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Año dos Número ocho Veinte pesos

pobreza
l os bolivianos llegaron hace poco. hacen ladrillos y los cobran más barato que todos. dicen que por cada carga
ganan miles de dólares. pero desde acá sólo se ve una casa pequeña rodeada de polvo y mugre.

mienten, mienten porque los veo restregarse los ojos, allá al fondo, cuando solos están detrás de todo. mienten porque
ya deben estar ciegos. se pasan los ladrillos entre ellos, y los acomodan, tan sólo guiándose por el tacto. mienten, sólo
les importan ir acomodando sus dólares uno encima del otro.

la casa es de ladrillo
la mesa es de ladrillo
las sillas son de ladrillo
las camas son de ladrillo

la casa no tiene ventanas. el costo del vidrio era una exageración comparándolo con el del ladrillo.

los bolivianos, somos los bolivianos, juntando ladrillos en silencio, no hay necesidad de hablar.
los bolivianos, somos los bolivianos juntando ladrillos, hacemos pausas, comemos, dormimos, y nos reproducimos.

la jornada se mide por la cantidad de ladrillos que se han acomodado exitosamente.

ya no hay por qué irse. se ha instalado una nueva empresa familiar.

Alexander Ríos (Bogotá, 1984). Pertenezco a la clase media. alexrios00@hotmail.com


Asalariada por cuenta propia

L a terrible situación material en la que me encontraba era la cau-


sante de mi depresión. Había pasado de ser correctora en planti-
lla a simple colaboradora del Gran Grupo, lo que significaba que mi
sueldo se había reducido casi a la mitad, viéndome obligada a penar
en un deprimente piso de Aluche desde el que observaba, a lo lejos,
lo que yo llamaba de forma utópica y autodestructiva Madrid. Todos
los lunes llegaba a la séptima planta del edificio del Gran Grupo que
me había expulsado a la periferia para entregar sonriente y llena de
asco mi trabajo. Ninguno de los directivos había abandonado su infa-
me cubículo (denominado despacho), mientras que la mesa de los
redactores, maquetadores y correctores lucía asientos vacíos y orde-
nadores apagados. El tercero de la derecha, según se entraba, había
sido el mío, y si alguien osaba recordármelo, allí en alto y delante de
todos, me echaba a llorar. No sentía vergüenza de mi llanto, sino una
honda satisfacción de provocar que los directivos apartaran la mira-
da y lloraran después a solas, pues sus vidas también eran horribles.
Al principio pensé que sería una liberación trabajar en casa.
De hecho, antes de llorar por mi caída en picado en el mundo del
explotado sin eufemismos, lo que me arrancaba lágrimas era el tra-
yecto diario e interminable de mi buhardilla de Lavapiés al trabajo.
No es que el disgusto se me pasara al llegar a la oficina, no, pero
había algo radicalmente siniestro en levantarse cuando ni siquiera
clareaba para atravesar la calle Amparo, con la basura de los conte-
nedores desparramada en la acera, el parque infantil que a mí me
recordaba a una caseta de perro alfombrado con botellas rotas y las
nauseabundas fachadas de los edificios que el ayuntamiento no reha-
bilitaba porque estaban llenos de árabes. La nube de contaminación,
que ya no abandonaba la ciudad, me provocaba un espasmo, y aun-
que sabía que mi pavor era transitorio, y que al llegar a la oficina las
confidencias de Pedro y Sonia me harían soportable el resto de la jor-
nada, en ese momento me parecía que la amargura se me había que-
dado para siempre en el rostro. La sensación aumentaba al bajar al
metro, donde en vano intentaba concentrarme en la lectura de un
libro. Bajo tierra, la rabia se transformaba en una insoportable triste-
za, y lentamente iban cayéndoseme las lágrimas. Cuando llegaba al
intercambiador de avenida de América, el discreto sollozo se con-
vertía en un berrinche que me hacía hipar, y al que los habituales del
autobús (me bajaba del metro para coger el 19) estaban acostumbra-

Elvira Navarro (Huelva, España, 1978) es autora del libro La ciudad en invierno (Caballo de Troya 2007, Debolsi-
llo 2008), por el que fue elegida Nuevo Talento Fnac.

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dos. El trayecto para salir del intercambiador me resultaba espeluz-
nante: los túneles negros por los miasmas de los vehículos, las partí-
culas en suspensión adensando el de por sí ruinoso aire, y que casi
podían masticarse. Aquellas partículas se agarraban a la ropa, al
pelo, a la piel, de tal forma que lo primero que hacía al llegar a la sép-
tima planta de las oficinas del Gran Grupo era ir al baño para quitar-
me toda la porquería de la cara, secarme bien los ojos y ponerme
rímel para disimular. Todos los días durante dos años había ido de
este modo al trabajo, llorando como una magdalena, convencida de
que no podía soportarlo más y de que no había nada peor que vagar
por túneles para pasar luego ocho horas al día encerrada en el edifi-
cio acristalado y moderno donde nos almacenaban a cambio de dine-
ro. Incluso fantaseaba con la posibilidad de que me convirtieran en
autónoma, tal era la repulsión que me provocaban los metros, los
autobuses, los horarios y los compañeros que no eran Pedro y
Sonia. Estaba dispuesta a ganar menos y a pagarme la Seguridad
Social si ello significaba prescindir de toda la parafernalia laboral.
Cuando me echaron de la oficina terminé de empozarme.
Día tras día, me levantaba con una sensación creciente de angustia
que duraba hasta bien entrada la tarde, y no porque durante ese tiem-
po hubiera pasado algo que pudiera justificar mi cambio de humor.
Simplemente mis aprensiones me abandonaban, y entonces me tum-
baba en la cama y recibía el sueño como un descanso bendito. Pen-
saba en alquilar un cuartucho del piso, antiguo vestidor, para
desahogarme un poco económicamente; sin embargo, no deseaba a
nadie que pudiera interrumpir el continuo divagar de mí misma a mí
misma, los paseos incesantes de una habitación a otra; ese territorio
desesperante y limitado que iba de la entrada al salón y del salón a
mi cuarto, a la cocina, al baño. No tenía dinero para tomar una míse-
ra caña, por lo que dejé de salir con amigos, y por todas partes se acu-
mulaban las pruebas de los libros que corregía interminablemente
para poder seguir tal y como estaba. Tengo que decir que no me plan-
teaba cambio alguno: ni de ciudad, ni de trabajo, ni de piso. Las fuer-
zas que me quedaban las empleaba en alimentar mi abandono, que
por otra parte era lo más fácil; lo que de una manera natural, acorde
con mi sueldo y con el repugnante barrio al que me había traslada-
do, brotaba. Carecía de la energía necesaria para romper la inercia,
y sólo me restaba experimentar hasta el fondo el mecanismo de mi
esclavitud. Desde el aniquilamiento, pensaba, cuando ya no pudie-
sen encontrar en mí nada para seguir produciendo dinero, tal vez me
sería dado resucitar. Y, por supuesto, que fueran tan imbéciles de
machacarnos a todos me hacía reír y reír. Esa era mi única forma de
salud; la de saber que, tarde o temprano, acabarían por destruirse.

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Este billete no es falso

T óquelo, mírelo, gírelo. Es tan bueno como el más bueno. Tiene una marca de agua con su prócer ahí
adentro, encerradito cual Deborah Kerr, no sea que se nos salga el indio, vea: su perfil autóctono mejo-
rado por la ausencia de color. Tiene un hilo de seguridad envuelto en papel de algodón, es como el cordón
umbilical que le hemos cortado para que al billete no le apure mucho por dónde se negocia.
Cheque el texto microimpreso de altura decreciente. Es un bonito verso sobre la esclavitud o la
patria, pero yo se lo ejemplifico con este otro:
Robar un banco
Fundar un banco
¿cuál es la diferencia?
Bertolt Brecht

Jejeje. Ay, Dios. Permítame otra vez: jejejeje. No, si Ahí están los fondos lineales, son figuras a
los poetas son lúcidos, nomás que no sirven para base de líneas que se separan y se engrosan para que
nada. sea más difícil falsificar los billetes. Por eso se los
Sienta. Sienta la impresión con relieve. Los muestro… Si le soy sincero, los fondos lineales me
números y de nuevo el prócer, que ahora alza el incomodan un poco. ¿Qué le digo? No sé. ¿Qué le
ceño, muy orondo (¿se ha fijado qué señorial es la digo?... Son como la gente que pintarrajea las pare-
palabra orondo?) ¡Cómo se relieva! Como para que des o como los que gritan en los informes presiden-
uno lo piense dos veces antes de finiquitar transac- ciales, ah, los Hache Hache Hache Informes Presi-
denciales. Como esa chusma son los fondos linea-
ciones como la nuestra, ay sí.
les, pura existencia de fondo que se toma demasia-
Salúdeme a través de la ventana transparen-
do en serio a sí misma.
te. Los billetes tienen una ventana transparente. Pero olvídese de eso y concéntrese en lo
¡Buenas-buenas! Salúdeme. La tienen porque no demás. Tóquelo, mírelo, gírelo. Cheque, sienta,
obstruyen, disculpe la obviedad, permiten que gente repare. La fluorescencia. Si esto no es poesía útil no
como usted y yo nos encontremos. A propósito ¿ya sé qué chingados lo es. La fluorescencia. El billete
reparó en el registro perfecto? Repare: eh, eh, eh: se fluoresce a la luz negra. ¿Ya entendió? ¿Ya enten-
lo muevo para que repare. La impresión de aquel dió? Ahora ya no se fije en nada más, no se distrai-
lado se complementa con la de este para componer ga. Que si soy senador, que si soy litigante, que si el
la denominación. Por eso dije “a propósito”. Es negocio de mis socios es malquerido. No se fije.
como usted y yo. ¿Reparó? You complete me. Fíjese en la fluorescencia.
Abrace la luz negra.

Yuri Herrera (Actopan, 1970). Se acabó la guerra fría y nunca llegó el oro de Moscú

El perro. Año dos. Número ocho. Septiembre. - Octubre de 2008. Camerino Mendoza 304, Pachuca, Hidalgo. Impresa en Icono, Guzmán
Mayer 102-2. Pachuca, Hgo. Editor responsable: Yuri Herrera. Editores: Juan Álvarez Gámez, Alejandro Bellazetín, Daniel Fragoso Torres,
Diseño gráfico y diseño de Logo a partir de un alebrije de Sergio Otero: Enrique Garnica. No se devuelven textos no solicitados. Se permite
la reproducción de los textos con permiso por escrito de los autores. Este número aparece gracias al apoyo deArturo Herrera Gutiérrez

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A kiss is just a kiss

Nunca, ni siquiera una cuadra, se mueve del embarcadero. Car- Sonríe, pero sin rastros
camán, a pesar de la vejez, despacha en su tenderete mariscos y de alegría, más bien hace una
cerveza. Oye su radiecito de bocinitas estropeadas. El méndigo especie de solicitud para que
sabe de noticias; le gustan programas de la marina. Ayer lo visité no siga preguntando.
con la intención de sacarle historias y las obtuve. —Noticias y canciones
Carcamán fuma Delicados; tiene un tatuaje en la muñeca, viejas —tose.
un rosa negra con números: 20-08-92. A veces platica grosero, Carcamán sigue
pero cuenta historias buenas, uno se queda escuchándolo casi moviendo el dial. Vaya diablo
siempre. No coquetea con las negras ni con las turistas. No sé de viejo escuchador.
cómo le hace, sin sexo no es posible vivir. Me agrada este tipo —Eso que lleva en el
duro. Visito el embarcadero porque aprendo muchos trucos que brazo, don, ¿qué significa la
luego aplico en mis cuentos. Últimamente he pensado que debo florecita?
escribir un libro acerca de Sam, el músico negro de Casablanca No contesta; prende un
que vivió en el hotel Flamingos. Digo, el Carcamán es el Carca- cigarro y extiende su cajetilla
mán, se las debe saber todas acerca de un turista tan afamado. frente a mí.
Así que tras mis negociaciones rutinarias con el lanchero Fumamos en silencio
Paloalto fui rumbo al tenderete con la firme idea de comenzar, mientras le presumo al viejo
de una vez por todas, una novela en mi cabeza. Iba con bastante uno de mis tatuajes: un dragón
varo. Chela tras chela, mi hermano, dije al ver mi capital, sobre de siete cabezas destruyendo
todo al oírlo tintinear en los bolsillos de mi bermuda. la enormidad salvaje de una
—Hey, don, una de ostiones. serpiente.
—Sí, chamaco. —Ta bonito, chamaco,
Dice chamaco a cualquiera menos avejentado que él. ¿qué significa?
—Una caguama también, rey. Y una para ti. —Pues vida; mujeres
—Sí, chamaco. que me han roto el corazón y
Yo entro como diablo en la espesura del caldo rojo. mire que me queda muy poco
Limón, salsa, limón y para dentro. Un trago de cerveza: el paraí- ¯golpeo mi pecho con suavi-
so es mi boca. dad¯, pero pachanguero aún.
—Delicioso, rey, estuvieron deliciosos. ¡Salud! —¿Qué sabes del dolor,
—Salud —mueve los botones del aparatejo y escucha- chamaco?
mos una canción tristona que Carcamán festeja dando unos pasi- —Algo, don.
tos de conga—. ¿A poco no le gusta el baile, don? Bajo la cabeza y me pier-
—Más oír voces y música. do en los recuerdos portento-
—¿Y qué tanto busca en su radiecito? sos de mi felicidad, mediocre

Federico Vite (Apan, Hidalgo, 1975). Largamente avecindado en Acapulco, Guerrero. Ha publicado los libros de
cuentos De oscuro latir (Universidad de Guanajuato 2008), Entonces las bestias (Instituto Cultural de Aguasca-
lientes 2003) y la novela Fisuras en el continente literario (Fondo Editorial Tierra Adentro 2006 y reeditada en
2008).

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pero mía. Oímos Por si no te mirada. Las pestañas grandes ayudan mucho. Necesito mujeres
vuelvo a ver. ardientes; de las que podrían obligarme a matar.
—¿Te tomas otras con- —No pues de ésas no hay. El amor se da, así de simple.
migo, chamaco? Puede ser muy fea y si se da, no hay vuelta, te chingaste.
—Sincho. Yo pago las Avienta el humo por la nariz. Se ve aleccionador, entusias-
mías —agarro la botella y mado con el rumbo de la charla.
bebo—. Vamos, don, écheme —Creo que tiene razón —aún pienso en la frase; no sé, no
una más. hay cómo decir a quién amaría y a quién no.
Lava los platos en una —Chamaco, yo tuve una. Negra dulce, cariñosa como
cubetita que guarda bajo la ángel de la guarda. Me daba todos los días un perfumito; untaba
mesa. Ya lustrados, pone los en mi mano su agua de fragancias. Para que me huelas, Marco,
trastes en otra cubeta y los decía. Ese olor estuvo conmigo diez años. Cantaba la mujer,
cobija con un mantel percudi- muy bonito. Un día se subió a la barca con mi niño. Fueron al
do, cuadriculado. paseo.
—¿Extrañas a tus muje- Mueve la cabeza de un lado a otro; hace de sus pensamien-
res? —pregunta destapando tos una marea roja y pega la oreja en la bocina del radio.
una botella de cerveza que Bebo. Carcamán sigue en su calladez. Estoy ahí dos
saca de una hielera. caguamas. Silencio.
—Sí. Creo que sería Veo la playa; el sol, a punto de incendiar el mar, pinta de
feliz con una. naranja la tarde. Estoy triste, como si hubiera desenterrado un
—¿Qué te gusta de una espejo donde no quería reflejarme.
mujer? —¿Cuánto le debo, don?
Vaya con el viejo, yo —Nada.
había venido a sacarle histo- Se pega el cigarro a los labios, junto a los bigotes ralos.
rias y ahora estoy entrampa- Extrae una bolsita de plástico que guardaba en los bolsillos de su
do con sus preguntas, pero es bermuda; con el polvo blanco hace una raya en la mesa y de
un párroco que ha visto al dia- reojo ve si en el semáforo hay patrullas: inhala fuerte, profundo.
blo de frente, entonces, tiene A mí se me antoja un poco, pero no debo pedirle nada más. Nece-
la obligación de aconsejar- sito cantina para seguir bebiendo; antes de irme llega un policía,
me. el viejo Mondragón. Pone su mariconera en la mesa y el Carca-
—Me gustan listas. Yo mán la coloca en la cubeta donde había puesto los platos limpios.
hago novelas, sabe, pero me —¿Alguna novedad, Marco?
gusta beber; también me —Nada. La marina dice que hay buen tiempo para nave-
gusta que beban. Quiero gar, pero luego no es así. Nunca es así.
niñas de olores fuertes, que Yo no estoy para quedarme oyendo los informes del radio.
bailen, que me toquen con su Otro día el viejo me contará de Sam, ese tipo que tocaba el piano
mientras Humphrey Bogart e Ingrid Bergman se miraban larga y
amorosamente en Casablanca.

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Una carta

L eo las rayas

del arado en la tierra

cocino con un aceite de nueces


que me venden los vecinos

también hacen un licor de naranja


y a veces nos emborrachamos

la gente trabaja mucho


y es tranquila

los domingos
las mujeres se ponen un lazo hermoso
en la garganta

es una maravilla la nieve


ahora los copos son cristales

ya se me acabó el dinero
y no quiero regresar

Gustavo Adolfo Garcés (Medellín, Colombia, 1957). Ha publicado: Libro de poemas (1987), Breves días (Premio
Nacional de Poesía Colcultura, 1992), Pequeño reino (1998), Espacios en blanco (2000) y Libreta de apuntes
(2006).

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El verde olivo
no es como lo pintan
¿ Ya ves? ¿Cuál era la
urgencia? Ahora ni hablar
puedes. Menos tu amigo, que
Y luego él. Justamente él: tu cámara, tu compa, tu carnal,
como le decías en los momentos en que andabas a medios chiles.
Era casi un niño el día que lo conociste, la tarde aquella en que
lo han acallado y ya no podrá golpeaste a un tipo que te quería atracar y él, sin conocerte, se
reclamarte. ¿Cuál es la prisa?, acercó a felicitarte. Eras dos años mayor y esa distancia en la ado-
te insistía él, ¿te acuerdas? lescencia puede ser grande. Tú habías besado a un buen tanto de
¿Por qué jodidos no le hice mujeres y él a ninguna. Tú sabías lo que es caldear a una mujer y
caso?, te repites inútilmente, entrar luego a su cuerpo enfiebrado. Él no. En parte por eso se jun-
con la cara sumida en las pal- taba contigo, porque admiraba tu habilidad con ellas y le aconse-
mas de tus manos. ¡Carajo, jabas cómo acercárseles. Hacía poco, un día que se emborracha-
Carlos! ron hasta el amanecer, le habías hecho prometer que antes de que
Si todo pintaba bien cumpliera los dieciocho tenía que besar al menos a una. Por eso
ese viernes en las afueras del el ir por tu amiga y regresar al festejo. A las diez quedaron en reco-
pueblo. Las bandas de música, gerla. La muchachita estaba del vuelo de tu cuate y en igual cir-
las morras, el baile. ¡Pinche cunstancia: no había tenido novio pero quería tener. Días antes
Charly!, te decía tu compa, ¡ya los habías presentado y se habían mirado bien. No había pierde.
amarraste!, cuando vio que la Volviste a pensar en Julia y las ansias por volver al baile te
chica con quien bailabas no te crecieron. De ella te había gustado primero su candor. Luego fue
hacía el feo. Si nomás termina- tu sangre la que se inquietó, al apretujarla contra ti al ritmo del
ban de bailar ella te seguía con son y quedar atrapado en el aroma de su sudor. Ese vivo recuerdo
los ojos, te diría momentos des- hizo que por un breve momento tuvieras el impulso de dar mar-
pués, cuando en el carro se diri- cha atrás: Quién sabe si Julia no estaría bailando en este momen-
gían al pueblo. Se llama Julia, to con otro. Pero no, no te echaste para atrás. Esta es tu noche,
le hiciste saber, como si al nom- dijiste en voz alta para salir de tus pensamientos y miraste con
brarla pasara a ser alguien que estima a tu compa. Era buen amigo y habías aprendido a apre-
en verdad te importara. No ciarlo. Y también a escucharlo, porque a veces tenía razón. ¡Aun-
como otras a quienes ni el nom- que esa noche no, chingá, no lo escuchaste!
bre les preguntas. Pero ya se ¿Por qué tenías que desobedecer la orden? Si nomás te
vería al rato, apenas la acaba- dicen párale y luego luego respingas. Qué bien no hacer todo lo
bas de conocer… y más al rati- que te dicen, lo que te mandan. Pensar y hacer las cosas tú mismo.
to regresarían. Nomás vamos Decidir tú. Está bien. Como cuando preferiste el trabajo a la
por una amiga para mi amigo y escuela. Algo has sacado de eso. Ahora te vistes, ahorras para ir
vuelvo, le avisaste a ella. metiéndole al carro, das lana en tu casa y hasta te alcanza para la

Alejandro Bellazetín S. De niño creía que los soldados estaban de nuestro lado.

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birra y las chavas. Ser necio ante el control te ha resultado, pero, pero al ver que los hombres
¿ponértele a esos puercos? Esos batos están peor que animalitos, hacían un hueco por donde
solías decir al verlos. Son bestias capaces de morder a su propia pasar, decidiste seguir. Justo
madre. Tú mismo lo afirmabas, carajo. al cruzar la línea de alto miras-
Iban re entusiasmados cantando el son duranguense que te a tu carnal con cara de Ya
salía del estéreo del auto. Tu compa comenzaba a ponerse nervio- chingamos, cuando escuchaste
so por lo de la chica. Se tranquilizó un poco cuando le aconsejas- unos como golpes secos que
te que si no sabía de qué hablar entonces escuchara con atención retumbaron en el aire y en el
lo que ella le estuviera platicando. Y de ahí tú agarras el hilo, le auto. Agachaste la cabeza ins-
haces preguntas. Eso les gusta, le habías asegurado con el cúmu- tintivamente sin comprender
lo de tus diecinueve años. ¡Pues que sea! había dicho él, dando qué había pasado y volteaste a
por terminada la lección. Ya enseguidita llegarían al pueblo, eran ver a tu amigo. Te desconcertó
nueve y cuarenta. Antes se detuvieron para compraron unas teca- verlo encorvado y recargado
tes. Hiciste cuentas de los billetes, de tu dinero. Del que ganabas en la puerta, tal parecía que se
tan lento como rápido se iba, pero al que tratabas de sacarle el hubiera dormido. Fue entonces
mejor jugo. Por si tengo que invitar a cenar a Julia después del bai- que detuviste el auto y le pre-
longo, auguraste con gesto envanecido. Subieron al auto para guntaste con el miedo agolpa-
continuar el camino y abrieron las cervezas. Un beso, le dijiste a do en tus entrañas ¿Qué traes
él. Con un solo beso que le des en la boca habrás ganado. cabrón?... ¡Qué tienes
Aceleraste. Vete tranquilo, no le metas, ya vamos a llegar, cabrón!, le gritaste mientras le
dijo él. Y aunque casi nunca le hicieras caso, eso te gustaba. Que levantabas la cabeza de los
fuera prudente. Tú lanzado y él juicioso resultaba equilibrado, cabellos y le exigías una res-
pensaste. Y hasta eso no ibas tan rápido, el velocímetro marcaba puesta. Pero él ya no pudo res-
ochenta. Después él te avisó que adelante estaba el retén y tú redu- ponderte, aunque tuviera la
jiste la velocidad. Lo viste de lejos. De hecho ya lo sabías, no boca muy abierta.
hacía falta que te lo dijera: tan sólo ese día habías pasado tres ¿Ves? Ahora no puedes
veces por ahí. Bajaste la velocidad hasta treinta pero ahí te que- salir de ese pozo mental que te
daste. ¿Qué pasa, porqué no le bajas más? te preguntó tu camara- tiene mudo. Ni siquiera te ame-
da por primera vez. Se hace tarde, le respondiste porque fue lo pri- drentan las preguntas que te
mero que te vino a la mente. Pero había algo más, tú lo sabes. El están haciendo los uniforma-
fastidio de volver a ser revisado cual si fueras narco. El encabro- dos que mataron a tu amigo por-
namiento de que te topen y te intimiden. El miedo a que te violen- que no les hiciste caso. Porque
ten. A mi no me paran, si ya hasta me han de conocer de tanto que no los obedeciste. Y además,
he pasado, le dijiste a tu broder, mientras de reojo veías cómo su ¿Cuál era la chingada urgen-
cara mostraba incredulidad. No la jodas, todavía estamos a tiem- cia?, te vuelves a acuchillar
po, ¿cuál es la urgencia? te preguntó molesto. Esta vez no le res- con la pregunta. ¿Ves cómo en
pondiste porque caíste en la cuenta de que traían las latas abiertas. un segundo la vida cambia, o
Nos van atorar si nos ven tomando, dijiste con alarma actuada. termina? Si tú nomás querías
Porque lo que en realidad querías era pasar libre… y que no te volver a ver a Julia. Que tu bro-
estuvieran jodiendo. Tenemos prisa, murmuraste sólo para ti, der se deleitara con los labios
manteniendo la misma presión en el pedal. ¿Cuál es la maldita de una morra. Que sintiera.
prisa cabrón? ¡Párate!, te gritó alterado tu broder a unos metros Que viviera. Pero eso ya no
del retén. No le hiciste caso porque te habías puesto muy tenso: será posible, Carlos. Ahí sí
los hombres de verde comenzaban a alebrestarse y te hacían que la cagaste. Y nadie
señas de que hicieras alto total. Ahí fue que bajaste la velocidad, puede remediarlo.

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El sexo de los flacos

D
se frotan,
e alguna forma
impactan los dos xilófonos y

tocan la canción del bruxismo


cuyos acordes
empezaron en la iglesia
donde la gente mea.
Es una noche estúpida,
un anciano
conocido por todos al parecer
me enseña
-entre deposiciones sobre el alma
de una de mis ciudades-
la forma
de arrancar una alcantarilla
y poner un poco de justicia
en esto de los ricos
y los pobres.

Ramón Egea (Valladolid, 1983). Nacido al calor de dos padres, psicólogo, economista y trapecista. Masculla
esperando a que se imprima su primer libro.

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El desvío

E n uno de los bolsillos del pantalón le vibró el


teléfono. “Puerta”, leyó. Lo habían ido a bus-
car; no se lo esperaba. Los atendió para ganar unos
levantarla, la sintió llena. Empezaba a abrirla cuan-
do lo distrajo el resplandor de una etiqueta blanca,
sobre una manija del costado. La estiró; tenía su
minutos. nombre. Agustín Andrada, UA 108, LAX, 18 de
—Yes? agosto, sin año, con un código de barras.
—El Tilo El 108 de United era el directo de las cinco
—¿Qué querés? de la tarde Nueva York–Los Ángeles. Andrada lo
—Ábreme, tenemos que hablar de perfumes había tomado incontables veces. Hizo memoria, sin
Tenían que demorarse veinticuatro horas, y no demasiadas esperanzas. En el negocio del transpor-
se demoraron más que dos. Andrada había creído te, los primeros viajes deslumbran; se conocen luga-
que en él había un poco más de confianza. Transpor- res, se gasta lo que pagan otros, se conversa. Los via-
tista desde la primera época, ochenta o cien viajes jes que siguen se van acumulando como los granos
encima, argentino, el jefe siempre lo había puesto a de un reloj de arena, hasta acabar con el deseo y la
cargo de las operaciones importantes. “Estos negros posibilidad de distinguir unos de otros.
piensan con la pija”, solía decirle. El jefe era urugua- El teléfono le volvió a vibrar. Andrada aten-
yo y nunca se había casado. dió, abatido; no con miedo (que para eso se había
Aunque desconfiaba hasta de la imagen que estado preparando toda la vida) sino con tristeza. Le
devuelven los espejos, el jefe lo había elegido como había subido esa nostalgia que dan las cosas cuando
confidente, acaso por compartir su dialecto. A las están por ocurrir.
horas más imprevistas lo mandaba llamar para —Querido, baja que ando apurado.
pedirle su opinión sobre un comprador nuevo o para Andrada escuchaba el silencio del Tilo y el
contarle las variaciones de un sueño en el que deam- de los otros dos o tres, recortado sobre el ruido de la
bulaba perdido por una ciudad que era Foz do Igua- avenida; y hasta le parecía sentir el de las semiauto-
çu, Tijuana y Río Grande do Sul. En esas ocasiones, máticas debajo de los sobretodos. A veces, desde
como le había pasado en su juventud con una mujer, ciudades donde no conocía a nadie, le daba por que-
Andrada se sentía indispensable. darse escuchando así esa avenida. Marcaba #7 en su
Ahora lo indispensable era desaparecer. celular y se ponía a contar los zumbidos de los
Caminó hasta su habitación, abrió el placard. Volver coches que iban pasando, con el sentido del deber
a Buenos Aires de apuro lo obligaba a rescatar algu- que le daba sentirse el único capaz de llevar eso a
na que otra prenda de esa dormida Babilonia de cabo.
rechazos. No le costó mucho encontrar dos o tres; La valija iba a servir, sin duda. La vació
para empezar, más que suficiente. Faltaba solamente sobre el suelo. Cayeron dos camisas blancas, toda-
una valija. Revolvió. En un rincón, por fin, la idea vía envueltas en celofán, un par de jeans, un par de
platónica de la valija; gris oscura, clásica de comien- zapatos... Ninguno de estos objetos banales le pare-
zo a fin. Tal vez hasta entrara debajo del asiento. ció familiar. Entre las camisas había un cuaderno y
Pero esta valija presentaba un problema: dos libros; y en uno de ellos, sobresaliendo, un
Andrada no recordaba haberla visto nunca. Al ticket con fecha, 7/7/96. Camila. De entre todas esas

Víctor Goldgel (Buenos Aires, 1978). Vive en California y en octubre viaja a México. Le pagan por leer, aunque no
mucho. Acaba de terminar Historia del arqueólogo y la virgencita, su primera novela.

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cosas ahora desparramadas por el suelo, no había había quedado de la nena, la policía declaró que el
ninguna que Andrada reconociera como suya. Y a asesino probablemente fuera un amante despe-
pesar de todo, inertes e inexpresivas, se empecina- chado. Fijate vos qué estupidez, el Moro puto;
ban en haber estado en su casa años enteros, en una con lo bien que le salía el nudo de la corbata.
valija que llevaba su nombre, desde una fecha que “Y si al Moro lo dejaron como lo dejaron
era la de su llegada a los Estados Unidos. por dos frascos, por casi un litro a mí imaginate la
Al ruido de la avenida lo tapó el de un por- que me esperaba. Yo desvié tres Chanel, tres Ama-
tazo. Entrecerró los ojos para oír mejor, y no pudo rige y tres Prada, que son los que usamos para las
escuchar el silencio de sus colegas. Salió. Cerró el variedades europeas. Dicen que son superiores a
teléfono. Ya estarían en el ascensor, encomendán- las que se hacen en California, yo no sé, hace años
dose a sus respectivas vírgenes, desenfundando. que no pruebo; la gente, allá, es como en todas par-
Cuando le habló de nuevo el Tilo, Andrada acababa tes: se hace la entendida para no ser menos. Los
de encender el motor de su auto: cartoncitos más caros se preparan con alguna de
—Si doy contigo te vas a acordar de mí, esas tres variedades. Acá en Argentina el valor de
comemierda... la gota es más o menos el mismo, pero me va a lle-
Cortó. Después de algunos desencuentros var algo de tiempo venderlas.”
iniciales, el Tilo y él habían llegado a una buena Pidieron otra botella. Afuera, ráfagas de
relación; no tenía sentido dejar que se arruinara por oficinistas y de lluvia; adentro se respiraba despa-
cuestiones de trabajo. Además, le quedaban unas cio y las mesas libres iban desapareciendo.
pocas horas para despedirse del barrio chino, la pla- “Pero te quería hablar de esto”, dijo
ya, las tiendas de discos, las taquerías, quizás inclu- Andrada, metiendo la cabeza entre las piernas
so el bulevar Santa Mónica. En un semáforo, mien- para sacar la valija. “¿La reconocés?”
tras revisaba la valija, sintió que recuperaba el entu- Sobre la mesa de al lado, la valija, inmó-
siasmo. Tocó una de las camisas blancas, regalo de vil. Camila miraba a Andrada, él miraba a Camila.
Camila; decidió estrenarla ahí mismo. Los segundos pasaban y no pasaba nada, sólo su
mutua presencia. Le tocaba hablar a ella:
______
—No me vengás a joder la vida, haceme
“No lo planeé. Me acuerdo, sí, de que unos meses ese favor. La valija esa llevala al Ejército de Sal-
atrás, volviendo de un viaje, se me ocurrió quedar- vación.
me con algún frasco. No pensé cómo, ni dónde ven- —Llevate aunque sea tu cuaderno...
derlo. Así como se me ocurrió, me olvidé del asun- Camila nunca había sido de dar segundas
to. Y ayer a la mañana, saliendo del avión con la oportunidades, y se paró para irse. “Te iba a ofre-
carga europea, me bajó el plan como un flash, paso cer un frasco”, le dijo él. “Es un cuarto de millón,
por paso. Vi un negocio en el duty free, compré para darle un futuro a los nenes”. Camila salió sin
nueve frascos, los cambié por los míos, pasé por el mirarlo.
mostrador de American, saqué el pasaje, salí del Andrada la vio cruzar la calle y aparecer y
aeropuerto y me fui a hacer la entrega. En el frasco desaparecer entre cientos de paraguas. Pensó en
huelen casi igual, así que hasta el día del fracciona- seguirla; pidió otro café. La valija seguía ahí. Un
miento no tenía por qué preocuparme. Pero se ve frasco más. Otros cinco años de jubilación. O
que calculé mal, porque al rato ya me estaban bus- podía dejar una herencia. En todo caso, Camila
cando. había sido prudente; por ahora era mejor no tener
“Cuando ayer me tocaron el timbre me contacto. Por algunos meses; uno o dos años, a lo
vino a la cabeza la cara destrozada del Moro, en la sumo. Hasta que el jefe se olvidara del asunto.
tapa de los diarios. ´Crimen pasional', titularon. El Se entretuvo con las gotas de lluvia ilumi-
jefe hizo dejar una notita perfumada que decía 'A nadas por los faroles de los autos. Caían fuerte.
mí no me traicionás, puto”. Se la pusieron en la Era imposible ver realmente una, porque un ins-
boca. Como en el departamento encontraron dos tante después había otra igual donde había estado
frascos de Chanel, las revistas de moda que lleva- esa.
mos en las operaciones y una colección de esos La lluvia lo ponía escéptico. Iba a extra-
caballitos Ponipón, que era lo único que al Moro le ñar California.

12
Escribir de dinero

E sto es escribir de dinero. mostró un billete de a dólar


que yo le había firmado. Él
me había firmado uno, pero
La tarde que buscando fotogra-
fías encontré mi cuenta de aho-
rros de niño. Ese dinero que se
El día que sólo toqué dinero nunca supe en qué lo gasté. había convertido en menos que
con la mano izquierda. centavos.
La tarde en el JFK de Nueva
Los meses de mi adolescen- York cuando me vocearon *
cia en que guardé dinero en para pagar mi derecho de aero-
un libro —el segundo tomo puerto. Me acababa de gastar Escribir de dinero es siempre
del Atlas de arqueología mi último dólar en una galleta escribir de otra cosa.
mesoamericana— para ope- de chocolate. Mostré los trece
rarme la nariz. pesos que me quedaban en el El dinero que gasté en mi pri-
bolsillo. Como si fueran dien- mer arete
El almuerzo con Paola Ahu- tes perdidos. Como si fueran El dinero que gasté en viajar a
mada en que un pordiosero conchas de una playa remota. México para preguntarle a mi
me dio dinero por haber bus- madre si tenía pesadillas y que
cado cambio en el bolsillo de El dinero que he gastado en ella me respondiera No, es
mi pantalón. Cuando se fue, olvidar cuánto dinero he gas- dolor
los dos éramos más amigos. tado. El dinero que gasté en viajar a
Habíamos compartido el Yucatán en los días en que aún
mismo miedo. Las mañanas de sol en que iba no sabíamos si tenías cáncer
al banco con cheques inima- Las monedas ínfimas reunidas
La única vez que pagué por ginables. Suficientes para para comprar unos condones
sexo. Saqué dinero y se lo di a comprar una casa. En París.
mi chofer para que se lo Una mañana no hizo sol, hubo
entregara a la mujer con la un eclipse. no son dinero.
que menos de un año después
se casó. Ni siquiera fue todo El dinero muy manoseado de
mi dinero. Grecia. Decía República Helé- [[El dinero es pura atracción.
nica. En un billete estaba No las horas en que traduje por
La noche en el Kentucky de retratado Platón. No me quise primera vez un libro; no el
Ciudad Juárez en que apare- gastar a Platón. Robé miel en haber pagado el boleto de mi
ció Wilibado Delgadillo y me un supermercado. primer viaje a París]]

José Ramón Ruisánchez (México, 1971). Su novela Nada cruel (ERA, 2008) acaba de reimprimirse.

13
ricky ricón a los treinta

s us autos, sus llaves, su casa

"mis propias mismas mías cosas"

todas de su propiedad

joyas de brillos inconfundibles

panteras rosas atrapadas

"en el reflejo de un sol casi mío"

su casa de 36 cuartos

modestias más caras

ese mío, mío, mío

ese etcétera que compra.

César Silva Márquez nació el 10 de julio de 1974. Le gusta la carne asada.

14
Morrisey cierra los ojos

En tiempo real, recuerda el temblor y lo inusual del trayecto, el quedarse solo después de hacerle el
amor a una multitud que imagina que no hay nadie en el mundo como él. Una taza de té, algo tan
inglés, sobre la mesilla del último hotel intenta, sin conseguirlo, describir una escena habitual. Hay
un faltante de carácter emocional en este estado de situación. Sí, lo sabe: la contabilidad nunca ha
sido su fuerte; ahora mismo, sufre al darse cuenta que hay cosas que desconoce y que pervierten la
sensación de ser "así".
Otra gala más, el furor de las primeras filas, la adolescentricidad como imperativo social y
su postura de viejoven atractivo y seductor carcomida; hay menos I love you que antaño, más peleas
y comentarios maliciosos que intentan penetrar la piel de cocodrilo de un actor en fuga. La fiesta de
hoy se convierte en un eslabón perdido entre los hooligans pendencieros y las poses sudorosas
imperceptibles en aquellas películas de los 50s que veía en la televisión. Su vida como eterno re-
run, un strip-tease emocional que ya, en estos tiempos cínicos, da igual. Él sabe que la sinceridad
actual es como el estribillo de una canción pop: un distractor que emociona y confunde.
Confirma que sigue siendo un héroe para exiliados del mainstream, algo que ayuda a rom-
per la anestesia y el control, la punta de lanza para lo que vino detrás. Sí, algo ha cambiado en estos
años, el futuro le dio la razón (a medias). Algo preocupado, Morrisey mira a su alrededor, todo lujo
y, sin embargo, sigue sintiendo la misma miseria imantada por quemar. Su tan alabada y reconocida
ambigüedad intenta sacarlo de quicio. Años marcados por la diferencia entre el traje de diseñador
japonés que ahora cuelga en el closet y aquel cardigan roído que llevaba sobre los tejanos deslava-
dos. Un detalle peculiar: permanecen las gladiolas como souvenir de otra época, tan festiva como
lejana, entre el destello del fan tradicional y la falsa tranquilidad que viene después de una risa fin-
gida y el enojo por citas mal referenciadas. Apariencias.
No puede respirar, sale al balcón. Esta ciudad, cualquier ciudad, es hermosa vista desde arri-
ba. Es tan difícil sobrevivir la distancia y el gusto refinado que lo trastoca todo. Lo merece, piensa.
Ha pasado por tantas cosas: escuelas sin creatividad y una infancia sin más amigos que los libros;
tiempos de arrebatos y obsesiones de adolescente tardío; las tardes sabatinas elaborando chart sema-
nales alternativos a los reales y los paseos con chicas raras que lo único que poseían eran weir-
dreams para compartir; la habilidad de escribir a puntillas una suerte de manual de auto-ayuda que
no respeta las leyes no escritas en los suburbios. La debilidad es, para otros, la fortaleza del espíritu.
Si pudiera salir, si quisiera salir. Si tuviera un poco de voluntad ahora que tiene una tarjeta
bancaria con el crédito suficiente para pagar la borrachera a todo un contingente de chicos y chicas
que asisten a sus conciertos. Pero, por alguna razón que no conviene escarbar, queda la misma pato-
logía, el asco social, el temor de que descubran aquello que marca la diferencia y volver a escuchar

Rafa Saavedra escucha WFMU.org mientras tuitea sin parar (la fiesta, como el cielo, puede esperar).
http:://crossfadernetwork.wordpress.com

15
las burlas y los cotilleos de giallo magazine. A
destiempo, las oportunidades caen y revientan.
Intelectualizar cualquier situación, a veces,
está de más.
Entra al enorme baño, se desnuda poco
a poco. Un baño para mitigar el cansancio,
para desconectarse de todo. De reojo, se ve en
el espejo. Se detiene un poco en ello. Esto es lo
que hay. Desnudo y sin antorchas que defen-

poema del chido


der, reflexiona en el enorme daño que hicieron
los Ochenta. La fugacidad de la amistad, el
golpe bajo de una traición, el tipo de escarnio
público que mermó la auto-estima de Wilde,
eso que resquebraja cualquier posibilidad futu-
ra de reunión. Entre la inquietante promesa de
aquel "Marry me" y el "Fake" resentido hay
mucho camino recorrido. Lo que había se
quemó por ambos lados y por en medio. En
estos tiempos-crucifijo, el dinero no importa
nada y "nunca" se convierte en algo más que
una palabra que se dice en un momento de ofus-
cación, cuando se convierte más en una señal
de que uno ya ha perdido ese loving feeling.
Justo antes de meterse a la tina,
Morrisey piensa en su barrio, en aquellas
noches cuando apagaba las luces antes de que
los gatos bailaran el twist habitual y sus mau-
llidos partieran de tajo una tranquilidad de
clase obrera; recuerda la mañana colegial
siguiente y el double decker bus en pendiente
elevada, su vida de chico pobre, opacado y
mira-zapatos; su posterior refugio en el envío
de cartas-reclamo a los music weeklies y un
fanatismo exacerbado por las muñecas de
Nueva York. Piensa en por qué nunca escribió
un tema como "Holding hands & fall in love
again".
Cansado, Morrisey cierra los ojos e
intenta soñar con un millón de posibilidades.

16
MONOPOLY

1 . De niño me encantaba jugar al Monopoly.


No es que tuviera la versión en inglés del
juego, que ahora se consigue con ese nombre
se rico (maldito publicista), almuerzo, Hágase
rico, comida, Hágase rico, ir a dormir, desper-
tarse, desayunar, Hágase rico y así, sucesiva-
en Colombia. En esa época, hace más de veinti- mente. La posibilidad de que el juego se exten-
cinco años, se llamaba Hágase rico, un nombre diera eternamente era una invitación irresisti-
medio onanista, medio pornográfico. Vaya uno ble, casi mágica.
a saber a qué publicista juguetón se le ocurrió 2. Todos odiamos las comparaciones, pero es
bautizar así a la versión criolla que se encontra- en la infancia cuando este sentimiento es más
ba de manera endémica en las casas de todos visceral que nunca. "Mira que tu primo Martín
mis primos, mis amigos y mis compañeros del llega del colegio, lava los platos, lava el unifor-
colegio. me, lava el piso del garaje, lava el carro, y
Mi hermano y yo delirábamos por una luego se pone a estudiar hasta que tu tío lo
oportunidad para sentarnos frente al tablero, manda a acostarse". La sangre me hervía cada
contar la plata y comenzar a comprar propieda- que mi mamá me lanzaba un comentario de
des. ¿Cuál era el encanto del juego? El dinero, estos. Siempre fui un nerd, así que nunca me
por supuesto. El que siendo apenas unos niños entraba por el lado académico. La estrategia
pudiéramos abanicarnos la cara con fajos de comparativa estaba centrada en la aparente
billetes, como habíamos visto en la televisión. devoción de mi primo Martín por las labores
De haber podido, habríamos encendido puros domésticas. De creerle a mi tía, el pobre
con billetes rosados de quinientos, la denomi- muchacho debía sufrir de un desequilibrio
nación más alta del juego. Pero claro, ninguno mental, alguna clase de trastorno obsesivo
de los dos fumaba todavía, y la idea de quemar compulsivo, que lo llevaría a lavar hasta la
uno de esos billetes era sacrílega. lavadora misma, en caso de que mis tíos se dis-
Quiero creer, sin embargo, que había trajeran. Claro que la verdad era otra, sencilla,
otra razón para esta obsesión. Nos gustaba lo elemental. Mi tía Inés, la mamá de Martín, era
extensa que podía resultar una partida. Nos gus- otra adicta a la comparación, como me imagi-
taba eso de tener que reservar el juego para no son en el fondo todas las madres. Sólo que
vacaciones, o semana santa. Los fines de sema- tenía la estrategia positiva-expansiva, mien-
na incluso, a veces eran demasiado cortos para tras que mi mamá tenía la negativa-implosiva.
jugar. No sé si es que no seguíamos bien las Mejor dicho, que mi tía Inés le hablaba belle-
reglas, o si por el contrario éramos demasiado zas a todo el mundo acerca de lo buen hijo que
estrictos con ellas, pero hubo sesiones que lle- era Martincito en la casa y mi mamá me traía
garon a durar más de dos días. Desayuno, Hága- noticias del mundo cada que iba a la casa de

Juan Carlos Rodríguez (Bogotá, 1971). Random House Mondadori publicó su libro El viento agitando las corti-
nas a comienzos de este año. Donó su primer cheque de regalías a una licorera en donde le dicen "el profe".

17
algún familiar o amigo: todos los hijos del pla- Daniel terminó con una advertencia extra: "Ni-
neta eran unos colaboradores natos en lo que ños, se portan bien con Daniel. Esta noche sólo
tenía que ver con los oficios domésticos. ¿Por van a estar ustedes con él, así que yo veré. Cui-
qué la diferencia? Sencillo: Martín era un ván- dado con los juguetes...". No lo dijo, pero hacía
dalo sin redención posible, así que a la tía Inés alusión a un carro de pilas que mi primo el huno
sólo le quedaba la opción de posar de inocente, había roto. Cuando mi tía Inés se ofreció a repo-
de salir por ahí a presentarlo como un angelito nerlo, Marcos y su esposa le dijeron que tran-
exterminador de la mugre doméstica. En cam- quila, que no hacía falta, que esas cosas pasa-
bio yo era un nerd perezoso y glotón. Mi quie- ban. Pero ella era terca e insistió hasta que reci-
tud desesperaba a mi mamá, que me traía a cola- bió la respuesta más temida en la Colombia de
ción, como si fueran vidas de santos, las mila- los años ochenta, previa a la apertura económi-
grosas obras de todos los demás muchachos de ca: "es que ese juguete lo compré en Miami".
mi edad. Con las importaciones cerradas casi por com-
3. Mis papás, mi tía Inés y su esposo, Ernesto y pleto, en esa época el país se dividía en tres cla-
su esposa eran parte de una especie de pandilla ses sociales. Los que podían comprar sus
adulta feliz. Ernesto era primo de mi papá y de artículos suntuarios en Miami; los que no
la tía Inés. Completaba el octeto otra pareja, podían, pero tenían acceso a estos (o a sustitu-
Marcos y su esposa, compañeros de trabajo de tos más o menos chiviados) comprándolos de
Ernesto. Salían a tomar trago y oír mariachis contrabando en los sanandresitos; y la gran
una vez al mes. Los otros fines de semana, mayoría para la que el mercado del lujo comen-
teníamos rotación intensiva de asados y fiestas zaba y terminaba en una tienda de barrio. Mar-
caseras en casa de Ernesto o de Marcos o en cos y Ernesto pertenecían al primer grupo, pero
algún lugar al aire libre. ¿Por qué sólo en las no mi tía Inés y su esposo, ni mis papás. Así que
casas de ellos? Había dos motivos básicos, el la advertencia era comprensible. Mejor no rom-
primero es que eran los principales promotores per nada.
de estas reuniones y el segundo es que tenían, 5. Esa noche subimos a jugar apenas los gran-
cada uno, unas casas enormes, en donde podían des se sirvieron la primera ronda de tragos. Está-
recibir fácilmente al resto de la pandilla, a sus bamos solos Daniel, mi hermano y yo. Era la
hijos y a los invitados ocasionales que nunca primera vez. El grupo siempre lo completaban
faltaban. No estaba mal, jugábamos, corría- mi primo Martín el destructor (cuando creci-
mos, nos escondíamos, mientras los adultos se mos comenzamos a decirle "intestino" porque
bajaban una botella de whisky tras otra. Daniel, todo lo volvía mierda), y las tres hijas de Ernes-
el hijo de Marcos, y las hijas de Ernesto tenían to. Desde el comienzo resultó evidente que a
todos los juguetes del mundo y sus cuartos eran Daniel, el rey de la aspiradora, no le emociona-
pequeños templos del lujo infantil. ba estar solo con nosotros. No quiso sacar sus
4. Para mi mamá, Daniel era otro apóstol de las juguetes de control remoto porque a todos
labores domésticas. No tanto como mi primo el (eran unos veinte) se les habían acabado las
vándalo, a fin de cuentas en casa de Marcos pilas. Tampoco nos dejó sacar la colección de
había tres empleadas domésticas. Pero, y esto carros porque supuestamente sus papás lo
era lo sorprendente, a pesar de eso Daniel aspi- habían regañado después de la otra vez. De
raba su cuarto todos los días al volver del cole- nada nos sirvió recordarle que Martín no había
gio. Su papá le había asignado esa enorme res- venido. En cuanto a prender el Atari, era impo-
ponsabilidad y el niño cumplía su labor con un sible. Que se había roto un cable especial que
estoicismo digno de mejor causa. Al menos eso tocaba traer de Miami, y si lo prendíamos así
decía mi mamá, cada que íbamos o volvíamos podía explotar. Al final sacó el Lego, pero no
de allá. Una de esas noches, la novena a San podíamos usar las fichas diagonales, ni las

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transparentes, ni mucho menos las que tenían por su lado y nadie intentaba serenarse. Mi her-
ruedas. Mi hermano y yo estábamos exaspera- mano, en un gesto justiciero, intentó recuperar
dos, mientras de abajo llegaba el sonido de los los hoteles y trató de meterle la mano en el bol-
boleros y las carcajadas de nuestros padres. sillo, pero Daniel lo empujó con fuerza y lo
Estábamos tan callados que hasta el tintineo del hizo caer al piso, justo al lado del tablero. Mi
hielo en los vasos se oía de vez en cuando. hermano estiró la mano, cogió todas las fichas
Hasta que Daniel nos propuso jugar Hágase que había y se las guardó. Daniel se arrodilló
rico. para forcejear con él. Era mi momento. Decidí
Fue un desastre. Daniel hacía lo que se barrer de un patadón todos los títulos de propie-
le daba la gana. Era el banquero y se hacía auto- dad y los billetes de Daniel, que había ordenado
préstamos para construir hoteles en predios en meticulosamente al otro lado del tablero. Tan
los que no había puesto antes ni una casa. No pronto mandé el golpe, Daniel se zafó de mi her-
respetaba la regla de tener todos los títulos del mano y se lanzó a proteger sus bienes. Pero mi
mismo color para edificar. Mi hermano y yo, pié ya iba disparado y pronto volaron por el
amantes del juego, nos resistíamos a entrar en aire. Con tan mala suerte de que su cara quedó
el vértigo de tanta irregularidad y tratábamos justo en la trayectoria de mi zapato y le pegué.
de jugar según las reglas, pero era imposible. Durísimo.
Así que nos corrompimos y decidimos jugar 6. Nunca había visto a mis papás tan furiosos. A
igual. Nos gastamos pronto el dinero que tenía- Daniel le sangró la nariz por lo menos veinte
mos comprando ilegalmente algunos hoteles, a minutos. Las mujeres lo atendieron en la coci-
lo que Daniel, el banquero, accedió. El proble- na, mientras Marcos y mi papá nos preguntaban
ma fue cuando le pedimos un préstamo para qué era lo que había pasado. Mi hermano llora-
seguir comprando."No, el banco no les conce- ba. Yo apenas contestaba vagamente a las pre-
de el préstamo". "¿Cómo así? ¿Pero por qué a guntas de mi papá. Marcos trataba de parecer
usted sí y a nosotros no?". "Porque sí... Así son relajado. "Esas son cosas típicas de los niños,
los bancos, ¿no?". Nos tragamos la rabia y tranquilo Pedro, no regañes a tu hijo". Pero se
seguimos jugando, con tan buena suerte que notaba que los alaridos de su esposa cada vez lo
Daniel cayó dos veces seguidas en hoteles nues- inquietaban más. Hasta que al final volvieron
tros. Decidimos comprar más con el dinero que de la cocina diciendo que no había sido nada
nos había pagado. Pero él, hábil especulador, grave, pero que mejor iban a acostar a Daniel.
decidió hacer una maniobra digna de Wall Subió sin que lo viéramos. Al rato ya íbamos de
Street. Se otorgó un crédito bancario y compró vuelta a la casa, nos esperaba un castigo de aque-
todos los hoteles disponibles, aún sin propieda- llos. Mientras oíamos la perorata exaltada de
des suficientes para ponerlos. Así no caerían nuestros papás, mi hermano se metió la mano
nunca en nuestras manos. Era el colmo y pro- en el bolsillo y la sacó llena de fichas. Se nos
testamos inmediatamente. Pero sólo estalla- había olvidado devolverlas. Me dio la mitad.
mos cuando lo vimos poner el montoncito de Yo bajé un poco una de las ventanillas traseras
piezas de madera en el bolsillo de su camisa. En del carro. Fuimos botando hoteles y casas por la
dos segundos se armó la típica pelotera infantil, ventana, como Hansel y Gretel en versión mag-
una gritería destemplada en la que cada cual iba nate, mientras volvíamos a la casa.

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Enzimática

V endía coagulantes, pero a mí no me interesaba comprar-


le nada. Fui a su casa por razones asquerosamente hor-
monales. Cuando me vio llegar abrió una caja y puso en mis
manos un enrollado baboso, tirando a lo cruciforme, que se
movía o parecía moverse como una agitación de lombrices.
Pensé cuatro cosas:

1)esto es un cromosoma,
2) el cromosoma es de ella,
3) el cromosoma es ella,
4) no lo es pero está descodificado de la misma manera.

«¿Qué hace esto?», le pregunté. Ella aleteó sus pestañas


como si no entendiera, se encogió de hombros y dijo: «Coagu-
la». A continuación nos pusimos de acuerdo en el precio.

Jorge Enrique Lage. Habanero. Miembro de TREP (The Revolution Evening Post), un e-zine de escritura irregular
editado desde la Ciudad de la Hanada. Ha publicado, entre otros, los libros Yo fui un adolescente ladrón de tum-
bas (Editorial Extramuros, 2004) y El color de la sangre diluida (Letras Cubanas, 2007).

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