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La ternura: lo que el tsunami no se llevó

Martes, 15 de Marzo de 2011 11:13

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María Teresa Ruiz Martínez

Resulta reconfortante para el alma presenciar en medio del feroz drama que sacude al Japón,
escenas que dan testimonio de amor y respeto, pero sobre todo, de ternura.

Si, de ternura. Expresión que reúne respeto, cariño y reconocimiento. Sentimiento que
proporciona sostén emocional, pero que lastimosamente se encuentra en vías de extinción por
el efecto ametrallante de la rutina, por el acelere que se ha posesionado de la vida. Ese algo
indispensable que a pesar de ser un derecho fundamental, no se defiende, no se reivindica.
Incluso, nos privamos de opinar sobre ella. Nos produce vergüenza. Creemos que al revelar
que somos capaces de experimentarla quedamos expuestos y vulnerables.

Nada más equivocado. La ternura, además de ser fuerte, es símbolo de fortaleza porque vence
el miedo de permanecer oculta.

Por integrar nuestra esfera íntima y privada, hemos relegado la importancia de la ternura.
Perfumamos profusamente nuestros cuerpos al salir de casa. Pero se nos ha olvidado
impregnar de ternura las rutinas de la vida cotidiana. Tanto en lo privado como en lo público.
Y cuando por cualquier circunstancia nos dejamos abrazar por ella en público, solemos
excusarnos ‘por la debilidad’.

La ternura no es un tema que suela preocupar ni ocupar siquiera, la mente de nuestros


dirigentes políticos. A ellos les ocupan otras cosas. Más materiales y rentable$. Ni siquiera la
de los docentes –con algunas afortunadas excepciones–, que desdeñan su capacidad
multiplicadora y se esconden tras armaduras rígidas y frías que no dejan una sola fisura por la
que un poco de ternura pueda filtrarse.

Sin embargo, los seres humanos necesitamos de ella. De una o más dosis diarias. Todos. Sin
excepción. Y si experimentar ternura es una necesidad sentida de los adultos -por más
poderosos, influyentes e inteligentes que puedan ser- imaginemos cómo la necesitarán los
menores, niños y niñas, víctimas frecuentes del maltrato, de la violencia, de la intolerancia.

En este punto no puedo evitar traer a colación el caso, recientemente conocido, del niño de 19
meses al que la persona encargada de cuidarlo en ausencia de sus padres, maltrataba
ferozmente. Imagino que sus 41 años le proporcionaron alguna tranquilidad a los padres de la
criaturita. Ya no era una jovencita inmadura e impaciente. Pero con seguridad fue una menor
que sufrió profundas privaciones afectivas. Eso no la justifica. De ninguna manera. Pero si nos
ratifica la importancia del sentimiento en la vida humana.

Por eso me entristece ver cómo la ternura parece estar ‘out’. Se ha minimizado al máximo su
importancia. La hemos dejado abandonada en estado de crisálida, sin permitirle desarrollarse.
Prevalece la concepción del mundo como campo de batalla. Vemos en cada prójimo próximo
un rival en la lucha por sobresalir, por triunfar, por conquistar. Le quitamos su lugar y dejamos
que lo ocupen la dureza y la agresividad. Nos dedicamos a una feroz competencia con todos
por todo.

Cada día más hombres y mujeres son reemplazados por máquinas, capaces de realizar con
perfección cualquiera de las funciones que antes, de manera imperfecta hacían los humanos,
pero incapaces de expresar de forma alguna afecto o ternura. Y nos vamos acostumbrando a
ello.

De manera equivocada y absurda se ha pretendido expulsar a los individuos del género


masculino del territorio de la ternura. Se les ha inculcado que dar muestras de ella es síntoma
inequívoco de debilidad, que frenará su avance en el camino del progreso personal,
profesional, económico. Que los dejará anclados como individuos de menor categoría. Cuando
en realidad los varones están en todo el derecho de recibir tratos tiernos, pero también les
asiste el deber de brindarlos.

Por eso las escenas que se ven en Japón, que muestran a hombres adultos movilizando a
ancianos, cargados a su espalda, enternecen. Nos demuestran que aún en los peores
momentos de la vida la ternura es clave para sucumbir, para salir victoriosos.
La capacidad afectiva del ser humano no tiene más límites que los que nosotros mismos le
imponemos. Nada más importante que experimentar afecto. No sólo recibirlo, también
necesitamos acariciar. Tenemos que ser capaces de desbordar ternura, de reemplazar con ella
la aspereza y la hostilidad que hoy por hoy dominan las relaciones sociales.

Ensayemos la ternura no sólo con las personas. No solo entre esposos, ni entre padres e hijos.
Extendámosla a los hermanos, los amigos, los vecinos, los compañeros. También a los
animales, a la naturaleza, a las cosas.

Experimentemos el poder liberador de la ternura traducida en caricias. Y ello sólo será posible
si abandonamos la estrategia de guerra que se nos ha impuesto, si confiamos y estamos
seguros de nosotros mismos. Hay que practicarla sin avergonzarnos, sin creer que eso nos hace
vulnerables. No podemos permitir que los afanes de la vida enturbien la sensibilidad necesaria
para reconocer al hermano que necesita amor.

Por eso hoy la invitación es a practicar la ternura. A convertirnos en guerreros que luchan por
hacer que la ternura se de como planta silvestre en el terreno de la vida. En la familia, en el
trabajo, con quienes nos relacionamos diariamente. La ternura es entrega y lo mejor, es
posible mediante actos tan sencillos como el gesto amable, la escucha atenta, el experimentar
real interés por el otro. Estoy segura que brindando ternura nos sentiremos y seremos más
felices.

La ternura, lo que el tsunami en Japón no se llevó. Se mantuvo en pie. Imbatible ante un mar
ebrio y desbocado.

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