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…………….………Año 2009
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(Teresa de Jesús)
Mi gran pasión arranca de los sueños del niño que se extasiaba ante
la imagen de un crucificado y la magia estática del Primer Dolor de María.
Eran los titulares de la Cofradía del Cristo del Amor de la Iglesia de S.
Sebastián de Almería, mi primera parroquia, a donde mis padres me
llevaban cada domingo, siempre en ayunas, a escuchar y cantar en la misa
mayor.
Curiosamente, un crucificado fue la primera imagen que tuve frente a
frente, como un testigo mudo, después de ver toda la peripecia que los
mayores montaban para bajarlo del altar mayor, antes de subirlo a su trono.
Se fijaron en cómo me prendaba ante su cara de mirada extraviada de
moribundo y me dieron el encargo de limpiarle las potencias. Ante este
hombre, medio desnudo y clavado en aquellos maderos, mi mente de niño
no tenía recursos para interpretar y asimilar aquella experiencia. Es una
estampa fija que sigue grabada en mi cerebro, como un cuadro perdido en
el tiempo pero lleno de calidez y ternura.
Curiosamente, fue Nuestra Señora del Primer Dolor la primera
Dolorosa que me hacía mirar al techo porque ella estaba mirando al cielo.
Tenía las manos extendidas y llevaba un vestido blanco con manto azul.
Casi tropecé con ella deambulando por los rincones de la iglesia mientras
todos estaban ocupados. La tenían en el suelo de su capilla, a mi altura. La
curiosidad infantil, casi insaciable, me hacía investigar la anatomía de su
cuerpo de tela estucada, de sus brazos articulados, me hacía perderme en
sus ojos y en su cara triste y bonita. Era muy guapa.
Curiosamente, también desde ese mismo templo, salía cada Viernes
Santo en la noche la imagen de S. Juan de la palma y La Soledad, la Lola
como la llaman cariñosamente los saeteros. Su sede canónica, la Iglesia de
Santiago, que había sido incendiada durante la guerra, no se abrió al culto
hasta bien entrada la década de los sesenta.
La Semana Santa aparecía ante mis ojos de niño como un fantástico
mundo donde los duendes se convertían en tronos dorados con ruedas,
como las carrozas de los cuentos, con unos personajes muy serios, uno de
ellos siempre con sangre en la cara y vestido de morado, rojo, blanco; con
las manos atadas o junto a una columna, con una cruz al hombro o dormido
en una caja grande de cristal con un angelote gordito tocando una trompeta
en lo más alto y hombrecillos iluminados en las esquinas. En otros, siempre
iba una mujer llorosa con gestos extraños de manos, rodeada de muchas
velas de cartón piedra con bombillas, como la de los penitentes que tenía en
mi casa, y montones de flores: claveles blancos, calas y alelíes. Llevaba
mantos muy grandes que sobresalían de los tronos bordados con una selva
de brillantes dibujos de formas imposibles. En la calle había muchos
capiruchos de distintos colores, en fila y en silencio, con velas de cera y
otros con pilas y perillas. Todo se terminaba siempre con la música de los
tambores.
Aquel primer encuentro supuso una fatídica revolución en mi casa.
Un día convertí todas las cajas de zapatos de los siete hermanos en
maravillosos tronos con sus velas hechas de palillos de dientes, flores de
geráneo rosa y rojo, Cristos y Vírgenes de cartón recortado, caras de papel
pintado a lápiz y pegadas con saliva, y unos diminutos mantos procedentes
de un trozo de sábana vieja primorosamente bordados con un bolígrafo de
tinta azúl.
Las sillas del comedor se convirtieron en calles y algunas en entradas de
templos imaginarios. Todos se movían con una cuidada tracción manual y
acompañados de melodías de trompetas y redobles enérgicos de tambores.
Había nacido para mí una nueva modalidad de juego, la semana santa, y
para desesperación de mi madre que, durante más de dos meses, no sabía
que inventar para que saliera a la calle a jugar con los demás niños y
“tomara el aire” pues, decía, no tenía color en la cara. No tuvo más remedio
que asistir, con más de una sonrisa y algún que otro pequeño enfado, a los
desfiles procesionales que todas las tardes pasaban por la misma carrera
oficial de la habitación de entrada de la casa.
Un Jueves Santo, no podría ser otro día mejor para saborear cada
rincón con el aroma de tus pasos y apareces sobre los hombros de anderas,
con la rodilla en el suelo tocando un trozo de mundo en malva y morado,
Señor de la Humildad y Paciencia. Siempre ellas soportando el peso de la
historia, acunando las quejas del dolor y la pena, solidarias en tu caída,
corazones de bálsamo para tus heridas. Te miro y te pierdes en el horizonte
claroscuro de la Cañá. Te miran, las miran y nadie acude a levantarte.
Cómo me suena ésta escena repetida en telediarios y noticias, que de tanta
abundancia se olvidan en algún rincón de la conciencia, y verte en el dolor
de los otros empieza a ser, peligrosamente, una conocida melodía que no
cesa.
Te repites, casi desnudo, en el mismo rictus doloroso de mirada ausente:
Dime, Jesús,
qué piensas ante el mármol frío
que sujeta tus manos.
Dime amigo, si es posible aún
parar esta secuencia conocida de espera
ante el final que se te avecina.
¿Otra vez con la cruz, Señor?, ésta ya definitiva. Ya no más pasión, Jesús
mío, que no podré resistir más tragedia representada.
Y vendrá, Madre,
de mañana temprano vendrá,
luminoso como la creación recién estrenada,
y te enseñará sus manos y su costado,
y será realidad la certeza que llevas de siempre guardada.
He dicho.
Fuente: http://angustiasalbox.blogspot.com/