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Nombre

Revista: Boletín ICCI-ARY Rimay

Número y/o
Volúmen: N° 61

Nombre
Artículo: La Ciudadanía, un Concepto Occidental Peligroso

Autor
Artículo: i COLL, Agustí Nicolau

Extensión: 7 páginas

Año
Publicación: 2004

Editor: Instituto Científico de Culturas Indígenas

Link: http://icci.nativeweb.org/boletin/61/coll.html
LA CIUDADANIA, UN CONCEPTO OCCIDENTAL PELIGROSO(1)

Agustí Nicolau i Coll

En el proceso de redefinición de una nueva cultura de la ciudadanía, hay que preguntarse cual es
el lugar de la dimensión comunitaria, en tanto que esta es una dimensión constitutiva de la
identidad de todo ser humano. Sin ella este último no existe como tal, ya que le falta su
fundamento y su razón de existir. El ser humano es de entrada un ser comunitario y podríamos
afirmar que esta dimensión comunitaria es transcultural: es decir presente en todas las culturas.

Esta es la realidad más sólida y viva a través de la cual, desde siempre y en las culturas más
diversas las personas comparten y construyen su vida con los otros seres humanos, así como con
el cosmos y las divinidades.

Por el contrario, la ciudadanía es una realidad relativamente nueva, aparecida en un momento


concreto de la cultura occidental moderna (la Revolución Francesa). Podemos asimismo señalar
que en el mismo seno de las culturas occidentales la importancia dada a la ciudadanía puede
variar mucho de una cultura a otra. Ha devenido un punto de referencia mayor en la cultura
francesa pero lo es mucho menos, por ejemplo, en Cataluña. Si salimos del espacio occidental
observamos también que la importancia de la ciudadanía, como punto de referencia para
organizar la vida de las personas es muy relativa, cuando no (claramente) nociva.

Sin negar las consecuencias positivas que los conceptos de ciudadanía y ciudadano han podido
aportar a la sociedad, estamos forzados a aceptar que estos no son los únicos parámetros válidos
para asegurar una vida digna y plena a las personas.

Me parece pues, que una nueva cultura de la ciudadanía no (debería) olvidar la dimensión
comunitaria, queriendo simplemente reducir el (“canon comunitario”) al (“canon de la
ciudadanía”). Efectivamente, el primero precede y se encuentra en la base del segundo. Un tal
cambio de perspectiva requiere a la fuerza un despertar a la realidad comunitaria constitutiva de
nuestras vidas.

En este sentido voy a mostrar de entrada que a lado de los conceptos abstractos de individuo,
colectividad y cultura pública, (propios) de la cultura moderna de la ciudadanía, se encuentran
las experiencias vivas y existenciales de la persona, la comunidad y la cultura comunitaria
(propias) de la dimensión comunitaria del ser humano y de la realidad. A la vez, voy a abordar
la cuestión del pluralismo cultural y de la cohesión social desde la perspectiva de la cultura
comunitaria. Finalmente, vamos a explorar algunas pistas de acción para (emplazar) la
comunidad en el corazón de nuestra vida social.

Persona e individuo

Actualmente las palabras “persona” e “individuo” son utilizadas la mayor parte del tiempo
como sinónimos. Pero, de hecho, existe una diferencia esencial entre una y otra. El concepto de
individuo remite fundamentalmente al ser autónomo, que encuentra (su)justificación en si
mismo y que se constituye entorno a un conjunto de derechos a ejercer, deberes a cumplir, de
necesidades a (satisfacer), de impuestos a pagar… Funciona esencialmente sobre la base del
racionalismo y del funcionalismo. Identifica su ser con su pensar, su libertad con su capacidad
de escoger, su identidad con aquello que el hace y no con lo que es. El individuo, como ser
autónomo, (no tiene) de formar parte de una comunidad, sino de ser uno más, de forma
anónima, en el conjunto de la colectividad.
Este concepto de individuo autónomo, (propio) de la cultura occidental, se desarrolló
especialmente con la Modernidad y tuvo su consolidación legal con la Revolución Francesa(2).
Los aspectos positivos que la reivindicación de la individualidad ha podido tener frente a los
abusos de poder y los autoritarismos, no deben impedirnos de constatar, a la vez, que su
exaltación desmesurada nos ha llevado a un callejón sin salida.

El individualismo a ultranza se encuentra en la base del actual liberalismo económico, que se


interesa solo por los individuos en tanto que consumidores, de la misma manera que el estado se
interesa por ellos, en tanto que pagadores de impuestos y usuarios de servicios. La
desintegración y la exclusión social tienen entonces el campo libre, pues las solidaridades
comunitarias son ausentes o reducidas al mínimo en un espacio donde la autonomía individual
ha devenido el único horizonte de nuestra vida. Si la exclusión social a la cual nosotros
asistimos actualmente es en último término el fruto del liberalismo económico y de la ausencia
del estado en su compromiso con la sociedad, a un nivel más profundo encontramos también la
ideología del individuo autónomo en la raíz de este proceso. Sin ella, el liberalismo no podría
reducirnos a simples consumidores, ni el estado a estrictos números en un conjunto colectivo.
Será pues necesaria una revisión en profundidad de nuestra concepción del individuo autónomo
en su condición de fundamento de la sociedad.

Podemos empezar esta revisión tomando en consideración la realidad viviente de la persona,


que en lugar de fundarse principalmente sobre la autonomía, se funda sobre la dimensión
relacional y sobre la dimensión comunitaria. La persona es singular, y quien dice persona dice
nudo singular de relaciones. Implica una mirada más global que no se limita a sus derechos,
deberes, necesidades, impuestos, profesión, sino que comprende todas las dimensiones de su
existencia: sus creencias, sus valores, su visión del mundo, sus relaciones personales, sus
sueños, sus deseos, que no son vividos necesariamente en un espacio privado, sino compartidos
en un espacio comunitario. La persona responde a la cuestión: ¿quién eres tú?.

Por su especificidad que le es propia, la persona es miembro enteramente, no de una


colectividad abstracta y anónima de ciudadanos y ciudadanas, sino de una comunidad en la cual
se realiza, se da, recibe… En fin, más que pertenecer a una comunidad, la persona es esta
comunidad, la cual recrea el mundo en unas (continuaciones) únicas, no repetitivos y, a la vez,
sagrados.

Comunidad(3) y colectividad

De forma paralela a como he distinguido persona e individuo quiero hacer la distinción entre
colectividad y comunidad. La colectividad es un agregado de individuos. Tiene su fuerza y su
razón de ser en el número, en la ley de la mayoría. Más individuos hacen una colectividad más
fuerte, menos individuos hacen una colectividad más débil. Su definición es esencialmente
cuantitativa y es la base de esta cuantificación que la colectividad se organiza bajo la fórmula
del estado-nación. Lo que cuenta en una colectividad es menos la calidad de las (relaciones)
entre sus miembros y más el respeto de los derechos de cada uno y el acceso a los servicios
públicos.

Cuando se habla de la participación de los ciudadanos y ciudadanas en los asuntos de la


colectividad, no nos damos cuenta de que esta participación se ha vuelto difícil, casi imposible,
por el hecho de que el sentimiento de pertenencia no se ha desarrollado en primer término en
una dimensión comunitaria. No obstante, este sentimiento de pertenencia propio de todo ser
humano no se da solamente sobre un plano racional y objetivo: implica el ser entero, con todos
sus valores, creencias y símbolos. Estos son tan válidos y esenciales como todas las
constituciones y cartas de derechos y libertades que puedan imaginarse.
Cada comunidad humana está constituida no de individuos que tienen su autonomía singular
como horizonte de vida, sino de personas que, en sus relaciones interpersonales, construyen
unos lugares durables, profundos y a la vez espirituales con los otros miembros. Si el individuo
y la colectividad nos remiten a unos puntos perdidos en una masa uniformizante, la persona y la
comunidad nos hacen sobretodo pensar en los nudos de (una red): sin nudo (persona) no hay
(red) (comunidad); pero sin (red) no hay nudos. Toda comunidad humana encuentra su fuerza
en la calidad y la solidez de las relaciones que sus miembros establecen entre ellos. Su fuerza no
es numérica ni cuantitativa, sino cualitativa.

A diferencia de la ciudadanía y de la colectividad, la comunidad no se limita a las personas


actuales: puede también incluir los ancestros (por ejemplo, culturas africanas) como también
aquellos-as que aún no han nacido (por ejemplo, culturas indoamericanas). Puede ir más allá, en
muchísimos casos, la simple realidad humana para incluir la del cosmos (naturaleza) y la de los
dioses (lo divino). Las relaciones así establecidas incluyen finalmente toda la realidad viviente,
cosa que constituye la comunidad como menos antropocéntrica y más holística en su relación
con la realidad, y; pues, más ecológica en sus relaciones humanas.

Pero tristemente, la comunidad ha sido vista muchas veces como algo a (erradicar) ya que esta
sería un escollo para el pleno desarrollo del individuo. Este proceso ha sido muy bien descrito
por Bertrand Badie(4):

“La individualización de las relaciones sociales es considerada, desde la filosofía de las Luces,
y más aún con el evolucionismo del siglo XIX, como emancipadora y racionalizante: ella libera
progresivamente al individuo de las (allégeances) comunitarias, de la tutela de su grupo
natural de pertenencia y conduce a una socialización más libre y más crítica, ella lejana de una
voluntad natural de la cual es portador el grupo para sustituirla por una voluntad racional,
haciendo lugar para el cálculo y la evaluación (…). Según esta lectura, todo comunitarismo no
puede ser más residual, (vacío) de tradición y llamado a desaparecer: la gobernabilidad de los
sistemas políticos pasa por su reabsorción” (p.116-117).

Esta concepción negativa de la dimensión comunitaria ha sido compartida tanto por las
ideologías de derechas como de izquierdas en el espacio cultural occidental. Se trata de hecho
de un prejuicio propio de una parte del pensamiento occidental moderno.

Cultura comunitaria, cohesión social y pluralismo cultural

En la definición de una nueva ciudadanía, encontramos la preocupación por hacer frente al


desafío del pluralismo cultural, (con el fin de eliminar los riesgos) los posibles peligros para la
cohesión social que este podría comportar. Nos referimos entonces a una “cultura pública” que
es definida generalmente dentro del marco del Estado-Nación y que se identifica con el
gobierno, los poderes y el sector público incluyendo la sociedad civil en su conjunto.

Me parece de cualquier forma muy difícil el poder descifrar el desafío del pluralismo cultural
por una aproximación fundada solamente en la cultura pública común, pues esta, restando en el
interior del cuadro referencial del individuo y de la colectividad, acaba confundiendo la
cohesión social con la uniformización y la homogeneización. Se busca entonces las similitudes
para constituir un denominador común que aseguraría la paz social, esperando que las
diferencias van a desaparecer o, al menos, van a refugiarse en los espacios privados.

Pero si nos situamos en la perspectiva de la cultura comunitaria, comprendida como aquella que
es creada y desarrollada por las personas y las comunidades mismas a partir de su contexto vital,
y que está destinada a asegurarles una vida (desarrollada) en comunión con toda la realidad, la
visión de la cohesión social deviene radicalmente diferente. Esta sobretodo aparece como
estando fundada en la búsqueda de la solidaridad comunitaria, que tiene como objetivo facilitar,
menos en hacer entrar el mundo dentro de un marco determinado, que en asegurarle una vida
digna y plena. Una vida fundamentada en lo que son las personas y las comunidades, en sus
aspiraciones, en sus concepciones de la vida, sus visiones del mundo, sus conocimientos y sus
saberes. En este sentido podemos afirmar que las comunidades poseen unas culturas
económicas, educativas, sociales, médicas, judiciales… las cuales no tienen porque concordar a
la fuerza con las orientaciones del Estado y de la cultura ciudadana.

La cohesión social tiene necesidad de la pertinencia comunitaria de las personas, ya que ésta da
un espacio de socialización personalizado, concreto y no anónimo, ligado no a principios
abstractos, lejanos y uniformizantes, sino a relaciones verdaderas; todo encuadrado en una cierta
visión del mundo y de la vida humana. Es a partir de esta pertenencia que las personas pueden
establecer relaciones con otras personas que no comparten la misma pertenencia comunitaria. Es
dentro del (interfaces) de esta relación que puede fundarse la cohesión social; y no en la
negación de alguna de estas pertenencias en pro de una resolución abstracta, objetiva, racional y
estandarizante. El horizonte hacia el cual uno se orienta deviene entonces menos el de definir un
denominador común que el de establecer los espacios y los lugares de diálogo y de intercambio
entre las diferentes comunidades.

Si el diálogo tiene lugar, se asistirá -seguro- a un enriquecimiento mutuo entre las diferentes
culturas comunitarias que transformará a todas sin estar en condiciones de prever que caminos
van a tomar estas transformaciones. Es en esta orientación de diálogo que se sitúa el
desafiamiento del pluralismo cultural, y no a través de la integración dentro de un cuadro legal y
racional.

Hay que señalar que esta cuestión de pluralismo cultural no concierne exclusivamente las
relaciones de las “comunidades culturales” con la “sociedad de acogida”, sino también las
diferentes concepciones y visiones de la vida que se pueden encontrar en la misma “sociedad de
acogida”. Se da por descontado muchas veces que esta es homogénea en sus valores y sus
concepciones de la vida y del mundo, cosa que no es tal.

Por desgracia, la omnipresencia del Estado-Nación y de la cultura pública de la ciudadanía ha


hecho desaparecer o ha reemplazado en gran parte en Occidente la presencia de las culturas
comunitarias, cosa que las convierte en poco o nada visibles. Por contra, observando la realidad
de otras culturas menos modernas, podemos constatar que las dinámicas comunitarias están en
la base de la dinámica de la sociedad, mucho más que el estado y la cultura de la ciudadanía(5).
La presencia en Québec de otras comunidades distintas a las de origen occidental moderno,
junto con la crisis del Estado como modelo de organización de la vida social, podría servir al
reforzamiento de las culturas comunitarias de aquí.

Exclusión social y exclusión comunitaria

Otra preocupación que encontramos en el momento de redefinir una nueva ciudadanía es la de


la exclusión social, que hace rabiar actualmente tanto en el Norte como en el Sur, especialmente
por el medio de la exclusión económica. La pobreza y la miseria devienen, cada vez más,
realidades sociales incontrolables. Esta exclusión es ciertamente el resultado –en gran medida-
de la falta de respeto al contrato social, por parte del liberalismo económico y del Estado-
Nación, pero la simple formulación de un nuevo contrato social en el marco de una nueva
ciudadanía me parece insuficiente. Es necesario, a mi entender, ir más lejos y tener el coraje de
plantearse tres cuestiones esenciales:

¿la ideología del individuo, de la autonomía, de la colectividad y de la cultura pública del


Estado-Nación no es la fuente misma de esta exclusión? ¿ podemos tener como alternativa la
pertenencia comunitaria como siendo el proceso por el cual oponerse esta exclusión, dando a las
personas un espacio de realización y desarrollo personal? ¿ podemos preveer incluir en el
análisis de la exclusión social otros elementos que depasan la dimensión económica, como
serían la exclusión en relación a la naturaleza (por voluntad de dominación); los ancestros (por
la creencia que el mundo comienza con nosotros); la dimensión espiritual (por la convicción que
nosotros somos el principio y el fin de toda cosa); al Ser (por la pulsión de controlarlo todo); a
la dimensión contemplativa (por la voluntad de comprenderlo todo por la simple razón)?.

Analizando los factores que se encuentran en el origen de la exclusión y de la desintegración


social, habría que poner mayor atención en el sitio que tiene la destrucción de las pertenencias y
de las relaciones comunitarias propias de toda sociedad moderna. Esta destrucción coincide con
el inicio de la cultura pública del Estado-Nación en todas las dimensiones de la vida social,
sustituyendo las iniciativas comunitarias de la base. Este proceso de destrucción, más antiguo en
las sociedades occidentales, es ahora activo en muchas sociedades de los países del Sur, con los
resultados negativos que esto conlleva(6). La exclusión comunitaria corta las raíces de la persona
con su comunidad y la sitúa sola frente a la “megamáquina” del estado y de la economía de
mercado: el camino de la exclusión social está entonces ampliamente abierto.

La reconstrucción de la dimensión personal y comunitaria conlleva una cierta garantía de


resistencia frente a la exclusión social y económica, ya que de entrada la persona no queda
reducida a un simple consumidor o usuario de servicios. Ella puede ser sostenida por su
comunidad por los espacios de solidaridad. En ciertos casos, hasta las iniciativas comunitarias
pueden sustituir las leyes del mercado y las de los estados(7). En la práctica esto quiere decir que
en muchas de las iniciativas de resistencia frente a la ausencia de compromiso del estado y de
los ciudadanos en muchos aspectos, deberá promoverse también iniciativas de reconstrucción y
de redefinición de los espacios de pertenencia comunitaria.

No debería (de cualquier modo) reducirse la pertenencia comunitaria a una simple estrategia
para hacer a los problemas económicos, ya que esta comprende el ser en su globalidad. Es por
esto que debe velar por el hecho de que la pertenencia comunitaria abarca las distintas
dimensiones de la realidad, es decir, lo humano, lo cósmico y lo divino. Es en la relación entre
estas tres dimensiones que la comunidad, en su totalidad, encuentra su fuerza y su vitalidad.

Si somos capaces de abrirnos a esta perspectiva, podemos ser capaces de descubrir que la
exclusión socio-económica no es nada más que el resultado de una exclusión más profunda, que
divide y fragmenta la realidad. La confianza de las dimensiones personales y comunitarias
deberían permitirnos recomponer esta realidad fragmentada para que la economía, la política, la
justicia social, la espiritualidad, el trabajo, la fiesta, no continúen siendo mundos separados en
perpetua confrontación.

La pertenencia comunitaria en el corazón de la ciudadanía: algunas pistas de acción

La reconstrucción de la pertenencia comunitaria nos aparece como una condición (a priori) en


toda reformulación de la ciudadanía. Debería dejarse de hacer de la cultura de la ciudadanía, del
Estado-Nación y del desarrollo el primer punto de referencia de nuestra vida social, con el fin de
situar la vida comunitaria y, pues, la persona y toda la realidad comunitaria. La cultura de la
ciudadanía sería entonces una dimensión, ciertamente útil, pero secundaria respecto a la
primera.

La persona y la comunidad, antes que el individuo y la colectividad, deberían ser los principales
puntos de referencia en los programas de educación(8). Esto quiere decir, entre otras cosas, que
además de hablar de derechos, libertades y responsabilidades, deberá hablarse también de las
raíces, de las relaciones personales, de las creencias, de los valores, de los mitos, de la visión del
mundo, de la concepción, de la dignidad y de la buena vida, de los saberes y de las prácticas
comunitarias…
La autonomía personal no debería ser situada como el objetivo esencial de la vida humana para
adoptar la solidaridad comunitaria, comprendida no como algo simplemente utilitarista, sino
esencialmente humano, como formando parte del orden normal e intrínseco de las cosas. Esta
solidaridad debería (oponerse tanto a) la exclusión social como la exclusión cósmica (de la
naturaleza) y aún la exclusión espiritual. Como nos dicen desde siglos los autóctonos de
América del Norte, todos (hombres, animales, plantas, tierra, estrellas, espíritus) somos parte
del gran círculo de la existencia, que incluye toda la realidad.

La definición de lo comunitario no debería ser reducida a un conjunto de servicios ofrecidos por


organismos no gubernamentales y las distintas iniciativas comunitarias no deberían ser
concebidas solo como soluciones puntuales a problemas específicos. Estas iniciativas pueden
devenir alternativas radicales y permanentes a la cultura dominante del desarrollo y del
progreso(9). La crisis del Estado-providencia, (a pesar de todo su) negativo, puede representar
una excelente oportunidad para relanzarlas.

Las iniciativas y estrategias comunitarias de las culturas no occidentales no deberían ser vistas
como un peligro para la cohesión social, sino sobretodo como una ocasión de enriquecimiento
cultural para hacer frente a todo tipo de exclusiones. En lugar de la simple integración de estas
culturas a la cultura dominante de la ciudadanía del Estado-nación, debería establecerse un
diálogo activo sobre los saberes y prácticas presentes en estas comunidades, a partir del cual se
podría, si fuera necesario, establecer una cultura pública común.

El reforzamiento de los espacios e iniciativas comunitarias a todos los niveles (barrios, pueblos,-
clases sociales, de situación-económico, escolar) será al menos tan importante como la
formulación de nuevas leyes y de otros mecanismos legales (pueden ser necesarios como son).

En definitiva se trata de resucitar la comunidad y la persona en el corazón de nuestra vida social,


subordinando a ellas la ciudadanía, el Estado-nación y el desarrollo. Un desafío creador nos
espera.

Notas

1. Este artículo fue publicado por el autor en “Options CEQ”, no.11, automne 1994.

2. Para ver información detallada entorno a la configuración de la identidad individual en la


cultura occidental, ver el libro del antropólogo Louis Dumont, Essais sur l’individualisme.Une
perspective anthropologique sur l’idéologie moderne, París, 1983, Seuil (Collection Esprit).

3. Tristemente hemos asistido en los últimos 15-20 años a una utilización abusiva de la palabra
comunidad, hasta el punto que es actualmente vacía de sentido. En este artículo entiendo
principalmente por comunidad una realidad humana, constituída por personas que han
construido unos espacios relacionales durables y que comparten, bien un mismo origen familiar
o étnico, una misma visión del mundo, un proyecto de vida, una lengua, una historia común, una
religión.

4. BADIE, Bertrand, L’État importé. L’occidentalisation de l’ordre politique, (París), Éd.


Fayard, 1992.

5. Cf. Gustavo ESTEVA, “Une nouvelle source d’espoir: les marginaux”, en Interculture,
vol.XXVI,no.119, (Montréal), Institut Interculturel de Montréal, 1993. En este artículo el autor
analiza, a partir del barrio de Tepito, las posibilidades y límites de las dinámicas comunitarias
para hacer frente a la exclusión y a la desintegración social.
6. Cf. BADIE, op.cit., para un análisis detallado de la fallida de la exportación del Estado-
nación a las sociedades no occidentales, especialmente en Africa.

7. Cf. Los distintos cuadernos de la serie “Alternativas endógenas y vernaculares” de la revista


Intercultural editada por el Instituto Intercultural de Montréal, 4917, rue St-Urbain, Montréal
(Québec), H2T 2W1.

8. Cf. el artículo de Sally BURNS, “Citizenship or Community Understanding?_The Welsh


Alternative”, en el cual se presenta un estudio comparativo entre dos documentos de uso
escolar, uno del País de Gales, fundado sobre la comunidad, el otro de Inglaterra, fundado sobre
la ciudadanía. La conclusión del autor es que el documento del País de Gales está mejor
preparado para sensibilizar a los niños para la vida comunitaria con todas las implicaciones de
actitudes activas que esta conlleva, mientras que el de Inglaterra comporta una educación más
pasiva de aceptación del statu quo y de las leyes que (en découlent).

9. En este sentido cabe señalar que en distintos países del Sur, frente a diversas situaciones
socio-económicas insostenibles, y vista la fallida del estado importado del Norte, la gente
retoma iniciativas enraizadas en las comunidades, reivindicando a la vez las propias tradiciones
y creando así nuevas formas de solidaridad comunitaria. Ver el libro de Emmanuel N’Dione
Dakar, une societé en grappe, (París/Dakar), Karthala/enda-Graf-Sahel, 1992.

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