You are on page 1of 4

El último click (Héctor Ricci)

Adalberto Pistoy nunca tuvo buena memoria. Sólo le alcanzaba para lo imprescindible. Sin
embargo ese déficit no le impidió destacarse en el estudio de la matemática. Desde chico,
asombraba a sus maestros y profesores con la increíble velocidad y la exactitud de sus cálculos.
También en la Facultad de Ciencias Exactas siguió descollando, hasta recibir con honores el
título de Profesor de Matemática, aunque casi llega tarde a la ceremonia ya que no se acordaba
de la hora a la que estaba prevista.
Al inicio de sus estudios se manejó con la ayuda de una regla de cálculo, luego con una
máquina manual de calcular de tipo mecánico - la famosa Facit una especie de ábaco metálico a
manija - y por último, ya en el final de su carrera , con las calculadoras eléctricas, después
electrónicas. Se jubiló como docente universitario sin haber conocido las computadoras.
Sus alumnos lo admiraban por su conducta intachable y el entusiasmo y claridad que tenía
para resolver y explicar los ejercicios. Daba gusto ver cómo los iba desarrollando casi al unísono
con la clase, que ignoraba que su poca memoria nunca le permitió repetir alguno mecánicamente,
obligándolo a hacerlo siempre como la primera vez.
Ahora, a pesar de sus casi 80 años, la claridad de su mente siempre entrenada , lo seguía
distinguiendo notablemente de sus compañeros del geriático donde vivía, aunque muchas veces
eran ellos quienes le debían recordar que tomase sus remedios y algunas otras cotidianeidades .
En el grupo, parecía uno más, pero mirándolo de cerca, en sus ojos verde raro se apreciaba un
singular brillo transparente. Eso lo diferenciaba claramente del resto porque esas dos redondas
ventanitas permitían espiar su gran inteligencia.
Familiarmente siempre le dijeron Tito, aunque en el geriátrico casi todos le decían
Profesor. Su aspecto y sus costumbres invitaban al apodo académico. Serio, delgado, de cara
angulosa, con una recortada barba blanca y abundante cabello canoso, era esmerado en su
higiene y vestimenta y no aparentaba su edad. Sólo usaba anteojos para leer y para escribir sus
interminables cálculos y ecuaciones destinados, según él, a su publicación post mortem.
Su inveterada alergia y algunos otros achaques físicos, su ya larga viudez y su escasa
familia habían contribuido a la decisión de elegir ese lugar para vivir: una antigua y acogedora
casona ubicada en el barrio de Caballito, en el centro geográfico de la ciudad de Buenos Aires,
que había sido remodelada y perfectamente reciclada para su función. Era política de sus
propietarios promover las variadas actividades físicas e intelectuales de los abuelos allí
internados, a los que trataban de seleccionar para que esa pequeña comunidad fuese
homogénea y todos se sintiesen a gusto. Sus planes inmediatos incluían la incorporación de un
par de computadoras y un curso para que los abuelos pudieran aprender lo elemental para
comunicarse con sus familiares y conectarse con el mundo a través de Internet.
Cuando Fernando, el encargado del curso, llegó para dar la clase inicial, no sabía bien con
qué tipo de alumnos se enfrentaría. Ni siquiera con cuántos. Pero no estaba demasiado
preocupado; sus conocimientos le daban seguridad y su experiencia de profesor en la facultad
seguramente sería más que suficiente para afrontar esta nueva situación.
El grupo era de diez abuelos, y lucía amigable. Pero de los asistentes, sólo uno le llamó la
atención por la manera en que seguía con gran concentración todo lo que él explicaba. Era Tito,
que siempre permanecía callado y tomando notas. Se sentaba en la última silla, y ese silencioso
ostracismo a Fernando lo incomodaba un poco. A sus preguntas sobre la claridad de sus
explicaciones casi todos le contestaban locuazmente o con repreguntas, pero Tito sólo respondía
con un leve movimiento afirmativo de su cabeza. Fue recién después de la cuarta clase cuando
Fernando tomó conciencia de que estaba ante alguien realmente diferente. Había terminado de
explicar las características, ventajas y posibilidades de Internet, cuando ese enigmático anciano
de la última fila, al que todos le decían Profesor, le disparó la pregunta :
- ¿Digamé joven, la capacidad de Internet para almacenar información es ilimitada?
- Absolutamente – dijo Fernando con seguridad y un leve toque de soberbia.
- Su respuesta me resulta ambigua, lo absoluto tiene muchas acepciones ¿sí o no? – insistió
Tito.
Fernando demoró unos instantes su respuesta, sabía algo sobre el personaje, aunque
evidentemente no lo suficiente. Íntimamente se puso en guardia, pero optó por el tratamiento
dulce.

1
- Sí abuelo, sí, es prácticamente infinita, puede agregarle toda la información que quiera que
no va a pasar nada.
- Le comento dos cosas: no soy ni seré abuelo, me llamo Adalberto, y no comparto su
opinión. Creo que la capacidad de Internet es limitada y dentro de poco se lo voy a
demostrar.
Ese diálogo corto y de final abrupto dejó a Fernando intrigado y un poco molesto.
Evidentemente su interlocutor era algo más que un viejito con carácter. Pero no tuvo oportunidad
de modificar la situación, ya que Tito saludó y se retiró a su habitación.
Los días siguientes las dos nuevas computadoras fueron frecuentadas por casi todos los
alumnos del curso para hacer sus primeras experiencias con el correo y algunas entradas fugaces
a Internet, excepto por Tito, quien permanecía largos ratos usando las máquinas y luego
continuaba en su habitación estudiando, haciendo cálculos y revisando las revistas de divulgación
científica y de foros matemáticos a las que seguía suscripto. Su materia preferida de investigación
siempre fueron los grandes números. Conocía, desde que el matemático Kasner lo anunció, la
existencia, expresión y manejo del número googol y su dimensión de 10 elevado a la centésima
potencia , y también la del googolplex, de 10 elevado a la googolésima potencia y hasta la del
PNO, de gooogol elevado a la googolésima potencia. Y también sabía de su casi inutilidad
matemática, reservada sólo para expresar algo tan finitamente grande que no alcanzaría el
universo para poder escribirlo físicamente, pero siempre menor que lo infinito. También se había
interesado últimamente en los avances de la nanotecnología, la rama científica que, por el
contrario, se dedicaba al estudio de lo casi infinitamente pequeño y su posible aplicación en los
materiales.
Tito pasaba frente a la pantalla muchas horas, hasta que, cansada su vista y casi vencido
por el sueño, recogía sus papeles y se iba a dormir.
Hasta que por fin llegó, para él, el gran día. Era jueves y por la mañana vendría Fernando
a dictar una nueva clase. Luego de un par de ausencias Tito decidió volver a concurrir para
demostrarle al joven lo que había asegurado: la finitud de Internet.
Cuando Fernando lo vio sentado en su lugar habitual, no pudo ignorarlo y lo saludó con un
tono que sonó levemente socarrón.

- Hola Adalberto, otra vez por acá. Me alegro, creí que no volvería más.
- Yo siempre cumplo con lo que prometo. Y hoy vine especialmente para demostrarle mi
teoría sobre la capacidad limitada de Internet.
Acto seguido, se sentó resuelto ante a una de las computadoras. Fernando, en muda
aceptación del desafío, se quedó parado a sus espaldas para observar lo que hacía. El resto de
los asistentes los rodeó en un semicírculo expectante y silencioso. Tito seleccionó una página
web, buscó una función para cálculo matemático y anotó en un recuadro un complicado
algoritmo que ni Fernando ni ninguno de los presentes alcanzó a leer y mucho menos a
comprender. Luego tomó el mouse para ingresar esos datos al sistema, pero antes de hacerlo
giró su cabeza y dirigiéndose a Fernando le dijo:
- Fíjese bien lo que pasa.
He hizo click sobre el recuadro.
Lo que sucedió después, nadie lo hubiese podido imaginar.Ése fue el último click que ingresó en
Internet en todo el mundo. A partir de ese instante, todas las pantallas encendidas y conectadas a
la red, incluyendo la de Tito, se tornaron negras.
Luego, muy lentamente, se fueron iluminando hasta adquirir un brillo máximo, casi
enceguecedor. Inmediatamente, desde los nanoporos de los monitores comenzaron a surgir
finísimos rayos de luz perpendiculares a ellos. Eran de innumerables colores que proyectaban,
sobre lo primero que encontraban, las formas de la imagen que tenían antes del último click.
Cuando lo que interrumpía su trayecto era piel al descubierto, tatuaban sobre ella, en colores y
sin dolor, las figuras que emanaban de las pantallas, que en el caso de números y letras se leían
invertidas por el efecto espejo. Sobre el resto de las superficies el grabado se convertía en una
mancha informe.
Cuando Tito advirtió lo que pasaba, se levantó de inmediato tratando de esquivar los rayos.
Pero ya era tarde, la velocidad de la luz había ganado. Al darse vuelta, Fernando y todos los
compañeros vieron con estupor cómo su frente mostraba ondulante e invertido, dentro de un
irregular rectángulo azul, parte del largo algoritmo que él mismo había escrito. En el resto de la

2
piel de su cara y del cuello sólo se advertían pequeñas manchas correspondientes a letras chicas
y otros detalles que mostraba la última pantalla. Hasta que no le dijeron lo que veían y le
alcanzaron un espejo, Tito no entendía qué sucedía y el por qué del asombro de los demás.
Fue Fernando quien primero atinó a mirar nuevamente la computadora y advirtió que las
imágenes se iban desdibujando a medida que los rayos las proyectaban, pasando de inmediato a
mostrar la máscara anterior. Era como una vertiente de bytes que rebalsaba de su recipiente bajo
la forma de haces lumínicos. El extraño fenómeno hacía que el sistema expulsara sus excedentes
a través de los microporos de las pantallas y respetando sus formas.
El resto de las personas que en todo el mundo pasaron, como Tito, por situaciones
similares, tuvieron reacciones acorde a sus propias circunstancias, pero todas fueron captadas
por los rayos y también tatuadas.
Un caos universal había comenzado inesperada y simultáneamente y no era sólo
informático. Innumerables actividades se tornaron irrealizables.
La inédita e inmanejable situación sólo se vio algo atemperada por el hecho de que el resto
de las computadoras no conectadas a la red en el momento del último click, siguieron
funcionando normalmente. Hoy se cree que de no haber sido así, el mundo hubiese conocido una
silenciosa data-explosión altamente destructiva.
Algunas investigaciones periodísticas posteriores reportaron casos singulares, no todos
confirmados, de personas notables que estaban navegando por la web y salieron desesperados
en busca de los dermatólogos para poder borrar las indelebles marcas testimoniales de su
inconfesable uso de Internet en el momento del último click.
Los expertos internacionales tardaron bastante en darse cuenta que lo que pasaba no era
obra de un hacker terrorista.
Las dificultades en las comunicaciones y la difusión de noticias incrementaban el desorden
mundial que crecía segundo a segundo. La inteligencia de los países más desarrollados, usando
la alternativa del contacto telefónico directo o radial, ya que los celulares y los satétiles no
funcionaban, decidieron centralizar en Estados Unidos las operaciones para la búsqueda del
origen del extraño fenómeno informático y su posible solución. Vuelos especiales llevaron
rápidamente al centro de operaciones instalado en Washington a los mejores técnicos y
especialistas en software, quienes lograron detectar, luego de muchas horas de trabajo, el origen
geográfico del último click. Fue un ingeniero irlandés el que exclamó extrañado:
- ¡Little horse! ¡Little horse! – refiriéndose a lo que su traductor electrónico le indicaba sobre
el nombre del barrio de Buenos Aires donde se localizó el punto tan buscado.
Mientras una misión secreta salía hacia la Argentina, los ingenieros informáticos lograron
descubrir dos cosas importantes: la primera , que un algoritmo complejo y desconocido se
reciclaba continuamente generando un manantial incontenible de datos que superaba la
capacidad de almacenamiento de todos los servers y computadoras conectadas a la red; y la
segunda, que el extraño fenómeno de expulsión de datos del sistema, no era azaroso ni
estrictamente cronológico en la eliminación de las sucesivas imágenes retroactivas, sino que a
partir de la tercera, las pantallas seleccionaban y expelían verdadera basura informática guardada
en él. Así podía verse desaparecer por medio de los finos rayos multicolores, datos y figuras
contenidas en millones de páginas y blogs absolutamente inútiles, perniciosos, carentes de todo
valor o utilidad para algo o alguien.
Luego de esas primeras conclusiones, el análisis pormenorizado los llevó a una opinión
final y unánime: necesitaban conocer el algoritmo completo causante del caos desencadenado
después del último click, para poder eliminarlo y recuperar la operatividad del sistema.

Los cuatro autos negros y brillantes de la embajada norteamericana que se detuvieron esa
tarde frente al geriático de Caballito revolucionaron el barrio. Poco después de su arribo, varias
unidades del ejército y de la policía rodearon la manzana y cortaron el tránsito. Cuando Ana
María, la enfermera de la tarde, abrió la puerta casi se muere del susto. Tres gorilas de pelo corto
y armados con pistolas entraron a la casa desplazándola bruscamente y tapándole la boca. Lo
siguieron tres hombres más, dos de ellos de anteojos, pero de contextura y modos más
normales.
Luego de recorrer la casa y ubicar las computadoras, uno le preguntó a Ana María en un
dificultoso castellano quién las había usado por última vez. Como todos los de allí, ella sabía la

3
respuesta. Después de unos segundos, temblorosa, señaló la puerta de uno de los cuartos y
susurró:
- Tito.
En el momento que entraron a su habitación, Tito estaba leyendo recostado en su
cama. Aún podía leerse en su frente, aunque algo esfumado, el incompleto algoritmo invertido.
Desde el rincón donde permanecía aterrorizada, Ana María alcanzó a escuchar, a través de la
puerta, la voz entrecortada pero inconfundible de Tito que repetía:
- No me acuerdo, no me acuerdo.
Después de unos minutos, se lo llevaron con la cabeza cubierta por una capucha y lo
subieron a uno de los autos negros, los que se alejaron raudamente seguidos por los vehículos
policiales y del ejército.

El doctor Saravia hacía 34 años que ejercía su profesión de médico forense en la Policía
Federal Argentina. En su larga trayectoria había visto cientos de cadáveres con los más diversos
tipos de marcas y mutilaciones. Sabía que en un cuerpo destinado a la autopsia, cualquier cosa
podía aparecer, por lo que ya nada lo sorprendía en su trabajo.
Esa tarde estaba solo en la morgue cuando trajeron el occiso que en la tarjeta que colgaba
del dedo gordo de su pie derecho decía: Identificación: NN Masculino – Lugar: Bosque de
Palermo. Cuando el doctor desplazó la sábana que tapaba su cabeza para verle la cara, se
encontró con el rostro sereno de un hombre mayor, de abundante pelo canoso y barba recortada
que le daba un cierto aire académico. Tenía una expresión de dignidad que reemplazaba al típico
rictus de muerte que estaba acostumbrado a ver. Terminó de retirar la sábana para mirar el resto
del cuerpo desnudo y vio que no mostraba manchas de sangre u otros indicios aparentes de
violencia. Volvió a mirar la cabeza del yacente más detenidamente y advirtió algo en su frente que
despertó su curiosidad. Un tenue y extraño tatuaje de números y signos matemáticos invertidos la
surcaban casi totalmente. Con el mango de un escalpelo desplazó suavemente los mechones de
cabello que nacían en la parte izquierda de la cabeza y advirtió que las marcas continuaban en el
cuero cabelludo hacia el occipucio. Intrigado, decidió comenzar su tarea por allí, afeitando el
sector y dejando así al descubierto la continuación de las extrañas señas de la frente. Nunca
había visto algo semejante. Antes de continuar interviniendo el cadáver pensó en consultar otros
antecedentes a nivel mundial para no cometer errores irreparables, pero recordó el grave
problema existente con Internet que imposibilitaba su uso e inmediatamente asoció su hallazgo
con ese hecho por algunas noticias que había escuchado al respecto. Optó por fotografiar
detalladamente la cabeza del anciano, introducir el cuerpo en un nicho bajo llave e informar
inmediatamente a sus superiores.
Dos días después, cuando el sistema de Internet se había reestablecido, el Doctor Saravia
consultó el caso y no pudo hallar antecedentes forenses similares al del extraño tatuaje. Su
informe pericial díctaminó: muerte por shock alérgico producido por sustancia química
introducida en forma endovenosa.

You might also like