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Las ceremonias del adiós

Javier Méndez Vedia

Los ayoreos se deshacen rápidamente de los muertos y otros los velan durante días | si
se trata de un asesinato, familiares y conocidos apelan a ritos como amarrar cintas a los
pies. Esto evita -creen- que el asesino escape. Los guaraníes comparten una fiesta con
sus antepasados y no es raro que el moribundo tenga tiempo de despedirse de sus
conocidos

Tiene razón de extrañarse el investigador Vargas, de la ex PTJ, cuando va a levantar un


cadáver en el barrio donde viven los ayoreos: "No hay lágrimas y parece que tampoco
hay sentimiento. Me dicen lléveselo, ya huele mal. No hay velorio, ni velas ni oración, y
miran al muerto de lejos. Después, ni bien se llevan el cuerpo, ya están usando su
cuarto". No es que los ayoreos sean "bárbaros", como aún se les dice, ni "ateos".

¿Por qué despiden o ignoran así a sus muertos? Si no se ha convivido con los ayoreos,
no es posible dar una respuesta. El antropólogo Bernardo Fischermann conoce estas
comunidades, que consideran la existencia de un orégate, responsable de los aspectos
físicos de una persona, y un ayipié, que determina los aspectos psíquicos (como la
conducta social de un individuo). Cuando alguien muere, es porque el orégate ha
iniciado un viaje al país de los muertos, conocido como naupié. En ese país del
submundo, las almas (orégate) tienen nostalgia de sus parientes y desean que éstos los
sigan. Por eso se los muestran en sueños y les ofrecen comida. Si el durmiente come,
significa que va a morir. Para los ayoreos, los sueños tienen categoría de realidad,
porque es su propia alma la que, mientras duerme, se desprende y va al país de los
muertos. "Por eso se esfuerzan en olvidar a los que mueren, y prefieren no tener
recuerdos de ellos que estén cargados de afectividad. Evitan los objetos y los lugares
que los recuerden. Suelen poner en la tumba lo que fue de su propiedad", explica.

Es inevitable citar un hermoso mito que forma parte de la cosmovisión de esta etnia. Se
trata del chaboto o murciélago, que era una bruja muy poderosa que fue ejecutada por la
comunidad. "Aunque me maten, mi canto siempre va a anunciar algo. Si canto "sie, sie",
es porque se van a enfermar; si se oye "tué, tué", pueden estar tranquilos; pero si canto
"tu, tu", alguien va a morir con el vientre hinchado". Hasta hoy, los ayoreos llaman
"tutu" a la hinchazón del vientre.

Los que anuncian la muerte de una mujer son los monos fraile, que antiguamente, según
su leyenda, eran muchachas que jugaban y cantaban, hasta que una de ellas murió.
Entonces cambiaron la canción y ahora, cuando una mujer va a morir, los monos repiten
ese canto.

DEL ASESINATO COMO UNA DE LAS BELLAS ARTES

Uno de los casos que atendió Vargas empezó con la denuncia de unos vecinos. "Parece
que alguien botó un feto en el baño", le dijeron. Dentro de la letrina había una bolsa
negra. La sacaron con cuidado, y al desamarrarla, el investigador vio un par de zapatos
perfectamente amarrados el uno con el otro. En el barrio aún se hablaba de un reciente
asesinato. La mayoría había llegado de algún lugar del interior del país, donde no es
infrecuente que los criminales, siguiendo una vieja superstición, quiten los zapatos de la
víctima para que no los persiga ni los "haga soñar".

Vargas, con su olfato de viejo sabueso, notó que el cadáver que hacía poco levantó en
las inmediaciones no tenía zapatos. Los calcetines estaban limpios, así que antes de
morir, esa persona no estaba descalza. "Le robaron hasta los zapatos", dijo algún
curioso. Pero el móvil no fue el robo. Ahí estaban, para demostrarlo, el televisor, una
radiograbadora, algunas joyas y la billetera del asesinado. En varias ocasiones el
investigador ha encontrado zapatos en los techos o en los árboles. La creencia dice que
los calzados no deben tocar el suelo para que la víctima no vaya tras los pasos de quien
le quitó la vida.

Cuando se habla con Faustino Tapia es imposible no impresionarse. Es un hombre serio,


muy creyente y entregado a su labor. Hace 30 años que trabaja en la morgue del hospital
San Juan de Dios. Al principio, la cotidiana visión de cuerpos apuñalados, mutilados o
destrozados le produjo sueños espantosos. Se veía en medio de una laguna, rodeado de
cuerpos en descomposición. Despertaba llorando.

Un sacerdote le aconsejó leer la Biblia, y desde entonces los sueños han disminuido.
"No creo en fantasmas, imágenes ni bultos", cuenta. Hay algo que no ha podido
explicarse. Siempre cierra los ojos de los cadáveres, pero algunos vuelven a abrirlos.
"Lo hago cuatro, cinco, seis veces y se abren nuevamente —cuenta—. Sólo los cierran
cuando llega un pariente o conocido. Es como si el pobre estuviera esperando". El día
que lo entrevistamos, llegó un joven clefero apuñalado. No cerró los ojos hasta que
apareció una monja que lo conocía. Fue su adiós postrero.

Antes de llegar a Santa Cruz, Faustino trabajaba en la morgue del Hospital del Milagro
en Córdoba (Argentina). Llegaron los cuerpos de un matrimonio que había sido
asesinado en su casa. Los asesinos, dos prófugos de la cárcel, se llevaron el jeep de la
pareja. Un policía argentino le pidió a Faustino: "Por favor, póngales esta cinta roja a
los pies. Va a ver que no van a pasar tres días hasta que los agarren". Dicho y hecho.
Los prófugos nunca pudieron vencer el cerco de la policía. La historia se repitió en
Santa Cruz de la Sierra. Un matrimonio, acusado de un crimen que Faustino no
recuerda, fue escoltado desde la cárcel (que antes estaba cerca del segundo anillo). La
pareja hundió un cuchillo entre las costillas del policía, y la punta hirió el corazón.
Ambos huyeron en un Land Rover. Un coronel le pidió que amarrara los pies y las
manos del cadáver con una cinta. A los tres días fueron atrapados en Cotoca.

Para este devoto lector de la Biblia, poner comida, refrescos y huevos en el ataúd no
está estipulado en las Sagradas Escrituras. Considera que colocar monedas en la boca de
un fallecido para encontrar a un ladrón es "antirreligioso". Lo único que no ha cambiado
en todos estos años es la periódica llamada que escucha. Tres golpes fuertes antes de
que una voz le grite "¡Faustino!". Pese a que se ha abalanzado varias veces a la puerta,
nunca ha podido ver quién le habla y desaparece.

LO VI ANTES DE MORIR

Faustino cree que el alma inmortal va "por delante" de todos los seres humanos. Sabe
adónde va y cuál es su tarea. Por eso —afirma— no es raro que 10 minutos antes de un
encuentro, una persona "vea" a la otra. De alguna misteriosa manera, hay personas cuya
energía vital, alma o espíritu, antes de morir se despide de lugares y personas donde
estuvo. Extra habló con un médico que prefiere no revelar su nombre para proteger su
ejercicio profesional. Su abuelo, durante sus últimos días, despertaba de los sopores de
la enfermedad con una sonrisa pícara y a veces se oían sus carcajadas. "¿Qué fue,
abuelo?", le preguntaban. "Estuve en Portachuelo —respondió—. Vi a una mujer y la
asusté. Soltó el atadijo que llevaba en la cabeza". El médico está convencido de que el
anciano estaba "desandando".

Otro caso. El joven Rafael (nombre supuesto) está cerca de su madre, que ha sufrido un
extraño desmayo. Ella respira normalmente, pero no responde cuando le hablan.
Minutos después, despierta y sus primeras palabras son desconcertantes: "¡Ay, que he
vuelto cansada!. Déjeme dormir y después le cuento dónde estuve, mi hijito". A los
pocos días, la mujer dejó de existir.

Hay una forma de adiós que conoce Adolfo Valdivia, dueño de una de las funerarias
más conocidas de La Paz. Cuando está en su oficina y oye el crujido de uno de los
ataúdes, es seguro que alguien ha venido a ‘escogerlo’. "Lo he comprobado muchas
veces. Es algo real", cuenta. El dueño de otra funeraria que está cerca del hospital San
Juan de Dios, en Santa Cruz de la Sierra, lo confirma: "Cuando un cajón suena, es
porque se va a vender. De eso puedo dar fe", afirma, convencido.

Una de las despedidas más espeluznantes fue vivida por Runny Callaú, de la Fundación
SAR. Estaba buscando a una persona que se extravió en la zona de San José de
Chiquitos cuando el grupo de rescate comenzó a sentir que algo los rodeaba. "Tal vez
digan que estoy loco, pero el dueño del monte no nos permitía encontrarlo. Quería
desviarnos. Una de la voluntarias quedó —acompañada— en el campamento, lastimada
en la rodilla. El resto de nosotros salió a las cinco de la mañana, y a las 11 llegamos al
punto donde dimos la búsqueda por terminada. Nos persignamos y andamos por el
monte. A esa hora, las que se quedaron en el campamento oyeron nuestras voces como
si estuviéramos cerca. Y repitió exactamente las palabras que dijimos. La intención era
que se movieran de ese punto para distraernos. Peleábamos contra algo sobrenatural".
Poco antes, uno de los rescatistas escuchó claramente: "¡Váyanse, carajo. No los
queremos aquí!". Miró a sus compañeros, pero nadie parecía haber escuchado nada. Un
curandero les había advertido que el hombre perdido estaba muy débil, bajo un árbol, y
que el “dueño” del monte no quería soltarlo. "Tienen que apurarse", les advirtió. Pero el
hombre no apareció nunca. Al volver a la ciudad, Callaú escuchaba golpes en la pared.
"Qué más querés. Ya te quedaste con él", respondía. Los ruidos y golpes cesaron poco
después.

MUERTE EN CHIQUITOS

El cheeserúsch (o chamán) cierra la boca del cadáver y tapa la nariz y los oídos, para
que el alma —considerada peligrosa— no regrese. Se suele quemar una palma en la
tumba, y no es raro envolver al difunto con sus ropas. Se desamarran sus manos y pies
para que el alma suba sin problemas al cielo. Poco antes de la sepultura, las personas
saltan sobre la tumba abierta para engañar a las otras almas. Días después del entierro,
el cheeserúsch vuelve a la tumba y observa las grietas sobre la tierra. Así puede deducir
si quien mató al difunto fue un brujo u oboísch.
Si hay ruidos en la casa, se cuelga sábila para que el alma no ingrese. Si el alma se ha
quedado en las chacras y se ve que los frutos no maduran, el cheeserúsch llama al alma
a la casa y luego, con un látigo, la expulsa. Corre persiguiendo al alma en dirección
opuesta al sembradío, hasta que está seguro de que se ha marchado. Cuando muere un
niño, el llanto es aplacado por la creencia de que son los únicos que vuelven para
reencarnarse en otro pequeño.

Filippo Cestari, autor de “Chamanismo y muerte en la Chiquitania”, recogió esta


información en San Antonio de Lomerío. No le costó tanto, porque —explica— el
chiquitano es la mezcla de varias razas nativas y tienen una natural disposición a recibir
al extranjero. En la zona de Isoso su trabajo fue más difícil, porque los guaraníes, que
nunca fueron conquistados, son más cerrados. Hace un mes, los ipayes (o chamanes)
vieron que una persona causó la muerte de otra. El castigo consiste en expulsarlo,
cortarle las orejas o, como ocurrió el año pasado, quemar al acusado y luego arrastrarlo
con un caballo antes de sepultarlo.

En Tentayape, zona guaraní del Chaco chuquisaqueño, un moribundo convoca a toda la


comunidad. Sobre el patio de tierra destacan los colores encendidos de los tipóis. Todos
guardan silencio. Uno a uno, parientes y amigos llegan hasta el lecho del que pronto va
a partir. Escucha disculpas, se distrae y regala sus últimas palabras. Nunca se siente
solo. Cuando exhala el último suspiro, y después del velorio, volverá a la casa, donde es
enterrado. Así acompañará siempre a los suyos. Tal vez vuelva para la fiesta de los
vivos y de los muertos, que los blancos llaman carnaval. Llevará una máscara y hablará
con los vivos, como explica el antropólogo Jürgen Riester. “No es raro que, si alguno
acumuló muchos bienes, el muerto le pida comida. La acumulación no está bien vista
entre chiquitanos, ayoreos e isoseños”, dice.

Adolfo Valdivia cuenta que es frecuente volcar las sillas después del velorio, para que el
muerto no se lleve a nadie. Por ese mismo motivo, se cree que cuando las manos
cruzadas sobre el pecho se sueltan, es porque se llevará a otra persona.

Los afrobolivianos volcaban la mesa después de sacar el cadáver y echaban ceniza en la


puerta. Si había huellas, alguien moriría. Había lugares para descansar y jacucir (llorar)
al muerto en su camino final. Luego se cantaba el desgarrador mauchi, que es un rezo
cantado. Todos agitaban un pañuelo blanco de abajo hacia arriba mientras cantaban. A
los ocho días, se hacía la jayriya, que consiste en lavar la ropa del fallecido y quemar
sus cosas viejas. A la medianoche, se despedía definitivamente al alma. Cantaban el
dulce Jesús mío y se iban todos a la casa.

Aunque muchos de estos ritos ya no se practican, ¿qué despedida escogería para usted?

Entre Julio y Septiembre, en el periodo de secas, algunos pueblos de Madagascar, una


isla que está frente a Africa, cada siete años celebran unos extraños ritos funerarios.
Estos consisten en desenterrar a los muertos para darles una limpiada, y después
celebran la fiesta Famadilhani -el retorno de los muertos-, que dura de dos a tres días.
Así, según las creencias de sus habitantes, ganan el aprecio de sus espíritus para que les
vaya bien en el mundo de los vivos... Esto si que es de Enterarse y Sorprenderse!

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