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…El público no gusta que se le llegue con el escalpelo a hediondas simas del
alma humana y que se le haga saltar pus…
Todos los personajes que crea un autor, si los crea con vida; todas las
criaturas de un poeta, aún las más contradictorias entre sí –y contradictorias
en sí mismas– son hijas naturales y legítimas de su autor ¡feliz si el autor de
sus siglos!. Son partes de él.
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El sonido agudo de las carcajadas que explotan de la radio a las cuatro y
media de la tarde y por amplitud modulada, predisponen siempre el humor
recurrente de Sara. Reírse sí, pero de sí misma. De ella que lo objeta todo y
nunca concluye nada. De ella, menesterosa pero prejuiciada, portadora de
una moral tan amplia y tan circular que al cabo de darse la vuelta sobre sí
misma termina siempre condenándola a ella con un veredicto de
culpabilidad. Desde niña, aún antes de cumplir los diez años, se ha estado
torturando con absurdas preguntas. ¿Qué hubiera hecho de haberle tocado
sufrir la guerra y la intolerancia? ¿Se hubiera asimilado al enemigo con tal de
salvar el pellejo? ¿Se hubiera soliviantado abanderando la causa sionista, o
acaso la comunista? ¿Habría intentado huir?
Consumadas, las risas radiales dieron paso a una entrevista peculiar; los
periodistas anunciaron la llegada tardía y elegante de un escritor extranjero,
cuyo reciente éxito editorial lo traía de regreso a Caracas, ciudad que le
había propinado profundas caricias durante uno de sus exilios. Le preguntó la
periodista: “¿es requisito para escribir el haber vivido las pasiones que se
describen?. Y contestó él: “No, fíjese el caso del poeta portugués Fernando
Pessoa, un funcionario aburrido, que no hizo más que ir de su casa a la
oficina y que no sólo legó pasiones sino que se desdobló en varias personas
con sus respectivas personalidades, sexualidades, ideologías y rúbricas”.
Le hubiera encantado a Sara la posibilidad real de suscribir heterónimos en
la vida real. Irremediablemente se le antojó recordar un cuento corto de
Vicente Huidobro en el que una mujer encantadora llamada María Olga se
casa con un hombre muy convencional, pero sólo con la parte de ella que se
llama María, mientras que Olga permanece soltera y libre de tomar un
amante. El marido, iracundo por los celos, toma un revólver contra ella, pero
sucede que se equivoca y mata a María, justamente a la mujer que le era
perfectamente fiel; en cambio Olga continúa viviendo feliz en brazos de su
amante.
Llamarse Sara es otra cosa –se justificaba Sara- no sólo por ser un nombre
unívoco, sencillo y bíblico, sino por sus vínculos con la primera humorista de
la humanidad, aquélla que tendría sobre los cien años- según el Viejo
Testamento- cuando se le apareció Yahveh para decirle que sería premiada
por su buen comportamiento y que concebiría por fin al hijo tan ansiado, y
¿qué hizo Sara?, muriéndose de risa exclamó incrédula: “¡es que voy a gozar
a los cien años y además con un marido viejo!”. Por lo demás, Sara había
sido una mujer pragmática durante su prolongada infertilidad que supo
compensar a su marido promoviéndole encuentros íntimos con una esclava y
la dicha de procrear. Según las Escrituras de Jerusalén, la que fungió de
esposa, Celestina y madrastra, se llamaba Saray hasta que Yahveh le sustrajo
la i griega a su nombre convirtiéndola en Sara y en madre de reyes.
La entrevista radial proseguía, pero se había distanciado del tema de los
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heterónimos. Sara lo lamentaba tanto, le hubiera sido mucho más llevadero
seguir rumiando desmentidos interiores que afrontar su realidad sentimental:
una nostalgia barroca. Creyó que cambiando de banda radial hallaría en otra
frecuencia un alivio a su aflicción; solía escuchar música clásica mientras
manejaba y le apetecía el sonido del clavecín, la métrica de Scarlatti, hubiera
tolerado hasta el arrojo romántico de Beethoven, pero cuánta conspiración
casual podía desprenderse de las notas de Bizet, ¿por qué?, ¿por qué
Carmen? Actor se dice en griego “hipócrita” y fue precisamente en la
dramática sobreactuación operística donde cabalgaban nuevamente las
fantasías heterónimas de Sara. Siempre ocurre con los despechos que la
persona amada acaba clavada. Primero se lacera el cuerpo con destreza
patológica, pero luego, indefectiblemente, regresan a la memoria las virtudes
enaltecidas, superlativas. Para Sara, la amistad - como el amor- debe ser un
acto de fe, no como la santidad, cuyos protagonistas han de demostrar
milagros. Los amigos y los amantes son y punto, cuando ese punto rueda se
convierte en avalancha. Así llegó a su casa, bañada en lágrimas diluvianas.
No era Sara, en su desdoblamiento heterónimo, una lesbiana, simplemente
se había enamorado de su amiga como un novio solícito, aquel que adivina
los deseos y los complace. Ella, la amiga, se fue convirtiendo a su vez en
hogar y patria, olor y mandato. Niñas compartiendo una infancia imaginaria.
Tránsfugas en el destierro, a veces silentes testigos de sus torceduras, eran
ambas exiliadas de un espacio atávico al que ninguna de las dos podía
regresar. Así se fue convirtiendo ella en casa y en flores, para que él, Sara,
reposara de los horrores de la guerra y libara. Al principio, como en toda
relación que se anuncia amorosa, privó la seducción. Fue grandioso el
misterio y excitante el descubrimiento: saberse, reconocerse, adivinarse,
todos verbos reflexivos, demasiado reflexivos. Pronto se impusieron las
confesiones. Apátridas, fueron inventándose identidades demudadas, ella, la
amiga, se había construido una casa sólida y umbría desde donde evocar el
Simún del desierto, las lavas insulares de su tierra natal y las caricias
ausentes de sus ancestros. Sara se deshidrataba en ella, devenía pura sal.
Espejos reveladores de sus recíprocas cualidades, despertaron la envidia de
no pocos. Viéndose valiosa en los ojos de la otra la una se crecía, reflejada en
la aprobación de la una la otra vociferaba. De los frutos que se cosechaban
en los oasis recién explorados, algunos diezmos se ofrecían a un tercero.
Fatídico número tres, turbia presencia masculina. Trío, triángulo troica,
trenza, trípode.
-- Sara, oh Sara ¿cómo hago para franquear tus defensas?, te
me ocultas Sara, no encuentro en tus ojos esa afectuosa
expresión a la que me has acostumbrado.
-- No te engañes, amiga mía, si mi aspecto se ha vuelto
sombrío, su turbación sólo se refiere a mí misma, a mi lucha
conmigo misma.
-- Ay Sara, he equivocado mucho tu pasión, pero dime querida
¿puedes ver tu rostro?
-- No, el ojo no se ve a sí propio sino por reflejo.
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-- Es verdad y una lástima que no haya espejos donde puedas ver
tu sombra.
-- ¿A qué peligros quieres arrastrarme haciéndome buscar en mí
misma lo que no existe en mi?.
Los heterónimos hacen trampas que la razón ignora y mientras Sara se
sorprendía a sí misma rogándole a la constancia que le diera ánimos para
colocar una montaña entera entre corazón y boca, su seductora amiga
apuntalaba artes amatorias en fogosos esmeriles. “Tengo la mente del
hombre- se decía Sara- pero la debilidad de la mujer. Hela allí, Afrodita
arrobada, de cacería con Artemisa y luego viene a mí cual solícita esposa a
reclamar hasta la última gota de mis sangrientos secretos. Sindicadora
desaforada en procura de todos los hilos: los de Ariadna, los de Penélope,
queriendo poseernos a todos, a Teseo, a Ulises, a mí”. De este modo
envenenada la mente del hombre, Sara encontró en su debilidad de mujer el
espacio para la comprensión y en la i griega de su nombre primigenio el
refugio para volverse Celestina de los amoríos infértiles de su amiga. Venía
ella llorosa a los hombros de Sara y describía con detalles al caluroso amigo
que se enfriaba, y Sara le respondía: “cuando el amor comienza a debilitarse
y decaer usa siempre una ceremonia forzada. La fe honesta y sencilla no
conoce disfraces…”
Personajes todos de una tragedia bien tramada a cuyo despeñadero se
abalanzaban, desconocían, sin embargo, los ambages.
Sara, cual hombre al fin, encontró consuelo en el otro hombre y así fluyó
entre ellos el diálogo:
Dijo el hombre: ¿A esto hemos llegado?
Dijo Sara: Que tu jactancia se convierta en hechos. Por lo que a mí toca, me
alegraría recibir lecciones de hombres nobles.
Dijo el hombre: Dije que soy más antiguo, no mejor.
Dijo Sara: Un buen amigo no debería ver los defectos de sus amigos.
Dijo el hombre: No los vería un adulador.
Es el día brillante el que hace salir a la luz serpiente. Entre la ejecución de
una cosa terrible y el primer móvil de ella, todo el intervalo es como un
fantasma o como un horrible sueño. El genio y los instrumentos mortales se
confrontan entonces y el humano adolece de una insurrección, pero ¿cómo
evitar aquello que los dioses hayan dispuesto?
¿Qué dicen los augures? se pregunta ella, la amiga, al constatar perpleja
que en vano ha buscado a Sara, inútilmente al hombre, para encontrarse en
ellos reflejada.
Y responde el oráculo: “No querrían veros salir hoy”.
Y los desafía ella: “Esto lo hacen los dioses para vergüenza de la cobardía,
siempre mi razón ha sido dócil a mis afectos”. Así resuelta se lanza ella en
procura de su destino para encontrar a su mejor amiga con su amante
reunida. El corazón de Sara se contrista sabiendo que cada apariencia no es
realidad, pero es tarde: las almas sangran.
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No advirtió hombre ni Sara la desolación que se avecindaba porque, sin
presencia de mujer, fueron confinados al universo masculino. Cada uno
elaboró un recuerdo robusto de aquélla cuya alma sangró por él y ahora,
hombres del mismo temple y del mismo abandono, se medían en otros
terrenos en busca de un cordial desempate de emociones. Sara acudía a las
citas con desafuero, hombre con manía de aventajado; ambos se solicitaban
displicentemente sin defraudarse jamás. Móviles políticos iniciaron los
debates: pragmático y asertivo el primero se proponía exprimir el idealismo
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ingenuo del segundo. Sara no se resistía al uso recurrente del escalpelo:
Sal que con el agua forma el mar y con la arcilla tejas o tinajas; mordiente,
acre, acetoso elemento incisivo y también puro, incorruptible, incombustible;
a veces hasta invisible, claro, transparente o cristalino, como cuando
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proviene de las cenizas. ¡Sal! en el origen de los metales y de las piedras, de
los vegetales y animales; en el vértice del nombre sagrado y del sudor, de la
orina, del llanto y el semen…
Harald Quandt es hijo de Magda Goebbels -la esposa del Ministro- y si bien
le ha dado no pocos dolores de cabeza a su padrastro, éste está dispuesto a
someterlo a una prueba de fuego invistiéndolo de autoridad frente a un
pueblo racialmente inferior integrado por negros, indios y españoles
descendientes de moros. Harald se siente simultáneamente imbuido de
entusiasmo (porque alberga la secreta ilusión de encontrar El Dorado) y de
resentimiento contra Goebbels por sacarlo del medio y relegarlo.
A su llegada a Venezuela, Harald tiene apenas 29 años, pero ha dejado en
Alemania una esposa debidamente aria, la cual es además su prima (un
matrimonio urdido por Magda para asegurarse una descendencia pura). La
misión de Harald no consiente el traslado de su familia, se le exige
dedicación exclusiva, Venezuela es la puerta de entrada a América del Sur. El
efecto dominó está en los planes de Goebbels. Tras haber leído someramente
acerca de la gesta emancipadora de Simón Bolívar, la idea de una Nueva
Granada, bajo la égida germánica, le encanta.
Ah, pero la juventud de Harald, y su personalidad influenciable, encuentran
otros rumbos en Venezuela. El lector se enterará de sus aventuras, de sus
nuevas amistades, de sus amoríos, de las intrigas políticas y del gran desafío
de la historia a través de la correspondencia que Harald sostendrá con su
madre, con su esposa, con sus amantes y con personas claves, dentro y
fuera del país.
El Reich sucumbe finalmente, no así el adalid Harald, quien millonario,
nepótico y acendrado se deslastra de sus vínculos con los perdedores y
acaba siendo el mecenas de los partidos democráticos a cambio de sus
favores.
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Besarabia es a Bucovina lo que Moldavia es a Ucrania; líneas imaginarias
en mapas aleatorios, lugares transitorios, recuerdos tangenciales, las
separan. Son huellas de los otomanos, pinceladas de una Galitzia, botín de
imperios, fronteras movedizas. Aquí como allá se habla rumano, un idioma
donde se amalgama el latín y el eslavo con voces provenientes de los Dacios
para que quienes lo pronuncien tengan que invocar, desde la primera
palabra, sus orígenes mestizos, la mezcla cultural y consanguínea, lucha,
paladar, muerte. Emparentados con el yugo zarista o soviético y la
germanofilia austro-húngara, los habitantes de estas regiones históricas son
políglotas de buena cepa. Confluyeron siempre en esos suelos además de
rusos, rumanos, eslavos y alemanes, buena cantidad de gitanos y judíos. Es
decir luteranos, ortodoxos, paganos, católicos, judaicos; es decir caucásicos,
arios, asiáticos, semíticos, indo-europeos, irrigados todos por vasos capilares
comunes pero separados por las espesas venas que los diferencian.
De cómo se desarrollaron los eventos desintegradores de los pueblos
centro europeos durante la Segunda Guerra Mundial, han dado cuenta
autores mayores, ¡pero que Lucía Levine provenga precisamente de allí!
¿Estarían clavados en su retícula Tolstoi, Dostoievski, Chejov, como también
el renacimiento ruso de Pushkin, el romanticismo de Blok, el cubismo de Bely,
aunque nunca los hubiese llegado a leer? ¿Habrá compartido este aforismo
de Rozanov: “basta un recuerdo de juventud para impedir que un hombre se
suicide”, de cuando, exiliada, la inteligencia rusa sobrevivía a fuerza de
versos en Francia, en Italia y acullá? ¿Sentiría ella alguna piedad, esa
palabra- en francés teñida de cierto desprecio, en alemán de desesperación y
en inglés de ironía -, que en el fondo invoca la virtud de compadecer a los
que sufren?. No poco ha de haber dudado la joven hija de anarquista judío,
prófugo del realismo socialista y exiliado en París, donde el aire apenas
empezaba a enrarecerse por la dualidad fascista/comunista y sus polífonos
alegatos. ¿Tendría Lucía adheridas a sus retinas las lecturas del Goethe
obligatorio en bachillerato?, ¿se le habría erizado la piel al escuchar los
metales impetuosos de las óperas de Wagner, o tal vez algún vals la hiciera
sentir, por un momento, princesa Sissi, en la corte austro-húngara? Tendría
cinco años en 1917, cuando el triunfo de la Revolución Bolchevique, ah la
pequeña pionera incubadora de ensueños internacionales de igualdad y
justicia, ah niña preguntona, cabeza de chorlito, acaso sólo parecida a otros
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niños cuyos padres también leían en alemán, saludaban en rumano,
entendían ruso y callaban los sentimientos.
Espiral
Muralla sideral
Solicito permiso para aterrizar
en tu abrupta frente
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S´il univers entier m´oublie,
s´il faut ici passer ma vie,
que sert ma gloire et ma valeur?
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Sara inventa respuestas de hombre. Posesa encantada abstraída, alucina
lo poco que le resta a la noche.
Carlos y Lucía llegan a Bougival a esa hora del día en que el arrebol
maquilla el paisaje, si callan ahora no es por enfado sino por temor a la
cursilería. Subyugan, cada uno a su manera, los efectos secundarios que
producen ciertos atardeceres y fingen un epílogo para el malentendido. Cede
él: está bien Lucía, llévate el carro. Cede ella al no pontificar. Lo agradece él:
me buscas en una hora allí mismo adonde me vas a dejar. Asiente ella. Pero
al llegar al lugar de separarse resulta que no pueden porque aún faltan
graciosamente dos horas para la cita patriótica sin que convenga deambular
y ya se han dado un primer beso de despedida que los ha dejado alelados,
sorprendidos, equívocos y hambrientos. Ahora maneja Lucía, el carro y la
situación, Carlos ni siquiera presiente que en pocos minutos atará su vida a
la de Lucía mediante lazos indestructibles de confidencia. Las dos horas
apenas alcanzan para desanudar de su garganta la travesía del Falke, la
orfandad y el desperdicio en alta mar del arsenal una vez consumado el
drama de la derrota.
El nudo de Carlos lo tiene Sara en la garganta, una idea secular lo provoca.
Reencarnar si, reencarnarse, abandonar los lloriqueos pasivos y tomar la
iniciativa, devolver la vida prestada, desheredarse de espíritu, transferirse en
carne: ojos para que otro más miope que yo crea ver; pulmones para estirar
el estertor de un fumador contumaz; hígado, nuevos bríos para poeta
maldito; corazón húmero falange grupo sanguíneo A positivo plasma. Hacer
la venta a futuro como recurso natural no renovable, gas en el entredicho.
Que el provecho de la enajenación alcance para cubrir al menos tres
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capítulos, que aparezca al fin Harald Quandt, muy joven aún, en estos años
treinta de extraordinarios tropiezos subconscientes. Inexisten oficinas de
recepción de órganos en vida, penetrar las mafias escatológicas atenta
contra una trama ya de por si aleatoria. Fumador e introvertido, Carlos
responde con monosílabas a preguntas no formuladas: Empieza con un
rosario de negaciones impenitentes de palabra, de acto, de gesto, de mueca,
de constreñimiento hasta alcanzar el trance al décimo no, y, luego, se le
enrosca en la lengua el sibilino silbido sibarita de la sierpe: “ si, si, si firmé
junto con Carlos Mendoza y Raúl Castro una carta, en octubre de 1929,
apoyando a Pocaterra en su decisión de zarpar primero y luego de echar por
la borda el arsenal que mi padre había comprado de su propio peculio. No
había otra opción, el enemigo tenía todas las ventajas posibles, la táctica, la
estratégica, la numérica, la de maniobra … yo mismo escuché cuando mi
finado padre dijo que al parque, caso de desgracia, podía sucederle todo
menos caer en manos del Gobierno. Los hombres han de hacer frente a sus
circunstancias, Francisco de Miranda – igualmente traicionado- tuvo al menos
la suerte de salvarse en el buque Leander, hace poco más de un siglo, pero
traición, deserción, indiferencia no han perdido su significado en la historia,
como tampoco lo han hecho los sempiternos mercenarios, desde los fenicios.
Lucía entiende cada palabra pero se le escapan los signos venezolanos,
Leander no evoca en ella aquella infortunada expedición marítima precursora
de la independencia de Venezuela, que los estudiantes de quinto grado de
educación primaria deben reseñar desde entonces aprendiéndose de
memoria todos los pormenores, sino al amante de Hero, una de las
sacerdotisas de la diosa Artemisa, cuyo idilio data del siglo quinto antes de
Cristo, en 340 hexámetros y en el que para acudir a las citas con Hero,
Leandro atravesaba a nado el Helesponto, mientras ella encendía una señal
sobre la torre. Una noche el viento apagó la señal y Leandro se ahogó; el mar
depositó su cadáver en la orilla y Hero, loca de dolor, se precipitó desde la
torre. El poema alcanzó enorme popularidad y fue muy imitado. Para verificar
la veracidad de esta historia, Byron atravesó a nado el Helesponto. Lucía
lectora contumaz, como se sabe, lo es también de Byron y puede adivinar la
fruición que le produjo aquella aventura extenuante, así como la simbología
orgásmica contenida en el arrojo torrencial de Hero. ¡Byron, Lord Byron:
aristócrata, iconoclasta, abanderado de la causas inteligentes y orgiásticas,
únicas trincheras contra el aburrimiento y la mediocridad!. Con su silencio,
Lucía absorbe las miasmas que se destilan del cuerpo que a su lado se
abrasa. “Allí quedó tendido mi padre, en el puente, cubierto por una
andrajosa bandera, puente devenido él mismo entre los vivos y los muertos,
¿cómo puede ser que estando yo de este lado sea éste el purgatorio y
hallándose él ausente interfiera? No en vano lleva el destino un ánodo y un
cátodo, un polo positivo y otro negativo para que una chispa arroje luz. De
otro modo, sin explosión, ni combustión, no habría de llamarse sino el
destino. Mi padre me circula, es con sus ojos que sigo viendo cada día el
puerto de Cumaná, la ardentía, y por él que me aso en salmuera en la
cubierta de la nave que nos separa. Desembarcamos a las cinco del alba, ese
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día, zarpamos a las diez, pero sólo será mediodía, cuando muera el tirano y
pueda regresar a Venezuela”. ¿Es imposible negarse a quien como Lucía
calla? El hermetismo obliga, en su estadio previo, a cierta permeabilidad:
habrá ósmosis consustanciales, diálisis, catálisis, fumarolas multicolores. Una
verdad asegura que Lucía fue enfermera en París y que Carlos la conoció
aminorado y en desventaja a tal punto que no supo enamorarse solo y que
fueron dos los venezolanos de buena cuna los que se comprometieron al
mismo tiempo con buenas rusas. Magro aporte para la ingeniería qüómica, el
que sustancias volubles entren en contacto: acaso un residuo erótico con
sabor eslavo, alfabeto cirílico posiciones fronterizas, aura de espiritismo y
viraje hacia la izquierda ideológica. Un hombre introvertido y enfermo blanco
de los cuidados de una mujer enigmática de sonrisa difícil son materias
primas para laboratorios industriales de producción serial, no para este
infiernillo alquímico de pipetas y retortas, no para este alambique casero
donde se endulzan, para que fermenten, algunos humores, a modo de
obtener el aguardiente del toro, aquel que se lidia a primera hora y que se
llama así por la cantidad que se bebe durante la corrida. Toro del aguardiente
y de sueño culterano, aguardiente alemán usado como purgante por
contener tintura alcohólica de jalapa con escamonea. Aguardiente en ayunas,
porque estas son horas en que Sara no ha probado bocado y en que arde su
bajo vientre. No, si Carlos tuvo un momento de confidencia fue solamente
para distanciarse de ella, temeroso del uso que pueda darle ella a su
debilidad. Débil ella misma, al no condonarle la deuda de confidencia con
una de similar calibre. Podría, cómo no, contarle ahora mismo que ella posee
el conocimiento necesario para comunicarse con el ausente. Podría revelarle
en este instante, sus facultades mediumnicas, que no son cosas de locos
como cree la gente, que ha estado ella en el túnel y no en el puente, como
cree él, que comunica con el más allá. Pero calla, deja que el ciervo vaya
dejando los rastros de sus cuernos. Buena cazadora, anhela conocer sus
hábitos, sus olores, sus obsesiones y manías. Con ello se alivia de las suyas
propias. “El almizcle está dentro del ciervo, pero él no lo busca dentro de sí:
vaga en procura de la hierba”, lo dijo Kabir, en las postrimerías del siglo XV.
Carlos introduce a Lucía en su medio familiar y allí el rechazo transmuta de
tal suerte los sentimientos que acaban todos reconcentrados. No es Lucía
presa fácil de malquerencias. Ni son permeables las costumbres sociales de
las madres venezolanas, aunque vivan en el exilio. Viuda, descuidada por
Edipoedipoedipoedi, hela allí desgarrada pero sin perder la prestancia, hela
allí alimentando el recuerdo del esposo de papel, que si estuvieras, Román,
Carlos te escucharía.
¿Qué ejemplo le está dando esa niña, a las hijas de nuestros amigos?. Ni
siquiera conocemos a su familia… .
¡Que s e a g l o r i a d e l T i e m p o c a l m a r l a c o n t i e n d a!
¿O será su derrota colmar la?
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Cualquier obstáculo que perjudica un oficio// Dominación, lugar alto
que sobresale de los demás //Fiscal que fiscaliza// Procurador en
contra
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con escala en el subcontinente suramericano. Pocas cosas deslumbran más
al niño de seis años, que los cuentos que le narra su madre, a su llegada al
puerto de La Guaira, acerca de la conquista de Venezuela y de la existencia
de un lugar recóndito, repleto de oro, llamado El Dorado. Estallaron en sus
oídos de niño vocablos exóticos, que disparaban su imaginación hasta los
confines de la aventura, en especial Caracolí como sinónimo, en lengua
indígena, de oro. De oro omnipresente: en casas, árboles, ropajes, frutales,
armas; todo refulgente, mejor aún que en los libros de Jules Verne. Pero la
suntuosidad y el lujo no retienen a Magda por mucho más tiempo, a su
usufructo está acostumbrada, en cambio las veleidades de un amor físico
pero idealista, real pero fantasioso la embellecen hasta el punto de no poder
ocultarlo más. No estalla escándalo alguno, Quandt se resigna flemático,
pragmático, aritmético y condiciona la separación allí donde más pueda
dolerle a Magda. Nada nuevo ni original el que los hijos de las parejas
divorciadas sean empleados como señuelo. Günther está dispuesto no sólo a
ceder la patria potestad de su benjamín sino que le asigna a la madre tan
generosos ingresos como para que puedan vivir sin privación alguna, en un
hermoso apartamento ubicado en una elegante urbanización del oeste de
Berlín, cerca, muy cerca de la villa paterna. Ah, pero Harald vivirá con su
madre sólo hasta los catorce años, cuando fisiológicamente abrace la
hombría y requiera la imagen paterna en carne, hueso y espíritu. Más aún, si
Magda llegase a contraer nuevas nupcias, el hijo regresaría inmediatamente
a la custodia paterna. No poco habrían de cavilar Magda y Harald ante
semejante enunciado de cuento de brujas. El primogénito de mamá miraba
con ojos aviesos a todo aquel que se le acercara y dirigía todo su encono,
como es natural, a Viktor, el causante de la separación de sus padres: un
estudiante universitario de muy dudoso proceder y aún más inquietantes
ideas. Viktor estaba envuelto en un ala de misterio, algunas palabras
adquirían peso molecular en su boca, al menos cuando recitaba los poemas
de Heine, que Magda escuchaba con embeleso, sin sospechar en la perfecta
cadencia del romanticismo alemán ningún metamensaje, no había en aquel
embeleso ningún atisbo de rebeldía ni tampoco osadía alguna, nadie
auscultaba aún los recónditos orígenes de un escritor germano por
excelencia. Era perfectamente válido que Heine, junto con más de 250.000
judíos centro europeos se hubieran acogido a la cristiandad como boleto de
entrada a la comunidad europea, pero estos temas no agobiaban a los
amantes. Todavía. Nada parecía amenazar la deleitosa familiaridad entre
ellos ni la vecindad con un padre ideal: aquel que paga las cuentas y se
ahorra las cachetadas. Magda por su parte, gozaba de una libertad mundana
al tiempo que reconocía los designios de una nueva incompletitud: la
felicidad sin sentido. También su premonitorio apellido de soltera, la empujó a
participar en una manifestación del partido Nazi, en el Sportpalast, en plena
campaña electoral de 1930. Goebbels a la sazón ido a más luego de una
interminable temporada en el infierno literario, burocrático, pequeño burgués
y de regreso de fallidos y humillantes romances signados siempre por su
déficit económico, llevaba junto con un descollante Adolf Hitler, la voz
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cantante.
Astuta, Magda era astuta. Supo mantener al filo de la navaja el interés de
su joven amante confrontando su idealismo con las nuevas ideas que la
engolosinaban. Le ocultaba Viktor su incipiente militancia nacionalista
alemana, como le ocultaba él a ella la suya. Arlossoroff, ése era el apellido de
Viktor, apenas un detalle nimio cuando se trataba de discutir acerca de
nacionalismos. Parecían coincidir, cuando en realidad se estaban convirtiendo
en contrincantes, más que eso, en enemigos. Ambos se afincaban en las
virtudes energéticas contenidas en el fuero cultural de las naciones, en la
individuación de los pueblos, en la cooperativización de los medios de
producción, en el estado colectivo en sesudos análisis culturales y
civilizatorios. Pensaba él en Ben Gurion, y ella en Goebbels. Viktor ignoraba
que Magda había recogido esas ideas en el Sportpalats, Magda desconocía
que Viktor fuera Sionista. Un nuevo arrebol teñía el rostro de Magda, el
magnetismo que sobre ella ejercieron Goebbels y Hitler desde el primer
momento, devaluaron vertiginosamente los poderes seductores de Viktor,
viril sí, contencioso, conspicuo, pero limitado a la intimidad y al anonimato;
poco, comparado con aquellos próceres del verdadero nacionalismo alemán,
capaces de restaurar una grandeza y una soberanía enaltecida y de convertir
el país en Gran Alemania, en Tierra de Paz de la cual sus hijos pudieran
sentirse orgullosos oriundos, es decir Friedländer en la base del hipotálamo.
El primero de mayo de 1930 Magda se inscribió en el partido y Viktor
evaneció. ¿Evaneció? No, no existe tal desinencia verbal para una palabra
que no llega a ser más que sustantivo, o a lo sumo adjetivo, en cambio
Viktor, como el sionismo, fueron verbos de acción y reacción y también de
flexión y reflexión. Los amantes se vieron por última vez sin saber que se
despedían. Anudaron sus cabellos, cada hebra de las de ella, con eme
intercalada, fue hembra rubia depiladora de rizos masculinos, dragondrina
inhaladora de fuegos fatuos. Allí donde sospechó luz aspiró vigorosamente
los humores y halló en ellos poderes alucinógenos, detrás de sus párpados se
tornó violáceo e inaudible el semita y fue ella totalidad absoluta, unívoca,
universal, cosmogónica. Él, penetrado por tal multiplicidad, fue hombre y
mujer al mismo tiempo y comprendió sin haberlo aprendido jamás que
“incumbe al hombre ser siempre femenino y masculino”(palabras antológicas
del Zohar). Siendo ambos como fueron, durante segundos, seres andróginos
y hermafroditas accedieron a Arcadia y guiados por Hermes y Afrodita
hallaron en Eros el pulso.
Más temprano que tarde, la bella y culta señora Quandt descolló en la
organización de mujeres como voluntaria y pronto ascendió por su prestancia
a la sede principal del partido. Al principio caminaba propulsada mediante el
carburo altruista del género femenino. Había un intercambio estrecho entre
el toque de distinción que ella aportaba y los intermitentes dividendos que
percibía. Por su prestancia, la política se abrió dignamente a otras mujeres de
la clase pudiente, era pues una suerte de trabajo socialista voluntario con el
encanto vespertino de la vida en sociedad. Otras señoras igualmente
distinguidas y elegantes se rindieron al tributo de una causa emergente sin
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escatimar diligencias en procura de fondos. Un toque de distinción en
aquellos forcejeos retóricos que no pocas veces estuvieron custodiados por
reyertas fríamente calculadas por adelantado, para atraer la atención de la
prensa y por ende de la opinión pública. Se incriminaba a los comunistas, el
partido mayoritario más antagónico, pero también el de mayores simpatías
judías. Magda lo entendía perfectamente: Alemania para los alemanes, o
mejor dicho la Gran Alemania para los alemanes. Que los bolcheviques hagan
patria en la Unión Soviética y los Judíos evanezcan. Esa ideología se dejaba
colar, como si vino fuese, por los intersticios de su alma y le producía el
mismo efecto embriagador, tanto más cuando Goebbels comenzó a dirigirle
personalmente las flamas de sus discursos. El lisiado petimetre provinciano
subía los peldaños de su meteórica carrera política poniendo en jaque a sus
contrincantes por su cada vez más pronunciada cercanía con el Fuhrer. En su
ascenso ambos prohombres se volvían interdependientes, a veces obraban
como uno y el mismo hombre, una quimera de dos cabezas, las cuales en su
fusión creaban la tercera: el superhombre. Se complementaban en el común
resentimiento. De poco le había servido a Goebbels su carrera literaria, acaso
menos aún que la artística de Hitler. Si el primero se irguió con algunas
letras, el segundo fue expulsado del colegio por su bajo rendimiento, si el
primero huyó de los espejos para no confrontarse con su estatura ni con su
pierna entumecida, el segundo se autoproclamó artista plástico, pero ni el
primero con tres o cuatro dramas novelados en su haber ni el segundo con
numerosos borrones, llegó a ejercer la profesión emprendida, en cambio,
ambos convergieron allí donde la imagen y la palabra reverberan en un eco
continuo. Escritor y artista eran, sí, y Magda se enamoraba. Subyugar,
subyugular, a decir de Albert Speer, el arquitecto del nacional socialismo que
se imponía, las mujeres de los mandatarios eran mucho más dignas que sus
maridos, acaso fuera Magda la pionera en tragos largos al autocensurarse los
recuerdos en pasión fecundos y acceder al cortejo de Goebbels, un galanteo
retórico y retorcido en el que el amor a la patria condicionaba las caricias y
los juramentos. Una arritmia pueril, como de susto post tremendura, como de
examen oral, se apoderaba de ambos cuando en medio de dos tareas
partidistas, insertaban una proclama privada y mirándose gravemente a los
ojos posponían sus urgencias hasta el advenimiento de la Gran Alemania. El
menudo sacrificio adquiría proporciones heroicas en boca de Joseph: No
podría perdonarme si la felicidad personal se adelantara a la colectiva, sería
lesa traición a nuestros ideales anteponer nuestros sentimientos a nuestras
más profundas convicciones. Oh amor mío, que este sacrificio de amor
alimente nuestro entusiasmo, fortalezca nuestra entrega, embellezca nuestra
pasión. Inmolarnos sería inútil, amolarnos en este fogoso proceso
revolucionario engalanará nuestra unión, la acorazará. No habrá orgía más
extraordinaria que la del pueblo alemán y sus líderes, tampoco habrá cópula
más fecunda. Y asentía ella con lágrimas contenidas, sin palabras, temerosa
de revelar en el temblor de su voz conmovida su propia taquicardia y la
humedad que le teñía de rojo la entrepierna por debajo de su falda de talla
perfecta. A borbotones prorrumpía en sus vísceras una falsa menstruación,
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una hemorragia de alborozo, el deseo de donarse, hasta la más extrema
anemia, a la causa apalabrada de Joseph Goebbels, el insigne orador, el
puntual glosador. Su hijo Harald la vio llegar en vilo, en estado alterado,
sangrando. En vano quisieron engañarlo con subterfugios las ayas veteranas,
el niño dominaba los embustes con prestancia. Para beneplácito de los
adultos, les hizo creer que triunfaban con sus inveteradas versiones
fantasiosas, asentía graciosamente, fingía, se diría que hasta se divertía. Que
inventaran lo que quisieran: manchas de pintura roja de las que se usan en
las pancartas, polvo de ladrillos frescos de la que se emplean en la
construcción de las empalizadas que aíslan los guetos. Harald conocía la
sangre de cerca, la había visto escupir, brotar, fluir, manar, chorrear, surgir,
revenirse, rezumarse. Rondaba los diez años, mucho más le intrigaban
entonces otros flujos, otros humores: el semen que sus compañeros llamaban
leche, y que todos se esforzaban en eyacular. Un verbo mucho más
complicado que sangrar a menos que se tratara de un acto simultáneo, como
desvirgar. Cuando Harald logró colarse en la habitación de su madre, la
encontró repuesta y acorazada contra cualquier inquisición. Una soterrada
vanidad alejaba a Magda de la mundana maternidad, se gestaba en sus
entrañas el germen de la nueva Alemania. Mas en un respingo volvió a ser
ella misma, la de antes, la de siempre y abrazó a su pequeño con ternura
frenética. Por encima del Channel, Harald reconoció el olor herrumbroso de
sangre detenida y sintió el fuetazo de un escalofrío. Magda confundió la
reacción infantil, se sintió de pronto atemorizada, rechazada. Para remediar
el posible gazapo, Magda disfrazó de confidencia, una revelación que era ya
vox populi, y nombró a Joseph Goebbels con voz angelical, como de
anunciación. Se diría que hasta contorneó los ojos y acabó diciéndole al hijo
aquello que él no quería escuchar y exigiéndole además total reserva. ¿Se
van a casar?. Ah hijo mío, ese será el día más feliz de mi vida y de Alemania
toda. Como vaticinio fue pésimo, Harald hubo de morderse los labios cada
vez que le nombraban al tío Joseph y de tanto callar, acabó arrebolándose.
Eso fue peor aún. Por esos días Goebbels se esmeraba en descalificar a Herr
Ernst Röhm, jefe del Estado Mayor sobre todo para desviar la atención de
otro proceso que contra él se cernía al acusársele de ciertos rebusques e
imprecisiones relacionadas con las finanzas públicas y privadas. Röhm
refulgía en ese momento como anillo para su dedo porque otro tipo de
rumores, ¡sexuales!, empañaban su investidura. La fiscalía andaba tras él
hasta que finalmente la policía halló en su despacho unas cartas que ponían
en evidencia no sólo sus inclinaciones homosexuales sino sus quejas ante la
dificultad de conseguir parejas. Goebbels manipuló desde las sombras para
allanarle las complicaciones a los investigadores con el resultado conspicuo
de regar el chisme y la sorna, los cuales, por supuesto, llegaron a los oídos
feroces de los colegiales. Pero el proceso contra Röhm no prosperó sino que
tuvo un efecto boomerang contra Goebbels. Ernst sembró una mina de dudas
en las relaciones de Goebbels con Magda y llegó a sugerir que el renco
estaba más interesado en el hijo que en la madre. La gente, fascinada con la
inquina, comenzó a comentarlo hasta el punto de poner en jaque su natural
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carisma. El más afectado, claro, fue Harald. Sin sospechar siquiera el
significado de la palabra homosexual fue victimizado por algunos de sus
compañeros. Su talla desmedida, que antes había sido un salvoconducto para
andar con los grandes, cazar ratas, espiar chicas y torturar tontos,
conservaba apenas la ventaja que le permitía a duras penas desprenderse de
las burlas, tanto más pesadas por cuanto había estado alardeando de su
proximidad con el poder, una proximidad, según él, casi consanguínea.
Desolado, desconsolado, Harald se volvió hosco con la madre y más que
huraño con su pretendiente, para quien la situación se tornó intolerable, el
chiquillo estaba por arruinar la única jugada posible: Magda. Minusvalidazo
en más de un frente, Goebbels logró resarcirse; una fría mañana decembrina
de 1931, con Hitler como testigo principal y ataviado con un elegante traje
oscuro, el redivivo prohombre contrajo nupcias con la venturosa señora
Quandt oportunamente embarazada. El de postergar el idilio hasta la hora
cero del Paraíso Nazi, no fue la única promesa incumplida por aquellos días.
Harald perdió la cuenta de los desaguisados y renunció a algunos desafueros;
su tía paterna, Ello, otrora muro de contención anti goebbeleano devino
testigo de excepción durante la ceremonia, la cual, además, tuvo lugar en los
predios de los Quandt, y a pesar de las cláusulas punitivas contempladas en
el contrato de divorcio de sus padres. Harald fue cedido en prenda y se
quedó a vivir con su madre y con un padrastro de estreno, quien, sea dicho,
recobró con creces las riendas de la ideología, de la opinión pública, de la
propaganda,de la censura, y del determinismo histórico. Harald fue
recompensado por su buen comportamiento puntual, se le permitió, ese día,
lucir un impecable uniforme de la NSDAP (el partido de Hitler). Con
pantalones largos y de un metro sesenta de alto, fue abrazado por la
oficialidad y considerado, con una oleosa familiaridad castrense, como
fehaciente representante de la generación de relevo. Profusamente
edulcorado, Harald gozó ese momento estelar, nadie podría dar fe de lo
contrario.
De todos modos hubo contratiempos sine qua non. Los orígenes de Magda
fueron escarbados, pese a su estupenda configuración, a sus diluidos ojos
azules y a su tez áurea apenas teñida con leves tonos como de acuarela y
guache. Pendía sobre ella el hálito de una duda racial. Mera excusa para
poner en aprietos al otrora petimetre lisiado, al mequetrefe, al renco, al
bocón por su insignificante familia. Goebbels tiñó de violencia las noticias
subsiguientes, produjo y reprodujo incidentes sangrientos que mantuvieron
ocupados los afanes informativos y chismográficos de la comarca y al cabo
de vivir en un modesto apartamento, fiel a ciertos principios de austeridad
políticamente correctos, se mudó al lujoso apartamento de su esposa, en el
mejor vecindario de Berlín, dispuesto a codearse con la crema y nata del
poder económico, político y social. Harald vio desfilar por su casa a los más
altos dignatarios, Magda era, definitivamente, la mejor anfitriona del régimen
y Goebbels se convirtió en el gran paladín. El Fuhrer saboreaba allí sus
postres favoritos y se engolosinaba con los argumentos empalagosos de
Goebbels. Magda compartió con su marido el sabor hipnótico del poder,
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ambos cayeron en estado cataléptico. Cada uno tenía sus buenas razones
para hallar en el judaísmo el trinitrotolueno necesario para una ignición
colectiva. Goebbels proclamó públicamente “el fin de la era del
hiperintelectualismo judío” y la consecuente descontaminación de la cultura
alemana de toda esa “basura”. Magda, paradigma de la nueva mujer
alemana hizo su primera alocución radial el 14 de mayo, en ocasión del Día
de la Madre. Bella, bien dispuesta para la digna reproducción de la raza aria
sin una mácula de duda, fue bálsamo y lubricante amortiguador entre las
asperezas propias de los mandatarios masculinos. Helga, la primera de los
cinco hijos de Goebbels, todos precedidos por el sonido de la jota, igual que
los hermanos Quandt, nació puntual, según el calendario lunar, es decir a
destiempo, pero ya para entonces nadie tenía la autoridad de sacar cuentas
ni de desprestigiar al doctor Goebbels, ocupados como andaban de campaña,
en comicios, elecciones, sufragios, conteos y descuentos. Helga, la recién
nacida hizo las delicias de Hitler, del Fuhrer, de la jota mayor. Inmersa en
onomatopeya, entre Helmuth, Herbert, Harald, Helga, Hilde, Helmut, Holde,
Hedda, los años, los hijos y los hijastros hacen de Magda una diosa teutona,
una figura wagneriana, un drama operático. Trompetas y voces oscuras le
anuncian desde el fondo de su alma el robo del anillo de los Nibelungos, ha
perdido la libertad, la autonomía, el espacio vital para expresarse. Presiente
que sólo podría ser salvada por un héroe ajeno a sus entrañas, es decir por
un extranjero. Sueña clandestinamente con Víktor, que sempiterno joven,
fogoso y librepensador, viene a rescatarla del secuestro al que se ha
prestado voluntariamente y cuyos más notables efectos secundarios son
unas nauseas permanentes y una anemia crónica. Víktor aprovecha los
amoríos de Goebbels con una actriz checa que lo tiene enajenado y rapta a
Magda sin su consentimiento, pues cómo podría ella abandonar a sus hijos.
En el sueño, Magda nunca llega a ver la poción narcótica que la adormece
hasta alcanzar la inconsciencia. Fieros leones la sacan del letargo para
confrontarla en el sueño con sus responsabilidades y con la grosera
infidelidad de su marido. Entonces reaparecen los mitos para señalarle
caminos sonoros, pues no otra cosa es la H en la notación anglosajona que la
séptima nota de la escala latina, es decir el SÍ. Si para que ocurra la
transferencia, si para devenir Medea y premeditar, en la profundidad onírica,
la muerte de todos sus hijos, si. Eurípides alucinado, Séneca redimido: Magda
envenena a sus hijos con cianuro y sólo lamenta no haber sido aun más
fecunda para ofrecerle a su marido más víctimas. Tras semejante pesadilla
amanece siempre inapetente, por lo mismo se vuelve también insomne y,
claro, tan depresiva que Goebbels la considera un irredimible fastidio.
Dormita más bien durante el día cuando puede contener ciertas
alucinaciones. Así suele verla Harald, en sus cada vez menos frecuentes
visitas a la casa Goebbels. No median entre ellos confidencias, Harald
detesta la fragilidad, está en pleno entrenamiento militar y numerosas veces
se reportan quejas de sus superiores por su desacato a la autoridad, Harald
no se conforma con las ordenes, prefiere hacer su propia justicia, con el
redundante beneficio de evocar sus travesuras infantiles y emular a sus
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mayores. Mas Goebbels, incomprensiblemente para el muchacho,
desaprueba esos esmeros. Se lamenta en sus diarios por los dolores de
cabeza que le ocasiona Harald con su rebeldía. Harald querría hacerse notar
por el padrastro poderoso, crecer a sus ojos, merecerlo, pero Goebbels nunca
está presente. Una vez, por el descuido de un edecán, Harald logra leer unas
líneas de su diario. Descubre allí un estilo condensado, unas crónicas
puntuales de algunas intrigas políticas, y una unívoca referencia al hijastro,
en términos reprobatorios. Algo cruje dentro de él, cree por un momento que
ha contraído la misma tuberculosis que le restó a su hermano Helmut
Quandt. Trago grueso el recuerdo, un hilo fino de hiel se teje como una
telaraña en su garganta. Todas las incertidumbres doman su cuerpo
impetuoso y le imponen retortijones y arrepentimientos. Se abofeteó, golpeó
la cabeza contra las cuatro paredes del baño hasta sacarse sangre, se
arrancó los cabellos a manos llenas, pero no logró escupir ni una sola
palabra. A partir de entonces los informes sobre el sargento, sobre el
teniente, sobre el capitán Quandt fueron siempre satisfactorios, nadie indagó
más. Había otras prioridades: la guerra, los campos de exterminio, la
desinformación, pero también la vidilla personal ha cobrado beligerancia,
Goebbels querría divorciarse, confunde el poder con la farándula, los actores
checos Gustav Frölich y Lida Baarova convierten su vida real en guión
cinematográfico, blondas, gasas, lino, un poco de fantasía que contrarreste
tanta austeridad ideológica y familiar. Querría desprenderse de Magda para
deshacerse de su propia imagen reflejada en ese espejo y también de la
conciencia que refracta. Ella misma estaba a punto de aceptar el galanteo
del joven asistente de su esposo porque, juntos, se crecían. Fueron a un viaje
por Italia, con escala obligada en Sicilia, y ambos disfrutaron las
explicaciones de Albert Speer, el gran arquitecto del nuevo imperio alemán,
sobre los templos de Segesta, Siracusa y Selinus. Decía él que incluso en la
antigüedad clásica privaron los impulsos megalómanos generadores de
monumentos,¡abajo la moderación! Entonces Magda lograba a veces dormir
sin temor de soñar. Pero Hitler no aceptó sus razones, ni autorizó la
separación, debían mantenerse unidos como símbolo de la gran Alemania, y
de modo que mientras Goebbels se engañaba creyendo poseer a la beldad
checoslovaca, Hitler ocupó Checoslovaquia y punto. La imposibilidad de
consolidarse en los nuevos amoríos dinamitó la acritud de Joseph contra su
mujer, le gritaba, la maltrataba, la amenazaba con quitarle a los hijos. ¡Por
encima de nuestros cadáveres! Respondía ella, repostándole a las pesadillas.
No bien despuntara el alba iría directamente al despacho del Doctor Ludwig
Stumpfegger. Pero cómo hacer para obtener de él la información necesaria
para envenenarse junto a sus hijos, con el menor sufrimiento posible, si las
cosas llegaran hasta extremos intolerables. En el sueño el Doctor
Stumpfegger era un investigador científico tan ávido de información genética
como su colega Mengele y la idea de poder contar con media docena de
cuerpos puros, de la raza aria, lo insalivaba. Era una probabilidad en un
millón de demostrar científicamente la superioridad de la especie. Se relamía
los labios y se devanaba los sesos en la búsqueda de una solución perfecta
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para que Magda y sus hijos murieran sólo lo suficiente como para aplicarles
sin dolor los experimentos que ya se habían aplicado a los judíos, para
demostrar lo contrario. Si tan sólo pudiera descubrir una muerte temporal
para luego despertarlos y presentarlos, como héroes, como mártires, como
ejemplos. Durante varias noches subsiguientes, Magda y Ludwig ensoñaban
despiertos en el sueño. Para ella sería una venganza fantástica hacerle creer
a su marido que había ejecutado la promesa de matar a sus hijos aunque
sólo fuera por un momento, para luego robarle el protagonismo histórico, al
consagrarse como la más digna representante de Alemania, capaz de
donarse en vida y en muerte a la causa del Fuhrer y de la gran Alemania.
Para Ludwig ni se diga. Eran tan vívidas las imágenes que al despertar, la
Señora Goebbels redoblaba sus esmeros para insertarse en una realidad
cada vez más hostil, pero sus esfuerzos sólo eran recompensados al volverse
a dormir y al seguir soñando con el doctor Ludwig Stumpfegger que noche
tras noche le presentaba soluciones parciales: “una mezcla de morfina con
dosis homeopáticas de cianuro” y cuando ella repreguntaba, le respondía él:
“con la virtud narcótica de la morfina, no sentirían los niños ningún estrago”.
Despertaba pálida, y empalidecía aún más cuanto más entraba el día, pues
ver a sus hijos correteando inocentes, le generaba un sentimiento de culpa
espantoso, además ¿qué derecho tenía ella de privar al tío Adolf de la belleza
de esos niños a quienes profesaba un afecto tan especial, sobre todo a Helga,
la mayor, que era la niña de sus ojos? Mientras tanto el nuevo culto ganaba
adeptos, la svástica, el águila y Hitler conformaban los pilares místicos de la
sociedad que se gestaba. Decapitados como andaban los del santoral judeo
cristiano, Magda le rogó al sol y en el trance se le apareció un ave inmensa y
maravillosa, no águila, ni león alado sino purpúrea, violácea extremaunción
de vuelo vertical, en perenne regreso del fuego sideral. Pronto interpreta ella
que vale la pena regresar, pero cambiada. Digna en su rol de primadonna,
Magda le canta un aria memorable a Hitler, quien no ha menester de lobby
mejor. Con su atronador poder de mando vocaliza un mandato terminal:
Goebbels debe acabar inmediatamente con la checa y retomar su vida
familiar, emblema de la gran Germania, si fallare, sería condenado por la
Patria, el Fuhrer y la Historia, a perderlo todo. Magda no canta victoria
todavía, aún no ha cobrado conciencia del poder que se le acaba de conferir,
aún anda embobecida con Hanke, el asistente de su marido. Tanto que,
aunque acepta las ordenes de Hitler de asistir con su esposo al Festival de
Opera, para conservar la tradición anual y diluir los rumores acerca de la vida
licenciosa y atormentada de la pareja Goebbels, llora desconsoladamente al
identificarse con la pobre Isolda. Incomoda francamente a los hombres, al
propio Hitler, a Goebbels, sin verdaderamente proponérselo, llora de
despecho con toda la fuerza voluptuosa del belcanto, con todo el histrionismo
contencioso, pero, muerto Tristan, fenece en ella, y un rol vengativo, mucho
más exigente, se le adueña: Un cruce de Medea con Turandot vindix. Verlo
allí, al poderoso Ministro, penitente, colapsado, ulcerado. Que los tormentos
le impongan una pasantía hospitalaria, que su delgadez trasluzca. Púdrete en
tu soberbia, témete, devén. Mira desde tu infernal reclusión el sacrificio de tu
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amada, nunca más primera actriz, defenestrada, humillada por el mismo
público que hasta ayer la vitoreaba, cuando te ufanabas en mi propia casa,
en mi cara, frente a mis hijos, óyelo decir Puta Puta Puta. No le quede ni el
privilegio de una huida decorosa. Sea condenada en Alemania, aquí,
desempleada, desprestigiada, como corresponde a una meretriz, a una
hetera. Purria. Y tú, amado mío, zambúllete en tus propias miasmas,
carcómete, carbonízate, imántate, y aún así habrás de responder a este
enigma: ¿Cuál es el trampantojo tendido al individuo a fin de perpetuar la
especie?. En vano intentó Joseph abordarla, ya nunca más por las malas,
Magda, se volvió dura, difícil, nuevamente dueña de sí misma y no se
conformó nunca más con frases de cortesía, con zalamerías histriónicas de
las que se dicen en voz alta para que sean escuchadas en galería. Ni siquiera
con las sinceras diligencias que hizo el desdichado para obtener noticias de
Harald, cuando se supo que había sufrido un accidente de aviación. El
hombre fue recobrando el deseo a medida que ella lo rechazaba, a medida
que creía perderlo todo; fue cediendo, mientras más altiva y también más
activa y más arrebolada andaba su mujer y más se hincaba en él el
desasosiego. Y no halló ella agrado en palabras fútiles ni en promesas vanas,
ni en rosas rojas, ni en el liderazgo político. Sólo en el abrazo consumado
encontraría Magda satisfacción, uno tan fogoso como había sido el primero e
igualmente fecundo, pues fue de esa unívoca respuesta al enigma
enunciado, que nació su última hija, Heide, fruto del amor (renacido).
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Una salida afortunada rescata a Sara momentáneamente del
encandilamiento siniestro, de la fantástica torcedura de la historia, de la
narración inconcatenada, creándole la ilusión de devolverla a su propia vida.
Lleva días sin ver a nadie, ya ni siquiera añora una llamada telefónica, hace
tiempo que le han cortado la línea por falta de pago. Vive ensordecida por la
multiplicidad de voces internas que la poseen. Todas hablan a la vez, las
propias y las ajenas, las presentes y las ausentes, los vivos y los muertos..
Saliendo se topa con un chico y lo que comienza con un simple saludo acaba
siendo un encuentro, un recuento, alguna simpatía. Ávidas de rescate Sarah,
Amiga, Lucía, Magda y Medea todas en una, se dejan fascinar por un
personaje real, un estudiante de letras, un muchacho de carne y hueso con
ideas propias, que fuma, y a quien le cuelgan las ropas a la mejor usanza
juvenil de fines del siglo XX. Rompamos el hielo, confrontemos nuestras
versiones de esta mañana en que ambos sacamos a pasear soledumbres y
acabamos trastocando, le dijo ella a él con un dejo de coquetería. Tres veces
hemos coincidido, siempre circunstanciados, respondió él manteniendo el
tenor, como corresponde a buenos letrados. ¡Ay! mísera de mí, testigo de mil
representaciones, preveo el desenlace operístico de un drama desde el acto
primero y apenas logro contener el bostezo. ¿De qué madera cruje tu costillar
y cuáles carcomas te corroen? Cometo deicidio culposo con la fruición del
que premedita. Influirte, descascarillarte, desarmonizar tus certidumbres,
¿me permites ensoñar y transformarte a mi antojo? Hete allí roca inerte de
cantera urbana, amorfo, confundido en el magma y que sea yo quien te de
forma. Yo quien te haga amable y diferenciado. Hete allí joven, apenas
grávido, sufrido despojo de la literatura, árbitro entre la Divina Comedia del
octavo semestre universitario y el surrealismo ruso. Poeta, por ti mismo
maldito. Heme a mí, alma hermafodrita: gozándome tu lectura marginal de
La Muerte en Venecia, ser yo misma Tomás Mann, sutil y perverso,
devotamente entregado a tu contemplación.
Ajeno a las lucubraciones de Sara, el joven estudiante de letras se
sobredimensiona, flanquea por la izquierda a su interlocutora y en el sutil
roce de palabras atisba entendimiento:
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-- Señora, le leería algunos poemas.
-- Que la mañana nos guíe.
Las cinco mujeres que poseen a Sara, tienen además nombres de cinco
letras. Apura el regreso a casa sin prender esta vez la radio. Otra cadencia se
ha apoderado de ella, un afán enumerador. Cinco son los elementos (fuego,
aire, agua, tierra y éter); cinco los puntos cardinales (Norte, Sur, Este, Oeste
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y Centro); cinco la variedad de animales (de plumaje, de escamas, de pelo,
de concha, y los de toda desnudez); cinco son los sabores; cinco las chacras
que concentran y distribuyen toda la energía del cuerpo humano; la felicidad
se manifiesta en cinco expresiones; cinco son también los sin sentidos, que,
en apretada formación se estrellan contra el hipotálamo, cuando se quiere y
no se logra perder la razón. Te invoco sueño amparador. Que reflote la
quintaesencia de la más recóndita fantasmagoría y que se manifieste el
rostro de mi alma, el número amoral, la revuelta. Ah mal halla cinemascope,
quiero ver el mundo en colores, aunque sólo sean los cuatro sacramentales:
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Nina querida:
No se nada de Ustedes, me atormenta pensar que pudo pasarles algo,
durante el siège. Yo tampoco les había escrito desde que soy la esposa del
flamante Ministro de la Defensa y me queda poco tiempo libre. Mi intuición
fue confirmada, Carlos se unió con un grupo de militares y políticos para
tumbar al presidente Isaías Medina Angarita. Forma parte del gobierno de
don Rómulo Gallegos, ¿te acuerdas de su nombre? : aquel escritor que estaba
exiliado en España y de quien te hablé una vez a propósito de su novela
Doña Bárbara, que traté de leer con mi español mediocre para conocer mejor
el país y la realidad de mi esposo. Estas cosas te las cuento rápido y sin
detalles, pues en realidad no quisiera acordarme de ellos. Hubo muertos y
heridos, traiciones y chismes de palacio, pero no quiero agobiarte con estas
historias a sabiendas de que las tuyas deben ser mucho peores. Aflojo, una
interminable pereza me imbuye y me le entrego en caída libre
multiplicándome en peso para acelerar la huida de este cotidiano desleído, y
cuando ya nada me importa, en total lasitud, me deslastro del inútil bulto que
soy y levito en la vacuidad. Ciento ochenta grados de intensidad tornasolada
adoquinan mis pupilas para que quede huella. El resto, puro vapor de comino
putrefacto fermentado en burbujas. Gotas etílicas son los recuerdos
condensados y como ellos vuelven a evaporarse. De la cucúrbita al corbato,
mobile perpetuum: de la caldera al frigor; del horno al hielo. Estar etéreo.
Carlos cabalga siempre hembra, se la adentra entre las piernas, le clava
todo su poderío en aceleración orgásmica. Se doma a sí mismo para
prolongar el delirio. Recorta las bridas para que la espumosa baba de la
yegua acompasada sea fecundo semen en la gestación de otras orgías.
Cuando habla de ella, de sus grandes ojos y pequeñas orejas, de su cuello
largo y su cabello brillante, nos causa escalofríos, a nosotros que no hacemos
más que obedecerle y serle fieles, a nosotros que no hemos hecho más que
amarlo, y que él sólo piense en ella, en sus miembros alargados y en el
mechón de su frente, y que la encuentre exótica por sus orígenes y animada
por el brillo esmaltado de sus ojos. Cuando la monta a trote, con un dominio
absoluto del ritmo y de la cadencia, el castigo corporal se invierte, es la
hembra la que frena el arrebato y en cada caída sobre el cuero rígido y pulido
del sitio de montar, del hombre se impele una energía calórica y se vuelve
encabritado, rampante, aculado, enjaezado. En largas noches de insomnio
nupcial, desata una función de rodeo, una por una, con las cinco estrellas que
conforman la constelación equina, y, tras atarlas diestramente al carro
sideral, larga las riendas del albedrío, ¡qué lo conduzcan ellas! al lugar en
ninguna parte donde vive Pegaso, el macho alado, con quien medirse en lid y
triunfante someterlo, como sólo le corresponde a los soberanos, a un
sacrificio espectacular que dure tres días, al final de los cuales, y por obra
ritual, devengan uno el otro, intercambiables en el tiempo y el espacio,
alados ambos, soberanos los dos. Al despertar de buen humor, Carlos
alardea:
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-- No me esperen para cenar, me trajeron una yegua throughbred, la más
purasangre de todas las razas de carrera. La voy a nombrar mi edecán.
-- Echa los cuentos como son José Antonio ¿es verdad que lo envenenaron?
-- No me extrañaría que tuviera enemigos, ni tampoco que lo hubieran
envenenado, lo que sí puedo decirte es que tenía fama de autoritario. Era
autocrático, vehemente. Pero es que eso no tenía nada de raro tratándose de
un General que llegó a ser presidente y que fue hijo de otro General,
Francisco de Paula Alcántara prócer, además, de la Independencia.
José Antonio tenía tal don para relatar que al hablar parecía que estuviese
leyendo de un libro. Sus inflexiones eran perfectas, hasta los recesos entre
las frases respondían a signos gramaticales magistralmente colocados.
Resultaba placentero escucharlo también porque a pesar de poseer un
cúmulo increíble de información y de aplicar certeramente las leyes de la
analogía y la comparación a los hechos históricos que refería, lo hacía sin
rebusques y no se vanagloriaba. Sólo que los hechos siempre eran los
mismos hechos y en honor a la verdad, ya Lucía los había escuchado en
ocasiones anteriores. Mantuvo pues una cara de piedra impenetrable que
denotaba tal concentración que nadie hubiera podido sospechar siquiera que
ella se había quedado atrás en la conversación, en Julio Cesar, y que rumiaba
las palabras que había dicho su esposo. Carlos aseguraba que Julio Cesar
había establecido un programa de reformas muy variado, que había
eliminado en las provincias el sistema corrupto de recaudación de impuestos
y que había incrementado el número de senadores. Se le dio a ella también
eso de establecer parangones y analogías. Luego, había dicho Carlos, Cayo
Casio y Marco Junio Bruto, dos senadores muy próximos a Cesar acabaron
asesinándolo, por temor a que se eternizara en el poder. Al evocar la reforma
del calendario que instauró Julio César en Roma, como un medio racional
para registrar el tiempo, Lucía sonrió para adentro, asentía, hacía guiños,
pensaba en William Shakespeare, quien había hecho renacer el magnicidio,
casi diecisiete siglos más tarde, cincelando en la memoria colectiva de la
humanidad una duda. Varias dudas. En la unívoca versión histórica, Brutus
mata a Cesar para salvar a Roma de una dictadura vitalicia, que según
algunos eruditos representaba una tiranía sin escrúpulos. Pero Shakespeare
siembra en la traición del amigo, una fatalidad amorosa: Brutus ama a Julio
Cesar y por ello padece, durante toda la obra, de un minucioso
arrepentimiento, en cambio Marco Antonio, el amigo fiel, al que se le confía
el discurso funerario, hace gala de una retórica que lo catapulta al éxito y al
poder. Traición se avecinda con dolor. Fidelidad se emparenta con oportuna
retórica. Cuando la palabra magnicidio invade el lado siniestro del cerebro,
bulle. Carlos detecta sensorialmente que el tema ha decaído al igual que el
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ánimo. Caza con oído certero un paréntesis en las reflexiones acerca del
asesinato de Francisco Fernando de Hadsburgo, Archiduque de Austria,
muerto en Sarajevo, el 28 de junio de 1914, como detonante de la Gran
Guerra… para introducir un tema más ligero. Ya se sabe que, convaleciente,
ha mejorado notablemente como anfitrión. Teme que de la Primera Guerra
Mundial se pase a la Segunda y que Lucía se lo demande más tarde, a solas,
cuando todos se hayan retirado, y que ella llore por Europa. Que llore, sí,
porque hasta a la recia Lucía Levine, le ocurre a veces.
Botafumeiro. El templo donde Sara yace desnuda sobre el ara del altar se
ha impregnado de incienso hasta saturar. Los sacerdotes descabezados que
la circundan entonan cánticos gregorianos. Sus voces oscuras nacen en
bocas apetentes e insaciables en su invisibilidad. El fresco que adorna la
cúpula gótica hacia donde dirige su mirada, se abre en dos mitades
simétricas y es sustituida por otra de infinita densidad donde millones de
estrellas centellean. El manto sideral se cubre por completo con una
serpiente cuya piel cimbreante luce enhiestas piedras en todos los tonos del
verde agua.
Tal es el poder del hombre amando.
Una visión caleidoscópica desintegra en miles el gran falo que la
penetra y sin perder tamaño ni potencia avanza en ella dividiéndola hasta
convertirla en miles. Adquiere brillo en su esplendor tal como lo que es, una
nave espacial, y es abordado por ellos, que emprenden juntos una
navegación astral por el océano vaginal. Llevan consigo detonantes
apalabrados para catapultarse en ellos cuando se agigantan, y susurros
inaudibles cuando se congelan anudados en segundos perpetuos.
Excelsior
Exceptio
Exeunt
Metamorphosis. Ha obrado milagros el elixir amatorio. Aquella Sara
taciturna y aovillada está invirtiendo con lubricidad el sentido temporal de
sus preguntas, querría saber cómo eternizar los instantes estelares y ha
anidado en un capricho. Excelso, excepcional mientras. Y el entretiempo
colmado de espera.
Mas el otro tiempo ha avanzado sin ella. Increíble: Los Delgado
Chalbaud se mudaron de su casa en El Paraíso a otra en Chapellín. La rueca
que teje la historia ha sido renovada por una más moderna y semiautomática
que permite la reversibilidad y el punto en cruz. El antes Ministro de Defensa
y afecto amigo del presidente se convierte en Jefe de Gobierno, un adverbio
de lugar, un complemento directo circunstancial lo coloca en el sitio exacto a
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la hora exacta. Ya se sabe que las cosas se cuentan más rápido de lo que se
viven. Carlos el hombre bisagra entre los civiles que se van y los militares
que llegan, tan amigo como viceversa de ambos, recibe infinitas llamadas en
su despacho de Miraflores, los vidrios de las ventanas aún no han sido
reemplazados, se mantienen desaparecidos los “enemigos del nuevo
régimen”. Donde está, entre otros, el Ministro de Agricultura, pregunta su
esposa del otro lado del auricular y Carlos le responde con el cariño de
siempre “no te preocupes que está bien está retenido en la base de Maracay,
mientras se calman los ánimos”. La señora insiste absteniéndose de
responder con el habitual tuteo coloquial, que la forma marque alguna
distancia reprobatoria, pero que no se olvide la proximidad que hasta ayer
compartieron, cuando él y su esposa, coincidían socialmente como
representantes del Gabinete de Don Rómulo Gallegos. “Podría mandarle una
maleta, podría hacerle llegar algo? Insiste ella y él, en el mejor de los tonos
posibles la vuelve a tranquilizar: “no le falta nada, créeme, pero ya que
insistes, mándale piyamas y las cosas de tocador que él prefiere”. ¿Cómo se
las mando? ¡Me vuelves a llamar y yo envío por ellas! Esa misma noche
Carlos se sorprende a sí mismo, cuando con su propia voz emite palabras en
un idioma desconocido y medio despierta sobresaltado al ver la imagen de su
padre en la cabina de mando del Falke. Lucía lo escucha balbucear desde la
semiinconsciencia en que se encuentra un único y unívoco vocablo: SINO.
Ella no conoce el sinónimo del destino en español, de manera que se
incorpora y creyéndose, incrédulamente, consultada, comienza a analizar,
cartesianamente, los pro y los contra del golpe militar en el contexto
geopolítico que se avizora: la militarización está en plena fase de
globalización, Hitler y Mussolini acaban de lanzar exitosamente los misiles V-
2 de tercera generación sobre Londres. Se le ha demandado a Churchill que
intervenga, pero los Estados Unidos aún se mantienen neutrales. La única
esperanza posible la aporta Stalin, pero el invierno se come muchos recursos
bélicos. No quiero ni pensar en lo que pueda pasar. Sólo te pido la promesa
de que no te alinearás con los nazis. Nina tenía razón. Carlos no escucha
ocupado como está en el laberinto del mando tomado. Ayudar a sus amigos a
que se exilien, ayudar a sus amigos a insiliarse en el poder.
Pero gracias al talento del Baron Wernher Von Braun, un nuevo misil
teledirigible de la serie V acaba de desplegarse desde el norte de Alemania.
La ciudad de Peenemünde ha sido escogida, por su locación estratégica y
también para resarcir a sus habitantes por sus heroicos enfrentamientos con
los rusos, como el sitio histórico desde el cual atacar ferozmente Moscú,
Washington y Londres. Churchill, Stalin y Roosevelt fueron obligados por las
circunstancias a firmar el armisticio cuando Goebbels les advirtió que si no lo
hacían, serían responsables de la muerte de más de diez millones de
personas, pues las series VI y VII ya estaban en fase operativa.
El reparto del mundo, la depuración racial, el despliegue táctico y
numerosos brotes de insurgencia salvajemente reprimidos mantenían a
Europa en escandalosa ebullición. Pero a Caracas tardaron en llegar las
noticias. Carlos volvió a cabalgar, Lucía a lucubrar. Durante esos días, a ella
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le dio por ir a misa por mera solidaridad con su vecina ortodoxa y amiga
desde los días en París, cuando ambas centroeuropeas contrajeron nupcias
con venezolanos. Las dos andaban agitadas, intranquilas, así que a falta de
iconos y de popes fueron a tener a la Catedral de Caracas y le fueron
cogiendo el gustillo a los cánticos en latín. A una le bastaba cerrar el
entendimiento para trasladarse mentalmente al templo de los iconodulos, la
otra cerraba los ojos por iconoclasta. Ambas disfrutaban, aunque por razones
diferentes, del penetrante olor a cirio de cebo. Lucía era afecta a los aromas
que emanan de los rituales. En el taller de Lansky, por ejemplo, se
alumbraban muchas veces con velas para proyectar sombras bailarinas en
las paredes blancas y sobre aquellos fantasmas relataban historias
fascinantes. Ahora, ocupando el extremo derecho del tercer banco en una
iglesia católica, apostólica y romana, le apetecía hincarse de rodillas,
inventarse una penitencia y liberar a través de ella toda la fuerza de su
persistente malestar. Perdido todo contacto con Nina, no tendría caso seguir
escribiendo el diario epistolar, sin patria adonde regresar y sin poder contar
con Carlos, leía mucho y perdía con frecuencia la noción de donde acaba la
ficción. En misa es fácil para ella desapercibir los límites de la realidad. Los
sacerdotes recrean, ellos también, como si verdades fueren, fábulas
maravillosas de ciegos que ven, de muertos que caminan, de meretrices y
traidores redivivos. De ese modo se va conformando en su corazón una
trama dramática en la que protagoniza vestida de negro, con velo de tul, y
reconstruye desde la viudez los momentos estelares de su vida matrimonial.
Los tersos y sonrosados rostros de santos y vírgenes la acogen en su
desvariada felicidad. Era él el hombre objetivo que se acrecentaba al
reflejarse en mi, y yo para él me acicalaba con ideas y propuestas. Sabíamos
que nuestra misión era cambiar el mundo, despojarlo de fatuidad. Había
electricidad estática en la yema de sus dedos y cuando me tocaba cada poro
mío se cargaba de él y adquiría luminiscencia, luego, incontenible la energía,
brotaba láctea, nívea, caudalosa, y él de mí se retroalimentaba. Amé a Carlos
con una fuerza voluptuosa capaz de romper todos los cerrojos y me sentí
amada por él sin reconocerlo jamás, pues nunca le permitimos a la palabra
amor que le saqueara el sentido al sentimiento. No fuimos de los que se
susurran frases de ternura, ni de quienes describen la pasión. Sorteamos los
melindres, esquivamos las confesiones. Las incógnitas que nos intrigaban
desalojaban cualquier medianía. Totales, absolutos, al juntarnos nos
convertíamos en un alud. Pero cuando regresamos a Venezuela, el hombre
sufrió una regresión encantatoria, nanas y rimas lo anestesiaron. Eran las
conjuras de tal suerte de vocablos que resultaban inmutables en todos los
sentidos. Con qué embeleso se dejaba seducir por frases que a mis oídos
sonaban vacías de continuidad, yertas palabrejas de pacotilla, lugares
comunes que harían sonrosar de vergüenza ajena a cualquiera. Más ahora
cuando otras cosas importan. Ahora que, pese a toda la campaña de
desinformación estamos por comprobar la cifra de muertes en los campos de
exterminio de Alemania y Polonia, ahora que los alemanes presionan por la
apertura de una oficina de enlace con el Reich y que colocan a todos los
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gobiernos frente a la dualidad que escinde la vida de la muerte, pensé que
Carlos se saciaría del banquete sensual que le ofrecieron estas mujeres
tropicales en sus líneas y educadas en metrópolis. Reconozco que al principio
a mí también me engolosinaba observarlas y también escucharlas. Una en
particular llegó a sustraernos a ambos con denominador común. Entallada
por naturaleza, lucía sedas y tules que hacía bailar desde la altura de sus
caderas cuando las cadenciaba. No, vulgar no, en absoluto, todo lo contrario,
elegante, distinguida, simplemente voluptuosa. Hasta las telas, inanimadas,
se afanaban en penetrarla, cuando inesperadamente la embutían. Nuestros
ojos se clavaban sin piedad en la tersura que suele separar los collares de
perlas verdaderas de los escotes vaporosos. Cruzaba las piernas y todas las
salivas se espesaban. Cuando hablaba publicitaba subliminalmente el nivel
de su escolaridad especializada en feminidad, buenas maneras, idiomas
varios, literatura francesa del siglo XIX, principios de música, codeo
diplomático y savoir faire. No entiendo cómo fue que Carlos, tan agudo y
perspicaz, no se diera cuenta que, al final, una velada era exactamente igual
a todas las pasadas y temerariamente semejante a todas las futuras.
Idénticas. Matrizadas. Seriales. No, Carlos se deslizaba en aquellos laberintos
sociales con perfecta familiaridad, encontraba siempre salidas ocurrentes y si
acaso fruncía el ceño, la mujer se convertía en látigo que, al restallar, iba
marcando la piel y la objetividad, que, de mi amado, eran las dos virtudes
mías. Oh mísera de mí que amarle ansío y verlo por hechizo en cuerpo
endeble devenido. Lastimera maldiciente, zaherida hurgo, sin hallarlas,
armas: Una paradoja de doble filo, un arcabuz cuyo proyectil tenga efecto de
boomerang, una boa constrictor cuadrúpeda, mamífera y mingona, una
poción espiritosa de color tornasolado cuyo efecto afrodisíaco le arranque el
hálito y que quien lo ingiera muera de placer no-consumado. Qué castigo es
éste de preferir verme sin él antes que seguir viéndolo sin mí. Qué regodeo
ingenuo es éste de planear tu muerte por artificio teniendo, como tienes,
tantos detractores. Te es desleal un sector del ejército e infiel otro de la
sociedad civil, también te adversan no pocos políticos. Motivos tendrían
algunos marchantes, muchos comerciantes, algunos ganaderos, ciertos
pretendientes. Y si no, allí están los montoneros, los aventureros, los
mercenarios, los saqueadores de caminos, los colectores de impuestos. Sólo
los envidiosos superan con creces a los aduladores del poder. Ah, y luego
quedan los que se sienten por ti usurpados, aquel que trajo, como recuerdo
de su permanencia en Perú, adonde fue a prepararse militarmente, una
espada y un escudo, y un uniforme de mariscal, y que hace temblar la letra P
cada vez que dice patria, pueblo o partidos políticos.
--Lucía, Lucía, ya la misa terminó- escucha que le dice su amiga, pero tarda
aún unos minutos en ubicarse ¿en misa? ¿En la catedral? ¿Yo? Las amigas se
encaminan hacia el portón principal, el clima tan temprano le hace trampas
al equinoccio ecuatorial, sienten una falsa brisa de otoño, mudas como andan
ahora, recuerdan, cada una para sí, otros septiembres. Lucía deja escapar
una mueca de apetencia, una buena vendimia, freír tocino, comérselo con ajo
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macho, atrás en el solar de tante Floria y fumarse, a hurtadillas, un cigarro
entre varios, todos tosiendo, escupiendo, maldiciendo. Imitando a los gitanos.
Ay quien fuera niño otra vez. No dura el embeleso más que pocos metros. De
regreso al carro oficial, con chofer, se sumerge displicente en el pequeño
mundo de lo cotidiano. Se suceden por la ventanilla los cuadros fraccionados
de la gran montaña que es El Avila, una verde policromía.
-- No, querido - dijo Magda, con coquetería- deja que se lo diga yo.
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-- Pero no, Magda, deja que tenga un carácter oficial, estoy seguro de que
Harald sabrá apreciarlo.
El catire se muerde los labios, está más que advertido sobre este tipo de
comedias familiares. Querría irse pero el instinto de sobrevivencia lo detiene.
Goebbels retoma la palabra que le pertenece por decreto, acaso no es él
ministro de la palabra. Cobra la demora ocasionada por su esposa y por su
hijastro retardando los entretelones de la noticia. Magda finge no acusar
recibo de las indirectas que se le abalanzan cuando su esposo la contraría y
Harald presta su rostro para la comedia haciéndose pasar por acólito. El rito
exige bitter, un trago corto y grueso, agua mineral gaseosa, vasos de cristal,
pajillas de bambú, Harald provee cual monaguillo. En la cumbre de la tensión
artificialmente creada, Goebbels se complace en introducir el tema, por todos
esperado, por el camino más largo. Arranca su perorata nombrando a
Rosenberg. “ Queridos míos, mi familia, quiero ante todo felicitarlos y
felicitarme por haber logrado coronar el sueño de toda una vida: la expansión
de la Gran Alemania y la erradicación del flagelo judío que corroía nuestra
cultura, nuestra economía y nuestra sociedad. Este sueño lo hemos logrado
también en la creación de una gran familia aria pura, que me honro en
presidir como el patriarca. Hoy me siento además honrado con la
comunicación que se me ha hecho de que voy a ser abuelo del segundo hijo
de Harald. Una sola mancha arruina mi felicidad y es que he sabido por
persona interpuesta, que el Doktor Rosenberg maneja cifras nada
desdeñables de judíos que han emigrado a América y que con los bienes que
han atesorado pudieran reconstruir su nefasta influencia en esas tierras de
ultramar. Con esos argumentos fehacientes he convencido al Fuhrer de
atacar la culebra por la cabeza, es decir empezar las razzias en Nueva York,
que es donde mayor concentración se ha detectado. Pero el asunto no es
sencillo, hemos advertido a Arthur Mc Carthy sobre la alianza de los judíos
con los comunistas para destronar el gobierno provisional y él está haciendo
su trabajo consecuentemente. Es muy importante preparar el terreno para
así contar con la colaboración espontánea de la población civil, el trabajo de
penetración psicológica está en curso. Pero yo he estado pensando que
debemos pensar igualmente en los países de Sudamérica, sobre todo en uno
llamado Venezuela, que no sólo se encuentra en una posición geográfica muy
favorable, en la puerta norte de entrada al subcontinente, sino que además
es un país rico en petróleo, en oro, en hierro. Si bien la población judía no es
muy numerosa, he tenido noticia de que existe una comunidad afincada en el
occidente del país, unos marranos…bueno bueno…- se interrumpe Goebbels
aclarándose la voz con un sorbo- lo que quiero decirles es que yo por mi
parte he resuelto enviar a un representante mío, personal, para que me
informe pormenorizadamente todos los puntos tácticos para anexar a
Venezuela al eje del Reich. Quiero que esa persona ponga en práctica los
conocimientos adquiridos en esta universidad de la vida que se le ha
brindado durante estos años y quiero que esa persona seas tu Harald, hijo
mío”.
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En honor a la verdad todos los presentes sabían que Goebbels estaba
profundamente disgustado con su hijastro por llevar una vida sedentaria y
vergonzosa para un militar en pleno período de expansión. Le era por tanto
menester no sólo sacarlo de la escena política sino sacrificarlo en una misión
de mediano a largo plazo y que a los ojos de Hitler luciera brillante. Magda
acogió las palabras de su esposo con alborozo, sintió que su marido al fin
había comprendido las virtudes de su hijo y los conminó a darse un fuerte
abrazo. Pero Goebbels se echó para atrás, no había terminado su discurso,
habría de añadir aún que él se ocuparía personalmente de que a su retoño-
su nieto- no le faltara nada, y que Hitler en persona sabría agradecerle a
Harald cada uno de sus pasos por la conquista de América del Sur. “Harald,
hijo, has de leer antes que nada el ideario de Simón Bolívar, el Libertador de
cinco naciones vecinas, que él quiso convertir en una unidad llamada Gran
Colombia. En vista de que Alexander Von Humboldt, nuestro gran botánico
del siglo XVIII estuvo allí y gozó de gran aprecio y en vista de las buenas
relaciones que hemos tenido hasta ahora con los gobiernos y la banca en
Venezuela, creo que la empresa puede fructificar. Existen no obstante
algunos escollos: se encuentra en el poder un tal Delgado Chalbaud, filo
izquierdista, según he sabido y además casado con una tal Levine. Pero no
quiero adelantarte nada, ve tu, hijo mío, y hazme tu propio informe pues he
sabido también que el hombre tiene enemigos importantes y que no sería
nada difícil descontarlo del proceso”. Dueño absoluto del espacio sonoro, ni
las moscas se atrevían a zumbar, en cambio la cabeza de Harald era un
hervidero de termitas. Honrado y humillado, se le endureció la parálisis facial
que antes se había impuesto como una máscara de cortesía y le fue
abarcando el cuerpo entero. Le pasó por la mente que Goebbels hubiera
descubierto su affaire con Ruth y escrutaba el rostro de su esposa y de su
madre, para ver si encontraba en ellos algún indicio de venganza. Mas luego
hubo de hallar la compostura que le exigía la circunstancia. Supo callar
dignamente para no enardecer aún más la elocuencia del padrastro. El
esfuerzo lo hizo babearse y enrojecer, mas al final de la tarde toda la sangre
que lo había ruborizado se le fue a los pies y la sequedad de su boca no pudo
ser aliviada con ningún bebedizo.
Pasaron dos o tres días hasta que el catire pudo escabullirse de la falda de
su esposa, quien, desde la visita de sus suegros, confundía las lágrimas de la
emoción con las de la tristeza y le pedía que la acompañara, que no se fuera,
que el destino heroico los separaría para bien de sus hijos, porque cuando
fueran a la escuela, todo el mundo sabría que su padre era el conquistador
de América del Sur y seguramente fundaría una ciudad con su nombre. A lo
mejor hasta rebautizaría un país. Le prometía valentía y coraje durante su
ausencia y le exigía, eso sí, que le escribiera todos los días, para que pudiera
imaginarse ese nuevo mundo y para sentirse más cerca de él. Si el bebé
resultaba varón se llamaría como él, Harald, y si era niña, podría llamarse
Magda, en honor a su mamá. El catire asentía, según su costumbre, y
tramaba su escape para ir a ver a Ruthy. Temía que le hubiera pasado algo.
La mantenía en un escondrijo, pero no podía protegerla a distancia. Se
70
mezclaban los tormentos en su cabeza, en el hemisferio izquierdo escuchaba
las inflexiones del alemán ligeramente teñido de lenguas remotas, que
hablaba Ruthy, en el derecho se retrataba intermitentemente su rostro
desencajado por el placer sexual y se sobre imponía otro aún más
desencajado por el terror. Se apuraba, corría sobre los adoquines como un
caballo, con la misma rapidez, con igual prudencia. Caer era para él sinónimo
de golpe, de fractura, de embarrarse las rodillas, pero también de traslucir su
miedo. Gruesos hilos de saliva se endurecían en la comisura de sus labios.
Para limpiarse aquellos ríos viscosos antes de que llegasen a sus orejas,
hacia un gesto con los hombros que lo identificaba aún más con los caballos.
Dos miembros de la GESTAPO, que conducían en fila india a un grupo
numeroso de civiles se detuvieron frente a él para pedirle su identificación,
actuó por reflejo condicionado, saludo con la mano en alto heil Hitler y los
deslumbró a todos con sus credenciales. No por andar en ropas de civil, tuvo
sobre ellos menor jerarquía, circunstancia que aprovechó para pasar revista a
las personas que allí se alineaban, buscando inútilmente a Ruthy. Hubo de
sortear otras alcabalas del mismo tenor, y lo que es peor, encuentros con
conocidos, en su precipitada marcha hacia ese lugar escondido donde la
mantenía en secreto. Para cuando llegó a sentirse seguro había recorrido más
de las tres cuartas partes del camino, se impuso un alto, un respiro porque la
fatal y recurrente corazonada de haberla perdido le producía arritmia
cardiaca. Mientras acompasaba su respiración para dominar su desbocado
pulso, se sintió sentenciado a cadena perpetua por una corte de jueces
internos. Les sostuvo la mirada, pero no había en sus ojos, o en su intención,
ni un ápice de temeridad, valentía o heroísmo, por lo que experimentó cierto
remordimiento. Es el día brillante el que hace salir a la luz serpiente, entre la
ejecución de una cosa terrible y el primer móvil de ella, todo el intervalo es
como un fantasma o como un horrible sueño. El genio y los instrumentos
mortales se confrontan entonces y el humano adolece de una insurrección,
pero ¿cómo evitar aquello que los dioses hayan dispuesto? Al llegar
finalmente a la meta se topó, en cambio, con el destino: Ruthy había sido
DEPORTADA. Todas las culpas del mundo lo agobiaron. Pensó las mil maneras
fallidas como hubiera podido salvarla, de haber sido valiente, heroico y
temerario. No hubiera podido reponerse ni regresar a su casa de no haberse
valido del aspecto acomodaticio de su personalidad. Se impuso revivir de
memoria y con lujo de detalles la oferta-orden de su padrastro. Tenía una
misión que cumplir y el nombre de Venezuela le insinuaba aquel recuerdo
placentero de la infancia, de cuando su madre le había hablado de El Dorado.
Descartó por inconveniente la idea de que Ruthy pudiera haber sido
deportada y la suplantó, con destreza de guionista cinematográfico, por otra
de alta traición, en la cual Ruthy se habría ido con otro, sin prevenirlo
siquiera, sin despedirse. Los jueces internos aceptaron la apelación y
permutaron la condena por una simple amonestación que ni siquiera llegaron
a pronunciar ante la actitud conciliatoria del reo, quien dicho sea de paso les
ofreció discretamente, para no ofenderlos, cabina en primera clase en el
barco que los llevaría a Venezuela. Así, de ingenuo engañado por pérfida
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judía saltó sin escalas intermedias a superintendente ario de los futuros
fundos germanos de ultramar y cuando regresó a su casa su mujer notó, con
un suspiro de dicha y aprobación, una nueva prestancia en su marido.
Siempre que tuviera un plan o un proyecto, mientras no le faltara una
escapatoria, unas mientes de contingencia, el catire paliaba el difícil arte de
sobrevivir, ya había dado pruebas de ello en la academia militar, y, como se
sabe, durante su infancia. Acaso el período más arduo, porque estaba
confinado a un catre de hospital, fue aquel cuando la aeronave que piloteaba
sufrió aquel accidente, al que su padrastro prestó tanta atención en los días
de su reconquista matrimonial. Fue entonces cuando había aparecido, para
salvarlo del aburrimiento, Ruthy, la enfermera judía y había sido todo tan
clandestino y peligroso como insólito. Ella en su condición de condenada a
trabajos espeluznantes en el laboratorio de experimentación genética del
Reich y por supuesto doblemente condenada a muerte (a priori por judía y
luego por testigo ocular de ensayos con gemelos), se había apiadado de él
cuando estuvo en coma. La oficialidad la destinó temporalmente a aquel
paciente por sus habilidades profesionales y fue así que resucitó él en sus
brazos. Ella canturreaba y le hablaba a toda hora. Mezclaba las historias de
su familia con intrincadas fantasías que no obviaban para nada matices
eróticos. Muchas veces se hizo el dormido tan sólo para que ella elevara el
tono de sus relatos y comenzara a tocarlo, a masajearlo. Le daba forma y
volumen a su rostro, hendía los dedos en sus cabellos como queriendo asirle
el cerebro, alternaba el pundonor con la picardía, contemplaba su pene
fláccido con la tentación de circuncindarlo a mordiscos. Mientras no abriera
los ojos, él podía imaginarla a sus anchas y alternar a su vez la excitación y el
miedo, dos componentes tan simbióticos como el dolor y el placer. Cuando
abría los ojos y veía a aquella mujer tan poco agraciada le atribuía al delirio
todas aquellas sensaciones. Lo cierto y lo incierto fue que tan diferentes, tan
incompatibles, tan odiosamente antagónicos entre sí, acabaron
enamorándose y escabulléndose y desafiando el destino. Mas ahora, apoyado
en la baranda de estribor del vapor América, en noche de plenilunio, con
fuertes rachas de los vientos alisios despeinándolo, ningún recuerdo podía
evocar para él mayor concupiscencia ni producir más fiebre que el imaginario
resplandor del oro. Allí se quedó en cubierta la noche completa hasta que
apareció el sol del ecuador. Le permitió penetrar primero sus ropas
humedecidas durante la noche y luego cada poro de su piel. Relamió el
salitre depositado alrededor de sus labios y se encaminó lentamente hacia el
comedor para desayunar. Se estaba haciendo adicto al café.
Dijo él: Poco espero del hombre. Sólo aguardo noticia del
espacio.
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dúo con el que canta en la radio a ritmo y a contrapunto con tambores y
percusiones totalmente atorrantes. Fundido en la novedad que todo lo
envuelve, el catire se reclina en el asiento de semicuero vinotinto y hace
rechinar sus dientes para obligarse a pronunciar la letra ere del castellano,
está convencido de que si lo logra, se habrá deslastrado hasta de su nombre
propio, única cadena que lo mantiene aún atado a Alemania, al Reich, a los
recuerdos y a las obligaciones. Quiere llamarse Juan, como Don Juan, el de
Mozart, y enredarse en todas las faldas multicolores de tantas mujeres como
le sea posible y que le muestren ellas los laberintos placenteros de una vida
nueva; llegar hasta El Dorado y refulgirse en ese oro misterioso del que le
hablaba su madre cuando niño; fundar un imperio para la alegría y la
desnudez en este país cálido y cubierto de vegetación, adonde el aire huele a
sexo. Ya están llegando a Caracas y el chofer se dirige, por iniciativa propia,
al Hospital Central. Le parece que el hombre delira o alucina, cree que está
insolado, o borracho. Nunca había visto a un musiú tan eufórico ni tan
efusivo. Pero se deja ganar por la intuición de veterano, “ eso se le quita con
un par de cervezas ”. Así que sin preguntarle nada lo lleva directo. Juan
Aroldo Cuanta, el catire recién rebautizado, aprende inmediatamente a pedir
las frías y se funde en el ambiente como quien regresa, tras una larga
ausencia, a su lugar. No le preocupa el dinero, sabe, sin preguntarse cómo ni
por qué, que en Venezuela existe el fiao y hasta invita varias rondas a su
salud. Ya despunta el alba, cuando el chofer lo lleva hasta el tercer piso del
hotel El Conde y lo deja allí, boca arriba en la cama matrimonial, con los
zapatos puestos y sin aflojarle la correa, como quien conoce perfectamente
sus preferencias y sus mañas. Al despertar cumple de memoria con los ritos
aprendidos a juro en la escuela militar, sin reparar en los excesos cometidos
la víspera, ni en los cambios horarios. Como un autómata hace correr el agua
de la ducha y enseguida, sin esperar a que se entibie, se deja golpear por el
chorro en el mero centro de la espalda, luego se refriega la cara y afloja los
esfínteres. Forma un cuenco con las manos y recoge en él tanta orina como
puede y se la queda viendo como quien se mira en el espejo; en el gesto se
da cuenta que ha olvidado quitarse el reloj de la muñeca. No lo lamenta. Aún
húmedo y desnudo se echa nuevamente boca arriba en la cama y deja vagar
sus ojos por el techo blanquecino de la habitación. Está absorto. Es ese
estado de duermevela, el ideal para sondearse. Pasa revista a su breve léxico
español y se empeña en permutar las pocas palabras que conoce hasta
conformar algunas frases. Fantástico el que un alemán habituado a tener que
esperar hasta el final de cualquier oración a que aparezca el verbo, descubra
el verbocentrismo del castellano. Extraordinario sentirse picaflor detenido en
conjugación y rima como en néctar de lenguaje: Quiero dinero Me llamo amo
Tengo abolengo. Satisfecho con el experimento lingual se encamina sin
predeterminación hacia algún lado, adondequiera que pueda beberse un
café. Ignora la hora, si es la del almuerzo o más tarde. Las escaleras lo
conducen a un pequeño vestíbulo y sin detenerse a preguntar lo atraviesa
hasta dar con el lugar que andaba buscando, un pequeño estar que el recién
llegado no podría llamar de otro modo aunque haya sillas, mesas, gentes y
74
mesoneros. Porque el verbo estar se le ha quedado pegado de tal modo del
paladar que ahora lo degusta en su forma nominal. Para cuando llega el
momento de hacerle el pedido al mozo, que cortésmente lo increpa, ya ha
sobreoído algunas variantes venezolanas para solicitar café y lo hace con un
mohín de agrado, “marroncito por favor”, ya no ha menester chirriar los
dientes ni siquiera al toparse con una doble erre. Echa un vistazo con el rabo
del ojo y advierte que está rodeado de notables. No quiere detenerse en
adivinar sus posiciones. Le resultan demasiado evidentes algunos militares,
otros políticos y dos señoras en una esquina. Apura el café, la escena está a
punto de regresarlo a esa realidad de la que pretende deslastrarse, le
recuerda que ha venido con una misión, le sugiere que debe mover piezas en
el tablero autogestionario. Prefiere reconectarse con el delicioso anonimato y
echarse a la calle sin nombre propio -que no sea el inventado- sin destino ni
guión. Y he allí que lo espera con su mejor sonrisa el mismo mestizo y
rubicundo chofer de taxi recostado del carro americano y celeste. “Epa
Patrón, epa Catire, aquí está Coromoto pa´servile, vamos pa´ que pague el
fiao”. -Estoy, soy, voy – dice Juan Aroldo Cuanta, encantado.
María hojea gustosa el mapa que ha de servir para prefigurarle un itinerario
iniciativo al heteronimillo pero suena el teléfono omnívoro y ella se deja
engullir. Una voz lejanamente familiar detona su memoria remota, la
conciencia colectiva, de cuando quería, como todas las jóvenes, parar el
mundo para bajarse de él; de cuando obreristas pequeño burguesas
abandonaban la comodidad de sus casas para hacer patria en las barriadas,
de cuando, unívocas y al unísono, proclamaban consignas revolucionarias y
amagaban astucias y coartadas para huir de la policía. Jack se hacía llamar
entonces Juan para no ofender con su nombre extranjero. Como Sara es
María, para fundirse con todas las mujeres de habla hispana y no ofenderlas
con su poliglotismo ni con sus eternas y densas preguntas de siempre.
Liberada temporalmente de sí misma y de su misión en virtud del anonimato
y por la gracia de la oportuna risa telefónica de su amiga, emprende un viaje
anónimo hacia el interior de Venezuela, para entroncarse con el que está
haciendo Juan Aroldo Cuanta, con Coromoto, por el Estado Falcón. Lo ve
distenderse en las playas de Adícora mientras se hace contar relatos
inverosímiles por lugareños y tránsfugas. El catire aprende, por ejemplo que
el estado Falcón es una tierra enrarecida por la presencia de toda clase de
caudillos, matanceros, guerrilleros, pendencieros y el nombre de la capital,
así como su historia, le resultan fantásticos: Coro; y que los oriundos se
llamen coreanos como los de Corea, nombre que a su vez se halla en la raíz
enciclopédica del Mal de San Vito, el mismo que hace bailar, a los que lo
padecen, con movimientos involuntarios, rápidos, desordenados, amplios y
desprovistos de ritmo. Todo esto en franco contraste con otros significados de
la palabra coro, originaria tanto del latín chorum como del griego khoros y
que quiere decir más bien voces bien orquestadas o coreografías. Más, Juan
Aroldo Cuanta no se sacia, María tampoco, aunque ella prefiere deleites
mundanos: paladear el dulce de leche de cabra batido a mano y con
cucharón de palo sobre un fogón humeante, comer huevas de lisa recién
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pescada, perder la mirada en el vuelo de las garzas y luego descansarla de
tanta reverberación, en los frondosos manglares sembrados de ostras. En
sincronía pero totalmente independientes entre sí, Juan y María exploran el
estado Falcón en general y Coro en particular. Le cuentan a él que otros
musiúes alemanes le precedieron a lo largo de los siglos; que llegaron a
Santa Ana de Coro apenas dos años después de su fundación por Juan de
Ampíes. Le dicen que el primer gobernador alemán (en los años treinta del
siglo XVI) fue Ambrosio Alfinger y que lo primero que hizo fue expulsar al
español. Aquel alemán de entonces, tuvo que convivir con el poder
eclesiástico, pues Coro fue solio del primer obispado de Venezuela creado por
Clemente VII, el hijo natural y muy barbado de Julián de Medicis, que llegó a
ser Papa en 1523 y bajo cuyo principado prosperó el protestantismo en
Europa, no así, obviamente, en América. Por muy anónimo que se sintiera, el
catire no pudo evitar un respingo de satisfacción al conocer estos detalles de
abolengo alemán, los cuales, por supuesto no dejaron de traer a colación el
tema de los judíos al que le venía huyendo, como se sabe, desde su azaroso
desembarco en Maiquetía hace ya semanas, pues es Falcón la puerta de
entrada a Venezuela de los sefardíes marranos provenientes de las antillas
neerlandesas y ya se sabe también de él que por su carácter perezoso evita
odiar y más que eso, recordar la guerra, Alemania, Ruthy. En cambio repara
en que lleva ya algún tiempo desestimando por omisión epistolar a su mujer
y a su padrastro. Tan pronto como llegan a Coro, pero sólo después de
haberse dado una vuelta por las casonas coloniales, sus balcones y sus
tinajas de barro, se dispone a corregir el error.
¡Meine Liebe!
Se preguntarán por qué tardan tanto mis misivas. No has de creerme que
he optado por mantener mi identidad en secreto pues de esta manera puedo
infiltrarme mejor en la logística que se me ha encomendado. Con cada carta
pongo en peligro esta delicada misión, es por eso también que he evitado
escribirle directamente a G. Dile de mi parte que todo está bajo control. En
este momento estoy inspeccionando el puerto de entrada marítima que se
ubica en el occidente del país y que a mi juicio sería el más adecuado para
nuestro desembarco. Más señales les haré llegar cuando haya completado
mis pesquisas. Oh pobre mía que esperas mi palabra amorosa y te torpedeo
con este tipo de información, pero ya sabes la importancia y la prioridad que
he de darle a estos temas, como digno ciudadano de la gran Tierra que
estamos forjando. A propósito me pregunto cómo están los pequeños.
Estarías orgulloso de mí si vieras lo bien que estoy aprendiendo este idioma
imposible, todo sea por la Patria, la familia y la libertad. Aprovecho los
buenos oficios de un asistente muy confiable para despachar esta carta.
Como no me fío demasiado de los servicios postales de este país, te estoy
enviando esta correspondencia a través de alguien que viaja próximamente y
a quien mi asistente le ha pedido como un favor personal que te la haga
llegar. Por supuesto que manteniéndome a mí en el anonimato. No te
angusties en demasía, pronto habré terminado de recabar los datos
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colaterales y podré concentrarme en el punto neurálgico del asunto que nos
concierne. No te ofendas mas no has de intentar contactarme bajo ningún
concepto. De la total discreción de este operativo depende el triunfo.
Abstente por amor, con amor, tu H.
Satisfecho, el catire regresa a lo suyo, en verdad está cumpliendo sin
proponérselo con una labor investigativa. No le resta méritos el que lo haga
por diversión. Está de incógnito y clandestino en un país cuyas anécdotas
parecen de novela. Le hablan de un tal Urbina. Qué trabajo le costaba al
pobre aprenderse esos nombres, se valía de cierta nemotecnia para
recordarlos, en este caso echaba mano a sus escasos conocimientos de latín
adquiridos en el bachillerato. Los lugareños se mofaban, pero lo complacían
cuando él les pedía que le hablaran de Urbane. El mismo se hizo gracia a sí
mismo cuanto más le contaban acerca de los usos y costumbres de aquel
coreano corajudo, tan poco vinculable con el nemotécnico Urbane que
significa en latín: cortés, sutil, elegante. Así pues se fue enterando de que
Rafael Simón Urbina era toda una leyenda coreana, desde el día mismo de su
nacimiento en 1897, en Cumarebo, rodeado de militares tan consanguíneos
como antagónicos. Su papá, el general Antonio Urbina murió prisionero en el
Castillo Libertador, bajo la férrea dictadura de Joaquín Crespo y el niño
huérfano no llegó a comprender jamás esa paradoja: cómo es que se pueda
llamar Castillo Libertador, una prisión, donde fuera muerto su padre. El catire
hizo una mueca repulsiva cuando los padrotes le contaron que el general
Manuel Urbina, tío de Rafael Simón, había sido devorado por gusanos en el
calabozo número 13, en el departamento “El olvido”, del Castillo Libertad,
cuando años más tarde había luchado contra otro dictador, el General Juan
Vicente Gómez. La reacción del alemán avivó en los narradores el deseo de
seguir relatándole, con sorna, la vida de Urbane. “El pequeño huérfano
conocía la muerte de cerca y la emparentaba inconscientemente con la
palabra libertad. Un día, cuando estaba todavía chiquito, escuchó una
descarga cerca de la casa de su abuelo Francisco. Se encaramó en una mata
de mango y desde allí pudo ver incendios, escuchar tiroteos y sobre todo
confundirse, porque los de un lado vociferaban a favor de un Urbina y los del
otro a favor de otro Urbina”. De manera que una segunda paradoja tomó
cuerpo en su infancia: el que se mataran entre hermanos del mismo apellido,
en los predios del mismo abuelo, dos bandas consanguíneas, por distinto
caudillismo. Con semejantes antecedentes no tardó en hacerse él también
militar y, por la misma vía, ácrata, es decir desobediente, voluntarioso y
desafiante hacia la autoridad. Pronto pidió la baja, no soportó que sus
superiores lo castigaran obligándolo a pasarse toda una noche de pie en una
garita. A su regreso a Coro se fue reponiendo del enojo que le causaron
aquellos a quienes desdeñaba y fue bien recibido por su tío Joaquín, quien se
lo llevó consigo a Caicara del Orinoco”. Nuevamente las palabras excitaban la
sensibilidad del Catire, apenas escuchaba el nombre del gran río, se le
disparaba la imaginación y redoblaba su atención, seguro como estaba de
que algún día hallaría su suerte en las minas. No fue exactamente decepción
lo que experimentó al seguir escuchando la historia, pero comenzó a
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sospechar que los narradores prolongan los detalles de las anécdotas hasta
exacerbarlos. Por ello el alemán se dio cuenta de que el relato le permitía
pensar en otra cosa al mismo tiempo, sin perder el hilo de lo que allí se le
contaba. Así fue como, mientras Coromoto se explayaba en redundancias y
repeticiones acerca de lo que ocurrió en Caicara del Orinoco, es decir, de
cómo metieron preso al buen tío Joaquín por propasarse en la bebida y cómo
su sobrino se envalentonó y le pidió al gobernador que lo soltara y como el
gobernador desestimó sus peticiones y hasta lo insultó delante de más de
cincuenta personas y que se armó una reyerta y que hubo un poco de
muertos, el catire lo escuchaba con media oreja y con la boca entera sonreía.
Con la otra media oreja se mantenía atento a las voces interiores que lo
compelían a escribir pronto una segunda carta, esta vez dirigida
directamente a G. Esa misma noche la redactó:
Herr G.
Briefe aus Koro
Antes que nada reciba usted mis respetos y mi agradecimiento por la
posibilidad invaluable que me ha brindado Usted de serle útil a mi Patria. En
segundo lugar quiero destacar su acierto al recomendar, en su debido
momento, mi pasantía por el Departamento de Sociología de la Universidad
Adolph Hitler, así como en el Instituto de Estudios Raciales Alfred Rosenberg,
ya que me sería absolutamente imposible comprender la compleja realidad
étnica y cultural de este país integrado básicamente por razas de la más baja
estofa: indios perezosos que incluso fueron descontados por los españoles
durante la conquista y la colonización del país, por su condición de
analfabetas, desnutridos y totalmente inútiles; negros provenientes de la
remota Nigeria y españoles oriundos básicamente de Andalucía, adonde los
ya abyectos españoles se mezclaron con moros y judíos. He sabido además
que muchos de los conquistadores así como los colonizadores eran cazadores
de fortuna acompañados por mercenarios y prófugos de la justicia, el
resultado de esas mezclas, durante casi cuatro siglos es una simbiosis de sus
defectos e insuficiencias. Sin embargo, por su historia reciente, signada por
manos militares y por una adulante clase dirigente, veo muy factible un
pacto con un sector de las Fuerzas Armadas (y sus colaboradores civiles),
cuyos intereses económicos y cuya formación castrense comulgan con
muchos de nuestros esfuerzos. La idiosincrasia de esos venezolanos acepta
la organización, la disciplina y la ejecutoria de la raza aria. Consideran a los
alemanes y a los suizos como modelos de desarrollo. Muchos se sienten
orgullosos de la participación financiera e incluso política que han ejercido
algunos alemanes en el pasado. De tal manera que considero factible la
penetración ideológica en las clases dominantes y la aplicación de nuestras
consignas en el ámbito popular, como una primera e imperiosa medida. Una
vez sembrado el orgullo servil hacia la superioridad aria, y con el apoyo de
las fuerzas del orden y de la represión, lograremos extraer excelente materia
prima para nuestra eficiente industria bélica. El hierro y el petróleo están
prácticamente a la vista, la mano de obra local está contaminada de cierto
afán incipiente de sindicalismo, de lo cual podríamos a la larga beneficiarnos
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mediante alianzas estratégicas y el infalible sistema puesto en práctica en
los campos de trabajo europeos. El exterminio de los judíos no involucra aquí
ninguna sistematización ya La mayoría de ellos se ha asimilado casi
totalmente a las costumbres de la burguesía local, es un universo minúsculo,
y son aún menos los que practican la religión mosaica. El pueblo bien
orientado se encargaría de eliminarlos a su debido momento. La iglesia
católica local ha hecho un excelente trabajo al identificar a los judíos con la
muerte de Jesús. Una vez logrado este objetivo, conviene tomar en cuenta
que el pueblo venezolano es muy dado a la superchería y si bien la mayoría
practica la religión católica, es susceptible de adoptar nuestros nuevos ritos y
de acogerse a las bondades de nuestra simbología. En cambio donde veo
dificultad es en el rendimiento laboral: por factores climáticos e
idiosincrásicos, el pueblo venezolano es dispendioso y no se afinca en el
trabajo. Sin embargo, mediante la aplicación de las ecuaciones sociales
descubiertas por el eminente Rosenberg, pienso que podemos interferir en el
desarrollo de una raza mestiza destinada a proveer mano de obra en aquellas
tareas que sean prioritarias para el Reich. Se me ocurre, entre otras
alternativas, el turismo, ya que el país ofrece excelentes climas y muy
variados parajes; la explotación del café y del cacao, que hasta hace no
mucho fueron los mejores del mundo y para cuya explotación, los mestizos
que resultan de la unión de blancos y negros, son perfectos, pues tienen la
fuerza física necesaria y la posibilidad de aprender, mediante la obediencia,
las técnicas que se les enseñe en el futuro. Los acontecimientos políticos se
están desarrollando paulatinamente, he hecho algunos contactos con
personeros importantes cuyos nombres daré a conocer tan pronto como se
consoliden algunos pasos previos. Qué la Patria me conceda aún algún
tiempo, a cambio le ofrezco mi vida como garantía de triunfo. Con el corazón
en la mano, H.
PD: A mi familia sólo pido dedicación a los deberes y que el ancho mar que
me separa de la Gran Alemania, de mis padres y de mis hijos, fortalezca
nuestro espíritu de lucha y clarifique nuestras decisiones. Duermo tranquilo a
sabiendas de que tanto usted como el Fuhrer se interesan por el bienestar de
todos los alemanes y de que más temprano que tarde anexaremos estas
tierras a nuestros ideales. H.
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Sara enmudece, se le sueldan los labios a calicanto, gruesa hiel, mucha
ironía. De nuevo en casa, sola, rediviva, Sara forcejea otra vez contra la
vigilia que como un eco persistente le ronronea en el oído. Desesperada
recurre al Rophinol liberador de pesadillas y durante los escasos minutos que
preceden su desencadenamiento echa un vistazo por la ventana del primer
piso del Edificio Tirrenia. Allí han alojado a algunos damnificados que lo han
perdido todo por culpa de torrenciales aguaceros. Cree reconocer en los ojos
negros de un muchacho, los de un niño marginal que, en 1974, correteaba
con sus amigos en uno de los barrios marginales de los Valles del Tuy y que
venía a pelar vituallas y a escuchar los cuentos que las jóvenes universitarias
de la capital venían a contarles, siempre con mucho entusiasmo. Un día Sara
lo vio marcharse muy de prisa y quiso detenerlo. Lo siguió, pero el niño se
escabullía por aquel laberinto de casas de cartón y lata. Al fin dio con él,
mejor dicho con su sombra, pues quedó paralizada al escucharlo decirle, a
sus cinco años, a otro de unos quince: “vamos pues pa´que me cojas y me
des mi fuerte” (nombre que se le daba a una moneda, cuyo valor equivalía
entonces a un dólar norteamericano aproximadamente). El sopor la fue
arropando completamente y a medida que se endormía, Harald Quandt
regresaba también a la capital. Esta vez impostaba la voz y se proyectaba
como galán. Le convenía hacerse ver como un dandy europeo, hacerse
querer por las mujeres de sociedad, desviar cualquier sospecha y todas las
intrigas que pudieran vincularlo con la política. Brindó con hombres bien
vestidos y mejor informados, intercambió tabaco con uno de ellos pero sobre
todo se concentró en las dos damas que semanalmente tomaban café en el
Hotel El Conde. Allí mismo las abordó con manierismos y diplomacia. Las
entretuvo contándoles historias inverosímiles de héroes recios. Les describió
a Churchill, a Roosevelt, les habló de Einstein y de Freud, les recitó, en
alemán, poemas de Hölderlin, de Heine y Rilke. Roció el café que bebían con
esencias que dijo traer de lejos y no cayó nunca en la tentación de responder
a sus preguntas. Se mantenía galante, enigmático. Lya lo juzgaba con la
severidad de su pensamiento; Lucía se divertía porque le resultaba atractivo
y ocurrente; Harald lograba su objetivo de dejarse ver con ellas; los dados ya
estaban echados. Durante los segundos que le ganó Sara al sueño, se le
perfiló en el entrecejo un desenlace. Garrapateó las inconexas ideas en una
servilleta humedecida, que encontró sobre la mesa de noche, debajo del vaso
que le había servido más temprano para diluirse en vodka. Esto fue lo que
escribió:
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