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En J.E. GONZÁLEZ (ed.) Ciudadanía y Cultura.

Tercer Mundo Editores – Universidad del


Valle – Universidad Nacional de Colombia, Bogotá 2007. pp. 129-158.

LAS RELACIONES INTERCULTURALES EN LA CIUDADANÍA Y


LA CIUDADANÍA EN LAS RELACIONES INTERCULTURALES.
FENOMENOLOGÍA HISTÓRICA DE UNA MODERNIDAD SOCIAL. 1

José Luis Grosso PhD


Énfasis Educación, Culturas y Desarrollo
Doctorado Interinstitucional en Educación
Instituto de Educación y Pedagogía
Universidad del Valle
Santiago de Cali – Colombia
jolugros@univalle.edu.co

Interculturalidad y ciudadanía.

Bajo y junto a la experiencia de ciudad se oculta una interculturalidad barroca,


conflictiva y asimétrica que nos constituye en los contextos poscoloniales 2 de la

1
Este texto es un resultado de investigación del Programa Territorial “Diseño y puesta en marcha de la
Estrategia Valle del Cauca, Red de Ciudades Educadoras (Buenaventura, Buga y Cali) – Red CiudE”,
proyecto de investigación financiado por Colciencias – Universidad del Valle – Gobernación del Valle del
Cauca – Alcaldías de Buenaventura, Buga y Cali. 2006-2007.
2 Se habla de contextos “interculturales poscoloniales” para referirse a aquellos en los que se ha pasado por

la experiencia colonial europea, experiencia colonial inédita en la historia planetaria por sus alcances
mundiales y por generar un solapamiento entre occidentalización/universalidad. La hegemonía eurocéntrica
no fue radicalmente alterada, a pesar del cambio de status en lo político, al declararse las independencias
nacionales y organizarse Estados-Naciones en las recientes colonias; y se oculta y afianza aún más en la
hegemonía globocéntrica actual. Por lo tanto, si bien “poscolonial” es un concepto que marca un período
histórico, su intencionalidad más fuerte está en seguir nombrando lo “colonial” en sociedades que han
logrado desconocer dicha experiencia y procedencia a fuerza de dar nuevas vueltas de tuerca al
reaseguramiento cognitivo que se afirma en el eurocentrismo (frente a la tenebrosidad de los mundos
indígenas, negros y mestizos) y que las hace ingresar, con siempre dudosa legitimidad, y por lo tanto llena
de ansiedades, en el deseado (e imposible) “Occidente”. Sin duda también influye en ese oscurecimiento de
la relación colonial el que, en el discurso social, político, histórico, filosófico y epistemológico, es
oscuramente percibida una continuidad europea, “civilizada”, entre las élites españolas y criollas de la
Colonia y las élites criollas de las Repúblicas: cambio de época y de mentalidad, en verdad: relevo, que no
arriesga su posición diferencial en la pirámide social, autocomprendiéndose como principio ordenador del
caos “americano” y gozne del sentido. He ahí el más silencioso determinante de las políticas del
conocimiento en América Latina (y en todo contexto poscolonial). Debido a la efectividad política y
cultural de este velo hegemónico, interculturalidad nombra allí el oscuro trabajo de las diferencias, antes
que el actual collage híbrido, la feria de colores y el paneo objetivante en los que se recrea la visibilidad

1
vida social en América Latina. 3 La experiencia primaria de “ciudad” es ya
diferencial, atravesada por los gestos éticos y las políticas culturales de las
relaciones de poder poscoloniales que nos constituyen; el campo de experiencia de
la ciudadanía moderna tiene una densidad histórica que le subyace, la precede y
la constituye.

Las tecnologías de la comunicación, extensa dialéctica de movilización de las voces y


los cuerpos interculturales en la construcción hegemónica de los Estados-Nación,
han intervenido tanto en la creación de la ciudadanía y la generalización de lo
político como en el enmascaramiento, borramiento e hiperrealización de aquellas
diferencias. El concepto de “tecnología” utilizado aquí no se corresponde con su
sentido más habitual y generalizado, de corte objetivista e instrumental; más bien,
es esa silenciosa disposición hasta de las más ínfimas materialidades, que
distribuye posiciones, inscribiendo relaciones de poder entre los cuerpos
ajustados a los espacios (Foucault 1984). Es un nivel más profundo y
determinante que el "ideológico". Pero su paradójica solidez consiste en un
trabajo simbólico de tropos corporales y plástica material. Allí, en ese nacimiento
imperceptible de las desigualdades y asimetrías, es posible un "juego" que no es
de meros significantes y que afecta la materialidad de los espacios y de las
relaciones sociales: una discursividad semiopráctica.

Este tramado de relaciones interculturales, de construcción hegemónica de los


Estados-Nación, de creación de ciudadanía y de expansiones y reconfiguraciones
del sensorium (Benjamin 1982) a través de las tecnologías de comunicación y sus

representacional del “multi-culturalismo”. Propongo un concepto de “interculturalidad” que reconozca las


diferencias entramadas en las relaciones de significación y poder (como una ambivalencia irreductible), más
acá de todo sueño de igualdad democrática, pero, también, de toda autoctonía pura de lo “propio” (Grosso
1994; 1999; 2003; 2004a; 2005a; 2006b; 2006c; 2007a; 2007b; ver también Lander 2000; Rodríguez 2001;
Walsh 2005). Esta nota no es en vano “al pie”, sino que repta por el subsuelo de todo este texto.
3 Aunque son los países de América del Sur que declararon su independencia de España los referentes

primarios de este texto.

2
redes constituyen lo que llamo modernidad(es) social(es). Esta modernidad social,
paradójicamente inaudita e invisible (que no coincide, por tanto, con la versión
ilustrada, dominante, de “Modernidad”, pero tampoco con el control y la
estereotipia de la comunicación, del consumo y de sus dinámicas culturales por el
mercado global; ver Grosso 2004; 2007), es el agenciamiento de la “comunicación”,
de la “ciudadanía” y del “desarrollo” por parte de los movimientos sociales y las
culturas populares, en un campo de acción que hace emerger la fenomenología
histórica crítica que aquí propongo. Es este talante “fenomenológico” de la
investigación lo que permite ligar el inframundo de la ciudad y de la ciudadanía
con la diversificación expansiva de las redes como táctica popular.

Sostengo que el concepto de lo “popular” mantiene activo en la vida social y en la


comprensión de sus dinámicas el elemento divisorio, indicando la diferencia
sociológica en su discursividad enfáticamente corporal como praxis crítica. Lo
“popular” es un concepto de carácter diferencial, nombra esas fuerzas sociales que
se reapropian de la “educación”, de la “escuela” (ciertamente señalo que hay
mucho oculto de las relaciones de poder de la “escuela” en la “educación”,
aunque no sean sinónimos), de los saberes ilustrados (en sus usos masivos,
sociales o científicos; entre los que los académicos procedentes de sectores
populares somos también denegados portadores de aquellas fuerzas
irreductibles), de los programas de intervención social, de los discursos
“expertos” ... Si bien el concepto de lo “popular” ha sido capturado por las
ideologías del “mestizaje” (como blanqueamiento) y del comunitarismo, comunes
en las pastorales de la “religiosidad popular” y del “nacionalismo”, sin embargo
es la confrontación y mediación de tradiciones diversas lo que lo constituyen
diferenciadamente (Martín-Barbero 1998).

Lo “popular-intercultural” como pliegue sociocultural entre los pliegues

3
interculturales, siempre diferencial en los contextos en que los actores en lucha así
lo nombran o indican, no puede ser reducido a sinónimo de “esencialismo
romántico”, sino a costa de un folklorismo que expropia lo cultural a los actores
en su acción política y lo acumula como objeto disponible para la acción
instrumental en una orientación ideológica determinada, de derecha o de
izquierda (y ese romanticismo como retorno de lo negado o reprimido no falta
nunca en esas posiciones extremas). Pero tampoco se lo puede reducir y
depotenciar en nombre de una esfericidad social originaria (de corte
“fenomenológico”-trascendental) en la que todo se ajusta con todo, donde no hay
escisiones, división de intereses, inconsistencias, sino “alianza de clases” o un
festival semiótico de resignificaciones culturales. 4 La “conciencia ilustrada” no es
la carta natal de la crítica social, ni siquiera el elemento catalizador de la praxis
transformadora subiendo del magma de las rastreras “tradiciones y costumbres”,
o de impotentes “revueltas y rebeliones”: lo popular-intercultural es campo de
acción-significación (lo que llamo “semiopraxis”) de diferencias socio-etno-
culturales (incluyendo allí los géneros), subalternas, que requiere el
reconocimiento político de las ciencias sociales.

La relectura desde la perspectiva de las culturas populares del conjunto tecnológico


puesto en acción durante la segunda mitad del siglo XIX en nuestros Estados
nacientes (salud pública, higiene, educación, urbanismo, registro de personas,
políticas territoriales, etc.) permite una comprensión más profunda (más densa y
más política) de los procesos socio-culturales. Es íntima la imbricación de la
tecnología con la vida; hay siempre un plus cultural en sus usos sociales. La
experiencia comunitaria ha convivido desde siempre con las tecnologías del comer

4
Va resultando así que, en las ciencias sociales, tiene lugar una fuerte discusión y tomas de posición
respecto del abordamiento fenomenológico de los procesos sociales. Mi posición es la de una
fenomenología crítica, que enfatiza la diferencialidad discursiva de los cuerpos en pugna como constitutiva
de lo social y de la experiencia primaria en la historia.

4
y del cocinar, del conversar y del contar, de la luz, del agua y de las máquinas.
Estas tecnologías conllevan diversas modificaciones en el sensorium, es decir, en los
modos siempre culturales de percibir las cosas del mundo (Benjamin 1982: 23-24).
Escuchemos la metáfora de Paul Valéry (Pièces sur l’art, Paris 1934, citado por
Walter Benjamin): “Igual que el agua, el gas y la corriente eléctrica vienen a
nuestras casas, para servirnos, desde lejos y por medio de una manipulación casi
imperceptible, así estamos también provistos de imágenes y de series de sonidos,
que acuden a un pequeño toque, casi a un signo, y que del mismo modo nos
abandonan” (Benjamin 1982:20). La experiencia primaria de estar-en-el-mundo no
es en absoluto anti-tecnológica, sino que envuelve lo tecnológico en las relaciones
sociales y las tradiciones culturales, las cuales ejercen su gran poder de deriva
metafórica.

Nacemos perteneciendo 5 a un mundo siempre atravesado de tecnologías,


sesgados, o mejor, orientados (porque no habría un recto orden deseable del cual
la experiencia se desviaría) por la comunidad que nos acoge y en/desde la que
acogemos o rechazamos lo adviniente: ése es el comienzo de nuestra historia en el
mundo, y, para nosotros, en esta época, es una historia signada por el sentido de
ciudad y la ideología estructurante del “Estado” (Guha 2002). Porque “historia”
no es en primer lugar los libros y documentos, con sus fechas, hechos y
personajes: esa Historia exterior, cosificada, monumentalizada, museificada,
pesada de fechas y apellidos célebres, “historia grande” la llamaba Rodolfo Kusch
(Kusch 1976), es la del discurso dominante; “historia”, en primer lugar, es la
historia social, anónima, escondida, hecha cuerpo, la historia de nuestras

5 “Uno se encuentra en comunidad con los suyos desde el nacimiento, con todos los bienes y males a ello

anejos. Se entra en sociedad como en lo extraño. Se pone al adolescente en guardia contra la mala sociedad
–compañías–; pero mala comunidad es expresión contraria al sentido del lenguaje” (Tönnies 1947: 19-20).
Por lo que, el encuentro con otros etno-culturalmente diferentes y el extrañamiento etnográfico nos colocan
ante la experiencia de otras comunidades de vida, no sólo ni simplemente ante el conocimiento de otras
sociedades y formas de agrupación.

5
relaciones de unos con otros. La Historia escolar nos desposee de historia, nos
expropia el hacer historia y nos impone la Historia hecha, en la que ya sólo
podemos informarnos, convencidos de que sabemos “historia”: esa Historia allí
afuera en la que trabaja el valor dominante del conocimiento objetivo. 6 Cuando
ese conocimiento objetivo invade toda nuestra vida y nuestras relaciones mutuas
(y en eso hace su tarea con eficacia y dudosa “calidad” la formación escolar),
perdemos el vínculo que nos une desde las pequeñas historias de nuestros
cuerpos a la ciudad, esa ciudad que somos y que nos viene de adentro: porque
ella viene con nosotros, ella es el conocimiento silencioso que nos constituye y
que ha hecho de nosotros lo que somos (Paz 1987). Somos (diversamente) la
ciudad.

Las pequeñas historias en la Historia.

Lo propio de la “sociedad disciplinaria” para Foucault no es la plana


homogeneización represiva, sino el control de las multiplicidades que ella misma
produce al re-presentarlas, constituyendo el nuevo mapa clasificatorio que está
dispuesta a tolerar y reconocer como margen de “libertad” para el “gobierno” de
los grupos e “individuos” (Foucault 1984; 1991; 1996). Las hegemonías nacionales
en América Latina, con matices y destiempos según las regiones, realizaron dos
movimientos ideológico-tecnológicos, a través de los cuales imaginaron (Anderson
1994) y establecieron un plano homogéneo de ciudadanía, y, dentro de él,
reconvirtieron toda la densidad de las identidades locales en meros matices
imperfectos del modelo primario: singularidades locales o regionales internas,
particularismos que tapaban y espectralizaban las históricas "diferencias" (Grosso
1999; Jimeno 1994). La cuestión “nacional” es la cuestión “colonial” agudizada: la

6
Ver De Certeau 1985.

6
diferencia, nuevamente, en otra “meseta” del discurso del poder (Deleuze y
Guattari 1994), combatida. La construcción de la “ciudadanía” nacional se inscribe
encima de un denso “magma” intercultural, tratado como reto a la domesticación
(“integración”), o como amenaza (Alberdi 1984; Sarmiento 1900).

En las Guerras de Independencia contra el ejército español, las tropas estuvieron


mayoritariamente constituidas por mestizos de todo tipo, negros "liberados" e
indígenas ex-tributarios: una gran movilización social y desplazamientos
masivos. Estos impresionantes desplazamientos en América del Sur, a lo largo de
los Andes y de las llanuras, de sur a norte y de norte a sur (ver Thibaud 2003), son
procesos de modernidad social, y no la ceguera y pasividad del “caudillismo”
colonial; son la enunciación libertaria de nuevas subjetivaciones sociales y
políticas. Pero esa conmoción creativa que reactivó el “magma” de las diferencias
ha quedado silenciada y oculta bajo el control de las aristocracias criollas, los
generales y los ilustrados, que conformaron grupos en pugna que lograron
sobreponer, por encima de aquélla, sus disputas e intereses minoritarios, como
sectores dominantes de la nueva estructura de poder enunciada en el discurso del
Estado-Nación. Lo que Antonio Gramsci llamó una “revolución pasiva”
(Chaterjee 1993): las mayorías movilizadas lograron ser reducidas a una versión
inferior del conflicto por la nueva hegemonía. La pertenencia nacional significó
tomar un nuevo punto de partida para narrar y leer la historia total: un trabajo
historiográfico de primer orden político (Harwich 1994). La Nación fue percibida
como un mundo único en formación.

Las formaciones hegemónicas colonial y nacional en América Latina han hundido


en los cuerpos, pliegue sobre pliegue, identidades hechas en la descalificación,
estratificación, borramiento y negación. Los entramados interculturales
poscoloniales que se han ido tejiendo en esta tortuosidad histórica no pueden ser

7
suficientemente descritos desde una posición objetivista, dibujando los mapas y
otras configuraciones icónicas del conocimiento objetivo (aunque se trate de la
reflexividad crítica del socioanálisis de Pierre Bourdieu; Bourdieu 2001), sino al
precio de un nuevo ocultamiento representacional y de suspender la gestión del
sentido de los actores sociales en sus luchas (ver De Certeau 1980, Chapitre IV.
Foucault et Bourdieu). Está en juego, en esas relaciones, en la heteroglosia
(Voloshinov 1992; Bajtin 1989) de las relaciones interculturales, un nuevo lugar,
una nueva posición del científico social, un nuevo discurso de las ciencias
sociales. El discurso de los cuerpos 7 puede ser abordado en toda su densidad
barroca y conflictividad histórico-política si se reconoce como lugar de
producción de la práctica científica esa trama social de silencios, denegaciones y
subalternaciones que nos constituye, de la que la misma ciencia social y su
historia hacen parte, y que se manifiesta en “luchas culturales”, “polémicas ocultas”,
“pluriacentuaciones” y “luchas simbólicas”, latentes en las formaciones de “violencia
simbólica” 8 en que vivimos, sedimentación en las prácticas de categorías étnicas y
maneras de hacer diferenciadas y estratificadas.

En nuestros contextos sociales, las diferencias no son sólo las puestas a la vista,

7 Distinto del “discurso sobre el cuerpo”, que es el más generalizado en la descripción etnográfica y en las
ciencias sociales, donde el cuerpo es objeto pasivo del cual se habla, al cual se diagrama, fotografía, filma
… en el que se ha extendido largamente el estructuralismo, sometiéndolo a categorías universales,
ejerciendo la traducción permanente al lógos occidental, con el propósito de traerlo a la claridad del
conocimiento objetivo, desposeyéndolo así de su discursividad social propia, desconociendo la diferencia
cultural que lo constituye y apartando las fuerzas sociales que lo habitan: lo que Michel de Certeau
denominaba “operación etnológica” refiriéndose a la “lógica de las prácticas” de Bourdieu (De Certeau
1980, Chapitre IV. Foucault et Bourdieu). “Discurso sobre el cuerpo” y “discurso de los cuerpos” no se
oponen en abstracto, sino en la autocomprensión crítica en que las ciencias sociales (en especial, la crítica
antropológica de la etnografía) se han puesto en curso en las últimas décadas, cuestionando la posición del
investigador respecto de los actores sociales y la relación que establece con ellos a través de la producción
de conocimiento, de autoridad y de poder (Ver Grosso 2005c). El habitus científico del investigador,
formado en el “discurso sobre el cuerpo”, debe ser sometido a una crítica intercultural y poscolonial,
desplazándose hacia un campo de acción en el que se abre camino el “discurso de los cuerpos”. En una
praxis demorada y activa, el “discurso de los cuerpos” opera la deconstrucción del “discurso sobre el
cuerpo”.
8
Es decir, las imposiciones simuladas que han llegado a ser desconocidas en cuanto tales (Bourdieu y
Passeron 1995a, y la obra de Bourdieu en su conjunto).

8
claramente inferiorizadas o excluidas: hay también, y sobre todo, invisibilización,
acallamiento, auto-censura, auto-negación, denegación, desconocimiento, dramática
nocturna de las voces en los cuerpos (Grosso 1999; 2003; 2004a; 2005a; 2006a;
2006b; 2006c; 2007a; 2007b; Kusch 1983; 1986; 1976; 1978; de Friedemann 1984;
Bartolomé 1996; Segato 1991; Wade 1997). Una Semiología Práctica (Grosso 2006c;
2007a; 2007b) tiene, por ello, un sentido estratégico en nuestros contextos, o, más
bien, sentido “táctico” (en términos de Michel De Certeau; De Certeau 1980): en
un campo científico que es a la vez epistemológico eurocéntrico, geocultural
(pos)colonial, social monocultural, androcéntrico y elitista, donde las formaciones
hegemónicas establecieron en la “realidad social” su mapa de diferencias por
medio de políticas de aniquilamiento, de olvido y de negación. La Semiología
Práctica tiene un sentido “táctico” porque escucha, habla e inscribe el discurso de
las relaciones sociales de conocimiento y acción desde los cuerpos acallados e
invisibles de la enunciación. Esta densidad barroca de fuerzas, subjetivaciones y
sentidos en pugna constituye una compleja semiopraxis crítica (Grosso 2007b).

Se contaría otra historia si se concibiera, desde la perspectiva de las modernidades


sociales, los agenciamientos populares de la “ciudadanía” que vuelven a colocarla en
situaciones críticas: por ejemplo (además de la gran movilización de las guerras
de Independencia), la efervescencia de identidades negadas bajo el sistema
republicano representativo, que aflora en las crisis de gobierno y en movimientos
sociales; las migraciones urbanas nacionales, internacionales y globales (con sus
saltos de “meseta”, cada vez de mayor alcance; Deleuze y Guattari 1994) desde la
segunda mitad del siglo XIX (ver Franco 1991); la expansión comunicativa a
través de nuevas tecnologías, que entran en una aceleración creciente desde
mediados del siglo XIX. La historia social no contada repta y bulle en
modernidades sociales que han ido haciendo una digestión densa de la tan
proclamada “democratización de la política” en medio de una polifonía de

9
reacentuaciones (Voloshinov 1992; Zavala 1996) interculturales.

Cuando Habermas afirma que la “opinión pública” letrada es el origen de la


generalización de lo político en la Modernidad, que se amplía luego
(pervirtiéndose) hacia una opinión pública “democrático-radical” (la de Marx)
(Habermas 1999), se debe notar que se privilegia así un sujeto social y un medio
de comunicación sobre todos los demás (Grosso 2007c). Esto se hace aún más
evidente en sus seguidores, que lo dan por sentado ya sin tanto rodeo. Por
ejemplo, Ancízar Narváez (Narváez 2005), a pesar de que pretende poner el
énfasis en los “sujetos sociales en la esfera pública” (“la esfera pública está
constituida primero que todo por agentes sociales y no por medios”, enfatiza),
afirma, sin mayores titubeos, que “el espacio mediático no constituye una
ampliación de la esfera pública sino una restricción de la misma, puesto que
niega la visibilidad a las posiciones críticas y a los agentes antisistémicos”.
¿Cuáles serán esos “agentes antisistémicos”? Y Narváez agrega: “en el espacio
mediático no hay un cambio en los sujetos de la esfera pública y un paso de la
esfera pública ilustrada y elitista de sujetos raciocinantes a otra plural y
culturalmente diversa, sino un cambio en los medios y las técnicas, al pasar de la
comunicación cara a cara a la mediatización impresa y de ésta a la mediatización
audiovisual”. Donde renueva el dualismo medios-sujetos que dice superar. En
definitiva, Narváez concluye: “Esta mediatización audiovisual elimina la crítica y,
por lo tanto, los medios impresos son los únicos escenarios de pluralidad y la
única esfera pública democrática desde el punto de vista de los intereses en
juego”. ¿¡Dónde está ese paraíso impreso!?: debe existir sólo impreso. Finalmente,
el silogismo completo: “la democratización de la sociedad pasa por la política y la
economía y no por los medios audiovisuales” (Narváez 2005: 202). Un dualismo
insostenible, aún en la lectura dicotómica y fetichista de los medios, como si la
política y la economía no estuvieran atravesadas por esos medios y no resultaran

10
mutuamente inseparables.

Sostengo que el concepto ilustrado de “opinión pública”, centrado en la discusión


abierta, racional y crítica, es en verdad una estrategia de control y dominación del
diálogo y del amplio espectro de la praxis social. Sobre todo en contextos como
los nuestros, donde las barrocas y negadas relaciones interculturales han convivido
con renovadas políticas de desigualdad. En el contexto de la hegemonía letrada
“moderna”, los actores sociales de los diversos estamentos venían asumiendo la
participación política bajo el nuevo concepto de “ciudadanía” y fueron generando
y acogiendo (en una dialéctica sin comienzo puro) la expansión de las tecnologías
comunicativas asociadas a diversas acepciones de aquél: de la plaza, el comercio,
las fiestas, las gestas y cantares, a los impresos, folletines y periódicos (Burke
1991), al teléfono, a los transportes masivos, al cine, a la radio, a la televisión, a la
Internet, al celular… (Martín Barbero 1998) El periódico, más que el origen, es el
intermedio “letrado” en la expansión de un diálogo social creciente; es la
manifestación, en el contexto de la hegemonía letrada tardía (la ilustrada, que
sobrevino a la del humanismo clásico, a la eclesial medieval, a la del humanismo
renacentista), de las fuerzas sociales de la modernidad social, que, avanzando el
siglo XIX y durante el siglo XX, se darán nuevas tecnologías de circulación
territorial y de expresión audiovisual. Habermas, en su purismo emancipador, no
puede pensar las complicidades, esos usos “desviados” de la imagen, de la
música, de los mensajes y consignas, y esa convivencia de otras maneras de
comunicar dentro de la nueva hegemonía audiovisual del mercado y del
consumo (Martín Barbero 1999a). La tecnología letrada hizo relevo con las
tecnologías audiovisuales ligadas a una fase de nacionalización y mundialización
del capitalismo, cuando los desplazamientos sociales en aumento, amenazantes
(Foucault 1984: 152-153, 204, 221 y 280; Grosso 2005b), fueron ambiguamente
puestos bajo control en la nueva formación hegemónica que todavía habitamos.

11
Tecnologías de la comunicación, redes y experiencia del con-tacto.

La cultura mediática desarrolla una “pedagogía del consumo” (Riesman, Glazer y


Denney 1981) sobre/en un cuerpo sobreorientado. 9 Este cuerpo sobreorientado
es la cuestión del “sentido” que la hermenéutica moraliza. Porque, a pesar de sus
críticos, el problema en el consumo no es la “falta de sentido” o la “pérdida del
sentido”, sino un exceso de sentido, el sentido reificado bajo el control
disciplinario, bajo la disciplina de lo predecible, de lo previsible, conjurando la
indisciplina del acontecimiento. Digo esto contra el etnocentrismo generacional
que no reconoce prescripción del sentido en el imperativo categórico audiovisual
del consumo, que dice: “Muestra a los demás la imagen bella del cuerpo y del
mundo que ellos deben mostrarte a ti”; y que por eso mitifica su “época”, cuando
parece que sí había ambivalencias y hasta ejercicio de la crítica. Una estética de la
belleza prescripta disciplina los sentidos en el espacio y en el tiempo, sus
horizontes (sobre todo fija sus horizontes: los sueños, las fantasías, los mitos, las
utopías, las posibilidades; recurriendo muchas veces a los lugares comunes de los
arquetipos culturales).

En todo caso, tiempo y lugar, la cuestión del “sentido” es siempre cuestión de


poder, imposición y lucha (Nietzsche 1986, Tratado II, parágrafo 12; Deleuze 1994;
Deleuze y Guattari 1994). El más-allá-del-sentido (al que señala el sentido) ya no es
comprensión, sino acción, no es “filosofía” sino política, y, una hermenéutica del
infinitamente ampliado “reconocimiento” del “sí mismo” en la inagotable
reinterpretación del “texto” cultural sobrepuesto al “otro”, no lo alcanza, porque

9
Este concepto de “sobreorientación” sólo en parte se asemeja al de “niño sobredirigido” del que hablan
David Riesman y sus colaboradores (Riesman, Glazer y Denney 1981: 124 ss.): “sobredirigido” se refiere a
“encontrarse en un rumbo que no (se) puede seguir en la realidad” (124). El sentido de “realidad” hoy no
tiene la misma fuerza como referente objetivo.

12
no asume el carácter intrínsecamente performativo de toda significación (siempre
en relación con/a/entre otros): su exterioridad social y ajenidad, la imposición de
conflicto y poder que toda “comunicación” conlleva, su fuga inédita, inaudita,
incomprimible, radicalmente crítica. El excedente no gramaticalizable de la
enunciación del sentido son las relaciones entre cuerpos, la intercorporalidad e
intermaterialidad comunicacional, los otros (Nietzsche 1986; 1985; Grosso 2006e;
Merleau-Ponty 1997; Grosso 2006g; Bajtin 1999; 2000; Voloshinov-Bajtin 1992;
Grosso 2006f; Foucault 1997; 1992; Kristeva 1981; Derrida 2000; 1989a; 1995;
1989b; 1977; Bennington y Derrida 1994). La deriva de sentidos confronta toda
teleología y es transhegemónicamente incontrolable.

La modernidad social de la semiopraxis popular generó un progresivo y acelerado


movimiento hacia la vinculación en redes cada vez de mayor alcance que dio
lugar a la expansión del concepto de ciudadanía. 10 La experiencia práctica y
comunicativa de la red coloca en primer plano un nuevo “sentirse parte de” y
“estar en contacto con”: ser tocado por lo que circula en un amplio radio de
alcance, con una fuerza de alianza/arrastre que convoca cuerpos y sentidos en una
orientación estratégica o táctica de la acción; es un sentido de pertenencia a un
flujo. Teniendo en cuenta la distinción de De Certeau entre “estrategias”
dominantes y “tácticas” populares (De Certeau 1980), las redes expanden sin duda
el alcance de las “estrategias”; pero lo más notable tal vez sea el ensanchamiento
del campo, la alianza de temporalidades y la complejización de la acción de las
10
Michel Serres marca en la epistemología y la comunicación de la segunda mitad del siglo XX, con la
metáfora de la “red”, el paso de un “modelo lineal” a un “modelo tabular” (Serres 1996). Un énfasis en las
redes sociales semejante al que hago aquí se encuentra en el concepto de “multitud” de Antonio Negri y
Michael Hardt (Hardt y Negri 2006): “Lo que emerge hoy es un ‘poder en red’ … (en el que) la multitud
también puede ser concebida como una red abierta y expansiva” (Hardt y Negri 2006: 15); en una red, “los
distintos nodos siguen siendo diferentes, pero todos están conectados en la red; además, los límites externos
de la red son abiertos, y permiten que se añadan en todo momento nuevos nodos y nuevas relaciones” (17).
“El desafío que plantea el concepto de multitud consiste en que una multiplicidad social (en la que las
diferencias sociales siguen constituyendo diferencias) consiga comunicarse y actuar en común conservando
sus diferencias internas” (16). Pero desde la posición en que estoy, no se trata sólo de “multitud-en-red”,
sino de semiopraxis popular del con-tacto.

13
“tácticas”. La red es más que el “medio”: la red suma tecnología y mediaciones
sociales; por eso se realiza, aunque de modos diferenciados, con mayor o menor
interactividad tecnológicamente incentivada, en la relación con todos y cada uno de
los medios (Martín-Barbero 1998). En red, las mediaciones se potencian por
incremento cualitativo de cruces y asociaciones, uniendo potencia a complejidad.
“Con-tacto” es más que “consumo” y más que el fetichismo de los “medios”.
Como señala Rosalía Winocur: “La importancia de convivir con los medios
supera en mucho a la de consumir sus contenidos” (Winocur 2002: 25).

Las redes son comunicación indexical, con-tactos corporales no-objetivables y no-


enunciables, y sin embargo densas de sentido, que ponen la acción al nivel
primario de la percepción (Merleau-Ponty 1997), en la fábrica misma de las
concepciones del mundo, de las sensibilidades y del sensorium (Benjamin 1982).
Acorde con la importancia creciente de las masas y sus aspiraciones, con su
“sentido para lo igual en el mundo”, Benjamin reconocía en las primeras décadas del
siglo XX que la reproducción técnica (especialmente en el cine, pero no sólo)
producía un acercamiento general de las cosas, permitiendo tocarlas y adueñarse
de ellas (Benjamin 1982: 24-25). Algo semejante sucede en la experiencia corporal
masiva de estar-en-red y es a lo que me refiero como “con-tacto”. Por eso hay ahí
un poder relativizador por heteroglosia, muy junto a la sombra del sentido común,
donde la percepción es encerrada en la estereotipia y/o puja sentidos críticos. 11

Por la vía de las redes será superada la hegemonía audiovisual. Suena sin duda
paradójico que el aparente distanciamiento de los cuerpos en su masa logrado por
las tecnologías audiovisuales sea concebido como experiencia del conjunto
corporal en contacto; pero la lectura indexical de la comunicación audiovisual

11Gianni Vattimo, en La sociedad transparente, plantea esta relativización estética del sentido de “realidad”
operada en el contexto de la expansión mediática, aunque no le da esta radicalidad crítica en la semiopraxis
popular (Vattimo 1996: 78-86).

14
pone de relieve la corporalidad (oculta) como el nivel primario, y la experiencia
audiovisual aparece así como aquella que removió la oscuridad letrada del
cuerpo (Verón 2001; Ford 1994); con lo que aquel distanciamiento de los cuerpos
se muestra como aparente y en verdad se ha tratado de una extensión (intensiva)
de las posibilidades del con-tacto. Dicha densificación del contacto “masivo” (dudo
en usar el término por lo que tiene de disolución de las diferencias, cuando en
verdad lo estoy usando para expresar una densificación intercultural de mestizajes
y sincretismos, por aquello que tiene de “popular” y de encuentro de mayorías;
Martín-Barbero 1998) deconstruye la fijación greco-occidental en el “ver-decir”,
en la conjunción de éidos y lógos, como campo de experiencia privilegiado para el
conocimiento, para la ética, para la estética y para la política (Grosso 2002a) y que
aún la valoración generalizada de la fenomenología no ha sobrepasado.

El concepto dominante de “conocimiento”, en nuestros contextos poscoloniales,


descansa en el des-conocimiento de nuestra interculturalidad (Grosso 2004), tanto
en su dimensión epistemológica como en su polémica oculta con los lenguajes
naturales de nuestros cotidianos. Por eso el concepto de “hermenéutica doble”,
con el que Anthony Giddens se refiere a que siempre la vida social que estudian
las ciencias sociales está preinterpretada y es posinterpretada por los actores que
se agencian de ella en sus mundos prácticos, tiene entre nosotros un dramatismo
adicional, de hondura histórica y etnocultural, que hace imposible que pueda
pensarse como una “hermenéutica” serena o conciliadoramente dialógica lo que
sucede en el abismo intrincado de pliegues y confrontaciones de aquel reductivo
“doble”. La situación es más que “doble” y su heteroglosia está sembrada de
huecos, conmocionada de emergencias y abigarrada de pliegues. Esto sumado a
que, para Giddens, el proceso está orientado en vía única, hacia una mejor
comprensión científica de la vida social, correctiva y traductora. (Giddens 1995;
1997)

15
Esas rupturas sepultadas seguirán cobrando su colonialismo secreto, y con mucha
más fuerza, cuando este “conocimiento del des-conocimiento” atraviese con
mayor efectividad la vida social, hasta su reificación tecnocrática (que pesa ya y
fuertemente en los slogans: “sociedad del conocimiento”, “gestión social del
conocimiento”…) Pero, a su vez, en la hegemonía de las redes de contacto, en
cuanto formación de poder en la que se desencadena el diálogo intercultural de los
cuerpos, los usos populares desmitifican, trayendo a la superficie social la potencia
estética y sensible de las creencias cotidianas, la enorme capa del
(des)conocimiento que nos cubre, y ponen en acción la (re)apropiación popular-
intercultural del “conocimiento” occidental dominante. Un cierto cinismo crítico
voltea lo público del lado de la “malicia” indígena, del “cimarronaje” negro, del
“embrujo” femenino, y de otros recodos y derivas, en las redes interculturales
(“capital económico, social, cultural y simbólico”, en términos de Bourdieu) que estas
matrices epistémicas se agencian (Grosso 2007a; Bajtin 1990). Es la red de malicias,
cimarronajes, y otros poderes de sentido, lo que debemos constituir en posición
teórico-metodológica de una ciencia social que se disloca de la teleología
“científicamente orientada” de la “hermenéutica doble”; ésta es la acción táctica
popular en la tan mentada “sociedad del conocimiento”.

El impulso popular de la modernidad social dio lugar, en una primera época (difícil
de fechar, pero que, según los contextos, puede ser el siglo XVIII, o la segunda
mitad del siglo XIX, o la primera mitad del siglo XX), a las extensiones y
predominio del verse y oírse, lo cual tuvo ciertamente impacto en el sentido de
“pueblo”, expresado en la autorrepresentación, en la manifestación y en la
asamblea multitudinarias, e hizo posible reconocer, y reconocerse, como “culturas
populares”, con sus maneras de hacer en el cotidiano (De Certeau 1980; Martín-
Barbero 1998). Pero en aquel impulso hay un sentido que se orienta, cada vez con

16
mayor contundencia, hacia las extensiones y predominio de las solidaridades en
el estar–en–con–tacto, logrando presiones de mayoría (virtuales in corpore), siempre
no obstante localizadas, aún más fuertes incluso que las pasadas, segmentarias,
pudiendo alcanzar gran escala. No se trata ciertamente de una ampliación de los
usuarios de la argumentación racional en una “opinión pública” ilustrada (pero,
de cualquier modo, ¿sería la lógica nuestra salvación?); por el contrario, se trata
de una profundización democrática (hundida por luchas) en las racionalidades
prácticas en las que los cuerpos enuncian sus tramas de sentido y poder.

¿Cómo las tecnologías del contacto posibilitarían una más intensa


interculturalidad? Las nuevas solidaridades, al contrario, ¿no constituirán bloques
cerrados de un gregarismo a ultranza, confirmando los diagnósticos de un
“choque de civilizaciones” à la Samuel Huntington y de neo- o paleo-
fundamentalismos? No será posible el primer sentido, en modo alguno, si nos
afirmamos en el prejuicio ilustrado de que el cuerpo masifica y de que la lógica
(lingüística), con su razonamiento claro y distinto, introduce el pensamiento
crítico en la vida social. El pensamiento lógico (lingüístico) moderno produce
análisis (y tal vez una de las expresiones críticas más radicales de este poder de
análisis es el “socioanálisis” de Bourdieu; pero también esta Semiología Práctica); si
embargo, en la semiopraxis popular, en su impulso de modernidad social, hay otro
plano (“meseta”) de la crítica que trabaja en/a través de la burla, la risa, el
desplazamiento de los cuerpos en las relaciones de poder, las fugas metamórficas,
las reacentuaciones ... todos ellos trabajos, desvíos y torsiones que rompen las
inercias, las estructuras de clasificación y las clínicas del sentido en las que la
interculturalidad ha sido fijada y colonizada, desoída y acallada, en segmentos de
acción formalizados y estereotipados hasta el simplismo, sepultada en su poder
epistémico-práctico de hacer-sentidos. Éste ha sido el verdadero temido al que
atacaron las tecnologías ilustradas de la Modernidad (Foucault 1984; Grosso 2001;

17
2005b) y al que atacan las tecnologías del mercado y del consumo.

En dicha semiopraxis popular, la oposición crítica fundamental no es la de las


tradiciones religiosas (secularizadas como “ideologías”) y la argumentación
racional. Que el fundamentalismo y el dogmatismo sean la única expresión
posible de lo religioso es un prejuicio ilustrado y que afecta a las grandes
religiones del Libro. Las culturas populares latinoamericanas han sobrepasado
(incluso en el caso, lleno de ambigüedades, de los numerosos grupos evangélicos
procedentes de EEUU: guerra religiosa a la carnavalesca “católica” armada de
usos eufóricos y apocalípticos, hiperbólicos, de la lectura) la hegemonía letrada en
el campo religioso. Tal vez los sincretismos y mestizajes semiológicos en el campo
religioso (“católico”) latinoamericano, a lo largo y a lo ancho de los períodos
colonial y nacional (así como las diversificadas formas protestantes y el
barroquismo postridentino lo fueron en el caso de Europa), han sido y siguen
siendo más bien los movimientos primarios de la modernidad social en la gestión
de lo público, que no han logrado en definitiva poner bajo control los sectores
dominantes, y por ello mismo tal vez constituyan una matriz genésica de toda
praxis crítica: allí donde los poderes y sus metamorfosis se sacralizan, y de esa
manera se ocultan y se simulan, ellos necesaria y políticamente contienen y
desbordan, siempre vinculan deformando.

No es cierto que en los cuerpos y su semiopraxis esté la menor posibilidad de


hacer-diferencia, el mayor simplismo de la interculturalidad, sino lo contrario: las
prácticas juegan con las mayores posibilidades de sentido y de acción entre unos y
otros. Las culturas populares en su modernidad social no sólo democratizan la
política, sino también (junto con ella) el conocimiento, la teoría social, el sentido y
la crítica; ése es el poder “deconstructivo afirmativo” (Derrida 1997) que ellas
tienen. La crítica, en las formaciones hegemónicas de las redes de contacto,

18
pertenecerá a la historia de la crítica operada por las culturas populares. Porque
también en el campo de la crítica hay dominio y poderes en pugna: formas de la
crítica reconocidas, consagradas, dominantes, silenciadas y desconocidas. Los
juegos de poder no se detienen; ahí se queda corto el “socio-análisis” de
Bourdieu, demasiado amarrado al optimismo (ideológico) de la Ilustración.

La semiopraxis crítica del contacto alcanzará su mayor campo de acción en la


experiencia de las mayorías populares, localizadas y dispersas, en red, expandidas
a las periferias migratorias globales, recreada en procesos de socialización
primaria: la música, la comensalidad, la gestualidad, el afecto, la proxemia, los
olores, los colores, etc., que exceden, en ese mismo nivel, el régimen
massmediático del consumo, de la estética dominante y de la estereotipia
audiovisual “multicultural”, estableciendo así luchas culturales y simbólicas 12

radicales. Una tecnología es desarrollada cuando un interés social así lo impulsa o


exige; hay siempre una fuerza cultural a la base del desarrollo tecnológico como
innovación social. Las tecnologías del contacto corresponden a los nuevos campos
de experiencia y de acción en los cotidianos, semiopraxis crítica popular que pone
en marcha las nuevas luchas simbólicas de la modernidad social, descolonizando el
conocimiento e intensificando los discursos etnoculturales de los cuerpos, como
trabajos culturales en el espacio del mundo ensanchado y de largo plazo.

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“Luchas culturales” es la expresión de Antonio Gramsci, y se refiere a la confrontación de horizontes de
concepción del mundo en un escenario determinado (por ejemplo, la escuela); “luchas simbólicas” es la
expresión de Bourdieu para referirse a la agonística social entre actores que simulan, con el capital
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