You are on page 1of 36

DEL EMPIRISMO AL PRAGMATISMO

O EL RETONO DEL PRAGMATISMO.

I. DONALD DAVIDSON (1917)

1. VIDA Y OBRA
El 30 de Agosto del 2004 se cumplió un año de la muerte de Donald Davidson.
Nacido en Springfield, Massachusetts, en 1917, Donald Herbert Davidson obtuvo
su Ph.D. en la Universidad de Harvard en 1949. Sus intereses tempranos fueron
los estudios de literatura, pero se doctoró con un trabajo sobre filosofía clásica.
Ya entonces, estaba vivamente interesado en una aproximación más analítica a la
filosofía, lo que redundaría en una vasta línea de trabajo sobre filosofía del
lenguaje, filosofía analítica y filosofía de la mente, distribuido en alrededor de
ciento veinte artículos en revistas especializadas. Escribió tres libros donde
recopiló también varios de sus mejores trabajos, todos después de cumplir los
ochenta años (nunca es tarde) y editados por Clarendon Press: Essays on
Actions and Events; Inquiries into Truth and Interpretation y Subjective,
Intersubjective, Objective.

Enseño en Nueva York, Princeton, Stanford, Chicago y sus últimos veintidós años
en la Universidad de Berkeley en California. Intelectual atípico, Davidson practicó
surf, sky y montañismo; trabajó para la marina de EEUU y escribió guiones para
radio y televisión en Hollywood. Tuvo algunos papeles en obras musicales y, en
una de ellas, trabajo con Leonard Bernstein: afortunadamente para la filosofía, su
carrera como actor fue breve.

A partir de los años 60, bajo la influencia de W.V.O. Quine, su foco intelectual va
desde la teoría semántica a la epistemología, pasando por la ética. En especial,
se centró en las teorías de la predicación y la verdad y la semántica de la verdad
condicional. Davidson fue influenciado por el programa del positivismo lógico,
pero después de que Quine publicó su famoso trabajo titulado “Dos dogmas del
empiricismo” en 1959, donde había desafiado dos ideas centrales del positivismo
lógico: el reduccionismo y la distinción sintético – analítico, fue diáfano para él que
alguien debía continuar desafiando preceptos básicos. De hecho, en su trabajo
“On the Very Idea of a Conceptual Scheme”, de 1974, Davidson se aparta de lo
que considera el tercer y ultimo dogma del empiricismo: el dogma del dualismo.

Su primer trabajo importante fue “acciones, razones y causas" publicado en 1963.


En ese trabajo, Davidson discute que las razones no puedan explicar las
acciones, pero afirma que pueden ser su causa. Este artículo era el principio de
una tentativa sistemática de distinguir las explicaciones de las acciones de las
personas en términos de sus propios “adornos psicológicos” – como sus deseos y
creencias – de las explicaciones causales. Su contribución generó un fuerte
impacto en el área de trabajo de la filosofía de la mente.

A juicio del profesor de filosofía y derecho de la Universidad de Nueva York,


Thomas Nagel, el trabajo de Davidson en filosofía del lenguaje también cambió la
concepción tradicional. "Donald pensó que la dirección de la comprensión del
conocimiento humano y de las relaciones entre lenguaje y realidad era el contrario
del dominante en la historia de la filosofía desde Descartes". Continúa Nagel:
"Desde Descartes, se asume que nos comprendíamos a nosotros mismos mejor
que al resto de la realidad y que teníamos que construir una realidad objetiva
fuera de nosotros mismos”. Sin embargo, la trayectoria de Davidson consistió en
salir del enredo egocéntrico, revirtiéndolo. La comprensión de nosotros mismos
depende de la comprensión que somos parte de un mundo real donde nos
comunicamos con otros.

Davidson escribió mucho sobre temas de filosofía del lenguaje y filosofía del
conocimiento. En este caso, el proyecto de Interpretación Radical cumple un
papel fundamental. Supongamos, argumentó Davidson, que estamos ante un
hablante cuya lengua no entendemos y de cuyas creencias no tenemos
conocimiento previo. ¿Cómo debemos interpretar su comportamiento lingüístico?
Como parte de su respuesta a esta pregunta, Davidson presenta su tesis de la
indeterminación de la traducción: habrá muchas distintas atribuciones de
significado y creencias que se ajusten igual de bien al comportamiento de un
hablante determinado. Aquí también nos topamos con la difícil idea de la
triangulación. Según Davidson, una creencia puede ser atribuida a un hablante
sólo sobre la base de una interacción de tres direcciones entre el hablante, el que
escucha y el mundo externo. Esta afirmación tiene implicaciones epistemológicas
muy interesantes, pues, a diferencia del relativismo y el positivismo (en particular
en la versión del físico británico Stephen Hawking) supone un mundo real.

El monismo revisitado Una de las aportaciones más notables de la filosofía de


Davidson es su solución a la tercera antinomia Kantiana, entre libertad y
determinismo. En el artículo de 1970,”Sucesos mentales”, Davidson desarrolla su
propuesta. Dice: la autonomía (libertad, autogobierno) puede chocar o no con el
determinismo; la anomalía (falta de sometimiento a una ley) es, a primera vista,
un asunto diferente. La respuesta a la antinomia libertad – determinismo consiste
en la conciliación de tres principios, aparentemente contradictorios. El primer
principio afirma que al menos algunos acontecimientos mentales mantienen una
interacción causal con los acontecimientos físicos (principio de interacción
causal). Un ejemplo es: si un hombre percibe que se aproxima un automóvil, el
automóvil que se aproxima tiene que haber causado en el hombre la creencia que
se aproxima un automóvil. Otro ejemplo es que mi deseo de encender la luz
causa que levante el brazo, apriete el interruptor y la luz se prenda. El segundo
principio es que, allí donde hay causalidad debe haber una ley (principio del
carácter nomológico de la ley). Con seguridad, si una manzana cae del árbol, es
porque en ese acto operó la ley de gravedad. El tercer principio es que no hay
leyes deterministas estrictas por las que pueden predecirse y explicarse los
acontecimientos mentales (el carácter anómalo de lo mental). Si así fuera, habría
una teoría, heredera del determinismo Laplaciano, que indicaría que las creencias
emergentes de usted, lector, en torno a éste artículo estaban inscritas en el
mismísimo momento en que ocurrió el big-bang que dio origen a nuestro universo.
Lo que planteó Davidson es que los tres principios eran verdaderos, por lo cual,
había que eliminar lo que aparentemente era contradictorio en la línea de
razonamiento de Kant. Una de las objeciones sería la siguiente: si la causación
necesita leyes y no hay leyes que conecten lo mental con lo físico, ¿cómo puede
haber interacción causal entre los dos dominios?. En "Sucesos mentales",
Davidson intenta resolver esta paradoja. Todo suceso mental -afirma él- es
idéntico a algún suceso físico. Deja en claro que su teoría no tiene nada que decir
sobre otros tipos de hechos, como los procesos o sistemas, sino que se aplica
sólo a acontecimientos o eventos particulares. ¿Cómo distinguimos los
acontecimientos mentales de los físicos si son idénticos? Allí, Davidson formula
su idea que existen acontecimientos mentales sólo en cuanto descritos. Los
eventos mentales particulares son eventos físicos bajo otras descripciones. Lo
mental es parte del mundo físico, pero no esta sometido a sus leyes porque “el
rasgo distintivo de lo mental no es que sea privado, subjetivo o inmaterial, sino
que exhibe lo que Brentano

llamo intencionalidad”. Pero los sucesos físicos están conectados por leyes
estrictas con otros sucesos físicos. Dos sucesos están relacionados causalmente
si tienen descripciones que están conectadas mediante una ley estricta.
Entonces, Davidson concluye, lo mental interactúa causalmente con lo físico. Y
así llegamos a la posición que Davidson llama monismo anómalo: los sucesos
mentales son idénticos a los sucesos físicos, pese a la ausencia de leyes estrictas
que los conecten. Ello significa, que todos los fenómenos mentales son físicos,
pero no todos los fenómenos físicos son mentales.

Davidson rechaza el dualismo, pero postula un materialismo en el que los


conceptos de la psicología no pueden ser reducidos a la neurofisiología o a la
física. Según él, no podrían reducirse ni aunque cada evento psicológico
coincidiera con un evento cerebral, que es una de sus tesis naturalistas. El
problema de la identidad psico-física

Davidson lo plantea a nivel de “sucesos”: hay identidad entre eventos físicos y


mentales, pero no es una identidad entre propiedades de – por así decir – ambas
esferas (distinción dualista que Davidson rechaza), pues no hay correlación entre
las leyes físicas y las leyes mentales. Para que se pudiera reducir todo lo
psicológico a lo físico debería ocurrir que los conceptos psicológicos se pudieran
reducir a "conceptos físicos". Pero, al explicar lo que hace o dice alguien lo
hacemos asumiendo que el individuo opera en un trasfondo de creencias y
deseos y, por tanto, atribuyendo un carácter racional a ese individuo y a sus
creencias, las que pensamos que son mínimamente coherentes y consistentes.

Davidson concluye: "Pero al inferir este sistema (de creencias y deseos


interconectados) a partir de la evidencia, necesariamente imponemos condiciones
de coherencia, racionalidad y consistencia. Estas condiciones no tienen eco en la
teoría física , razón por la cual sólo podemos buscar correlaciones aproximadas
entre fenómenos físicos y psicológicos". No habría riesgo de reducción de lo
mental o psicológico a lo neurológico.
La crítica a esta postura proviene del monismo eliminativo de los Churchland.
Para ellos, el monismo anómalo no ofrece ninguna defensa frente a su monismo
eliminativo, sino que lo apoya. El fracaso en ajustar los conceptos psicológicos a
los neurológicos demostraría que los primeros son falsos y deben ser
reemplazados por los últimos. El monismo anómalo admite que cada evento
psicológico se corresponde o es idéntico a uno cerebral, pero que la psicología se
organiza en torno a procesos mentales irreductibles a la teoría física. Esto
demostraría que lo que se debe hacer es rechazar la semántica psicológica y
referirnos sólo a eventos cerebrales y leyes psicofísicas, precisamente porque las
"consideraciones de racionalidad, coherencia y consistencia no tienen eco en la
teoría física, deben ser eliminadas". Según Paul y Patricia Churchland, la
psicología popular es esencialmente mentalista y tan falsa e infausta que no
puede ser reformada y actualizada en consonancia con el avance de la ciencia,
sólo puede ser eliminada. Varios planteamientos convergen al problema central
de la conciencia. Inferimos que los demás tienen conciencia a través de su
comportamiento y puesto que no podemos ocupar nunca la mente de otro ser
humano y experimentar directamente su conciencia,

cualquier hipótesis que hagamos sobre la existencia de otras mentes es un acto


de fe. Por principio, no puede existir una aproximación empírica al problema de la
mente. Davidson, en su teoría del "monismo anómalo" ha puesto de manifiesto la
inconmensurabilidad entre los predicados físicos y los mentales, es decir, su no
coextensionalidad mediante su lapidaria frase “los predicados mentales y los
físicos no están hechos el uno para el otro”. Davidson cree que es lógicamente
imposible hablar físicamente del cerebro (que es un objeto) presuponiendo a la
vez que somos racionales y libres, esto es, que somos sujetos, pues de ello se
seguiría necesariamente la imposibilidad lógica de la psicología como ciencia. Se
ha sugerido en innumerables ocasiones que dicha inconmensurabilidad explica el
"carácter trascendental de lo mental". La inconmensurabilidad de los discursos
físico y mental surgiría por la incompatibilidad entre los ámbitos objetivo y
normativo. No obstante, cuesta mucho suponer al nivel lógico como incompatible
con el nivel físico, o aceptar la lógica como un instrumento meramente normativo.
Por otra parte, cuando pensamos que la plasticidad del comportamiento humano
no depende sólo de la primera imagen o sentimiento del yo, sino más bien de algo
mucho más sofisticado, de otro orden y que desarrollamos sólo a través de la
adquisición del lenguaje, el problema se complica. Me refiero a la autoconciencia.
Una definición simple de la autoconciencia podría tratar de su determinación por
una propiedad específica. Autoconciencia es, entonces “aquello que nos permite
representar y simular... mentir y evitar mentir”. De allí la relevancia del famoso test
de Turing (1950): Una máquina es capaz de pensar de verdad como un ser
humano si puede convencer a un investigador, que la interroga a través de un
teletipo, de que es una mujer. Evidentemente, Davidson nunca estimó que el
programa funcionalista pudiera ser fructífero. Sin embargo, siguió desarrollando
ideas antidogmáticas sobre la filosofía de la mente hasta su partida, en especial
sobre el enrevesado problema de la autoconciencia y sus muy preliminares
soluciones, donde el monismo anómalo no constituye una excepción.

2. EPILOGO
Con injusticia, Davidson a sido considerado “otro dualista más”, así como también
“simplemente un monista”. Sin embargo, creo que en el panorama de la ciencia
moderna, donde las visiones cada vez son más ricas y complejas, una
caracterización adecuada de las coordenadas intelectuales por donde transitaba
su pensamiento filosófico nos indicaría que ciertamente el pensaba que existía un
sólo universo, pero que la ciencia podía alcanzar mejor su cometido si
conceptualizaba éste único universo como estructurado en distintas dimensiones
o niveles, no reductibles entre sí ó, dicho con más precisión, donde la legalidad de
ciertos fenómenos presenta una fisonomía distinta a la legalidad de los
fenómenos en otro nivel o dimensión, aún cuando existan leyes generales,
presentes en todos los niveles y dimensiones, que los podían conectar en sus
particularismos, como la ley de causalidad.

Donald Davidson siguió siendo un filósofo activo hasta el final de su vida... y a los
ochenta y tantos años, aún se le podía ver practicando snorkelling en la costa de
México. A un año de su muerte, celebramos su obra, la que sumada a las de
Quine (2000†) y David K. Lewis (2001†), cierra uno de los capítulos más notables
de la filosofía analítica de los últimos 50 años.
II. HILARY PUTNAM (1926)

1. VIDA Y OBRA

"Siempre es bueno en filosofía plantear una cuestión en lugar de dar una


respuesta a una cuestión. Pues una respuesta a una cuestión filosófica fácilmente
puede resultar incorrecta; no así su liquidación mediante otra pregunta”.]

¿Qué tiene en común el autor del Tractatus-Logico-Philosophicus con Hilary


Putnam, autor de la teoría funcionalista de la mente y de los famosos argumentos
de la "Tierra Gemela" y de los "Cerebros en una Cubeta"? En esta conferencia
pretendo mostrar el influjo que Ludwig Wittgenstein ha tenido en la evolución del
pensamiento de Putnam, sobre todo en su última etapa, en la que ha abandonado
todo intento de proporcionar una nueva teoría filosófica y se ha concentrado en el
análisis de su propia evolución intelectual. También intentaré señalar aquellos
puntos en los que el profesor de Harvard difiere de la concepción de la función de
la filosofía que tenía Wittgenstein. Terminaré con una discusión sobre la
posibilidad de situar a ambos autores en la tradición de la filosofía pragmatista

BOSQUEJO DE LA EVOLUCION INTELECTUAL DE HILARY


PUTNAM
Para estar en posición de comprender de una mejor manera el influjo de
Wittgenstein en Putnam, convendrá hacer en primer lugar un bosquejo biográfico
del autor de Razón, verdad e historia. Putnam nació en Chicago, en 1926, y vivió
en París los primeros ocho años de su vida. Estudió filosofía en la Universidad de
Pennsylvania y se doctoró en la Universidad de California en Los Ángeles, en
1951 —justo el año de la muerte de Wittgenstein—, con una tesis sobre la
inducción y la probabilidad dirigida por Hans Reichenbach. En los primeros años
de su carrera, Putnam se dedicó a la lógica y a la filosofía de las matemáticas,
llegando a ocupar la Cátedra Walter Beverly Pearson de Matemática Moderna y
Lógica Matemática de la Universidad de Harvard en 1976. Antes de su famoso
discurso de toma de posesión como Presidente de la División Este de la
Asociación Filosófica Americana en diciembre de 1976, se podría decir que
Putnam era un filósofo analítico.
Aún hoy, él no rechaza ese adjetivo, si por "analítico" se entiende la claridad y el
rigor en la exposición del pensamiento. Pero antes del 76 ese adjetivo tenía una
connotación muy precisa: refería a la filosofía elaborada por los filósofos
británicos y norteamericanos influidos por el positivismo lógico del Círculo de
Viena y por el Tractatus de Wittgenstein. De hecho, el auge del análisis en los
Estados Unidos se debió a la inmigración de los grandes maestros europeos a
partir del inicio de la Segunda Guerra Mundial. Pero ya para los años sesenta se
empezaba a notar el declive de esta forma de entender la filosofía. Lo dice el
mismo Putnam:

Lo que a mí me sucedió, como a muchos otros jóvenes filósofos americanos, fue


que en los estudios de postgrado uno aprendía que era lo que no le debía gustar,
y qué lo que no debía considerar como filosofía (...). Había un proceso de es-
trechamiento de miras en el doctorado y en mis años como profesor asistente.
Creo que no fue sino hasta que tenía cuarenta años que empecé a rebelarme
contra este hábito de pensar que la filosofía era sólo la filosofía analítica.

Ya para entonces, Putnam era conocido por ser el padre del funcionalismo, la
teoría que sostiene que existe una analogía funcional entre los estados mentales
y los estados computacionales. Putnam posteriormente abandonaría esa teoría,
convirtiéndose en su crítico más severo, pero a mediados de los setenta todavía
no era claro qué rumbo filosófico tomaría. Es en su discurso de 1976, El realismo
y la razón, donde Putnam abandona su posición cientificista y menciona por
primera vez el término "realismo interno", como una posibilidad para escapar a las
contradicciones del realismo que no cayera en el relativismo. Es significativo que
alrededor de las mismas fechas, otro filósofo que se había formado como
positivista lógico, Richard Rorty, también estuviera buscando nuevos derroteros.
Pero Rorty cayó en la desesperación filosófica, como lo refleja su famoso libro La
filosofía y el espejo de la naturaleza, de 1979, mientras que Putnam siguió
buscando soluciones. Posiblemente el libro de Putnam capaz de rivalizar con el
de Rorty sea Razón, verdad e historia, publicado en 1981, en el que hace una
crítica profunda del realismo metafísico o científico y adopta una posición original,
muy próxima a Kant, pero con diferencias que más tarde saldrían a relucir.

Desde 1981 hasta la fecha, Putnam ha seguido evolucionando. Tal vez lo hitos
más notables de esa evolución sean sus volúmenes de ensayos Realismo de
rostro humano y Las palabras y la vida, de 1990 y 1994, respectivamente. En su
último libro, La triple cuerda: mente, cuerpo y mundo, Putnam vuelve a tratar
temas de filosofía de la mente y percepción, pero con un enfoque diferente: no
pretende presentar una nueva solución, sino buscar en esos elementos el origen
de nuestras perplejidades.

Y a todo esto, ¿dónde entra Wittgenstein? Como veremos, la influencia de


Wittgenstein en Putnam es más notable en su última etapa, la de los años
noventa, pero creo que esa influencia ha sido muy gradual, y sería tema de una
investigación más detallada localizar sus orígenes. Quien mejor ha estudiado
estas relaciones ha sido James Conant, alumno suyo en Harvard y ahora profesor
en Pittsburg. Mi principal fuente para abordar este tema serán precisamente las
introducciones que Conant hace del pensamiento de Putnam en Realismo de
rostro humano y Las palabras y la vida. Reconozco que no había reparado en la
importancia del tema hasta que tuve la oportunidad de dar un curso sobre
Wittgenstein en la Universidad Francisco Marroquín, en diciembre pasado, y
desde entonces me quedó la inquietud de profundizar en esas relaciones.

UTNAM SOBRE LA NATURALEZA DE LA FILOSOFÍA


En una entrevista con Giovanna Borradori a principios de los noventa, Putnam
dijo de Wittgenstein que lo consideraba como el filósofo más profundo de nuestro
siglo, y reconoció que es el filósofo sobre quien más ha pensado, aunque no crea
poder llamarlo su maestro. Buena parte del impacto de Wittgenstein sobre
Putnam es probablemente a través de la lectura que hace Stanley Cavell, colega
de Putnam en Harvard, y al libro The Realistic Spirit, de Cora Diamond.

Para Conant, el cambio más importante entre el Putnam del "realismo de rostro
humano" y los anteriores, es la actitud que Putnam ha adoptado ante los
problemas filosóficos. Si antes buscaba "soluciones" a los problemas filosóficos
—por ejemplo, al debate realismo-antirrealismo—, ahora piensa que "los
problemas filosóficos no tienen solución" (agrega, además, un "¡por supuesto!").
Si esto es así, ¿qué sentido tiene la investigación filosófica? Putnam considera
que la clave del progreso filosófico está en "transformar los términos en los que
[las preguntas] se presentan ante nosotros". Los problemas filosóficos admiten
distintas formulaciones o enfoques: desde uno más bien científico, hasta el
metafísico o el ético y religioso. La filosofía es una actividad que propiamente no
tiene fin, como sostiene Wittgenstein. Desde luego, al ocuparnos de los
problemas filosóficos, encontramos, si no respuestas, al menos posibles vías de
solución, que nos conceden un alivio temporal.

Hay que advertir que el cambio en la actitud de Putnam hacia los problemas
filosóficos tiene que ver con su intención de salvar la naturaleza de las preguntas
filosóficas. Para Putnam cualquier intento de ofrecer una solución directa a un
antiguo problema filosófico constituye "una forma de evasión filosófica (...), en
tanto que no busca en forma alguna contribuir a nuestra comprensión de cómo es
que tales problemas continúan ejerciendo esa fascinación que indudablemente
han ejercido en tanta gente a lo largo de tantos siglos". Por eso, cuando el trabajo
filosófico está bien hecho, siempre se tiene la sensación de que la última solución
encontrada "aún no esclarece el misterio".

¿No puede suponerse que la conclusión a la que ha llegado Putnam ahora es


solamente uno más de los cambios de opinión a los que nos tiene
acostumbrados? Para algunos críticos, los cambios de opinión de Putnam, lejos
de constituir una virtud, son manifestación de inconsistencia. Conant, en cambio,
opina que esos giros de pensamiento son manifestación del "infalible instinto" de
Putnam para captar aquello que "en la insondable diversidad de las discusiones
filosóficas contemporáneas es genuinamente significativo". Por otra parte, habría
que observar que el más reciente cambio de pensamiento de Putnam es distinto
de los anteriores, en cuanto manifiesta "una aspiración a una perspectiva más
amplia en su trabajo tomado en conjunto". Sigue diciendo Conant:

Su búsqueda (...) no se dirige ahora a descubrir un nuevo y más sofisticado


candidato para la próxima ortodoxia filosófica, sino a encontrar un punto de vista
más incluyente y más histórico; uno que le permita explorar y examinar con
cuidado las fuerzas intelectuales que han alimentado el motor de su propio
desarrollo filosófico, provocando sus conversiones de los años anteriores.

Dirigir la atención a las fuerzas que alimentan la discusión filosófica es prestar


atención a una característica de la razón humana que ya había sido señalada por
Kant al comienzo de la Crítica de la razón pura y que constituye uno de los temas
centrales en la filosofía de Wittgenstein: "La razón humana tiene, en una especie
de sus conocimientos, el destino particular de verse acosada por cuestiones que
no puede apartar, pues le son propuestas por la naturaleza de la razón misma,
pero a las que tampoco puede contestar, porque superan las capacidades de la
razón humana". Richard Rorty interpreta a Wittgenstein como proponiéndose
apagar de una vez por todas esta sed de filosofía que tiene nuestra razón. Para
Rorty, Wittgenstein nos enseña que todo lo que queda por hacer a los (buenos)
filósofos es limpiar los errores metafísicos que otros (malos) filósofos cometieron.
Putnam, en cambio, sigue a Cavell al ver en los escritos de Wittgenstein "una
aspiración a alcanzar una perspectiva superior"; una perspectiva que "dé al
filósofo que hay dentro de él mismo un momento de paz".

Los "momentos de paz" que busca el filósofo son las diversas "soluciones
filosóficas" que se alcanzan en diferentes momentos. Pero haber dado con una
solución no quiere decir haber "acabado" con el problema o con las ansias de la
razón humana de encontrar soluciones. Tratar de acabar con esa tendencia de la
razón humana a plantearse problemas que le superan sería equivalente a
renunciar a nuestra misma capacidad de pensar. "Mientras exista gente reflexiva
en el mundo", dice Putnam, "la discusión filosófica no desaparecerá". Al final,
puede decirse que el impulso a filosofar es tan humano como el impulso a
repudiar la filosofía, como han experimentado tantos pensadores a lo largo de la
historia. Tal vez lo más interesante del caso sea que, como muy bien observa
Conant, "la tendencia del realismo filosófico a eliminar todo lo que sea humano de
nuestra imagen del mundo y de nosotros mismos, es en sí misma una tendencia
profundamente humana".

Dar por hecho que la reflexión filosófica no morirá mientras existan seres
humanos sobre la Tierra, no es un argumento que Putnam use para descalificar la
propuesta de ciertos filósofos (Rorty, Foucault y Derrida, entre otros) de construir
una "cultura postfilosófica". Putnam toma muy en serio sus argumentos, pero
insiste en que su afán revisionista obedece a una cierta decepción, causada por
esperar de la filosofía lo que ella ni puede ni debe ofrecer: "soluciones". La idea
moderna de hacer de la filosofía (o mejor, de los resultados de la reflexión
filosófica) el "fundamento" de todas las demás ciencias y de la cultura misma va
por esta línea. Pero el hecho de que la concepción fundacionalista de la filosofía
haya fracasado, no significa el fin de la filosofía. La filosofía puede seguir siendo,
no la base de nuestra cultura, sino —en la línea propuesta por John Dewey— una
reflexión sobre la cultura:

A menudo me preguntan —dice Putnam— en qué puntos estoy en desacuerdo


con Rorty. Aparte de cuestiones técnicas (...), creo que nuestro desacuerdo tiene
que ver, en el fondo, con dos actitudes generales. Yo espero que la reflexión
filosófica tenga un auténtico valor cultural, pero no creo que sea el pedestal sobre
el que descansa la cultura, y tampoco creo que nuestra reacción frente al fracaso
de un proyecto filosófico —incluso un proyecto tan central como el de la
metafísica— deba ser abandonar las formas de hablar y de pensar que tienen
peso práctico y espiritual.

La ventaja de considerar la filosofía como reflexión sobre la cultura, y no como su


fundamento, se encuentra principalmente en la posibilidad de liberar nuestras
intuiciones corrientes sobre lo razonable o lo verdadero del poder que sobre ellas
ejercen las teorías, soluciones o sistemas filosóficos. En la interpretación que
Putnam hace de Wittgenstein, nuestras nociones ordinarias no se apoyan o
fundamentan en una ontología que nos obligue a postular la existencia de un
conjunto de "objetos fundamentales" (lo que "realmente existe"). No es por el
camino de formular la teoría correcta acerca de lo que es verdadero o razonable,
sino por el camino del examen atento de las prácticas ordinarias por las que
decidimos qué es correcto o razonable, como Putnam cree que se logra un
progreso en filosofía. Dice Putnam en Por qué ser filósofo:

En lugar de ver con sospecha la afirmación de que algunos juicios de valor son
razonables y otros no lo son, o que algunas concepciones son verdaderas y otras
falsas, o que algunas palabras refieren y otras no, a mí me interesa recuperar
precisamente esas afirmaciones, que, después de todo, hacemos constantemente
en nuestras vidas. Aceptar la "imagen manifiesta", el Lebenswelt, el mundo tal y
como lo experimentamos, exige de quienes (para bien o para mal) hemos sido
educados filosóficamente, que recuperemos tanto nuestro sentido del misterio (...)
como nuestro sentido de lo común (porque que algunas ideas "no sean
razonables" es, después de todo, un hecho común; son sólo las extrañas
nociones de "objetividad" y "subjetividad" que adquirimos de la Ontología y de la
Epistemología las que hacen que nos sintamos incómodos de habitar en lo
común).
Depositar demasiadas esperanzas en una explicación filosófica o en una teoría
filosófica equivale, para Putnam, a lo que Wittgenstein se refería como "quedar
cautivos dentro de una imagen"[20]. Ciertamente, el simple reconocimiento de
que estamos cautivos no nos proporcionará los medios para liberarnos; pero —
cito a Conant— "parte de lo que Wittgenstein quiere decir con que una imagen
nos mantiene cautivos es que no podemos reconocer nuestra imagen de las
cosas como imagen —una imagen fija que nosotros hemos impuesto—, y es
precisamente nuestra incapacidad para reconocer este hecho lo que nos
mantiene cautivos". De manera que para enseñar a alguien que está cautivo en
su propia imagen, "primero necesitamos —sigue diciendo Conant— mostrarle que
comprendemos dónde piensa él que está, que somos capaces de comprender su
visión desde dentro. Con el fin de enseñar al metafísico cualquier cosa, tenemos
que tomarnos en serio sus preguntas" e intentar ver el mundo desde su punto de
vista. El punto clave aquí, lo que separa la interpretación que Putnam hace de
Wittgenstein de la que hace Rorty y otros filósofos que se llaman a sí mismos
posmodernos, es el problema de la función de la filosofía. Para Putnam,
Wittgenstein nos enseña que la virtud principal de la filosofía es ayudarnos a
ganar en sensibilidad; ayudarnos a hacer que las preguntas de otros sean
auténticas preguntas para uno mismo. Interesantemente, el último ranking de los
departamentos de filosofía de Estados Unidos que ofrece el Philosophical
Gourmet Report 2000-2001, publicado por Blackwell hace pocas semanas divide
los departamentos de filosofía en dos grandes grupos, no ya según el criterio de
"filosofía analítica" o "filosofía continental", sino según un nuevo criterio: Problem
Solving (los orientados a la solución de problemas) y "Philosophically Informed
History of Ideas" (los orientados a la historia de las ideas). Estos últimos, dice el
informe, "tienden a poner más énfasis en cómo pensaron las grandes figuras del
pasado acerca de los problemas filosóficos, tal vez como manera de entender
cómo llegamos nosotros a nuestros problemas filosóficos, o tal vez simplemente
por el placer intrínseco de comprender las ideas de personas brillantes e
interesantes". Putnam, definitivamente, alentaría esta manera de hacer filosofía.

Esta diferencia de enfoque es la que explica la posición más moderada que


Putnam ha adoptado sobre la controversia en torno al realismo y al antirrealismo.
Rorty critica a Putnam por seguir discutiendo en torno al tema, mientras que él la
considera irrelevante; algo que deberíamos de dejar de una vez por todas para
discutir sobre cuestiones más interesantes, como la solidaridad. Pero Putnam
piensa que "rechazar una controversia sin examinar las imágenes involucradas en
ella es casi siempre una forma de defender una de esas imágenes (generalmente,
la que sostiene ser 'antimetafísica')". Para poder criticar y cambiar una tradición
hay que estar dentro de ella. "Yo creo —dice Putnam— que lo que es importante
en filosofía no es solamente decir: 'rechazo la controversia realismo-antirre-
alismo', sino mostrar que (y cómo) ambos lados de la controversia desfiguran las
vidas que vivimos con nuestros conceptos."

Ni realismo ni antirrealismo, pues ambas posiciones, en cuanto teorías o


soluciones filosóficas, desfiguran el carácter de nuestra vida ordinaria. Pero "el
punto —dice Putnam— es no sólo que ciertas características de nuestra vida
corriente tienden a quedar distorsionadas al ser vistas a través de los lentes de
una u otra teoría filosófica, sino que el carácter y la naturaleza de esa distorsión
son en sí mismos temas importantes para la reflexión filosófica". El principal tema
de interés de Putnam en este período es explorar el carácter (y la posible cura) de
"la enfermedad metafísica", que él mismo padeció durante muchos años. Y una
manifestación clara de que se padece esta enfermedad es la falta de compasión
hacia la posición del otro: "decir simplemente: 'eso es un pseudoproblema' [como
hace Rorty] no es en sí terapéutico; es una forma agresiva de la enfermedad
metafísica misma". Sólo examinando cuidadosamente el carácter de la seducción
que una determinada posición filosófica ejerce sobre quienes la sostienen, así
como el carácter de la decepción que causa en quienes la rechazan, seremos
capaces de resistir la tremenda "presión por conocer", que, si bien nos
proporciona legítimas formas de conocimiento, también puede llevarnos, si no
somos cuidadosos, a la confusión metafísica.

No es esta forma de hablar de "la enfermedad metafísica" y de su posible terapia


una forma de soberbia, propia de quien se cree inmunizado contra el error y la
confusión filosófica? Desde luego, el intento de salvar a los demás de caer en
posiciones que no sean las del propio salvador, a menudo tiene algo de
pretencioso o ingenuo. No es eso lo que Putnam procura, a mi manera de ver. Su
alegato de que la discusión contemporánea sobre el realismo y el antirrealismo no
está siendo bien conducida tiene que ver con su decisión de no proponer más
"soluciones" o posiciones filosóficas.
Esa preocupación de Putnam por rastrear las fuentes de la insatisfacción
filosófica lo ha llevado, a su vez, a algo más positivo: a interesarse por la forma y
por la historia de las controversias filosóficas en las que él ha participado, y, más
en general, por la naturaleza de la controversia filosófica misma. "Este giro se
refleja en un cambio de tono de sus escritos: de la voz autoritaria de alguien que
explica la solución a un problema sobresaliente (funcionalismo, teoría causal de la
referencia y otros por el estilo), al tono calmado de alguien que está interesado
por encima de todo en lograr que se aprecie la dificultad de los problemas." En
medio siglo de filosofía, Putnam ha pasado de una posición que lo hacía pensar
que "el filósofo debe ser un buen futurista, anticipando cómo resolverá la ciencia
nuestros problemas filosóficos", a afirmar que "la tesis de que la filosofía es capaz
de arribar a alguna forma de conocimiento infalible, simplemente ya no es
sostenible"

Ahora bien, que Putnam no esté interesado en encontrar soluciones a los


problemas filosóficos, no quiere decir que no crea que exista progreso en filosofía.
Para Conant, si existe una única enseñanza presente en todos los ensayos que
Putnam ha escrito últimamente, sería que "la habilidad que uno tenga para
progresar en filosofía depende sobre todo de la continua disposición para
examinar los fundamentos de las propias convicciones filosóficas". En ese
autoexamen de sus convicciones filosóficas anteriores, Putnam ha llegado a
sorprenderse de "lo difícil que es volver a la idea de que, después de todo,
normalmente percibimos lo que está afuera, y no algo que está 'aquí dentro'".
Tres siglos de filosofía moderna, y un siglo de ciencia del cerebro (ahora, ciencia
cognitiva) han hecho que parezca imposible recuperar la confianza en nuestras
formas ordinarias de pensar y hablar. "El problema ahora —dice Putnam— es
mostrar la posibilidad de volver a lo que yo llamo 'ingenuidad deliberada', o a lo
que James llamaba 'realismo natural'. (...) me parece que esa es la dirección en la
que debemos avanzar."

Dicho con otras palabras: el reto consiste en poder afirmar, en contra de una
tradición filosófica trisecular, que "cuando decimos, y significamos, que las cosas
son así y asá, no nos mantenemos con lo que significamos en algún sitio ante el
hecho, sino que significamos esto y aquello-es-así y asá". El moderno realista
metafísico sólo puede escuchar esta afirmación en términos de "cosa en sí" y su
"representación" en nuestra mente; es incapaz de admitir que "las palabras
'lenguaje', 'experiencia', 'mundo', si es que tienen un empleo, han de tenerlo tan
bajo como las palabras 'mesa', 'lámpara', 'puerta'"[36]. Dice Conant, de nuevo:

Putnam ve su objetivo como el de tratar de recuperar los usos ordinarios de estas


palabras ["lenguaje", "experiencia", "mundo"]; los usos que fuimos capaces de
darles antes de que quedaran revestidas de las historias metafísicas que nos
contamos a nosotros mismos cuando buscamos respuesta a preguntas como
"¿de qué manera engancha el lenguaje en el mundo?". Bajo la presión de tal
pregunta, la conexión entre el lenguaje y el mundo toma la apariencia de un logro
complicado, que necesita ser explicado, y al tratar de hacerlo, tendemos a
sublimar el sentido de nuestras palabras ordinarias.

La recuperación del sentido ordinario de nuestros conceptos involucra una


renovación de nuestra concepción de la filosofía. Es necesario dejar de ver la
filosofía como el fundamento de nuestras prácticas, y empezar a verla como una
explicación de las mismas, estrechamente ligada a otras formas de explicación,
como la literatura y el arte. Para Putnam, las artes y la literatura nos proporcionan
verdades tan importantes para la vida como la ciencia y la filosofía. La filosofía
moderna, al empezar por poner en duda el valor de nuestras intuiciones
ordinarias, ha terminado en un dilema aparentemente insuperable: o cientificismo
o relativismo, como si la única alternativa al reconocimiento de la limitación de
nuestro conocimiento fuera el escepticismo. La clave para escapar de ese falso
dilema está en advertir que hablar de "los límites de nuestra facultad de conocer"
es una forma moderna de hablar. En la lectura que Putnam hace del Tractatus y
de las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein, el objetivo es mostrar que "los
límites, contra los cuales (imaginamos) chocar al hacer filosofía, son ilusorios" (o,
mejor, autoimpuestos).

Este giro wittgensteiniano en la filosofía de Putnam es, en cierta forma, un giro


pragmatista: se trata de presentar la filosofía como una investigación o
descripción de las prácticas en las que están enraizados nuestros conceptos y
formas ordinarias de hablar, en lugar de tratar de fundamentar el conocimiento (o
nuestras formas ordinarias de hablar y de pensar) en verdades indudables y
eternas, como pretendía la filosofía moderna (entre otras cosas, porque no
existen fundamentos indubitables para el conocimiento humano). Es una forma de
"experiencialismo radical", que sostiene que la raíz de nuestro conocimiento está
en la experiencia, y no en las teorías que hacemos sobre nuestra experiencia. Por
eso, para Putnam, la filosofía más que explicación es una descripción que nos
proporciona "imágenes de la situación humana en el mundo discutibles,
importantes y llenas de significado"

Y si se replica: "bien, pero ¿cuál es el fundamento de nuestras prácticas? ¿Por


qué consideramos una forma de actuar mejor que otra, o que una opinión está
mejor fundada que otra?". Precisamente, la tarea de la filosofía es iluminar[42]
esas creencias: mostrar cuándo y por qué consideramos que una opinión está
bien fundada, o cómo y por qué consideramos que "un ser humano leal es mejor
que un ser humano desleal, que una persona capaz de philia es mejor que una
persona incapaz de philia, que una persona capaz de sentido de la comunidad, de
ciudadanía en una polis, es mejor que una persona que es incapaz de sentido de
comunidad o de ciudadanía en una polis, etc.", pero no proporcionar los
fundamentos de tales creencias. Cuando damos explicaciones sobre nuestra
forma de actuar o de pensar, llega un momento en el que no podemos explicar
más y tenemos que decir, con Wittgenstein: "he llegado a roca dura y mi pala se
dobla (...). Así simplemente es como actúo". ¿Por qué llegamos hasta tal punto en
nuestras explicaciones y justificaciones? ¿Por qué consideramos tal o cual
explicación como suficiente para fundamentar una creencia? ¿Por qué lo que en
un momento dado de la historia de la cultura se consideró una buena explicación,
siglos después se desprecia como "superstición" o "creencia infundada"? Esas
son las preguntas que Putnam considera que debe hacer la filosofía en nuestros
días. Al fin y al cabo, la filosofía también es una práctica humana que adopta
diferentes formas según varían las necesidades humanas y las circunstancias
históricas.

Conant opina que existe una diferencia fundamental entre Wittgenstein y Putnam
sobre la manera de entender la tarea del filósofo. Esta diferencia consistiría en
que mientras Putnam concibe la tarea del filósofo como hacer ver el misterio que
los problemas filosóficos manifiestan, Wittgenstein diría que su último fin es hacer
que los problemas desaparezcan completamente (cada vez que aparecen). En mi
opinión, es discutible que pueda afirmarse que Wittgenstein pretendiera disolver
los problemas filosóficos. Ésa es la interpretación estándar, tanto del Tractatus
como de las Investigaciones, pero existe mucha discrepancia al respecto. Autores
como A. C. Grayling sostienen que Wittgenstein no pretendía acabar con la
"enfermedad filosófica", sino utilizar la filosofía para mostrar que la tarea de dar
razones o justificaciones tiene que terminar en algún punto, y que termina,
justamente, en la forma de vida que confiere inteligibilidad a lo que hacemos. Esa
"forma de vida que confiere inteligibilidad a lo que hacemos" puede incluir, y de
hecho incluye, la creencia de que nuestras palabras y nuestra vida están
constreñidas por una realidad que no es invención nuestra, y la creencia de que la
verdad presupone un estándar externo al que la piensa.

EL punto, para Wittgenstein, consiste —y con esto estoy haciendo mi propia


interpretación— en que nuestros marcos de referencia últimos —los criterios con
los cuales juzgamos la validez de nuestras teorías e interpretaciones— son sólo
"relativamente fundamentales", no absolutamente fundamentales, pero que
conviene a nuestra forma de vida considerarlos como de hecho invariables.
Grayling compara estas creencias fundamentales con el lecho de un río, que
facilita —y determina— el curso del río, pero que con el tiempo se erosiona, o
puede cambiar (pero de una forma muy lenta, casi imperceptible). Para efectos
prácticos, sin embargo, nuestras creencias fundamentales son indudables,
estables, casi inmutables. "Pertenece a la lógica de las investigaciones científicas
—dice Wittgenstein— que ciertas cosas de hecho son indudables".

A mi manera de ver, esta manera de entender la filosofía representa un avance


en la tradición kantiana. Putnam sostiene que en Kant se encuentra un
"pluralismo incipiente" que reconoce que no hay una sola imagen del mundo, sino
dos, una imagen científica y una imagen moral; incluso habla Kant de una imagen
religiosa del mundo (en La religión dentro de los límites de la pura razón) y de una
imagen estética y de otra legal (en la Crítica del Juicio). Pero de cualquier forma
es cierto que Kant insistía en que solamente la imagen científica del mundo
contiene lo que propiamente puede llamarse conocimiento. Según Putnam,
Wittgenstein es quien ha heredado y extendido el pluralismo de Kant, al insistir en
"la idea de que ningún juego de lenguaje merece el derecho exclusivo a ser
llamado 'verdadero' o 'racional' o 'nuestro sistema conceptual de primer orden', o
el sistema que 'copia la naturaleza última de la realidad', o cualquier cosa por el
estilo". Esto implica, como es evidente, que "los juegos de lenguaje pueden ser
criticados (o 'combatidos'); que hay mejores y peores juegos de lenguaje"[, y que
nadie puede apelar, por tanto, a una racionalidad universal como garantía de la
verdad de sus afirmaciones.

Lo que ofrecía ser un análisis de las diferencias que separan a Putnam de


Wittgenstein nos ha conducido a descubrir una similitud mayor que las señaladas
al principio. Esa similitud —y con esto terminaré mi intervención— es el
pragmatismo.

PUTNAM: ¿PRAGMATISTA?
No puedo detenerme aquí en una exposición detallada del pragmatismo, sobre
todo del pragmatismo clásico, representado por Peirce, James y Dewey. Me
limitaré a sostener una tesis, y es la siguiente: que tanto Wittgenstein como
Putnam podrían suscribir las siguientes afirmaciones pragmatistas:

1º. Que lo que tiene peso en nuestras vidas debe tenerlo en la filosofía.

2º. Que los hechos no pueden separarse de los valores.

3º. Que la pregunta acerca de qué parte de nuestra telaraña de creencias refleja
el mundo "en sí mismo" y qué parte constituye nuestra "contribución conceptual"
no tiene más sentido que la pregunta —para usar la comparación de James—,
"¿anda el hombre más esencialmente con su pierna derecha o con su pierna
izquierda?"

4º. Que todo conocimiento (la ciencia y la filosofía incluidas) es construcción


humana, y por tanto, también los criterios que aplicamos en la investigación son
construcción humana. No existen criterios "prefabricados" como tampoco existe
un "lenguaje propio del mundo" con el que podamos contrastar nuestras
concepciones.

5º. Que el hecho de que las teorías científicas o morales sean construcciones
humanas (y por lo tanto falibles) no significa que sean arbitrarias, o que no
puedan existir teorías mejores o peores que otras.

6º. Que el conocimiento y la verdad no tienen vida fuera del contexto de los
procedimientos reflexivos que adoptamos para tratar con problemas que son
esencialmente prácticos. Esto es decir —glosando el título de uno de los libros de
Putnam— que nuestros conceptos y nuestra vida están entretejidos.
La aceptación —implícita o explícita— de las tesis anteriores tiene consecuencias
importantes para quienes, como nosotros, nos dedicamos a la enseñanza de la
filosofía. Una de ellas —una que valoro cada vez más— es que cambia nuestra
percepción de la filosofía y de lo que persigue la filosofía. Empezamos a ver que
la filosofía no se ocupa sólo de cambiar nuestras concepciones, sino también de
cambiar nuestra sensibilidad. El resultado más importante que queda en quien
estudia o enseña filosofía no es el descubrimiento de unas doctrinas que le
ayuden a encontrar un sentido en la vida, sino el desarrollo de una mayor
capacidad para apreciar la profundidad y el misterio de lo que significa realmente
ser humano
III. JHON R. SEARTLE (1932)

1. VIDA Y OBRA
El objetivo de la presente reseña se ve enmarcada en la intención de presentar y
exponer los puntos más importantes y destacados del ensayo «Actos de habla»
de J. R. Searle.

Lo primero que cabe destacar de este ensayo es el diálogo abierto y complejo


que realiza Searle con diversos autores que se vieron dedicados al estudio de la
filosofía del lenguaje, como lo son por ejemplo: Frege, Wittgenstein, Carnap,
Russell, Tarski, Quine, J. L. Austin y Chomsky, entre otros. La posible
complejidad que reviste el ensayo, resultante obvia de tan arduo diálogo, podría
llevar al lector poco entendido o habituado en las temáticas de la filosofía del
lenguaje a un desconcierto y a una incomprensión de los temas tratados a lo largo
del ensayo. Pero lo anterior no le resta importancia al aporte realizado por Searle
en el ámbito de la filosofía del lenguaje, sino más bien se nos presenta como una
clara invitación y un desafío a los lectores de diversas áreas que se interesan en
el estudio de las acciones humanas.

Ahora bien, para continuar con la intención de esta reseña, debemos señalar que
dentro de los primeros puntos que Searle trabaja dentro de su ensayo, nos
encontramos con que se realiza una explicación y distinción entre las distintas
disciplinas del saber humano que se ven referidas al tema del lenguaje. Dos son
en un principio las áreas de la filosofía, en particular, que se ven llevadas a
trabajar sobre el lenguaje. Estas disciplinas son la así llamada Filosofía lingüística
y la Filosofía del lenguaje. La Filosofía lingüística se ve abocada a intentar
«resolver problemas filosóficos particulares atendiendo al uso ordinario de
palabras u otros elementos de un lenguaje particular».

La filosofía del lenguaje, en cambio, se ve en «el intento de proporcionar


descripciones filosóficamente iluminadoras de ciertas características generales
del lenguaje, tales como la referencia, la verdad, el significado y la necesidad, y
solamente se preocupa de pasada de elementos particulares de un lenguaje
particular».

Dentro de la filosofía del lenguaje podemos encontrar preguntas tales como:


¿cómo representan las palabras a las cosas?, o bien ¿cual es la diferencia entre
una secuencia significativa de palabras y otra no?, etc. Por esto podemos señalar
que la diferencia sustancial entre la llamada «filosofía lingüística es por sobre todo
el nombre de un método, en cambio la filosofía del lenguaje es el nombre de un
tema».

Ahora bien, además de estas dos disciplinas filosóficas que se orientan al estudio
del lenguaje, podemos señalar que el autor añade una tercera disciplina que
también se ve abocada a trabajar con el tema. Ella es la Lingüística, la que se
diferencia de las anteriormente señaladas en el hecho que «intenta describir las
estructuras fácticas (fonológicas, sintácticas y semánticas( de los lenguajes
naturales humanos» .

Según Searle han existido entre los filósofos una serie de perplejidades respecto
de caracterizaciones lingüísticas, por lo que se han llegado a tomar diversas
formas al respecto. Una de estas dice relación con las dudas escépticas sobre
criterios de aplicación de términos, en el cual podemos encontrar algunos
términos tales como el analítico, significativo, sinónimo, etc., además de dudas
generales sobre la verificación de enunciados sobre lenguaje.

Respecto del primer término, antes mencionado, se dice que no existe un


adecuado concepto del término de analítico, ya que su verificación vendrá dada
por su definición, lo que conllevaría a no tener un criterio generista para poder
señalar si un enunciado analítico lo es o no.

Pero, según Searle, de lo señalado respecto a la falta de un concepto que defina


el término analítico, no se sigue necesariamente que se carece de una
argumentación suficiente para señalar que se carece de criterio para respecto de
la analiticidad y la sinonimia. Ahora, lo que debemos entender por sinonimia es lo
que se define como «dos palabras son sinónimos si y sólo si tienen el mismo
significado y la analiticidad se define como un enunciado es analítico si y sólo si
es verdadero en virtud de su significado o por su definición».

Según nos explica Searle, el hablar un lenguaje es tomar parte en una forma de
conducta gobernada por reglas por lo que «aprender y dominar un lenguaje es
aprender y haber dominado esas reglas», y cuando se le pregunta a este autor
por la validez de sus afirmaciones, este nos señala que todo radica en el hecho
de su pertenencia a un orden específico del lenguaje, y el conocimiento que de él
se tiene, viene dado análogamente al ejemplo del jugador de béisbol. El
conocimiento está dado por el saber como se juega, lo cual significa la
internalización de una serie de reglas. Las reglas no pueden atentar en contra del
juego, porque aún siendo un libro de reglas que describe otras reglas en contra
de las reglas, sin duda se referirá a otro juego.

Avanzando un poco en el texto podemos señalar que la tesis central de este


ensayo discurre por la noción de que: el lenguaje o el hablar un lenguaje consiste
en realizar actos de habla, y entre estos actos se encuentran el hacer enunciados,
dar ordenes, plantear pregunta, etc. Pero con una mayor abstracción se pueden
realizar actos como referir y predicar, y todos estos actos son posibles porque se
realizan de acuerdo con algunas reglas para el uso de ciertos elementos
lingüísticos.

Según Searle, el porqué del concentrarse en el estudio de los actos de habla,


radica en el hecho de que «toda comunicación lingüística incluye actos
lingüísticos», ya que la unidad de la comunicación lingüística no es el símbolo o la
oración, sino que su unidad radica en el hecho de la producción de los mismos
cuando se realiza un acto de habla. Por lo que Searle describe o define al acto de
habla como «unidades básicas o mínimas de la comunicación lingüística».

Ahora bien, el hecho de contemplar un objeto como instancia de comunicación


lingüística radica en la suposición de que fueron realizadas con alguna intención.
En este sentido, existen dos tendencias de la filosofía del lenguaje
contemporánea: la primera se centra en el uso de las expresiones del habla, y la
segunda se ubica en el significado de las oraciones. La importancia que se sigue
de lo anteriormente descrito, es que ambos enfoques son complementarios y se
interpelan teóricamente en el desarrollo de la investigación sobre el lenguaje.

El último punto que recoge el autor en el primer capítulo de su investigación, dice


relación al principio de expresabilidad. Este nos indica que cualquier cosa que se
quiera decir puede ser dicha, lo que no implica necesariamente que cualquier
cosa dicha pueda ser comprendida, por el exclusivo hecho de haber sido dicha.

Ahora bien, si se toma el acto de habla como una unidad básica de la


comunicación, junto con la expresabilidad se «sugiere que existe una serie de
conexiones analíticas entre la noción de actos de habla, lo que el hablante quiere
decir, lo que la oración emitida significa, lo que el hablante intenta , lo que el
oyente comprende y lo que son las reglas que gobiernan a los elementos
lingüísticos».

La referencia como acto del habla

En el capítulo así titulado, el cuarto, Searle plantea que lo primero que se debe
tener en cuenta es que no toda ocurrencia de una expresión referencias es tal. En
otro sentido las expresiones referenciales aparecen en otro sentido y aparecen
teniendo un uso normal. Ahora si se consideran las oraciones:

1. Sócrates fue un filósofo.

2. 'Sócrates' tiene ocho letras.

Según Searle existe dos hechos en los cuales hay que fijarse. El primero es que
ambos comienzan con la misma palabra, y el segundo es que la palabra juega
distinto rol en la emisión de la oración. En el primero se está haciendo referencia
a una persona, y en el segundo a la palabra misma.

Ahora, en el intento de aclarar estas cuestiones, los filósofos han caído en una
explicación confusa entre la distinción de uso y mención en las expresiones.

En el segundo caso, según algunos filósofos, ocurre que 'Sócrates' resulta ser
una palabra nueva que es el nombre propio de la palabra. Todo lo cual, según
nuestro autor, produce una incontable sucesión de nombres que se remontarían
jerárquicamente. Esta mala interpretación se deriva de una no comprensión del
como funcionan ciertos elementos del lenguaje.

La institución de los nombres propios es necesaria porque necesitamos de un


dispositivo para «hacer referencias identificadoras a los objetos a los que
comúnmente se hace referencia, puesto que los objetos no están siempre
presente ellos mismos.(...) Los nombres propios están para hablar en palabras
sobre las cosas que no son palabras ellas mismas y que no necesitan estar
presentes cuando se está hablando de ellas». Con esto debemos decir que el
nombre propio cuando en verdad existe una diferencia entre el nombre y lo
nombrado, si son la misma cosa, «las nociones de referir y nombrar no pueden
aplicarse» . Lo que ocurre en 'Sócrates' es que no se emite en su uso normal, por
lo que se presenta y habla sobre ella.
Para Searle existen algunos axiomas respecto a las referencias y las expresiones
referenciales. El primero de los dos puede ser denominado como axioma de
existencia y el segundo como axioma de identidad. El primero señala que
cualquier cosa a la que se hace referencia debe existir y la segunda dice que: «si
un predicado es verdadero de un objeto, es verdadero de todo lo que sea idéntico
a ese objeto, independientemente de las expresiones que se usen para hacer
referencia a ese objeto».

Los contraejemplos al axioma de existencia algunas veces vienen referidos a


seres de ficción y se presentan como válidos, pero en estricto sentido estos no
constituyen oposición, porque estos personajes aún no existiendo en la realidad,
podemos sin embargo afirmar que existen en el llamado mundo de ficción, por lo
cual debemos señalar que existe un universo de discurso al cual está referido la
existencia.

Es verdadero dentro del contexto de la ficción, que Holmes, usa sombrero, pero si
lo ubicamos en nuestra realidad la misma afirmación realizada anteriormente
carece de verdad. Si ahora decimos que Holmes vendrá a mi casa a cenar esta
noche, esta afirmación carecería de sentido y sería falsa puesto que mi casa
corresponde a la realidad y él al mundo de la ficción, y al mezclar realidades no
se obtienen verdades. De la misma manera no sería valido decir 'la señora de
Holmes' puesto que en el mundo de ficción éste no tuvo señora. Por tanto, «en el
habla sobre el mundo real se puede hacer referencia solamente a lo que existe;
en el habla sobre el mundo de ficción se puede hacer referencia a lo que existe
en el mundo de ficción».

A estos dos anteriores se agrega un tercero que se llama axioma de identificación


que nos indica que: «Si un hablante se refiere a un objeto, entonces él identifica o
es capaz, si se le pide, de identificar para el oyente ese objeto separadamente de
todos los demás objetos». Con lo que se quiere decir que toda expresión de
referencia debe tener un sentido. Prosiguiendo con Searle, en su ensayo expone
géneros de expresiones y que gramaticalmente se divide en cuatro categorías:

1.- Nombres propios: 'Martín', 'España'.

2.- Frases nominales complejas en singular.

3.- Pronombres: éste, esto, yo, el.


4.- Títulos: 'Primer ministro', 'el Papa'.

Otro punto abordado por Searle es la distinción entre referencia completamente


consumada y la referencia con éxito. La referencia completamente consumada es
aquella «en la que de manera no ambigua, se identifica un objeto para el oyente,
esto es, cuando la identificación se comunica con el oyente» 15. Las condiciones
que son necesarias para que se de la referencia consumada dice relación a que
el oyente identifique el objeto que el hablante quiera identificar, se requiere que el
objeto deba existir para el oyente y el hablante y la expresión debe bastar como
para identificarlo. En cambio la referencia con éxito es «aquella que, si no es
completamente consumada, lo es al menos, por así decirlo, potencialmente».

En fin, estos son los rasgos generales más importantes, según mi parecer, por los
cuales circula el ensayo de Searle. Con ello no se quiere decir que se reduzca a
estos puntos señalados en esta simple reseña, sino más bien que se comienza, a
partir de ahí, a abrir en toda su riqueza. Señalemos, para ser justos, que Searle
además trabaja en su ensayo con temas tales como: La estructura de los actos
ilocucionarios, la predicación y los problemas de la referencia, entre otros. Todos
ellos dignos de ser leídos y estudiados por todos nosotros.
VI. RICHARD RORTY (1931)

1. VIDA Y OBRA
A Richard Rorty se lo considera, en la actualidad, el más importante filósofo
norteamericano. Sin embargo, de modo paradojal, su contribución fundamental
consiste en haber argumentado con claridad contra la idea de que la filosofía
pueda imponerse como perspectiva privilegiada del saber. Los filósofos no son
dueños de ninguna verdad inefable ni de un conocimiento metafísico insondable,
ni de un instrumental más apropiado para diseccionar la realidad.

Se puede llegar a discutir si Rorty es o no el pensador más importante de la


actualidad, pero es indiscutible que es el mejor escritor filosófico surgido desde
Bertrand Russell. La idea de que la filosofía puede confirmar o desacreditar las
pretensiones de conocimiento de la ciencia, la ética, el arte o la religión es una
construcción histórica que debe ser rechazada de plano. Si la filosofía se
transformó en una especie de tribunal de la cultura es porque se adjudicó una
"comprensión especial de la naturaleza del conocimiento y de la mente" que hoy
resulta ilegítima. Los filósofos —dice Rorty— no tienen un conocimiento peculiar,
superior, que pueda conducirlos sin obstáculos hacia afirmaciones más ciertas o
seguras. El pragmatismo —el movimiento que William James, Charles Pierce,
Oliver Wendell Holmes y John Dewey fundaron a fines del siglo XIX y que llegó a
imponerse como la filosofía norteamericana o como el modo norteamericano de
encarar las cosas— recibió un impulso capital en el siglo XX gracias a los escritos
de Rorty, a su inusual combinación de sutileza literaria con un modo agudo,
preciso de encadenar los razonamientos críticos.

El pragmatismo (o neo pragmatismo) que Rorty contribuyó a difundir ha permitido


recuperar la idea de una filosofía norteamericana, estadounidense, como una
perspectiva "nueva", definida por su desapego a la metafísica y por oposición a
las corrientes filosóficas de la "vieja Europa" como el positivismo, la filosofía
analítica y la fenomenología. El pragmatismo, en este punto, puede sintetizarse
como un rechazo por la noción de verdad objetiva. La verdad, para el
pragmatismo, es circunstancial, aunque no completamente relativa sino resultado
de un acuerdo o convención. Esta filosofía critica también la idea de una
racionalidad histórica, capaz de definir de antemano el carácter de lo que es
moral y de lo que no lo es, y finalmente rechaza la pretendida "objetividad" de los
hechos y de las explicaciones que de ellos nos forjamos. Ahora, lo que esta
todavía en cuestión es en qué medida las aspiraciones del pragmatismo puedan
corresponderse con las efectivas prácticas políticas y tecno científicas que
identifican hoy a lo norteamericano. De hecho, Rorty mismo da cuenta de esa
incertidumbre.

El antiesencialismo y el anti fundamentalismo de Rorty, que ataca la Filosofía


entendida como búsqueda privilegiada de fundamentos, está en la base de su
renuncia al puesto de profesor de filosofía y su paso a profesor de humanidades,
ya que sitúa la filosofía junto con la crítica literaria, la poesía, el arte y otras
formas de la actividad humanística, y abandona toda pretensión de un acceso
privilegiado a la Verdad.

Léxico último e ironismo liberal.

De la propuesta de Rorty, me ocuparé, inicialmente, del capítulo IV5 de una de


sus obras capitales: Contingencia, ironía y solidaridad en la que es posible
encontrar las claves de su pensamiento ético y político.

En la obra mencionada Rorty sostiene que los sujetos llevan consigo una serie de
palabras que les permiten justificar sus acciones, creencias y vida, son las
palabras con las que narramos prospectiva o retrospectivamente nuestras vidas,
este conjunto de palabras las define como léxico último.
Rorty entiende por “léxico último” aquel “conjunto de palabras que (los seres
humanos) emplean para justificar sus acciones, sus creencias y sus vidas” y
aclara que “es último en el sentido de que si se proyecta una duda acerca de la
importancia de esas palabras, el usuario de éstas no dispone de recursos
argumentativos que no sean –sino– circulares”.

Un léxico último se compone de términos como “Cristo”, “Inglaterra”, “La


Revolución”, “El Libre Mercado”, etc. El ironista trata también a ciertos autores no
como canales anónimos que conducen a ciertas creencias, sino como emblemas
o abreviaturas de determinados léxicos últimos y de sus filiaciones afectivas. Es el
caso de “Nietzsche”, “Friedman”, “Tomás de Aquino”, “Sade”, “Teresa de Calcuta”
y de otros nombres que soportan todo un imaginario de resonancias ideológicas.
El Hegel más tardío se convirtió en el nombre de un léxico así, y Kierkegaard y
Marx se han convertido en nombres de otros tantos. El sujeto de Rorty es el
ironista, los ciudadanos de su sociedad liberal son las personas que perciben la
contingencia de su lenguaje de deliberación moral, conciencia y comunidad. La
figura paradigmática es el ironista liberal quien piensa que los actos de crueldad
son lo peor que se puede hacer y quien combina el compromiso con una
comprensión de la contingencia de su propio compromiso y he aquí la ironía.
La ironía anida y deja su huella en el vocabulario de una lengua. Hay palabras
cuya función es, como en política, restringir la aserción que se está haciendo o
incluso significar lo contrario de lo que dicen. Un claro ejemplo de esta cuestión
es el decir que “no hay cosa más incierta que la edad de las señoras que se dicen
de cierta edad”. O en la mordaz observación de que decimos “seguramente”
cuando estamos todo menos seguros de algo. En este sentido no hay expresión
más genuinamente socrática que la palabra “quizá”. Precisamente estableciendo
una comparación entre las interpretaciones de la ironía históricamente más
destacadas, cabe decir que “mientras la sabiduría socrática desconfía tanto del
conocimiento de sí mismo como del conocimiento del mundo y llega al saber de
su propia ignorancia, la ironía romántica aniquila el mundo para tomarse más en
serio a sí misma”.

Ironizar acerca de la propia vida no es algo simple, sobre todo cuando “la propia
vida” se entiende afectivamente. Por ello se requiere una falta total de
complacencia, una modestia particularmente exigente, y la decisión inconmovible
de llegar, si es preciso, hasta el sacrilegio para poner en ejercicio la ironía8,
entendida ésta como un radical desprendimiento de sí mismo. El hombre irónico
se identifica con esa misma capacidad de reírse de sí mismo, una capacidad que
pondrá a prueba no solamente con su propio léxico, sino también con sus
sentimientos –los cuales no son, en definitiva, tan independientes de nuestro
léxico como solemos creer –y con sus actos. La ironía, llevada al extremo de
recaer sobre sí misma, coincidiría con el estado de modificación que caracteriza
ciertos caminos místicos en su fase final. Para Rorty la ironía tiene
indudablemente un carácter epistemológico desde el momento en que con ello
nombra la relación que mantiene cierto tipo de persona con los valores
fundamentales de su cultura o, en la terminología de Rorty, con su “léxico último”.
Dado que todo código de comportamiento se establece de acuerdo con esos
valores, no puede negarse que la ironía tiene también un carácter ético. Ahora
bien, el “ironista” epistemológico es definido por Rorty como aquel que –como
hemos señalado - tiene serias dudas acerca de su propio léxico, y la certeza de
que esas dudas no podrán disiparse con argumentos que pertenezcan al mismo
léxico, ni tampoco, por supuesto, con argumentos pertenecientes a léxicos
ajenos. Los distintos caminos metafóricos se le ofrecen al “ironista” como caminos
equivalentes entre los cuales no cabe mejor elección posible, dado que no existe
ningún meta léxico referencial. Ello hace del “ironista” una persona incapaz de
tomarse en serio a sí misma “porque sabe que siempre los términos con que se
describe a sí misma están sujetos a cambio, porque sabe siempre de la
contingencia y fragilidad de sus léxicos últimos y, por tanto de su yo”.
Rorty, como queda claro, emplea el término ironista para designar a quienes
reconocen la contingencia y fragilidad de sus creencias y deseos más
fundamentales. Los ironistas liberales son personas que entre esos deseos
imposibles de fundamentar incluyen sus propias esperanzas. Así pues, en el
concepto de Rorty la sensibilidad postmoderna queda caracterizada por el
ironismo, es decir por la actitud caballeresca y distante que el intelectual mantiene
hacia las propias creencias, mientras que la masa, para quien tal ironía pudiera
resultar un arma demasiado subversiva, seguirá saludando a la bandera y
tomándose la vida en serio.

Para los ironistas, señala Rorty, nada puede servir como crítica de un léxico
último salvo otro léxico semejante; no hay respuesta a una re descripción salvo
una re-re-re descripción. Nada puede servir como crítica de una persona salvo
otra persona, o como crítica de una cultura, salvo otra cultura alternativa, pues,
como se ha señalado, personas y culturas son léxicos encarnados. Por eso
nuestras dudas acerca de nuestros caracteres o de nuestra cultura sólo pueden
ser resueltas o mitigadas mediante la ampliación de nuestras relaciones y
nuestras perspectivas, del alcance de nuestra mirada. La mejor manera de
hacerlo es la de leer libros o ver obras cinematográficas, por lo cual los ironistas
pasan la mayor parte de su tiempo prestando más atención a las obras literarias y
cinematográficas que a las personas reales. Los ironistas temen quedar
atascados en el léxico en que fueron educados si sólo conocen gente del
vecindario, de manera que intentan trabar conocimiento con personas
desconocidas (Alcibíades, Gregor Samsa, Winston Smith), familias desconocidas
(los Karamazov, Rocco y sus hermanos) y comunidades desconocidas (los
caballeros teutónicos, la policía del pensamiento del Londres de 1984, los obreros
de Metrópolis.

Finalmente la solidaridad humana vendrá en manos de Rorty desprendida de su


carácter universal y racional. Para él, la solidaridad humana sólo puede
entenderse con referencia a aquel con el que nos expresamos ser solidarios, con
la idea es “uno de nosotros”, en donde el nosotros es algo mucho más restringido
y más local que la raza humana. Esto tiene su razón de ser en que los
sentimientos de solidaridad dependen necesariamente de las similitudes y las
diferencias que nos den la impresión de ser las más notorias, y la notoriedad
estará a final de cuentas en función de ese léxico último históricamente
contingente. De esta manera la solidaridad humana para el ironista liberal, figura
central de la sociedad liberal de Rorty, no es cosa que dependa de la
participación en una verdad común o en una meta común, sino cuestión de
compartir una esperanza egoísta común: la esperanza de que el mundo de uno –
las pequeñas cosas en torno a las cuales uno ha tejido el propio léxico último- no
será destruido.

Si Rorty puede ser clasificado como sustancialista, será en el sentido de que


ofrece un contenido concreto de la moralidad, el de la democracia occidental
contemporánea.
El peligro de los totalitarismos y toda actitud intransigente radica en la posibilidad
que amenaza a una idea de volverse ideología; tal acechanza puede ser descrita
como la tendencia –o tentación -de querer transformar nuestro léxico último o
premisas fundamentales (sistema de ideas y creencias) en un léxico
trascendental, una verdad objetiva que queremos imponer a otros, siendo pues
-de este modo- la pretensión de objetividad sólo un argumento para obligar. Con
facilidad, por medio de estos mecanismos que operan de forma inconsciente –en
las interacciones humanas (manipulándonos)- es que corremos el riesgo de caer
en este peligroso juego, y esto, sobretodo, por la extrema facilidad que tenemos
para darle entidad a aquello que nombramos. De esta manera, llenamos el mundo
de entes ficticios en los que terminamos creyendo y a partir de los cuales (cuando
están bien trabados -un ejercicio “artístico”, por tanto), formamos “ideología”. –
Una ideología, generalmente, es soportada por lo que Rorty denominaba “léxico
último”: conceptos que tan sólo pueden definirse recurriendo a sí mismos.
Esto no constituiría problema alguno si no mediara el concepto de verdad. Toda
ideología -y todo sistema- se propone como verdadero. Es decir, como
explicación verdadera. ¿De qué? ¿Del mundo? No (tengamos en cuenta que “el
mundo” siempre se dice dentro de un sistema): como explicación de un mundo
interpretado: el universo que se ha urdido a partir de una serie de conceptos cuya
validez y referencialidad no se cuestionan. Filosofía, literatura y solidaridad.
Como hemos visto hasta aquí, Rorty aboga por un liberalismo consciente de su
fragilidad, por un liberalismo irónico. Un liberal, piensa Rorty, es alguien que cree
que no hay nada más repugnante que el sufrimiento y que la crueldad y que
aspira, entonces, a minimizarla. Un ironista, por su parte, es –como hemos
anticipado –alguien capaz de advertir la contingencia de sus deseos y de sus
propósitos de autonomía y de autorrealización. Un liberal irónico es, entonces,
alguien que está preocupado por la justicia y a quien le aterra la crueldad; pero
que reconoce que carece de todo amparo metafísico en esa preocupación y en
ese terror.

Por eso un liberal metafísico se resigna a la discontinuidad entre lo privado y lo


público. Los seres humanos, según Rorty, debemos decidir dos cosas distintas.
Por una parte, cómo vivir nuestra vida. Por otra, cómo organizar la convivencia.
Contra el racionalismo —y contra la idea de que es la filosofía la que nos
conducirá hacia una base racional que nos redima de la inmoralidad—, Rorty ha
buscado en la literatura las fuentes de la ética colectiva y de la moral individual.
En Walt Whitman rastrea el origen del ideal democrático norteamericano y en la
literatura de Henry James y Marcel Proust encuentra las fuentes de la ética
individual. "Habitualmente se piensa que Proust y James nos forman de la misma
manera en que nos forman Sócrates y Shakespeare; ya que no sólo nos dan
vívidos retratos de personas que hasta entonces nos resultaban desconocidas,
sino que además nos fuerzan a experimentar vívidas dudas sobre nosotros
mismos." Pero para Rorty, lo que esta literatura ofrece es más profundo todavía:
"Así como las personas religiosas que al leer los textos sagrados se ven
capturados por algo superior a ellos, algo que a veces puede parecerse al éxtasis
del orgasmo, así también los lectores de James y Proust —escribe— se ven de
pronto capturados en una suerte de aumento de la imaginación y de cierta
intensidad compartida en la apreciación del tiempo, similar a la que tiene lugar
cuando dos amantes ven que su amor es recíproco. Proust y James ofrecen una
redención a sus lectores, pero no una verdad redentora; de la misma manera en
que el amor redime al amante y sin embargo no le agrega nada a su
conocimiento."
Por ello no debe resultar extraño que Rorty recurra a la literatura o a la ficción, allí
se acota un problema y se llena el vacío de las reflexiones descontextualizadas
sobre el carácter moral de las acciones humanas. Se busca que la descripción ya
no dé formulaciones abstractas y vacías, sino refiera a experiencias humanas
concretas, –como el dolor o la traición– las que al ser compartidas, genere la
necesaria empatía desde la cual se geste la solidaridad y la compasión.
Es importante insistir en que Rorty cree que esta persuasión a ser solidarios y
compasivos no ha de tener lugar a través de la argumentación filosófica –no hay
fundamentación última alguna en la preocupación por la justicia– sino a través de
las re descripciones de la metafísica como ironía, y de ésta –la ironía– como
compatible con el liberalismo. Contingencia, ironía y solidaridad no pertenece, por
lo tanto, al género de la filosofía sino más bien al de la crítica literaria que, para
Rorty, es la única forma de discurso que puede tener relevancia moral en nuestra
cultura posfilosófica: la sociedad liberal necesita literatura y no filosofía.

Rorty, como detractor de los discursos fundacionalistas, afirma la inutilidad de la


pregunta “¿por qué ser solidario y no cruel?” Sólo los teólogos y los metafísicos
piensan que hay respuestas teóricas suficientes y satisfactorias a preguntas como
esta. Por el contrario de lo que se trata es de afirmar que “tenemos la obligación
de sentirnos solidarios con todos los seres humanos” y reconocer nuestra “común
humanidad”. Explicar en qué consiste ser solidario no es tratar de descubrir una
esencia de lo humano, sino en insistir en la importancia de ver las diferencias
(raza, sexo, religión, edad) sin renunciar al nosotros que nos contiene a todos.
Rorty parte de la doctrina de Williams Sellars de la obligación moral en términos
de “intenciones -nosotros” “we- intentions”. La expresión explicativa fundamental
es la de “uno de nosotros” equivale a “gente como nosotros”, “un camarada del
movimiento radical”, “un italiano como nosotros”.

Rorty propone demostrar que la noción e idea de “uno de nosotros” tiene más
fuerza y contraste a la expresión “uno de nosotros, los seres humanos”. El
“nosotros” significa algo más restringido y local que la raza humana. De ahí
entonces que Rorty conciba al individuo, más bien, como una contingencia
histórica. La idea tradicional de “solidaridad humana” según la cual dentro de
cada uno de nosotros hay algo –nuestra humanidad esencial– que resuena ante
la presencia de eso mismo en otros seres humanos se difumina.
No existe un componente esencial en razón del cual un ser humano se reconozca
como tal, ni existe tampoco un tal yo nuclear. No existe esencia, o fundamento o
naturaleza humana. El ser humano es algo relativo a la circunstancia histórica,
algo que depende de un acuerdo transitorio acerca de qué actitudes son normales
y qué prácticas son justas o injustas. Es de esta forma como Rorty afirma la
contingencia del ser humano.

Así la solidaridad humana no podrá consistir ni fundarse en el reconocimiento de


un yo nuclear –de la esencia humana– en todos presente. Más bien se la ha de
concebir como la capacidad de percibir cada vez con mayor claridad que las
diferencias tradicionales –étnicas, políticas, religiosas, sexuales– carecen de
importancia cuando se las compara con las similitudes referentes al dolor y la
humillación.
De allí que Rorty sostenga que las principales contribuciones del intelectual
moderno al progreso moral son las descripciones detalladas de variedades de
dolor y humillación –contenidos en novelas e informes etnográficos– más que los
tratados filosóficos y religiosos. Piénsese, por ejemplo, en 1984 la novela de
Orwell, de la que Rorty realiza un prolijo análisis. El giro de la Ética hacia la
narrativa. “La literatura –señala Rorty– contribuye a la ampliación de la capacidad
de imaginación moral, porque nos hace más sensibles en la medida en que
profundiza nuestra comprensión de las diferencias entre las personas y la
diversidad de sus necesidades [...] La esperanza va más bien en la dirección de
que, en el futuro, los seres humanos disfruten de más dinero, más tiempo libre,
más igualdad social, y que puedan desarrollar una mayor capacidad de
imaginación, más empatía... la esperanza en que los seres humanos se vuelvan
más decentes en la medida en que mejoran sus condiciones de vida.”

Así pues, la tarea de la ampliación de nuestras lealtades supone una


transformación sentimental –basada en el desarrollo de emociones como el amor,
la confianza, la empatía y la solidaridad–, sólo por esta vía se posibilitará un
verdadero encuentro de las diferencias culturales.
En definitiva, más educación sentimental y menos abstracción moral y teorías de
la naturaleza humana. De ahí que Rorty, por ejemplo, critique el enorme grado de
abstracción que el cristianismo ha trasladado al universalismo ético secular. Para
Kant, no debemos sentirnos obligados hacia alguien porque es milanés o
norteamericano, sino porque es un ser racional.

Rorty critica esta actitud universalista tanto en su versión secular como en su


versión religiosa. Para Rorty existe un progreso moral, y ese progreso se orienta
en realidad en dirección de una mayor solidaridad humana.

Por ello, insistimos, más educación sentimental y moral a través del desarrollo de
la sensibilidad artística. Debemos prescribir novelas o filmes que promuevan la
ampliación del campo de experiencias del lector, más aun cuando el lector es un
político, un economista, un trabajador social, un médico, un empresario, un
dictador, o, más aún, cuando se trate de un niño que tenga, como tal, la
posibilidad de convertirse en cualquiera de estos tipos humanos reconocibles.
Si Hitler, por ejemplo, no hubiese sido rechazado en la Escuela de Bellas Artes
cuando alrededor de los 17 años postuló a lo que era su única vocación, la
pintura, sus actividades creativas no habrían sido sustituidas por el dibujo del
horror, de los campos de concentración con su violencia voraz.

Este proceso de llegar a concebir a los demás seres humanos como “uno de
nosotros”, y no como “ellos”, depende de la descripción detallada de cómo son las
personas que desconocemos y de una descripción de cómo somos nosotros. Ello,
como se ha aclarado, no es tarea de una teoría, sino de géneros como la
etnografía, el informe periodístico, los libros históricos, el cine, el drama
documental y, especialmente, la novela. Ficciones como las de Richard Wright o
Malcolm Lowry nos proporcionan detalles acerca de formas de sufrimiento
padecidas por personas en las que antes no habíamos reparado. Ficciones como
las de Henry James o Nabokov nos dan detalles acerca de las formas de crueldad
de las que somos capaces y, con ello, nos permiten redescribirnos a nosotros
mismos. Esa es la razón por la cual la novela y el cine poco a poco, pero
ininterrumpidamente, han ido reemplazando al sermón y al tratado de ética como
principales vehículos del cambio y del progreso moral. Este reconocimiento
rortyano es parte de un giro global en contra de la teoría y hacia la narrativa. La
Ética se constituye como reflexión y disciplina precisamente porque la razón
humana es incierta, porque los seres humanos estamos con-viviendo en un
mundo interpretado, en un universo simbólico, en el que todo lo que hacemos y
decimos se eleva sobre un horizonte de provisionalidad.

La realidad es inseparable de la ficción porque es inseparable del lenguaje o de


los lenguajes, de la palabra o de las palabras y de los silencios, porque es
inseparable de las interpretaciones, porque vivimos en un “mundo interpretado”
en el que nunca nos sentimos seguros.

El giro narrativo de la Ética, aquí propuesto, asume que no existe ninguna


instancia meta teórica que legitime sus enunciados, ningún punto de vista
trascendental, ningún meta-léxico, ningún dogma que consiga escapar a las
figuras de las que nos servimos para construir sentido. Sólo la literatura es capaz
de narrar, en ocasiones dramáticamente, el flujo de la vida, su ambigüedad. El
poeta, el novelista –el narrador– renuncian al intento de reunir todos los aspectos
de nuestra vida en una visión única, de reescribirlos mediante un único léxico.
La razón literaria20, en la medida en que es una razón estética, es una razón
sensible al sufrimiento del otro o, en otras palabras, es una razón compasiva.
Sin una imaginación literaria no es posible conmoverse ante el mal. La educación
sentimental y literaria busca, pues, formar individuos que sean capaces de
indignarse ante el horror. La razón educativa desde el punto de vista literario es
una razón perturbadora, es una razón sensible a la humillación del otro.

You might also like