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Metrópoli, espacio público y consumo
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Metrópoli, espacio público y consumo

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En la actualidad, el espacio público se construye en torno a prácticas de consumo que los individuos articulan a partir de lo simbólico. Las metrópolis se han modificado alrededor de estos patrones, reconfigurando el espacio. En esta obra, los autores rescatan las tendencias y debates en torno a la transformación del espacio público y su relación con lo que consumimos; se trata de un estudio sobre la ciudad de México y su área Metropolitana en el que prevalece la mirada antropológica, el cual amplía la reflexión en torno a las formas de consumo individuales y grupales, haciendo de la ciudad su correlato. La metodología expuesta por Emilio Duhau y Angela Giglia en este trabajo, ofrece una guía para realizar trabajos rigurosos en temas urbanos.
LanguageEspañol
Release dateAug 16, 2012
ISBN9786071641694
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    Metrópoli, espacio público y consumo - Emilio Duhau

    153-164.

    Primera Parte

    La metrópoli: de la modernidad a la realidad contemporánea

    I. El orden metropolitano

    contemporáneo: entre la fragmentación y la interdependencia¹

    HACIA UNA TEORÍA DE LOS FRAGMENTOS URBANOS

    Desde diversas perspectivas, se ha afirmado de modo reiterado y respecto de ciudades por demás diferentes y situadas en distintas latitudes, que la metrópoli contemporánea, o para el caso las difusas galaxias urbanas que la habrían sustituido,² está constituida por un tejido urbano fragmentado espacial, social y culturalmente; un tejido urbano que ha estallado y está conformado por fragmentos que tienden a funcionar como islas dispersas e inabarcables desde el punto de vista de la experiencia de los habitantes. Si es así, ¿cómo dar cuenta de los procesos que la articulan y le otorgan sentido? ¿Se puede seguir hablando de la metrópoli o incluso de la ciudad, cuando lo que se invoca es precisamente lo urbano como conjunto de fragmentos?

    Nuestra propuesta a este respecto parte, de un lado, de la necesidad de considerar simultáneamente las lógicas propias de cada tipo de fragmento, con énfasis en la idea de tipo, en el sentido de que no se trata de una variedad indefinida y ni siquiera muy amplia. Y, del otro, de tener en cuenta la persistente interdependencia entre los fragmentos, en contraposición con las lecturas recientes que van en sentido contrario. Al mismo tiempo, nos parece importante asumir la necesidad de abordar las implicaciones que esta aparente oposición entre fragmentación e interdependencia supone, tanto en términos analíticos como en el ámbito de la gestión urbano-metropolitana. Consideramos que tanto el énfasis en la fragmentación como la tendencia a examinar un tipo de fragmento a la vez, sin tomar en cuenta ni siquiera la posibilidad de plantear una interrogante acerca de las relaciones entre los fragmentos urbanos, se deben en buena medida a una mirada que se limita a la observación del presente sin preguntarse por los procesos que han llevado a la metrópoli contemporánea a ser lo que es. Por nuestra parte, creemos que no es posible entender la problemática actual de las metrópolis contemporáneas y sus relaciones con la globalización si no se parte de los fenómenos que han dado forma a la metrópoli fordista. Es por ello que en lo que sigue, luego de una rápida revisión de algunas de las principales variantes de metropolización de la ciudad occidental que tuvieron lugar durante la segunda posguerra y de su evolución en el último cuarto de siglo, procederemos desde una perspectiva comparativa a presentar una propuesta de interpretación con la cual apuntamos a recuperar el concepto de orden urbano como categoría organizadora para pensar la unidad de los fragmentos metropolitanos.

    Cabe decir desde ahora que utilizamos el concepto de orden urbano en un sentido descriptivo-interpretativo y no normativo.³ Entendemos por tal el conjunto de normas y reglas, tanto formales (pertenecientes a algún nivel del orden jurídico) como convencionales, a las que los habitantes de la ciudad recurren, explícita o tácitamente, en su interacción cotidiana en el espacio urbano y por medio de las cuales establecen sus expectativas y organizan sus prácticas, relacionadas con los usos, la apropiación y los significados atribuidos a los espacios y artefactos de la ciudad.⁴

    Al utilizar el concepto de orden urbano partimos del hecho de que todos, en cuanto citadinos, cuando utilizamos, transitamos o permanecemos en y por el conjunto de espacios y artefactos que conforman la ciudad (vialidades, aceras, áreas abiertas de uso recreativo, locales de uso público, mobiliario urbano, semáforos, etc.), lo hacemos con base en ciertos conocimientos prácticos y aplicando normas y reglas relativas a su función, cómo deben usarse y cuáles son los comportamientos que en diferentes contextos y en relación con distintos espacios y artefactos los demás esperan de nosotros y nosotros esperamos de los demás. Y también adoptamos creencias y puntos de vista con respecto a las actividades y usos tanto del espacio público como del privado, que en diversos contextos son válidos (están autorizados o cumplen con cierto reglamento) o no lo son, o simplemente son adecuados o no en términos prácticos o incluso morales o de estatus social. En otros términos, se trata de la actualización cotidiana de lo que bien podríamos llamar, parafraseando a Bourdieu,⁵ un habitus urbano-metropolitano, entendido como un sentido del juego aplicado a la experiencia urbana.

    Por otro lado, cuando nos referimos a la metrópoli como agregado de una pluralidad de espacios urbanos distinguibles, en realidad conviene hablar de órdenes más que de un orden urbano. Esto, porque la metrópoli contemporánea, pero también su antecesora, es decir la metrópoli a la cual nos referiremos como fordista⁶ más adelante, está conformada por diversos contextos o hábitats urbanos resultantes de la asociación entre: 1) las diferentes modalidades de producción y organización del espacio urbanizado, 2) los diversos usos del espacio público y privado, 3) el tipo específico de relaciones que éstos guardan entre sí y 4) los conflictos dominantes por el espacio.⁷

    De modo que se puede considerar el orden urbano-metropolitano como la resultante de la coexistencia y articulación de los distintos órdenes asociados a variados tipos de contextos urbanos, que proponemos llamar ciudades. Éstas, como veremos más adelante, se originan en los procesos de metropolización característicos de la época fordista. No es casual, en efecto, que en los años sesenta, primero en los Estados Unidos y más tarde en Europa, cuando los procesos de producción de la metrópoli fordista alcanzan su maduración y dejan ver sus resultados en términos de las transformaciones de los territorios y de los modos de vida, diversos autores propongan la idea de la «muerte» de la ciudad o del «fin de las ciudades»⁸ para subrayar las radicales transformaciones de la ciudad moderna. Esta última, considerada como una entidad unitaria todavía reconocible y capaz de contener en su interior cierta dosis de heterogeneidad socioespacial, a raíz de los procesos de metropolización se diversifica y asume las diferentes fisonomías que resultan de los procesos de producción relativos a contextos urbanos diferentes. En ese sentido, nuestra propuesta de denominar a estos últimos como ciudades es una manera de dar por sentada la definitiva diferenciación socioespacial que deriva de los procesos de metropolización de la ciudad moderna.⁹

    Poner en el centro del análisis el tema del orden metropolitano permite recuperar la importancia de dos cuestiones que, si bien han sido abordadas en muchos casos en trabajos de gran calidad, no siempre son consideradas conjuntamente como creemos que debería hacerse. La primera de estas cuestiones tiene que ver con los cambios que a partir de los años ochenta vienen experimentando las grandes metrópolis latinoamericanas y el grado en que se están traduciendo en nuevas formas de la división social del espacio. Al respecto, consideramos que el excesivo énfasis en las formas emergentes —los espacios residenciales cerrados y su variante en modalidad de hábitat periférico de las clases acomodadas— tiende a desplazar como objeto residual la articulación cada vez más compleja de las formas preexistentes con las emergentes. La segunda es la convicción de que no es conveniente analizar los distintos componentes del mosaico urbano-metropolitano de modo aislado. Entre otras cosas, no sólo porque existen entre ellos vínculos de interdependencia, sino porque cada uno adquiere su identidad propia en contrapunto con todos los demás, lo que tiene profundas implicaciones en términos tanto de las prácticas urbanas como de la gestión urbana.

    Adicionalmente, creemos necesario plantear una propuesta de orden teórico-metodológico consistente en abordar las cuestiones anteriores en el marco de las distintas formas de producción del espacio urbano —en particular en cuanto hábitat, es decir, el espacio destinado a la vivienda y las funciones de reproducción agregadas— y su vinculación con la conformación de diferentes ciudades o contextos urbanos. Estas ciudades, al mismo tiempo que están subsumidas en un orden metropolitano en el que predomina una lógica funcional, tienden a constituirse cada una en otros tantos órdenes socioespaciales. Así, en las metrópolis latinoamericanas, pero no sólo en ellas, coexisten un conjunto de ciudades que, con la excepción de la que más adelante abordaremos como ciudad insular, lejos de ser un producto de procesos recientes, han sido heredadas de los procesos fordistas de metropolización, y en particular, en el caso latinoamericano, de una variante a la que podríamos denominar fordismo periférico.¹⁰ Como se verá más adelante, actualmente estas ciudades u órdenes socioespaciales experimentan procesos de reconfiguración y resignificación, tanto desde su interior —mediante la renovación urbana— como desde el exterior —con la producción de nuevos espacios—. Estos procesos se deben en particular a la acelerada difusión de nuevos equipamientos inductores de nuevas centralidades, a la proliferación de nuevas formas de organización del espacio de proximidad y al progresivo rediseño de los espacios urbanos en función del acelerado desarrollo de la automovilización. Esta última continúa siendo una forma de movilidad que sólo concierne de modo directo a una minoría, si bien cuantitativamente muy importante, de las poblaciones metropolitanas.

    METROPOLIZACIÓN Y ORDEN URBANO

    En función de la perspectiva que acabamos de esbozar, a continuación ilustramos desde una perspectiva comparativa cómo los procesos de metropolización han dado lugar en distintos contextos nacionales a configuraciones metro o posmetropolitanas diferentes pero que comparten rasgos derivados de la urbanización fordista. Se trata, sobre todo, de ilustrar la manera en que distintas combinaciones de órdenes urbanos coexisten en las metrópolis europeas, norteamericanas y latinoamericanas, y en particular en la Ciudad de México. Si la representación socioespacial del orden urbano típico-ideal de la ciudad moderna implicó la imposición y aceptación de un orden único aplicable a todos, nuestra hipótesis es que hemos transitado a una situación en la que se produce una creciente dificultad para gestionar la coexistencia de diferentes órdenes o ciudades, y su articulación en un orden metropolitano o posmetropolitano que remite en la actualidad a formas de integración sistémica y funcionales, más que sociales y culturales.

    Como trataremos de ilustrar a continuación sin ninguna pretensión de exhaustividad, lo que cambia de un continente a otro, de una región a otra y de una metrópoli a otra, no es la existencia de una diversidad de órdenes urbanos, sino, en parte, el contenido de éstos, y por consiguiente las diferencias y los conflictos que expresan socioespacialmente y las formas de gestionarlos. En todas partes existe la tendencia a que cada ciudad, a pesar de la interdependencia que guarda con respecto a las demás, se administre y gestione sus conflictos sin una común referencia a un orden más general, aunque en contrapunto con las otras ciudades. Esto es visible en las ciudades de los grupos de altos ingresos (bajo la forma actual de urbanizaciones cerradas) como en las de los sectores más desprotegidos («autogobierno» del narcotráfico en las favelas de Rio de Janeiro, colonización del espacio público por los sectores populares y «usos y costumbres» en los pueblos conurbados de la Ciudad de México), pero también, por ejemplo, en relación con las HLM (Habitation à loyer modéré), es decir, viviendas de alquiler moderado, y el llamado hábitat pavillonaire, o conjuntos de casas unifamiliares generalmente periféricas, en París.

    LA METRÓPOLI POSFORDISTA EUROPEA:

    EL CASO DE PARÍS

    En París el apogeo de la urbanización fordista y de la planeación urbana tal como se practicó en Europa desde el final de la segunda Guerra Mundial y comienzos de los años setenta, coincide con la etapa de «los gloriosos treinta».¹¹ Tal apogeo se expresó en un proyecto de los años sesenta, él de las nuevas ciudades (villes nouvelles) y el RER (reseau régional) como sistema de transporte regional-metropolitano.¹² Se trató del intento de mayor escala de planificación de una metrópoli en torno a un sistema de transporte masivo.¹³ Pero, en el caso de París, este gran proyecto no fue sino la culminación de un proceso de suburbanización en gran escala de las ciudades francesas que tuvo lugar desde la posguerra y hasta comienzos de la década de 1960, a través de los conjuntos de vivienda social (HLM), de la difusión de la vivienda unifamiliar, por medio de fraccionamientos y de suburbios obreros.¹⁴

    Merlin ilustra las que considera las características asumidas por el proceso de metropolización de la Île de France (región metropolitana de París) desde la posguerra y hasta comienzos de los años setenta, tomando el ejemplo de Montreuil-sous-Bois, una de las comunas más extensas y pobladas de la banlieu¹⁵ parisina: producción de un tejido urbano carente de unidad y conformado por una multiplicidad de configuraciones socioespaciales (espacio industrial; mezcla de industria y hábitat obrero; hábitat pavillonaire, conjuntos de vivienda social, un área agrícola).¹⁶ Es decir, un collage propio del espacio de las comunas incorporadas al proceso de metropolización.¹⁷ Dicho en otras palabras, se puede sostener que la ville éclatée (la ciudad dispersa) no es propiamente una realidad posmoderna que se produce en el marco de los procesos de globalización y de las políticas urbanas neoliberales de los años ochenta en adelante, sino un genuino producto de la modernidad avanzada y de la urbanización fordista. Es decir, las bases de la dispersión y de la fragmentación metropolitana fueron puestas entre la segunda posguerra y comienzos de los años setenta.

    ¿Cuáles son los procesos que se suman a o que redefinen la fragmentación preexistente y sus significados durante las últimas tres décadas en el caso de las ciudades francesas, y en particular de París? Es posible remitirse al menos a cuatro procesos concurrentes, que seguramente no explican todo, pero que proporcionan el contexto para el despliegue de los cambios más recientes.

    En primer término, la apoteosis de la automovilización. Un fenómeno que en Francia se remonta a los años setenta. Es esta apoteosis la que explica la posibilidad de fenómenos como la rururbanización y la difusión y dispersión de modalidades del comercio y de los servicios que, originadas en los Estados Unidos, se vinculan al aumento de las movilidades y a la movilidad como modo de vida, y a la reestructuración, sobre todo después de los años ochenta, de las prácticas socioespaciales.

    Luego está la transformación de la ciudad central en ciudad museo, ciudad del turismo y ciudad de comando de procesos económicos globales. En el caso de París, esto no ha implicado, como en las metrópolis estadunidenses, su «recuperación» por las clases acomodadas, pues éstas nunca «regresaron» a la ciudad central, simplemente porque nunca se suburbanizaron. Pero esta transformación sí ha convertido a París, respecto de la división social del espacio, en una ciudad muy costosa y, por consiguiente, cada vez más homogéneamente burguesa, así como, de acuerdo con el término en boga, cada vez más gentrificada.

    En tercer lugar el despliegue, aunque en forma comparativamente moderada en cuanto a los bienes y servicios de uso colectivo, de la universal tendencia a la de-socialización del consumo y a su diferenciación por la vía de la oferta privada, que se traduce en y es retroalimentada por formas de construcción de las identidades sociales que, si siempre estuvieron vinculadas a la cultura como la vía para construir y legitimar las diferencias de clase,¹⁸ ahora reposan de modo fundamental y exclusivo en el consumo.¹⁹

    Por último la reestructuración económica y espacial del comercio al menudeo y de los servicios personales que ha seguido cuatro tendencias concurrentes: implantación masiva de superficies de comercio minorista en la periferia, centralización del comercio en el seno de la jerarquía urbana, disociación creciente entre el comercio (y los servicios) y el hábitat, y empobrecimiento de las formas espaciales y arquitecturales que caracteriza los nuevos clusters de comercio y servicios.²⁰

    Si a lo anterior agregamos la rururbanización, un fenómeno que data de fines de los años setenta y consiste en el uso habitacional disperso más allá de la banlieu, en áreas carentes de equipamientos, con fraccionamientos de muy baja densidad, muchas veces llamados «nuevas aldeas», sin una articulación espacial discernible y el surgimiento de algunos tecnopolos como los de las aglomeraciones de Toulouse y Grenoble, el resultado es un panorama esquemático de la situación actual.

    El caso francés coincide con una de nuestras hipótesis iniciales: la anterioridad de ciertos procesos de fragmentación metropolitana con respecto a los desarrollos recientes de la metrópoli posfordista. Lo importante que se debe rescatar aquí, desde una perspectiva comparativa, es que la metropolización propia de los procesos de urbanización y de gestión fordistas de la ciudad dio lugar en Francia —al igual que en los Estados Unidos y en América Latina— a formas específicas de fragmentación y, por lo mismo, a formas específicas de la división social de los espacios metropolitanos, asociadas a diferentes formas de producción del espacio urbanizado. La ciudad central y los centros históricos, los antiguos pueblos que fueron incorporados al espacio metropolitano, la vivienda social en gran escala bajo la modalidad HLM, el hábitat pavillonaire periférico, son otras tantas modalidades de organización social del espacio metropolitano que, al mismo tiempo que implicaron distintas formas de producción del espacio urbanizado, derivaron en la conformación de diferentes contextos socioespaciales. Es decir, contextos diferenciados tanto por las características del tejido urbano que les es propio como porque se presentan asociados predominantemente a determinadas clases y estratos sociales, presentan grados diversos de heterogeneidad social y están relacionados con prácticas urbanas diferenciadas y grados y formas de acceso a los bienes urbanos también diferenciados. Recientemente, estos distintos contextos socioespaciales o ciudades han sido abordados bajo la sugestiva definición de «ciudad a tres velocidades»: la ciudad de la relegación, expresada en los grandes conjuntos de vivienda social; la periurbanización, es decir, la vivienda monofamiliar periurbana, y la gentrificación propia de la ciudad central, o sea, el proceso de renovación urbana que sigue al arribo de clases medias y que a menudo desplaza a los residentes de menores ingresos. Lo significativo de este acercamiento es, desde nuestro punto de vista, que pone en evidencia un rasgo central de la condición urbana actual: una multiplicidad de órdenes socioespaciales que, más que ignorarse recíprocamente, se han venido constituyendo como un juego de espejos: cada uno evoluciona en contraste, por temor o en función de lo que los otros son, o se cree que son, o de lo que no son. Y cada uno implica apuestas diferentes, sea de supervivencia (hábitat social), de preservación (hábitat pavillonaire) o de capitalización de la centralidad (barrios centrales gentrificados), en el contexto de la metrópolis posfordista.²¹

    LA METROPOLIZACIÓN ESTADUNIDENSE:

    DEL DESARROLLO SUBURBANO A LA POSMETRÓPOLIS

    La metrópoli estadunidense en su etapa fordista fue el resultado de la evolución de la ciudad (metrópoli) conformada por distritos socioespacialmente jerarquizados. Esto es, lo que había sido la ciudad de principios del siglo XX y que sirvió de modelo a la escuela de Chicago. Esta ciudad central albergó y alberga el gueto inicialmente afroamericano y la zonificación espontánea de base étnico-racial y nacional. Un contexto en el que el gueto afroamericano se constituyó como una combinación de segregación racial y de clase.

    Teniendo como referente este núcleo central —the city—, desde los años treinta, pero sobre todo al concluir la segunda Guerra Mundial, se difunden los suburbios como conjunto de desarrollos habitacionales orientados hacia las clases medias que abandonan progresivamente la ciudad central. Los suburbios siguieron igualmente una línea de jerarquización socioespacial simultáneamente de clase y étnica. En ellos se aplicó el zoning basado en la separación de la vivienda respecto del comercio y los servicios. La vinculación entre la ciudad central y los suburbios fue proporcionada inicialmente por sistemas de transporte colectivo, los cuales progresiva y rápidamente fueron en gran medida sustituidos por sistemas de autopistas subsidiadas por el gobierno federal. Estos sistemas de autopistas, a su vez, contribuyeron considerablemente al deterioro de las ciudades centrales y generaron un efecto de acrecentamiento de la división social entre la ciudad central y los suburbios.²² Cabe destacar al respecto lo que escribe Sennet a propósito de las intervenciones sobre la ciudad de Nueva York llevadas a cabo por Robert Moses, considerado por muchos como el más importante de los forjadores de la metropolización estadunidense:

    Considerado a menudo como un planificador diletante, en cierto sentido fue algo más aterrador, una persona de inmenso poder que frecuentemente no comprendía lo que estaba edificando […] Su planificación buscaba anular la diversidad. Cuando actuaba sobre una masa de la ciudad, la trataba como si fuera una roca que debía desmenuzar, y el «bien público» se alcanzaba mediante la fragmentación. En esto Moses fue selectivo. Sólo se les proporcionaban los medios de escapar a aquellos que habían tenido éxito —el éxito suficiente como para adquirir un automóvil o una casa— y los puentes y las autopistas les ofrecían una vía de escape del ruido de los huelguistas, los mendigos y los necesitados que habían invadido las calles de Nueva York durante la Gran Depresión.²³

    Los grandes poderes concedidos a Robert Moses para decidir sobre el nuevo semblante de la ciudad de Nueva York se vieron aún más potenciados por el hecho de que la expansión suburbana se basó en un sistema de crédito hipotecario apoyado por el gobierno federal.²⁴ A la relación operativa ciudad central-suburbios correspondió la concentración de las funciones de gobierno, comando económico y comercio, y servicios especializados y oferta cultural, en el centro de la ciudad. A este respecto, Soja sostiene que

    […] el periodo que siguió a la primera Guerra Mundial y que se extendió hasta los setenta, ha sido descrito en conjunción con el surgimiento del fordismo y los resultados de la gestión de la producción en serie, el consumo de masas y el desarrollo urbano por parte del estado keynesiano. Este periodo puede ser visto retrospectivamente como la era de la metrópoli moderna, un periodo en el que la región metropolitana, con su dual configuración distintiva de un mundo urbano monocéntrico rodeado por una periferia suburbana dispersa, se refuerza como el tipo de hábitat dominante y característico y como fuente de identidad local para la mayoría de la población nacional […] El fordismo acentuó la centralidad mediante la concentración de las sedes financieras, corporativas y gubernamentales en y alrededor del núcleo central; y simultáneamente aceleró la descentralización, primeramente a través de la suburbanización de la clase media en ascenso, los empleos manufactureros y una infraestructura dispersa para el consumo de masas que se requería para sostener el modo de vida suburbano.²⁵

    Sin pretender detenernos en describir la evolución de la metrópoli fordista estadunidense hasta convertirse en la constelación de células urbanas a las que se refiere Fishman, y que hoy tiene su expresión paradigmática en el caso de Los Ángeles,²⁶ lo que interesa aquí subrayar es, en todo caso, que la idea de una «ciudad a lo largo de la autopista»²⁷ parece, durante los últimos 30 años, haber llevado al paroxismo los principios que animaron la difusión de los suburbios residenciales estadunidenses y su progresiva integración en el tejido urbano. De modo tal que la privatopia suburbana ha tenido como desenlace una lógica que podríamos llamar de la privatopia generalizada. De un lado, y como motor de la conformación de regiones metropolitanas sin centro ni límites, edge cities, gated communities, private interest developments y new villages.²⁸ Del otro, la ciudad central como escenario de formas de renovación urbana que implican retomar las zonas que, por distintas razones resultan atractivas para los capitales desarrollador y financiero —como es el caso de los barrios antiguos, los frentes de agua (muelles) y los mercados tradicionales— y convertirlas en enclaves urbanos socialmente depurados y destinados, ya sea a nuevos usos residenciales vía procesos genéricamente denominados como de gentrificación o a la edificación de ciudadelas, para escenificar —vía el imaginario retro propio del urbanismo posmoderno— la vida urbana típica de la ciudad moderna, pero convenientemente despojada de su heterogeneidad y diversidad.

    Tanto en la metrópoli estadunidense de la etapa fordista como en la actual, los procesos de diferenciación socioespacial están además atravesados por distinciones étnicas, un hecho que, nuevamente, en las actuales condiciones se presenta reconfigurado, y habría que ver hasta qué punto amplificado, por los cambios en los orígenes nacionales y en el volumen de la población migrante, en la cual ahora ocupan un papel destacado los migrantes de origen latinoamericano, en particular mexicanos, y del sudeste asiático. Así, se trata de un contexto en el que, junto a las nuevas formas privadas de producción del hábitat residencial —una preocupación muy actual de los académicos críticos— y de los polos que albergan las funciones de gestión y comando económico, persiste, probablemente exacerbada, la cuestión de la segregación urbana, en este caso bajo su forma, podría decirse «original» en los Estados Unidos, de segregación étnico-racial, incluida su modalidad de gueto en la ciudad interior (inner city).

    En relación con lo que los autores de la autodenominada Escuela de Los Ángeles²⁹ definen con el termino posmetrópolis, se ha venido argumentando que los procesos de urbanización contemporáneos estarían conduciendo a la producción de fragmentos cada vez más autónomos y desvinculados de las antiguas ciudades centrales. Así por ejemplo, según Fishman, «crecientemente independientes del núcleo urbano central, desde 1945 los suburbios han perdido sus significados y funciones como satélites de la ciudad central». En la medida en que tanto el centro como la periferia son absorbidos por las mismas interminables regiones multicéntricas, Fishman se pregunta: ¿dónde quedaron los suburbios? Y considera «este desarrollo como algo muy distinto, como el fin de los suburbios en su significado tradicional y la creación de un nuevo tipo de ciudad descentralizada».³⁰ De acuerdo con este

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