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w w w . m e d i a c i o n e s .

n e t

El cuidado
de la comunicación

Jesús Martín-Barbero

Ponencia

(Seminario La educación desde las éticas del cuidado y


la compasión, Pontificia Universidad Javeriana,
Bogotá, 2004)

« La comunicación como proceso y como práctica es algo


bastante más ancho y largo (...) la comunicación no es
sólo cuestión de medios sino también de fines. De esta
última perspectiva da cuenta el hecho de que desde
hace unos años la palabra comunicación haya invadido
todo: si un gobierno, una pareja o un producto fracasan,
es porque no hubo una buena comunicación; si una
persona tiene problemas con su hijo, su esposo o su jefe
es por falta de comunicación. La comunicación parece
ser hoy la panacea, como el ‘ungüento amarillo’ que
usaba mi abuela. Una generalización que habla de dos
cosas: primero de las múltiples formas de
incomunicación que vivimos (...) pero, junto a esa
conciencia creciente de la incomunicación, la
generalización del comunicar remite a otra cosa: la
cercanía entre cuidado y comunicación que se hace
manifiesta en la pujanza con que se ha desarrollado, a
partir del pensamiento de O. Appel y de J. Habermas la
ética de la comunicación.»
2

I.

En un país como el nuestro, uno de los más ricos y creativos


pero también uno de los más desgarrados e incomuni-
cados, este esfuerzo por mirar la educación desde las éticas
del cuidado y la compasión es bienvenido; y es que en este
momento histórico es estratégico buscar otra forma de pen-
sar las relaciones sociales. La ética del cuidado no es una
más en la historia de las éticas occidentales ya que, por su
envergadura, se podría equipar al giro lingüístico ocurrido a
partir de la década de los años sesenta; aquel giro con el que
se des-cubrió la dimensión discursiva de las prácticas socia-
les desde las más diversas disciplinas científicas –desde la
investigación en biología sobre cómo se comunican las
células, hasta la antropología colocando en el centro de su
reflexión la mediación del discurso del antropólogo en su
relación con la comunidad que estudia–.

Nuestro país ha evidenciado largamente el fracaso de la


racionalista ética del contrato. Somos una nación especiali-
zada en hacer leyes, crear normas, organizar procedimien-
tos, pero donde pareciera que lo que logra la educación es
enseñar a sesgarlas, saltarlas o violarlas. Por eso debemos
buscar alternativas que no nieguen la necesidad que tene-
mos del contrato social sino que contrarresten sus limitacio-
nes. Entre esas limitaciones hoy sobresale la identificación
del mundo de la política, y de lo público con la razón y el
espacio de lo masculino, que relega a un tiempo lo femenino al
espacio de lo privado-doméstico y le niega estar habitado

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por algún otro tipo de razón. Se trata de una dicotomía


racionalista insuperable: frente a la ética del contrato o ética
de la justicia –que se desenvuelve en el espacio de lo público
y se rige por las reglas de la economía y la formas de la
política, ambas presididas por la razón masculina– queda
marginado el otro mundo, el de la vida cotidiana, de lo
doméstico y del hogar privados de razón e identificados con
el sentimiento y la emoción.

Y la dicotomía se volvió más perversa cuando nuestros


héroes libertadores, de Simón Bolívar a San Martín, pensa-
ron que entre los indígenas no había cultura política sino
sólo mitos, lenguas, ritos y cantos. Entonces trajeron la
cultura política de la Ilustración y la transplantaron sin la
menor atención al contexto cultural de los nativos. Por eso
Guillermo Bonfil, un antropólogo mexicano que ha pensa-
do tanto las etnias como Latinoamérica, se atrevió a es-
cribir: “¡Lo único que en estas tierras no es mestizo es la
política!”. Y así nos ha ido: conservamos unas formas casi
vacías de democracia pues en ellas nunca habitaron las
culturas políticas y organizativas de los nativos. Nuestros
libertadores hicieron grandes discursos a los indígenas, pero
para ellos sólo eran “carne de cañón”, apenas soldadescas.
Es lo que nos va mostrando la en verdad “nueva historia”,
que es la historia de la vida cotidiana escrita en los últimos
veinte años: las de las mujeres, las regiones, los negros, esas
historias escritas por ellos mismos o por quienes se atreven
a tomarlos realmente en cuenta. Ahora podemos compren-
der de dónde viene el dualismo que lastra y escinde nuestra
sociedad, nuestra enorme dificultad para asumir la vida
cotidiana y los espacios de la relación personal con la mis-
ma seriedad que el espacio de la economía. Tuvimos que
esperar siglos a que las feministas afirmaran que lo personal
es político para que nos enteráramos de que lo político se
juega también en lo personal.

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Y por eso son tan importantes hoy seminarios como este,


que nos ponen a pensar en la forma de complementar la
ética del contrato con la del cuidado y la compasión, desde
ese ámbito transversal y estratégico que es la educación.

II.

Mi filósofo, que se extravió hace treinta años en el estu-


dio de los procesos de comunicación pero para indagar no
tanto lo que dicen los medios sino sus mediaciones socio-
culturales –esto es lo que la gente hace con lo que ve, lo que
oye, lo que lee– se encontró con la ética del cuidado en las
reflexiones de dos de los mayores filósofos del siglo XX:
Heidegger y Foucault.

Foucault ha trazado una genealogía de la ética a partir de


los modelos de ethos que ha tenido Occidente; y en su inicio,
en el mundo grecorromano, el ethos fundante es el de la liber-
tad ciudadana, que nace en el cuidado de sí, ya que la liber-
tad es el modo como los humanos vivimos la relación de
cada uno con los otros. Lo que significa que el ethos de la
libertad proviene de la responsabilidad de cuidar a/de los
otros. El sentimiento de libertad es entendido en el pensa-
miento grecorromano como aquel mediante el cual el hom-
bre se hace cargo de los otros1.

En esa perspectiva se ubica la reflexión filosófica de Hei-


degger sobre el cuidado. En un primer momento, para el
pensador alemán el cuidado habla de la angustia con que el
ser humano vive su estar en un mundo del que no com-
prende el sentido; la angustia de una vida sin sentido condu-

1
Me gusta mucho la expresión latina “hacerse cargo de” para decir
cuidar de alguien. Claro que en esa expresión cargar no se asume en
sentido peyorativo –de carga, peso– sino aquel otro de la madre que
carga al hijo en su vientre.
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ce al hombre a asumirla como desvalimiento. Pero en un se-


gundo momento, Heidegger nos hace caer en cuenta so-bre
la posibilidad de que esa angustia, generadora de indi-
ferencia hacia los otros, se transforme en deferencia –palabra
poco utilizada actualmente pero que indicaba el modo cor-
tés, el comportamiento educado de tratarse unos con otros–,
esto es, en reconocimiento. Ese término nos da una clave:
tratar con deferencia a alguien es distinguirlo, es sacarlo del
anonimato y reconocerlo, es decir, volverlo foco de atención
personal. Hoy en español cuidado es comprendido como
atención, pero en el sentido en que atención no significa so-
lamente una operación, mental o cognitiva sino también
afectivo-práctica: cuidar a, o cuidar de alguien es atenderlo2.

Es importante anotar, aunque aquí no haya espacio para


desarrollarlo, que en el desarrollo conceptual de la ética del
cuidado ha jugado un papel decisivo el pensamiento femi-
nista. Es a las mujeres a quienes debemos el haberla situado
en la experiencia de lo cotidiano, esto es, desde la trama de
cuidados que entrañan la maternidad, la crianza y el apego
como espacios estructurales y estratégicos de formación de
la subjetividad y la intersubjetividad de las que está hecho el
lazo social.

III.

En los últimos quince años, el estudio de la comunicación


también ha atravesado un fuerte giro. Como ámbito de
conocimiento, la comunicación tiene dos orígenes, ambos
en Estados Unidos, en el MIT (Massachussets Institute of

2
Se podría decir que el manifiesto de Heidegger sobre el cuidado se
encuentra en su conferencia “Construir, habitar, pensar”. En ella habla
sobre el cuidado de la naturaleza, de los puentes, las casas, y de cómo
los hombres construimos por que habitamos, y no habitamos por que
construimos.
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Technology) al término de la segunda guerra mundial. Su


gran padre fue Norbert Wiener quien, junto con K. Lewin,
A. Rosemblueth y G. Bateson –quien fundaría después la
Escuela de Palo Alto– dieron origen a lo que hoy llamamos
interdisciplinariedad en un manifiesto: plantearon en él, por
primera vez, que lo más importante para las ciencias no
estaba pasando al interior de cada disciplina sino en las
zonas de frontera entre ellas, y que era en esas zonas donde
estaba el futuro de la ciencia.

Basado en esta idea, Wiener creó la cibernética. En su li-


bro Cibernética y sociedad, un texto radicalmente interdiscipli-
nario, este autor rompió con la división entre lo natural y lo
artificial, entre lo biológico y lo sociocultural. Adicional-
mente, creó una noción de comunicación muy ligada al
primer proyecto científico moderno de Occidente: el pro-
yecto de Galileo que proclama el principio de la mathesis
universalis, la idea de que el mundo está escrito en lenguaje
matemático y conocerlo es descifrarlo en ese lenguaje. Wie-
ner escribió lo mismo a mediados del siglo XX cuando dijo
que el mundo está escrito en el idioma de la información: en
el mundo todo comunica, pues el mundo es un inmenso y
complejo sistema de intercambio de informaciones.

Posteriormente, Claude Shannon, un ingeniero de teléfo-


nos, tuvo la osadía ingenua3 de llamar a un tratado de
economía de la información –el cálculo del costo de energía
por palabra transmitida por telégrafo y por tiempo de uso
del teléfono– “Teoría general de la comunicación”. A él le
debemos el famoso paradigma emisor-mensaje-receptor,

3
Bastante ingenua, pero libre del perverso cinismo con que el gobierno
norteamericano proclama ahora una guerra contra el terrorismo al
mismo tiempo que siembra el terror en el mundo y trafica con él, y que
lo vuelve cada día más mercantilmente rentable a través de la doctrina
de la seguridad como chantaje a la pérdida de derechos civiles y al cre-
cimiento calculado del miedo.
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fuente-destinatario, con el que ya varias generaciones han


estudiado comunicación, pero que afortunadamente en los
últimos años ha sido limitada a lo que en verdad siempre
fue: el modelo de estudio la transmisión. Lo que Shannon
planteó fue realmente una teoría para entender el funcio-
namiento de los medios como meros instrumentos transmiso-
res de información, dentro de un horizonte de pensamiento
behaviorista en el que los actores, y especialmente el recep-
tor, son reducidos a figuras que no operan sino en cuanto
reaccionan a la información que se les transmite. La comuni-
cación como proceso y como práctica es algo bastante más
ancho y largo; y esto fue lo que desde el principio compren-
dió N. Wiener: la comunicación no es sólo cuestión de me-
dios sino también de fines.

De esta última perspectiva da cuenta el hecho de que


desde hace unos años la palabra comunicación haya invadido
todo: si un gobierno, una pareja o un producto fracasan, es
porque no hubo una buena comunicación; si una persona
tiene problemas con su hijo, su esposo o su jefe es por falta
de comunicación. La comunicación parece ser hoy la pana-
cea, como el ‘ungüento amarillo’ que usaba mi abuela. Una
generalización que habla de dos cosas: primero de las múl-
tiples formas de incomunicación que vivimos –lo que
descubrieron los lingüistas hace tiempo: sólo nos damos
cuenta de que usamos el lenguaje cuando falla y esto sucede
continuamente–, pero, junto a esa conciencia creciente de la
incomunicación, la generalización del comunicar remite a
otra cosa: la cercanía entre cuidado y comunicación que se
hace manifiesta en la pujanza con que se ha desarrollado, a
partir del pensamiento de O. Appel y de J. Habermas la
ética de la comunicación –por más que no haya en ellos alu-
sión explícita al cuidado y que, en el caso de Habermas, esa
ética haya derivado hacia una teoría del consenso bastante
alejada del pensamiento “militante” del feminismo–. Lo im-
portante es que, en un giro de ciento ochenta grados, se ha

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abierto un nuevo paradigma en el campo de la teoría de la


comunicación que permite superar radicalmente el mecani-
cismo de sesgo lineal y autoritario del primer modelo.

Desafortunadamente, aquel otro modelo mecanicista y


simplista es el que aún hegemoniza el estudio en las escue-
las de comunicación. Y también en las facultades de educa-
ción: si los maestros sienten que los computadores les hacen
competencia es porque se ven a sí mismos como meros re-
trasmisores de un saber estandarizado, y porque los ordena-
dores son, sin lugar a dudas, más competentes que un
docente a la hora de organizar, actualizar y transmitir infor-
mación. Pero eso no significa que los maestros vayan a
desaparecer, sino que sus verdaderas funciones no son esas,
ni lo fueron nunca. Y, mientras más tardemos en salir del
modelo de la transmisión que aún moldea la comunicación
escolar, más difícil será entender los nuevos sentidos de la
educación en nuestra sociedad.

IV.

El nuevo paradigma de comunicación aparece con los


conceptos de red o de interfaz, esto es, conectividad y inter-
actividad. El concepto de red rompe con la linealidad, la
secuencialidad y la verticalidad de la transmisión para po-
ner en escena otro proceso: el que se realiza no a através de
“una gran máquina” –que fue el modelo que orientó la
primera revolución industrial– sino a través de múltiples
pequeños, medianos y grandes motores que conectan (e
intercambian) energía potenciando sus sinergias.

La calidad de la obra de arte o del conocimiento no de-


penden ya ni de la cantidad de gente involucrada directa-
mente ni del tamaño de la máquina. La obsesión actual por
hacer aparatos cada vez más pequeños no habla sólo de la

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facilidad de utilización, es también una metáfora social que


muestra el sentido del cambio hoy. Ya no necesitamos de la
concentración de máquinas que hacían la peculiaridad de
las grandes fábricas de textiles del siglo XIX, sino de una
gran cantidad de interacciones entre gente y máquinas si-
tuadas entre una punta y otra del globo, y sin que todas
ellas se hallen dedicadas a hacer lo mismo.

Lo anterior nos permite plantear que comunicar, hoy, es


realmente intercambiar. Por ejemplo, si yo quiero disfrutar
de las maravillas de Internet tengo que saber interactuar con
sus programas activando sus múltiples interfaces. En Estados
Unidos, el país que más ha estudiado los modos los usos
que la gente hace de Internet, se ha demostrado que una vez
que la mayoría ha aprendido algunas rutinas tiende a la
inercia de establecer las mismas pocas conexiones todos los
días –leer el periódico, solicitar productos por correo elec-
trónico, mirar pornografía, etc.– perdiendo la oportunidad
de activar todas las oportunidades de trabajo y de juego, de
aprendizajes y disfrutes, que es lo que constituye la verdad
novedad de Internet. Es la gente más joven la que está sa-
biendo aprovechar la nueva riqueza ofrecida por Internet
interactuando con ella para tomar iniciativas, arriesgarse,
perderse, buscar y viajar.

El nuevo paradigma de comunicación pone en primer


plano los modos de percepción, los lenguajes y las formas
de escritura más que los aparatos o las máquinas, que fue-
ron las que jugaron el rol decisivo durante la primera
revolución industrial. Comunicar equivale a intercambiar,
activar la puesta en común no sólo de informaciones sino
de investigaciones y experimentos de todo tipo, desde los
científicos hasta los estéticos. Hoy millones de adolescentes,
a través del chat, comparten su soledad con otros que viven

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en la otra mitad del mundo4. La comunicación como acto


de poner en común va hasta lo sucedido en Madrid dos días
después del atentado de Atocha, el 11 de marzo de 2004
cuando, a través de teléfonos móviles e Internet, unos ado-
lescentes hicieron un llamado a la gente para que saliera a
reclamar la verdad sobre lo que había pasado. Seis horas
después de que comenzaran habían sacado a la calle a cin-
cuenta mil personas en Madrid, y a otras tantas en Barce-
lona, Valencia y Bilbao.

Lo anterior reta la noción de que la tecnología es igual a


la soledad por sí misma. Eso es mentira, pues la potenciali-
dad de crear nuevos modos de estar ciudadanamente juntos
–de lo que hay ya espléndidas experiencias a nievel local y
municipal, en Argentina, Uruguay y Chile– pasa en gran
medida por ella. Y no se trata en modo alguno de trasladar
el protagonismo a la tecnología, pues ella solamente puede
catalizar los movimientos y tendencias que se producen en
la sociedad; que es el caso de las manifestaciones en las
ciudades españolas contra la guerra de Irak y depues en la
protesta de los madrileños: los protagonistas fueron los
adolescentes en su capacidad de dar visibilidad a la inquie-
tud y las ganas de la gente por no dejarse manipular y saber
la verdad... ellos fueron los sujetos, no las máquinas.

Otra novedad es que en Internet lo público atraviesa y


permea lo privado. Manuel Castells, uno de los grandes
estudiosos del papel de las tecnologías informáticas en nues-
tras sociedades, ha planteado que Internet está acabando

4
No necesariamente con otros adolescentes. En una investigación sobre
el uso que dan los jóvenes a Internet, y que llevé a cabo durante un año
en Guadalajara (México), encontré que muchos de ellos se hacían pasar
por personas de treinta años para poder entablar conversaciones con
japoneses y japonesas. Ese desdoblamiento y esa ficción de la identidad
que hacen los jóvenes, su dramaturgia, puede ser maravillosa incluso a
pesar de todos sus complicados efectos.
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con la pretendida separación de los dos lóbulos del cerebro:


el de nuestro ser juicioso, normado, reflexivo; y el emocio-
nal y juguetón, el imaginativo y artista. Internet hace esta-
llar esta concepción pues junta palabras, colores, sonidos,
imágenes. Nunca la experimentación y la simulación cientí-
fica estuvieron más cerca de la innovación estética. Público
y privado a la vez, Internet disloca los grandes dualismos de
Occidente.

V.

Para terminar quisiera plantear algunas implicaciones que


el actual paradigma de la comunicación, el de interactuar,
tiene para la educación.

En primer lugar, hablar de comunicación en el ámbito de


la educación no significa hablar de máquinas y aparatos que
simulen una modernización puramente decorativa, sino de
cómo la escuela se comunica o no con su sociedad. Más que a
través de la tecnología, la escuela hoy comunica con la
sociedad a través del cuerpo y la sensibilidad de sus alum-
nos. Pues hoy los jóvenes ponen en la escena escolar nuevos
modos de percibir el espacio y el tiempo, nuevos modos de
narrar su vida y de estar juntos entre sí y con los adultos.
Pero eso les implica tener que dejar la mitad de su vida
fuera del colegio, todo lo que de su vida pertenece a la cul-
tura oral, musical, sonora o visual. Una escuela comunica
con su sociedad sólo y en la medida en que se hace cargo de
sensibilidad y mentalidad de sus alumnos. Sólo puede tener
ese nombre aquella escuela que cuida sus alumnos, esto es,
que se comunica con ellos.

Por ejemplo, la escuela debe hacerse cargo del cuerpo de


sus alumnos. Esos cuerpos maltratados no sólo por la publi-
cidad, sino por el sistema entero. La anorexia no la produce

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únicamente la publicidad, también la producen la moda y el


comercio donde las niñas y los niños compran, pues al ver
que no caben en la talla de su edad dejan de comer. El sis-
tema entero crea unos modelos de cuerpo antihumanos,
antisociales, anticulturales, pues no tienen nada que ver con
la vida real de la gente, su trayectoria biológica y genética.

Para que los educadores cumplan con la función de la es-


cuela de comunicarse con su sociedad, ellos deben escuchar
lo que los jóvenes dicen. Por ejemplo, en vez de intentar
cambiar su “estilo personal” deben aprender a entender su
“ruido”. Mis hijos jóvenes llevan años educándome el oído
para que los acompañe en ciertas aventuras musicales. Pero
hay momentos en los que no aguanto y les digo: “¡Eso es
ruido!”. Ellos me contestan que es ruido para mí porque soy
incapaz de escuchar en el fondo la guitarra del Bob Dylan
de mi juventud. El ruido no es la música que ellos oyen o
hacen –aunque no sea poco el rock que es mero ruido co-
mercial– sino la incompetencia de nuestros oídos para en-
tender su música, y el nuevo papel que la música cumple hoy
en su vida.

La pregunta es, entonces, ¿cómo se hace cargo la escuela


de su cultura sonora, de su sensibilidad, de su desazón, de
su rabia?, ¿o es que acaso no tienen razones para tenerla?
Vivimos en una sociedad tramposa, hipócrita, que les predi-
ca que deben tener memoria, pero que no les recuerda nada,
pues hacemos objetos para que los desechen a los pocos
días o meses. Yo no puedo pedirle a mis hijos que tengan
mucha memoria, pues han vivido en apartamentos donde
quienes habitaban antes no han dejado rastros. En cambio,
yo entiendo lo que es la memoria porque nací en una casita
de pueblo donde los objetos de la sala y el desván se inter-
cambiaban periódicamente y a través de ellos conversaban
cuatro o cinco generaciones. De ahí que uno de los grandes
desafíos sea cómo contar la historia a los adolescentes de

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hoy, no porque ellos no tengan memoria sino porque tienen


otro tipo de memoria.

Quiero terminar con algo que me contó un estudiante de


psicología que hacía su tesis en esta universidad hace un par
de años. Él desarrolló su tesis en un barrio de la localidad
de Ciudad Bolívar de Bogotá –a donde han llegado muchas
familias desplazadas de la Costa Atlántica– y en colegios de
primaria donde asisten estos niños. Sus maestros, con la
mejor voluntad del mundo, intentan enseñarles a leer y
escribir. Pero al año y medio, estos niños habían perdido la
mayor parte de su propio vocabulario y, lo más grave, su
creatividad narrativa. ¿Por qué? Porque a pesar de las bue-
nas intenciones de los docentes por ayudar a los niños, ellos
siguen pensando como los gramáticos colombianos del siglo
XIX, para los que el habla de la mayoría de la gente es incul-
ta. ¿Alguno de ustedes escuchó en su clase de literatura del
colegio que en Colombia hubo un poeta negro llamado
Candelario Obeso? No, porque el señor Caro escribió que él
hacía sus poemas basado en la obscena oralidad de las bo-
gas del Magdalena, y que por tanto nunca sería un poeta.
¿Qué hizo Caro al respecto? Lo mismo que hicieron los
maestros de Ciudad Bolívar: destruir la riqueza del vocabu-
lario costeño para que se acomodara a la rígida norma del
contrato gramatical. Ahí está el problema y al mismo tiem-
po la pista para resolverlo: debemos asumir que los niños de
la costa hablan de otra manera, utilizan otras palabras y
otros giros, a través de los cuales son capaces de contar su
vida, su tierra, su historia, su cotidianidad. Si les dejamos
sin habla los estamos convirtiendo en seres sin memoria y
sin imaginación, excluidos de la verdadera cultura –que es
siempre la cotidiana– y de su propia sociedad.

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