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La quinta columna

De mañana, temprano, unos puños llamaron a la puerta del


domicilio de Balaguer. Los puños atronadores golpeaban con
ganas. Ya había luz en la calle.
Pla y la señorita Enberg:
—¿Por qué llaman?
—Querrán entrar…
—¡Ya va…!
Sonaba la voz de Balaguer desde la habitación de al lado.
Una voz carrasposa y escasamente clareada.
—¡Qué prisa…!
Desde la habitación donde se encontraban Pla y la
señorita Enberg, tras los primeros golpes en la puerta, se oyó
el susurro de dos voces hablando. Había un contraste entre los
susurros y los golpes anteriores. Un personaje contradictorio
acababa de entrar en escena.
—¡Vístete!
Le decía Pla a la señorita Enberg, que se ponía las
ropillas interiores y las exteriores. De estas últimas ropillas, las
exteriores, nos gustaría destacar una blusa suave y deslizante.
De las interiores, mejor no hablamos.
Josep Pla se asomó a la ventana.
—N´em a vore…
Miraba a ver si había algún destacamento, un pelotón,
gente uniformada en la calle. Pero no; menos mal. Ninguna
novedad con respecto a la noche anterior. Esto ya era una
buena noticia. Estaban las mismas ruinas que la noche
anterior, sólo que ahora eran más visibles. El mundo no había
mejorado a pesar de la conversación mantenida con el amigo
Balaguer. El mundo no se hizo en dos días al fin y al cabo. (Se
hizo en siete.)
—¿Estáis visibles?
Le decía Balaguer a la pareja.
—Qué remedio…
Que más quisieran ellos que hacerse invisibles durante
unas horas y así poder huir de aquella ciudad fantasma.
Balaguer entró en la habitación.
—¿Por qué sonríes?
—Tengo buenas noticias.
Y les transmitió el parte de novedades: un amigo de
confianza acababa de llegar; tenía buenas informaciones; el
Servicio de Información del Nordeste se había puesto en
contacto con la quinta columna de Barcelona; ésta se
encargaría de sacarlos de la ciudad; los del SIFNE les darían
trabajo fuera de España.
—¡Qué buenas noticias!
—¿Qué es el Servicio de Información del Nordeste?
—El SIFNE.
—Gracias por la información…
El SIFNE era una red de informantes que los nacionales
habían montado en el Nordeste de España; Cataluña,
Baleares… Este servicio se encargaba de suministrar todo tipo
de informaciones que pudieran orientar los esfuerzos militares
de la España nacional.
—¿Estamos hablando de espionaje?
—Bueno, sí, entre otras cosas…
Balaguer tenía que controlar la lengua para que no se le
fuera demasiado la poca información que tenía en la cabeza.
—Mejor que habléis con el hombre que acaba de llegar...
—Vamos.
El recién llegado era un hombre castañoscuro, delgado,
bajito, escurridizo, un joven de gafas menudas que iba
disfrazado de proletario por las calles de Barcelona, tratando
de no llamar la atención entre las muchedumbres que andaban
o vagaban por la ciudad revolucionaria.
—¡Buenos días!
Ese saludo les sorprendió. Era como un milagro de
saludo. El hombre no les había dicho “¡salud!”, como era
habitual en la España laica, republicana y revolucionaria.
—Hola, soy Héctor.
—¿Cómo está usted?
Le respondió Pla.
—Un poco apurado, ya se puede imaginar…
—Me hago cargo.
Héctor empezó a desarrollarles el plan de huida. Lo
primero era hacerse invisibles, no llamar la atención por la
indumentaria; disfrazarse, como hacía todo el mundo.
—Aquí les he traído algunas cosas…
Entre otras cosas, un par de camisas de esparto.
La señorita Enberg tenía que deshacerse de su suave
blusa, demasiado suave y bonita para unos tiempos tan feos.
—También he traído esto otro…
Una gorra, dos pañuelos rojos y un par de pantalones
desceñidos, tipo bombacho, para el caballero.
—Eso es todo.
La ropa interior no hacía falta cambiarla..., señorita
Enberg, ejem.
—¿Cuál es la situación de la quinta columna?
Preguntaba el amigo Balaguer al acróbata Héctor, que
había tenido que realizar múltiples piruetas para llegar hasta
allí.
—La situación es difícil, pero lo soportamos.
Héctor era como un forzudo de circo, uno de los
esforzados que sostenían la quinta columna de Barcelona.
—Diga, Héctor —le preguntó Pla—, ¿cuándo nos vamos
a ir de aquí?
—Cuando tengamos un vehículo…

En ese mismo momento, en el barrio de Gracia, al otro


lado de la Villa Revolucionaria, un vehículo era tiroteado
mientras circulaba a toda velocidad. El conductor, Andrés
Miralles, hacía de enlace dentro de la estructura que estaba
montando la quinta columna de Barcelona. Andrés
transportaba pasajeros de un lado a otro de la ciudad, hasta
terreno seguro. Entonces el único terreno seguro era el
territorio internacional, es decir, las embajadas o consulados
de países como Chile, que ofrecían cobijo a quienes se sentían
perseguidos por el gobierno o el desgobierno republicano.
Hacia ese consulado se dirigía Andrés Miralles cuando
recibió el alto en uno de los controles que las diversas milicias
organizaban por su cuenta en la ciudad. Cada partido tenía su
propio control; aunque el control de la situación no era de
ningún partido en concreto. Predominaban los anarquistas,
eso sí. Es decir, que la anarquía era lo predominante.
Y como Andrés Miralles no estaba dispuesto a parar en
cada esquina de cada barrio, ni quería que a nadie se le
ocurriera requisarle su coche y pintarlo de rojo, o de rojo y
negro en el mejor y más colorista de los casos, continuó su
conducción a pesar del…
—¡Alto!
El coche de Andrés Miralles recibió unos tiros por
haberse saltado las reglas no escritas que aconsejaban
prudencia y detención. (Todas las reglas deberían estar
escritas para evitar confusiones.)
—Mi coche no se lo van a quedar…
Decía Andrés Miralles, un defensor de la propiedad
privada, un egoísta, oye.
—Qué se han creído éstos…
A Andrés Miralles la rebelión de julio le había
sorprendido fuera de la ciudad. En cuanto se enteró fue a ver
qué podía hacer por el triunfo del Alzamiento. Pero como éste
fracasó en Cataluña, tuvo que pasar a la clandestinidad y
pelear desde el frente interior.
En el asiento de atrás del vehículo había un abogado,
una mujer y dos niñas. Todos bien apretaditos. La familia feliz
iba a refugiarse en la representación diplomática de Chile. Allí
esperaban conseguir un visado para embarcarse a las
Américas.
—Tendrán que esperar algún tiempo, ¿sabe?
—Tendremos paciencia.
Decía la mujer del abogado, resignadamente.
El consulado de Chile era como una ciudad refugio
dentro de la Villa Revolucionaria. Algunas casas particulares
ejercían parecidas funciones. Eran casas de postas, lugares
donde reponerse, recuperar fuerzas, conseguir el
salvoconducto necesario para seguir adelante, salvando las
aguas inclementes del mar rojo. La oficina consular era un
enclave resistente, un edificio solitario que trataba de
mantener su compostura a pesar de la decrepitud creciente de
Barcelona. El consulado de Chile se enseñoreaba y no perdía la
dignidad.
—Llegamos.
Traspasaron la verja del consulado.
—Adentro.
—Aprisa, hijitas.
La familia del abogado salió del coche. A trompicones,
pero salió. Unos trompicones que les ponían en el buen
camino. Andrés Miralles cogió un par de baúles que la familia
llevaba como equipaje; se puso un baúl sobre cada hombro.
Andrés Miralles hacía de chófer y de porteador.
—Eh, vosaltres!
Les increpaban.
—On aneu?
Que adónde iban, les gritó un miliciano de no sé qué
partido, mandándoles parar y tratando de impedirles el
derecho de asilo político. En ese preciso momento, Andrés
Miralles recuerda cómo soltó los baúles que llevaba sobre los
hombros y agarró de las manos a las dos niñas, llevándolas
volando hasta Chile. Fue un vuelo rápido y fugaz,
determinante para salvar sus vidas. Llegaron al porche que
había en la entrada del consulado, territorio chileno.
—Ya estamos a salvo…
—¡Qué va, estos disparan igual…!
—¡Adentro!
Había que meterse entre las cuatro paredes del edificio
para estar completamente seguros.
—Pues adentro del todo…
Y dentro del consulado les recibió el cónsul en persona.
Un detalle por su parte.
—Déjense de protocolos…
La situación no estaba para formalidades.
El interior de la oficina ofrecía un panorama que no
llevaba al entusiasmo precisamente. Una veintena de personas
se apilaba de mala manera en las dependencias consulares.
—Aquí estarán seguros…, a pesar de las estrecheces en
que vivimos y por las que les pedimos disculpas anticipadas.
—Ahora déjese usted de protocolos…
La mayor parte de los quintacolumnistas que operaban
en Barcelona eran simpatizantes de la Lliga, o de la CEDA, o
del Partido Radical, partidos políticos que se adhirieron al
Alzamiento entre agosto y octubre del 36.
El abogado y su familia se instalaron en uno de los
rincones de la oficina, apoyados en una pared.
El cónsul felicitaba a Andrés Miralles:
—Es usted demasiado eficaz en su trabajo…
Andrés no entendía eso de “demasiado”.
—Si sigue así de eficaz pronto no cabremos…
Los apilados se miraban entre sí y sonreían, dando las
gracias al cónsul chileno por su benevolencia. La bene volencia,
la buena voluntad, el querer bien. El cónsul se limitaba a
seguir las instrucciones del embajador de Chile en España,
Aurelio Núñez Morgado. Otros países, en cambio, optaron por
una neutralidad más estricta; como Inglaterra, que al principio
de la guerra se negó a dar asilo en su embajada a algunos
refugiados.
Andrés Miralles seguía hablando de su trabajo:
—Uno hace lo que puede…
Decía, con falsa modestia, con las manos en los bolsillos
y encogidos los hombros. Andrés Miralles era un piloto que
navegaba por las aguas del mar rojo, un bólido que atravesaba
la ciudad de cabo a rabo, que la cosía y la remendaba con sus
carreras. Andrés Miralles o un día en las carreras.
—Le esperamos un día de éstos…
Le decía el cónsul.
Andrés Miralles se ajustaba el uniforme de piloto de
carreras. A pesar del verano, había que mantener la
uniformidad y la disciplina, que, como la caridad, siempre
empieza por uno mismo.
—Ayúdenme con el coche.
Ahora empezaba la segunda parte de la operación
especial. La acción de salida, la reentré al caos, la marcha atrás.
El sorteo de las balas que seguro que le estaban esperando ahí
afuera. Toda ida tiene su vuelta, y ahora tocaba la vuelta al
volante. Un día en las carreras con Andrés Miralles.
—Me abren la puerta y salgo zumbando.
—Claro, chico.
Andrés se despedía de la familia del abogado y del resto
de los presentes, con un saludo multitudinario y afectuoso,
universal, católico (valga la redundancia). Les deseaba buena
suerte a todos; y ellos le devolvían los buenos deseos.
—Rezaremos por usted.
Le decía la mujer que había llevado en el último viaje, la
esposa del abogado, la madre de las hijas; la señora, la esposa,
la madre.
—Se lo agradezco mucho, señora. ¡A sus pies!
—¡Clac!
Taconazo y vuelta al ruedo.
A volver a rodar con el coche.
Los asistentes del consulado le abrían las puertas de la
verja. Los tiros no iban contra los ciudadanos chilenos, pues
podría crearse un conflicto internacional. A la República aún le
convenía mantener las apariencias, aparentar ante la
comunidad internacional que era una democracia ejemplar,
una doncella violada por unos facinerosos, facciosos, fascistas,
puaj. Entonces se llamaba fascista a todo el mundo. Incluso
Troski también era un fascista; y Andreu Nin, por supuesto,
otro fascista. Nin, un seguidor de Troski en plena revolución
rusa, que hasta allí se fue para presenciar el octubre rojo en
primera fila. ¿Dónde está Andreu Nin? En Salamanca o en Berlín,
decían de él, acusándolo de traidor a sueldo de Franco o del
partido nazi alemán.
Andrés Miralles salía volando del consulado de Chile;
traspasaba la verja y se marchaba a seguir con su oficio,
ingrato y heroico.

Pla y la señorita Enberg desayunaban con los dos vecinos


barceloneses, Héctor y Balaguer, un consumado
quintacolumnista (el primero) y un aspirante a serlo (el
segundo).
—Nos estamos organizando… —decía Héctor, mientras
miraba continuamente por la ventana—. Y eso contrasta con la
desorganización de los de ahí abajo.
—Pues menos mal que están desorganizados…
Para Josep Pla no era ningún consuelo el desorden de los
de ahí abajo. Del azar más absoluto solían salir los tiros más
certeros, más ordenadamente lineales y rectilíneos.
La señorita Enberg, sin embargo, no apuntaba tan alto en
sus apreciaciones. Que si el azar o el orden, la anarquía o la
jerarquía… Ella se limitaba a apreciar el pedazo de pan que
estaba mojando en el café con leche —o en el sucedáneo de
café con el sucedáneo de leche—. La señorita Enberg era
práctica y de poco filosofar.
Balaguer, en cambio, no dejaba de hacerse ilusiones
sobre sus evoluciones futuras en la quinta columna.
—Seré un voluntario del frente interior.
Quedaba bien decirlo ante los demás.
Balaguer era un especulativo bien dispuesto, un hombre
de buena y firme voluntad. Aunque tenía un pequeño
problema (o unos cien problemas): había un centenar de
pájaros revoloteando en su cabeza.
—La discreción es importante en nuestro trabajo… —
decía Héctor, mirando por la ventana y refiriéndose a la pareja
de prófugos. Éstos se sentían aludidos por las palabras de
Héctor y por los silencios sonoros de Balaguer. Los silencios
requerían de unos sonidos tranquilizadores:
—Tranquilo, podemos confiar en ellos. Por la cuenta que
les trae…
Pla y la señorita Enberg se miraban entre sí y son-reían
con humor negro. A falta de humor blanco…
El va y viene que Héctor se traía con los visillos ponía
nervioso al resto de los presentes. Héctor parecía la vecina
cotilla y chismosa que cotorrea y espía a los vecinos del barrio.
—¡Ya está aquí!
—¿Quién?
Pla preguntaba por algún vecino del barrio.
—Nuestro enlace.
Pla y Balaguer se asomaron a la ventana para confirmar
con la vista las palabras de Héctor. En la callejuela de ahí
abajo, frente a donde estaban, había aparcado una especie de
vehículo —más que un vehículo parecía un queso, del tipo que
ya sabéis— en cuyo interior estaba sentado quien ya sabéis.
Andrés Miralles aparecía enjuto y con pinta de ratón. El
hombre saludaba a los de arriba con la mano abierta, en pleno
y descarado desafío a la dictadura del puño cerrado.
—¡Ése es! ¡Vamos!
Los prófugos recogieron los cuatro bártulos y el par de
maletas acartonadas que llevaban como único equi-paje.
—Pues menos mal que es el único equipaje…
Decía Pla de las maletas. (Adi llevaba los bártulos.)
Y luego de expresada la queja, llegaba la hora de la
despedida, que debía ser necesariamente breve:
—Amigo Balaguer, ha sido usted muy amable.
—Cuídese, Pla. Espero que volvamos a vernos.
—Perfectamente. Que así sea.
Héctor también se despedía de la pareja, aunque se
quedaba en casa de Balaguer por el momento, para no llamar
la atención. Héctor el discreto ya saldría más tarde. Su labor
había sido clara y sencilla: indicarles quién era el enlace, una
simple confirmación visual.
—Con él estarán seguros.
—Gracias por todo.
Seguidamente los dos prófugos se adentraron en la
dictadura del proletariado que imperaba en la ciudad,
avanzaban por la avenida del camarada no sé qué.
Andrés Miralles los vio acercarse. Ni siquiera había
parado el motor del vehículo, para qué, no valía la pena, si
enseguida iban a llegar los dos prófugos, a los que diría, con
aire cotidiano:
—Bon día. ¿Adónde?
—Al exilio.

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