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Antología de química. ¿Cómo ves?
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Antología de química. ¿Cómo ves?

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El objetivo de esta antología es mostrar qué es la química, qué investigan quienes se dedican a ella, cómo se hace y qué procesos involucra, alentando la capacidad de asombro y la curiosidad en nuestros lectores, jóvenes y profesores de bachillerato.
Ofrecemos aquí una selección enriquecida de lecturas que contribuirán a la formación de los alumnos que cursan la materia de química. A las sustancias y materiales, teoría e historia de la química, su influencia en el medio ambiente y los avances de la bioquímica —temas de nuestra primera edición—, se añaden ahora semblanzas de reconocidos químicos como Lavoisier, Mendeléiev y Pasteur, así como temas tan relevantes como el descubrimiento del ADN, el papel de las moléculas y las hormonas en la obesidad, las endorfinas, los enemigos de las vacunas y las drogas sintéticas, entre otros. Además, entrevistas con químicos universitarios como Plinio Sosa, Ana María Martínez Vázquez y Agustín López Munguía.
LanguageEspañol
Release dateApr 9, 2024
ISBN9786073070225
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    Antología de química. ¿Cómo ves? - Rosa María Catalá

    Capítulo 1

    Historia

    de la química

    EL LARGO VIAJE DE LA alquimia A LA quimica

    Imagen: Wellcome Collection. CC BY

    Por Gertrudis Uruchurtu

    El ambiente era sofocante y la visibilidad casi nula por los vapores sulfurosos que emanaban de la retorta. El viejo Dromus extendió la mano sin hablar. A esta señal su ayudante le pasó primero la ampolla con mercurio y después los cinco granos de oropimente machacados en el mortero con el litargirio, humedecidos con gotas de agua fagadénica y espolvoreados con alumbre escamoso. Dromus colocó la mezcla en la retorta que contenía mineral de pirita. El joven aprendiz atizaba el fuego para alcanzar una altísima temperatura en el menor tiempo posible. Sólo se escuchaba el crepitar de la leña de la hornilla y los conjuros ininteligibles de Dromus. El aprendiz no osaba ni respirar fuerte, sabía que cualquier interrupción o ruido podía hacer que el experimento, una vez más, no produjera el tan buscado oro. Y de ser así, tendrían que huir. El mensajero del Rey le había advertido al alquimista que la paciencia del monarca había llegado a un límite....

    Esta, que parece ser la escena de un cuento de brujas y magos, era común en la Europa medieval. Los alquimistas trabajaban en cobertizos ocultos por temor a la persecución que se había desatado en su contra. Aunque entre ellos abundaron los embaucadores, también los hubo con un enorme interés por desentrañar los secretos de la materia.

    La palabra clave entre los alquimistas era transmutación, querían transformar metales viles y baratos en oro, y pasar de la ancianidad a una eterna juventud. Estaban seguros de que en alguna parte encontrarían una piedra filosofal capaz de realizar esas transformaciones. Pese a que no lograron ni lo uno ni lo otro, ese afán de búsqueda fue develando la naturaleza de la materia. En el largo viaje en el que la alquimia fue conduciendo a la química, ese pensamiento, afín en un principio a la magia, fue asumiendo las metodologías de la ciencia.

    No se sabe si la palabra alquimia proviene del término egipcio kemi, que significa tierra negra, o del griego chymia, que se refería a la fundición y moldeado de metales. Lo que es seguro es que los árabes agregaron el prefijo al y la palabra quedó como al-khemia.

    El espíritu de la materia

    El primer alquimista de quien se tiene noticia es Zósimo de Panópolis (siglo III d. C). Aunque sus escritos están en griego, revelan que su cultura era egipcia y que probablemente vivió en Alejandría. Escribía en un lenguaje críptico, para proteger sus secretos. Los procedimientos que aparecen en sus obras resultan imposibles de reproducir y algunas de las sustancias nombradas no se han podido identificar. Zósimo menciona a una alquimista llamada María la judía, quien diseñó aparatos para calcinar, destilar, sublimar y otras operaciones de uso diario aun en los laboratorios actuales. A ella se le atribuye el diseño del baño maría para mantener calentamientos suaves y prolongados.

    La filosofía natural de Aristóteles (siglo IV a. C.) influyó en el pensamiento de los alquimistas y estuvo presente en este oficio hasta el siglo XVII. Aristóteles aseguraba que toda la materia estaba constituida por cuatro elementos: aire, agua, tierra y fuego, y que poseía cuatro propiedades: seca, húmeda, fría o caliente; variando las proporciones de los cuatro elementos y las cuatro propiedades se podía obtener todo tipo de materia. Él hablaba de una materia homogénea, sin una estructura interna, y afirmaba que los cuatro elementos podían convertirse uno en otro.

    La intención de los primeros alquimistas no era, como sucede con los químicos actuales, descubrir sustancias y procedimientos nuevos, sino interpretar antiguos textos sobre religión, metafísica y filosofía natural y buscar en ellos los secretos de la transmutación. El objetivo de estos primeros alquimistas fue cambiar metales viles (baratos) en oro o en plata. Aristóteles tenía la creencia de que los minerales jóvenes crecían y el tiempo los iba refinando y perfeccionando hasta convertirlos en oro. Si este era un proceso natural, bastaba encontrar la forma de acelerarlo. Los alqumistas intentaban teñir otros metales de amarillo empleando un mineral que llamaban oropimente que contenía sulfuro de arsénico de color amarillo. Muy socorrida también era la diplosis o doblado del oro. Duplicaban el peso del oro fundiendo una semilla de este con otro metal más barato como cobre o plata. Aunque ellos estaban convencidos de haber realizado una transmutación, ahora sabemos que sólo fabricaban aleaciones, es decir, mezclas de metales.

    Para averiguar cómo estaba compuesta la materia, los alquimistas destilaban y sublimaban cuanto caía en sus manos. Destilar un líquido consistía en separar, por calentamiento, lo que llamaban su espíritu, el cual, convertido en vapor, surgía libre de impurezas. Diseñaban aparatos para condensar y recoger estos espíritus, a lo que llamaron sublimación. Lo que quedaba en el fondo del recipiente se consideraba caput mortem: la cabeza muerta de la materia.

    Alquimista o doctor (1568).

    Imagen: Wellcome Collection. CC BY

    Poco a poco fueron encontrando sustancias nuevas. Cuando quemaban materia orgánica como madera, carbón, cuernos o huesos a elevadas temperaturas (lo que ahora llamamos destilación destructiva), obtenían sustancias volátiles de olor picante, pegajosas, aceitosas o vapores amarillentos que se inflamaban fácilmente.

    Las transformaciones del azufre y el mercurio en el crisol o la retorta les parecían sobrenaturales. La conversión del azufre en los sulfuros coloridos más espectaculares, los vapores malolientes que desprende al quemarse y su facilidad para fundirse e inflamarse lo hacían un elemento mágico. El mercurio era un líquido que no mojaba y brillaba como metal, huidizo y difícil de atrapar. Existía la creencia de que todos los metales estaban formados por azufre y mercurio: el azufre era el alma del metal y el mercurio su inteligencia. Después del año 300 de nuestra era, cuando floreció el cristianismo, el saber del mundo antiguo, incluido el de la alquimia, sufrió un golpe fatal: se quemó la gran biblioteca de Alejandría. Ahí se guardaba todo el conocimiento occidental reunido hasta entonces; de él sólo quedó una mínima parte en fragmentos de manuscritos que se desperdigaron por todo el Mediterráneo. Algunos fueron rescatados por los nestorianos, monjes de una secta cristiana que se había separado de la Iglesia de Constantinopla y que tenían monasterios en Siria y en Persia.

    El despertar del islam

    Mientras en Europa el conocimiento atravesaba por una larga etapa de estancamiento, los árabes salían del desierto. En el año 750, el califato del islam era el reino más grande entonces conocido. Abarcaba desde Samarcanda en Asia menor hasta Córdoba en España. Cuando los árabes descubrieron la riqueza del conocimiento helénico emprendieron la búsqueda y recopilación de los vestigios de la biblioteca de Alejandría; adquirieron todo lo que los monjes nestorianos habían salvado y lo tradujeron al árabe. A todo esto siguió una larga etapa de florecimiento de la ciencia en el islam.

    Los árabes descubrieron muchas sustancias nuevas; su farmacopea describía 585 drogas diferentes Al extenderse el islam hacia el oriente, adquirieron conocimientos de la alquimia china. Entre ellos el del elíxir de la vida, que se suponía confería la inmortalidad. Era una forma de oro potable incorruptible: no se oxidaba ni cambiaba con la facilidad con que lo hacen los otros metales. Esto hizo suponer a los alquimistas chinos que haría incorruptible a quien lo tomara.

    ORO, PERLAS Y ESMERALDAS PIRATAS

    Los alquimistas egipcios (siglo III-IV d.C.), según consta en los papiros de Leiden y de Estocolmo, eran expertos en dar gato por libre. Estas son algunas de sus recetas:

    He aquí el procedimiento para que un objeto de cobre pueda hacerse pasar por oro sin que lo detecte la piedra de toque. Dos partes de plomo y una de oro se reducen a un polvo tan fino como harina. Se mezclan con goma y con esto se cubre el objeto y se calienta. Se repite la operación cuantas veces sea necesario hasta que el objeto tenga el color deseado. El calor consumirá al plomo pero quedará el oro.

    Papiro Leiden

    Para hacer perlas [...] se sumergen cuentas de vidrio que tengan una superficie áspera en la orina de un niño pequeño con alumbre en polvo. Después se sumergen en una suspensión de escamas de pescado y leche de mujer…

    Para hacer esmeraldas […] se ponen en un crisol dos partes de vidrio con una parte de plomo blanco y se funden juntas, luego se dejan enfriar. Este cristal se sumerge en orina de burro y después de 45 días se tendrá una esmeralda.

    Papiro de Estocolmo

    Los árabes consiguen grandes avances tecnológicos basados en conocimientos químicos. En sus escritos describen los procedimientos para obtener acero, pigmentos, tintas, vidrio y materiales impermeables al agua. Una contribución revolucionaria fue la introducción de la balanza en el laboratorio.

    El filósofo natural más brillante del islam fue el iraní Ibn-Sina. Se convirtió en la autoridad médica más respetada no sólo en el mundo islámico, también en la Europa medieval, donde su nombre se deformó a Avicena. Negaba ser alquimista y se proclamó químico.

    Las guerras y el conservadurismo religioso hicieron que el esplendor de la ciencia islámica, iniciado hacía poco más de tres siglos, se apagara. Primero Mesopotamia y Persia fueron invadidas por los turcos y después los mongoles quemaron Bagdad y saquearon lo que quedaba del islam oriental.

    ¿Qué fue de los alquimistas?

    Durante el florecimiento del islam, Europa pasó por un periodo de estancamiento. La actividad alquímica se redujo a la que practicaban los artesanos fabricantes de pigmentos, jabón, vidrio, armas y textiles. Lo que quedó de la cultura árabe estaba en manos de los moros en España, que ya sólo se encontraban en el sur. Solamente en algunos monasterios hubo quien apreció los enormes avances de los árabes y allí se inició la tarea de traducir y copiar textos que se distribuirían por toda Europa.

    Aunque surgieron nuevos alquimistas, en su mayoría eran charlatanes. Cuando en el siglo XIII se supo cómo obtener soluciones de ácidos minerales (clorhídrico, sulfúrico y nítrico), fue posible hacer un mejor análisis de los metales, ya que algunos se podían disolver en ácido clorhídrico y otros no. Casi todos se disolvían en ácido nítrico, menos el oro y este se podía disolver con agua regia, una mezcla de clorhídrico y nítrico. Estos conocimientos empezaron a revelar muchos de los trucos de los falsos alquimistas.

    A partir del año 1400 la Iglesia católica inició una despiadada persecución, que duró 300 años, contra magos, brujos y alquimistas. La prohibición, sin embargo, no ahuyentó del todo a los clientes de los alquimistas ni atenuó la ambición por el oro. Algunos reyes y altos funcionarios de las coronas europeas los contrataban en secreto con la esperanza de obtener oro que costeara sus guerras. Como no lograban la transmutación, los alquimistas tenían que huir y buscar en otros lugares quien requiriera sus servicios. El rey Rodolfo II de Bohemia (hoy la República Checa) mandó matar a varios alquimistas que fallaron en el intento.

    La insalubridad en que se vivía en la Europa del medioevo propiciaba epidemias que diezmaban a la población. Como la profesión de alquimista estaba devaluada, sus practicantes encontraron una nueva meta: hallar sustancias que aliviaran estas enfermedades o cicatrizaran sus heridas. Apareció entonces en Suiza, a principios del siglo XVI, Philippus Aureolus Theoprastus Bombastus von Hohenheim cuyo nombre resulta humilde junto a lo que fue su personalidad. Se hacía llamar Paracelso (más que Celso, un médico famoso del siglo I). Terminó sus estudios de medicina en Ferrara a la edad de 17 años. Peregrinó por las más famosas universidades de Europa y en cada una mostraba su desprecio por el conocimiento ahí impartido. Con gran escándalo y soberbia, quemó frente a toda la comunidad universitaria los libros de Galeno y Avicena. Se granjeó enemigos en toda Europa, pero mucha gente lo admiraba. Sus obras le dieron un nuevo enfoque al estudio de la materia. Empleó sales de metales pesados como bismuto y antimonio contra infecciones gastrointestinales y sales de mercurio para lesiones cutáneas; también relacionó el bocio (hipertrofia de la glándula tiroides) con la presencia de plomo en el agua. Aunque renegaba de la alquimia, mezclaba la astrología en sus teorías médicas.

    Un alquimista en el laboratorio con su familia (Pieter Bruegel/ H. Cock, 1558).

    Imagen: Wellcome Collection. CC BY

    Libros y átomos

    En la segunda mitad del siglo XV, Gutenberg inventó la imprenta. La aparición de libros impresos provocó una verdadera explosión de conocimiento. Artesanos letrados tuvieron acceso a información para desarrollar nuevas y mejores tecnologías. Los primeros libros de química fueron manuales para realizar el ensaye de minerales —lo que ahora llamaríamos análisis cualitativo y cuantitativo—, con la descripción de técnicas de laboratorio capaces de comprobar la autenticidad o falsificación de metales y minerales. El más importante en su época fue De La Pirotechnia, de Vanoccio Biringuccio. El primer libro de texto de química, titulado Alchemia, lo escribió en 1597 Andreas Libau y se divide en dos partes: Encheria, sobre procedimientos y materiales, y Chymia, una descripción de sustancias y sus propiedades. Doce años después, la Universidad de Marburgo, en Alemania, instituyó formalmente la cátedra de química.

    La mentalidad de los alquimistas empezó a dar un giro a fines del siglo XVI y principios del XVII. La fidelidad a Aristóteles y su teoría de los cuatro elementos se estaba resquebrajando y empezó a rescatarse la idea de átomo y de una estructura discontinua de la materia. El atomismo provenía de Demócrito, filósofo anterior a Aristóteles, quien aseguraba que si la materia se dividía indefinidamente, se llegaría a una partícula fundamental que ya no podría ser dividida, a la que llamó átomo (que significa no divisible). Así, los distintos tipos de materia se debían seguramente a los diferentes tamaños, pesos y formas de los átomos y los cambios en ella se podían explicar por rearreglos en la estructura y acomodo atómico.

    En 1617, el italiano Ángelus Sala explicó, en términos de átomos, una reacción química que por siglos sostuvo la creencia en la transmutación. Cuando en una solución de sulfato de cobre, de color azul, se introducía pedacería de fierro, después de unos minutos se observaba cómo este metal barato y vil tomaba el color rojizo y el brillo del cobre. Se creía que el fierro se estaba transformando en algo mejor: cobre. Sala sostenía que el fierro desalojaba y liberaba a los átomos de cobre del compuesto azul que lo contenía, en un reacomodo de los átomos. Esto ya suena más a química.

    Las técnicas cuantitativas en el manejo de materiales y la insistencia en el uso de la balanza en el laboratorio para obtener resultados objetivos fueron contribuciones de Robert Boyle, a fines del siglo XVII. Boyle derrotó al esoterismo cuando aseguró que en la pirólisis, es decir, cuando se queman exhaustivamente algunas sustancias, estas se rompen dando lugar a la formación de nuevas. Sin embargo, atribuía el aumento de peso que sufren los metales al quemarse en presencia del aire a partículas de fuego que se pegaban al metal. A pesar de lo importante de sus contribuciones, Robert Boyle murió creyendo en la transmutación.

    IMAGINERÍA INSENSATA

    Francis Bacon fue canciller de Inglaterra a principios del siglo XVII. Tuvo mucha influencia en la Europa de su época. Aunque no practicó el oficio de alquimista, estuvo interesado en este, sobre todo en cuanto a sus aplicaciones prácticas.

    En su obra póstuma, Insaturatio Magna, Bacon critica la forma de trabajar de los alquimistas: … la fabricación del oro es un tema que ha sido abusivo con el mundo. Aunque juzgo que es posible realizar este trabajo, la manera como dicen (los alquimistas) que debe fabricarse, está llena de errores y falsedades y su teoría llena de imaginería insensata.... Y propone su técnica para obtenerlo: … deberá usarse un calor temperado que sea capaz de digerir y madurar para que avive el espíritu del metal y abra las partes tangibles de este, los espíritus del metal deberán distribuirse homogéneamente y no deberán tener movimientos aberrantes. No deberá haber emisión de espíritus, si esto sucede, el cuerpo metálico será duro y burdo... a esta labor se le deberá dar su tiempo y así la Naturaleza tendrá un espacio conveniente para realizar su trabajo.

    Un alquimista y sus instrumentos (1658).

    Imagen: Wellcome Collection. CC BY

    El flogisto

    Entre los siglos XVI y XVII apareció la teoría del flogisto, que fue apoyada por un gran número de científicos de la época y llegó para quedarse por más de 100 años. El flogisto era algo que la materia perdía cuando se quemaba, que hacía cáusticas o reactivas las sustancias; era la esencia del fuego. Se suponía que sustancias con mucho flogisto ardían con facilidad, como la madera y el carbón.

    En 1754, el escocés Joseph Black empezó a retirar la venda de la teoría del flogisto de los ojos de los químicos. Después de quemar a altas temperaturas magnesia alba (carbonato de magnesio), quedaba un polvo blanco (óxido de magnesio) y se perdía más de la mitad de su peso. Se suponía que al quemar el carbonato este ganaría flogisto y, por lo tanto, debería pesar más, sin embargo sucedía lo contrario: su peso disminuía más de la mitad. Black detectó que en el proceso se desprendía un gas al que llamó aire fijo. Dedujo que el carbonato de magnesio desprendía este gas al calentarse y que a ello se debía la disminución de peso, y no a la pérdida o ganancia del impalpable flogisto.

    Ahora sabemos que el aire fijo es el dióxido de carbono. Black tuvo el mérito de demostrar que este también se desprendía siempre que algún combustible, como carbón o madera, se quemaba, del proceso de la fermentación alcohólica y de la exhalación de la respiración de los animales.

    Nace la química

    Casi al final del siglo XVII, dos científicos ingleses hicieron descubrimientos muy importantes. Al quemar un polvo rojo (óxido de mercurio), Priestley observó el desprendimiento de un gas. Describió cómo este avivaba las combustiones y lo identificó como el gas vital para la respiración de los seres vivos. Lo llamó aire desflogistizado (oxígeno). Por su parte, Cavendish obtuvo un gas explosivo que se desprendía cuando un metal reaccionaba con un ácido. Lo llamó aire inflamable (hidrógeno). Cuando se ponían en contacto el aire desflogistizado y el inflamable, reaccionaban violentamente y el resultado era ¡agua! Esto comprobaba que el agua era un compuesto y no un elemento simple.

    Antoine Lavoisier fue contemporáneo de Priestley y Cavendish. Mientras en Francia se cocinaba una revolución social que cambiaría al mundo, en los matraces de Lavoisier se cocinaba una revolución que transformaría la visión de la ciencia. Él no descubrió ningún elemento nuevo, repitió experimentos que ya otros habían hecho, pero la diferencia estuvo en su forma meticulosa de registrar el peso de las sustancias y en la interpretación de los resultados. Pesaba los metales antes y después de calentarlos a elevadas temperaturas por muchos días. Los metales siempre aumentaban de peso al calentarse y siempre en la misma proporción para un mismo metal. Dedujo que esto se debía a que algo que había en el aire del matraz en donde se llevaba a cabo la reacción, se adicionaba al metal. Ese algo era el aire desflogistizado de Priestley, que él llamó oxígeno. Lo más importante fue comprobar que si sumaba el peso de los reactivos iniciales (en este caso el del metal y el del oxígeno), este era idéntico al de los productos finales (el óxido del metal). Lavoisier aseguraba que cuando había transformaciones en la materia, nada aparecía ni desaparecía, ni fluía flogisto impalpable de una materia a otra, que la materia al transformarse conservaba su masa y que la suma de la masa de los reactivos iniciales era idéntica a la de los productos finales. La meticulosa experimentación que lo llevó a estas deducciones acabó con la teoría del flogisto y dio inicio a la química moderna.

    No podemos asegurar que la permanencia de la teoría del flogisto por más de un siglo haya sido inútil, pues la experimentación fue abundante, pero la atención estaba enfocada en describir la naturaleza fantasmal de este. De la misma manera, los trabajos de casi 20 siglos de alquimia, con todo y su magia, esoterismo y misticismo, al atravesar el filtro del tiempo, cristalizaron en la ciencia de la materia: la química de hoy.

    Publicado en ¿Cómo ves? Núm. 77, abril 2005.

    Gertrudis Uruchurtu es química farmacobióloga. Durante 30 años fue maestra de química en bachillerato y es egresada del Diplomado de divulgación de la ciencia de la DGDC/UNAM.

    El dominio del fuego

    Por Elia Arjonilla y Andoni Garritz

    Fotos Shutterstock

    El fuego ha acompañado al género humano desde hace 500000 años. Sin embargo, fue hasta fines del siglo XVIII que la ciencia pudo explicar qué lo produce.

    Nuestra familiaridad con el fuego, también llamado lumbre, ha hecho que no apreciemos la importancia que tiene en la vida moderna y la que ha tenido en el desarrollo de la humanidad. En la actualidad, el fuego sigue siendo la forma más utilizada para cocinar; purificar y calentar el agua; proporcionar calor, alumbrar y servir a cultos y creencias. Cualquiera puede llevar un aparato que produce fuego en su bolsillo (cerillo o encendedor) y utilizarlo cuando quiera. Además, en la fabricación de la mayoría de los objetos que nos rodean, seguramente se utilizó el fuego. No sólo es un gran aliado; sino que también puede destruir hasta la vida si se sale de control y se convierte en un incendio.

    El fuego nuestro de cada día

    Reconocemos, pues, que el fuego siempre ha sido una de las herramientas esenciales del ser humano. Fue el control del fuego, junto con la hechura de las herramientas de piedra, lo que lo distinguió de los primates. El uso del fuego le permitió dejar el medio tropical y desarrollarse en ambientes variados, contribuyendo a su propia evolución. Aún más, con el fuego el ser humano empezó a ejercer influencia sobre su ambiente. Los primeros seres humanos controlaron el fuego gradualmente y aprendieron sus múltiples usos. El fuego no sólo los mantenía calientes y con él cocinaban su comida, sino que también aprendieron a usarlo para expediciones de cacería o guerra, matar insectos, obtener frutos y limpiar la maleza de manera que las presas pudieran ser mejor vistas y cazadas. Eventualmente aprendieron que la quema de maleza producía mejores pastos y por tanto mejores presas de caza. Los primeros agricultores usaron el fuego para limpiar los campos, producir ceniza y usarla como fertilizante.

    Además, el fuego ha sido aplicado al barro para hacer vasijas de cerámica; a las piedras de colores para obtener cobre y estaño y a combinar estos para obtener bronce (alrededor de 3000 a. C.) y para obtener hierro (alrededor de 1000 a. C.). La historia moderna de la ciencia y la tecnología podría ser caracterizada como un continuo incremento de la cantidad de energía disponible a través del fuego.

    Del control a la producción

    Aunque no podemos reconstruir exactamente la secuencia de eventos mediante la cual las llamas se pudieron controlar y mantener de manera que pudieran transportarse y utilizarse, seguramente los seres humanos aprendieron de observar la vegetación incendiada por los rayos. Otros fenómenos naturales —como la fricción de las ramas, las chispas de las piedras rodantes, o la lava volcánica— pueden producir fuego, pero quizá fue a través de los rayos (que ocurren con suficiente regularidad en todo el planeta) que pudieron experimentar con el fuego y aprender cómo controlarlo.

    No cabe duda de que el Hombre de Pekín (Pitecantropus pekinensis, que vivió hace aproximadamente 500 000 años, similar al Hombre de Java) usaba el fuego. Sin embargo, pasar del simple control a la producción del fuego requirió de cientos de miles de años, y es hasta las culturas neolíticas (cuando ya se fabrican herramientas de piedra más elaboradas), que hay evidencia de que el ser humano realmente sabía producirlo.

    Xiutecuhtli, dios del fuego, cultura teotihuacana. Foto: cortesía INAH.

    En la religión y la filosofía

    Los fuegos sagrados y los instrumentos para producir fuego en los rituales religiosos, así como los numerosos dioses del fuego de la mitología mundial deben ser interpretados como evidencia adicional tanto de la antigüedad como de la importancia del fuego en la historia del ser humano. En la región de Mesoamérica, en la visión del mundo de los distintos pueblos, el fuego tuvo y tiene un papel central. Por ejemplo, los pueblos bajo el dominio de la Triple Alianza apagaban todos los fuegos y rompían todas las vasijas cada 52 años para encender un fuego nuevo de forma ceremonial, que se distribuía a todos los confines del Anáhuac.

    En la Grecia antigua también se le dio gran importancia al fuego. Heráclito, por ejemplo, le atribuyó la fuerza esencial de la creación. Platón aseveraba que Dios utilizó el fuego para crear el mundo. Aristóteles declaró que el fuego, además del agua, la tierra y el aire, es uno de los cuatro elementos generales y esenciales de la vida y de todas las cosas.

    En la física y la química

    Las teorías acerca de la naturaleza del fuego han desempeñado un papel preponderante en la historia de la ciencia. Los conocimientos aportados por la física y la química permitieron explicar lo que hoy sabemos: el fuego aparece en la combustión, una reacción química entre sustancias, que generalmente incluye oxígeno, y que va acompañada de la generación de calor y luz en forma de llama.

    Así pues, la combustión es el proceso en el que una sustancia combustible es consumida por el fuego. Cuando ocurre, la velocidad a la que los reactivos se combinan es alta debido a la naturaleza de la reacción química en sí misma y a que se genera más energía de la que puede escapar al medio circundante. El resultado es que la temperatura de los reactivos se eleva para acelerar la reacción aún más. Un ejemplo familiar es un cerillo encendido. Cuando se raspa el cerillo, la fricción calienta su cabeza a la temperatura a la cual las sustancias químicas reaccionan y generan más calor del que puede escapar en el aire, y arden con una llama. Si el viento sopla y se lleva el calor, o las sustancias químicas están húmedas y la fricción no eleva la temperatura suficientemente, el cerillo se apaga; si es encendido adecuadamente, el calor de la llama eleva la temperatura de una capa cercana de la madera (o el material sólido) del cerillo, la que reacciona con el oxígeno en una reacción de combustión. La emisión de luz en la llama resulta de la presencia de partículas excitadas y, generalmente, de átomos y moléculas cargados y de electrones. Debido al calor generado por la reacción de combustión, esas partículas se excitan. Es cuando pierden energía que se forman fotones de luz que se emiten en forma de una llama.

    La llama puede entenderse como un gas que arde, sea el producido por un cerillo, por una vela o propiamente por un gas combustible. Para que exista una llama se requiere de la formación de una mezcla explosiva, como por ejemplo, de gas doméstico y aire. Si tal mezcla es encendida por una chispa, la combustión se esparce de la fuente de ignición a la siguiente capa de mezcla de gas; a su vez, cada punto de la capa ardiente sirve como una fuente de ignición para la siguiente capa adyacente y así sucesivamente. De este modo, se forma una onda de combustión, la cual se propaga a través de la mezcla de gas dejando en su estela gas caliente quemado.

    Antoine-Laurent Lavoisier (1743-1794). Foto: Stephen C. Dickson.

    INCENDIOS

    Cuando el fuego sale

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