Professional Documents
Culture Documents
1. Introducción
La descripción de los procesos de aprendizaje de la lectura y la escritura ha cambiado
radicalmente a partir de la década de 1980. Ese cambio ha provocado la progresiva sustitución de
posiciones que los consideraban un compendio de habilidades y subhabilidades por otras que acentúan su
complejidad y globalidad, en tanto procesos que implican varias dimensiones y que ponen en juego no
sólo aspectos cognitivos, sino también emocionales, culturales y sociales. Durante estas últimas décadas
se han interesado en su estudio investigadores de diferentes disciplinas así como de distintas orientaciones
dentro de una misma disciplina.
Este capitulo presenta, de forma necesariamente sintética, una revisión de los estudios sobre la
lectura y la escritura desde la perspectiva psicológica, revisión que coincide con las orientaciones más
importantes de la psicología misma. Las conocidas perspectivas conductistas, cognitivas y
constructivistas de la psicología están también representadas en los estudios sobre la alfabetización,
proporcionando explicaciones peculiares y enfatizando diversos aspectos del proceso. En el primer
apartado se describen las concepciones que dichas orientaciones tienen sobre el aprendizaje inicial de la
lectura y de la escritura, señalando los datos que cada una aporta, los aspectos que enfatiza y las
limitaciones que se consideran más relevantes.
El segundo apartado aborda de forma integrada los procesos de lectura y escritura posteriores a
la altabetización inicial acentuando, desde una óptica cognitivo-cosntructivista, su carácter estratégico y
su función en la construcción de conocimientos. El capítulo termina con unas breves reflexiones sobre las
exigencias que implica adoptar una concepción constructivista del aprendizaje escolar y de la enseñanza
de la lectura y de la escritura.
1
Las interacciones de los niños con adultos lectores y materiales escritos, especialmente
en medios urbanos, pueden ser de naturaleza muy diversa: desde intencionales y dirigidas,
hasta inespecíficas, difusas y generales.
niños. ¿Cómo interpretar esta respuesta tan frecuente? Se puede concebir que el concepto de nombre que
el niño atribuye a lo escrito es una propiedad del objeto (y en ese caso las propiedades del objeto se
podrían representar a la manera de un dibujo), o bien considerarlo como prototipo de las palabras (debido
a que el nombre se puede aislar del flujo del habla y se obtiene como respuesta a «¿qué es?»). Para el
constructivismo psicogenético, la segunda opción es más convincente: los niños conciben la función de lo
escrito en oposición a la función atribuida al dibujo. A diferencia del dibujo, que representa los objetos,
las letras representan la propiedad que el dibujo no puede representar: cómo se llama, es decir, sus
nombres.
Así, si en presencia de dibujo y texto se pregunta al niño «¿dónde hay algo para leer?»,
generalmente señala el texto; si se le pregunta «¿qué es?», da una denominación del dibujo, por ejemplo,
«un elefante». En cambio, para responder a la pregunta «¿qué dice?», elimina el articulo que acompaña al
nombre y responde «elefante». Es decir, inicialmente para el niño el prototipo de palabra escrita es algo
que responde a «lo que es» el objeto al que acompaña, o sea su nombre. Los nombres se refieren a la
identidad social de los objetos —producto de la comunicación social y no propiedad de los objetos
(Ferreiro, 1997)—. Para el niño, esta propiedad social, o esta manera de llamar a las cosas, es lo que la
escritura representa.
Cuando los niños conciben que en el texto están escritos los nombres, un texto escrito con
espacios en blanco entre palabras puede crearles una seria perturbación, que deriva de la necesidad de
considerar otra unidad diferente a la unidad representada por las letras: el conjunto de letras comprendido
entre dos espacios en blanco, que representa la unidad «palabra gráfica». Puesto que a nivel oral no hay
unidades equiparables —cuando hablamos no hacemos pausas semejantes a las separaciones «en blanco»
de la escritura— los niños deben llegar a comprender qué representan los espacios y a ajustar las
segmentaciones posibles del enunciado hasta encontrar unidades equivalentes. O bien los niños
encuentran tantos nombres como fragmentos —palabras— hay en el texto, o bien segmentan uno o dos
nombres para ajustarlos a los trozos, en un intento de encontrar correspondencias entre éstos y los
elementos del enunciado.
Un hecho a primera vista sorprendente consiste en que, ante una oración leída por el adulto, los
niños pueden localizar exclusivamente los sustantivos, y, de forma simultánea, leer (decir) la oración
completa. Por ejemplo, en la oración «LA NIÑA COME UN CARAMELO», los pequeños piensan que
está escrito «niña» y «caramelo», aunqiie las localicen en cualquiera de las tres palabras largas. Pero
«todo junto» dice «la niña come un caramelo» u otra forma próxima de expresión. Ello se debe a que
inicialmente se diferencia entre «lo que está escrito» y «lo que puede ser leído». Desde esta perspectiva,
el problema cognitivo reside en homologar las separaciones gráficas —las palabras escritas— con las
segmentaciones del enunciado oral. El niño no puede separar las palabras sin contenido de las que tienen
contenido semántico pleno y tampoco concibe que las palabras sin contenido tengan una graficación
independiente. Por tanto, no entiende la función de los espacios en blanco, al mismo tiempo que no
atribuye una representación gráfica independiente a las palabras gramaticales, tales como los artículos, las
conjunciones, los pronombres, etc.
Sin embargo, llega un momento en que intenta hacer coincidir de forma exhaustiva la escritura y
el enunciado oral. Al escribir, trata de encontrar las unidades sonoras que correspondan a las letras y para
ello hace de sus conocimientos sobre los enunciados orales. Las unidades pronunciables que descubre son
las silabas, que son identificadas repitiendo varías veces para sí mismo y de fornia lenta el nombre que
tiene que escribir. La primera relación entre fragmentos escritos y unidades orales se establece a nivel de
la sílaba, lo que se ha denominado «hipótesis silábica» y que da lugar, por ejemplo, a la escritura de «A I
O A» para «mariposa».
Al mismo tiempo, desde los 4 años, los niños pueden reproducir narraciones escuchadas de los
adultos; a los 5 muchos niños pueden además dictarlas o incluso escribirlas por sí mismos con los
recursos textuales y formas gráficas de compaginación propias de los textos. Para esta perspectiva
constructivista, la construcción de la escritura no se reduce a las palabras, sino que abarca también los
textos. A esa edad, comienzan a mostrar un considerable dominio del lenguaje así como un conocimiento
de lo que es un texto, o al menos de cierto tipo de textos escritos: seleccionan un tipo de lenguaje que
reproduce el lenguaje escrito y reproducen los medios de presentación gráfica propios de los textos.
La descripción de este proceso evolutivo, que aparece sintéticamente recogido e ilustrado en el
cuadro 18.1, revela el carácter constructivo del aprendizaje de la alfabetización. Dicho carácter es
aceptado con distintos matices, según los casos, por investigadores que se sitúan en la orientación
socio-constructivista, la cual enfatiza otros aspectos.
Cuadro 18.1 Algunos hitos en la evolución de la escritura (según Ferreiro y Teberosky, 1979)
pertenecía, etc. La ayuda que brinda el adulto para acercar al niño al mundo de la cultura letrada,
compartiendo con él el lenguaje de los textos escritos, constituye una concreción de los principios del
constructivismo social. Esos principios pueden resumirse en:
a) las funciones mentales (leer, escribir) derivan de la vida social;
b) las actividades humanas están mediatizadas por los símbolos, en particular por el lenguaje;
c) los miembros mayores de una cultura ayudan a los más jóvenes en su aprendizaje (Hiebert y
Raphael, 1996).
Desde esta perspectiva, se asume que la interacción social es necesaria para la alfabetización de los
niños y se concibe la cognición como «distribuida» entre los participantes en una actividad social que
incluye la escritura como herramienta cultural.
En las familias donde se realizan prácticas letradas, los niños participan y aprenden a familiarizarse
con el lenguaje de los cuentos, de los periódicos, de la publicidad. La temprana participación en prácticas
letradas no sólo es una actividad placentera; además, inicia al niño en el proceso de alfabetización
(Masón, 1992; Purcell-Gates, 1996; Sénéchal, Thomas y Le- Fevre, 1995; Snow y Ninio, 1986;
Whitehurst y Lonigan, 1998). Los niños aprenden que el lenguaje de los libros tiene sus propias
convenciones y que las palabras pueden crear mundos imaginarios más allá del aquí y ahora. La lectura
de cuentos, por ejemplo, parece tener importancia sobre el desarrollo de la sintaxis, del vocabulario y de
los intercambios verbales. Al participar en las lecturas en voz alta, los pequeños aprenden a realizar
intercambios verbales en una situación diferente a la situación cotidiana de conversación cara a cara:
escuchan, miran el libro, preguntan y responden a las preguntas como medio para entender las funciones
del lenguaje escrito y para captar el significado del texto. En resumen, la lectura en voz alta puede
convertirse en el puente entre el lenguaje oral de conversación y el lenguaje escrito.
La participación en lecturas compartidas permite al niño adquirir información sobre lo escrito: tipos
de soportes escritos, acciones adecuadas a esos soportes, sus funciones, convenciones y conceptos, así
como desarrollar motivación para aprender a leer y escribir. Al frecuentar materiales escritos e interactuar
con personas que los usan, el niño puede aprender funciones y convenciones de la escritura.
Habitualmente, cuando ha memorizado un cuento y puede repetirlo simulando leer, comienza a preguntar
sobre las letras, las palabras, marcas de puntuación, dirección de la escritura, etc. (Clay, 1991).
Numerosas investigaciones han podido establecer importantes relaciones entre la lectura de cuentos (y las
actividades que implican: preguntar, señalar, responder, memorizar, etc.) y la competencia mostrada por
los niños en el aprendizaje de la lectura y la escritura en la escuela. Adicionalmente, existe evidencia de
que encuentran que el inicio de la alfabetización se da también a través de la interacción que se produce
alrededor de otro tipo de textos escritos, como etiquetas de productos comercíales, carteles de la calle,
instrucciones o formularios “ público», listas de compra, periódicos, escritos de los aparatos electrónicos,
etc, (Hiebert,1981; Lomax y McGee, 1987).
En síntesis, ambas perspectivas constructivistas se diferencian de las anteriores en el punto de vista
desde el cual consideran el proceso de aprendizaje: desde la perspectiva del aprendiz y no desde la
perspectiva del adulto o de la normativa escrita; como la construcción de un sistema de representación y
no como la adición de componentes de un sistema ya establecido. Para los constructivistas psicogéneticos
esa diferencia se concreta en que la conciencia fonológica y la correspondencia fonográfica son el punto
de llegada del proceso de construcción, proceso que pasa por diferentes momentos hasta la comprensión
de la naturaleza alfabética del sistema. Para los socioconstructivistas la alfabetización resulta de la
interacción con otros, a través de un diálogo situado en contextos culturales específicos. Los aspectos
dialógico, situado y contextual del lenguaje escrito implican que la alfabetización necesita ser vista como
una práctica cultural (Gee, 1992) cuyo aprendizaje tiene lugar donde quiera que haya prácticas letradas
(Purcell-Gates, 1996). Asi, los niños comienzan a aprender sobre la lectura y la escritura en sus casas,
escuelas y comunidades cuando observan y participan en prácticas letradas situadas.
2
El método llamado «sintético» supone la síntesis de unidades menores (letras, sílabas) hasta llegar a componer el
significado. El método llamado «analítico» procede de manera inversa: partiendo de unidades significativas, se
analizan los componentes.
mecanismos de asociación letra-sonido y la progresión de combinaciones hasta formar palabras. Dicho
énfasis se explica por la importancia que se atribuye al procesamiento del lenguaje en relación con la
lectura y la escritura convencionales. Así, se recomiendan programas de entrenamiento en actividades
especialmente diseñadas con el fin de mejorar la conciencia fonológica, y el esfuerzo inicial se dirige a
conseguir la automatización de los procesos de codificación y descodificación.
Los métodos analíticos, que surgen como oposición a los sintéticos, insisten en la significación y
consideran que es necesario partir de las frases y las palabras, pues éstas poseen un referente claro para el
lector debutante, mientras que los sonidos y las letras están desprovistos de significado. En los últimos
años se ha difundido ampliamente una propuesta más próxima al método analítico, denominada de
«lenguaje integral». Sostiene que el aprendizaje de la lengua escrita es «natural», tan natural como
aprender a hablar. Puesto que los niños aprenden a hablar porque están rodeados de hablantes que usan la
lengua para comunicarse, de la misma manera aprenderían a leer y escribir si estuvieran inmersos en un
ambiente rico en materiales escritos y en actividades de lectura y escritura.
Para la perspectiva constructivista la discusión no reside en elegir uno u otro método o modelo.
Más que una cuestión de entrenamiento o de inmersión natural, la perspectiva constructivista considera
que la enseñanza debe ir al encuentro de los diferentes conocimientos de los niños ofreciendo situaciones
reales de uso del lenguaje escrito. Las propuestas metodológicas deben entenderse no como una
imposición desde fuera, sino como una ayuda al proceso de construcción del niño en el contexto de
prácticas culturales quo promueven el aprendizaje (McGee y Purcell-Gates. 1997).
3
Es muy habitual el uso de los términos proceso battom-up y proceso top-down. El primero implica un
procesamiento secuencia! y jerárquico del texto que se inicia con la identificación de las grafías que configuran las
letras y que procede en sentido ascendente hacia unidades más amplias (palabras, frases,...}. En virtud del segundo, el
procesamiento se inicia en los conocimientos del lector, que le conducen a elaborar expectativas e inferencias que
serán verificadas por las informaciones del texto. Diversas teorías sobre la lectura han postulado exclusivamente uno
u otro de estos modelos de procesamiento para explicarla, dando lugar a conceptualizaciones de su aprendizaje y
prescripciones para la enseñanza netamente diferenciadas. La perspectiva interactiva asume que ambos procesos
actúan simultáneamente sobre una misma unidad textual: se trata de seleccionar esquemas que expliquen la
información que contiene (top down) y de verificar que realmente la explican (bottom up).
de los núcleos de información que contiene el texto facilita la activación de los esquemas adecuados, pero
estos esquemas actúan a su vez como una guía conceptual que indica cómo interpretar la información y
dónde buscar evidencia para verificar la plausibilidad del esquema seleccionado.
La psicología cognitiva sugiere que para comprender un texto el lector debe procesar
rápidamente información a distintos niveles —palabra, frases, texto—, subrayando la importancia de la
automatización en el reconocimiento de palabras (esto es, velocidad y precisión) para liberar recursos
cognitivos que contribuyen a la interpretación. Cuando éstos se dedican a identificar palabras, la
comprensión del texto se resiente, llegando incluso a ser imposible (Bruer, 1995). Pero la existencia de
lectores capaces de descodificar eficientemente y que no comprenden el significado del texto sugiere que
el automatismo, pese a ser necesario, no es suficiente para construir una interpretación. Esta implica el
uso de conocimiento ya existente para procesar la información del texto; cuanto más conocimiento se
posea, más fácil será la comprensión de la lectura, si dicho conocimiento se sabe utilizar adecuadamente.
El conocimiento del lector es imprescindible para elaborar las inferencias de todo tipo que permiten
comprender la información (Anderson y Pearson, 1984; Bruer, 1995). El texto escrito posee el significado
que le atribuyó el lector, pero cada lector lo interpreta en función de sus intenciones y de su bagaje
cognitivo. La interacción entre el conocimiento aportado por el lector y la información que se encuentra
en el texto es responsable de que, incluso cuando la lectura no está guiada por objetivos de aprendizaje, se
produzca un «aprendizaje incidental» que en determinadas condiciones causará transformaciones más o
menos sustantivas en el conocimiento del lector. Por otra parte, si no se puede relacionar la información
leída con algún/os esquema/s (Imponibles en el lector, la esencia del texto se pierde porque no se integra
y se olvida fácilmente. Se trataría en este caso de una lectura superficial o mecánica que no repercutiría en
el conocimiento previo, problematizándolo, incrementándolo y diferenciándolo en diversos sentidos.
De modo similar, las investigaciones realizadas en las últimas décadas han provocado un cambio
radical en la conceptualización de la composición escrita (Miras, 2000). La especificidad de la escritura
no permite pensar en olla en términos de traducción o plasmación del habla, ni considerarla
exclusivamente a partir del producto acabado, el texto, que no traduce los procesos que han permitido
configurarlo. El escritor enfrenta a la vez varios problemas —qué decir, a quién decirlo, cómo decirlo—
cuyos parámetros debe acotar mediante el uso competente de diversos procedimientos. Los trabajos ya
clásicos de Flower y Hayes (1981a; 198Ib) pusieron de relieve que estos procedimientos se concretaban
en la planificación, la textualización 4 y la revisión a lo largo del proceso de elaboración del texto,
procedimientos que exigen de control y supervisión consciente. Así caracterizada, un aspecto esencial de
la composición escrita lo constituye el denominado «problema retórico» que define el propio autor a
partir, fundamentalmente, del análisis que realiza de los destinatarios de su texto y del tema de que se
trate, de los objetivos que presiden su actividad y de las condiciones particulares de la situación —sentido
que sé le atribuye, tiempo,...— (Camps y Castelló, 1996). Parece evidente la relación entre el
conocimiento previo y la escritura: para escribir sobre un tópico, se necesita «saber», en distinta medida,
sobre el tópico en cuestión. En un determinado sentido, esta constatación subyace a visiones clásicas de la
escritura —para las cuales escribir es poner sobre el papel lo que se sabe acerca de un tema— muy
alejadas de las perspectivas actuales. Estas autorizan un análisis «interactivo», semejante al que hemos
referido para la lectura, sobre las relaciones entre el conocimiento del escritor y su texto.
El problema de componer un texto puede ser considerado por su autor como un problema de
«decir el conocimiento» (Scardamalia y Bereiter,1992), esto es, como un problema que se resuelve
escribiendo lo que sabe y recuerda del tema del texto, controlando que las ideas que se van añadiendo
guardan coherencia con las anteriores, y que finaliza cuando no se tiene nada más que decir. Que el texto
producido sea más o menos rico y coherente dependerá entonces de la articulación y complejidad de los
conocimientos previos del autor. En este caso, estos conocimientos se utilizan de una forma básicamente
reproductiva, y el proceso de escritura así planteado no tiene por qué promover modificaciones en ellos.
Sin embargo, escribir puede interpretarse como algo distinto, dirigido fundamentalmente por
unos objetivos concretos de composición que contribuyen a crear dos tipos de problemas distintos,
aunque mutuamente influyentes: el problema de «qué decir» o problema de contenido, y el problema
retórico, relativo a «cómo decirlo y con qué propósito». Las soluciones adoptadas para el problema
retórico pueden conducir al autor a examinar sus conocimientos, a matizarlos y a ampliarlos; y a la vez,
4
La textualización se refiere a los diversos procesos mediante los cuales el escritor organiza
el discurso en función de distintos parámetros (enunciativos, textuales, de contenido,
etc.).
estos cambios pueden generar otros problemas de tipo retórico, que habrá que resolver. Visto de este
modo, el conocimiento previo no es sólo un recurso que se posee para escribir (algo que se toma, se
explica y se queda igual); constituye la base desde la que el autor define y afronta un problema cuya
resolución puede «transformar su conocimiento». Aun cuando los textos producidos mediante las
estrategias de «decir el conocimiento» y de «transformar el conocimiento» puedan ser formalmente muy
parecidos, su impacto cognitivo es radicalmente distinto, lo que permite afirmar que sólo en el último
caso la función epistémica 5 de la escritura puede concretarse, influyendo
tanto en el conocimiento conceptual como discursivo del autor (Miras, 2000).
En síntesis, la posibilidad de comprender un texto o de componerlo se encuentra estrechamente
vinculada con los conocimientos previos de que se dispone al afrontar estas tareas y de cómo se las
define. Así como la interpretación de un texto es una construcción que realiza el lector a partir de los
objetivos de lectura, de sus esquemas previos y de la información que aquél proporciona, puede afirmarse
que la composición de un texto es una construcción que remite a la representación que se realiza del
contexto de la escritura (las intenciones que se tienen, el tema de que se trate, las características de los
destinatarios). Del mismo modo que los conocimientos previos del lector pueden modificarse gracias a la
lectura, la escritura puede vincularse a un proceso de transformación conceptual. Pero en ambos casos
esta capacidad de generar conocimiento es una potencialidad; su concreción depende de que la mirada
que se proyecte sobre ambos procesos tenga en cuenta su dimensión estratégica.
5
La función epistémica es una subfunción de la función representativa de la escritura, y se refiere al uso de ésta como
instrumento de autorregulación intelectual y como facilitadora del aprendizaje.
proporcionan una guía para dirigir su atención a los aspectos centrales, a la esencia del texto, así como
para poder controlar la propia comprensión, lo que permite detectar dudas o contradicciones y
resolverlas, y valorar la medida en que a través de la lectura se aproxima a los objetivos que pretende
lograr. A lo largo del proceso, tiene que realizar innumerables inferencias, y evaluar la consistencia
interna del texto; muchas veces subrayará, tomará notas, realizará esquemas durante la lectura. Tal vez,
cuando ésta haya finalizado, elaborará un resumen, o leerá otras fuentes y se verá en la necesidad de
integrar nuevas informaciones. Es un lector activo, que interpreta el texto con sus conocimientos y que los
modifica gracias a lo que aprende, incluso cuando no tiene la voluntad explícita de aprender. En
definitiva, un lector que escribe cuando lee, un escritor que lee cuando escribe.
En esta visión, los componentes metacognitivos adquieren un particular protagonismo por su
«función directiva» de los procesos implicados en la comprensión y composición de textos.
Efectivamente, para poder ser plenamente utilizadas de forma autónoma, leer y escribir suponen
conocimiento sobre los popios procesos cognitivos, asi como control sobre su ejecución; implican saber
qué, cómo, cuándo y por qué [leer y escribir]. Es decir, suponen el uso estratégico de conocimiento
conceptual y procedimental adecuado en cada situación concreta en que deban intervenir la lectura y la
escritura, así como controlar que mediante dicho uso se consiguen los propósitos para los que se lee o
escribe. Pero además, por su característica autorreflexiva, el uso de la lengua (al leer y escribir, y, en
grado distinto, al hablar y escuchar) promueve el desarrollo de las capacidades metalingüísticas. Existen
diversas acepciones para este término, pero todas subrayan que implica reflexión explícita sobre el
lenguaje —lo que incluye al menos dos componentes: la capacidad de analizar el conocimiento
lingüístico; y la capacidad de considerar intencionalmente aspectos del lenguaje que son relevantes para
una tarea o contexto determinados—. En su forma escrita la lengua se objetiva, es decir, se convierte en
objeto que puede ser sometido intencionalmente por el lector/escritor a cambios y manipulaciones que
faciliten la consecución de sus propósitos, para lo que hará uso de los recursos y conocimientos a su
alcance.
Un aspecto sobre el que versan numerosas investigaciones y que únicamente podemos enunciar
aquí es el relativo al conocimiento explícito sobre la lengua v a su relación con el uso de ésta en
situaciones de escritura y de lectura, situación que entraña vidireccionalidad: la influencia de dicho
conocimiento en el uso competente de las estrategias de comprensión y composición de textos, y,
reciprocamente, el impacto de dichas estrategias en el incremento de conocimiento lingüístico y en la
capacidad de considerar la propia lengua como objeto de reflexión —capacidad metalingüística—.
Numerosos trabajos (véanse por ejemplo Olson, 1998; Ferreiro y Pontecorvo, 1996) subrayan que el
análisis al que fuerzan la lectura y la escritura permite identificar elementos —como las palabras, las
letras— y establecer operaciones y reflexiones —de segmentación, de correspondencia, de expectativa y
adecuación de los contenidos a las restricciones de determinadas superestructuras o tipos de texto— que
no se dan en ausencia de las prácticas letradas. Es evidente también que leer y escribir contribuyen a la
creación de un vocabulario específico (o metalengiiaje) para sistematizar éstos y otros conocimientos
sobre lo que se lee y escribe (Camps y Castelló, 1996). Por otra parte, las investigaciones apuntan a que el
conocimiento explícito de diversos aspectos del funcionamiento de la lengua contribuyen a su uso
competente (Miras, 2000; Van Dijk, 1983), aunque tanto la selección del conocimiento necesario cuanto
la forma de contribuir a su aprendizaje funcional constituyen problemas no resueltos. En cualquier caso,
puede aceptarse que el uso estratégico y deliberado de la comprensión y la composición para obtener unos
propósitos determinados contribuye a afinar el conocimiento lingüístico en general y, en particular, las
estategias discursivas así como las vinculadas a la interpretación.
Esta dimensión estratégica de la comprensión lectora y de la composición escrita tiene hondas
repercusiones en su carácter de instrumento de aprendizaje y en su tratamiento instruccional. La
alfabetización, en tanto que objeto de aprendizaje, no consiste únicamente en aprender a leer y a escribir
para reproducir el conocimiento que otros elaboraron, sino también en capacitar para usar de forma
autónoma estas herramientas para construir conocimiento, es decir, en tanto que instrumentos de
aprendizaje. A través de la lectura se aprende, se accede a informaciones y perspectivas que
problematizan, modifican y acrecientan el propio conocimiento. La escritura contribuye a «mirar el
pensamiento», examinarlo, detectar incongruencias y encontrar matices que pueden pasar desapercibidos
hasta el momento en que se pone sobre el papel con alguna intención determinada. Ambas permiten
aprender sobre el mundo y sobre ellas mismas, en un proceso que no conoce punto final.