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A petición y la muerte que está a dos metros

Y aunque de manera tosca y descortés sea defenestrado del cubículo, no siento


odio hacia ella pues no considero juntas las generalizaciones y, más aún, si se que
no todas las chicas reunidas en el doce son así.
La verdad es que, ahora, tengo ganas de llorar porque tantas cosas
decepcionantes me han pasado hoy. Bajo el volumen de este aparato blanco
envuelto en una especie de media que hace las veces de envoltura de marca de
celular puesto que un señor me lo pide.
Se que lo que dije fue, en un momento de clara insensatez, dolió a una persona a
la que nunca pensé y quise hacerle daño.
Ahora que me percato que, como las dictaduras temen a las reacciones del
pueblo, yo también.
Por fin, después de tanto tiempo y, para una tan pero tan alegre reacción de casi
todo el país, por tres goles a uno, ganamos el partido inaugural de Perú. Claro
que, aunque mi corazón me dice que vamos a ser campeones de América, mi
cerebro le dice que no, haciendo que el primero recuerde todas las decepciones,
todas.
Ahora, después de haberme tratado tan feo y sin reparar nada más en lo que
pensaba sobre mi, de manera errada, ella cambia de sitio con la chica que tiene el
mismo nombre de la que fuera mi primera vez y, cuyo recuerdo, aun guardo con
tanto desprecio, odio y rencor, Stephany.

¿Por qué no me dejas quedarme? – mi corazón palpitaba cada vez más lento,
quería detenerse hasta matarme - Porque no quiero, porque no me da la gana,
porque te vas a copiar – sin reparo soltó el comentario – Pero ya lo he acabado,
además, no me copiaría de nadie. Después de haber dicho lo último, me fui de ese
lugar con ganas de llorar.
Otra vez, retiro la media, busco el botón del volumen y bajo el volumen pues,
ahora, una señorita, con una nariz prominente y respingada, con una sonrisa, me
lo exige a manera de petición.
No tengo la más mínima idea de lo que hago en este lugar y no me refiero al
mundo, al Perú, a Lima, a mi casa, no, me refiero a estricta y literalmente a este
lugar, la biblioteca, el pabellón I, en esta silla y escribiendo con un lapicero, que
casi no tiene tinta, naranja y de un instituto con dos sedes muy lejanas de este
lugar.
Si no se han preguntado porque, si no tengo clases y vivo tan cerca, por que no
me voy a mi casa a escuchar a Silvio citar las palabras de Bertolt Brecht: hay
hombres que luchan un día, y son buenos, hay otros que luchan un año, y son
mejores, hay quienes luchan muchos años, y son muy buenos, pero hay los que
luchan toda la vida, esos son los imprescindibles, y luego acompañarlo con una
armoniosa guitarra, es que les pasa lo mismo. Es que detestan la soledad de un
departamento que, siendo para tres personas, siempre está vacío, y yo, cuando
estoy en el, solo y, recordando a un grupo argentino, me corrijo, mas bien,
acompañado por nadie. No me he acostumbrado, ni lo quiero hacer, a vivir así,
así, que tu mamá te llame para decirte que va a llegar tarde y que, como siempre,
comeras solo, disculpen, acompañado por nadie.

Veo a Stephany pararse. Su jean, polo negro con blancas mangas, me obligan a
pensar en la primera que conocí y amé para, recién, darme cuenta que no se
parecen en nada.

Como en un colegio, llevó su mascota, nueva, pequeña, adorable, negra, un


conejo. Fue la sensación de la clase en el momento en que la modorra gana al
trabajo en grupo. Lo cargue con mi mano izquierda y le sobé los pelos de las
espalda y, después de hacer movimientos con su boca, se empezó a quedar
dormido ¿será verdad que, según muchas gentes, se mueren si los tocas mucho?
No quiero pensar en eso. No quiero pensar que fuese cierto.

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