vital de los sujetos en escena: sus parlamentos analíticos cancelan
cualquier posibilidad de acción, estacionan al drama en un tiempo estático que
anula la temporalidad progresiva continua (característica del drama
tradicional). El dominio del narrador es tan evidente en el teatro de Strindberg,
que algunos personajes son conscientes de estar cumpliendo con la función de
exponer acontecimientos previos, justifican los retoques que dan a sus
narraciones, e incluso consideran que los demás sujetos son hilos del relato que
van urdiendo, como ocurre en Acreedores y La casa incendiada (1907):

Gustavo. - ¿A que adivino cómo pasó todo?

Adolfo. - ¿Tú? ¡Imposible!

Gustavo. - Yo, sí. Con lo que me has contado sobre ti y sobre tu mujer creo que
sé lo suficiente como para poder reconstruir el curso de los acontecimientos.
Escucha y verás… (2003b, 164)

[…]

Adolfo. - …Si he hablado durante cinco minutos ha sido para poder dar los
matices, los medios tonos y los cambios. (2003b, 186)

* * *

(El Pintor entra.)

El Forastero. - ¿Quién será ese pintor? ¡Debe ser de la Ciénaga y quizás sea uno
de los hilos de mi trama! (2007c, 94)

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Ahora bien, el narrador infiltrado en el drama de Strindberg cumple con
un proceso en el cual va adquiriendo características que luego aparecerán en las
novelas del mismo autor. En sus obras naturalistas, los personajes dramáticos
se interpelan para exponer las variaciones registradas en su interior, que
dependen de los hechos familiares, amorosos o sociales que los han marcado.
En piezas como El padre, La señorita Julia y La danza de la muerte se reiteran
fórmulas como “voy a contarte todo”, “escúchame”, “déjame hablar”, que
evidencian el interés de los sujetos por narrar los acontecimientos de su propia
vida. En este teatro, los personajes son los narradores de su propio Yo, es decir,
los protagonistas son inducidos a dar cuenta de su interioridad por medio de la
mayéutica inquisitiva a la que están sometidos por los demás sujetos. En
Acreedores, por ejemplo, Gustavo orienta la conversación con Adolfo para que
le cuente las cuestiones fundamentales de su vida sentimental: “Ya que me has
dado tantas muestras de confianza, dime: ¿no hay otra herida, alguna herida
secreta que te torture? Es muy raro encontrar un solo motivo de desavenencia
cuando la vida es tan compleja y son tantos los motivos de discordia. ¿No hay
ningún gusanillo que te anda por la conciencia y que te niegas a ver?” (2003b,
162). Adolfo termina revelando todo cuanto Gustavo desea, lo que produce un
amargo efecto en el interrogado: “Mientras guardé mis secretos tenía la
sensación de tener entrañas. Ahora me siento vacío” (170).

En Camino de Damasco, el método narrativo para explorar la intimidad


de los protagonistas cambia: se instala en las cuestiones morales y los tormentos
inconscientes del personaje principal, no ya en sus avatares familiares,
amorosos o sociales. Además, mientras que en los dramas naturalistas los
personajes eran independientes entre sí (seres autónomos que se interpelaban),
en Camino de Damasco todos los sujetos en escena dependen del Yo del
protagonista, pues son multiplicaciones de él mismo. Por ese motivo, el
personaje no sufre un vaciamiento de su interioridad mientras va respondiendo
a las demandas de los demás (como Adolfo en Acreedores), sino que su mundo
interno ha estallado desde el inicio la pieza y los relatos de los personajes
describen la fragmentación del Yo del Desconocido: “Es, pues, un teatro del
desdoblamiento. Y se sabe que el desdoblamiento no es de por sí un fenómeno
tranquilizador. Es, pues, un teatro de la angustia: el Yo recibe en toda su

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plenitud y todo su horror la carga aplastante de la vida individual, de la vida
aislada” (Gravier 121).

El Desconocido no tiene la posibilidad de narrar sus tormentos religiosos


y existenciales directamente. Esta tarea la cumplen los demás personajes, que
son los trozos de su propia voz esparcidos por el escenario, pues, como asegura
Szondi, los personajes con los que se encuentra el protagonista, “son, a la vez, él
mismo y ajenos a él” (52). Aunque suene paradójico, el narrador en el drama se
repliega sobre su propio Yo a medida que va poblándolo con la existencia de los
demás personajes; el protagonista se convierte en el sujeto y al mismo tiempo
en el objeto de la narración. Esto permite que los contornos del personaje
central se expandan, logrando la súbita densificación del Yo-narrador, que en su
interioridad alberga todas las tribulaciones y voces del mundo escénico: “Debo
haber estado durmiendo algunos miles de años. Y soñaba que exploté y me
convertí en éter […]. ¡Pero ahora! ¡Ahora! Sufro tanto como si yo solo fuera toda
la humanidad” (1973, 280).

Tal como asegura Johannesson a propósito de Strindberg, “como sus dramas,


sus novelas están imbuidas de un espíritu faustiano, una búsqueda implacable
del conocimiento y la verdad, independientemente de las consecuencias […].
Sus novelas constituyen una profunda exploración del ser” (4). Esta conclusión
puede valer para todas las narraciones del autor, sin embargo, la manera como
ocurre esta exploración cambia a medida que el autor va experimentando con el
narrador en el drama. Desde su primera novela, El cuarto rojo, se tiene noticia
del interés que tiene el personaje por escudriñarse a sí mismo: “Falk escrutó con
una mirada los recovecos más íntimos de su alma, por si escondía en ella alguna
perfidia, y como era demasiado orgulloso para ver nada, pues prefirió no ver
nada” (1991, 65). Esta ceguera de Arvid Falk va cediendo en el transcurso de la
novela gracias a la intervención de los demás personajes que lo interrogan,
incitándolo a confrontarse con su interioridad. Luego de una conversación con
Struve, que le recomienda cambiar de ocupación (la de escritor), Falk sufre el
abatimiento que produce la introspección, cuyos detalles conocemos por medio
del narrador:

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Experimentó viva necesidad de apagar el fuego bajo unas calderas incapaces de
seguir resistiendo presión tan fuerte, pues ya no le quedaba vapor que
consumir, y pensó en el consejo de Struve: tanto pensó en él que acabó por
encontrarse en un estado caótico en el que verdad y mentira, justicia e injusticia
bailaban juntas en corro y en grata armonía, y su cerebro, en el que los
conceptos, por causa de su educación académica, llevaban largo tiempo
bellamente etiquetados, amenazaba con semejarse pronto a una baraja
desordenada. (1991, 245-246)

Los narradores de El hijo de la sierva y A orillas del mar libre también


están ubicados en la tercera persona, tal como hizo el autor en su primera
novela. Sin embargo, a diferencia de El cuarto rojo, estos narradores ya no
tienen la misma capacidad para referir la consistencia íntima de los personajes.
En lugar de exponer con toda certeza los detalles de las introspecciones de los
sujetos, se dedican exclusivamente a registrar las circunstancias en las que
ocurren las decepciones familiares, intelectuales, sociales y amorosas de los
protagonistas, es decir, los hechos que los van llevando hacia el aislamiento y la
introspección. De esta manera, podría decirse que el narrador acompaña al
personaje hasta el momento en el que éste decide inspeccionarse: el narrador ya
no puede franquear la barrera de la intimidad de los personajes, sino que se
convierte en un espectador más de su monólogo introspectivo.

El narrador de El hijo de la sierva cuenta los motivos por los cuales


Johan “rompió los lazos con la realidad y llevaba una vida ficticia, en países
lejanos, entre sus pensamientos” (2007b, 70); el de A orillas del mar libre sigue
a Borg hasta que él “se sentó en un saliente de roca alisado por las olas que le
ofrecían un cómodo asiento. Y sin testigos, ni oyentes, dio libre curso a su ser y
escuchó la voz de su alma” (2005, 162). Ambos narradores refieren estos
momentos de aislamiento y autoconocimiento que viven los personajes pero no
pueden penetrar en las conclusiones que ellos obtienen (aunque ofrezcan
conjeturas), puesto que su objetivo se reduce a exponer los sucesos de los
personajes sin avanzar en sus análisis íntimos. Así, los personajes novelescos
van cerrándose en sí mismos, impidiendo la entrada del narrador, y están
llamados a dar cuenta directamente de su conformación subjetiva. De esta

60
manera, el personaje novelesco pugna por ser el narrador de su propio Yo, tal
como ocurría en los dramas naturalistas del mismo Strindberg.

A partir de Inferno el confinamiento espacial de los personajes


novelescos se radicaliza, así como el dominio del narrador en primera persona:
“Un buen día me vi en el más absoluto aislamiento. Al principio, ello produjo
una expansión inaudita de mis sentidos íntimos; una fuerza anímica que
reclamaba manifestarse” (2002, 76). Alejado de todo contacto social, el
personaje potencia sus capacidades para explorarse a sí mismo, dando lugar a la
repentina ampliación de su Yo: “‘Estar fuera de sí’ y ‘recogerse’ son dos
expresiones comunes que expresan perfectamente la facultad que posee el alma
de expandirse y de encogerse” (284). Este confinamiento (síntoma de la
densificación del Yo) produce un cambio en los intereses del narrador, que ya
no se detiene en los detalles de la realidad fáctica o en los acontecimientos
familiares, intelectuales, sociales o amorosos que han marcado su vida (como
hacía en sus novelas anteriores). El objeto de interés del narrador-protagonista
en Inferno es relatar la batalla que libra contra las potencias invisibles
(emanadas de su propio Yo) que lo persiguen, es decir, describir la lucha contra
el orden inestable de su mundo interno. Se trata de un recorrido en donde se
confunden visiones, presagios y persecuciones místicas, surgidas de las dudas
existenciales y religiosas del personaje: “Encerrado, pues, en la pequeña ciudad
de las Musas, sin esperanza de salir de ella, libro la formidable batalla contra el
enemigo, yo mismo […]. Debo ir en busca de los demonios a su guarida, en mí
mismo, y darles muerte por medio… del arrepentimiento” (213).

Las semejanzas entre Inferno y Camino de Damasco son evidentes:


Strindberg empezó a escribir ambas obras en el invierno de 1897 a 1898, están
divididas en tres partes, abandonan cualquier rasgo naturalista o interés en el
dominio social, los tormentos íntimos de los protagonistas son los temas
esenciales, las dos son descripciones simbólicas de la fracasada lucha religiosa
de los personajes, entre otras afinidades. Sin embargo, para mi estudio, la
cercanía más importante entre estas dos obras compete a la densificación del
Yo-narrador, un fenómeno definitivo en la dramaturgia strindberguiana que
invade su obra novelesca. En un momento de lucidez, el protagonista de Inferno

61
sospecha: “Sería yo quien, con mi imaginación, habría creado estos espíritus
correctores para castigarme a mí mismo” (2002, 129). Por lo tanto, como ocurre
en Camino de Damasco, los demás personajes del relato son emanaciones del
caótico mundo interior del protagonista, que, como El Desconocido, toma
consciencia de este fenómeno: “Entonces me asalta una idea: no se trata de
‘verdaderas personas’ sino de semivisiones…” (397).

En Inferno, la proyección del Yo-narrador, que cumple con el objetivo de


crear a los personajes secundarios, se evidencia de diferentes maneras. En cierta
ocasión, el protagonista está en un restaurante y viene hacia él otro sujeto que
posee su mismo aspecto físico: “Miro de arriba abajo al provocador, quien, sin
que se sepa por qué motivo, se detiene a dos pasos de mí y, con una cara de loco
que jamás olvidaré, se excusa y vuelve a su mesa. Sin duda hubiera jurado que
era precisamente yo, pero no me reconoció” (2002, 267). En otro momento, las
conclusiones a las que ha llegado el personaje central con respecto a sus
angustias religiosas son repetidas por un amigo, que se convierte en un eco de
su discurso: “Suframos, pues, hermanos míos, sin esperar de la vida una sola
alegría sólida, puesto que estamos en el infierno” (218), dice el protagonista y,
páginas más adelante, el otro sujeto exclama: “¡Esto es el mismísimo
infierno!” (275). Así, ningún personaje secundario de Inferno tiene apariencia
propia ni criterio autónomo, puesto que son reflejos simbólicos del Yo central,
son “una serie de visiones provocadas por alguien con un propósito deliberado.
¡Una charada viviente, cuyo sentido moral corresponde a usted
encontrar!” (252).

En un pasaje de la tercera parte de Inferno (titulada Jacob lucha) se hace


aún más evidente la infiltración de los tópicos y recursos narrativos
provenientes de Camino de Damasco: El Desconocido, protagonista del drama,
aparece en la novela como un personaje secundario más, emanado del ansia de
redención que aflige al Yo de Inferno. El papel del Desconocido en la novela es
escuchar silenciosamente los largos parlamentos que sobre la divinidad profiere
el sujeto de la novela, a los que no responde verbalmente, sino que apela al
lenguaje gestual (un recurso enteramente teatral, valga decirlo): “Pero el
Desconocido, que me ha escuchado con admirable paciencia, no me responde

62
más que con una mímica llena de burlona deferencia, y desaparece, dejándome
solo en una atmósfera que apesta a fenol” (2002, 355).

Con respecto a las novelas de Strindberg, Johannesson concluyó que su


“rasgo más característico en la exploración del ser es una progresiva vuelta hacia
la interioridad” (20). Para lograr ese movimiento de las novelas hacia la
conformación de la subjetividad, como se ve, fue fundamental la
experimentación que sobre el narrador hizo el mismo autor en sus dramas. El
tratamiento novedoso del narrador en el teatro de Strindberg (siempre
tendiente a descifrar el mundo interno de los personajes) no solamente permitió
la abolición de la unidad de acción en el drama, sino que posibilitó la superación
de los preceptos realistas-naturalistas que caracterizaban a la novela
decimonónica. Por lo tanto, Strindberg convirtió el escenario en un espacio de
experimentaciones literarias, cuyos resultados se manifiestan más allá de la
forma dramática, dado que también irrumpen en la novela.

El surgimiento del impersonaje

Según Aristóteles, el segundo elemento constitutivo del drama era el carácter


del personaje, que definió de la siguiente manera: “es aquella cualidad que
muestra la decisión madura, cómo es, por lo que carecen de carácter aquellos
discursos en los que el hablante no tiene en absoluto nada que decidir o
evitar” (47). El personaje teatral hasta antes de 1880 estaba definido por su
carácter, confundido con el temperamento, que se podía identificar nítidamente
a partir de sus parlamentos y resoluciones: el ímpetu de justicia de Antígona, el
impulso vengativo de Hamlet, el ideal republicano del Marqués de Poza, entre
otros. Así, el carácter estaba compuesto por los rasgos psíquicos y morales que
distinguían al personaje del drama tradicional, cuya particularidad consistía en
sostener su identidad a toda costa en el transcurso de la acción: “El personaje
teatral está llamado por el solo hecho de que actúa, a entrar en contradicción
con el mundo que lo rodea: interpelado, es necesario que responda y que sus
estructuras resistan” (Abirached 38).

63
El carácter de los individuos del drama burgués carece de la profundidad
de los personajes griegos, isabelinos o románticos, dado que se presentan en
escena de manera tipificada: no está individualizados, sino que poseen
características físicas, morales e intelectuales que representan un determinado
sector de la clase social reconocida de inmediato por el público. Por este motivo,
el carácter se convirtió en una pauta de elemental diseño: todos los personajes
del drama lacrimoso son estereotipos que falsean la complejidad del sujeto
moderno, que es reducido a su más elemental expresión de clase. Zola expuso
de manera certera las limitaciones de estos caracteres: “No tienen vida […]. Les
creeríamos vivos pero sólo están bien montados yendo y viniendo como piezas
mecánicas perfectas” (168).

Strindberg, en su prólogo a La señorita Julia, criticó aquello en lo que se


había convertido el carácter de los personajes teatrales durante el siglo XIX:
“Un personaje de carácter era un señor invariable, definitivo, que se presentaba
invariablemente borracho, bromeando lastimosamente, y al que bastaba, para
caracterizarlo, adornarlo con una deformidad física, ya fuese un pie
contrahecho, una pata de palo, una nariz roja, o hacerle repetir una
determinada expresión […]. Por eso es por lo que yo no creo en caracteres
teatrales simples, de una pieza […]. Eso sí que debería ser impugnado por los
científicos que conocen la riqueza y complejidad del alma humana” (2003b, 93).
El autor sueco reaccionó con vehemencia en contra del personaje del drama
burgués, le repugnaba ese modelo simplista diseñado para solazar a la clase
dominante, estaba en contra del carácter que no ofrecía problemática alguna, se
oponía a aquel sujeto delimitado estrictamente por su oficio, procedencia,
lenguaje, vestido y ademanes.

El nuevo personaje dramático surgió de las observaciones agudas hechas


por los autores conscientes de la complejidad del sujeto inmerso en la crisis de
la modernidad, tal como aseguraba Strindberg: “Tomando nota día tras día de
las ideas que conciben, las opiniones que emiten o de las veleidades de su
acción, uno descubre una verdadera mezcolanza que no merece el nombre de
carácter. Todo se presenta como una improvisación sin continuidad, y el
hombre, siempre en contradicción consigo mismo, aparece como el más grande

64
mentiroso del mundo” (citado por Sarrazac 2006, 358). Ante esta nueva
situación del sujeto en crisis, su representación escénica no podía continuar
siendo simple, ya que debía alcanzar un sentido crítico. Así, el drama moderno
renunció a la fórmula caduca del carácter burgués, y se propuso representar
analíticamente las condiciones del nuevo individuo, “masificado pero sobre todo
separado de los otros […], separado de Dios y de poderes invisibles y simbólicos;
de sí mismo, hecho trozos, estallado, convertido en pedazos” (Sarrazac 2005, 8).

Para Szondi, el drama tradicional (que él llamó absoluto)15 dependía de la


toma de partido de los sujetos, es decir: la obra dramática se realizaba en la
participación activa del personaje (determinado por su carácter), quien
“alcanzaría realidad dramática en el acto de ‘decidirse’ en un sentido u otro. Su
interioridad quedaría de manifiesto en forma de presente dramático en la
medida que él tomase una resolución referida a su entorno” (17). En el drama
moderno, por su parte, como expuso Jean-Pierre Sarrazac, el personaje “ya no
es más que el espectador pasivo e impersonal del drama de la vida, de esta vida
que, por ironía, le pertenece supuestamente a título personal” (2006, 366). Los
personajes del teatro moderno nunca toman una decisión, pues al hacerlo
estarían promoviendo el desarrollo de la acción, que rechazan en todo
momento. Además, el motivo por el cual son incapaces de decidirse en uno u
otro sentido radica en que su alma se ha complejizado de tal manera que les
resulta imposible ponerse de acuerdo consigo mismos.

Por lo tanto, el teatro moderno se caracteriza por el surgimiento del


impersonaje, es decir, del sujeto dramático falto de carácter. El personaje que
ocupa el escenario desde 1880, como enseñó Sarrazac, es “en el sentido
musiliano ‘sin cualidades’. Lo que significa, paradójicamente, que está proveído
de mil cualidades pero de ninguna unidad ni sustancia identificadora” (2006,
367-368). Strindberg ocupa un lugar fundamental en la tarea de violentar el
carácter y reformular por entero la configuración del personaje teatral, pues fue

15 Además de la diferencia entre los adjetivos ‘tradicional’ y ‘absoluto’, debo agregar que la
divergencia entre el planteamiento teórico de Szondi y el que yo intento consolidar también
compete a lo histórico. Mientras que para Szondi el drama absoluto surgió en el Renacimiento, y
fue “la hazaña del hombre vuelto a sí mismo tras el hundimiento de la cosmovisión
medieval” (17), yo considero que existe una continuidad del drama, al menos en el sentido
compositivo, desde la Antigüedad griega hasta 1880.

65
el primer dramaturgo en concebir sujetos caóticos, incongruentes, irresolutos,
que están al unísono con las condiciones existenciales de los nuevos tiempos. A
propósito, el objetivo de La Hija, en Comedia onírica, es descender a la Tierra
(vive en el Cielo, junto a su padre, el dios Indra) para saber qué es el hombre. Al
final de la obra, luego de haber escuchado los relatos de una serie de personajes
que le exponen sus miserias y angustias, La Hija abandona el mundo tras
pronunciar unos versos que pueden ser tomados como la descripción del
impersonaje:

La Hija. – […] Oh, ahora siento el dolor de la existencia, / esto es, pues, ser
hombre… / Una echa en falta hasta lo que no apreciaba, / se arrepiente hasta de
faltas no cometidas… / Una quiere marcharse y sin embargo quedarse. / El
corazón se escinde en dos mitades / que se ven arrastradas en direcciones
contrarias, / los sentimientos son desgarrados como entre dos caballos / que
tiran en direcciones opuestas / por contradicciones, conflictos e indecisiones…
(2007a, 117)

En el prólogo a La señorita Julia, Strindberg expuso de manera teórica


su propuesta sobre el impersonaje: “El alma de mis personajes (su carácter) es
un conglomerado de civilizaciones pasadas y actuales, de retazos de libros y
periódicos, trozos de gentes, jirones de vestidos de fiesta, convertidos ya en
harapos, de la misma manera que está formada el alma” (2003b, 94). En el
teatro strindberguiano la identidad del personaje abandona la certeza del
carácter tradicional para convertirse en un problema, de seguro el más notable
para los espectadores o lectores y, tal vez, el más profundo de su dramaturgia.
Esa mezcolanza de intereses, rasgos y temporalidades que configuran al
impersonaje, impide que los sujetos en escena logren una compresión definitiva
tanto de sí mismos como de los demás. Tal es el caso de los protagonistas de La
señorita Julia, quienes siempre fracasan en sus intentos por entenderse:

(Lo mira con gran intensidad.)

Juan. - ¿Sabe que es usted muy extraña?

La Señorita. - ¡Quizá! ¡Pero usted también lo es! ¡Y además todo es extraño! La


vida, las personas, todo... (2003b, 117)

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Otra característica primordial de los impersonajes strindberguianos es la
contradicción y, posiblemente, en el que mejor se evidencia esta condición es en
Juan, de La señorita Julia. En un momento de orgullo, y sutil ironía por parte
del autor, el criado afirma: “¡Yo no he nacido para estar doblado hasta el suelo,
porque yo tengo madera y carácter!” (2003b, 126). Sin embargo, su actitud y sus
réplicas vanidosas son refutadas en el transcurso de la obra. Él, que se declara el
hombre más sensible del mundo, luego de que ha saciado sus deseos carnales no
tiene ningún reparo en llamar “puta” a la señorita, por ejemplo. De la misma
manera, sus ínfulas aristocráticas se desvanecen al escuchar la voz del Conde:
“Ahora… desde que el conde me habló… pues… no puedo explicárselo bien…
pero… ah, despierta en mí el maldito lacayo que llevo dentro” (151). Juan y Julia
se consumen en la incongruencia de sus propias almas, cuya inestabilidad está
condicionada por motivos indeterminados, tal como lo asegura la protagonista:
“¿Quién tiene la culpa de lo que ha pasado? ¿Mi padre? ¿Mi madre? ¿Yo? ¡Pero
si ni siquiera tengo un ‘yo’ propio!” (150).

Otra manifestación sobre el surgimiento del impersonaje es la paulatina


deconstrucción de los nombres propios. En obras como El padre, los personajes
están individualizados por medio de un nombre y, en ocasiones, de un apellido,
cuestión que los identifica e inscribe dentro del orden social del mundo: Laura
Östermark es la coprotagonista de esta pieza. En obras posteriores, como La
más fuerte (1888) y Paria (1889), los protagonistas son señores y soñaras
denominados como X o Y. De esta manera, el impersonaje ni siquiera posee una
identificación nominal, su indeterminación anímica impide incluso que se les
otorgue un nombre propio. Luego, en obras como Camino de Damasco,
Comedia onírica y las piezas de cámara, los nombres de los personajes ya no
son reducidos a letras, sino que denotan su condición existencial: El
Desconocido, El Poeta, El Forastero, etc. En estos casos, a través del nombre se
evidencia el aislamiento característico del impersonaje, quien sólo responde a
los intereses caóticos que se agitan en su mundo interior. Además, del nombre
de estos personajes se puede deducir que no son representaciones de personas
(en sentido social o fáctico), sino almas en busca de identidad.

67
En La danza de la muerte, Edgar, el protagonista, llega a una conclusión
bastante acertada sobre los impersonajes que pueblan la escena. Al ser
interrogado por Kurt sobre el carácter de Alicia, el sujeto responde: “¡No soy un
gran conocedor del alma humana! ¡Me es tan incomprensible como tú o como
yo mismo! Creo que estoy llegando a esa edad en que la sabiduría humana
reconoce: ¡No sé nada! ¡No entiendo nada!” (2003b, 295). Los personajes
dramáticos de Strindberg, con sus imprevistos e inevitables rodeos, asombran a
todo aquel que dentro o fuera del escenario quiera hacerse una imagen completa
de ellos. En lugar de piezas mecánicas, los impersonajes son almas suspendidas
en su angustia, sin voluntad, que se presentan en el escenario para exponer la
hondura y multiplicidad de su Yo. De esta manera, en lugar de ofrecer
caracteres que respondieran de manera simple a la pregunta de qué es un
individuo, el drama de Strindberg se interrogó una y otra vez por el enigma del
Yo, ampliando las posibilidades analíticas y creativas del teatro.

Según dice el narrador de El cuarto rojo, Arvid Falk era “tímido y discreto por
naturaleza y completamente incapaz de molestar a nadie sin necesidad” (1991,
33). Este personaje es asustadizo, nunca cree tener razón, “porque su principal
debilidad, la indecisión, le resultaba imposible de dominar” (323). Falk no es
todavía un impersonaje, se trata, más bien, de un sujeto dotado de sensibilidad
extrema, que se resiente al menor contacto con el mundo. Sin embargo, a pesar
de ser tan dubitativo, a lo largo de la novela el personaje toma diversas
resoluciones: hacerse escritor, la más importante de todas. En su primera
novela, Strindberg todavía está marcado por ciertas pautas del romanticismo,
como aquella según la cual el personaje novelesco es un ser virtuoso y sensible
que termina siendo rechazado por el mundo a causa (y a pesar) de sus méritos.
Esta novela traza el recorrido de la desilusión anímica de Falk, que pasa de ser
un joven entusiasta y decidido a un escritor frustrado dedicado a la
numismática. El lector va conociendo el proceso de desencantamiento y
degradación del personaje gracias a su accionar en el mundo.

En El hijo de la sierva empieza a evidenciarse un importante cambio con


respecto a la constitución del personaje novelesco. El narrador dice que Johan,

68
“jamás llegó a ser él mismo; jamás fue libre, jamás un individuo
completo” (2007b, 49). A causa de las limitaciones y restricciones familiares,
que son referidas en detalle, todo deseo que siente el personaje es coartado tan
pronto da sus primeros anuncios. De esta manera, a causa de tantas
decepciones, el protagonista va forjándose un carácter sin voluntad. Las dudas y
emociones del joven se van enquistando dentro de su propio Yo, represión que
lo lleva a vivir una constante indeterminación de su identidad: “Nuestro joven
era una mezcla de romanticismo, pietismo, realismo y naturalismo y por esto
nunca fue otra cosa que una colcha de retazos” (93). Como se ve, en Johan
empiezan aparecer ya algunos rasgos distintivos del impersonaje dramático, sin
embargo, no lo es del todo, porque la obra no se dedica tanto a exponer su Yo
como a relatar las circunstancias que lo llevaron a ser un sujeto indeciso. Como
el propio Strindberg la subtituló, esta obra es “la historia de un alma”, que relata
las vivencias infantiles y juveniles para justificar los motivos por los cuales el
protagonista, en su madurez, no puede amoldarse a las condiciones del mundo,
que le exige una personalidad claramente definida: “Si el carácter del hombre es
en última instancia el papel que se asume en la comedia de la vida social, Johan
estaba en este período absolutamente desprovisto de carácter” (2007b, 125).

El impersonaje dramático propiamente dicho se infiltra en las novelas de


Strindberg desde A orillas del mar libre. El carácter de Borg, protagonista de la
narración, es descrito en términos muy similares a los expuestos por el autor en
su prólogo al drama La señorita Julia: “Este caos de etapas ya recorridas, estos
despojos de papeles […], estos múltiples y cambiantes reflejos […], todos los
retazos de un alma” (2005, 113) 16. Además, Borg no es sólo inspector de pesca,
sino que posee múltiples atributos (en sentido musiliano): es experto en
biología marina, mineralogía, botánica, psicología, medicina, filosofía y crítica
literaria, entre otras. Se trata de un personaje que filtra por el alambique de sus
múltiples saberes todo cuanto observa y vive, condición que, en lugar de hacerlo
un individuo superior, lo condena a la inacción: Borg, a causa de sus diversos
méritos intelectuales, ha conocido el mundo pero se ha perdido a sí mismo. El
inspector está desprovisto de cualquier espontaneidad o resolución porque es

16 Prácticamente se repiten los mismos términos que creaban la imagen del impersonaje
dramático: el carácter cosido anárquicamente por temporalidades, objetos y rasgos.

69
incapaz de ordenar los movimientos sinuosos que se agitan en su alma, tal como
sucedía con los impersonajes dramáticos.

El inspector de pesca nunca cumple con la tarea que le ha sido


encomendada por sus superiores: solucionar el problema de la escasez de
arenques en el archipiélago de Oesterkaer. De la misma manera, jamás toma
una posición definitiva con respecto a sus amores con María. Encerrado en su
habitación, consumiéndose en reflexiones, el estático Borg va renunciando al
cumplimiento de todas sus labores y deseos, y se dedica solamente a “fumar
cigarros sentado en el sofá” (117). A causa del rompimiento con su novia y del
desprecio de todos los habitantes del lugar, que lo ven como un hombre
pusilánime al que llaman “doctor Métome-en-todo” (71), el inspector se encierra
en sí mismo. Perdido en sus elucubraciones, Borg termina volviéndose demente,
no sin que antes se recalque su condición de impersonaje: “En él había surgido
un hombre flojo y sin carácter” (162), que “acababa por reconocerse como
transformado en un embustero en quien las palabras y pensamientos están en
voluntaria contradicción” (208).

Por otra parte, el protagonista de Inferno es tal vez el más contradictorio


de todas sus novelas y, además, es consciente de ello: “He comprado un rosario.
¿Por qué? Es bonito y el Maligno teme a la cruz. Por otra parte, no llego ya a
explicarme los móviles de mis actos” (2002, 114). Los conflictos religiosos que
abaten al sujeto son tan intensos y desordenados que lo llevan a cometer
incongruencias concebibles sólo para los impersonajes. Por ejemplo, en cierta
ocasión exclama: “O crux ave spes unica: las tumbas me predijeron así mi
destino. ¡Basta de amor! ¡Basta de dinero! ¡Basta de honores! El camino de la
cruz, el único que conduce a la Sabiduría” (43). Aunque parece estar muy
convencido de esto, el personaje continúa con sus experimentos alquímicos,
intenta seducir a una mujer, se emociona ante la posibilidad de recibir
galardones de la Academia Científica, e incluso, luego de su confesión piadosa y
ascética, afirma: “¡Me hice ateo hará cosa de diez años! ¿Por qué? ¡A decir
verdad, no lo sé! Pero la vida me hastiaba y alguna cosa tenía que hacer, sobre
todo algo nuevo” (65).

70
Los personajes novelescos de Strindberg, al igual que los dramáticos, van
perdiendo la posibilidad de tener nombre propio. En El cuarto rojo nos
encontramos con Arvid Falk (nombre y apellido), pequeño funcionario
gubernamental, hijo de mercaderes y escritor fracasado. Este sujeto está inscrito
a cabalidad dentro de las coordenadas de la sociedad. En El hijo de la sierva y El
alegato de un loco, los personajes responden sólo a nombres de pila: Johan,
Axel, quienes, al perder el apellido, ya se encuentran un tanto más apartados de
la identidad social. El protagonista de Inferno, por su parte, ya no tiene
posibilidad de identificarse con un nombre, sino que recurre a las letras A. S.,
aumentando así los rasgos indiferenciados del impersonaje en la novela (ya
alcanzados en el teatro años antes). Por último, en Solo, el protagonista carece
de nombre, ni siquiera se identifica con una letra, consumando así la
deconstrucción nominal del carácter en la novela y, por consiguiente,
evidenciando la total infiltración del impersonaje dramático: “Comparto todas
las opiniones, profeso todas las religiones, vivo en todas las edades, y yo mismo
he dejado de existir” (2003a, 51-52).

En Inferno se lee una sentencia en la que puede intuirse la voz de


Strindberg: “Todo cuanto sé –¡y es tan poco! – deriva del Yo, como punto
central. El cultivo de ese Yo, no su culto, se impone, pues, como el fin supremo y
último de la existencia” (2002, 119). Sin embargo, se trata de un cultivo que
fracasa en su intención de llegar a cualquier conclusión distinta al testimonio
del vacío, como asegura el narrador de Inferno: “No me queda otra cosa que
contemplar la concha vacía de un Yo sin contenido” (373). De esta manera, los
sujetos de la novela de Strindberg terminan respondiendo a la ecuación del
impersonaje dramático planteada por Sarrazac: “Presencia de un ausente, o
ausencia vuelta presente” (2006, 356). Entonces, el cuestionamiento que El
Tentador le hace al Desconocido, en el drama Camino de Damasco, se hace
válido para los protagonistas de las novelas A orillas del mar libre, Inferno y
Solo: “Tienes una personalidad destruida, que ves con ojos ajenos, oyes con
oídos ajenos, piensas con pensamientos ajenos; en una palabra, has asesinado
tu propia alma” (1973, 350). Las novelas de Strindberg, al igual que sus dramas,
se convierten en las representaciones de la muerte del carácter.

71
El diálogo sin revelación y la profusión de didascalias

Aristóteles sostuvo que el último elemento que completaba la triada del drama
era el diálogo o elocución. Sin embargo, dada la composición fragmentaria de la
Poética, son escasas las menciones dedicadas a exponer este último elemento,
como la siguiente: “La elocución es la traducción del pensamiento por palabras,
lo cual produce el mismo efecto en prosa que en verso” (49). Sin embargo, a
propósito de una definición certera y completa de este componente del drama,
puede recurrirse a Hegel, seguidor de Aristóteles en este punto: “Pero la forma
completamente dramática es, en tercer lugar, el diálogo. Pues sólo en éste
pueden los individuos actuantes expresarse unos a otros su carácter y fin tanto
por el lado de su particularidad como por lo que a lo sustancial de su pathos
respecta, entrar en lucha y con ello poner la acción en movimiento
efectivamente real” (841).

De la anterior cita se deduce que el diálogo es el elemento que articula a


los otros dos que componen la estructura del drama tradicional, puesto que por
medio de las réplicas se expresa el carácter de los personajes y se promueve el
desarrollo de la acción. Por eso, el diálogo merecía especial consideración en el
orden compositivo del drama tradicional, puesto que éste “no surge gracias a un
yo épico que se interne en el seno de la obra, sino merced a la superación,
continuamente alcanzada y anulada continuamente, de la dialéctica
interpersonal, hecha palabra mediante el diálogo. También en este último
sentido es el diálogo, pues, el soporte del drama. La posibilidad del drama
dependerá de la posibilidad del diálogo” (Szondi 22). Éste es uno de los motivos
por los cuales hay tan pocas indicaciones escénicas o didascalias en las piezas
teatrales anteriores a 1880, dado que el interés de los dramaturgos era cifrar en
lo dicho por los personajes todo cuanto podía expresar el teatro, dejando de lado
la distribución del espacio, las consideraciones competentes al espectáculo y los
énfasis que debían hacer los actores en determinados momentos de la
representación escénica.

Los dramaturgos burgueses, desde luego, confiaron en el diálogo para


transmitir todo el patetismo y la rimbombancia de la que fuera capaz la palabra
en escena. Zola dio cuenta de que Scribe y sus seguidores habían tomado el

72
diálogo para plagarlo de sentimentalismos: “Los comediantes recitaban sus
papeles con un tono de melopea para darles más pomposidad; en la actualidad
nos contentamos con decir que hay un lenguaje teatral, más sonoro y sembrado
de palabras como petardos” (190). Para los naturalistas el diálogo teatral debía
imitar el habla coloquial, con el objetivo de separarse definitivamente de las
réplicas que estallaban en sollozos. Strindberg, en su prólogo a La señorita
Julia, también expresó su descontento con respecto a la composición del diálogo
en el drama burgués, y era consciente de estar buscando la renovación de la
palabra en el drama: “En lo que respecta al diálogo, he roto un poco con la
tradición al no pintar a mis personajes como catequistas que hacen preguntas
estúpidas para provocar una brillante réplica. He intentado eludir el modelo de
diálogo francés con su construcción simétrica, matemática, y para ello he dejado
que las mentes trabajasen de una manera irregular, tal como ocurre en la
realidad” (2003b, 98).

Independientemente de que Strindberg lograra o no que sus personajes


hablaran como lo hacen las personas comúnmente –cuestión que sería bastante
discutible porque se trataría de una nueva convención teatral– lo que hizo el
autor fue desconfiar de las posibilidades del diálogo tradicional. En el teatro
moderno, el diálogo ya no compromete a los personajes en ningún sentido, es
más, “todas las conversaciones del personaje no son, de hecho, sino falsas
conversaciones, conversaciones puramente espaciales, conversaciones sin
revelación” (Sarrazac, 2006, 362). Los personajes de Strindberg usualmente se
pierden en sus largas elucubraciones, o se inventan cualquier asunto para eludir
la posibilidad de abordar los temas conflictivos justo cuando éstos se avecinan.
Así, consiguen dilatar la acción y demostrar las incongruencias de los
impersonajes, como en La danza de la muerte, pues justo cuando los
protagonistas están discutiendo la inminente bancarrota de uno de ellos, no
tienen ningún problema en saltar a una cuestión tan intrascendente como la
lámpara que adorna la sala:

Kurt. - ¿No crees que dependa de mi negativa a suscribir la nueva emisión de


acciones?

El Capitán. - ¡No, no! Pero dime por qué te negaste.

73
Kurt. - Porque ya había invertido mis pequeños ahorros en vuestra fabricación
sosa. Y también porque una nueva emisión significa que las acciones antiguas
no son demasiado sólidas.

El Capitán (distraído). - ¡Tienes una lámpara realmente soberbia! ¿De dónde la


has sacado?

Kurt. - La compré en la ciudad (2003b, 315).

El diálogo en el teatro moderno pierde la posibilidad de ser el espacio en


donde se objetiva la intimidad de los personajes, que, siendo tan compleja, no
puede transformarse en acto. Estos sujetos, que hablan sin parar, se han dado
cuenta de que la palabra es ahora el lugar de la impostura, como cree Gerda en
El pelícano: “Es mejor que sigas hablando, pero no de eso. El silencio me hace
oír lo que piensas… Cuando la gente se reúne, entonces todos hablan, hablan sin
parar únicamente para ocultarse sus pensamientos… para olvidar, para
ensordecerse” (2007c, 175). El diálogo en el teatro de Strindberg discurre sin
rumbo alguno, es un murmullo tumultuoso que se desperdiga por el escenario
para aturdir y confundir a los personajes: las palabras se convierten en la
posibilidad de falsear los verdaderos sentimientos y pensamientos de los
sujetos, que, por consiguiente, se hunden en el vacío de la repetición sin sentido,
como en La sonata de los espectros y La danza de la muerte:

El Coronel. - Entonces, ¿quiere que conversemos?

El Viejo (lentamente y con pausas). - ¿De qué? ¿Del tiempo, que todos
conocemos? ¿De nuestros achaques, que ya estamos aburridos de repetir?
Prefiero el silencio que nos permite oír los pensamientos y ver el pasado. El
silencio no puede ocultar nada… las palabras sí. (2007c, 139)

* * *

(El Capitán bosteza.)

Alicia. - ¿Tienes que abrir la boca así en las narices de tu mujer?

El Capitán. - ¿Qué quieres que haga? … ¿No te has dado cuenta de que nos
pasamos la vida diciendo lo mismo? (2003b, 244)

Szondi llegó a la siguiente conclusión con respecto a la situación del


diálogo en el drama moderno: “Desde el momento en que la conversación flota
entre las personas en lugar de comprometerlas, se convierte en charla sin

74
compromiso” (95). De esto se deduce que a partir de 1880 el drama empezó a
explorar nuevas posibilidades expresivas, ya que si la palabra (su antiguo pilar)
ahora sirve sólo para transmitir imposturas, se hace necesario apelar a las
indicaciones escénicas, es decir, se hace imperioso desmontar el carácter
auditivo del drama tradicional para incrementar las posibilidades visuales del
escenario moderno.

En obras como Comedia onírica se presentan cambios vertiginosos del


decorado, dando la impresión de que el objetivo de las didascalias no es ya
enmarcar una situación sino generar una sensación en los personajes y
espectadores o lectores: “(Vuelve a hacerse oscuro en el escenario donde se
producen las siguientes transformaciones – La barandilla sigue en su sitio
pero haciendo ahora de balaustrada del coro en una iglesia, el tablón de los
anuncios se transforma en la pizarra donde se pone el número del salmo que
se va a cantar […] ¡Se oye música! A ambos lados las cuatro facultades:
Teología, Filosofía, Medicina y Derecho. El escenario queda un instante
vacío)”. Esta larga didascalia remarca la oscuridad y el vacío, que son las
sensaciones que atemorizan y caracterizan a los personajes lúgubres de la pieza.

Por otra parte, según Pavis, las didascalias en el drama moderno “ya no
se referirán únicamente a las coordenadas espacio-temporales; sino sobre todo
a la interioridad del personaje y al ambiente del escenario. Estas informaciones
son tan sutiles y precisas que exigen una voz narrativa” (26). En Camino de
Damasco y El pelícano aparecen indicaciones escénicas tan delicadas que
incluyen símiles y metáforas, superando su habitual composición lacónica:
“(Duda antes de pronunciar la palabra Dios, que pronuncia de una manera
como si le quemara los labios)” (1973, 348); “(Da vueltas por la habitación,
como una fiera recién enjaulada)” (2007c, 186). Esto demuestra que en el
teatro de Strindberg las didascalias dejan de ser un texto de segundo orden: ya
no son solamente una acotación destinada a los futuros directores, sino que se
convierten en un medio de exploración visual y una posibilidad literaria 17. En

17 Esto último debido a que, valga recordarlo, las didascalias están hechas para ser leídas, pues
en el montaje de la obra desaparecen o, si se quiere, se integran de manera silenciosa a la
representación. Por lo tanto, Strindberg sabía que su teatro también iba a ser leído como texto
literario, y por eso fue tan expresivo en la escritura de sus indicaciones escénicas.

75
obras como Comedia onírica proliferan las didascalias e incluyen tantos detalles
que da la impresión de que el drama es irrepresentable o, si se quiere, anticipa
los desafíos visuales que luego el cine le impondría a las tablas.

En las novelas de Strindberg las posibilidades del diálogo no fracasan de


manera tan rotunda como en el drama, o al menos esto no es tan evidente como
se quisiera. Más bien, puede evidenciarse un paulatino abandono de los pasajes
dialogados en las novelas: en El cuarto rojo abundan los diálogos, los capítulos
son cuadros yuxtapuestos en donde se desarrolla una conversación decisiva
entre los personajes. Por su parte, en Solo aparece exclusivamente un diálogo
(insustancial además), y se dice que los personajes se han negado a compartir
sus opiniones porque “habían llegado a comprender el poder de la palabra
hablada. No era que la vida hubiese suavizado sus opiniones, sino que la
discreción les había enseñado que tarde o temprano tendrían que tragarse sus
propias palabras” (2003a, 10-11). El fenómeno que sí se manifiesta con toda
intensidad en la obra novelesca de Strindberg (sobre todo antes de Inferno) es el
corolario del diálogo sin revelación del drama moderno: la profusión de
didascalias. En el cuerpo de las novelas del autor sueco aparecen indicaciones
escénicas, siendo el fenómeno más notable para los lectores desprevenidos que,
acostumbrados a la descripción en la novela, se sorprenden al encontrar
fragmentos que convierten al narrador en director de escena y a los personajes
novelescos en actores.

Una de las tantas diferencias entre la novela y el drama es que los textos
teatrales están concebidos para su representación escénica, mientras que las
narraciones están diseñadas para ser leídas mentalmente, apelando al lector
solitario. La descripción es a la novela lo que las didascalias son al drama, según
se ha convenido, y no es habitual que el teatro narre ni que la novela se conciba
en términos de montaje (a menos que sea una adaptación). Según Ubersfeld,
“los elementos que permiten la construcción del lugar escénico están sacados de
las didascalias, que proporcionan, como sabemos: indicaciones de lugar […], los
nombres de los personajes […], e indicaciones de gestos y
movimientos” (109-110). Sin embargo, Strindberg toma las indicaciones

76
escénicas para invadir la novela, conmoviendo así los cimientos del género,
puesto que rechaza la descripción y opta por las indicaciones escénicas que, vale
remarcarlo, son características puramente teatrales. De los múltiples pasajes
que pueden citarse para demostrar lo anterior, vale mencionar los siguientes de
El cuarto rojo, El hijo de la sierva y El alegato de un loco:

- ¿Ha vuelto por aquí el señor Rehnhjelm?

- No, no ha vuelto, pero iba a venir a buscar al señor Falander por estas horas.

Larga pausa; enseguida se abre la puerta y entra una larga sombra en la red, que
se agita, y entonces la araña del rincón hace un movimiento apresurado. (1991,
192-193)

* * *

- ¿Qué es lo que has hecho? – pregunta compasiva.

- Nada – responde –. Yo no lo he hecho.

La madre llega.

- ¿Qué dice? – pregunta a Lovisa.

- Dice que no lo ha hecho.

- ¡Vaya! ¡Todavía lo niega!

[…] Johan es conducido de nuevo a la tortura hasta que confiese su crimen.


(2007b, 22)

* * *

- Entonces, este hombre, con estampa de gigante, ¿no la hizo nunca feliz?

- Casi nunca… o alguna vez… tan raramente.

- Y, ¿ahora?

Ella enrojece.

- Ahora, el médico le ha aconsejado de darse totalmente.

Se deja caer en el sofá, escondiendo con su cara las manos. (1997, 118)

En El alegato de un loco, luego de que Axel ha organizado el mobiliario


de su habituación para esperar la visita de María, se lee la siguiente declaración
de ella: “¡Bravo! ¡Es usted un director de escena de primer orden!” (1997,
72-73). El mismo cumplido podría hacer el lector a los narradores de las novelas
de Strindberg que, al incluir indicaciones escénicas, abandonan la tercera o la

77
primera persona para montar un escenario novelesco. A diferencia de la
infiltración del narrador densificado y el impersonaje dramático, la aparición de
indicaciones escénicas en el cuerpo de las novelas de Strindberg no es un
fenómeno nacido de las particulares exploraciones dramatúrgicas que hizo el
autor, sino que compete a la teatralidad en su sentido más general: “Esa especie
de percepción ecuménica de los artificios sensuales, gestos, tonos, distancias,
sustancias, luces, que sumerge el texto bajo la plenitud de su lenguaje
exterior” (Barthes 53).

En el escenario todo detalle cuenta y significa algo, justamente en ello


radica la magia de la representación: potencia los contenidos expresivos de cada
movimiento, gesto y palabra, agudiza todo aquello que en la vida cotidiana nos
pasa desapercibido. Strindberg, como dramaturgo, conocía a cabalidad los
recursos expresivos de la escena (su teatralidad), que indagó constantemente y
renovó a través de sus obras. Por este motivo, incluyendo didascalias en las
novelas, el autor buscó la manera de que sus narraciones también se
representaran a cabalidad en el teatro imaginario de los lectores. Las novelas de
Strindberg sufren el contagio del escenario, motivo por el cual, el lector de
novelas, habituado a la soledad de la lectura silenciosa, es llevado hasta la platea
para asistir al montaje novelesco. En últimas, podría decirse que el Strindberg
novelista no se olvidó nunca del Strindberg dramaturgo, puesto que encontró en
las fórmulas teatrales la posibilidad de renovar la novela decimonónica que,
hasta las narraciones del sueco, no se había dejado contaminar de manera tan
contundente por el drama moderno y la teatralidad.

78
Consideraciones finales

En algunas obras de Strindberg se encuentran pasajes que advierten la cercanía


entre los géneros literarios. Tal es el caso de A orillas del mar libre, donde el
narrador cuenta que Borg terminó “quejándose de la falta de instrucción, y
acabó narrando escenas de que había sido testigo” (2005, 100); y también en El
alegato de un loco, cuando Axel afirma: “Y, ahora, ella olvida que detrás del
libelista hay un gran novelador dramaturgo” (1997, 190). Estas referencias no
son descuidos ni confusiones del autor, sino testimonios de un artista que se
caracteriza por una escritura plagada de rasgos novelescos y dramáticos, un
escritor de obras impuras que encontró en el desbordamiento de los géneros
literarios la manera de configurar una poética que desafía toda restricción
genológica. El lugar de Strindberg es fundamental en la tradición de la Poética
moderna y la literatura occidental, porque, entre otras cuestiones, recuerda lo
escrito por Bajtin: “Todo artista en su creación, si ésta es significativa y seria,
aparece como si fuera el primer artista […]. Debe luchar contra o por las viejas
formas literarias, utilizándolas y combinándolas, vencer su resistencia…” (1991,
40).

Debo decir que no soy el primero en haber percibido los méritos de la


obra de Strindberg, ni tampoco el único que ha sentido la fuerza de sus palabras
y lo sorprendente de su obra provocadora. Kafka, para muchos el escritor más
importante del siglo XX, fue un reconocido admirador del sueco, como se
deduce de los apuntes en su diario: “El prodigioso Strindberg. Esa rabia, esas
páginas obtenidas a puñetazos” (395), y luego: “Mejoría, porque he leído a
Strindberg. No lo leo por leerlo, sino para apoyarme en su pecho. Me sostiene en
su brazo izquierdo como a un niño. Permanezco allí sentado como un hombre
en una estatua” (443). Thomas Mann también le prodigó elogios a Strindberg:
“Como escritor, pensador, profeta, portador de un nuevo sentido del mundo, dio
un paso hacia adelante demasiado grande como para que hoy su obra pudiera
parecer ni remotamente pasada” (213). Mann aseguró esto en 1948, y hoy, en el
2009, año en el que se cumplen 150 años del nacimiento del escritor, se puede
asegurar que su obra sigue siendo actual y valiosa.

79
Si se me permite proyectar hasta la contemporaneidad los efectos
producidos por las exploraciones genológicas de Strindberg, pueden
encontrarse autores cuyas obras son deudoras de su poética (conscientemente o
no). En narrativa, Liquidación (2003), de Imre Kertész, está compuesta a partir
de abundantes didascalias, tantas que podría pasar por un texto dramático, o
dar la impresión de invitar (o desafiar) a la novela desde las tablas. En cuanto al
teatro, Bloqueo. La pesadilla de Hegel (2007), de Rafael Spregelburd, lleva al
extremo la aparición de los impersonajes narradores, al punto de que ya ni
siquiera pueden culminar sus relatos, puesto que se pierden en la vertiginosa
confusión de las palabras que se entrecruzan en escena hasta perder el sentido.
Algún lector puede asegurar que estoy siendo exagerado, y algo de razón hay en
ello si se tiene en cuenta que cuando la obra de un autor nos marca, tendemos a
ver su legado hasta en los lugares más insospechados. Sin embargo, a pesar de
lo emotivo del caso, puede decirse que lo más probable es que la obra de
Strindberg se haya sedimentado en la tradición literaria contemporánea hasta el
punto de hacerse paso obligado (sin necesidad de advertencia o
reconocimiento).

Como todo estudio crítico, éste que presento también es incompleto. No


sólo porque en algún momento releeré a Strindberg y desearé completar, rebatir
o afinar algunos de mis argumentos, sino también porque su obra ofrece
problemáticas ricas y diferentes a la de los géneros literarios. Por ejemplo, una
investigación todavía no acometida hasta la fecha, y que hace mucha falta, es
una dedicada a las relaciones entre la obra literaria de Strindberg y la filosofía
de Nietzsche. También sería interesante un trabajo sobre la configuración del Yo
como una labor llevada a cabo por el Otro, fenómeno en el que convergen
Strindberg y Proust: en El hijo de la sierva se dice: “Cuando decidió analizarse a
sí mismo, se dispuso a reunir los juicios que los demás habían emitido sobre él.
Se asombró de verlos tan diferentes” (2007b, 211), y en Por el camino de Swann
se asegura: “Pero ni siquiera desde el punto de vista de las cosas más
insignificantes de la vida somos los hombres un todo materialmente constituido
[…]; no, nuestra personalidad social es una creación del pensamiento de los
demás” (31).

80
Otra posibilidad que dejo abierta es una comparación entre el
impersonaje dramático de Strindberg y el protagonista de El hombre sin
atributos, de Robert Musil, quien en su novela dice lo siguiente: “Dostoievsky,
Strindberg y Freud descubrieron los demonios del subsconsciente; nosotros, los
que vivimos hoy, tenemos la sensación de que ya no nos queda nada más por
hacer” (204). No sugiero más posibilidades para no atiborrar al lector que,
seguramente, partiendo de sus autores favoritos, ya estará pensando en nuevas
investigaciones.

Para culminar, quiero recordar un pasaje de Inferno. El protagonista se


entusiasma por la inminente publicación de su libro Sylva Sylvarum, un ensayo
sobre temas alquímicos, y al contemplar las pruebas tipográficas exclama: “Por
primera vez en mi vida estoy convencido de haber dicho algo nuevo, grande y
hermoso” (2002, 78). La cercanía entre el personaje central de Inferno y
Strindberg es evidente y, aprovechando esta licencia, se podría sugerir que
efectivamente el escritor sueco compuso obras novedosas, monumentales y
bellas, pero no son precisamente aquéllas dedicadas a la alquimia de los metales
sino a la alquimia de las palabras. Strindberg, en su laboratorio literario,
observó con su microscopio las partículas desmembradas del sujeto moderno,
destiló en su alambique la consistencia del diálogo, y fundió los géneros
literarios en el crisol de su pensamiento. El resultado de estos experimentos,
aun a costa de su salud mental, fue una poética lúcida y auténtica, que forma
parte de la piedra filosofal de la literatura moderna.

81
Bibliografía

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