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PREGÓN DE SEMANA SANTA

……………………………

…………….………Año 2009

…………………Pregonero: D. Miguel Ángel Molina García

……….

………………Cofradía de San Juan Evangelista


No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueven el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor, muéveme el verte


Clavado en una cruz y escarnecido,
Muéveme ver tu cuerpo tan herido,
Muéveme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, en fin, tu amor y en tal manera


Que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
Y aunque no hubiera infierno, te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera,


Pues aunque lo que espero no esperara,
Lo mismo que te quiero te quisiera.

(Teresa de Jesús)

La pasión de mi vida ha sido y es la música. El amor de mi vida, la


luz de cada mañana y mi reposo ha sido y es el Profeta de la misericordia
de Dios, Jesús de Nazaret.
Me habéis invitado a pregonar su Pasión y la Pasión según Albox, y ésta
noche voy a hablaros de mi pasión y de mi amor. Lo hago rodeado de mi
familia, que sé que me está arropando desde la otra orilla, desde la gran
comunidad de los Santos:
de Juan Ibáñez, mi tío bisabuelo que reposa frente a vuestro sagrario,
frente a Él, al que le dedicó lo mejor de su tiempo,
de mi abuela Isabel Jiménez que tanto dio en los tiempos difíciles, desde
el silencio y el perdón, porque ella enseñó a sus hijos aquello de que “lo
que haga tu mano derecha que no lo sepa la izquierda”,
de mi abuelo Pedro García Haro, otro testigo, también silencioso, de la
Pasión vivida hasta la última gota de ese cáliz amargo que la historia y la
estupidez humana de vez en cuando nos ofrece,
de Ramón Lajara , del que Cáritas Parroquial tanto sabe,
de María, Jerónimo, Pedro, Encarna, Alfredo y Laureana, Nicanora.

Mi gran pasión arranca de los sueños del niño que se extasiaba ante
la imagen de un crucificado y la magia estática del Primer Dolor de María.
Eran los titulares de la Cofradía del Cristo del Amor de la Iglesia de S.
Sebastián de Almería, mi primera parroquia, a donde mis padres me
llevaban cada domingo, siempre en ayunas, a escuchar y cantar en la misa
mayor.
Curiosamente, un crucificado fue la primera imagen que tuve frente a
frente, como un testigo mudo, después de ver toda la peripecia que los
mayores montaban para bajarlo del altar mayor, antes de subirlo a su trono.
Se fijaron en cómo me prendaba ante su cara de mirada extraviada de
moribundo y me dieron el encargo de limpiarle las potencias. Ante este
hombre, medio desnudo y clavado en aquellos maderos, mi mente de niño
no tenía recursos para interpretar y asimilar aquella experiencia. Es una
estampa fija que sigue grabada en mi cerebro, como un cuadro perdido en
el tiempo pero lleno de calidez y ternura.
Curiosamente, fue Nuestra Señora del Primer Dolor la primera
Dolorosa que me hacía mirar al techo porque ella estaba mirando al cielo.
Tenía las manos extendidas y llevaba un vestido blanco con manto azul.
Casi tropecé con ella deambulando por los rincones de la iglesia mientras
todos estaban ocupados. La tenían en el suelo de su capilla, a mi altura. La
curiosidad infantil, casi insaciable, me hacía investigar la anatomía de su
cuerpo de tela estucada, de sus brazos articulados, me hacía perderme en
sus ojos y en su cara triste y bonita. Era muy guapa.
Curiosamente, también desde ese mismo templo, salía cada Viernes
Santo en la noche la imagen de S. Juan de la palma y La Soledad, la Lola
como la llaman cariñosamente los saeteros. Su sede canónica, la Iglesia de
Santiago, que había sido incendiada durante la guerra, no se abrió al culto
hasta bien entrada la década de los sesenta.
La Semana Santa aparecía ante mis ojos de niño como un fantástico
mundo donde los duendes se convertían en tronos dorados con ruedas,
como las carrozas de los cuentos, con unos personajes muy serios, uno de
ellos siempre con sangre en la cara y vestido de morado, rojo, blanco; con
las manos atadas o junto a una columna, con una cruz al hombro o dormido
en una caja grande de cristal con un angelote gordito tocando una trompeta
en lo más alto y hombrecillos iluminados en las esquinas. En otros, siempre
iba una mujer llorosa con gestos extraños de manos, rodeada de muchas
velas de cartón piedra con bombillas, como la de los penitentes que tenía en
mi casa, y montones de flores: claveles blancos, calas y alelíes. Llevaba
mantos muy grandes que sobresalían de los tronos bordados con una selva
de brillantes dibujos de formas imposibles. En la calle había muchos
capiruchos de distintos colores, en fila y en silencio, con velas de cera y
otros con pilas y perillas. Todo se terminaba siempre con la música de los
tambores.
Aquel primer encuentro supuso una fatídica revolución en mi casa.
Un día convertí todas las cajas de zapatos de los siete hermanos en
maravillosos tronos con sus velas hechas de palillos de dientes, flores de
geráneo rosa y rojo, Cristos y Vírgenes de cartón recortado, caras de papel
pintado a lápiz y pegadas con saliva, y unos diminutos mantos procedentes
de un trozo de sábana vieja primorosamente bordados con un bolígrafo de
tinta azúl.
Las sillas del comedor se convirtieron en calles y algunas en entradas de
templos imaginarios. Todos se movían con una cuidada tracción manual y
acompañados de melodías de trompetas y redobles enérgicos de tambores.
Había nacido para mí una nueva modalidad de juego, la semana santa, y
para desesperación de mi madre que, durante más de dos meses, no sabía
que inventar para que saliera a la calle a jugar con los demás niños y
“tomara el aire” pues, decía, no tenía color en la cara. No tuvo más remedio
que asistir, con más de una sonrisa y algún que otro pequeño enfado, a los
desfiles procesionales que todas las tardes pasaban por la misma carrera
oficial de la habitación de entrada de la casa.

Un Domingo de Ramos, cuando recién estrenaba los cinco años, me


convertí, junto a mi hermana Encarna, en un apóstol con mantón de raso
burdeos al hombro y un tocado en la cabeza, como los que llevaban las
figuras del belén que cada navidad mi padre montaba en la casa. Me dieron
una palma para salir con “La Borriquita” y disfruté de todo el recorrido sin
inmutarme lo más mínimo. Ni el cansancio, ni el sol de medio día de
aquella maravillosa mañana de primavera, pudieron con la entrada triunfal
en la Jerusalén de mi cuidad. Iba delante del trono saboreando cada minuto
de la estación de penitencia, grabando en mi retina los gestos de la gente
que desde las aceras asistía a contemplar el desfile, captando los colores,
los sonidos de la banda, los olores del incienso y los alelíes que adornaban
el paso. Aquella fue mi primera procesión y también mi primera
experiencia contemplativa.
Desde ese día y hasta el miércoles, mi insistencia hizo que pasara de
participante a observador absorto del resto de las procesiones de esa
bendita Semana Santa que me abrió sus puertas y me atrapó para siempre
en sus redes. Probablemente no fui el único niño que desembarcó en
aquella nueva aventura, pues al cabo de los años he podido compartir con
otros cofrades de mi edad los mismos recuerdos y vivencias.
Ese Viernes Santo a S. Juan se le calló la palma entrando en la Puerta
de Purchena, frente al bar los Claveles, y mi padre me aupó al trono para
devolverla a su mano, sujetarla y que el Santo pudiera seguir su camino. No
dejé de mirar durante la operación por el rabillo del ojo, pero S. Juan
mantuvo el tipo y no se quejó de mi intromisión repentina. Acometía muy
responsablemente mi primer trabajo como “·prioste” y me sentí muy bien.

El tiempo y el destino, ese término ambicioso que nos trastoca la


vida y nos traquetea a su antojo, hace que volvamos a vivir escenas ya
repetidas que en principio no relacionamos con su origen, pero al abrir el
cofre de los recuerdos llegamos a pensar que, a veces, hay casualidades
que no son sino “diosidades”.
Hoy, vosotros, los que custodiáis y veneráis a Jesús Crucificado, a La
Virgen del Primer Dolor y La Soledad, los que tenéis por patrón y guía a S.
Juan, me tenéis aquí volviendo a poner este montón de palabras, amasadas
desde el corazón de cofrade, como una palma en su mano. Gracias
Hermano Mayor por este regalo que he recibido con tanta ilusión, como
cuando viví mis primeros pasos por los caminos de este entramado de
tradiciones, arte, fe y vida.

Crecí aprehendiendo las costumbres de una familia de creyentes,


descubriendo raíces, conociendo las escrituras y caminando con un amigo
invisible, compañero de fatigas y fiel custodio de secretos. Nunca tendré
boca suficiente para agradecer a mis padres y mayores el haberme
transmitido la vivencia de la fe, desde la sencillez y la complejidad de sus
propias vidas, aunque me haya costado la mitad de la mía entenderlo.
Pero el niño aumenta en estatura, en conocimientos, en experiencias
nuevas, retos que aparecen como amenazas y se convierten en trampolines
de vida, en preguntas que empiezan a no encontrar las respuestas fáciles
cuando se pasa la meridiana de los quince años, porque el hambre de la
adolescencia reta a cualquier ley, traspasa los muros mas altos y no se para
ante el misterio ni la nada.
La rebeldía como principio de norma y como recurso de la naturaleza para
despegar las alas del conocimiento, la velocidad y el ansia de tocarlo todo
aparcando en un lado lo vivido por los otros, los que nos preceden, hasta
perdernos en el camino prefijado y encontrarnos en el aire pendientes de un
hilo de soledad, porque todos los hombres crecemos solos, vivimos solos y
morimos solos, nadie lo hace por nosotros.
Jesús siempre estuvo ahí, a mi lado, a veces ignorado, a veces
llamado a gritos o encarándome con Él por la locura que adivinaba en este
mundo, desde ya, bien surtido de guerras, injusticias, hambruna y desastres,
dogmas intragables y normas que abocaban a la doble vida. Todo lo que a
un adolescente y joven invita a la búsqueda de esa verdad última que da
sentido a todo este “maremagnum” en el que somos supervivientes. Lo
oficial nunca vendió bien entre los aprendices de hombre.
La semilla, que desde pequeño nos plantan vuelve a florecer con los
años. Mas, si es Dios quien se cuida de ella, porque nunca se rompe ese
cordón umbilical que te aferra a Él, y si abres un poquito el corazón y
dejas que entre, aunque sea de puntillas, vuelves a encontrarte y
encontrarlo.

En el 92, Señor, me buscaste poniendo toda tu munición en juego, y


como a Oseas me forzaste, me sedujiste. Me pusiste a tus pies como
a los pies de los caballos, y mientras te adornaba con claveles rojos
no dejaste de recordarme quien tenía la iniciativa, con los golpes que
me daba con tu cruz cada vez que levantaba la cabeza para buscar tu
mirada. Te hiciste rocío y lluvia fina para calarme hasta la médula,
Padre Jesús Nazareno, y deseé convertirme en Verónica para poder
enjugar tu rostro.

Mi hicieron cofrade del Encuentro casi por compromiso de su


hermano Mayor entonces, y sin darme apenas cuenta, al mes estaba
trastocando la estética del paso de mi Virgen de La Amargura, poniendo
flores en la noche del miércoles Santo y conteniendo las primeras lágrimas.
En los diecisiete años de cofrade he recibido más de lo que he podido
dar, he aprendido más de lo sabido, he sufrido lo que no debería haber
sufrido, y el tesoro de la amistad se ha enriquecido con muchos corazones
grandes de latidos constantes.
La incardinación en la parroquia, el compartir una parte de nuestros
ingresos en proyectos de solidaridad, muchas horas sirviendo bebidas en
los ambigús, cuidado del patrimonio, el conocer y ser un eslabón más en
esa cadena de costaleras, anderas y anderos, en fin, haber participado
activamente en todo lo que conlleva una cofradía con muchas hermanas y
hermanos, me ha hecho crecer y abrirme a otras experiencias compartidas
en Almería y fuera de ella.

Así, una tarde de marzo aparecí en la Loma aprovechando un día con


la familia, y decidí visitar vuestra casa de hermandad. Teníais las imágenes
ya puestas en las andas y mi atrevimiento y osadía terminó poniéndome
frente a la Soledad haciendo el primer rostrillo de mi vida. Ella guió las
manos que batallaban sacando pliegues de un trozo de raso blanco de capa
de penitente recién planchado, ella mitigó todos los pinchazos de los
alfileres. Después me pusisteis delante del Primer Dolor para repetir la
hazaña ante la mirada paciente de mi tía Nicanora que aguantó
estoicamente más de dos horas en una silla.
Ya soy uno más de vosotros. Irremediablemente habéis atrapado un
trozo de mi corazón y, desde entonces, cada Semana Santa mi estación de
penitencia comienza en la Loma y termina en la Ciudad Jardín de Almería.

No hay distancias en kilómetros que separen


los sentimientos y los lazos de esta pasión que nos une.
No se mira el reloj cuando las horas campean sin prisa
atrapando el ocio y parte del sueño
al final de cada jornada de trabajo.
No se cansa la voluntad cuando se acercan los días grandes
y el tiempo se afana en los detalles que nadie ve
y que primorosamente te ocupan.
Se nos esponja el alma cuando contemplamos la obra terminada
y todo está dispuesto para que la belleza de los pasos
ilumine cada rincón de nuestras calles.

Vuelvo a este pueblo, Señor, para encontrarte en las calles de mis


ancestros, conocidas calles vividas en la sangre de recuerdos transmitidos,
de colores y luces cercanas, olores rescatados del olvido, como si de
siempre los conociera.
Quiero recorrer esta estación de penitencia que se desvela después de la
última cena y abarca hasta la oscuridad del sábado de Gloria.

Un Jueves Santo, no podría ser otro día mejor para saborear cada
rincón con el aroma de tus pasos y apareces sobre los hombros de anderas,
con la rodilla en el suelo tocando un trozo de mundo en malva y morado,
Señor de la Humildad y Paciencia. Siempre ellas soportando el peso de la
historia, acunando las quejas del dolor y la pena, solidarias en tu caída,
corazones de bálsamo para tus heridas. Te miro y te pierdes en el horizonte
claroscuro de la Cañá. Te miran, las miran y nadie acude a levantarte.
Cómo me suena ésta escena repetida en telediarios y noticias, que de tanta
abundancia se olvidan en algún rincón de la conciencia, y verte en el dolor
de los otros empieza a ser, peligrosamente, una conocida melodía que no
cesa.
Te repites, casi desnudo, en el mismo rictus doloroso de mirada ausente:

Dime, Jesús,
qué piensas ante el mármol frío
que sujeta tus manos.
Dime amigo, si es posible aún
parar esta secuencia conocida de espera
ante el final que se te avecina.

¿Qué has hecho para verte como un delincuente, inmovilizado como


si fueras un peligro público?, ¿fue por el pan repartido, multiplicado y
compartido y los peces de los cinco mil? o ¿acaso por la hija de Jairo, o por
Lázaro que ya estaba muerto y tu lo trajiste de nuevo? Pero… ¡si nada de
lo que has hecho es malo!
Hablaste mucho, ¿verdad?, decías que papá Dios está cerca y que su reino
está en cada uno de nosotros, de ellos, que el amor nos redime y nos hace
grandes y hermanos y más humanos y… no entiendo nada.
Ahí está tu madre vestida ya de luto, María de los Dolores. Va
meciéndose bajo el palio negro y andando sobre anderos, rodeada de
mujeres con mantillas. Siempre las madres presintiendo, adelantándose a
los acontecimientos porque los hijos son lo primero, y Tú no ibas a ser
menos.
Ella sabe algo que aún se me escapa. No quiero pensarlo, mejor que sean
las calles y tus pasos quien me lo cuenten, pero ya tengo el alma encogida
en mil pliegues.
Dolor antiguo de Virgen,
“Stabat Mater, dolorosa, lacrimosa…”
es como un canto que conozco y que en tu santo, madre, te recitan.
Te llevan irremediablemente tras sus huellas. Éste asfalto es un vía crucis
improvisado hacia el calvario de la Loma, y ni la cera, ni el canto de las
esquinas puede borrar esa belleza enlutada sin blonda mantenida a
contracorriente.
El jueves se duerme, se van apagando los sones de tambores y
metales, se alejan los comentarios y las voces por los callejones, y tu casa
se cierra sin dar respuesta ni explicaciones a ese derroche de golpe en el
suelo, de piedra fría escoltando la desnudez de tu piel hecha jirones, ni del
luto anticipado de tu madre.
Me voy con el sabor amargo de la hiel presentida, y regreso al hogar del
mar y al Encuentro de mi Amargura y el Nazareno por las calles de
Almería.

Ayer fue tu pan repartido por la salvación de muchos, jueves ya santo


porque te agachaste a lavarle los pies a los tuyos y dijiste que lo hiciéramos
a los nuestros y a los otros, los olvidados, los que no salen en la foto de
cada día, los que parecen que no existen y están, casi siempre, frente a
frente. Ayer el día grande de promesa de amor fraterno que aún no sé dónde
está, porque el mundo sigue casi lo mismo y el hambre persiste, y las
guerras siguen sumando más muertes absurdas, y dos mil años después de
habernos comido el mundo aún seguimos sin digerirlo.
Regreso al viernes, fatídico nombre de día si en él se va el amigo. Ya
no es el pan de vida repartido y compartido, ya empieza a barruntarse lo
peor.
Voy a la Loma porque me han dicho que Juan, el joven de los tuyos,
sí, el que anoche en la cena estaba recostado en tu pecho, el que tanto te
quiere que no deja a tu madre sola, va por las calles del barrio escoltado por
un águila señalando a alguien, o un camino. Va con muchos anderos, de
verde y rojo como la esperanza que nunca se pierde, pero parece que en una
de sus manos lleva una palma de martirio, ¿martirio de quién?, ¿del
maestro? No puede ser, si ayer yo lo ví por la Cañá que iba con su madre,
si lo llevaban como en volandas.
Díme, Juan, dónde está que no lo veo, que el sol me ciega y tú no
paras de insistir con ese dedo como adelantando un mal presagio.
¿En el principio era la palabra, y la palabra se hizo carne y vino a los suyos
no la conocieron?, ¿ése es tu águila, verdad? No la conocieron y después la
escribieron y la guardaron en bellísimos libros y papiros, y la explicaron en
millones de palabras y palabras y dogmas y… ¿no la conocieron?
Ya ves, mi querido Juan, tu vuelo parece que toma tierra en este barrio que,
desde que viniste a él, no ha parado de crecer y parece casi un pueblo
grande. ¿Ves? su gente te quiere. Bien que te llevan cada viernes Santo para
que bendigas sus rincones y anuncies que está vivo, que no está muerto,
que sigues teniendo su pecho dispuesto para reposar tu cansancio y el de
los tuyos, de tu barrio, Juan, que te quieren, de verdad, que te quieren.
Ya te veo, madre. Con el sol y la mañana lomera el luto se ha vuelto
rojo de saya y azul de cielo en tu manto. No vas sola, no puedes ir sola
porque ahí tienes a tu hijo, a Juan, y el ya se ha hecho a su nueva madre.

¡Que dancen los anderos y no vuelvan la cara


al calvario que se aproxima,
que te canten saetas y te digan poemas
para mitigar el primer dolor de la mañana,
el que se clava en el alma como un puñal¡

¿Te acuerdas María de Simeón y lo que te dijo en la puerta del templo


cuando cogió al niño recién circuncidado?: “Y a ti, mujer, una espada te
traspasará el corazón”. ¡Ay, que va a ser verdad lo del anciano sacerdote!

Madre del primer Dolor,


mantén los ojos al cielo
y no te vuelvas,
no digas nada
que ya está todo hecho,
consumado,
sin remedio.

No se va a quedar aquí, porque no es su tumba, es mentira, que no está


muerto, no llores, que mira como lo mecen, que son hombres hechos y
derechos, que se lo llevan al barrio, que ya va por la calle las Tejeras cerca
de su casa, de tu casa.
¡Oh Señor, cómo te han dejado esa panda de desarmados; cómo te
hemos dejado en cada rincón de los siglos, en cada vida perdida y
desparramada por el egoìsmo, por creernos superiores y dueños de las vidas
que nos rodean; cómo te hemos podido colgar de esa infamante cruz!
Sigues clavado en ese patíbulo espantoso como una vergüenza para la
humanidad a la que das vida sin mirar tus clavos, ni el hueco en el costado,
sin tener en cuenta cada latigazo, cada bomba y atentado, cada niño de
estómago vacío, la soledad del dolor y el miedo, el miedo al futuro y a la
propia existencia.

Tu paso de muerte programada,


exhibida entre flores rojas y cera morada,
tu muerte serena de estampa.

Sigues siendo mi maestro desde el madero que me señala por


permitir que se repita el sacrificio abominable de la cruz en hermanas y
hermanos, ahora, mientras seguimos contemplando tu dolor estilizado.
Tu quieres, Señor Jesús, que todos disfrutemos de lo que cada mañana nos
das como primicia de lo alto, que compartamos el regalo de la buena
noticia como familia de hermanas y hermanos que se aman, y recordamos
el martirio de la humanidad en tu rostro de Bendito en esta mañana soleada
de primavera, en tu barrio, en tus calles y plazas.

No quiero quedarme en este calvario,


ni en la muerte sin remedio,
quiero vivirte en todos los rincones de tu via crucis albojense,
desde la Loma al barrio Alto, la Plaza Mayor.

Y sigo en la tarde del viernes Santo, tarde de colores para dibujar tu


periplo hasta la nada del sepulcro: del blanco alba de dorados que se
aferran a la Esperanza, hasta el morado del atardecer de cruz al hombro,
Sepulcro y azul de palio y Redención.
Me sorprendes de rodillas, abandonado frente al cáliz del ángel
sarcillesco que te arropa, cuando el lucero vespertino dibuja su mirada en la
noche que se anuncia. Aún suenan los sones que te mecen sobre los
hombros más antiguos, como si andaras por la historia de tus últimas horas
con el capricho de las idas y venidas de nuestros afectos. Ahora gritas al
Padre que aparte esa copa de amargura que te ofrece la gubia de Correa,
rémora murciana y luna granaína. El huerto de Getsemaní se transforma en
calle del Muro y te recuerdo, con los ojos de los que ya no están, en la tarde
del miércoles de Angustias.

Tu voz sin respuesta,


tu descanso materno,
el seno que te acoge abatido
desde el pie del patíbulo,
María.
Vuelves a reivindicar, Madre de las Angustias, tu estirpe de mujeres
fuertes y luchadoras, de historia que se repite, de lágrimas y silencio, de
noticia al oído. Nunca desfalleces. Tu regazo es el refugio de miles de hijos
que te buscan sin saberte, que necesitan de caricias en el alma y unos
brazos que acunen los cuerpos cansados y doloridos. Te haces Perdón en el
hijo y Esperanza del que a ti se acoge. Esperanza estrenada en la tarde del
viernes blanco.

Sigo pisando asfalto con incienso y cera quemada, me adentro en el


barrio alto, me refugio en S. Antonio para ver a los anderos trazar esquinas
y recogerme en el mutismo de muerte del sepulcro. Cierro los ojos para
cogerme de la mano de mis padres y regresar al paseo de Almería con el
niño entristecido ante el cadáver de tu cuerpo.

Te clavaste en mi mente desde entonces


y en la muerte veo tu muerte
en la noche la mañana de tu victoria.
En S. Antonio
el andar acompasado
de los pies que te portan
me encogen las entrañas.

¿Otra vez con la cruz, Señor?, ésta ya definitiva. Ya no más pasión, Jesús
mío, que no podré resistir más tragedia representada.

Alfombra morada para el camino,


nadie te ayuda.
Tú sólo, de nuevo.

Ya se ha agotado el repertorio de rictus sufrientes, pero no hay semana


grande sin tu imagen de Nazareno, ni chicotás si no es tu andar la
inspiración de costaleros, hombres de trono, portadores, anderas y anderos.
En ti, Padre Jesús, se resume toda la historia del hombre, el humano y el
divino: vamos hacia el final de los días con la cruda realidad sobre los
hombros, con el futuro en tus manos que sujetan nuestras flaquezas y
enfermedades, nuestros errores y horrores, caminando, paso a paso, con la
rodilla desnuda sobre la muda tierra y erguidos con el madero de cada día.
Déjanos seguirte aunque sea cogidos al filo de tu túnica, danos la alegría de
sabernos tus discípulos, tus hermanas y hermanos en este mundo donde
pretendes un reino nuevo, el reino del Padre del que eres el primero desde
la cruz: tus credenciales los clavos y la sangre derramada, tus decretos el
amor de verdad, sin tapujos ni ñoñerias, el perdón sin factura de vuelta, el
compartir en derechos, en igualdad y justicia, pan y techo, porque todos
somos hijos del mismo Padre, herederos y coherederos contigo.
Porque para eso has venido, para anunciar la buena nueva, que Dios está
aquí junto a sus criaturas, que su ternura se derrama como el rocío y nos
envuelve como el aire que respiramos. En ello se te fue la vida, y por ello
fuiste levantado sobre todo hombre, “para que al nombre de Jesús toda
rodilla se doble en el cielo y en la tierra y toda lengua proclame que Jesús
es el Señor.”
Tú, nuestro destino,
Nazareno,
Tu luz nuestro amanecer,
Cristo.

Tras el Hijo ajusticiado María se hace Redención, porque junto a la


Cruz es destinataria de las promesas de vida nueva, porque la fuente de
Dios se derrama en su entrega sin medida, como en toda madre. El cielo es
estrado de sus pies, como el palio que la protege, y la llamamos Amargura,
Dolorosa, Virgen del Primer Dolor, Angustias, Esperanza y Soledad.

Soledad en la noche del Viernes Santo.


El calvario enmudece bajo los pies de las anderas.
De S. Francisco a S. Leonardo
y a las calles que se vuelven como tu nombre.
Soledad de hijas y madres solidarias en tu abandono,
hombros decididos a mitigar la pena con andares pausados,
vaivenes rotos a golpe de tambor destemplado.
¡Que se callen los muros y las farolas se estremezcan!
¡Que se rindan los cristianos ante tus manos coronadas!
¡Que Albox se vuelva luto
Y llore los pecados que acalla
Porque pasa la madre de Dios,
María, bendita Soledad en la madrugada!

Y vendrá, Madre,
de mañana temprano vendrá,
luminoso como la creación recién estrenada,
y te enseñará sus manos y su costado,
y será realidad la certeza que llevas de siempre guardada.

En este sábado, que se empecina en repetirse cada mañana en cada


ser humano, Cristo, siempre vivo, se hace compañero, maestro, amigo y
hermano. Con él resucitamos, con él vivimos y con él, si queremos, nos
encontramos en el pan de su cuerpo, en el compartir y aceptarnos, en el dar
sin esperar a cambio, en el que viene de fuera a buscarse el pan diario, en el
diferente, en el que cree y el que reniega, si tenemos el corazón dispuesto a
dejarnos enamorar y enamorarnos.

Poco a poco se van acabando las palabras, no por gastadas, y este


pregón empieza a encaminarse hacia su recta fínal.

Quiero terminar brindando mi homenaje desde aquí:


a todos los que han hecho posible que este rico tesoro, legado
de tradición y de siglos, nos haya llegado por amor al Dios hecho
hombre,
a todas y todos los que entregaron parte de sus horas, de su
trabajo,
a los que pusieron ilusiones, imaginación y donaron un poco
del sudor cotidiano,
a los jóvenes que en la década de los ochenta consiguieron
rescatar del olvido todo este patrimonio material y de vida y lo
pusieron en alza,
a los maragullos, camareras, acólitos y cerilleros,
mayordomos,
a las anderas y anderos que, con sus hombros generosos y pies
seguros, hacen cada año el milagro de ser paso y vida de nuestras
sagradas imágenes,
a los capataces, capatazas y contraguías,
a los abuelos y padres que siguen manteniendo la tensión en la
espera de cada Pascua Florida y cuentan a los suyos, a los pequeños,
las vivencias que han hecho que cada año, por unas horas, Dios
bendiga nuestras calles con los actores de aquella primera Semana
de Pasión, y que más de un alma vuelva los ojos al cielo y sienta el
abrazo del Padre en el hijo amado y su madre Dolorosa,
a los niños y a su Semana Santa pequeña, escuela de futuro, la
ilusión que nos hace perdernos en el tiempo y concedernos, junto a
ellos, una tregua en la batalla diaria, apearnos de la locura de la vida
hedonista, competidora, insolidaria y vacía, y hacernos grandes de
corazón, “quien no se hace pequeño como uno de estos niños no
podrá entrar en el reino de los cielos”, nos dice el Maestro.
Mi reconocimiento y ánimo a todas y todos los cofrades que,
pese a la tibieza de éste nuestro tiempo y al eslogan de que
“probablemente Dios no existe, disfruta la vida”, siguen manteniendo
la alegría y el gozo de la esperanza de sentirse amados y mimados
por el Dios de la Misericordia, empeñados, desde la flaqueza y con la
fortaleza, en anunciar que la ternura del Padre y su amor son el motor
de sus vidas y, que el Hijo de María sigue bullendo en nuestra
sangre, en la mente y en el alma, porque es pan que nos alimenta y
nos endiosa, haciendo que muchos corazones continúen latiendo al
unísono en la misma sinfonía divina.

He dicho.

Miguel Ángel Molina García

Fuente: http://angustiasalbox.blogspot.com/

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