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DANIEL BENTANCOURT

VUELO CIEGO

Cuando crucé la calle, el inquilino del 501 me llamó y me convidó con un café. Yo
estaba sobre la hora, pero al fin y al cabo unos minutos más no le iban a hacer mal a
nadie, menos que menos a Esteban. En el bar estaban también el viejo del 202, que
parecía tan borracho como lo está a las siete de la noche, y otros dos parásitos de esos
que, sea la hora que sea, siempre están ahí, sentados y tomando algo.
-Con mujeres así no se juega –decía uno de ellos.
-Y si no, fijate lo que pasó el otro día.
-Me contaron. Debajo del viaducto.
-Sí.
-¿Qué fue lo que pasó? –dije. Mejor hubiera sido no preguntar nada. La mano me
comenzó a doler en el acto.
-Parece que un tipo las miró un poco demás, y una de ellas le cortó la barriga. Se
desangró en unos minutos.
-Como un cerdo. Yo llegué a ver las manchas de sangre. Estaban a lo largo de toda la...
Me dio aquel tic en el ojo, y se me cayó el café. Tu ve tiempo de saltar y no mancharme
los pantalones. Me agarré la mano, que me dolía tanto como si me la hubiera quemado.
-¿Qué pasó? ¿Se quemó? –dijo, con una sonrisa idiota, uno de los parásitos.
-No. No fue nada. Es mejor que vaya a trabajar.
Los dejé conversando. Esteban dormía, sentado y apoyada la cabeza en la pared, ni me
sintió entrar. Lo sacudí.
-Puede irse. Ya estoy aquí.
-Maldito empleo –dijo, bostezando. –No sé qué estoy haciendo aquí.
-Búsquese otro. Esto no es para usted. Es muy joven para quedarse sin dormir la noche
entera.
-Claro. ¿Y de qué voy a trabajar? ¿De basurero?
-Estoy seguro que puede encontrar algo mejor, si quisiera.
-Escuche –bromeó-. ¿Por qué no cambiamos de turno? Al fin y al cabo, usted no es ni
casado.
-Voy a pensar en la oferta. Puede irse.
En la puerta se volvió, otro bostezo a medio camino.
-Ah, me olvidaba. Una mujer estuvo aquí.
-¿Qué quería?
-No sé. No entendí muy bien. Quería hablar con alguien del quinto piso, pero no sabía el
nombre de la persona. Dijo que iba a volver.
-Está bien.
Se fue. La mano ya no me dolía más.

El inquilino del 501 entró, volviendo del bar. Pero no abrió la puerta del ascensor, lo que
me sorprendió. Nunca pasaba de decir buen día al salir, y buenas noches al volver.
-No sabía lo del accidente –dijo.
-Ya hace como un mes. –Le mostré la mano. –No la pude volver a mover como antes.

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-¿Cómo fue?
-No me gusta ni acordarme. Fue un viernes de noche, que son los días que Esteban tiene
libres, y tengo que suplantarlo. Salí a la puerta y las dos mujeres estaban sentadas en el
guardabarros del auto del 430, y les dije que no se sentaran ahí. Antes que pudiera hacer
nada, una de ellas me cortó, con una gillete.
-¿Y después?
-Salieron corriendo. No tuve ni tiempo de verles la cara. Pero son de esas que están ahí,
en la esquina cerca del hotel, todas las noches.
-No se puede meter uno con esa gente.
-La próxima vez, voy a hablar de más lejos.
-Espero que no haya próxima vez.
Abrió la puerta del ascensor y subió. La correspondencia ya había llegado, a pesar de
ser tan temprano, así que la estuve clasificando, colocando en cada uno de los sobres el
número del apartamento correspondiente, mientras la gente no dejaba de bajar e irse a
trabajar. Bajó también la vieja del 508, y comenzó como siempre a mover la lengua de
uno para el otro lado, pero me concentré en los sobres, haciendo como que no
escuchaba. Por suerte, no se demoró mucho. Precisa de alguien que le preste mucha
atención.
A la mitad de la mañana apareció la mujer. No era joven ya, y caminaba curvada, como
con miedo.
-Quiero hablar con una persona que vive en el quinto piso.
-¿Con quién?
-No sé. Un hombre joven.
-No hay muchos jóvenes en el quinto piso. ¿No sabe el número del apartamento?
-No. Sé que se sale del ascensor, y se da una vuelta así.
-¿El apartamento del fondo del corredor? Sólo puede ser el 501. Pero acaba de salir
ahora. Vuelve después de las siete.
La mujer se fue. Dijo que volvería a la noche. Me puse a leer el diario del día anterior.
Pero la vieja del 508 se me plantó otra vez delante de la mesa, y tuve que interrumpir la
lectura.
-Es una vergüenza. Y todas las noches. Pobre mujer. Tendría que escuchar la farra que
hace. Aprovechando que ella no está. Y no tiene ni el cuidado de cerrar la ventana, nada.
En un edificio donde viven tantas familias. Como aquella vez en que comenzó a bailar
desnudo. Mi dios del cielo. Yo estaba bañándome y lo vi sin querer desde la ventana del
baño. Pero no quiero ni pensar en que fuese Corina que lo hubiese visto. ¿Usted se
imagina, qué horrible?
Le dije que sí a todo con la cabeza. Ni sabía de qué estaba hablando. Pero como era
cerca del mediodía, se fue rápido. Por suerte.
La tarde fue la misma de siempre. Fui hasta el bar a tomar un café, y allí estaban los
parásitos hablando como siempre de fútbol y mujeres. Estuvieron contando la historia
de la mujer del viaducto a cualquiera que se mostrase interesado, hasta que la mano
volvió a dolerme, y tuve que irme. En la portería, recomencé la lectura. Un diario del
día anterior siempre es mejor. Por más grave que sea lo que haya sucedido, fue el día
anterior, y aunque las cosas estén todavía sucediendo, parecería que ya pasó lo peor, de
otra manera no hubiera sido noticia.

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Comenzaron a llegar los colegiales de regreso de la escuela, y se hizo de noche. Cuando
volvía de prender las luces, la mujer estaba frente a la mesa, con la misma ropa de la
mañana, y el mismo aire asustado.
-No llegó todavía. Si quiere esperar.
-¿Va a demorar mucho?
-No, no creo. A esta todos vuelven del trabajo.
Parecía querer decir algo, pero no se animaba. Supe que algo iba a pasar, porque la
mano comenzó a dolerme. Me engañé por algunos minutos pensando que podía ser la
lluvia que tal vez caería esa noche, pero sabía que no.
-No quiero líos –dijo.
-Por qué habría de... –La miré por primera vez con cuidado.
-¿Cuál es el problema?
No debería haber preguntado. Siempre es mejor no saber nada. Cuando uno sabe
muchas cosas, todo se complica. La mujer comenzó. Le traje una silla, y ella se sentó
frente a la mesa, sin dejar de hablar.
-No me importó hacer todas las cosas que me pidió. Pero tengo que pagar la pensión
hoy, de cualquier manera –dijo por último-. Si no, me echan a la calle. ¿Y qué voy a
hacer, sin ni siquiera un lugar para dormir?
Puso el papel encima de la mesa. Era la firma del inquilino del 501, sin duda,
complicada de leerse, pero inconfundible. No dije nada. La mano me dolía mucho.
-No quiero crearle problemas a nadie. Pero necesito ese dinero, ¿entiende? Lo necesito
hoy.
Le dije que me disculpara y salí a la calle, a respirar un poco de aire puro. Debajo del
luminoso, en la puerta del hotel, no había movimiento ninguno todavía. Es lo que digo:
la vida es como un corte en la carne, al que sólo se llega mediante la sangre y el dolor.
Por eso es mejor no saber nada. Descubrir que existe otra gente debajo de la apariencia
de la gente a la que se cree conocer... Puede llegar a sospecharse si se llega a conocer de
verdad en algún momento a alguien.
Volví a entrar, y me puse a leer el diario otra vez. De vez en cuando la miraba. Estaba
dura en la silla, y cada vez que la puerta se abría, ella se daba vuelta y los ojos parecían
saltársele de la cara.
Por fin el inquilino del 501 entró. Fue caminando cada vez más despacio a medida que
se acercaba a la mesa, sin dejar de mirarla.
-No quiero crear problemas –dijo ella, levantándose.
-¿Qué pasa?
-El cheque. Está sin fondos. Fui hasta el banco y...
-Debe de haber algún error –dijo él, mirándome-. No puede ser.
-No quiero molestarlo, pero fui al banco. El dinero que había no alcanzó a cubrir esta
cantidad. Y yo necesito este dinero hoy, si no...
-¿Está segura de haber verificado bien los números?
-El propio gerente me dijo. Fue él que me atendió y...
-Es mejor subir, para poder hablar con más comodidad.
Ella no quería, pero él la tomó del brazo y subieron. La mano me dolía como si alguna
tormenta se estuviera preparando en algún lugar.

Media hora después volvieron a bajar. Ella repitió las disculpas, mirándonos
alternativamente, y se fue apretando la cartera. Él se sentó en la mesa.

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-Fíjese lo que es estar borracho. Meterse con una puta así. Vieja como el diablo. Y
atreverse a venir a reclamar por un cheque de 250 pesos.
-Cualquiera puede equivocarse.
-No sé cómo me contuve y no le di una pateadura –dijo, mirando hacia la puerta. Nunca
le había visto esa expresión. Tenía la cara como de quien está dispuesto a hacer
exactamente lo que está pensando.
-¿Cuándo vuelve su señora?
-Mañana –Se levantó de la mesa. –Bueno, voy a dar una vuelta.
A las ocho, cuando Esteban llegó, supe el resto. No debería haber preguntado, pro no
pude evitarlo.
-Todas las noches, ¿no lo sabía? Creo que no volvió solo ni una noche después que se
fue la mujer. Mujeres y hombres, todos bastantes raros. Usted, que se queda los viernes
de noche, ¿nunca vio nada?
-No.
-Bueno, tal vez los viernes descanse. Porque el resto de la semana... Se quedan a veces
hasta la madrugada. Pero yo no dije nada porque no me gusta meterme en la vida de los
otros, y segundo, porque nadie nunca reclamó, salvo la vieja del 508, claro, que es
capaz de protestar porque la propia hija está roncando. Usted sabe cómo es.
-No entiendo.
-Yo tampoco. Pero no es mi problema. Eso sí: cada una de ellas, era más vieja y fea que
la anterior. Parecería que las eligiera expresamente.
-Con una mujer como la que tiene...
-Pero ella no está. Está viajando...
-Vuelve mañana. Fueron sólo quince días.
-Son quine noches. Tal vez fueron mucho para él. No sé, ni me importa.
-No entiendo –Esteban se encogió de hombros. En realidad, no debería estar tan
asombrado. Uno nunca puede saber quién es alguien. Es decir, quién está debajo de la
cara de alguien a quien se cree conocer.
Cuando salí, al ir para el otro lado de la calle a esperar mi ómnibus, el dolor de la mano
volvió de golpe, como si me la hubieran acabado de cortar. Debajo del luminoso del
hotel habían aparecido los bultos, recostados en la pared, esperando.

Los viernes siempre son diferentes. Parecería que todos quedan como locos con la
perspectiva del fin de semana. Era también un día nublado, y parecía que en cualquier
momento podía comenzar la lluvia. Cuando llegué, Esteban dormía todavía, recostado
en la pared, y hubo aquel movimiento del ascensor subiendo y bajando hasta las ocho y
media. El viejo del 202 fue uno de los últimos. Lo miré atravesar el vestíbulo, y ya
parecía borracho desde la mañana, camino a su lugar habitual en el bar.
A la tarde terminé de leer el diario de dos días antes. Ya no podía verse nada, así que fui
y prendí las luces. Un taxi se detuvo en la puerta, y ayudé a la señora del 501 a bajar las
valijas. Estaba muy linda y elegante, y me sonrió cuando cerré la puerta del ascensor. Yo
no podía entender todavía, pero traté de no pensar en eso. Como dice Esteban, no es mi
problema. Pero a veces uno no puede dejar de pensar.
El viento comenzó a eso de las siete. Mientras todos comenzaban a volver del trabajo,
fui a llenar el termo de café para la noche, antes que el bar cerrase. Cuando volví, el
hombre del 502 estaba cargando el automóvil.
-¿Va a acampar? ¿No tiene miedo de la tormenta?

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-Eso pasa. Y la familia precisa un poco de descanso.
El viento comenzó antes de que se fuera. Cuando tenía el auto pronto y todos estaban
adentro, volvió a entrar y me dio la llave del apartamento. La mujer no estaba muy
segura de haber cerrado las ventanas, así que me pidió para que diera una ojeada, si
comenzaba a llover.
La mujer del 508 volvió del supermercado, y se me plantó delante, sacándose el pañuelo
de la cabeza.
-Ahora quiero ver lo que pasa –dijo-. Ella volvió. Ya los vi discutiendo. Usted se da
cuenta, en el primer momento que le da la espalda, va y hace todas esas cosas horribles.
En un edificio familiar como éste. –Sacudió el pañuelo.
-Perdón, ¿está lloviendo?
-Comenzó. Es una lluvia de nada, pero creo que va a...
La dejé atendiendo por unos minutos la portería, y subí al quinto piso antes de que fuera
demasiado tarde.

Antes de entrar en el apartamento di una vuelta por la terraza, el frío ya era bien intenso.
Las ventanas del 502 estaban cerradas, pero las persianas se movían con el viento, así
que las aseguré, mojándome un poco. La ventana del 501 estaba abierta, e iba a cerrarla
cuando los vi. No tenía la menor intención de oír, pero algo me detuvo. La lluvia, fría
aunque menuda, me corrió por la espalda, entrándome por la nuca.
-Porque yo sé –decía ella-. Yo...
-Saber, saber. ¿Qué podés saber de mí?
-Lo suficiente como para conocerte y...
-No. No me conocés ni un poco. Nada.
-¿Ah, no?
-No. ¿Te gustaría saber algunas cosas? ¿Cosas que nunca le conté a nadie y que nadie
sabe? ¿Te gustaría?
Los veía claramente a través de la cortina. Ella fue retrocediendo y cayó en la cama, de
espaldas a la ventana. Y los ojos de él tenían la misma expresión del día anterior, cuando
estaba sentado en la mesa de la portería y la otra mujer había acabo de salir.
-¿Querés saber en realidad? Bueno, voy a contarte. Hiciste bien en sentarte. Porque vas
a precisarlo. Ahora escuchame, y escuchame bien. Vas a descubrir que no me conocés
tanto como creés.
-¿Qué... qué es?
-Esa cama. Mujeres. Muchas mujeres. Una jauría de mujeres greñudas, toscas.
Revolcado con negras de senos enormes, con mujeres de cincuenta años, con rollos de
grasa en los muslos y el trasero, mujeres descascaradas, mugrientas, de rostros como
máscaras viejas, cuerpos gastados, y olores fuertes y penetrantes...
-Estás mintiendo.
-No. Te basta oler las sábanas. No las cambié en quince días. Están todavía manchadas y
goteando de cada una de las noches anteriores, porque me gusta ese olor y esa suciedad.
-No, no puede ser...
-¿No? Mirá esto. –Abrió el ropero y ya no pude verlo. –Esta es tu ropa. Vestidos, blusas,
trajes. Creo que nadie conoce tan bien la ropa de su mujer. ¿Sabés por qué? Porque yo
se las hacía usar, cada una de estas prendas.
-No, no. No podés haber hecho...

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-Mirá este, por ejemplo, el verde: tiene esta serie de botones, aquí a la izquierda, y el
cinturón. Vas a descubrir que el último botón está suelto. Y esta pollera. El cierre está
roto y vas a tener que cambiarlo, porque la mujer era más gorda.
-Pero, ¿por qué?
-Vicio, simplemente. Una forma de degeneración como otra cualquiera.
-No creo. No puedo creer. No puede ser verdad...
-Y podría mostrarte hasta las costuras descosidas, las partes más gastadas de la ropa
interior, todo. Y hay más todavía, mucho más. ¿Querés seguir escuchando?
-No lo creo, no lo creo...
-Bueno, no te va a hacer daño escuchar un poco más entonces. Porque si no es verdad...
¿cierto? –Se inclinó hacia ella y habló en voz más baja-. Las vestía con esa ropa. Y las
poseía a veces sin que me importara mancharlas, ni las medias, ni los zapatos, ni
siquiera el piso.
Ella se llevó las manos a los oídos.
-Y hay más todavía. Cosas mucho peores. ¿Querés seguir escuchando?
No sé cómo conseguí caminar. Apreté el botón del ascensor, pero no lo esperé. Fui
bajando los escalones, sujetándome la mano que me dolía como nunca, temblando
porque nunca había sentido tanto frío. El ojo me hacía aquel tic, y aquel hielo líquido
parecía correrme por la espalda. Hasta que la mujer del 508 se asustó tanto, que me trajo
una toalla y un té caliente.

Ni me preocupé en cerrar la puerta. Los viernes es el día en que todos vuelven más
tarde, y hay movimiento hasta la madrugada. Me recosté en la pared y cerré los ojos.
Tenía fiebre y temblaba de frío. Y aquel dolor en la mano. Porque sé que no debería
haber escuchado, y que no me hubiera gustado enterarme. No resuelve nada. Es lo que
digo, los diarios del día anterior son los mejores. Y si fueran de dos días antes, mejor
todavía. Para que nada de aquello nos toque, porque una vez que llega hasta nosotros ya
no somos los mismos, y llegamos hasta desconocer nuestro propio rostro en el espejo.
Estaba enfermo. Tan enfermo, o más, que cuando la mujer saltó y me cortó. Apoyado en
la pared, sin tener mucha noción de quién entraba o salía, a pesar de la lluvia, soñé que
la mujer de rostro terrible volvía para cortarme, y se entretenía en hundirme la gillete,
haciendo aquellos ruidos horribles con la boca, y yo sin poder hacer nada, sin huir ni
defenderme, sólo viendo cómo la carne se abría y sangraba, como si no fuera mi propia
carne.
De tan enfermo que estaba, no sé exactamente lo que sucedió. Alguien entró y comenzó
a gritar en mi cara, los pelos chorreándole agua, y después aparecieron los policías, y
tuve que prender las luces, sin poder entender nada. Un tropel de gente subió en el
ascensor, y otros bajaron, y alguien gritó que el hijo de puta se estaba riendo, y estaba el
farol de la ambulancia, su luz roja girando en el vestíbulo, y aquellos hombres haciendo
explotar los fogonazos en sus máquinas fotográficas, y tardé bastante en darme cuenta,
y en aceptar que alguien, una mujer, había saltado del quinto piso a la calle.

Llamaron a Esteban y pude ir a dormir a casa hasta la tarde del sábado. Sin parar.
Todavía estaba afiebrado, y debería haberme quedado en cama. Pero la casa nunca me
pareció tan vacía como ese día. Y algo más fuerte me empujó a volver al edificio. No

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quería, y sabía que no quería, pero hubiera sido peor no terminar de saber, ya que tanto
había hecho para perjudicarme.
Esteban estaba excitado demás como para que le importara haber perdido la única noche
que tenía libre durante la semana.
-¿Vio los periodistas? Parece que van a sacar mi foto en un diario y todo.
-Tal vez esta sea la chance que estaba esperando.
-¿Le parece?
-¿Qué fue lo que... lo que dijo la policía?
-Estuvieron hablando especialmente con la mujer del 508. Usted sabe, se pasaba todo el
día mirando por la ventana del baño, subida a una silla, y parece saber todo. Claro que
le dio un ataque de nervios, y demoraron un poco en conocer toda la historia. Pero
parece que él estaba en el sofá, durmiendo o haciendo como que dormía, y la mujer lo
llamó. Lo sacudió una y otra vez, y él le dijo que lo dejara en paz, que estaba durmiendo
tan bien, y que no quería despertarse del todo. Porque él sabía que ella sabía que una
vez que se despertara, era difícil que volviera a dormirse. Y ella volvió a sacudirlo, y le
dijo que ahora que estaba bien despierto, era hora de conversar, pero él como si tal cosa.
Entonces ella trató de sacarle los zapatos, porque con el frío que hacía, no iba a poder
dormir, y llegó a sacarle uno, pero él se levantó y no llegó a pegarle, pero la empujó con
fuerza, se puso el zapato y volvió a apagar la luz, y ya no daba para ver nada, pero con
seguridad la mujer volvió al cuarto. Unos diez minutos después, la luz del living volvió
a encenderse, y el hombre estaba sentado en la mesa del living, la cabeza entre las
manos. Ella volvió a pedirle para hablar. Cuando se acercó más, él puso la mano sobre
el cuchillo que estaba sobre el mantel, y ella le preguntó qué iba a hacer. Pero al
avanzar, él fue más rápido y se metió en la cocina, cerrando la puerta. La mujer trató de
empujarla, pero él debe haber colocado el cuerpo en contrapeso, y ella siguió diciéndole
que por favor abriera porque precisaban hablar. Le pidió lo mismo como doscientas
veces, hasta que casi ni se le sentía la voz. Al rato, la puerta se abrió y él salió, se le
cayó el cuchillo de la mano, y tenía la boca abierta diciendo aaaah, con las manos en el
estómago. A la vieja del 508 no le pareció muy raro, porque ya estaba acostumbrada a
ese tipo de cosas. Pero la mujer pareció volverse loca. Trató de atajarlo, porque se le iba
hacia delante, trató de verle debajo de las manos, pero él apretaba los brazos con tanta
fuerza, que ella lo tanteó hasta que, sin entender, levanta la cabeza y lo ve riendo. Y reía
tanto que ni se dio cuenta cuando ella se fue del cuarto. Cayó en el sofá riéndose de una
manera que la vieja del 508 pensó que ahora sí estaba completamente loco. Y se estaba
riendo todavía cuando los policías golpearon en la puerta.
-Eso quiere decir que...
-No pudo haber sido él. Por otra parte, el cuarto estaba cerrado con llave por el lado de
adentro. Parece que inmediatamente que ella cerró, entró a correr. Saltó de cabeza con
tanta fuerza que quebró la cortina, hizo un agujero redondo así en el vidrio, y voló por
encima de la terraza y el muro. ¿No llegó a verla?
-No.
-Tenía todos los dientes saltados. Y el médico dijo que no tenían un solo hueso...
-Basta –le grité.
-¿Qué le pasa?
-¿Es que no se da cuenta? Este es un edificio de gente decente, y...
-¿Decente? ¿Dónde se piensa que estamos? Nunca vi en mi vida un lugar tan lleno de
retardados, cornudos y degenerados como aquí. Yo que estoy todas las noches lo sé.
Usted hasta quedaría sorprendido. Si supiese. Un montón de...
-No quiero oír más.

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-Escuche: existen por lo menos cinco cornudos declarados. Pueden sentirse los pasos de
las mujeres saliendo y entrando de apartamentos donde se supone que no deberían estar.
Y está la mujer del primer piso, que es violentada por el marido y se queja todas las
noches, porque le duele mucho. Y el hombre del 202, que cuando vuelve del bar le da
una zurra a la sobrina. Y el degenerado del 4º piso, que cambia de empleadas todas las
semanas, y se las hace traer del interior, jóvenes y nuevas. Y también...
Le di la espalda.
-Voy hasta el café –dije. Mientras atravesaba el vestíbulo, no pude dejar de oírlo:
-¿Está seguro que aquellas mujeres sólo le cortaron en la mano, y no le cortaron
también otra cosa?

Tuve que tomarme dos cafés seguidos. Pero no ayudó mucho, porque todos en el bar
estaban hablando de lo mismo. Por suerte, cuando volví, Esteban ya se había ido. Me
senté, tratando de no pensar en nada. Ni leer podía. Un diario del mes pasado, o del año
anterior, hubiera sido muy reciente para mí.
La vieja del 508 bajó y se fue, sin pararse para hablar ni decir nada. Fastidiada, tal vez,
por no haber previsto lo que sucedería, de manera de venir y poder decir: “Yo bien que
lo estaba esperando, bien que lo dije”. Volvió a bajar a la tarde, cuando todos se fueron
al entierro. El inquilino del 501 estaba entre tanta gente, que no tuve tiempo de decirle
nada. Tenía los ojos rojos e hinchados. Después que se fueron y quedé solo, supe que no
bastaba quedarme sentado y pensar, porque no serviría de nada. Es para preguntarse
cómo alguien puede estar seguro, completamente seguro, de alguna cosa, sin estar
pasando en forma continua, por la sospecha de no saber nada, de estar viendo cualquiera
de las máscaras en las que la verdad vive escondiéndose, en un juego imposible y sin
fin. Esteban tiene razón: es que uno se olvida de que por encima de nuestra cabeza, está
el volumen del edificio, con sus apartamentos, con la gente que ahí vive, come y
duerme. Uno los ve bajar y entrar, y sólo ve eso, caras que pasan, sin una idea de lo que
sucede minutos después, más tarde, durante las restantes 24 horas. Y cada una de ellas
es como un diario que nunca llega a ser el de ayer, siempre es el de un hoy difícil de
soportar, de cargar en las propias espaldas.
A veces pienso en la mujer que me cortó. Me hubiera matado de haber podido, sin la
menor vacilación. Tal vez yo representase un peligro para ella, tal vez estuviera
simplemente loca. O tal vez yo fuera apenas uno, igual a todos los que la usan, la
golpean, la gastan y la escupen, o por lo menos, estuviera representándolos de alguna
manera.
A eso de las siete, el inquilino del 501 volvió a salir. Había vuelto entre tantas personas
que no tuve oportunidad de decirle nada. Me paré.
-Mis pésames. Lo siento mucho.
-Gracias.
-Si precisa alguna cosa...
-Ya no preciso más nada.
-Y sin embargo, la vida continúa. ¿Por qué no viaja? Eso le va a hacer bien.
-No creo.
-Es difícil, lo sé. Pero es necesario superar esas...
-Se acabó. Eso es todo.
Me dio la mano, salió. Hubiera querido decirle algo, pero no sé qué hubiera podido
decir, fuera de lo usual. Me acerqué a la puerta, cada vez que voy hacia ella la mano me

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comienza a doler como el primer día. Ya era de noche afuera. Miré a través del vidrio,
sin abrirla. Estaba cruzando en diagonal la calle, y se paró bajo las luces del hotel,
donde ya los bultos estaban recostados, fumando. Algo debe haber dicho, porque una de
ellas se le acercó. No tuve ni tiempo de colocar la mano sobre el vidrio. La mujer sacó
algo de la cartera, en la que brillaron las luces de los luminosos, y lo hizo girar rápido
delante de la cara del hombre que parecía esperar. Ni se movió.

Daniel Bentancourt (Uruguay, 1946-1996) nació en Montevideo y fue co-fundador de la


revista Universo en 1970, junto a Hugo Bervejillo, Hugo Giovanetti Viola y Tarik
Carson. En 1976 se radicó en San Pablo. Ha publicado una vasta obra narrativa,
destacándose las novelas U.R.S.S.C. (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas de
Curtina) y El viento de la desgracia, y los cuentarios Todas las muchachas del mundo
(al que pertenece el presente relato) y Como al diablo le gusta. En 1987 participó en el
Coloquio Uruguay-Francia realizado en París.

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