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CIENCIA POLÍTICAS Y SOCIALES.

Mente cristiana y mundo contemporáneo

El Estado y las
Escrituras
Un enfoque bíblico sobre gobierno y
política

Armando H. Toledo

Actualmente se ha dado en algunos círculos académicos mexicanos un


interés renovado por saber el modo en que las Sagradas Escrituras relacionan los
conceptos de gobierno, autoridad, ley, fe y obediencia. Esta renovada curiosidad
ha sido estimulada fuertemente quizá por tres razones básicas: a) La crisis
político-económica que experimenta la nación —crisis representada por rupturas
ideológicas en las instancias del poder y el hundimiento de la economía; b) Por
el más dramático estado de corrupción moral al interior de los más altos niveles
del gobierno; c) Por un desplome sin precedentes del principio de autoridad en
todos los niveles de la vida social.

¿Cuál es el lugar del gobierno secular en los planes de Dios para la


humanidad? ¿Existe realmente un “modelo cristiano” de política y gobierno
prescrito en la Biblia? ¿De qué modo las verdades escriturales influyen el
pensamiento de los arquitectos de nuestros sistemas políticos?

Mi propósito en este documento es investigar en las Sagradas Escrituras


judeo-cristianas a fin de encontrar la revelación del pensamiento de Dios en
asuntos de política. Nunca ha sido tarde para adquirir un panorama comprensivo
de lo que la Biblia tiene que decirnos sobre política y gobierno.
Si lo meditamos un poco, nos daremos cuenta que el que exista la autoridad es una
necesidad innegable. Sin alguna estructura de poder que sirva de árbitro en los asuntos
humanos, las sociedades solo conocerían el caos. El analista francés Maurice Duverger
(1968), por ejemplo, en su clásico manual de derecho constitucional ha afirmado que en toda
agrupación humana se encuentran dos categorías de personas: los que mandan y los que
obedecen, los que dan las órdenes y los que se someten a ellas, los gobernantes y los
gobernados.

1. BREVE HISTORIA DE LA AUTORIDAD POLÍTICA

Según las Sagradas Escrituras, la humanidad se hallaba originalmente bajo la


autoridad directa del Creador (Génesis 1:27,28; 2:16,17). Sin embargo, desde muy temprana
fecha, los dos primeros seres humanos decidieron independizarse de la autoridad divina
(Génesis 3:1-6) Al rechazar el gobierno ejercido por el Creador, los hombres tuvieron que
buscar sistemas alternativos de poder político. No obstante, ‘hubo veces que el hombre
dominó sobre el hombre para su mal’. (Eclesiastés 8:9) Algunos impusieron su autoridad por
la fuerza: la fuerza les daba el derecho. Pero siempre, la mayoría consideró necesario
legitimar su supuesto derecho a gobernar. Como dijo el profesor francés Yves Mény: “La
autoridad no existe a menos que tenga el respaldo de la legitimidad”.

Desde tiempos primitivos, más de un gobernante intentó legitimar su poder alegando


poseer naturaleza divina o al menos que seres divinos se lo habían otorgado. Surgió así el
concepto místico de la “realeza sagrada”, concepto esgrimido por los primeros soberanos de
la Mesopotamia y los faraones del antiguo Egipto. Alejandro Magno, los monarcas helenos
que le sucedieron y muchos emperadores romanos, también afirmaron ser de naturaleza
divina, llegando incluso a exigir adoración a su persona. Los sistemas político-económicos
presididos por estos dirigentes ―cuya característica básica era el “culto al soberano”— tenía
por objeto consolidar su autoridad sobre un conglomerado de pueblos sometidos. Negarse a
dar culto al gobernante equivalía a ser condenado por atentar contra el Estado mismo. El
profesor Ernest Barker, en su obra El legado de Roma, ha dicho que la figura del emperador y
la obediencia que se le debía prestar en virtud de su naturaleza divina eran ‘los cimientos y el
cemento del imperialismo’.

La situación permaneció siendo la misma incluso cuando el cristianismo fue


respaldado legalmente por el emperador Constantino (306-337 d.C.) y cuando posteriormente
fue declarado religión oficial del imperio bajo el emperador Teodosio I (379-395 d.C.) Parece
mentira, pero ya bien entrado el siglo V se tributó culto de dioses a algunos emperadores que
ya eran “cristianos”.

Los conflictos entre el Estado y la Iglesia se agravaron al ir ganando el papado más y


más poder. A finales del siglo V, el papa Gelasio I expuso su doctrina de “los dos poderes”: la
autoridad sagrada de los papas debía coexistir con el poder monárquico, si bien los reyes
tenían que subordinarse a los pontífices. Esta primera doctrina dio origen a una segunda: la
doctrina de “las dos espadas”. Según la Enciclopedia Británica, los propios papas blandían la
espada espiritual, delegando la espada temporal en los gobernantes seculares, si bien estos
últimos tenían que utilizarla según las instrucciones papales”.

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Sobre la base de esta doctrina, la Iglesia Católica afirmó durante la Edad Media que
tenía derecho a coronar emperadores y monarcas con el fin de legitimar su autoridad,
perpetuando de esta manera el antiguo mito de la “realeza sagrada”.

Es menester en este momento aclarar que no se debe confundir esta concepción con la
teoría del “derecho divino de los reyes a gobernar”—esta fue una elaboración posterior que
pretendió liberar a los jefes políticos de la sumisión al papado. La teoría del derecho divino de
los reyes sostenía que los soberanos recibían la autoridad para gobernar al pueblo
directamente de Dios y no por mediación del sumo pontífice. La misma ueva Enciclopedia
del Catolicismo comenta que…

“En un momento en que el papa ejercía universalmente el poder espiritual


y hasta temporal sobre los cabezas de Estado, la idea del derecho divino
situaba a los reyes de las naciones en una posición que justificaba su
autoridad divina equiparándola con la papal. [...] Este “derecho divino de
los reyes” (muy distinto de la doctrina que enseña que toda autoridad, sea
monárquica o republicana, procede de Dios), nunca ha recibido la sanción
de la Iglesia católica. Durante la Reforma adoptó una modalidad
sumamente hostil al catolicismo, con monarcas como los ingleses Enrique
VIII y Jacobo I, que reclamaron la plenitud del poder en los ámbitos
espiritual y civil.”

2. LA “SOBERA*ÍA POPULAR”, HISTORIA DE U* MITO

Con el paso de los años, los filósofos de la política propusieron otros mecanismos
teóricos que respaldaran la autoridad política de unos hombres sobre otros. Uno de ellos fue el
concepto de la “soberanía popular”. Actualmente, en virtualmente todas las instituciones de
educación media superior y superior se encuentra muy generalizada la creencia de que la idea
surgió en la antigua Grecia. Sin embargo, la antigua democracia helena estaba vigente tan
solo en unas pocas ciudades-estado, y aun en ellas solo votaban los varones que habían
alcanzado la ciudadanía. Las mujeres, los esclavos y los extranjeros ―cuyo número, según
cálculos, pudo oscilar entre la mitad y las cuatro quintas partes de la población― quedaban
excluidos. ¿No les parece ésta una soberanía muy poco popular?

Por sorprendente que parezca el concepto de la soberanía popular lo introdujo en el


siglo XIII de la Edad Media el teólogo católico Tomás de Aquino (1225-1274). En su obra
Desarrollo de Teoría política y de gobierno, el profesor Mortimer Adler, interpretando a
Aquino, dice:

“Todo poder y toda autoridad, en su opinión, vienen de Dios, pero no


pasan directamente de Dios a los gobernantes, constituyendo reyes por
derecho divino. Son transmitidos por Dios al pueblo, tomado éste como un
todo. El poder y la autoridad que el pueblo recibe de Dios para hacer las
leyes bajo las cuales vive pueden ser ejercidas directamente por el pueblo
o ser delegados en representantes elegidos por él. En ambos casos, el
pueblo se autogobierna. No puede en modo alguno estar sujeto a leyes que
dicte para él quien detenta el poder político sin su consentimiento, sin una
autoridad debidamente constituida. Claramente tenemos en Santo Tomás
una de las primeras afirmaciones de la doctrina de la soberanía popular. La
voz del pueblo es la voz de Dios.”
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La idea del Vox populi vox Dei fue ganando cada vez más popularidad. Otra vez la
ueva Enciclopedia del Catolicismo dice que ya para el siglo XVII ‘la noción de que el
pueblo era la fuente de la autoridad contaba con el apoyo de la gran mayoría de los teólogos
católicos’. Pero la pregunta que nos hacemos es: ¿Por qué iban a impulsar la idea de la
soberanía popular los teólogos de una Iglesia en la que el pueblo no tenía voz alguna en la
elección de sus papas, obispos y sacerdotes? La razón era que al pontificado católico le
incomodaba cada vez más la rebeldía y oposición de algunos reyes. La teoría de la soberanía
del pueblo concedía al pontífice el poder de destituir a un emperador o un monarca si lo
estimaba oportuno. A propósito de esto, los historiadores Will y Ariel Durant escribieron:

“Los defensores de la soberanía popular incluían en sus filas a muchos


jesuitas, quienes veían en esta opinión un medio de debilitar la autoridad
real frente a la papal. Alegaba el cardenal Belarmino que si la autoridad de
los reyes viene del pueblo y está, por tanto, sometida a él, es manifiesto
que también está subordinada a la autoridad de los papas [...]. Luis Molina,
un jesuita español, llegó a la conclusión de que el pueblo, como la fuente
de la autoridad seglar, podía con justicia ―pero mediante un
procedimiento ordenado― deponer a un rey injusto.”

Como ustedes podrán imaginarse, tal “procedimiento ordenado” quedaría,


naturalmente, al arbitrio del papa. Y para confirmar este punto, la obra católica francesa
Historia Universal de la Iglesia Católica cita a su vez de la Biographie universelle, que
“Belarmino enseña como doctrina común de los católicos que los príncipes derivan su poder
de la elección de los pueblos, y que los pueblos pueden ejercer este derecho solo bajo la
influencia del papa”. (Énfasis mío)

La doctrina de la soberanía popular, por consiguiente, pasó a ser un arma que podía
utilizar el papa para encauzar las decisiones de los soberanos y, si era preciso, lograr que los
depusieran. En épocas más recientes, hemos sido testigos de cómo esta doctrina ―que está
muy lejos de estar muerta― ha permitido a la jerarquía católica influir poderosamente en los
votantes miembros de sus filas que viven en democracias representativas. ¿Se han preguntado
en qué medida la ascensión al poder ejecutivo mexicano de un presidente declaradamente
católico ha sido resultado del ejercicio del poder de la Iglesia católica sobre las conciencias de
los ciudadanos?

En las democracias modernas, la legitimidad del gobierno se basa en el llamado


“consentimiento de los gobernados”. Este, sin embargo, es, a lo mucho, el “consentimiento de
la mayoría”, que, con la apatía de los votantes de la oposición pero con el apoyo de los
oligarcas nacionales y los medios masivos y otro poco con las artimañas de los políticos y los
expertos en mercadotecnia, suele ser en la realidad una minoría de la población. En la
actualidad, el “consentimiento de los gobernados” se reduce con frecuencia a poco más que la
“resignación de los gobernados”.

3. OTRO MITO: LA SOBERA*ÍA *ACIO*AL

Hemos visto que el mito de la “realeza sagrada”, que impulsaron los primeros papas,
se volvió contra el papado al transformarse en el concepto del “derecho divino de los reyes”.
De igual modo, la teoría de la soberanía popular tuvo un resultado contraproducente para la
Iglesia Católica. Durante los siglos XVII Y XVIII, los filósofos laicos, como los ingleses
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Thomas Hobbes (1588-1679) y John Locke (1632-1704) y el francés Jean-Jacques Rousseau
(1712-1778), analizaron la idea de la soberanía popular. Elaboraron varias versiones de la
teoría del “contrato social” entre los gobernantes y los gobernados. Sus principios, que no se
basaron en la teología, sino en las doctrinas humanistas de la Ilustración y el “derecho
natural”, culminaron en ideas que perjudicaban gravemente a la Iglesia Católica y al mismo
papado.

No mucho tiempo después de la muerte de Rousseau estalló la Revolución Francesa


(1789). Aunque este movimiento acabó con algunos conceptos de legitimidad, postuló uno
nuevo: la soberanía de la nación. A este respecto, la ueva Enciclopedia Británica comenta
que “Los franceses repudiaron el derecho divino de los reyes, el dominio de la nobleza [y] las
prerrogativas de la Iglesia Católica”. La Británica añade que “la Revolución llevó a su pleno
desarrollo el concepto innovador de la Nación-Estado”. Y es que los revolucionarios
necesitaban este “concepto innovador”. ¿Por qué?

Porque bajo el sistema que había defendido Rousseau, todos los ciudadanos tendrían la
misma capacidad de decisión en la elección de los gobernantes. Esta teoría habría llevado a
una democracia basada en el sufragio universal, un resultado que no contaba con el
beneplácito de los dirigentes de la Revolución francesa. El anteriormente mencionado
profesor Duverger explica:

“Precisamente para dejar de lado tal consecuencia, considerada engorrosa,


los burgueses de la Asamblea constituyente inventaron de 1789 a 1791 la
teoría de la soberanía nacional. El pueblo es por ellos asimilado a la
‘Nación’, considerada como un ser real, distinto de los miembros que la
componen. El único titular de la soberanía es ahora la nación, la cual se
expresa por medio de sus representantes [...]. La doctrina de la soberanía
nacional es democrática en apariencia, [mas] no en la realidad, ya que
puede servir para justificar prácticamente todas las formas de gobierno y
en particular la autocracia.”

La aceptación de la Nación-Estado como fuente legítima de la que dimana la autoridad


condujo al nacionalismo. Otra vez la ueva Enciclopedia Británica señala: “Es habitual
conceptuar al nacionalismo de fenómeno muy antiguo; a veces hasta se comete la
equivocación de considerarlo un elemento permanente de la conducta política. La realidad es,
sin embargo, que podemos tomar las revoluciones de Estados Unidos y Francia como sus
primeras manifestaciones importantes”. A partir de aquellas revoluciones, el nacionalismo se
extendió y se ha extendido por todos los continentes, y apelando a su nombre se han
legitimado guerras atroces.

El sabio e historiador británico Arnold Toynbee escribió: “El espíritu de nacionalidad


es un agrio fermento del vino nuevo de la democracia en los odres viejos del tribalismo. [...]
Esa extraña avenencia entre la democracia y el tribalismo ha sido mucho más potente en la
política concreta de nuestro mundo occidental moderno que la democracia misma”. Y la
verdad es que el nacionalismo no ha producido un mundo pacífico. Toynbee dijo también: “A
las guerras de religión siguieron, luego de una brevísima tregua, las guerras de las
nacionalidades; y en nuestro mundo occidental moderno, el espíritu de los fanatismos
religioso y nacional [constituye] evidentemente una sola y misma [maligna] pasión”. Así
pues, por medio de mitos como la “realeza sagrada”, el “derecho divino de los reyes”, la
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“soberanía popular” y la “soberanía nacional”, los dirigentes han tratado de legitimar la
autoridad que tienen sobre sus congéneres. Una vez analizada la historia de los gobernantes
humanos, los cristianos no podemos menos que compartir la opinión de Salomón: “El hombre
domina sobre el hombre para su mal”. (Eclesiastés 8:9)

En vez de preocuparnos en dar culto al Estado político, los estudiantes avanzados de la


Biblia procuramos cultivar nuestra relación con y nuestra adoración al único Dios verdadero y
lo reconocemos como la fuente legítima de toda autoridad. Lo que creemos es que Dios ha
permitido la existencia de gobernantes humanos a lo largo de la historia, pero esta institución
no es eterna, sino temporal; durará solo hasta que Jesucristo instale su gobierno justo por mil
años sobre toda la tierra. Sin embargo, movidos por temor a Dios y por motivos de
conciencia, acatamos la autoridad en el ámbito de lo civil, reconociendo siempre, no obstante,
la soberanía divina aun por encima de toda forma de autoridad política. Como dice el apóstol
Pablo: “No hay autoridad que Dios no haya dispuesto, así que las que existen fueron
establecidas por él”. (Romanos 13:1)

4. U*A POSICIÓ* CRISTIA*A A*TE LA AUTORIDAD PÚBLICA

La autoridad está vinculada, en última instancia, al poder de crear. El Ser Supremo que
originó toda la creación, tanto animada como inanimada, es el Señor Dios. Él es, sin lugar a
dudas, la Autoridad Suprema en todo el universo. Eso significamos cuando declaramos que
Dios es “soberano”. Los cristianos somos del mismo sentir que esos seres celestiales, que
declaran: “Digno eres, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria, la honra y el poder, porque tú
creaste todas las cosas; por tu voluntad existen y fueron creadas”. (Apocalipsis 4:11)

El hecho de que un gran número de los primeros gobernantes humanos intentaran


legitimar su autoridad afirmando ser dioses o representantes de algún dios, fue en sí mismo un
reconocimiento tácito de que ningún ser humano tiene el derecho inherente de gobernar a
otros seres humanos. (Compárese con Jeremías 10:23) La única fuente legitimadora de
autoridad es el Señor Dios. El mismo Señor Jesucristo dijo a Poncio Pilato, aquel gobernador
romano de Judea: “No tendrías ningún poder sobre mí si no se te hubiera dado de arriba”.
(Juan 19:11)

EI apóstol Pablo escribió a los cristianos que estaban bajo el poder de Roma: “Todos
deben someterse a las autoridades públicas, pues no hay autoridad que Dios no haya
dispuesto, así que las que existen fueron establecidas por él”. (Romanos 13:1) ¿Qué quiso
decir Jesús cuando afirmó que la autoridad de Pilato le había sido concedida “de arriba”? ¿Y
en qué sentido consideró Pablo que las autoridades políticas de su día estaban colocadas en
sus posiciones por Dios? ¿Quisieron decir que Dios mismo es responsable del nombramiento
de cada gobernante político de este mundo?

¿Cómo podría ser este el caso, dado que Jesús mismo llamó a Satanás “el príncipe de
este mundo” , el apóstol Juan dijo que “el mundo entero está bajo el control del maligno” y a
quien el apóstol Pablo denominó “el dios de este mundo”? (Juan 12:31; 16:11; 2 Corintios
4:4) Además, cuando Satanás tentó a Jesús, le ofreció la “autoridad” sobre “todos estos reinos
y todo su esplendor”, y afirmó: “A mí me ha sido entregada, y puedo dársela a quien yo
quiera”. Jesús, por supuesto, rechazó su oferta, pero no negó que tal autoridad fuera de
Satanás y que éste pudiera traspasarla. (Lucas 4:5-8)

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El Creador entregó el gobierno de este mundo a Satanás al permitirle vivir después de
su rebelión y tras haber tentado a Adán y Eva, haciendo que se rebelaran contra Su soberanía.
(Génesis 3:1-6; compárese con Éxodo 9:15,16) De modo que las palabras de Jesús y de Pablo
tienen que significar que, una vez que la primera pareja humana rechazó en Edén el gobierno
de Dios, el Señor Dios permitió que los seres humanos alejados de él crearan estructuras de
poder que les permitieran vivir en una sociedad ordenada. En ocasiones, a fin de cumplir su
propósito, el Señor y Dios ha hecho que ciertos soberanos o gobiernos sean derrocados
(Daniel 2:19-21), mientras que ha permitido que otros permanezcan en el poder. Con respecto
a los gobernantes cuya existencia el Señor tolera, puede decirse que “fueron establecidas por
él”.

5. LA IGLESIA PRIMITIVA Y LAS AUTORIDADES IMPERIALES

Los primeros cristianos no se unieron a las sectas judías que conspiraron y pelearon
contra los romanos, que ocupaban Israel. Mientras la autoridad romana, con su sistema legal
codificado, mantuviera el orden en tierra y mar; construyera muchos acueductos, caminos y
puentes útiles, y, por lo general, obrara a favor del bienestar colectivo, los cristianos la
considerarían ‘al servicio de Dios para el bien de ellos’. (Romanos 13:3, 4) El orden público
creaba un ambiente propicio para que los cristianos predicaran las buenas nuevas por todas
partes, como mandó el Señor Jesús. (Mateo 28:18-20) Con una conciencia tranquila, podían
pagar los impuestos exigidos por los romanos, aunque parte del dinero se utilizara para
propósitos que Dios desaprobaba. (Romanos 13:5-7) Bajo el tema “Iglesia y Estado”, la
Enciclopedia de la Religión afirma: “Durante los primeros tres siglos d. C., la Iglesia cristiana
se mantuvo muy apartada de los círculos oficiales romanos. No obstante, los líderes cristianos
[...] enseñaban la obediencia a la legislación romana y la lealtad al emperador dentro de los
límites fijados por la fe cristiana”. (Énfasis mío)

Una lectura cuidadosa de los primeros siete versículos del capítulo 13 de Romanos
revela que las “autoridades públicas” eran el “ministro de Dios” para alabar a los hacedores
del bien y castigar a los practicantes del mal. El contexto demuestra que es Dios quien
determina lo que es bueno y lo que es malo, no las autoridades superiores. Por ello, si el
emperador romano o cualquier otra autoridad política exigían cosas prohibidas por Dios o, a
la inversa, prohibían cosas que Dios exigía, ya no actuaba como Su ministro. ¿Recuerdan que
Jesús dijo: “Denle al césar lo que es del césar y a Dios lo que es de Dios”? (Mateo 22:21)
Pero con esto quiso decir también que si el Estado romano reclamaba cosas que pertenecían a
Dios, como la adoración o la vida misma de la persona, los verdaderos cristianos tenían que
seguir el consejo apostólico: “¡Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres!”.
(Hechos 5:29) Si alguien pedía honra se le daba; pero con el tiempo, como hemos dicho, esos
mismos gobernantes exigieron que se les adorara, pero hasta ahí llegaron los primeros
cristianos. Por ejemplo, se cuenta que durante su juicio ante un procurador romano, en el siglo
II, Policarpo contestó: “Soy cristiano [y los cristianos] hemos aprendido a dar a los jefes y
autoridades establecidos por Dios el honor que les compete”. Sin embargo, Policarpo prefirió
morir antes que adorar al emperador. Teófilo de Antioquia apologista del s. II, escribió: “Más
bien honraría yo al emperador, si bien no adorándole, sino rogando por él. Adorar, solo al
Dios real y solo verdaderamente Dios”.

La negativa de los primeros cristianos a adorar al emperador y por lo tanto practicar


la idolatría, a abandonar las reuniones cristianas y dejar de predicar las buenas noticias
terminó en persecución. Muchos creen que el emperador Nerón ordenó la ejecución del
apóstol Pablo. Hubo otros emperadores que también persiguieron a los primeros cristianos,
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entre los que destacan Domiciano, Marco Aurelio, Septimio Severo, Decio y Diocleciano.
Cuando estos emperadores y las autoridades subordinadas a ellos perseguían a los cristianos,
no obraban en ningún modo como “ministro de Dios”.

Todo esto muestra que aunque las autoridades superiores del poder político obran en
algunos aspectos como “la institución de Dios” para mantener una sociedad humana
ordenada, siguen formando parte del sistema mundano del que Satanás es dios (1 Juan 5:19).
Pertenecen a la organización política mundanal que en breve habrá de desaparecer. Es lógico,
pues, que la sumisión cristiana a las autoridades civiles es relativa, no absoluta (Compárese
con Daniel 3:16-18).

Las relaciones entre la Iglesia primitiva y el Gobierno siguieron siendo de esta manera
durante las primeras décadas. Pero con el paso del tiempo, la postura ejemplar de los
cristianos del primer siglo se fue debilitando paulatinamente. Comenzaron a surgir aquellos
oportunistas que transigieron con el mundo romano adoptando costumbres y filosofías y
aceptando incluso prestar servicio civil y hasta militar. Al respecto, el sociólogo y teólogo
Ernst Troeltsch escribió:

“La situación se agravó a partir del siglo III con un creciente número de
cristianos en las clases altas de la sociedad y en las profesiones de mayor
prestigio, en el ejército y en los círculos oficiales. Varios pasajes de los
escritos cristianos [extrabíblicos, por supuesto] contienen indignadas
protestas contra la participación en tales asuntos; por otro lado, hallamos
también intentos de transigir, argumentos destinados a acallar las
conciencias intranquilas [...]. Tales dificultades desaparecieron en tiempos
de Constantino; cesó la fricción entre cristianos y paganos, y todos los
cargos del Estado se abrieron para aquellos.”

Como dijimos arriba, hacia fines del siglo IV, esta modalidad de cristianismo
adulterado y acomodaticio vino a convertirse en la religión oficial del Imperio romano. Pero
de hecho, todas las formas de cristianismo denominacional, de una u otra forma han
transigido con las autoridades civiles para obtener beneficios y ventajas o hasta han
promovido la carrera política por el poder, ‘enredándose en cuestiones civiles’, tal como
Pablo aconsejó que no sucediera. (2ª Timoteo 2:4) Recordemos que la Iglesia está para
rescatar a la gente del mundo, no para meterla al mundo, y que una cosa es ‘dar al César las
cosas que son del César’, y otra muy diferente es querer ser el Cesar.

6. “¡DIOS SALVE AL CÉSAR!”

Ahora bien, todo lo dicho anteriormente no significa que los cristianos debamos
adoptar una actitud insolente y desafiante para con las autoridades políticas. Es cierto que
muchos de estos hombres no son dignos de ser respetados ni en su vida privada ni en la
pública (de hecho, a menudo, ni ellos se respetan a si mismos ni a sus familias). No obstante,
los apóstoles nos mostraron por su ejemplo y su consejo que se debe respetar a los hombres
que tienen la autoridad. Cuando Pablo compareció ante el incestuoso rey Herodes Agripa II,
le habló con el respeto que merecía (Hechos 26:2, 3, 25).

Pablo incluso dijo que es apropiado mencionar a las autoridades mundanas en nuestras
oraciones, sobre todo cuando se les pide que tomen decisiones que influyen en nuestra vida y
actividades cristianas. Él escribió:
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“Recomiendo, ante todo, que se hagan plegarias, oraciones, súplicas y
acciones de gracias por todos, especialmente por los gobernantes y por
todas las autoridades, para que tengamos paz y tranquilidad y llevemos una
vida piadosa y digna. Esto es bueno y agradable a Dios nuestro Salvador,
pues él quiere que todos sean salvos y lleguen a conocer la verdad”.
(1ª Timoteo 2:1-4)

Hasta durante el período de gobierno imperial de Nerón, el apóstol Pedro escribió a los
cristianos que se habían esparcido a lo largo del territorio imperial:

“Sométanse por causa del Señor a toda autoridad humana ya sea al rey
como suprema autoridad, o a los gobernadores que él envía para castigar a
los que hacen el mal y reconocer a los que hacen el bien.
“Porque ésta es la voluntad de Dios: que, practicando el bien, hagan callar
la ignorante de los insensatos. Eso es actuar como personas libres que no
se valen de su libertad para disimular la maldad, sino que viven como
siervos de Dios. Den a todos el debido respeto: amen a los hermanos,
teman a Dios, respeten al rey”.
(1ª Pedro 2:13-17)

¿No les parece un consejo muy equilibrado? Como siervos de Dios, le debemos
sumisión absoluta a Él, mientras que a las autoridades políticas, que él ha permitido que
existan para castigar a los malhechores, les rendimos respeto y una sumisión relativa.

Los cristianos siempre debemos asegurarnos de no dar al Cesar lo que le pertenece a


Dios. Pero la pregunta que surge aquí es ¿qué cosas son del César y qué cosas son de Dios?
¿Pertenece al César solo el derecho a cobrar los impuestos? La verdad es que el día de hoy, el
“César” se atribuye una gran cantidad de derechos, como la educación, el servicio militar y la
legislación sobre asuntos de concia individual. Pero debemos aclarar ahora (aunque lo
abordemos en ensayos posteriores), en primer lugar, que la educación —bíblicamente
entendida— no es una responsabilidad del Estado, sino de los padres de familia, en segundo
lugar, que el servicio militar debiéramos prestarlo solo bajo circunstancias como las actuales
en que la nación no está en guerra y donde el término “servicio militar” tiene un sentido más
bien de “servicio-militar-social”, y por último, que el carácter autónomo de la institución
fundada también por Dios llamada “familia”, le impide al Estado entrometerse en asuntos de
conciencia y decisión familiar o individual.

“Por una fe inteligente...”

© 2000 by The UCLI International Ministries


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