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2 Costumbres
El guardó silencio. Aún estaba sentado como al principio, con las piernas cruzadas bajo la butaca,
que no paraba de crujir, inclinado hacia Madame Chauchat, con su gorro de papel, y con el lapicero
que ella le había dado entre los dedos.
Los ojos azules de Hans Castorp contemplaban el salón, que había ido quedando vació. Los internos
se habían dispersado. El piano en el rincón de enfrente de ellos, no sonaba más que muy bajito, solo
tocaba retazos de música; el enfermo de Mannheim tocaba con una sola mano, y a su lado estaba
sentada la institutriz, hojeando una partitura que tenía sobre las rodillas. Cuando la conversación
entre Hans Castorp y Clavdia Chauchat expiró, también el pianista cesó de tocar, dejando caer sobre
sus rodillas la mano que había acariciado el teclado, mientras la señorita Engelhart continuaba
mirando la partitura. Las cuatro únicas personas que habían quedado de la fiesta del Carnaval
estaban sentadas, inmóviles. El silencio duró unos minutos. Lentamente las cabezas de la pareja del
piano parecieron inclinarse por su propio peso, y más y más; la de la joven de Mannheim hacia el
teclado, la de la señorita Engelhart hacia la partitura. Por fin, los dos a un tiempo, como si se
hubieran puesto secretamente de acuerdo, se pusieron en pie y , sin ruido, evitando volverse hacia el
otro lado del saloncito, que seguía ocupado, con la cabeza baja y los brazos colgantes, el joven de
Mannheim y la institutriz se alejaron juntos a través de la sala de lectura.
-Todo el mundo se retira –dijo Madame Chauchat-. Eran los últimos; se hace tarde. Bien, la fiesta
de carnaval ha terminado. –Y levantó los brazos para quitarse el tricornio de papel de sus cabellos
rojizos, peinados con una recogida alrededor de la cabeza como una corona-. Conoce las
consecuencias señor.
Hans Castorp, sin embargo, con los ojos cerrados protestó sin cambiar de posición.
-Jamás, Clavdia. Jamás te hablaré de “usted”, jamás en la vida ni en la muerte, si se puede decir
de ese modo… Esa manera de dirigirse a una persona, que es del Occidente culto y de la
civilización humanitaria, me parece bastante burguesa y pedante. ¿Para qué, en el fondo, de la
forma? ¡La forma es la pedantería por sí misma! Todo lo que has fijado en consideración de la
moral, tú y tu compatriota sufrido, ¿quieres que eso me sorprenda? ¿Por qué tonto me tomas?
Dime entonces qué piensa de mí.
-Es algo en lo que no pienso mucho. Eres un pequeño bonachón, conveniente, de buena familia y
de aspecto apetecible, disciplina dócil de sus preceptores y que volverá bien pronto a sus lamentos
para olvidar completamente que ha hablado en sueño y para ayudar a convertir a su país grande
y poderoso por su trabajo honesto en el taller. Esa es la foto íntima hecha sin máquina. Lo
encuentras exacto, ¿verdad?
-Te faltan algunos de talles que Behrens encontró.
-¡Ah! Los doctores los encuentran siempre, ellos conocen.
-Hablas como el señor Settembrini. ¿Y la fiebre? ¿De dónde viene?
-Vamos, es un incidente sin consecuencia que pasará de inmediato.
-No Clavdia, sabes bien que lo que dices, no es verdad, y lo dices sin convicción, estoy seguro. La
fiebre de mi cuerpo y el latido de mi corazón cansado y el estremecimiento de mis miembros es
todo lo contrario a un incidente, porque no es otra cosa –y su rostro pálido, de labios temblorosos,
se inclinó hacia el de Madame Chauchat- nada más que mi amor por ti, sí, ese amor que me
agarró en el momento, en que te vieron mis ojos, o más bien que reconocí cuando te reconocía a ti,
y fue él, evidentemente, quien me ha traído a este lugar…
-¡Qué locura!
-Oh, el amor no es nada si no es locura, una cosa insensata, defendida y una aventura en el mal.
De otro modo es una banalidad agradable para hacer pequeñas canciones tranquilas en los
lamentos- Pero en cuanto a eso de que te reconocí y reconocí amor por ti, sí, es verdad, ya te
conocía antes, a ti y a tus ojos maravillosamente oblicuos y tu boca y tu voz con la que hablas, una
vez ya, cuando era colegial, te pedí un lápiz para hacer, por último, a tu conocimiento del mundo,
porque yo te amaba irracionalmente, y es que ahí, sin duda, de mi antiguo amor por ti que me
quedan las marcas, que Behrens encontró en mi cuerpo y que indican que antaño también estaba
enfermo…
Sus dientes rechinaron. Había sacado un pie debajo de la infame butaca que no paraba de crujir
mientras fantaseaba y, al moverlo hacia delante, como con la otra rodilla casi tocaba el suelo,
parecía arrodillado ante ella, con la cabeza inclinada y temblando con todo su cuerpo.
-Te amo -balbuceó- te he amado siempre, porque tú eres el Tú de mi vida, mi amor, mi suerte, mi
ambición, mi eterno deseo.
-¡Vamos, vamos! –dijo ella- Si tus preceptores te vieran…
Pero él meneó la cabeza desesperado, mirando a la alfombra, y contestó:
-Me importaría un bledo, me importan un bledo todos esos Carducci y la República elocuente y el
progreso humano en el tiempo, porque ¡te amo!
Ella le acarició dulcemente la cabeza, con los cabellos cortados al tape en la nuca.
-Pequeño burgués –dijo-. Lindo burgués con la pequeña peca húmeda. ¿Es verdad que me amas
tanto?
Y, hechizado por este contacto, ya completamente de rodillas, con la cabeza echada hacia atrás y los
ojos cerrados, él continuó hablando:
-Oh, el amor, sabes… el cuerpo, el amor, la muerte, de estos tres no se hace más que uno. Porque el
cuerpo, es la enfermedad y la voluptuosidad y es él quien hace la muerte; sí, ambos son carnales,
el amor y la muerte, ¡de ahí el terror y su gran magia! Pero la muerte, entiendes es una cosa con
mala fama, imúdica, que hace sonrojarse de vergüenza (mucho más alta que la vida, alegre
ganando monedas y atiborrándose la panza, mucho más venerable que el progreso alcanzado 4
por el tiempo), porque ella es la historia y la nobleza y la compasión y lo eterno y lo sagrado que
nos hace tirar el sobrero y caminar sobre la punta de los pies… Ahora bien, de igual manera, el
cuerpo también y el amor del cuerpo, son una cosa indecente y nefata y el cuerpo enrojece y
palidece en la superficie por horror y vergüenza de sí mismo. Pero también es una gran gloria,
adorable imagen milagrosa de la vida orgánica, santa maravilla de la forma y la belleza y el
amor por él, por el cuerpo humano, es al mismo tiempo un interés extremadamente humanitario y
una potencia más educativa que toda la pedagogía del mundo… ¡Oh!, encantadora belleza
orgánica que no se compone ni de pintura de óleo ni de piedra sino de materia viva y corrompible,
plena del secreto febril de la vida y de la putrefacción. Observa la simetría maravillosa del edificio
humano, los hombros y las caderas y los pezones florecientes de una parte y de otra sobre el
pecho, y los lados organizados por partes y el ombligo en medio del blando vientre y el sexo
obscuro entre los muslos. Observa los omoplatos cambiarse sobre la piel suave de la espalda y el
espinazo que desciende sobre la lujuria doble y fresca de las nalgas y las grandes ramas de vasos
y de ligamentos que pasan del tronco a las extremidades por las axilas, y cómo la estructura de los
brazos corresponde a la de las piernas. ¡Oh Las dulces regiones de la unión interior del codo y de
las cosas con su abundancia de delicias orgánicas bajo sus cojines de carne. Qué fiesta la de
acariciar esos lugares deliciosos del cuerpo humano, ¡Fiesta para morir sin lamentos después! Sí,
por Dios, ¡déjame percibir el olor de la piel de la rótula, bajo el cual la ingeniosa cápsula articular
secreta su aceite resbaladizo. ¡Déjame tocar devotamente de mi boca la arteria femoral que vate
4 La frase en francés: beaucoup plus vénérable que le progres qui lavarde par le
temps. No encontré definición para “lavarde”.
enfrente del muslo y que se divide más abajo en las dos arterias de la tibia! ¡Déjame sentir la
exhalación de tus poros y palpar tu vello, imagen humana de agua y de albúmina, destinada a la
anatomía de la tumba, y déjame reposar mis labios en los tuyos!
No abrió los ojos después de haber hablado. Permaneció tal y como estaba: con la cabeza inclinada,
las manos, que sostenían el pequeño lapicero de plata, extendidas delante de él, arrodillado y sin
parar de temblar y estremecerse. Ella dijo:
-Eres, en efecto, un caballero que sabe cómo solicitar de una manera profunda, a la alemana.
Y le puso el gorro de papel.
-¡Adiós, mi príncipe Carnaval! Tendrás una mala racha de fiebre esta tare, te lo predigo.
Dicho esto, se levantó de su sillón, cruzó la alfombra para dirigirse a la puerta, vaciló un momento
en el umbral y, dando media vuelta, con uno de los desnudos brazos levantado y la mano en el
picaporte, dijo en voz baja y por encima del hombro:
-No olvide devolverme mi lápiz.
Y salió.