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PROFUNDO PÚRPURA

Pedro Conde Sturla

Su Eminencia Reverendísima terminó de firmar unos papeles


sobre el escritorio de caoba centenaria y ordenó que hicieran entrar a
la muchacha y la muchacha entró como quien dice envuelta en una
nube de velos vaporosos, flanqueada literalmente por una corte de
camareras solícitas, piadosas, que a su paso esparcían agua de rosas.
Aquella nube de velos vaporosos, que apenas la ceñía dulcemente,
respondía a las más leves ondulaciones de su anatomía, y en medio
de esa corte de camareras solícitas, piadosas, parecía santa de altar
en procesión, mecida al viento. Las camareras solícitas, piadosas, se
cuadraron, se humillaron religiosamente en presencia del Príncipe
aun más piadoso y la presentaron un poco en actitud de ofrenda -la
ofrenda de la virgen- y un poco también a manera de trofeo,
esperando por supuesto su aprobación. Respetuosamente
descorrieron la nube de velos vaporosos que cubría su cuerpo

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impúber. La nube de velos vaporosos cayó al suelo sin vida, como
un cuerpo sin alma, y la muchacha infeliz quedó en pelotas,
ruborizada un poco y sorprendida. En cambio los ojos del Príncipe
piadoso cobraron otra vida. Sus pupilas se dilataron, por no hablar
de otra cosa, y agradeció infinitamente al Señor por aquel regalo del
cielo. Era una campesinita preciosa, deliciosa, blanquita delgadita,
bañadita, desnudita –de las que se cosechan todavía en los cerros de
Gurabo-, con unas teticas largas y afiladas como puntas de lanza,
piernas torneadas como quien dice a mano por el mucho subir y
bajar lomas y unas nalguitas tímidas, puyonas, un poco cohibidas y
esmirriadas, que parecían de juguete, nalguitas de fantasía, como le
agradaban a su Eminencia, que era parco en sus gustos. Alabado sea
el Señor.
Bueno, en honor a la verdad, aquel espécimen, aquel magnífico
ejemplar montuno de la sierra, campesinita blanca y desnudista y
virgen, intocada, no era un obsequio del Señor, directamente al
menos, ni tampoco del cielo, sin descartar por supuesto la
intervención, la voluntad divina, porque por algo estaba allí, en
presencia del siervo de Cristo. Provenía más bien de sus fieles de la
Diócesis de Santiago –mano de Dios en cualquier caso- y sobre todo
de la fidelidad condicional del obispo, al cual tendría que pagar su
peso en whisky. Cuatro o cinco cajas por lo menos de las muchas
docenas que le enviaban en Navidad. Whisky Pinch, por lo menos,
de doce años. El obispo era puntilloso en esa materia y tenía un
paladar refinado. Su amor a Cristo era casi tan grande como su amor
al whisky.
Sin apartar los ojos de su presa el Príncipe Piadoso la devoraba
intensamente -boccato di cardinale a no dudar. La imaginaba
Salomé, sin Herodes, tendida en su blanquitud en una cama, sobre
una sabana negra, quizás roja, y en su interior tocaban a gloria todas
las campanas del pecado, el sexo alegre bajo la sotana. Pero lo que
sus ojos apreciaban lo despreciaba su fino olfato, su finísimo olfato
de gourmet consumado, hecho a las exquisitas mesas del Vaticano
donde tantas veces había desayunado y conversado con el papa en
perfecto itañol, sin mencionar cenas y banquetes. Un aleteo leve en

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las ventanas nasales denunciaba su desaprobación o disgusto. Huele
a pobre.
Allí no había nada que hacer sino bañarla de nuevo porque la
muchacha había sido pobre toda la vida y el olor no se le quitaba a
pesar de cinco baños corridos. Olía a pobre serrana y el olor no se
quitaba y quizás no se le quitaría a pesar de los baños ni se le
quitaría en toda la vida, ni la pobreza. Su Eminencia Reverendísima
hizo un gesto apenas perceptible apenas suficiente para indicar que
la audiencia había terminado por el momento y las camareras y la
virgen se retiraron hasta el próximo baño.
Media hora más tarde la corte de camareras solícitas, piadosas,
volvió a entrar sin anunciarse en compañía de la virgen envuelta
como quien dice en una nube de velos vaporosos. Y la exhibieron de
nuevo, desnudita, a manera de ofrenda y de trofeo. Esta vez la
habían estregado y enjuagado y exprimido varias veces como a un
trapo, la habían sumergido en una bañera con agua más caliente que
tibia de sales perfumadas, la habían ungido con cremas, aceites y
afeites y la virgen parecía limpia, pura e inodora. Más bien parecía
despedir un halo de gloria. Pero el Príncipe Piadoso no se distrajo de
sus menesteres, firmaba papeles y papeles y no levantó la cabeza, no
se dignó mirarla a pesar de que la virgen despedía un halo de gloria.
El discreto movimiento de sus narices anunciaba, de nuevo,
desaprobación. Huele a pobre.
Cuando la trajeron por última vez pasó la prueba. Ahora estaba
deslavada, deslucida, translucida, casi a punto de botar la piel, como
si la hubieran restregado con lejía, pero olía verdaderamente a
limpio, limpito. Y además no aguantaba más baños ni refregas.
El Príncipe Piadoso ordenó que la llevaran a su recamara y
respiró satisfecho. Después hizo un alto en el trabajo y fue a mirarse
al espejo, aquel espejo gigante del vestidor que lo retrataba de
cuerpo entero. Mirarse al espejo, varias veces al día, era un ejercicio
gratificante, una forma de relajarse y aliviar el estrés, una terapia.
Mirábase, pues, complacido al espejo -de soslayo, para lucir más
coqueto- y ocasionalmente demoraba en el trámite, inmerso en una
especie de trance, el éxtasis de los místicos. En realidad se extasiaba

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en lo que veía. Era un príncipe, un verdadero príncipe, con el traje a
la medida de Maquiavelo. Aquí se lo puede ver ahora, plantado
frente al espejo que no miente, y desde aquí se pueden deducir los
aspectos fundamentales de su personalidad en términos del ilustre
florentino fundador de la ciencia política:
Si algo caracteriza su figura es la apostura, amén de la
impostura. Si una palabra le cuadra de cuerpo entero es altanero. Si
una cualidad lo define es la arrogancia. Si alguna vez un rasgo de
soberbia fue típico de alguien, el hombre es, sin duda, típicamente
soberbio. Jamás –en honor a la verdad- ha cometido este Príncipe
pecado de humildad. La humildad que es al santo lo que a la mar el
pez, no enturbia su conciencia. En un palacio vive este siervo de
Cristo que nunca se rebaja en el amor al pueblo. Las masas que para
uno eran ovejas, las tiene el otro por chusma. De la intolerancia ha
hecho virtud, de la indolencia divisa. La ostentación es su vicio. Su
moral es el poder, su única patria el poder, el único santo de su
devoción es el poder. Amén del Vaticano, que es también, y sobre
todo, el poder.
Al Vaticano apuntan sus ambiciones. Grupos de oración
generosamente retribuidos, a Dios rogando y con el mazo dando,
piden al Celestísimo la pronta conversión del Príncipe en heredero
del trono de San Pedro. En corrillos y mentideros se hace correr la
bola, en círculos generalmente bien informados se rumia, se rumora,
se comenta que el Príncipe es papable, molto papabile.
Pero el Príncipe tenía un problema de imagen, una fractura en
su imagen pública como decían los especialistas. La soberbia que
ejercía, por supuesto, en nombre de Cristo y su fama de tenorio le
habían creado una mala reputación. Por mucho que se esforzara,
tenía más aspecto de dandy que de pastor de almas. Por mucho que
practicaba –juntando las manos a la altura del pecho en actitud
contrita- no lograba asumir convincentemente la típica pose de santo
que era de rigor en su profesión, su profesión de fe. De hecho, nunca
lucía más taimado que al tratar de fingir la perversa virtud de la
inocencia.

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Además, su Eminencia Reverendísima, candidato al solio
papal, era como ya se podrá imaginar alérgico a la multitud, un
secreto a voces. De la multitud –la chusma- emanaba el olor a pobre
que su Eminencia reprobaba como si fuese el mismo olor del
demonio y en una procesión de Semana Santa estuvo a punto de
desmayarse. Pero fue en misa, una misa solemne en la Catedral,
donde perdió el control un día que oficiaba transformando el pan y
el vino en cuerpo y sangre de Cristo en presencia de atildados
funcionarios del gobierno de turno. La mayoría de los funcionarios
habían dejado de ser pobres nada más tomar posesión de sus
canonjías y andaban con escolta y vehículos de lujo, y trajes a la
medida –por no mencionar el oro y los diamantes de los Rolex de
doce mil dólares- pero algunos seguían oliendo a pobres por debajo
y por encima de sus elegantes y costosas vestimentas. Durante la
comunión, cuando su Eminencia Reverendísima, ofrecía la ostia
consagrada, lo agredió un tufo agrio y salvaje, mezcla agraria y letal
que aturdió sus sentidos: la sobaquina del senador de una provincia
del sur, que no era adicto al baño y se había bañado en perfume de
París de Francia. Y allí mismo, sobre sus fieles arrodillados y
adinerados, vomitó su Eminencia la sangre y el cuerpo de Cristo.
La envidia, la maledicencia, los comunistas, el bajo clero e
incluso el imperialismo tenían mucho que ver con su mala prensa en
el país. Ya se sabe, por demás, que nadie es profeta en su tierra.
Porque en Roma, lo que se dice Roma, es decir en el Vaticano,
gozaba de inmenso prestigio y se encontraba por los menos entre los
veinte favoritos a la sucesión del Santo Padre polaco, que no
reparaba en chismes y nimiedades sino en el don de autoridad y
ciega obediencia. Con la ayuda de ciertos capitales criollos
depositados oportunamente en el Banco Ambrosiano, le bastaría
quizás un empujón, un empujoncito para ceñir la tiara y lucir el
anillo de Borgia, salvo que el Opus Dei –enquistado ahora en las
más altas instancias eclesiásticas por obra del mismo polaco- no
dictara otra cosa.
Ya podía imaginarse, sin embargo -para envidia de todos los
envidiosos- sentado en el trono de Pedro, pero a manera del Zeus o

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Júpiter de Fidias, a escala monumental. Imponente, macizo,
cuadrado, pedante, engreído, envanecido. Lo último que se le podría
imputar -como decía una periodista atea, comunista y disociadora-
sería algún tipo de mansedumbre de espíritu. Y ni falta que le hacía
Si no tenía la apariencia de un pescador de almas como el maestro y
sus discípulos, a su manera pesca y peca mucho. Enfundado en su
púrpura, por ejemplo, el príncipe enloquece a las infantas y muchas
veces pesca y peca. A su Eminencia Reverendísima -su Eminencia
Gris a no dudar- se le antojaba mejor ser un patriarca bíblico. Largos
años de vida, dulce follar asaz, larga progenie, mucho pescar y pecar
y después la redención. Judaísmo y cristianismo, a diferencia de
otras religiones, no tienen sentido sin la redención del pecador.
Había, pues, que pescar y pecar. ¿Qué otra cosa habían hecho David
y Salomón? ¿Quién era él para oponerse al mandato divino?
La maledicencia, solamente la maledicencia, confundía su
pasión por las vírgenes con concupiscencia cuando en realidad no
era más que devoción, recordación o rememoración del culto
mariano, virgo aparte que se perdía para siempre porque no era el
Arcángel San Gabriel ni las tomaba como palomita ni como Espíritu
Santo.
Su devoción por el culto mariano revestía, sin embargo,
implicaciones más íntimas, profundas. Su Eminencia Reverendísima
tenía fantasías eróticas con la Virgen. La Virgen se le aparecía en
sueños con la figura de una corista escultural del Petit Châteu a la
que había conocido durante una correría nocturna (de incógnito, por
supuesto), y hacían y deshacían el amor toda la noche, la poseía y la
desposeía, la desfloraba y volvía a florecer –por ser la Virgen- y su
sueño se poblaba de murmullos y gemidos celestiales.
La primera vez que le sucedió se despertó temiendo por la
salvación de su alma y estuvo casi a punto de pedir un confesor,
pero tras breve reflexionar comprendió que sólo podía tratarse de
otra manifestación de la gracia divina. Comprendió que era mejor,
mucho mejor, dejar las cosas como estaban, entre él y la Virgen, y
desechó la confesión por si acaso. Más adelante se impondría una

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penitencia, tantos Padre Nuestro, tantas Ave María, el cilicio estaba
descartado.
No es que fuera un fanático creyente y ni siquiera un beato
sincero de esos que veía dándose golpes de pecho como mazazos en
misa, pero fingía serlo, tenía que fingirlo aunque fingía mal. Todo lo
que tenía -aquel palacio, el poder, la cuantiosa fortuna- lo debía a la
fe, a la ostentación de la fe. Había que ser discreto en todo caso, en
materia de fe, prudente, mantener las apariencias en un mundo de
abrojos y reptiles.
Monseñor Rosas, obispo de la diócesis de La Vega, era un
diestro en esa materia. Dominaba en grado superlativo el arte de la
simulación. Era, de hecho, el perfecto simulador que a su Eminencia
le habría gustado ser. Nadie como él sostenía en público y en
privado esa máscara de beatitud tan parecida a la estupidez. La
ternura y bondad en el rostro, la sonrisa almidonada, la mirada
almibarada detrás de los lentes bifocales, dulce, amable,
complaciente. En el más estricto sentido, era un hombre de iglesia,
uno que servía a la iglesia más que servirse de ella. Con la burguesía
empresarial que financiaba los placeres mundanales de otros
obispos, mantenía relaciones cordiales y distantes, no exigía
contribuciones para la sustentación de la sede episcopal, no hacía
vida social, estaba ausente en banquetes y recepciones. Montaba un
carro, un automóvil de poca monta y se sentaba al lado del chofer
para conversar, sin pretensiones de gran señor. Además, alguna vez
apoyó la lucha del pueblo de Bonao contra una multinacional
depredadora. Su Eminencia Reverendísima lo admiraba y le temía.
El obispo combinaba su aparente mansedumbre con un concepto
sicorrígido en materia de fe. Debajo de su lana de oveja vivía el
inquisidor, un eclesiástico fundamentalista que reivindicaba para la
iglesia católica el patrimonio absoluto de la verdad –en oposición,
incluso, al Santo Padre, que optaba por la pluralidad de los tiempos-
y tronaba desde el púlpito contra las sectas religiosas para las cuales
pedía el fuego de las hogueras medioevales y renacentistas. A él no
le habría confiado en otra época, y ni siquiera en la actual, sus
amoríos con la Virgen.

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En el extremo opuesto, diametralmente opuesto al modelo de
conducta casto y sobrio que representaba monseñor Rosas, había
otros personajes cuyo historial pertenecía al dominio de la dolce
vita, y al de la opinión publica por supuesto. Entre todos ellos
sobresalían el obispo de Santiago y monseñor Pipilino, dos rivales
ostentosos cuyas pugnas ponían en entredicho el buen nombre de la
iglesia.
El obispo de Santiago -el hombre del anillo- era adicto al
whisky y a la opulencia. No era un cura de iglesia, era un cura de
ricos, y además un rico empresario, pero los ricos no siempre
agradecían su presencia, o mejor, su omnipresencia. De hecho no
había ceremonia pública o privada, oficial o religiosa a la cual no
asistiera. Se atiborraba de whisky en los banquetes de la alta
sociedad y nadie le pasaba por el lado sin que tendiera la mano para
que le besara el anillo. Si notaba que alguien se mostraba reacio, la
bajaba más de lo normal para obligarlo a doblar la cerviz.
Gracias a sus notables influencias, el obispo imponía su
presencia cuasi honorífica en la junta de directores de un banco y
varias empresas privadas. Una de ellas –especializadas en el negocio
de recogida de la basura- recibía mensualmente del gobierno una
dádiva, una subvención millonaria. Y entre otros múltiples
privilegios, el mismo gobierno le concedía cada año la exoneración
de vehículos de lujo –los más lujosos de la ciudad, acordes con su
condición de ministro del Señor- y además de la exoneración recibía
desde luego jugosos descuentos de compra por parte de los
empresarios y mantenimiento gratis en los talleres de mecánica, sin
hablar de viáticos y combustible. Cuando viajaba en avión lo hacía
en primera, con boletos costeados por la generosidad de los
empresarios. Otras veces viajaba como invitado –o haciéndose
invitar- en avión privado con la flor y nata de la oligarquía
santiaguense, que tenía unos gustos sofisticados. Ir de compras a
Miami o simplemente a cenar, asistir a partidos de pelota en Atlanta,
esquiar en Aspen. Aparte de esas minucias el obispo requería
cuantiosos óbolos para su manutención y el empresariado había
comenzado a resentirse. Mientras tanto, bajo su mando y desidia, la

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diócesis languidecía, se desplomaba por incuria. Algunos escándalos
financieros, las quejas de la burguesía, líos de faldas y alcahuetería
mancillaban el esplendor de la púrpura, y el obispo famoso ya por su
codicia estaba a punto de saltar del trono. De hecho, su caída era
inminente. En las altas instancias vaticanas se habían hecho los
aprestos. Su Eminencia Reverendísima estaba al tanto y lo deploraba
profundamente, le harían falta sus servicios. En breve el obispo
renunciaría a la preciosa, a la preciada sede por su propia voluntad
públicamente, pero privadamente a petición del Vaticano. No
renunciaría eso sí a la vida social, la dolce vita, realización de la
gloria divina en el goce terrenal. Allí estaría, seguiría estando
durante mucho tiempo el futuro obispo emérito (léase jubilado) en
banquetes y recepciones, presente y repelente como la mosca en la
sopa. Todo un personaje.
El otro personaje, monseñor Pipilino, ostentaba sin mérito el
flamante cargo de director de una institución eclesiástica de estudios
superiores, que en otras circunstancias habría correspondido, por
ley, al mismo obispo en desgracia. Pipilino no se destacaba en
público por su excesiva afición al whisky, pero compartía con el
obispo la pasión por los autos de lujo. Con el mismo celo cultivaba
relaciones al más alto nivel social –relaciones cautivas, de
intercambio desigual-, y con el mismo desenfado reclamaba villas y
castillas para el sostenimiento de su feudo.
Pipilino no era un cura cultivado y de finas manera como el
obispo, era más bien un cura rústico, iletrado y preparlante, pero
tenía un corazón de oro y, a pesar de sus limitaciones, cierta
amplitud de miras y habilidades insospechadas. Dueño de empresas
y haciendas, aparte de la riqueza y el boato amaba a los perros de
raza, la política y las mujeres, aunque no necesariamente en ese
orden ni en ese número. Como buen cristiano eran múltiples sus
intereses. Los perros, sin embargo, y las mujeres eran su pasión
primaria, y después la política. En cuanto a la crianza de perros -y de
mujeres- se había hecho de fama. Nadie en el país tenía mejores
castas de Pastor Alemán –ni mejores hembras. A los perros los
educaba con mimos, con esmero, los mandaba a curar a una clínica

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especializada en Nueva York cuando se enfermaban, pero las
mujeres tenían que conformarse con la medicina local. Esa
discriminación aparente tenía una justificación ética. En su
dedicación a los perros de esa raza Pipilino veía una especie de
parábola o referencia al Gran Pastor de ovejas, nuestro Señor
Jesucristo, mientras que las mujeres eran un hobby, una afición, un
entretenimiento no exento de filantropía. Pipilino no era un tenorio
sino más bien una víctima de la tentación de la carne, un mujeriego
compulsivo. De ahí que fuera poco discreto, además. En sociedad
con un jerarca del Partido Reformista mantenía un harem, un
serrallo en una finca del kilómetro 22 de la autopista Duarte, tenía
cantidad de queridas en las cuatro esquinas del territorio nacional,
salía frecuentemente con secretarias jovencitas y se dejaba ver en
los fastuosos balnearios mejicanos de Cozumel y Cancún en
compañía de mujeres con cuerpos de apaga y vete, cuerpos
monumentales cubiertos apenas por tiritas y tirantes. Pero el tema
era tabú. Público y tabú. Nadie en su sano juicio, en la prensa radial,
televisada o escrita se atrevía a tocarlo bajo pena de exclusión,
expulsión o censura, aparte de la posible perdición del alma. El
poder terrenal de Pipilino, gracias a su larga hoja de servicios a la
política criolla, iba más allá del poder espiritual. Su protagonismo
político ponía rojo de envidia a su Eminencia Reverendísima.
Muchas cosas no se movían en el país sin la intervención y anuencia
del gran mediador que era Pipilino, el árbitro por excelencia, el
hombre clave para redimir entuertos y diferencias entre las cúpulas
mafiosas de los partidos del sistema. Su Eminencia Reverendísima
era la máxima autoridad eclesiástica -inferior sólo al papa-, pero en
materia de política esa autoridad la suplantaba, la ejercía muchas
veces su subalterno, el monseñor Pipilino. De hecho, Pipilino llegó
al punto de creerse imprescindible en el manejo de tales asuntos, y
su vanidad lo movió a cabildear un helicóptero (con el gobierno,
primero, y los empresarios después) para cubrir sus frecuentes
desplazamientos sobre la media isla, pero la iniciativa fue
desestimada, rechazada de plano por desproporcionada y absurda.

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A su Eminencia Reverendísima –envidia aparte- le
preocupaban menos las aventuras galantes de Pipilino que las
últimas noticias sobre el párroco de frontera en Jimaní. El pueblo era
tolerante en muchos sentidos y había multitud de curas
discretamente amancebados que no llamaban a escándalo. Pero el
pecado nefando era otra cosa. Las aberraciones del párroco de
Jimaní eran alarmantes y las cartas de quejas, protestas, denuncias y
querellas judiciales se amontonaban sobre su escritorio de caoba
centenaria. El párroco se había cogido, literalmente, con los niños.
Tenía predilección por los varoncitos y ya había derrengado a dos
haitianos y cuatro o cinco criollos con un falo desmesurado que
utilizaba, al parecer, a manera de ariete. Habría que tomar medidas,
por supuesto, a su debido tiempo. Por lo pronto una reprimenda, un
cambio de sede.
Sin embargo, el problema peor que confrontaba la jerarquía
eclesiástica era el de los curas enganchados a comunistas, curas
rebeldes, pendencieros, desobedientes, enfrentados a la autoridad
terrenal y espiritual, curas idealistas de la peor ralea, ingenuos que
se tomaban en serio lo del amor al prójimo, y para más peor,
insobornables. El párroco de Cristo Rey, por ejemplo, un barrio
populoso de la ciudad capital, era un incordio. Vivía agitando
siempre a favor de los pobres, criticando a los ricos, atacando al
gobierno, incumpliendo órdenes superiores, fomentando huelgas y
protestas y hasta lanzando piedras contra inocentes y mansos
policías. Jodiendo todo el tiempo con la vaina de los pobres –pobres
por aquí, pobres por allá, como si los pobres no hubieran existido
siempre-, pidiendo para los pobres, reclamando para los pobres y
además oliendo a pobre. A él no lo habría recibido en audiencia sin
vomitar las tripas. El muy fanático no reparaba en el hecho de que
Jesucristo había sido pobre y que el mejor homenaje a Jesucristo era
ser pobre. Si a la iglesia la había colmado de riquezas era para mejor
servirlo, desde luego.
El párroco de Cristo Rey –como todos los partidarios de la
llamada teología de la liberación con la cual el Santo Padre polaco
había barrido felizmente en América Latina- era a su juicio un

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detritus social, un resentido, una escoria, un estorbo, un cuerpo
extraño, un indeseable, un tipo zafio, mendaz, desaguisado, entre
otras cosas, y tenía asegurado ya su pasaje al caño de las aguas
negras. Las medidas, en este caso, serían enérgicas y no se harían
esperar. A Namibia lo iban a mandar en calidad de sedicioso, al sur
de África. Allí había más pobres que gentes, allí estaría entre los
suyos, allí se hartaría de joder a favor de los pobres, allí terminaría
de ponerse hediondo a pobre de por vida en nombre de Cristo.
Aunque Cristo –por razones de santidad y sentido común- no olía a
pobre. Olía a incienso y mirra como la Virgen.
¿La Virgen? Su Eminencia Reverendísima movió la cabeza
para sacudirse del pensamiento la imagen del párroco y recordó que
en su recámara lo esperaba la otra virgen bien lavada. La pasaría esa
noche por las armas.
En realidad la virgen sintió esa noche como si le hubiera
pasado un rodillo por encima. Aquel hombrote cuadrado, macizo, se
acercó a su lecho y sin mediar palabras hizo la señal de la cruz y la
bendijo, se quitó la sotana -debajo de la cual no usaba ropa interior-
y se le vino encima con una espada caliente y la ensartó como a una
salchicha. La dejó estrujada, maltrecha, con la sensación de no tener
un hueso sano. Fiel al mandato de la iglesia, su Eminencia no usaba
condón.
En las horas siguientes durmió como un corderito junto a la
corderita -que no pegó los ojos-, entre sábanas manchadas en
testimonio del sacrificio de la inocencia. Se despertó temprano con
la conciencia limpia, alegre y ligerito. Lo despertaron, mejor dicho,
sus ayudantas de cámara. El baño estaba listo y lo bañaron y lo
perfumaron y masajearon como el atleta que era, y al terminar sus
oraciones y volver a la recámara ya habían dispuesto de las sábanas
manchadas y de la virgen. También estaban dispuestos en sus
percheros de caoba centenaria -con aquel brillo celestial- los
ornamentos litúrgicos de la Eucaristía Dominical que celebraría, en
breve, en la Catedral, y a la que asistiría el Presidente y su gabinete.
Los ministros del gobierno habían sido advertidos o amonestados
con relación a la delicada cuestión de los olores corporales, en

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especial un alto funcionario de la Secretaría de Cultura a quien se le
había prohibido la entrada por incorregible.
Sobre el robusto cuerpo de su Eminencia Reverendísima se
colocó el hábito y sobre el hábito el alba, el lienzo blanco, sinónimo
de pureza ritual y despojamiento de toda corrupción. Sobre el alba la
estola y la casulla de color rojo púrpura encendido, una especie de
manto a modo de poncho indígena, el elemento litúrgico por
excelencia para oficiar la Santa Misa. Sobre la casulla luciría la
gran cruz pectoral, el anillo pastoral en la mano diestra, el báculo o
cayado en la siniestra, la mitra de púrpura encendida coronando la
testa. Símbolos del poder episcopal en las grandes celebraciones.
Por un túnel discreto bajo el palacio arzobispal pasó a la
Catedral, envuelto como quien dice en la magia de los cantos
antifonales que anunciaban el Rito de Entrada, con el cual se inicia
la ceremonia sacra. Radiante estaba y bello como un sol, y su sola
presencia iluminó la nave. Con una inclinación teatral y un beso
saludó el altar venerado. Levantó en alto los brazos volviéndose,
para saludar, hacia la numerosa congregación de fieles, y en un
gesto consuetudinario compuso, sin proponérselo su mejor mueca de
desprecio. Dominus vobiscum. El Señor esté con vosotros. Y en
efecto, allí estaba.
a sara pérez por supuesto
(diciembre 2003/enero 2004

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