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Conversaciones:

Dr. ENRIQUE BACIGALUPO ZAPATER


Por Jesús Barquín Sanz

El doctor Enrique Bacigalupo nació en Buenos Aires, donde


comenzó su trayectoria científica como discípulo del profesor Luis
Jiménez de Asúa. Posteriormente, las circunstancias trágicas por
las que pasó la Argentina a partir de la década de los setenta
determinaron que desarrollara un segundo tramo de su carrera
académica en Alemania, fundamentalmente en la Universidad de
Bonn, hasta que se incorporó a la Universidad Complutense de
Madrid en 1978. Desde 1986 es catedrático de Derecho Penal y
desde 1987 de modo ininterrumpido hasta el presente es
Magistrado de la Sala Segunda del Tribunal Supremo (España), alta
responsabilidad que ha desempeñado al tiempo que mantenido una
incesante actividad investigadora y académica durante todos estos
años.
Además de su ingente producción en el Tribunal Supremo, que
constituye una referencia insoslayable en la jurisprudencia penal
española de, al menos, la última década del siglo XX, el profesor
Bacigalupo es autor de una veintena de libros y más de un centenar
artículos publicados en España, Alemania, Argentina y otros países.
De entre los primeros, cabe destacar su laureada tesis doctoral
Delitos impropios de omisión (dos ediciones: 1970 y 1983), Delito y
punibilidad (1983 y 1999), o los Principios de Derecho Penal (cinco
ediciones desde 1985 hasta 1998).
Esta conversación se grabó el día 12 de diciembre de 2001 en el
despacho que el magistrado Bacigalupo ocupa en la sede del
Tribunal Supremo en Madrid, en un encuentro que nos dio
nuevamente ocasión de comprobar que la calidad científica y la
calidez humana son virtudes que suelen ir de la mano.

JB: Quizás el rasgo más característico de su trayectoria académica


sea la circunstancia de haberla desarrollado sucesivamente en tres
países diferentes: Argentina, Alemania y España. Y, en cierto
sentido, teniendo que recorrer más de una vez el mismo camino.
EB: Es cierto. Comencé mi carrera académica en 1958 en la
Universidad de Buenos Aires, como ayudante primero y asistente
después de don Luis Jiménez de Asúa, que era director del Instituto
de Derecho Penal y Criminología. Mi relación con él fue muy
estrecha y cotidiana y se prolongó hasta su muerte el 26 de
noviembre de 1970. Fueron doce años de una relación discipular
extraordinariamente intensa.
Luego, mi carrera fue alterada por los sucesos políticos argentinos
y las intervenciones de los gobiernos militares en la universidad. En
el año 1966, Jiménez de Asúa renunció a su puesto en la
universidad protestando por una salvaje intervención del gobierno
militar y todos sus asistentes renunciamos con él. Posteriormente,
en 1971, obtuve una plaza de profesor ordinario, si bien desde 1967
hasta 1971 estuve la mayor parte del tiempo en Bonn. En 1974, se
produjo otra situación académica, cuando el gobierno de Isabel
Martínez, la mujer de Perón, “depuró”, por utilizar una expresión que
es bien conocida en la experiencia histórica española, una lista de
profesores de la universidad de Buenos Aires. Entonces volví a
Alemania. En 1984, durante el gobierno presidido por Raúl
Alfonsín, se declaró la ilegalidad del cese que me había perjudicado
diez años antes.
En esta nueva estancia en Alemania permanecí hasta 1978, en la
Universidad de Bonn y, en parte, también en el Instituto Max Planck
en Friburgo, dedicado exclusivamente a tareas académicas. Tenía
lo que llaman en Alemania un Lehrauftrag en la Universidad de
Bonn, por lo que daba dos clases semanales de Derecho penal
sobre temas específicos y el resto del tiempo lo dedicaba a trabajos
que publiqué más adelante. Por ejemplo, Delito y punibilidad, que
constituyó mi tesis doctoral española.
JB: ¿Por qué se doctoró por segunda vez?
EB: Mis dos doctorados se vieron perturbados por razones
burocráticas. Cuando terminé la licenciatura en Buenos Aires, la
Universidad había suspendido los estudios de doctorado y tuvieron
que pasar ocho años para que los reimplantara. En España, las
trabas burocráticas a un doctorado extranjero eran interminables.
Teniendo en cuenta las circunstancias, un segundo doctorado era la
solución más simple, pues no obstante los tratados internacionales
sobre reconocimiento de títulos argentinos, de facto, el Ministerio no
me reconocía mi título de doctor de la Universidad de Buenos Aires,
que había obtenido con Delitos impropios de omisión. Así que,
como le dije, utilicé parte de lo que había trabajado en Alemania e
hice un nuevo doctorado en la Universidad Complutense de Madrid.
De esa manera pude concurrir a la oposiciones para profesor
titular, todavía con el viejo sistema. Luego el Consejo de
Universidades me dispensó de esperar tres años para acceder a
una cátedra y oposité a la primera que se convocó, en la
Universidad de Barcelona con destino en Lérida, la cual obtuve por
unanimidad. Desde 1984 hasta 1987 fui letrado del Tribunal
Constitucional y desde el 20 de noviembre de ese mismo año soy
magistrado de la Sala Segunda del Tribunal Supremo.
JB: ¿Hasta qué punto están ligadas su actividad jurisdiccional y su
trayectoria científica?
EB: Tienen mucho que ver porque, en primer lugar, soy
magistrado por ser catedrático; ingresé por el llamado quinto turno,
que muchos creen un invento reciente, pero que siempre existió en
el TS y es el procedimiento por el que fueron designados
Magistrados de la sala de lo Penal D. José Antón Oneca y D.
Antonio Quintano Ripollés, entre otros. Y, en segundo lugar, porque
he aprendido muchísimo como letrado del Tribunal Constitucional y
en los años que llevo en el Tribunal Supremo. Creo que han sido los
años de mayor originalidad en mis trabajos precisamente por la
influencia de la experiencia práctica.
JB: Tengo la impresión de que el trabajo cotidiano en el Tribunal
Supremo es más cercano al propio del investigador científico en
cuanto al planteamiento de los problemas dogmáticos que, por
ejemplo, a la tarea más apegada a los hechos de un juez de
instrucción.
EB: Seguramente es así, aunque pienso que los jueces de
instrucción y los jueces de instancia deben también tener una
preocupación dogmática: por ejemplo, admitir a trámite una querella
lleva consigo un juicio sobre la tipicidad de los hechos denunciados,
que no se puede hacer sin un conocimiento de los tipos penales
aplicables al caso.
Precisamente Jakobs me preguntaba un día cómo podía
compatibilizar mis obligaciones en la Sala Segunda del Tribunal
Supremo con el trabajo sobre cuestiones dogmáticas y le respondí
que no son dos cosas distintas. Aquí estamos constantemente
preocupados por los conceptos dogmáticos empleados en las
resoluciones. Seguramente muchas veces nos equivocaremos y
algunas sentencias puede que no sean acertadas desde el punto
de vista dogmático. Otras serán al menos discutibles. Lo mismo
ocurre con la producción teórica de las universidades. Pero mi tarea
aquí no es distinta de la que tendría que desempeñar si estuviera
exclusivamente en la Universidad. En el recurso de casación,
numéricamente la tarea más significativa del Tribunal Supremo, no
es posible introducirse en las llamadas cuestiones de hecho, por lo
tanto no hay más trabajo que el dogmático y la subsunción. Con
una ventaja sobre la universidad: no tenemos la separación
absolutamente rígida entre el Derecho Penal y el Derecho Procesal
vigente en ésta. Yo he tenido la suerte de poder ocuparme no sólo
del Derecho Penal sustantivo sino también del Derecho Procesal
Penal, de los aspectos constitucionales del Derecho Penal e
incluso, en menor escala, del Derecho Penal de ejecución.
En el fondo, no hago más que poner en práctica una idea
fundamental de Jiménez de Asúa con respecto a la formación de
sus discípulos: que lo importante no es sólo la teoría del delito
(aunque así pueda parecer al examinar su obra), sino el sistema
penal en general. Jiménez de Asúa tenía una gran preocupación por
la utilización procesal de los conceptos de la teoría del delito. A él
debo agradecerle que nos obligara a estudiar temas como el del
Derecho Penal Internacional, por ejemplo, que a mí en particular me
parecían entonces menos interesantes, hasta que escuché cuatro
conferencias que dio en el Instituto de Extensión Universitaria de la
Universidad de Buenos Aires. Todas las cuestiones de competencia
que se resuelven en el Tribunal Supremo se basan en idénticos
fundamentos que los que informan el Derecho Penal Internacional
que, en definitiva, se ocupa de los conflictos de leyes por el lugar de
comisión del delito o por la nacionalidad del autor. Para él lo
importante era abarcar un espectro muy amplio y debo decir que mi
experiencia aquí me ha permitido o, mejor dicho, me ha exigido no
apartarme de ese ideal de formación.
JB: ¿Cómo era Jiménez de Asúa personalmente? Ya debía de ser
mayor cuando usted lo conoció.
EB:. Yo lo conocí con 66 o 67 años y su fuerza vital y su
capacidad de trabajo eran abrumadoras. Murió con casi 82 años,
pero hasta una semana antes de morir mantuvo unas energías
envidiables. Él siempre trabajaba y escribía mucho más que todos
nosotros. La transmisión oral de su magisterio era más importante
que todo el Tratado en su conjunto. Hay que decir que como
maestro era muy exigente, sobre todo con la prosa jurídica, que
tenía un valor muy importante para él. A menudo contaba que los
primeros intentos de Rodríguez Muñoz, tanto desde el punto de
vista oral como escrito, eran muy malos y cómo Rodríguez Muñoz,
impelido por la estricta importancia que a estas cosas le daba
Jiménez de Asúa, llegó a ser el muy buen escritor de Derecho Penal
que evidentemente fue. También creo que fue un brillante orador,
pero nunca tuve ocasión de escucharlo hablar, porque había
fallecido nueve años antes de mi primera visita a España en 1963.
JB: ¿Percibió durante aquellos años en que compartió el día a día
con Jiménez de Asúa una relación fluida con España?
EB: Tremendamente fluida. Él mantenía una relación muy
estrecha y afectuosa con Quintano, y muchos contactos con Juan
del Rosal, que era su abogado y apoderado para los problemas
derivados de las confiscaciones y la persecución a que se le
sometió tras la caída de la República. Tenía también mucha relación
con la gente joven, inclusive en épocas duras aquí. En su biblioteca,
que está en el Instituto de Criminología de la Universidad
Complutense, se pueden encontrar volúmenes enviados por
profesores entonces jóvenes, lógicamente con dedicatorias que no
pudieran comprometerlos. Vale la pena ver esos libros, hoy
afortunadamente al alcance de todos.
JB: También trabajó en Bonn directamente con Welzel en una
época de cierta disgregación del finalismo.
EB: Welzel es mi otro maestro. Fue una influencia muy importante.
Cuando yo llegué a Bonn, la escuela del finalismo estaba en una
etapa que llamaría más bien de desarrollo y transformación.
Stratenwerth ya había dado pasos importantes y se veía que
Jakobs, todavía asistente, no era exactamente un continuador
repetitivo de Welzel, sino un continuador en una línea muy
innovadora. Por otra parte, en aquella época, lo que se podía
llamar ontologismo, en el sentido en que lo había concebido Welzel
en la década de los treinta y desarrollado entre el cuarenta y el
cincuenta, ya era algo en cierto sentido superado internamente. En
este sentido, es importante un libro que no ha sido tomado
suficientemente en cuenta: el de Zielinski, que es la versión más
extrema de una concepción subjetiva del injusto, pero que, al
explicar el fundamento de la distinción entre la acción y los
elementos relevantes para la conciencia de la antijuridicidad en el
ámbito de la culpabilidad, deja ver con claridad que la separación no
tiene un fundamento ontológico.
Armin Kaufmann postulaba, sobre todo en el artículo del homenaje
a Welzel, una posición de subjetivismo probablemente menos
extremo que el de Zielinski, pero de todos modos llevado hasta sus
últimas consecuencias (probablemente ésta era la característica
principal de su pensamiento: llevar las ideas a sus últimas
consecuencias con un rigor lógico notable) y, cuando hace este
desarrollo, pone en tela de juicio lo que Zielinski dice al respecto.
Por supuesto, en este sentido la de Stratenwerth era una línea que
a cualquiera le obligaba a plantearse qué era lo que quedaba a
principios y mediados de los años sesenta del ontologicismo inicial
dentro de la propia escuela de Welzel.
También habían aparecido algunos elementos que el propio
Welzel habría querido repensar. Recuerdo que Welzel lo primero
que me dijo al comenzar mi trabajo en su seminario fue que leyera
un artículo sobre el problema de los automatismos en la acción.
Luego apareció el libro de Schewe, al que Stratenwerth se refiere
especialmente en el homenaje a Welzel. Es un tema que para la
teoría finalista constituía una verdadera complicación que, en el
fondo, me parece que ha llevado lentamente a revisiones de la
teoría de la acción que de una u otra manera desembocan en la
teoría negativa de la acción. Esto es, que en el fondo lo que hay son
omisiones en posición de garante. Herzberg comienza con esa
línea, que sigue algún discípulo de Jescheck. Stratenwerth, Jakobs
y los demás se oponen básicamente a una teoría negativa de la
acción, pero cuando uno va a los resultados, es preciso reconocer
que la idea de evitabilidad, en el fondo, conduce a gran parte de las
consecuencias de la teoría negativa de la acción: el sujeto no evitó
lo que debía evitar en posición de garante.
Estos aspectos me parece que deberían servir, primero, para
comprender que, por lo menos en la conversación personal y en
algunos seminarios de Welzel, él estaba preocupado por el tema.
En segundo lugar, dentro de la escuela de Welzel, empezando por
el propio Stratenwerth, al tratar las cuestiones de los automatismos
(tanto en su artículo para el homenaje a Welzel como en las cuatro
ediciones de su Lehrbuch), éste era un tema importante que
debería todavía ser profundizado para comprender los últimos
desarrollos de la teoría de la acción. El tema, sin embargo, no ha
sido motivo de grandes investigaciones entre nosotros.
JB: ¿Cómo cabe situar a Jakobs con respecto a Welzel?
EB: Cuando yo llegué a Bonn, Jakobs era asistente, como
también lo eran entonces Schreiber, Loos, Zielinski, que era
asistente de Kaufmann. Jakobs devino un discípulo heterodoxo que,
de todas formas, no puede explicarse sin el presupuesto de Welzel.
Algunos puntos fundamentales del pensamiento de Welzel, como la
adecuación social, son de gran trascendencia en el pensamiento de
Jakobs. Y sin eso, sin la idea de estudiar y desarrollar la adecuación
social desde puntos de vista novedosos, me parece que Jakobs no
sería comprensible. Hay, de todos modos, una diferencia en la
teoría de la pena: Welzel no postulaba una teoría preventivo general
(positiva). Pero ¿ hasta qué punto esta diferencia es esencial en el
pensamiento de ambos?
JB: ¿A qué atribuye que la construcción teórica de Jakobs no
encuentre tanto eco en Alemania, a diferencia de lo que ocurre en
otros países?
EB: No pienso que sea exacto que hoy en día el pensamiento de
Jakobs esté aislado en Alemania, pues ¿quién hay que no siga,
dentro del pensamiento alemán, la teoría de la prevención general
positiva en versión Hassemer, en versión Jakobs, en versión
Kindhäuser? Todos estos casos son esfuerzos de realización de
una dogmática basada en esa teoría de la pena. El propio Roxin no
ha presentado gran resistencia, a pesar de ser quien encarnó la
transformación de la dogmática de Welzel en otra más orientada a
la finalidad instrumental de la pena. Me parece que éste ha sido un
gesto de gran madurez en su pensamiento.
JB: ¿Ya entonces había una cercanía entre las posiciones de
Jakobs y las suyas o, hasta llegar al punto actual en el que se
aprecia un paralelismo notorio entre sus posiciones y el
funcionalismo sistémico tal como Jakobs lo aplica a la dogmática, el
proceso de identificación se ha producido de forma gradual?
EB: Gran parte de los seminarios que hizo Welzel en su última
etapa eran sobre filosofía del derecho, con lo que se trataban los
temas nucleares, metodológicos: la libertad de voluntad, el
problema de la posibilidad de un conocimiento libre de valoraciones,
a través de reflexiones de Loos, de Schreiber y del propio Jakobs.
En esos seminarios aprendí o por lo menos vislumbré que había
una problemática detrás del Derecho Penal que iba a conducir a
reformas importantes del pensamiento. ¿Cuándo se produce en mí
la convergencia? Tengo que pensarlo. También estuve en
muchísimos seminarios de Armin Kaufmann, pero su línea de
trabajo nunca me resultó convincente. Si se considera mi crítica a la
tesis de Kaufmann en la teoría de las normas, que está expuesta en
Delito y punibilidad, creo que se verá que nunca me convenció esa
línea. Por supuesto, tampoco la de Hirsch, que no es una línea
diferente de la de Kaufmann, sino, más bien, una custodia ortodoxa,
un esfuerzo de gran valor por demostrar que es innecesario
cambiar. Debo reconocer que he aprendido mucho de Kaufmann,
que era un dogmático excepcional, con una inteligencia
poderosísima. Pero siempre tuve inclinación a las renovaciones que
me parecían imprescindibles dentro del finalismo. Yo ya pertenecía
a otra generación. Uno de los temas básicos de mi preocupación
era precisamente la estructura del sistema y, en este sentido, la
distinción entre lo que corresponde a lo ilícito como elemento de la
acción y lo que corresponde a la culpabilidad. Eso, que es uno de
los puntos nucleares de la concepción ontologicista de Welzel,
siempre tenía respuestas que no eran ontológicas, al menos en un
sentido primario de la palabra. Kaufmann me sugirió como tema de
investigación la cuestión de la punibilidad, que él había vislumbrado
en su teoría de las normas. Mis conclusiones fueron completamente
diversas de lo que Kaufmann esperaba y ponían en duda sus
propias concepciones sobre la estructura de la teoría del delito.
Siempre me pareció que, en realidad, sus explicaciones deberían
haberlo conducido a la teoría limitada de la culpabilidad en materia
de error de prohibición, una teoría que yo, como él y como Welzel,
en verdad no compartía. Mi tesis sobre el error de punibilidad no
podía ser compartida por Kaufmann, pero tenían un germen que
permitía acercarse a Jakobs, aunque quizás sin saberlo.
JB: También cabe plantearse: ¿a qué nos referimos cuando
decimos ‘ontología’?
EB: En una primera aproximación hablamos de ontología para
referirnos a las cosas tal como son. En el contexto de la teoría
finalista, entiendo que ontología significaba considerar que el ser de
la acción humana era el definido por las ciencias de la acción
humana en una época del pensamiento en la que lo humano se
caracterizaba por su diferencia específica respecto de lo natural, y
por lo tanto de la mera causalidad. No hay que olvidar que antes de
1920 ya Max Weber definía la acción humana en términos
perfectamente compatibles con el finalismo. En aquellos tiempos, el
contacto con la filosofía de Nicolai Hartmann constituía un buen
referente para estos temas, sobre todo su Ética y su ontología. El
ontologismo de Welzel, por otra parte, se debe completar con una
premisa metodológica básica: las normas, con su valoración de la
acción, no transforman el ser de ésta, por lo que no puede haber
un concepto “jurídico” de acción distinto del concepto de la acción
de las ciencias específicas. Este punto central en el pensamiento de
Welzel desde el principio, fue desarrollado especialmente en la
polémica con Mezger. Si uno admite que la ciencia no tiene puntos
de partida demostrables y excluyentes, como lo sostiene Popper y
gran parte de la filosofía actual, creo que no hay que escandalizarse
por el paso del ontologismo al normativismo. Ambos son puntos de
partida legítimos: nadie puede asegurar que partir de la estructura
de la forma del comportamiento (acción y omisión) sea más legítimo
que partir de las estructuras normativas (responsabilidad por la
propia organización y responsabilidad institucional).
JB: En sus Principios, al argumentar a favor de la prevención
general positiva en la versión cercana a Jakobs que usted defiende,
subraya como una de sus principales ventajas la de que esta teoría
permite superar cualquier crítica relativa a la falta de verificación
empírica. Esto se debe lógicamente a que en un discurso
puramente normativo la verificación empírica no tiene nada que
decir. ¿No es ésta una forma de rehuir el problema de para qué
sirven y para qué se emplean de hecho las penas encapsulándolo,
aislándolo de la realidad social y resolviéndolo en un ámbito
cerrado que no rinde cuentas a nada ni a nadie?
EB: Cada vez me parece más difícil saber qué es la realidad,
porque cada vez es más difícil separar el sujeto del objeto. No
obstante creo que la teoría de la prevención general positiva no se
aísla de la “realidad” social. Tal vez todo lo contrario: si las teorías
de la prevención especial no han logrado ninguna comprobación
empírica razonable que las legitime, cabe preguntarse ¿cuál es la
realidad a la que nos acercan? ¿En qué se diferencian de las
teorías que renuncian a la comprobación empírica? Probablemente
sólo en la intensidad con la que permiten sostener la esperanza de
abolición del derecho penal. Probablemente ni siquiera en ello, pues
me parece que sería erróneo creer que la teoría de la prevención
general positiva no deja espacio para tales esperanzas. Aunque
pueda parecer que la cuestión va más allá del objeto de la pregunta,
no hay que olvidar que la prevención especial sirvió para extender
el ámbito del Derecho Penal, limitando correlativamente la libertad,
aunque sea de manera plausible. No creo que en estos momentos
se pudiera pensar en una política criminal sin medidas de
seguridad. Pero deberíamos reiniciar a la luz de la nueva situación
científica una discusión que en Alemania Köhler, entre otros, ha
puesto nuevamente sobre el tapete y que, entre nosotros, ha
contado con valiosos antecedentes. Más aun si tenemos en cuenta
que ya se está hablando de sistemas de triple o de cuádruple vía.
Son temas básicos, en el sentido de que a partir de ellos se
construye un sistema. Quien hoy en día esté dispuesto a cuestionar
el desarrollo del Derecho Penal bajo la influencia -larguísima en el
tiempo, más de cincuenta años- de las teorías de la prevención
especial (creo que Jiménez de Asúa lo comprendió en su última
época, cuando reelaboró el concepto de culpabilidad) debe
plantearse estas cuestiones, que están pendientes de una reflexión
profunda. La regulación en el CP 1995 de las medidas de seguridad
así lo demuestra, pues las decisiones político criminales que las
sostienen no son totalmente convincentes.
JB: Por otra parte, apenas si se están aplicando.
EB: Desde la Sala, en las segundas sentencias, cuando casamos
una sentencia en cuestiones que tienen que ver con semi-
imputabilidad, solemos indicar al tribunal de instancia que por lo
menos estudie si es necesario imponer, además, una medida de
seguridad. Hemos hablado informalmente con la Secretaría General
Técnica de la Fiscalía General del Estado para ver si es posible que
el Ministerio Fiscal las contemple en sus conclusiones, cuando sea
el caso, para resolver los problemas que el principio acusatorio
podría generar en esta materia.
JB: Seguramente pasa en todos lo órdenes sociales, pero en la
Justicia Criminal el peso de la inercia es probablemente
desmesurado.
EB: En un código como el anterior, que carecía de un verdadero
sistema de medidas de seguridad, en la práctica el problema de la
peligrosidad, que, como tal, existe, tenía difícil solución. Cuando era
necesario absolver a un esquizofrénico muy violento, que cada vez
que ve a una persona se le echa al cuello para matarla, era patente
que se debía contar con una medida de reemplazo de la pena. El
problema de la tendencia al delito (la habitualidad y la reincidencia)
se resolvía por medio de una discutible circunstancia agravante.
Esto explica que la falta de un sistema de medidas de seguridad en
el Código de 1973 haya condicionado la concepción
extremadamente restrictiva de la jurisprudencia respecto de la
inimputabilidad y que sólo muy lentamente se haya reducido el
alcance de la agravante de reincidencia. Por tal motivo eran pocas
las sentencias que declaraban a una persona incapaz de
culpabilidad. Al menos terminológicamente, se llegó a confundir las
causas que excluyen la imputabilidad con las que excluyen la
acción.
Ahora, con un sistema de medidas de seguridad, aunque esté
apoyado en bases teóricas probablemente discutibles, ya no es
necesario mantener criterios tan restrictivos en materia de
inimputabilidad. Es de esperar, por lo tanto, un desarrollo, quizás
lento, pero seguro, de una nueva concepción de la capacidad de
culpabilidad, mucho más amplia que la aceptada en la práctica del
Código anterior.
JB: También en el Derecho muchas veces las circunstancias de la
práctica condicionan el análisis teórico.
EB: Pienso que sí. Muchísimo. Teóricamente es lo que quieren
expresar los sistemas que niegan una separación absoluta entre
dogmática y política criminal, que, en realidad, lo que
verdaderamente quieren decir es que es preciso conectar los
conceptos dogmáticos con la teoría de los fines de la pena.
JB: En la dogmática funcionalista sistémica, que desvincula la
validez jurídica de consideraciones ajenas a las referencias
propiamente normativas, ¿cómo se integran los principios
fundamentales y los derechos humanos? ¿Hay algún criterio
metodológico que permita negar la consideración de Derecho para
identificar como meros ejercicios del poder un sistema que impone
la lapidación de las adúlteras u otro que somete a juicios secretos y
sin garantía alguna a los supuestos enemigos militares?
EB: Ésta es una cuestión crucial. Yo diría que en estos momentos
la discusión fundamental en torno a estos temas tiene que
plantearse en torno a los problemas de legitimidad del
ordenamiento jurídico, por un lado, y de legitimidad del pensamiento
sobre el ordenamiento jurídico. Es decir, que hay dos niveles
distintos.
El orden jurídico talibán, por ejemplo, me parece absolutamente
injusto y, además, no legítimo, puesto que no tiene los criterios de
legitimación democrática que justifican, a mi juicio, la vigencia de
una norma. Ésta es una cuestión. La otra es: los jueces que tienen
que aplicar un ordenamiento jurídico ilegítimo, ¿con qué criterios lo
hacen? Probablemente con los mismos criterios con que se aplica
un ordenamiento jurídico legítimo. Se trata de un problema que ha
sido objeto de un amplio debate en Alemania después del nazismo
y después de la unificación de la República Federal y la
Democrática en 1989. Algo similar podríamos preguntarnos
respecto de nuestra historia jurídica posterior a la IIª República: ¿en
qué cambió técnicamente la orientación de la dogmática penal que
propuso Jiménez de Asúa en 1930 cuando cayó la República?
¿Qué dogmática se hacía para el código de 1973, que no era el
código penal de la República? ¿Sirvió o no la dogmática que von
Liszt, Beling, Max Ernst Mayer, Radbruch o Jiménez de Asúa
postularon para interpretar y aplicar un código sin legitimación
democrática? Está clara la distinción entre la legitimidad del orden
posterior a la república, que era un orden sin legitimación, y la
validez de los conceptos para aplicar ese orden jurídico. En muchos
casos, precisamente gracias a la validez de los conceptos
dogmáticos se pudieron limar las peores atrocidades de ese orden
jurídico ilegítimo. Hasta cierto punto, naturalmente. Esta tarea la
cumplieron notablemente muchos penalistas españoles que se
esforzaron en elaborar una dogmática seria que limitara los efectos
ilegítimos del orden jurídico dictatorial.
Pienso que la cuestión de la legitimidad del orden jurídico no se
debería mezclar con la cuestión de la idoneidad de los conceptos
para la aplicación del Derecho. Esto ha sido ya planteado hace
mucho tiempo; es uno de los grandes problemas de las ciencias
jurídicas. Por ejemplo, Kelsen comienza su Teoría pura del Derecho
afirmando que la legitimidad del Derecho es una cosa y su análisis
normativo es otra. Radbruch no pensaba de manera distinta,
aunque no seguía una teoría pura del derecho en el sentido de
Kelsen. Si busco los ejemplos de Radbruch y de Kelsen es porque
son dos personas de indiscutibles convicciones democráticas,
ambos perseguidos por el nazismo, ambos expulsados de sus
cátedras y de Alemania por los nazis. Esto deberíamos tenerlo en
cuenta ahora, cuando la separación entre la legitimidad del orden
jurídico y la idoneidad de los conceptos teóricos para entender el
orden jurídico son otra vez subrayados por un autor como Jakobs.
Yo creo que, por lo menos en la historia del pensamiento jurídico
moderno, esta cuestión no se puede resolver ligeramente. No se
puede decir que Kelsen no era un demócrata ni que Radbruch, al
darle prioridad a la seguridad sobre la justicia, no era un demócrata.
Yo, al menos, no lo diría; en todo caso, si se discrepara de ellos en
ese aspecto, sólo se podría decir que eran demócratas
equivocados. Es decir, la vinculación constante de los conceptos de
la dogmática con supuestas fidelidades ideológicas es una cuestión
que habría que discutir más de lo que se discute. Esto no debe
justificar, sin embargo, ciertas actitudes morales aberrantes, como
las que últimamente se han denunciado de algún dogmático, cuya
influencia en España no ha sido pequeña.
JB: Pero, ¿no parece demasiado extremo expulsar por completo
de la discusión jurídica tanto la fundamentación política como las
referencias a los valores?
EB: Probablemente sí. Pero yo, por ejemplo, no defiendo la teoría
de los bienes jurídicos como un criterio absoluto de legitimación del
Derecho Penal. Se dice que no puede haber ningún derecho penal
legítimo que no proteja bienes jurídicos. Sin embargo, por qué razón
la concepción del delito como lesión de bienes jurídicos, sería más
legítima que la que piensa que el delito es la lesión de derechos
ajenos, como creía Feuerbach. Y además: ¿cuáles son los tipos
penales que no protegen bienes jurídicos? En la práctica se ha
aceptado que todos los delitos protegen algún bien jurídico, porque
tengo la impresión de que, de hecho, la teoría del bien jurídico en la
formulación de von Liszt, entre nosotros, se ha ido transformando
en una teoría de la finalidad de protección de la ley. Una cosa es el
bien jurídico concebido por von Liszt, que se encontraba en la
sociedad y otra cosa completamente distinta es la idea de que toda
ley tiene una finalidad de protección y que esa finalidad de
protección tiene que ser, entonces, el bien jurídico. El problema es
complejo y probablemente todos los intentos de limitar el Derecho
Penal, que yo comparto íntegramente, tienen que ver con la
necesidad de revisar los criterios con los cuales se limitó el Derecho
Penal desde la Ilustración hasta hoy. Por lo pronto creo que el
criterio sociológico de von Liszt ya no tiene vigencia.
Bien es verdad que la teoría de los bienes jurídicos impide que
alguien pueda ser condenado por decir que no es católico o que no
es judío, pero para eso no hace falta ninguna teoría del bien
jurídico.
JB: ¿Qué criterios propone entonces para limitar la intervención
del Derecho Penal?
EB: Mi idea es que en esa materia de los límites admisibles del
Derecho Penal en un Estado de Derecho, que es algo
verdaderamente preocupante sobre todo teniendo en cuenta la
fuerza expansiva que hoy tiene el Derecho Penal, la dogmática
penal debería adoptar un aspecto de la dogmática de los derechos
fundamentales. Es decir, todo Derecho penal es una limitación de la
libertad. ¿Hasta dónde tolera la Constitución la limitación de la
libertad? Un buen punto de partida puede ser la idea de que todo
aquello que no perjudique a otro debe estar permitido en un Estado
de Derecho. Este es el punto de partida de la filosofía penal de la
Ilustración y de la Declaración de Derechos del Hombre y del
Ciudadano de 1789. Así se lograría un criterio mucho más eficaz
que la teoría de los bienes jurídicos. No cualquier protección de un
bien jurídico mediante el derecho penal es legítima. Creo que esta
es una dirección cercana a la línea de los trabajos de Amelung y
Rudolphi, que, lamentablemente, han tenido poca influencia en
nuestra dogmática.
JB: ¿Cómo puede integrarse en un enfoque normativista de la
dogmática la perspectiva científica? Me refiero a los
descubrimientos que hacen cambiar la realidad, o más bien la
percepción o el conocimiento que se tiene de la realidad, que
pueden influir en la previsibilidad y la evitabilidad de hechos. Un
ejemplo reciente es el del SIDA, en relación con el cual fueron los
avances en la investigación los que determinaron la fecha a partir
de la cual se podía imputar a alguien la transmisión a otra persona
del VIH. Una aproximación normativa, que quiere desvincularse de
premisas ónticas, ¿no le parece que corre el riesgo de caer en un
relativismo epistemológico similar al que ha querido impulsarse
desde el llamado posmodernismo?, ¿de querer superar la ciencia y
defender que cualquier método de conocimiento es legítimo por el
mero hecho de ser coherente con sus propias referencias internas o
culturales? Sin duda, no se trata de la misma cosa, pero quizá se
atisbe cierto paralelismo entre ambos procesos intelectuales.
EB: Ningún normativismo está obligado a desvincularse de nada,
de modo que no tiene por qué haber tampoco una desvinculación
de la “realidad”. Una cosa es determinar el contenido de la norma y
otra cosa es criticar la norma para impedir su incorporación a un
sistema de valores o para provocar su expulsión del mismo.
Precisamente la legitimidad depende de la coincidencia con un
sistema de valores aprobado y se plantea cuando es necesario
adaptar la norma a nuevas situaciones. Son cuestiones que pueden
ser en cierto sentido externas al planteamiento dogmático
normativista. Cuando en el Código Penal español existía, por
ejemplo, el delito de adulterio, los jueces que lo aplicaban no tenían
más remedio que admitir que el adulterio estaba en el Código
Penal. Me parece que era una obligación del científico del Derecho
Penal establecer limitaciones a esa norma a través de los métodos
interpretativos de que disponemos. Pero la norma existía y no había
más remedio que aplicarla de alguna manera. Ningún normativismo
impediría esta interpretación restrictiva. No es una cuestión del
sistema, sino de la interpretación de las normas. Inclusive para
quienes estaban en contra de esa u otras normas insoportables,
como podían ser también las relativas a las asociaciones políticas
prohibidas, eso justificaba una crítica, cuya expresión dogmática era
la limitación máxima de esas normas, cuya existencia en el
ordenamiento no se podía negar.
JB: Yo apuntaba el tema también a propósito de la imputación
objetiva y del querer resolver el problema de la conexión entre un
acto y un efecto que se haya podido producir a través de criterios
puramente normativos y con independencia del avance científico en
cuanto a la determinación de las leyes causales.
EB: Esos criterios puramente normativos hay que matizarlos. Por
lo menos en una nota, Jakobs hace referencia a la importancia de
los conocimientos científicos de la causalidad en el sistema de
imputación. Y Jakobs, que no tuvo que resolver los problemas que
planteó en España el caso de la colza, lo expresa en un sentido
muy tradicional y además asumiendo allí todos los elementos
propios de la evolución científica. El segundo problema, el de la
imputación objetiva, está en otro nivel de análisis. Se plantea en la
selección de la causalidad imputable al sujeto. Pero no afecta a la
causalidad como tal; la determinación de la causalidad sigue siendo
un problema extrapenal condicionado por conocimientos científicos
y que no admitiría en ese sentido limitaciones. Las limitaciones
normativas vienen después de la causalidad; no modifican la
causalidad sino que determinan, en todo caso, la atribución de
ciertas consecuencias, causalmente perceptibles, a un sujeto
determinado.
A propósito: creo que, en efecto, el de la causalidad es otro de los
temas acuciantes en la práctica, porque todas las teorías de la
causalidad están elaboradas sobre problemas muy simples de
causalidad. Cuando la causalidad es (científicamente) problemática
es precisamente cuando la cuestión deviene muy compleja. Y las
formas modernas del Derecho Penal, sobre todo las que tienen que
ver con la protección del medio ambiente, por ejemplo, plantean
unas cuestiones de causalidad de muy difícil solución para la teoría
y por lo tanto también para los tribunales. Federico Stella acaba de
publicar un libro en Italia donde se ocupa en gran parte de estos
problemas e insiste en la necesidad de mantener los conceptos más
clásicos de causalidad, como la teoría de la condicio sine qua non.
Sí, yo coincido totalmente con la teoría de la condicio sine qua non,
pero el problema es que, para poder aplicarla, se necesita saber
cuál es la ley causal, lo que en determinados delitos, como los
delitos contra el medio ambiente, es un problema de una
complejidad extrema. Y, en cuanto me encuentro con formas de
producir resultados que no son el disparo que le da en una zona
vital a la víctima o el golpe que le produce la herida, la solución del
caso se complica, hasta el punto de que no se sabe muy bien si lo
que se está utilizando es un criterio encubierto de peligro más o
menos concreto. Y un peligro concreto en cierto modo simbólico,
porque tampoco tiene una fundamentación del todo clara.
JB: ¿Cómo ve la situación académica del Derecho Penal en
España?
EB: Pienso que asistimos a una cierta transformación, pues parece
que comienza a ser descubierta la existencia de nuestros
problemas, los propios de nuestro ámbito cultural. Esta situación es
nueva y es consecuencia de casi un siglo de trabajo científico que
ha ido centrando la discusión en nuestras ideas, sin negar
naturalmente las de otras dogmáticas nacionales. Es claro que yo
no creo en la “nacionalidad” de las dogmáticas, porque los
problemas que presenta la aplicación de la norma que prohíbe
matar a otro o sustraer cosas ajenas es en cualquier parte el
mismo. Creo que los conceptos de la dogmática tienen valor
supranacional, como traté de demostrar en mi contribución del
Homenaje a Roxin. Pero me interesa resaltar que nuestra situación
es distinta de la de nuestros maestros.
En general, la actitud espiritual que acompañó la gran revolución
científica que produjo Jiménez de Asúa en el Derecho Penal, no es
un episodio aislado de la cultura española, sino que está vinculado
también a lo que significaron Ortega y Gasset o Gaos, por ejemplo,
en la Filosofía, o a las concepciones del regeneracionismo en su
época. En 1916, cuando Jiménez de Asúa tenía 27 años y escribió
La unificación del derecho penal en Suiza, ya en el prólogo de la
obra es fácil percibir que él, en el fondo, consideraba que en
España no existía en ese tiempo una teoría jurídica susceptible de
ser objeto de discusión. Su propósito era trasladar aquí el
pensamiento proveniente de Alemania, porque todo debía comenzar
desde cero. En este sentido, Jiménez de Asúa establecía su diálogo
con los puntos de vista de Binding, de von Listz, de Beling, de Max
Ernst Mayer, de Radbruch, de los juristas italianos, pero no con
españoles. ¿Cómo se le iba a ocurrir rebatir las teorías de su
antecesor en la cátedra de Madrid? Nunca Jiménez de Asúa llegó a
decir que lo hecho antes estaba mal y que a partir de entonces
había que hacer las cosas de otra manera. No; se limitó a decir qué
había que hacer, considerando inexistente o insignificante lo demás.
Era el espíritu de los intelectuales de su tiempo a los que él se
sentía ligado. Probablemente no le faltara razón, pues no había un
pensamiento con consistencia teórica suficiente como para una
discusión metodológica, porque el método no había sido un
problema de los juristas del Derecho Penal hasta entonces. Esa
actitud no se puede tener ahora, aunque creo que todos, de una u
otra forma, hemos caído en la tentación de establecer el diálogo
sólo o muy preponderantemente con los grandes referentes
alemanes de cada momento. Creo que actualmente estamos
obligados, sobre todo las generaciones más jóvenes, a rectificar,
puesto que ya existe una discusión entre nosotros que tenemos que
desarrollar con los mejores métodos posibles. Eso no quiere decir
que se deba negar ahora nuestra vinculación con el estilo de trabajo
de la dogmática alemana. Al contrario, el ejemplo a tomar es que allí
nadie publica nada sin agotar la información sobre el tema y
conectándose con los problemas reales. Creo que convendría
insertar nuestras investigaciones en la discusión de nuestros
problemas, aunque luego utilicemos un aparato conceptual alemán
o italiano. Es conveniente en este sentido que la información sobre
nuestros problemas no sea reducida arbitrariamente y todas las
opiniones sean tratadas, por supuesto críticamente, es decir, con
criterios.
Alguna experiencia reciente he tenido a propósito de ciertos
comentarios a una sentencia sobre imputación objetiva de la que yo
había sido ponente. En el fondo, para resolver los problemas de la
imputación objetiva, los que comentaban la sentencia recurrían a
criterios que implícitamente eran criterios de la teoría del estado de
necesidad. La cuestión central, por lo tanto, era aclarar las
relaciones entre el peligro permitido y la justificación. En realidad,
estos problemas tendríamos que haberlos abordado hace mucho
tiempo, porque ya Juan Bustos decía que los problemas de la
imputación objetiva son problemas de antijuridicidad. De esa
manera quedaba planteada una cuestión a la que nadie había
prestado atención. Yo no compartía el punto de vista de Bustos,
pero era necesario no eliminarlo de la discusión. En Alemania este
problema no está bien resuelto todavía. Si la teoría de la imputación
objetiva se resuelve en criterios que reproducen las categorías del
estado de necesidad o de alguna causa de justificación, habría que
aclarar qué relación hay entre las causas de justificación y la
imputación objetiva.
La actitud de intelectuales como Ortega o Jiménez de Asúa a
principios del siglo XX no es necesario que sea mantenida hoy.
Puedo suponer que ellos mismos no la mantendrían. Hay un
desarrollo propio de la doctrina española como para comenzar una
discusión entre nosotros, aunque sin necesidad de encerrarnos en
nosotros.
JB: Entonces, cree que debe darse preferencia a la literatura
española, antes de confrontarse, por ejemplo, con la alemana.
EB: En primer lugar, hoy en día es posible hacer una tesis doctoral
sin leer alemán, siempre que trate sobre alguno de los muchos
temas sobre los que existe abundante información. Pero no es serio
publicar algo sin considerar antes, y a fondo, todo lo escrito en
España sobre la materia. En este punto yo noto con frecuencia que
en las publicaciones hay lagunas de información bibliográfica
nacional que demuestran, lamentablemente, poca seriedad del
autor. Por ejemplo, se han escrito libros sobre condiciones objetivas
de punibilidad que no han citado, ni para descalificarlo, ni tan
siquiera en la bibliografía, mi libro sobre Delito y punibilidad.
JB: En realidad, no debería ser necesario insistir en estos
presupuestos de la investigación científica, de puro elementales.
EB: Sin duda, porque en muchos casos parece que se trata de
manifestaciones de un cierto sectarismo teórico que cumple el papel
de las anteojeras. Todo lo que se ha publicado ha de ser
considerado críticamente, porque de esa consideración crítica se
extrae el verdadero problema. La evolución científica se impulsa por
la actitud de insatisfacción con una determinada situación; por ello,
si no se identifica aquello de lo que se discrepa, es inútil continuar.
Silenciar no es serio. Uno debe agotar el análisis de lo que hay sin
limitaciones ajenas al objeto mismo de la investigación.
JB: Antes aludió a que su experiencia en el Tribunal Constitucional
y, por el número de años, sobre todo en el Tribunal Supremo, le ha
servido para aprender mucho y para profundizar en el Derecho.
Quizás este paso por las altas magistraturas judiciales es un factor
decisivo en su concepción del sistema penal y de cómo debe
acercarse uno metodológicamente a él, ¿o considera que más bien
son las estructuras teóricas las predominantes en su producción
científica?
EB: Pienso que existe una relación recíproca entre lo teórico y lo
práctico, Las teorías (inclusive las extranjeras) ayudan a ver los
problemas de la práctica y las necesidades de la práctica a
comprobar los límites de las teorías. Este círculo se rompe, muchas
veces, con una transformación de la práctica y otras con una
renovación de la teoría. Las cuestiones de método siempre me han
preocupado especialmente, quizás porque mi vida como penalista
comenzó en medio de la gran discusión metodológica sobre la
elaboración del concepto de acción y la renovación de la teoría del
delito. Mis primeras impresiones sobre la ciencia del derecho penal
se refieren a su “movilidad” conceptual. Por otra parte, en los
primeros años de actividad académica fui asistente, al mismo
tiempo que lo era de Jiménez de Asúa, de la Cátedra de Filosofía
del Derecho de Ambrosio Gioja, donde fui compañero de Bulygin,
Alchurrón, Bacqué, Nino y otros. También he vivido un tiempo en el
que creo que habría que destacar especialmente un aspecto que
para mí es fundamental: la evolución que se ha producido en las
teorías de la pena, es decir, una cuestión de filosofía penal. Los
cambios dogmáticos van siempre acompañados de cambios en la
teoría de la pena, y, consecuentemente, de la filosofía penal, de la
“forma de ver” el derecho penal. La etapa inmediatamente posterior
a Welzel se caracterizó por la prevención especial en el sentido
novedoso de la resocialización, pero al final de mi estancia en
Alemania ya nadie creía que la resocialización pudiera ser
alcanzada por medio de la ejecución penal. Sea por la razón que
sea, la recuperación de una persona por el tratamiento penitenciario
se había convertido en una utopía difícil de creer. Esto obligó a
buscar una salida, que fue la teoría de la prevención general
positiva, que probablemente se diferencia muy poco de una teoría
absoluta: en el fondo, se podría decir que es una construcción de
raíz hegeliana. Es lógico que estos cambios teóricos hayan influido
en la práctica. Pero, en todo caso, lo que me gustaría subrayar es
que las teorías tienen la función de racionalizar la práctica y, por lo
tanto, de servir a una práctica racional. Por tal razón una práctica
sin fundamento teórico corre el riesgo de conducir, insensiblemente,
a soluciones arbitrarias, así como una teoría sin conexión con la
práctica suele ser de notoria inutilidad.
JB: Del mismo modo que existe un paralelismo entre la función
judicial en el Tribunal Supremo y la académica, ¿no hay también
una cierta tensión entre la perspectiva del científico, que exige estar
en un estado de duda y de revisión constante y tener siempre las
conclusiones por provisionales, con la tarea judicial, que exige
certeza o casi certeza y en la que, desde luego, una vez puesta la
sentencia, no es posible volver atrás? Uno puede modificar los
puntos de vista expuestos en un artículo, pero las sentencias
quedan para siempre tal como se dictaron.
EB: Esa tensión existe y con ello tiene que ver que, por regla, nunca
me animo a proponer soluciones que no tengan más o menos
garantizada la aceptabilidad para un cierto sector de la opinión
científica y práctica del Derecho Penal. Aunque también he
propuesto cambios que no han sido bien interpretados. Por ejemplo,
ciertas aproximaciones en materia de autoría y participación que
han sido malinterpretadas por los defensores -aún mayoría
probablemente- de la teoría formal objetiva, una teoría que creo
insostenible.
JB: ¿Hasta qué punto es correcto atribuir la autoría de las
resoluciones judiciales al ponente, como tendemos a hacer a
menudo en el ámbito académico?
EB: En general, las sentencias no son del ponente. Hoy en día, si
se trata de un caso difícil, nadie entra a una deliberación en el
Tribunal Supremo con una absoluta seguridad de cuál va a ser el
resultado de su proposición. Puede que ésta sea aceptada o puede
que no. Tampoco en todos los casos se justifica un voto particular,
con lo que a menudo el ponente acepta el punto de vista mayoritario
y lo expresa como puede.
JB: Desde que los repertorios de jurisprudencia reproducen las
resoluciones completas, desde los antecedentes hasta, si procede,
la segunda sentencia, se ve cómo a menudo los recurrentes traen a
colación problemas fundamentales de la dogmática (por ejemplo,
recuerdo una reciente sentencia de la que usted fue ponente en la
que se reclama que no hay base positiva para penar el dolo
eventual como dolo y no como imprudencia). De igual forma, en
ocasiones da la sensación de que se dejan en el tintero
inmejorables argumentos.
EB: En el Tribunal Supremo, los casos suelen tener esas facetas.
Por regla general, los abogados plantean en la casación cuestiones
que no tienen solución en la casación. Por poner un ejemplo
extremo, se prefiere alegar que no se ha probado el dolo del
acusado de homicidio por haber arrojado una piedra contra una
estatua, en lugar de decir que una estatua no es una persona y que
arrojarle una piedra no puede ser una tentativa de homicidio, sino,
en todo caso, de daños materiales. En gran medida la sentencia
recurrida y el recurso contra ella condicionan la sentencia de
casación. No es infrecuente encontrarse con que, en relación con
una sentencia concreta, algún comentarista reproche al Tribunal
Supremo haber omitido pronunciarse sobre tal o cual cuestión. Por
ello, no deja de ser conveniente recordar los límites que tiene la
casación. Un magistrado no puede introducir un tema que no venga
al caso, entre otros motivos, porque los demás magistrados no lo
aceptarían. Y con razón.
JB: Precisamente sobre el tema del dolo eventual, la existencia de
una zona borrosa en la relación entre el dolo y la imprudencia
convierte a ésta en una materia muy proclive a la discusión
dogmática y en la que el Tribunal Supremo ha dado un giro
significativo en la pasada década.
EB: Creo que el criterio que usa la Sala en los últimos diez años es
más claro que antes. Cuando la Sala insistía mucho en la teoría del
asentimiento, basada en la teoría del dolo de la voluntad, se veía
obligada a operar con presunciones indemostrables. Lo mismo
sucedía con la teoría de la representación, pues la distinción entre
lo representado como probable y como posible es casi
impracticable en el proceso. Ambas teorías fueron siempre objeto
de críticas en Alemania por estas razones procesales. Por el
contrario, parece que es más seguro saber si, en las condiciones
en las que el sujeto actuó, podía tener noción de que su
comportamiento representaba un peligro concreto para la lesión del
objeto protegido o no, porque ésta es una cuestión que puede ser
establecida de una manera más o menos clara, siempre que se
pueda determinar la concreción del peligro que generó la acción. Si
uno admite este punto de vista, en realidad no sólo se resuelve el
problema del dolo eventual, sino los del dolo en general.
Lo que, por otra parte, creo que coincide con la realidad, como
creo que lo demuestra un antecedente importante. En la regulación
del delito de lesiones anterior al año 83 la gravedad del resultado
producido era determinante de la pena. Entonces se pensaba que el
dolo del delito de lesiones llegaba solamente hasta la realización de
la acción, siendo el dolo ajeno al resultado. A mí siempre me
pareció una solución dogmáticamente equivocada, pero tenía algo
de la experiencia cotidiana que no se puede negar, y es que nadie
puede saber muy bien hasta donde va a llegar el resultado, pero lo
que no puede ignorar es la magnitud del peligro que genera. La
evolución en materia de dolo acerca notablemente el concepto a lo
que los tribunales pueden establecer con seriedad en un proceso.
En todo caso me parece erróneo suponer que de esta manera el
concepto de dolo experimenta una extensión a costa del de
imprudencia. En modo alguno.
JB: ¿Cómo ha percibido la evolución del Tribunal Supremo en los
últimos lustros, en relación con la de la ciencia penal en España?
¿Cree que se han desarrollado en paralelo o piensa por el contrario
que los procesos se han producido por separado?
EB: No sé cómo se la percibirá desde fuera, pero desde dentro
diría que hay una tendencia en la jurisprudencia posterior a 1985
-que yo encontré al incorporarme al Tribunal Supremo y de cuyo
impulso probablemente el mérito principal es de Enrique Ruiz
Vadillo- a acercarse cada vez más a la evolución de la dogmática
científica del Derecho Penal. Pienso que esta situación se mantiene
en la actualidad. Cierto que el Tribunal Supremo no se deja
impresionar, en principio, por la evolución de la dogmática, pero sí
es muy receptivo con lo que está pasando. Sobre todo porque ha
habido unas reformas legales que lo han obligado a aceptar ciertas
categorías, como en el caso de la distinción entre error de
prohibición y de error de tipo, lo que tiene consecuencias muy
importantes en el sistema. La nueva definición de las formas de
autoría ha tenido influencia en la consolidación de la teoría del
dominio del hecho en las cuestiones de participación.
JB: Quizás esta permeabilidad provoca que la evolución, aunque no
se produzca al mismo ritmo, sí sea paralela.
EB: Yo diría que pretende ser paralela, pero también crítica. A
veces lo logra, otras veces no lo logra. Pero en estos momentos, no
hay, que yo sepa, ningún punto esencial de la dogmática moderna
que choque frontalmente con decisiones del Tribunal Supremo. La
crítica de los dogmáticos a las sentencias del Supremo son un
importante motor de esta situación.
Ahora bien, nunca una transformación profunda, como por
ejemplo un cambio de paradigma en la dogmática, afecta de forma
total a las consecuencias de la aplicación del Derecho Penal a los
casos concretos: habría que ver en cuántos casos el normativismo
sistémico de Jakobs cambia la solución aceptada y en cuántos de lo
que se trata es de dar otra fundamentación a la misma solución. En
el fondo hay cierto tipo de cuestiones sobre las que todo el mundo
está de acuerdo, aunque se difiera en la forma de fundamentar el
resultado al que se llega. Esto permite, naturalmente, que haya
ciertas dispersiones marginales con las cuales se puede disentir.
Pero no son tantas. En la mayor parte de los casos se mantienen
las mismas soluciones finales que todo el mundo admite como
razonables.
JB: ¿Podría aventurar un pronóstico acerca de qué enfoque va a
ser dominante en la evolución del método de la dogmática penal en
el futuro más o menos cercano?
EB: En la actualidad, no percibo impulsos desestabilizadores de
una dogmática penal que cada vez está más asentada en la idea de
prevención general positiva. Supongo que esto va a cambiar en el
momento en que se ponga en tela de juicio la teoría de la
prevención general positiva. No lo sé, pero no me parece que esto
vaya a pasar muy pronto. Predecir es arriesgado.
JB: Parece, no obstante, que las formulaciones de la prevención
general positiva que ahora tienen más aceptación no son
probablemente las mismas que se defienden desde un punto de
vista más fuertemente normativista.
EB: En esta materia creo que lo que ha escrito Hassemer es
importante, al igual que lo que ha escrito Jakobs. A pesar de que yo
no niego mi cercanía con la obra de Jakobs, tampoco puedo afirmar
una coincidencia absoluta con él, ni con Hassemer. Sin duda hay
diferentes acercamientos a la prevención general positiva, pero me
da la sensación de que el paradigma actual está muy influido por
una determinada concepción de la pena, por una concepción de la
imputación objetiva mucho más amplia que la mera relación entre la
acción y el resultado, por una discusión bastante abierta en el
ámbito de la culpabilidad, donde las soluciones no están del todo
definidas. Esta situación no me parece que se pueda modificar a
corto plazo. Pero, claro, repito, es muy difícil acertar.

Conversaciones: Dr. ENRIQUE BACIGALUPO ZAPATER


Por Jesús Barquín Sanz

RESUMEN: El profesor Enrique Bacigalupo comenta el desarrollo


de su rica trayectoria académica en Argentina, Alemania y España,
incluyendo informaciones de primera mano sobre la persona del
profesor Jiménez de Asúa, su maestro junto a Welzel, con quien
coincidió en Bonn. Entre un buen número de cuestiones del mayor
interés para cualquiera que esté relacionado con el Derecho Penal
en sus diferentes facetas, el doctor Bacigalupo comenta las
relaciones entre la actividad jurisdiccional en la Sala Segunda del
Tribunal Supremo y la dogmática científica del Derecho Penal, las
medidas de seguridad, la imputación objetiva y los desarrollos del
finalismo posterior a Welzel y el normativismo sistémico de Jakobs.

PALABRAS CLAVES: derecho penal, dogmática, teoría del delito,


finalismo, normativismo, delitos, penas, justicia criminal.

FECHA DE PUBLICACIÓN EN RECPC: 28 de enero de 2002

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