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I. La función profética
a. El profeta normativo
c. Predecir y pregonar
Segundo, las predicciones surgen del hecho de que los profetas hablan en
el nombre del Santo que gobierna la historia. Hemos notado anteriormente que
los profetas fueron llamados sobre todo al conocimiento de Dios, y de ahí su
discernimiento en cuanto a lo que él había de hacer mientras guiaba el acaecer
de la historia según los inmutables principios de su naturaleza santa. Como
profetas, pues, poseían la información básica de los caminos de Dios, puesto
que Dios había declarado su nombre para siempre por medio de Moisés y por
la lección del éxodo (Ex. 3.15). Los profetas estaban informados en cuanto a
los secretos del Señor (Am. 3.7).
a. Modos de Inspiración
b. Modos de comunicación
Por el examen de los libros mismos hallamos tres indicios que echan luz
sobre la cuestión de su composición literaria. Primero, los profetas mismos
escribieron por lo menos algunos de sus oráculos (por ejemplo Is. 30.8; Jer.
29.1 siguientes; 2 Cr. 21.12; Jer. 29.25; el uso de la primera persona en Os.
3.1–5); segundo, en el caso de Jeremías, por lo menos, el profeta disponía de
la ayuda de un secretario para redactar amplias declaraciones proféticas (Jer.
36), y se transmiten y se anotan las instrucciones a este efecto como cosa
normal; y tercero, vinculados con ciertos profetas vemos grupos de discípulos,
quienes, por lo que podemos suponer, recibían las enseñanzas del maestro,
siendo muy probable que actuasen como depositarios de sus oráculos. Isaías
se dirige a un grupo de personas llamándolos "mis discípulos" en Is. 8.16. Las
pruebas no son abundantes, pero ellas parecen sugerir que el mismo profeta,
en último término, era responsable de la redacción de sus mensajes, ya sea
realizando la tarea personalmente, dictándolos a un secretario, o como parte de
su enseñanza. Es muy probable que los oráculos de Isaías se hayan compilado
en su forma actual para suplir la falta de un manual de instrucción para uso de
sus discípulos.
a. Profetas cúlticos
Resulta difícil ver cómo puede ser estable una teoría cuando descansa
sobre fundamentos tan frágiles. Por ejemplo, la relación aparentemente firme
que se estableció entre profeta y templo debido a la adjudicación de aposentos
en Jer. 35.4, pierde totalmente su fuerza por el hecho de que el mismo
versículo habla de aposentos asignados a los príncipes. Además, el que
hubiera profetas y cofradías en centros cúlticos puede no significar más que el
hecho de que ellos también eran personas religiosas. A Amós lo encontramos
en el santuario en Bet-el (7.13), pero esto no prueba que se le pagara para que
estuviera allí. La consulta de los profetas por parte de David dice más en
cuanto a su propio buen sentido que en cuanto a las asociaciones cúlticas de
sus profetas. La teoría de los profetas cúlticos sigue siendo una teoría.
Aun cuando pudiera probarse la teoría del profeta cúltico, todavía quedaría
sin resolver la relación del profeta canónico, o escribiente, con el culto. El
criterio de los profetas acerca del culto constituye un arduo problema de
interpretación, y gira en torno a seis breves pasajes que según algunos
contienen una franca condenación de toda adoración cúltica, y una negación de
que ella haya sido jamás la voluntad de Dios (Am. 5.21–25; Os. 6.6; Is. 1.11–
15; 43.22–24; Mi. 6.6–8; Jer. 7.21–23).
Según Pr. 8.10, lo que tenemos que hacer se expresa así: "Recibid mi
enseñanza, y no plata; y ciencia antes que el oro escogido." Esto,
evidentemente, es una afirmación de prioridades, no la exclusión de una cosa a
favor de otra. La importancia de este versículo es que el hebreo es
exactamente paralelo a Os. 6.6 en construcción. A la luz, por lo tanto, del
hecho de que Oseas no mantuvo una actitud de rechazo hacia el culto en el
resto de su profecía, podemos sostener que lo que aquí se propone es una
afirmación de prioridades tal como la que adquirió su expresión clásica en las
palabras de Samuel: "El obedecer es mejor que los sacrificios" (1 S. 15.22).
Veamos ahora Mi. 6.6–8. Tenemos una situación bastante análoga en las
palabras de nuestro Señor al joven rico (Mr. 10.17ss). Mediante su respuesta
excluyente en función de la ley moral, ¿se propone negar la autoridad divina de
la ley ceremonial del sacrificio de expiación? En vista de su constante
preocupación por la legislación mosaica (por ejemplo Mt. 8.4), sin mencionar su
autenticación de las condiciones de los sacrificios veterotestamentarios
mediante la enseñanza relativa a su propia muerte (Mr. 14.24), esta es una
interpretación improbable de las palabras. Además, podríamos preguntar si Lv.
18.5, que presenta la ley moral como forma de vida, se propone invalidar la ley
ceremonial. De la misma manera, en el caso de Miqueas, no debemos
entender que rechaza todo aquello que no aprueba específicamente.
Jesús aceptó este título, entre otros, y lo usó para referirse a sí mismo (Mt.
13.57; Lc. 13.33), y también aceptó el título de maestro (Jn. 13.13), como así
también, por deducción, el de escriba (Mt. 13.51–52). Los apóstoles llegaron a
comprender que el cumplimiento final de la profecía de Moisés (Dt. 18.15 y
siguientes) acerca del profeta semejante a el, que Dios levantaría de entre los
muertos, se daba en Cristo mismo (Hch. 3.22–26; 7.37; Mesias). Sólo que en el
caso de Jesús no estamos ante un profeta simplemente, sino ante el Hijo, a
quien no se le da el Espíritu por medida, y en cuyo ministerio de enseñanza,
por lo tanta, se combinan perfectamente los ministerios de profeta y maestro, y
en quien se alcanza el punto máximo de la revelación profética (Mt. 21.33–43;
Lc. 4.14–15; Jn. 3.34). Sin embargo, más que como al más grande de los
profetas, vemos en Jesús al que envió a dichos profetas (Mt. 23.34, 37), aquel
que no se limita a dar a conocer la palabra de Dios sino que es él mismo la
Palabra (o Verbo) hecha carne (Jn. 1.1–14; Ap. 19.13; Logos).
Jesús predijo que habría gente que profetizaría en su nombre (Mt. 7.22;
aunque debemos prestar atención a su advertencia en cuanto a confiar en esta
o alguna otra obra como medida del nivel espiritual personal), de modo que
repetidas veces se menciona la profecía como uno de los dones del Espíritu
Santo, que Cristo derrama en sus miembros para que funcionen como su
cuerpo en cada lugar (Ro. 12.4–7; 1 Co. 12.10–13; 1 Ts. 5.19–20; 1 P. 4.10–
11; Ap. algunos pasajes.). Este don se diferencia tanto del de lenguas como del
de interpretación, como así también del de enseñanza. Difiere de los primeros
en que se trata de un hablar inspirado por el Espíritu de Dios al hombre,
mientras que el don de lenguas y el de interpretación van del hombre hacia
Dios (Hch. 2.11; 10.46; 1 Co. 14.2–3); difiere del último (al igual que en el AT)
en que es una expresión (frecuentemente en el nombre del Señor)
inmediatamente inspirada por revelación directa del Espíritu Santo, mientras
que la enseñanza depende del paciente estudio y exposición de la verdad ya
revelada. (La profecía bajo inspiración del Espíritu adopta también a menudo
forma de reiteración de conceptos ya revelados en las Escrituras, como ocurría
también en el AT.)
"Los espíritus de los profetas están sujetos a los profetas" (versículo 32),
de modo que no deben abusar de la profecía personas que sucumben ante un
frenesí extático supuestamente incontrolable, ni debe ser ejercido sin el rontrol
de otros miembros del cuerpo (en especial ancianos y profetas) que estimen y
disciernan la exactitud, la confiabilidad, y la verdad de las proclamaciones que
pretendidamente provienen del Espíritu Santo (versículos 29–33). Sin duda
fueron esos abusos los que hicieron que el apóstol escribiera a otra joven
iglesia, "no apaguéis el Espíritu. No menospreciéis las profecías. Examinadlo
todo, retened lo bueno" (1 Ts. 5.19–21), actitud similar a la que muestra hacia
el don de lenguas en 1 Co. 14.39–40.