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Profecía ………………………………………………………………………………… pág. 59
Héctor Ricci ………………………………………………………………………… pág. 61
Euforión ………………………………………………………………………………… pág. 62
El Arroyo del Muerto ……………………………………………………………… pág. 66
La visita ………………………………………………………………………………… pág. 69
Néstor Rompani ………………………………………………………………….. pág. 73
Wilson el boliviano …………………………………………………………………. pág. 74
La bolita ………………………………………………………………………………… pág. 81
Mi madre ……………………………………………………………………………….. pág. 82
Rieles ……………………………………………………………………………………. pág. 84
Valeria Lilia Rovira ……………………………………………………………… pág. 86
Madre …………………………………………………………………………………… pág. 87
El hombre que obra milagros ………………………………………………….. pág. 88
Héctor y Valeria …………………………………………………………………….. pág. 91
Olga Sidari ………………………………………………………………………….. pág. 93
A Antonela ……………………………………………………………………………. pág. 94
Mi cielo, tu cielo ……………………………………………………………………. pág. 95
En el umbral del tiempo …………………………………………………………. pág. 96
Un cuenco lleno de arena ………………………………………………………. pág. 97
Villa Ventana …………………………………………………………………………. pág. 98
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Las palabras, las historias, los personajes, las metáforas, los lugares y
los sueños se agolpan para salirse de adentro. En el afán de que no se nos
escapen los atrapamos como podemos, los acopiamos… y cuando queremos
ponerlos al resguardo del olvido empieza el lío, la mejor parte: escribirlos.
En las páginas de este libro digital escucharán la melodía de las puntas
de grafito y tinta caminando acompasados por cuadernos y hojas sueltas los
jueves después del mediodía. Escucharán esa melodía que se completa con el
zapateo de las yemas de los dedos golpeteando sobre las teclas y el chh grave
de la barra espaciadora. Escucharán también los silencios de miradas perdidas
que se salen por el ventanal buscando una palabra en el pasto, tratando de
traer un recuerdo de entre los años.
ReescribiendoIII reúne textos de diferentes géneros y formatos. La
mayoría de ellos surgió a partir de ejercicios de escritura propuestos en el
Taller. También se metieron, pidiendo permiso y autorizados con placer, otros
tantos que nacieron en otros ámbitos.
Antes de estar en este archivo estos escritos han sido leídos,
compartidos, intercambiados, sometidos a evaluaciones conjuntas e
individuales… han viajado de casa en casa en hojas manuscritas o tipeadas…
por casillas de mail. Estamos convencidos de que escribiendo se aprende a
escribir; escribiendo, y corrigiendo hasta que lo que esté escrito nos
represente, hasta poder decir lo que queremos. En esta difícil empresa de
novatos resultan imprescindibles los lectores atentos, críticos, sensibles,
amigos.
Nosotros hemos disfrutado mucho el proceso de creación de este libro
digital, a ustedes les toca la tarea de lograr que estas palabras sigan vivas.
M.G.S
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Miriam Arado
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Serafín
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El Día de los Angelitos
A la memoria de San Pedro Claver
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esta hermosa casita está hecha de arroz
donde vive el niño Dios.
Ángeles somos, del cielo venimos,
pidiendo limosnas pa´nosotros mismos.
Pan y vino pa` Marcelino
Pan y ron pa` Marcelón.
Busca el sencillo, busca el sencillo
Cinco centavos pa´ mi bolsillo.
No me veas. No me veas.
Saca el bollo de la batea.
Octubre lloraba con emoción un parto que había sido con dolor,
noviembre abría sus párpados, rompía luz nueva y la pureza cobraba vuelo,
esa vez con alas propias y la tibieza de lo grande expresada en los más
pequeños.
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El viejo Ramón
Había una vez un viejo que mi abuelo conocía. Ya era viejo cuando mi
abuelo era chico, así que debería ser muy viejo. Como no se acordaba su
nombre le puso Ramón. A Ramón le gustaba comer de todo, y cuando digo “de
todo” me refiero a cualquier bicho que encontraba por casualidad o que
buscaba cuidadosamente monte afuera. Preparaba platos variados muy
distintos a los que hace mi mamá.
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Ramón vivía frente al cementerio, ahí cruzando el senderito, cerquita del
gran portal del Norte. Eso era muy lejos del pueblo, y cuando digo “lejos” es
porque es bien lejos, aunque no sé justo cuál era su casa.
Fue Ramón quien le enseñó a mi abuelo a pescar sin caña. Armaba una
trampita valiéndose de una botella a la que le hacía dos puertitas, una más
abajo y la otra hacia arriba. Por la primera metía trozos de pan mientras tanto
con una cuerdita sostenía la segunda y en cuanto entraba una mojarra:
¡zácate! Tiraba de la soga, soltaba la tapa y atrapaba su pececito. Así llenaba
baldes y baldes. Dice el abuelo que Ramón solía internarse a pescar en algún
brazo del Gualeyán. La gente decía que era un río muy traicionero pero el viejo
conocía muy bien dónde estaban los pozos peligrosos.
En enero se retiraba a los pagos de Gilbert en la estancia San Justo. Sin
apuro y con sus maletas vacías se ganaba campo adentro hasta llegar al
arroyo Malo, donde los sauces hacen casitas con verdaderos techos porque se
entrecruzan en sus copas y arrastran sus ramas desprolijas entre el agua. Allí
se sentía la arena más fría y se formaban agujeritos por los que salían
burbujas: ahí el viejo buscaba las anguilas amarillas. A veces usaba un gancho
largo con carnada, otras veces sólo un dedo. Su habilidad todo lo podía, las
agarraba de la cola y las cuereaba enseguida, facilísimo, las daba vuelta como
a una media y ¡listo!
Como les contaba, hasta llegó a comer cascarudos. El abuelo dice que
es un coleeeooo, cole, ¡coleóptero! porque vive aletargado en invierno y
devorando todo a su paso en primavera, verano y otoño. Cuando en épocas de
sequía los pájaros emigran por falta de agua estos bichos abundan y era
entonces cuando Ramón preparaba una parrilla pequeña, con los "fierritos"
bien juntitos para que los cascarudos y toritos se engancharan perfectamente
sin rodar por las brasas. Durante el invierno no utilizaba esos bichos porque
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no quería dar vuelta la tierra y lastimar las raíces de las plantas. El viejo era
muy respetuoso de la naturaleza y hasta se sentía parte del paisaje. Muchas
veces se lo vio dormir con su cabeza sobre el corazón de la tierra y las manos
abiertas hacia el yuyal del camino.
Dice el abuelo que una vuelta Ramón llenó su bolsillo de bichos bolita
cuando iba a ver el atardecer al campo abierto. También dice el abuelo que
extendía su lengua rosada por sobre sus bigotes blancos. Disfrutaba de lo que
él llamaba “pequeños caramelos naturales” con gustito a raíces, flores y frutos
variados.
La tarde en que mi abuelo me habló por primera vez de Ramón,
maravillado por las habilidades del viejo, hizo un gran silencio, levantó su
mano, frotó su cabeza sin cabellos, arregló sus anteojos sobre la nariz,
sobrevoló su mirada y con voz curiosa me preguntó:
-¿Sabés cuál es el único animal silvestre que Ramón no comió jamás?
Yo levanté mis hombros y llevé mis labios hacia delante. Ahí nomás mi
abuelo respondió con una carcajada:
-¡El peludo! ¡Mateo! ¡El peludo!
-¿Y por qué?
-Porque el peludo cava agujeros en los suelos flojos persiguiendo insectos
subterráneos, pero también come carroña.
Con sonrisa suave sostenida en el recuerdo de Ramón, el abuelo agregó
que en esos días tristes, cuando no estaba el sol y los botines le pesaban
demasiado, el viejo observaba desde su humilde casa cómo los peludos se
paseaban por el senderito que daba al norte.
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Río arcano
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Héctor Oscar Díaz
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Enzo y los duendes
En el siglo V° antes de Cristo se escribió la historia de las guerras entre griegos y persas. Fue
Heródoto, conocido como el “padre de la historia”, quien dejó testimonio sobre aquellos
sucesos. Aunque no tenía la certidumbre de que todo lo que había llegado a sus oídos era
cierto, pensó que cuestiones tan relevantes no podían quedar en el olvido. Entonces las
reportó y fueron pasando de generación en generación en forma de mitos y leyendas. Los
lectores y los escuchas deciden ahora cuán ligadas están esas leyendas a “la verdad”. Se
sabe que también Platón en sus trabajos filosóficos favoreció la permanencia de los mitos y
las leyendas como parte de la mismísima historia.
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fueron adquiriendo un aspecto tenebroso. Los postigos de las ventanas mal
cerrados mostraban cortinados desteñidos y telarañas entre la penumbra; las
paredes estaban húmedas, rajadas y despintadas.
Algunas personas intentaron vivir en esas propiedades, pero en poco
tiempo las abandonaban. Se decía que estaban embrujadas, que se
escuchaban ruidos extraños y voces tenebrosas. Así fueron tomando forma los
mitos. Quizás el verdadero motivo de la ida de estos inquilinos era la
imposibilidad de pagar la renta en aquel contexto de miseria extrema.
Las madres solían advertirles a sus hijos que no se metieran en las fincas
abandonadas. Insistían con que allí vivían espíritus malignos que los asustarían
y los echarían a piedrazos. Como todos los niños de todas las épocas de todos
los lugares del mundo, Enzo y sus hermanos y sus amigos se sentían atraídos
por lo prohibido. Veían la posibilidad de meterse en uno de esos caserones
como una aventura interesante, más allá del miedo que a veces los invadía.
A poco más de un kilómetro de la casa de Enzo había una de esas
mansiones deshabitadas, en cuyo huerto había vides, olivares e higueras1 que
ya nadie cuidaba. Un buen día Enzo y sus seguidores decidieron excursionar a
la mansión del huerto abandonado. Sigilosa y decididamente, sin comentar
nada a nadie, partieron llevando un canasto para recolectar frutos. Enzo, que
era el más chico, lideraba el grupo montado en su bajita, pesada y oxidada
bicicleta.
Luego de pedalear un buen rato, llegaron fatigados a las inmediaciones
del caserón. Enzo, desde su inconciencia infantil, alentaba al resto a invadir el
predio. Los demás estaban en silencio, oyendo cómo se aceleraban las
palpitaciones de sus corazones. Nadie hablaba del espíritu maligno, pero todos
lo sentían cerca. Más allá de la preocupación, estaban decididos a cumplir con
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Es una planta frutal que tiene su origen en el Asia menor y, según la leyenda, es el alimento preferido de los
duendes.
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el objetivo: entrar y cosechar frutos. Miraron para todos lados y cuando
comprobaron la inexistencia de testigos adultos entraron al pequeño feudo
escalando un muro semiderrumbado.
Una vez del otro lado, corrieron hasta los olivares y, con nerviosismo,
espiaron desde entre las ramas para verificar si alguien los había descubierto.
Estaban inmóviles cuando un pájaro picoteó un higo y lo hizo caer. Sus rostros
se tensaron y empalidecieron. Se quedaron donde estaban, en silencio. En eso,
otro ruido.
-Deben ser los espíritus que nos están tirando piedras –dijo uno de los niños
en un susurro agitado.
Sin juntar ni un solo fruto huyeron despavoridos. En una corta y torpe
carrera, entre pisotones y cordones sueltos, alcanzaron el muro. Una lluvia de
piedras de diferentes formas y tamaños caía sobre la pandilla que buscó
enseguida un camino en cruz. Según decían en Teramo, un camino en cruz era
la salida para contrarrestar los piedrazos. Enzo pedaleaba a la máxima
velocidad que podían generar sus músculos tiernos. Mientras huía sentía los
golpes de las piedras que pegaban en los fierros herrumbrosos de su bicicleta.
Pedaleando y pedaleando, jadeantes y conmocionados, los niños
llegaron a casa de Enzo.
-¿Qué hicieron que están tan agitados? ¡¿No habrán entrado a la casa
abandonada, no?! –interrogó enojada la madre, que ya había advertido la
travesura.
-Quisimos comer higos, pero el espíritu nos tiró piedras… por suerte llegamos
rápido al camino en forma de cruz –respondió entre tartamudeos uno de los
niños.
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-¿Cuántas veces les dije que es peligroso entrar a esas casas, que pueden
lastimarse? –rezongó la mujer con la cara colorada, se pasó las manos por el
delantal y siguió amasando.
Pasaron seis décadas. Con los ojos vidriosos Enzo rescata de entre los
años aquellas travesuras; las ordena y las cuenta a quien quiera oírlas. Sabe
que son una mezcla de realidad y fantasía. Sabe que probablemente no haya
habido un espíritu maligno. Sabe que hay pocos que creen en los duendes.
Piensa que seguramente eran habladurías de los adultos para que no se
metieran en problemas. Ahora es grande, pero cuando rememora sus días en
el viejo continente aún siente los golpes de las piedras pegando en su bicicleta
bajita.
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La carcajada del duende
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vistosos ponchos, phúllus, mantas y alforjas en un telar criollo, protegido del
sol por una enramada.
Debido a su intrepidez, Juan era el encargado de llevar las cabras
lecheras a pastar al cerro. Encerraba a los animales por la noche en un corral
construido de piedras y espinillo (una planta con largos pinchos). Allí dormían
protegidas de zorros, pumas y otras alimañas. Antes de soltarlas, por la
mañana, la abuela Felipa las ordeñaba para elaborar con su leche sabrosos
quesillos. Cuando Juan se aburría de cuidar a las cabras, recorría los cerros y
arrancaba yuyos como la “pupusa”, “muña-muña”, “arca-yuyo”, “vira-vira”, que
la abuela utilizaba en ocasionales curaciones.
Cuando Juan tenía 10 años llegó al pueblo un gringo corpulento, de
botas altas y sombrero de lona. Arreaba unas mulas cargadas con cajones y
estaba acompañado por algunos peones. El gringo conversó con su padre.
Juan se acercó a escucharlos, pero sus palabras le resultaron extrañas. Luego
de un rato, don Diógenes acompañó a los recién llegados hasta el corral
grande. Estaba alejado y sólo se utilizaba para encerrar a los burros que
llevaban la sal o para esquilar llamas. Sacaron carpas, catres, mesas y sillas
plegables, palas, picos y aparatos para medir los cerros y confeccionar mapas.
-¿Cómo te llamás? –preguntó el gringo tocándole la cabeza.
-Juan –respondió el niño.
-Yo soy Vladimiro… si querés podés ser mi ayudante –ofreció el forastero.
Juan miró de reojo a su padre que se hizo el desentendido y no supo
qué contestar. Después esbozó una sonrisa de aceptación.
Esa noche comieron a la luz de los candiles un locro sabroso que la
abuela siempre preparaba. Don Vladimiro contó que su país quedaba en
Europa y que por motivo de una guerra había emigrado y que al pasar por
Buenos Aires había sido contratado para realizar mapas e investigar cómo
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vivieron los antiguos pobladores. Dijo además que iba a recorrer las
torrenteras, los cerros y las quebradas y que iba a dibujar los andenes de
cultivos, las viviendas y las tumbas.
Cuando la abuela Felipa escuchó la propuesta de Vladimiro dijo con voz
extrañamente emocionada, casi quebrada:
-No subas a la “Loma negra de los antiguos”… es peligrosa… ¡hay duendes!
-¿Duendes? –preguntó Vladimiro extrañado.
- Sí, hay muchos y peligrosos.
La “Loma negra de los antiguos” es un pequeño cerro recostado sobre
otros más altos. Era muy fácil de trepar, en una hora se llegaba sin esfuerzo a
la cima. En la amurallada parte alta del cerro, en los tiempos en que llegaron
los conquistadores españoles, había un pueblo en el que, según la abuela
Felipa, aparecían duendes y ocurrían cosas misteriosas.
Al día siguiente del arribo, el gringo partió con algunos peones y con
Juan. Llevaban herramientas y cantimploras llenas de agua. Entre planchetas,
brújulas, trípodes y libretas de tapas negras donde anotaban todos los detalles
comenzaron las tareas. Recorrieron las lomadas, las torrenteras, los cerros y
las terrazas, dibujaron planos y excavaron lugares donde encontraron vestigios
de los antiguos habitantes.
Un día, luego de pasar algunas semanas trabajando expuestos al fuerte
sol, Vladimiro, desestimando los consejos de la abuela Felipa, decidió conocer
la “Loma negra de los antiguos”. Al llegar a la parte más alta, los hombres se
sorprendieron por la cantidad de construcciones que por más de quinientos
años habían desafiado al paso del tiempo. Juan, que como tenía prohibido
subir estaba igual de impresionado por el hallazgo que los demás, admiraba
deslumbrado las ruinas arqueológicas del poblado. Recorría el lugar en
diferentes sentidos y casi sin darse cuenta se alejó del grupo y se desorientó.
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Cuando el sol del medio día caía como plomo, el niño se sentó en el suelo a
descansar. Se recostó en una roca protegido por la deleznable sombra de un
enhiesto y famélico cardón que apenas lo cubría. Mareado, se pasó la mano
por la boca sedienta, los labios hinchados se habían resecado. Su ropita de
todos los días estaba sucia, raída y transpirada. Finalmente se quedó dormido.
Al rato llegaron a los oídos de Juan los afables sonidos de una quena y el
canturreo burbujeante del agua corriendo entre las piedras de una acequia. El
cardón que creyó escuálido no lo era y la sombra de un majestuoso sauce lo
protegía. Haciendo cuchara con la mano bebía el agua fresca que pasaba y se
sintió mejor. Se miró. Su ropa ya estaba seca, limpia y prolija. Advirtió con
agrado que el prado lucía una mullida y florida alfombra de pastos verdes y
que un par de jóvenes vicuñas se alimentaban y correteaban las chinchillas. En
eso, la envolvente melodía de la quena que se escuchaba cada vez más
cercana hizo que Juan levantara la vista. Desde el gran peñasco en que se
había sentado vio a un niño que con sus dedos recorría las perforaciones de la
caña para tocar esas melancólicas notas. Calzaba sólidas ojotas de cuero y
vestía un pantalón de tela bayeta, a media caña y un ponchito colorido con
largos flecos cubría su cuerpo. Llevaba también un sombrero negro de copa
alta y de afinada punta doblada, el ala era ancha y de mayor tamaño al
necesario, tal era así que le cubría la cara. En la muñeca de la mano izquierda,
lucía una pulsera de tientos de cuero, con trenzado invertido propio de las
ajorcas mágicas, de la que colgaban algunos amuletos labrados en hueso: la
figura de una llama, una cruz y algunos dijes con forma de sapos y serpientes
y una medalla con el dibujo del “hombre escudo”, una conocida pintura
rupestre. Juan se paró para mirar al niño a la cara. Se sorprendió al descubrir,
debajo del ala del sombrero, una careta de madera tallada atada con un
cordón a la nuca le cubría el rostro. Representaba un hombre viejo y con una
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fiera expresión. De la boca de la careta salió una carcajada hueca y sonora que
asustó a Juan.
Juan se tranquilizó recién cuando el extraño dejó de reírse como viejo y
recomenzó a tocar la quena amigablemente. Advirtió que el niño no era
agresivo. Lo observó corretear y jugar entre los peñascos y lo siguió de cerca.
Entraron en una caverna. Era la caverna que había descrito muchas veces la
abuela Felipa en sus historias de duendes. Las paredes anchas y oscuras
estaban decoradas con pinturas rupestres de extraños personajes y animales.
Juan descubrió que esos dibujos eran iguales a las figuras que el niño de la
quena tenía en la pulsera. Sorpresivamente los dibujos cobraron vida y se
arrojaron sobre él. Juan se cubrió la cara para protegerse aunque los dibujos
no habían siquiera intentado tocarlo. Desde la oscuridad de la cueva
aparecieron otros niños que saltaban, corrían y se divertían. También tenían
máscaras de madera y reían con exageradas carcajadas y lastimeros aullidos.
Juan intentó huir pero se tropezó y cayó pesadamente. Sintió unas manos
fuertes que lo agarraban y un pañuelo mojado en su frente.
-¿Qué te pasó Juanchito? ¿Qué te pasó? –repitió Vladimiro a viva voz,
despertando al niño.
Juan estaba en los brazos del gringo, en el mismo lugar agreste, bajo el
cardón pelado.
-¡Mamá! ¡Mamá! –pronunciaba entre llanto.
-Vamos, tenemos que irnos de acá, el sol está muy fuerte –dijo el robusto
gringo alzándolo en sus brazos.
Vladimiro, con Juan a cuestas, descendió del cerro, cruzó las torrenteras
y llegó hasta la casa. Al verlos, doña Rosalba salió corriendo al encuentro del
niño que seguía llorando.
-Es “el susto” –dijo la abuela desde el fogón.
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-¿”El susto”? –repreguntó Vladimiro.
-Sí, “el susto” es el duende que asusta a los niños desobedientes.
La abuela atizó el fuego y echó a las brasas algunos yuyos que el mismo
Juan había recolectado. Una espesa humareda comenzó a salir del fogón.
-Tráiganlo –dijo la abuela.
Entre los presentes tomaron de los brazos y las piernas al niño, que
seguía llorisqueando acongojado. Lo balancearon una y otra vez sobre el humo
que cada vez se volvía más oloroso y oscuro. De a poco, Juan se fue calmando
hasta que dejó de llorar y se durmió.
Pasaron más de setenta años desde aquel día en que Juan fue ahumado.
La casita ya no es de adobe, el corral de las mulas y los caballos no existe y
en su lugar hay un tinglado de chapa que protege una camioneta 4x4. A la
sombra de un nogal, unos niños escuchan atentos la historia que el abuelo
Juan les cuenta.
-Mi madre se enojó mucho y me prohibió que repitiera la aventura de alejarme
de las personas mayores. En aquellos tiempos los padres amenazaban a los
niños con terribles historias de maléficos y peligrosos duendes para que no se
alejaran de ellos y corrieran el riesgo de perderse o lastimarse –concluye el
abuelo Juan.
En eso, desde algún lugar cercano, llega el sonido lastimero de una
quena. Sentado en un gran peñasco del jardín de la casa del abuelo Juan se
ve a un niño que recorre con sus dedos las perforaciones de una caña para
tocar melancólicas notas. Calza modernas zapatillas, viste un vaquero, una
remera con estampado de vistosos colores y lleva un gorro de larga visera que
le cubre la cara. En la muñeca de la mano izquierda luce una pulsera de
tientos de cuero, con trenzado invertido de la que cuelgan algunos amuletos
labrados en hueso: la figura de una llama, una cruz, algunos dijes con forma
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de sapos y serpientes y una medalla con el dibujo del “hombre escudo”. Por
momentos deja se escucharse la quena y se escucha una exagerada
carcajada.
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Susana Hayes
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Te siento amigo
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hilvanadas en frases
llegando a los sentidos.
Prodigio de sabernos,
y habernos entendido
con afecto de hermanos,
que encuentran la senda
de habernos conocido.
Mi corazón comparte
tu corazón, amigo.
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Ser amigos
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Y sólo por el hecho de estar vivos,
brindar por ello en la copa del estío,
la dignidad de ser buenos amigos.
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Hechicera de la noche
Guardiana de secretos
milagro de luz
imagen del misterio
en las noches calladas.
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Luna, los poetas te amaron y cantaron
con embeleso y candor
y tu allá, desde el cielo, te entregabas
nocturnal y gloriosa, con encanto sagrado.
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Sempiterna
De la mano magistral
del creador de todo el universo,
eres bendita y contenida en nube,
vuelves en riego a nuestra tierra.
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O en cascadas
bañadas de reflejos de sol, en arco iris,
atravesando el globo,
después de la tormenta.
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proteges a esta nave que vaga en el espacio
con tu hielo perpetuo y sempiterno.
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Te hablé en silencio mi noble amigo
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Andaluza
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Juan se fue hasta Huelva despechado por no haber conseguido el amor de la
Manuela y la buscó por un tiempo hasta que dio con ella.
Una noche llamó a su puerta, estaba decidido a llevársela por la fuerza,
no resistía saberla de otro.
Se abrió la puerta y apareció la Manuela con un niño en brazos.
-¿Quién va? –se oyó desde adentro.
Juan, en un rapto de locura, llevó su mano a la cintura sacando una
daga para matar a quien imaginaba su rival. Desde la penumbra apareció la
figura de un hombre detrás de ella. El hombre apartó a la Manuela y a su niño
y quedaron frente a frente. Juan, enceguecido, miró a su rival con ojos de
fuego.
Alzó su mano y en el aire la mano del otro hombre la detuvo.
-No debemos matarnos entre hermanos.
Dicen que Juan Gómez se embarcó sin rumbo fijo y nunca más lo vieron,
ni en Huelva ni en Granada.
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Mauricio Moday
Es médico jubilado. Fue jefe de Terapia Intensiva del hospital San Martín
de La Plata durante 19 años hasta su retiro.
Escribe desde su juventud y se ha presentado en diferentes certámenes.
En 1991 su relato “Epitafio” resultó finalista y pasó a formar parte de la
antología del segundo certamen literario del Círculo Médico de la Matanza.
Desde entonces ha publicado textos de diversos géneros y formatos: ensayos,
relatos y poemas y ha obtenido diferentes galardones.
En esta publicación presenta tres cuentos: “Garní”, que relata un
encuentro de amor postergado por los protagonistas desde su juventud; “Mi
inigualable silla eléctrica”, que con comicidad detalla las vicisitudes de un
paciente con su odontóloga y “Don Luis y los platos de madera” en el que se
realza a la familia como movimiento social.
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Garní
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había recibido de médico. Supe que ella había retornado dos años antes, que
se había casado con uno de los gerentes de banco de la ciudad y que tenía dos
hijos varones.
Un día en que estaba de guardia llamaron de urgencia de la casa de
Garní. Había sufrido un desmayo con una crisis de rigidez que la envaraba. Su
esposo, al cual yo no informé que la conocía, manifestó que el mal le venía
desde pequeña y que siempre le ocurría ante una relación sexual o una
depresión.
Luego de ese episodio comencé a visitarla asiduamente como viejos
amigos que éramos. Solía invitarme a tomar un riquísimo té de Ceilán recién
preparado y conversábamos de los viejos y nuevos tiempos. Me contó que no
se había recibido de arquitecta ya que, sorprendida por la maternidad
temprana, había regresado con su esposo cuando a él lo rotaron a la ciudad
que a ella la había visto nacer.
Garní permanecía sola todo el día, no tenía casi ninguna actividad, de
vez en cuando leía algún cuento fantástico. Sus hijos concurrían a colegios de
doble escolaridad, con abultadas primas, adonde se les garantizaba su
aprendizaje en tiempo y forma. Su esposo acompañaba a sus hijos a la escuela
por la mañana y luego concurría a la oficina. Por las noches solía llegar tarde a
cenar, siempre estaba enfrascado en reuniones gerenciales.
Pasó un tiempo desde mi reencuentro con Garní y en otra noche de
guardia recibí un llamado de su casa. Cuando llegué toqué el timbre y nadie
acudió. Al empujar la puerta noté que estaba abierta e imaginé a Garní en un
rincón entre las sombras, rígida y sin hablar, pensé que se acostaría a dormir,
en otro de los episodios de depresión. Con voz temblorosa y casi desconsolada
la nombré. Nadie contestó y temí lo peor. Aquella llamada telefónica fue real,
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pero ¿quién telefoneó? La puerta entreabierta y la quietud presagiaban un
desenlace nefasto.
Entré. Se escuchaba con el fondo del silencio, agua cayendo
profusamente. Era la ducha del baño superior. Cada vez más alarmado, subí
las escaleras y pasé por el dormitorio de Garní que estaba en penumbra. En su
mesa de luz sólo se destacaban la libreta y los fósforos, todo parecía en orden.
La cama tenía las sábanas dobladas en sus extremos, en ángulo hacia el
centro, como si esperase al matrimonio.
Seguí por el pasillo buscando el baño. Me guiaba la tenue luz de la calle
a través de un extremo del corredor. Cuando encontré el toilette entré
bruscamente. Allí estaba, de pie, desnuda, con los cabellos lacios y
ligeramente húmedos. Una toalla cubría parte de su torso y tornaba su figura
más esbelta.
-Te esperaba -susurró.
Fuimos al dormitorio, me tomó casi salvajemente e hicimos el amor
hasta caer exhaustos. En la ensoñación posterior al acto, entreabrí los ojos y
leí la libreta. Suficientes hojas, más de dos por año, tenían mi nombre con el
escrito que rezaba: “Siempre te esperaré”. También los fósforos mostraban la
inscripción: “Tú eres la lumbre de mi vida”. Ambas esquelas en cada lugar que
estaban estampadas tenían su inconfundible firma: “Garní”.
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Mi inigualable silla eléctrica
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pequeña obnubilación de la conciencia, muy transitoria, se relajaba y abría la
boca. Acto seguido le inyectaba la anestesia local y comenzaba con “la
tortura”.
Curioso, Julio investigó en Internet acerca del gas utilizado: se
denominaba óxido nitroso, era totalmente inocuo y su efecto tan transitorio
que no necesitaba que se utilizase ningún apoyo a la respiración. En ocasiones
provocaba hilaridad, tal es así que algunos lo llaman “gas de la risa”.
Ya había pasado la etapa de toma de moldes y no era momento para
abandonar el barco antes de que se hundiera. El día en que le tocaba el tallado
de los frentes del segundo molar que debía ser implantado, era un día de
verano muy caluroso. A las 7 de la tarde el cemento de la calle parecía
ablandarse con los 29 grados. El pánico odontológico de Julio se exacerbaba.
De sólo pensar que ese día María comenzaría con los tornos, usaría la turbina
para enfriar el tallado de su corona e instalaría el aspirador de saliva en la
parte anterior de la boca, que como era insuficiente para retirar toda la saliva
le provocaba ahogamiento, sus temores se acrecentaban.
-Recostate en la camilla, Julio.
Esas palabras bastaron para que se sintiera un condenado a muerte. La
asistente le acomodó sus manos en los soportes laterales y le puso el babero.
También le alcanzó un vasito de enjuague y encendió la luz especial sin
sombra que usan los dentistas. Se imaginaba en la silla eléctrica y a los
ayudantes del verdugo asegurándole las manos y mojándole la cabeza.
Tradujo el murmullo de las noticias de las 7 que salían de una radio en un
sacerdote santificando a un condenado a muerte. Mientras pensaba: ¿Cuánto
faltará para que la corriente comience a pasar por mi cuerpo? El instante de
esa pregunta retórica coincidió con la contractura de sus músculos
masticadores que le cerró la boca. Estaba obnubilado por el pánico. Pensó que
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la máscara que le acercaban a la cara era la capucha final de todos los
condenados.
Julio vio el famoso túnel que citan aquellos que regresaron de exitosas
reanimaciones cardiocirculatorias. Vio también luces multicolores titilantes, que
formaban un semicírculo, y a sus padres, parientes y amigos fallecidos, pero
no pudo detenerse a hablar con ellos. Al final de aquel semicírculo de colores,
lo esperaba María para terminar su tarea. Julio, aún dentro de su cuerpo,
volaba a una velocidad vertiginosa, a media altura cerca de las luces
incandescentes que parpadeaban.
Al llegar al fondo de aquel túnel, los resplandores se atenuaron y la
velocidad de desplazamiento se hizo más lenta. El choque contra la profesional
era inminente, ella con movimientos reptantes parecía una cobra al salir del
morral de un encantador de serpientes. Cables, tubos y otros aparatejos salían
de sus brazos, piernas y hasta de su cabeza. De inmediato colocó una goma
negra para abrirle la boca e introdujo alternativamente esos instrumentos.
De golpe, fin de la cinematográfica escena: la odontóloga desapareció
como si él mismo se la hubiese tragado. Se apagaron las luces y un silencio
profundo invadió el lugar. Pensó que había arribado a la salida de la gruta y
que se acercaba al pasaje al infinito. La quietud, el silencio, la oscuridad y la
falta de movimientos de su cuerpo le dieron una sensación de paz
indescriptible. Pensó que si la ejecución se había concretado, su cuerpo
entraría pronto en rigor mortis y sería colocado en su última morada de
madera y cubierto de tierra con la correspondiente congoja de sus familiares.
Julio cavilaba sobre esas cosas cuando sintió una mueca rara en su
boca. Era una sonrisa que se transformó primero en risa y después en una
serie de carcajadas. No podía parar de reírse, aún al sentir que lo estaban
sepultando de pie. En la oscuridad tocaba la textura de las paredes,
44
evidentemente era madera. Además había géneros que parecían trozos de
mortaja o lienzos suaves. Aquel momento culminó con una incontenible
sensación de orinar. Comenzó a sentir cómo la lluvia golpeaba contra la
madera del cajón, mojando todo el alrededor y salpicándolo.
Se despertó por los gritos de la odontóloga y su asistente, que llegaron
corriendo desde la otra habitación, en que se hallaban reconstruyendo un
nuevo molde para su molar.
-¡Pero qué hacés, Julio! ¡Estás orinando el consultorio!
Las mujeres lo habían encontrado de pie y tambaleante, lo tomaron por
los brazos y lo sentaron en un taburete. Se reía a mandíbula batiente.
-Tranquilizate, tranquilizate. No es nada, nomás estabas orinando contra el
fondo del ropero los guardapolvos y abrigos. Subite el cierre, Julio -dijeron
ambas mujeres al unísono-. En el baño te podés lavar la cara y las manos.
-Parece que el gas te hizo volar bastante esta vez, Julio. Ya te podés ir, es el
óxido nitroso… ya terminé mi trabajo por hoy –dijo María.
-Entonces me voy a terminar de orinar en casa –dijo riéndose a carcajadas y
retirándose del consultorio.
45
Don Luis y los platos de madera
José era la cabeza de una familia típica de clase baja. Su vida giraba
alrededor de su trabajo, su casa y sus hijos. Desde hacía cinco años trabajaba
en la misma fábrica, creando estabilidad monetaria en su hogar en tiempos
difíciles en que el trabajo escaseaba.
Su viejo despertador sonaba a las 5 de la mañana. Se duchaba mientras
escuchaba las noticias del día en la radio. Había desistido de comprar
diariamente el periódico. Con aquellas monedas prefería comprarles chocolates
a sus hijos. Siempre tenía alguno en el bolsillo para cuando se lo solicitaren.
A las 5. 45 partía de su hogar y caminaba siete cuadras hasta la estación
de Berazategui, iba a paso vivo para mantenerse en forma ya que, apretado
por el presupuesto, había dejado de concurrir al gimnasio del barrio. Tomaba
el tren a las 6 en punto y, luego de una hora de viaje, subía al micro que,
quince minutos después, lo dejaba a dos cuadras del taller metalúrgico donde
lo esperaban su torno y sus herramientas.
Allí en el taller permanecía casi nueve horas de pie frente a su máquina
fabricando cubiertos de mesa de mediana calidad. Trabajaba a destajo,
cuantos más cuchillos hacía semanalmente más cobraba.
María, la esposa de José, dedicaba todo el día a sus hijos y a la casa
alquilada en que vivían que brillaba como una piedra preciosa. Todo estaba
impecable: cortinas, manteles, toallas y servilletas. El hijo mayor tenía ocho
años e iba a segundo grado. El más pequeño, de cuatro, era el que más
atención requería. María cuidaba de que no se lastimara y ordenaba sus
juguetes a cada rato.
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El otro integrante de la familia era Don Luis, el papá de José. Sus dos
nietos lo adoraban, siempre tenía algo para ellos: dulces, pequeñas historias,
paseos de pesca.
Don Luis trabajó toda su vida en la sodería del barrio, realizando
diversas tareas. Desde la limpieza y aseo del local, el envasado con la máquina
automática hasta la distribución en los domicilios con la chata a caballos.
Cuando se jubiló, Don Luis siguió trabajando. Sembró el fondo de su terreno.
Con mucho esmero ordenó las hortalizas y la tierra le rindió sus frutos. Los
vegetales frescos fluyeron para él, su familia y algún vecino que le pidiera algo.
Cada vez que su nieto más pequeño, Tomás, iba de visita, ambos regaban el
huerto y sacaban los yuyos. Así le enseñaba al niño el arte de cultivar. Por la
tarde, Don Julio iba al Club Social a jugar a las barajas o a las bochas y
retornaba al hogar para disfrutar del amor compartido con su compañera de
toda la vida. Esa era su rutina.
Pero luego de unos años la mujer falleció y a Don Luis lo embargó una
gran depresión. Comenzó con movimientos anormales de sus manos y su
cabeza, una especie de temblor que no generaba espontáneamente, ni
controlaba. Se sentía observado, perturbado y decepcionado, escondía sus
dedos en la espalda o por debajo de la mesa cuando estaba sentado. La
invalidez crecía: sus manos se tornaron toscas y duras, se le caían las cosas.
Sus hortalizas fueron invadidas por las malezas y devoradas por las hormigas.
A Don Luis el parkinson le trajo serias dificultades. Le costaba, por
ejemplo, prender el horno de la cocina y las hornallas, por lo cual José
comenzó a enviarle comida día a día. El abuelo se volvió dependiente, huraño
y ermitaño. Escondía sus manos para atenuar el ruido de las mismas
golpeando contra la mesa. Una vez llegó a atarse la mano derecha al muslo
con un pañuelo para que no se observase el temblor.
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La medicación que le recetaban los profesionales a Don Luis le mejoraba
algo la marcha, pero no el temblor. Entonces, José decidió llevarlo a su casa.
-Papi querido, no podemos pagar un geriátrico… así que ordenamos el
galponcito para que estés lo mejor posible.
Don Luis, con su cara sin gestos, pasos y hablar arrastrados, y su
temblor de manos escondido en la espalda, asintió con un movimiento de
cabeza. Tomó sus pocas ropas y la radio Spica que su esposa le había regalado
en la que escuchaba las noticias y los partidos de Boca, muy bajo, con la radio
apoyada en la almohada, y partió con su hijo.
La convivencia duró sin problemas sólo un corto tiempo. María se
quejaba del aseo de la habitación del abuelo, de su lentitud al desplazarse y al
hablar. Todos se sentían molestos durante la cena, con el repiquetear que el
temblor traducía a la mesa con los cubiertos en la mano. No los dejaba
escuchar la tele y eso los hacía enfurecer.
Es cierto que el ruido era molesto, pero la insensibilidad de ellos era
mayor. Sólo Tomás seguía a su abuelo a todos lados y lo acompañaba a su
habitación. Algunas veces hasta se llevaba un colchón pequeño y le hacía
compañía por las noches.
Aunque parezca increíble la enfermedad del abuelo lo convirtió en una
especie de enemigo. Llegaron a ponerle una mesita en un rincón y José le
fabricó cubiertos y platos de madera para minimizar el ruido y que María
pudiera disfrutar la famosa novela.
Una noche, mientras María hacía la cena y José miraba el mundial de
fútbol en la tele, el pequeño de la familia, sentado en el suelo, jugaba con una
madera, clavos y un martillo de juguete. Molesto por el ruido, el padre sacó la
vista de la pantalla.
-¿Qué hacés hijo?
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-Platos y cubiertos de madera para cuando vos y mamá sean viejos y tiemblen.
José enmudeció un instante, se paralizó, apagó el televisor y acercó la
mesita en que el abuelo cenaba.
-Desde hoy todos vamos a hacer ruido en la mesa, no sólo el abuelo Luis.
Al día siguiente, José llegó a la fábrica y moldeó en su torno platos y
cubiertos de madera para toda su familia.
Cuando regresó a la noche dijo:
-Familia, todos vamos a comer en platos de madera.
Don Luis falleció al año siguiente. La familia lo recuerda con gran cariño
durante cada comida, utilizando y vendiendo los decorados platos de madera.
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Alfredo Repetto
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La colonia y la pesca
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Gabriel, que era muy comprensivo, empezó a ayudar al Viejo. Le llevaba frutas
que recogía del barrio y mariscos que iba a buscar al mar. Y se hicieron
grandes amigos. Un día el Viejo le dijo que a pesar de su condición humilde
vivía con abundancia gracias a todo lo que ofrecía la naturaleza. Eso Gabriel
jamás lo olvidó.
Gabriel regresó de adulto a la ciudad y se notaba el progreso. Las calles
ya no eran de tierra, y había grandes tiendas y locales bailables en el corazón
del barrio, ya poco quedaba de aquella villa de pescadores. Pero el puente
seguía igual, era el mismo puente por donde había transcurrido su juventud. Y
a pesar de que habían pasado 15 años, allí estaba el Viejo del puente, con sus
ojotas y sus pantalones remangados, el Viejo, que a pesar de no tener
recursos, ni familia jamás había pasado necesidad.
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Un sabio consejo
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Pasado un tiempo encontré el bastón de Miguel mientras iba del trabajo
a casa. Lo recogí y lo escondí tras una puerta que daba a una escalera que
subía por los médanos hasta lo que alguna vez había sido un mirador. En la
cima crecía un bosque de pinos sobre la arena, que estaba cubierta de pinocha
y piñas. Luego me fui a casa.
Esa misma noche me encontré con un amigo en común y le comenté
que había encontrado el bastón de Miguel, para hacerle llegar que estaba en
mi poder y que podría recuperarlo yendo a mi trabajo.
Al día siguiente Miguel estaba frente al tenedor libre en el que yo era
mozo. Me agradeció muchísimo haberle devuelto el bastón porque, según me
contó era un regalo que le había traído un amigo de la India. Aquel día yo le
agregué al bastón un pedazo de tela Balines, pero él no lo percibió. Se sentó a
almorzar y mientras lo atendía me comentó que se iría a Río de Janeiro.
Nos despedimos y me dijo que jamás me iba a olvidar. Le respondí lo
mismo. Mientras viví en Florianópolis volví siempre al mirador a pensar.
Actualmente vivo con mi padre con el cual tengo una estupenda relación y
hasta hoy no he olvidado a Miguel de quien me ha quedado un aprendizaje,
además de una muy fuerte impresión.
54
Cachacero
55
tirado donde pasaba la noche hasta que se le fuera el mambo. ¿Por qué habrá
llegado a eso? No lo sé. Pero si le preguntaban si era feliz, él respondía que sí.
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Después de la tormenta
Era verano y soplaba una brisa agradable que arrastraba el calor que se
había depositado durante todo el día en la arena de la playa. Juan estaba
sentado en las piedras de la costa tentando engañarse de que no se sentía el
centro del universo. Él llamaba a eso meditación. Llevaba una media hora allí
cuando una joven se aproximó. Era una muchacha exótica, tenía un rostro
delgado con rasgos muy delicados y ojos almendrados. Su cabello era lacio y
negro como la noche.
-Hola –dijo ella.
-Hola –respondió Juan, que viendo la gran belleza de la joven se apresuró a
sacar asunto – , ¿linda tarde, no?
-Sí, hermosa.
-Me gusta este lugar porque se puede estar tranquilo. Siempre vengo aquí a
meditar, toda esta naturaleza me ilumina.
-Yo también vengo siempre.
-Qué raro que nunca nos hayamos visto. ¿Cómo te llamás? Yo me llamo Juan y
es un gusto conocerte.
-Mi nombre es María y para mí también lo es.
Así siguió la conversación entre Juan y María y fue pasando la tarde, hasta
me animo a decirles que habían cambiado la meditación por el romance. La
naturaleza les reservaba una sorpresa, aquel calor había gestado una tormenta
de verano. Una nube en forma de brazo era empujada por el viento hacia
donde se encontraban los jóvenes que luego se vieron obligados a buscar
abrigo. Entre las piedras, acurrucados, encontraron más que abrigo,
encontraron el amor.
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Y después de la tormenta que lo había apuntado en el mundo, Juan ya no
se sentía el centro del universo sino una parte especial de él.
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Profecía
Corría el Siglo XX y el mundo estaba viendo cantidad de cosas que lo
impresionaban. En un rincón de América, rodeada de mar, una pequeña
población esperaba impaciente un día en especial: el 31 de diciembre de
1999, a la media noche. Los azorianos de la isla de Santa Catarina, confiaban
en que dios no permitiría que se cumpliera la profecía. Como dice la Biblia, en
un fragmento que se trata de la destrucción de una ciudad: “si dios no quiere
no sucederá”.
Todo indicaba que la isla se hundiría en el año 2000. La profecía detallaba:
“una isla al sur de un nuevo continente con el nombre de una santa se
hundirá”. Para los que acompañaban de cerca las predicciones del mago era
seguro que algo sucedería pues hasta aquel momento no había fallado
vaticinio alguno.
La isla se hizo muy conocida como punto turístico con diferentes nombres:
“Isla de la magia”, “Isla de las brujas”, pero el verdadero nombre es “Isla de
Santa Catarina”, y es la única isla al sur de un nuevo continente que recibe el
nombre de una santa, gracias a pertenecer al estado del mismo nombre
aunque la ciudad se llame Florianópolis.
Yo había vivido desde temprana edad en la isla y puedo afirmar que los
nombres de isla de las brujas y de la magia no se deben a la profecía, sino a
que en sus primeros años como colonia se instalaron algunos alquimistas y a la
creencia del pueblo en magia, duendes, brujas, luces mágicas y otra serie de
criaturas fantásticas, que según las leyendas habitan aquel paraíso.
Después de muchos años en Brasil yo había regresado a Argentina país
que abandoné con mis padres cuando era un niño, y desde finales del ´98
hasta diciembre del ´99 viví en Verónica, un pueblito del interior de Buenos
Aires. Sin embargo, decidí que para la fecha de la profecía debía estar con mi
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madre que aún vivía en Florianópolis. Sentía una inquietud muy grande por
formar parte de aquel momento que pasaría a la historia. Por eso, a fines de
diciembre del ´99, yo estaba en un micro de larga distancia camino a la isla.
Llegué unas cuantas horas antes de la medianoche. Fui hasta la casa de unos
amigos, les deseé felices fiestas y seguí al reencuentro de mi madre con quien
pasé la nochebuena.
No presencié el hundimiento de la isla pero fui testigo de la magia: las
luces se veían en los morros yendo y viniendo como en un festival. Eran las
luces habían vivido en la imaginación de los colonos azorianos, las que
protegían la aldea de los infortunios que pudieran ocurrir.
Después de aquella falla en la profecía, siguieron ocurriendo las cosas tal
cual lo había predicho Nostradamus, pero por arte de magia en aquel rincón
del mundo las cosas seguían su curso normal.
60
Héctor Ricci
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Euforión
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Al llegar vieron un bullicioso grupo de jóvenes que esperaba ser atendido
por la bibliotecaria, una señora que aparentaba fielmente sus cincuenta y dos
años, y que, mirando seria por sobre el marco de carey de sus anteojos,
intentaba poner orden en el pequeño mostrador que servía para la devolución
y el retiro de los libros.
-Hola Alicia –la saludó familiarmente el padre de Néstor.
-Hola –contestó ella ensimismada en su tarea, mientras ellos pasaban por un
extremo del mostrador, al sector interno del recinto.
-Yo soy socio de este club y colaborador en la biblioteca –le dijo el padre– y te
voy a asociar a vos para que puedas retirar libros para leer. Néstor recibió la
noticia con alegría, porque le gustaba la lectura y su acceso a los libros estaba
limitado al pequeño inventario de la biblioteca de la escuela Nro. 45, en la que
cursaba la primaria.
-Si querés podés ir mirando los libros que hay –agregó el padre– cualquier
cosa voy a estar por aquí, cerca del mostrador. Si sacás alguno, volvé a
ponerlo en su lugar.
-Bueno –respondió tímidamente Néstor, algo extrañado por la situación y sin
saber bien por dónde empezar.
Lo primero que hizo fue recorrer los pasillos que formaban las estanterías
abarrotadas de libros. Eran muchas, de madera fuerte y bien conservada
aunque algunos estantes se veían arqueados por el peso. Para Néstor, el
ámbito resultaba muy grande e intrincado porque los pasadizos a veces se
cortaban con irregularidad y no estaban bien iluminados. A poco de recorrerlos
le pareció que estaba en un laberinto y sólo le referenciaba la salida el bullicio
del mostrador que desde algunos rincones casi no se escuchaba. Sin embargo,
en ningún momento sintió temor. Por el contrario, se encontraba a gusto. Su
soledad cada tanto se mitigaba al ver, a través de los huecos que dejaban los
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libros faltantes de los estantes bajos, las piernas de un ayudante de Alicia que
pasaba o se detenía para buscar un ejemplar.
Al poco tiempo de estar allí, se dio cuenta qué era lo que le causaba esa
sensación de bienestar y agrado, que parecía no corresponderse con ese lugar
algo sombrío e intrincado. Era el olor, el olor tan particular que emanaba de
los libros. Cuando reparó en eso se detuvo un momento y tomó un par de ellos
de los estantes más cercanos. Uno estaba prolijamente encuadernado, el otro
sólo tenía una tapa blanda y algo ajada. Memorizó las ubicaciones siguiendo
las recomendaciones de su padre, y después los olió. Abrió el libro
encuadernado, un tratado sobre historia del arte, y metiendo la nariz entre sus
páginas hasta llegar a la parte de la costura, se quedó un momento inspirando
lentamente. Intentó reconocer el efluvio, pero no se parecía a nada específico
que él pudiera recordar. No estaba identificado con ninguna otra cosa dentro
de su memoria olfativa. Era una mezcla equilibrada de olor a papel, a tinta, al
cuero que forraba las tapas duras y al condimento especial del acre aroma de
la cola y el hilo que le daban cuerpo y estructura al lomo. Repitió la operación
con el otro libro, que era de poemas, y con leves variaciones, quizás
aportadas por las huellas de los dedos que pasaron sus páginas o alguna flor
seca que reposó entre ellas, sintió nuevamente la misma agradable
sensación.
No era la primera vez que olía un libro, pero estar en un lugar donde
había tantos, invadió su olfato al punto de embriagarlo, y arraigó para
siempre en su memoria ese inconfundible aroma, convertido para él, en un
perfume. El mismo que lo acompañaría durante toda su vida, haciéndole
revivir ese hermoso momento, cada vez que tenía un libro entre sus manos.
Había pasado poco más de una hora cuando el padre de Néstor lo fue a
buscar entre los pasillos de la biblioteca, extrañado porque nunca se había
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asomado hasta el mostrador. Lo encontró, estaba sentado en el suelo, rodeado
de una docena de libros desparramados en su alrededor mientras hojeaba
otro. El chico levantó la vista, vio a su padre y, advirtiendo el gesto de su
rostro, se anticipó al reto:
-No te preocupes papá, yo sé dónde va cada uno.
Inmediatamente, empezó a ordenar los libros y fue poniéndolos cada uno
en su lugar, de acuerdo al código que tenían. Había descubierto el sistema de
ordenamiento temático y numérico. Al llegar al sector de los libros de
aventuras, que tanto le gustaban, había sacado de los estantes los escritos
por Julio Verne, Emilio Salgari, Mark Twain, Jack London. Edgar Rice
Burroughs y otros, cuyos autores desconocía, pero que también pertenecían al
género. Entusiasmado por el hallazgo y pensando que pronto podría tener
acceso a esos libros y se los podría llevar a su casa para leerlos, no había
advertido el tiempo transcurrido y se había quedado hojeando embelesado
algunos de ellos, especialmente los que incluían páginas con ilustraciones de
los protagonistas, algunos de los cuales ya conocía.
Néstor fue asiduo concurrente a Euforión por casi 10 años, hasta ingresar
a la Universidad, que le exigió otro tipo de bibliografía. Su raro nombre y su
actividad ya nunca más le resultaron extraños. Sin embargo, recién muchos
años después supo que el nombre de su querida biblioteca de barrio fue
puesto en homenaje a uno de los bibliotecarios más remotos de los que se
tenga noticia, el poeta griego Euforión de Calcis, que vivió en Antioquia
(antigua Grecia, hoy Turquía) 200 años antes de Cristo.
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El Arroyo del Muerto
El Arroyo del Muerto nunca estaba del todo seco. Por eso, a pesar de
tener sólo 50 metros de ancho, su viejo puente de madera resultaba
imprescindible ya que era imposible cruzarlo a pie, a caballo o en cualquier
vehículo sin hundirse irremediablemente en su profundo cauce. Además, a
veces se tornaba muy caudaloso como consecuencia de las lluvias. Jamás se
supo el verdadero origen de su nombre a pesar de las mil historias que se
conocían al respecto en Porlosvientos, el pequeño y erosionado pueblo vecino,
al que se accedía o abandonaba cruzando por ese exclusivo paso.
El antiguo puente podía únicamente ser atravesado de a un vehículo por
vez. No sólo porque era demasiado angosto y de sospechosa resistencia,
pasaba que Don Elías, el encargado de administrar su tránsito, tampoco
permitía otra cosa. De a uno por vez era su estricta consigna. Los peatones y
caballos tenían una pequeña pasarela independiente.
Hacía 48 años que Don Elías cumplía esa función, escasamente retribuida
por el municipio local. Ya octogenario, su aspecto no lo desmentía. Era bajo y
enjuto, con la espalda doblada, como si el constante viento siempre le hubiese
pegado de popa, y una leve joroba pujaba bajo su eterno sacón de paño. Una
gastada gorra de visera le tapaba la calva y los raleados pelos blancos de su
nuca se juntaban con los de la barba en los carrillos. A su piel arrugada, tanto
en la cara como en las manos, no hacía falta tocarla para adivinar sus
condiciones: era seca, fría y rugosa como el lomo de un sapo.
Don Elías solía contar que había trabajado en la construcción del puente, y
en el pueblo ya quedaban pocos que pudieran afirmarlo o negarlo. Lo cierto es
que cumplía su función con tal dedicación y responsabilidad que parecía, no
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sólo que estuviese a su cargo, sino que fuese su dueño. Había colocado en
cada uno de los extremos de ingreso al puente una pequeña barrera que sólo
él estaba autorizado a levantar, norma que los habitantes del pueblo
respetaban y los foráneos descubrían al llegar.
El ferrocarril le había regalado a Don Elías dos viejas garitas de
guardabarrera, que había acondicionado e instalado en ambas orillas. Sus
pocas pertenencias domésticas las tenía por duplicado y así vivía en forma
alternativa durante el día, según el lado en que había cerrado la última
barrera. Por las noches siempre se quedaba del lado en que se accedía al
pueblo, a fin de evitar que un visitante foráneo abriera la barrera por su cuenta
o la embistiera.
Todos los lugareños estaban acostumbrados a esperar que él llegara para
abrirles, si estaba del otro lado. En Porlosvientos las únicas apuradas eran las
ráfagas, y a nadie alteraba el andar cansino del viejo al compás de los tres
golpes que generaban sus pasos en los tablones del puente: uno por cada uno
de sus pies y el tercero de su inseparable bastón de palo.
Una noche oscura y neblinosa, ya instalado en la garita del lado del
cementerio, advirtió que sus dos faroles carreros habían quedado del lado del
pueblo y decidió ir hasta la otra punta del puente a buscar uno de ellos.
Caminó lento esquivando los tablones torcidos y rajados que conocía de
memoria. Estaba en la mitad del puente cuando sintió un fuerte ruido a sus
espaldas, se dio vuelta y las luces de la camioneta le permitieron ver la
imagen, para él apocalíptica, de la barrera saltando en pedazos. Alcanzó a
levantar el brazo del bastón y en esa pose de director de banda, pero
horizontal, quedó aplastado sobre el puente luego de que el vehículo lo pasara
por encima.
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El modesto velatorio se hizo en uno de los salones de la municipalidad.
Concurrió todo el pueblo, que luego formó el cortejo que siguió a pie su
féretro, lentamente trasladado en la ambulancia. Al llegar al puente, ésta se
detuvo ante la barrera sana, que estaba baja, y en un postrero homenaje a
Don Elías, fue levantada por el intendente dando paso sólo al vehículo y
deteniendo al cortejo. En el momento que el coche estaba pasando justo por
el lugar del accidente, los tablones más viejos cedieron con un crujido y
después de quebrarse cayeron al agua. Las ruedas traseras de la ambulancia
se hundieron en la brecha dejándola en posición de tobogán. El cajón con Don
Elías se deslizó hacia abajo abriendo las puertas traseras con su peso y se
zambulló en el abundante caudal de ese día, que jamás lo regurgitó.
El arroyo fue rebautizado, curiosamente, con su mismo nombre anterior,
pero desde entonces, en Porlosvientos todos supieron por qué.
68
La visita
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qué habrá ido ese día a la casa de Peralta, justo cuando cayó la cana. Yo le
había dicho “ese gordo no me gusta nada, anda en cosas raras”. Pero bueno
ahora ya está, en el allanamiento encontraron y se llevaron de todo, entre
eso, también a Rubén. Andá a explicar que no tenía nada que ver. Para
cuando terminás de probarlo, si podés, ya te comiste unos cuantos meses
adentro. Menos mal que por lo menos ahora se lo puede visitar. Seguro que
me está esperando ansioso. Tengo un poco de miedo, nunca entré a una
cárcel y en la villa se escucha cada historia...
El chirrido del tren que reculaba perezoso sacó a Paula de sus
cavilaciones. Subió y se sentó del lado de la ventanilla, la que no pudo cerrar
porque estaba atascada. El asiento metálico era duro y frío, pero tampoco le
importó. Lo único que le importaba era llegar a ver a su querido Rubén.
Después de una hora y media de viaje en tren y un rato en el micro Oeste,
finalmente llegó a la cárcel de Olmos.
Al bajar del colectivo la sorprendió el intenso movimiento en la parada,
que estaba ubicada justo frente a la entrada del establecimiento. Gente de
toda edad iba y venía febrilmente. En su mayoría eran mujeres y chicos, que
si bien por su vestimenta denunciaban una condición humilde, no parecían
sucios ni rotosos. Todos, como ella, tenían algún bolso o paquete en sus
manos. Paula no sabía para dónde ir, cruzó el portal de acceso, vio una cola y
se dirigió hacia allí. Preguntó y le confirmaron que era para la requisa previa al
ingreso. La fila adelantaba lentamente, ya estaba cansada de estar tanto
tiempo parada cuando, por fin, le tocó el turno a ella. Traspuso el desgastado
umbral y antes de dirigirse al escritorio, desde donde un guardia de bigotes le
hizo una seña para que avanzara, alcanzó a mirar las paredes que la rodeaban.
Estaban pintadas y repintadas de un amarillo que se notaba distinto en cada
mano y que en algunas partes se aglobaba formando unos forúnculos de
70
revoque, varios de ellos reventados. Unos cuadros con el papel oxidado
contenían advertencias y recomendaciones que nadie leía. Caminó sobre el
piso de mosaicos siguiendo los desdibujos que marcaban las huellas de
incontables pasos anteriores.
Parada frente al escritorio, Paula aguantó cabizbaja mientras la mirada
lasciva del guardia la recorría desde la frente a las rodillas. Después de
devolverle el documento, con un movimiento de cabeza el hombre le señaló
una puerta marrón al tiempo que le ordenaba:
-Pasá a la piecita para la requisa.
Al entrar, una bocanada de olor desconocido la recibió de golpe, era una
mezcla de aire usado y hospital. El atisbo de una náusea le marcó el asco. En
la habitación sólo había una vieja camilla despintada, una banqueta y una
pequeña mesa metálica. Estaba apenas iluminada por un ventiluz cerrado, y un
ventilador de techo, que había sido blanco, giraba lentamente silbando un
monótono shic shic.
Desde la banqueta donde estaba sentada, una mujer uniformada le
preguntó sin mirarla:
-¿Primera vez, no? –y agregó sin esperar respuesta–. Dejá el bolso ahí y
sacate la ropa.
Paula dudó un momento, fueron unos pocos segundos que su vergüenza
le pidió demorando su accionar.
-¿Qué esperás? –la apremió la guardiana–. Hay mucha gente esperando.
Resignada, la muchacha empezó a desvestirse por la parte de arriba.
Cuando quedó con el torso desnudo, la mujer le indicó con el mentón el
broche de la cintura del vaquero. Ella lo desprendió y se bajó lentamente los
pantalones.
-Todo –le dijo la guardiana.
71
Paula volvió a demorarse, pensó en Rubén, en su rostro desesperado que
la estaría buscando nerviosamente entre los visitantes, en las penurias que
habría pasado en esos días allí adentro, en la comida y los cigarrillos que le
traía en el bolso. En medio de ese torbellino de imágenes que inundaba y
confundía su mente, enganchó los pulgares en el borde elástico de su
bombacha y de un tirón se la bajó. Cerró los ojos, rogando que pasase pronto
ese momento, pero el ruido del picaporte la obligó a abrirlos nuevamente. El
guardia del escritorio entró rápidamente y dirigiéndose a su subalterna le
ordenó:
-Dame un guante.
Indefensa, Paula temblaba mientras sentía cómo luchaban en su interior
su dignidad y su amor a Rubén. Un sofocón ardiente le recorrió el cuerpo
incitándola a la resistencia y a dar batalla, atinó un gesto, pero fue en ese
instante cuando decidió darse por vencida.
72
Néstor Rompani
73
Wilson el boliviano
I.
74
hablan de democracia, de ley y de cultura y explotan a niños para aumentar
sus ganancias.
II.
75
le daban algunos trapos, de vez en cuando aparecía su mamá o su papá o
algún hermano.
III.
Eran cerca de las 8. Como todos los días, los hermanos Carlos y Damián
Urquisa acababan de abrir la panadería. El aroma del pan se entremezclaba
con el de sus perfumes. Un canillita les tiró el diario sin bajarse de su bicicleta.
-Este negro siempre igual, vamos a tener que decirle al del puesto… viste
cómo tira el diario, Damián.
-Negro desagradecido, para colmo que tiene trabajo…
-Mirá, vení, Carlos, lee la tapa de “Noticias de la ciudad”.
-A ver… “Tal cual lo anunciado en la campaña electoral, el flamante Gobierno
comenzará con el nuevo sistema impositivo. El objetivo es alcanzar la equidad,
redistribuir la riqueza y eliminar el trabajo en negro, entre otras cosas…”
-Pará, dejá de leer, Damián. Estos zurdos, te la canté, vamos a tener que
pagar impuesto a la riqueza… y quién te dice no nos salta lo del bolita.
Carlos ascendió la escalera que conducía al altillo, en la parte trasera del
comercio. Se acercó a un bollo mezcla de bolsa de arpillera, nylon y humano.
Wilson se estremecía convulsivamente, volaba de fiebre y balbuceaba palabras
inentendibles. Con los mismos ojos de siempre, Carlos lo contempló en
silencio, y lo sacudió. Wilson abrió los ojos.
-¿Tomaste el remedio que te dejó Damián ayer?
-…
-Contestame, ¿lo tomaste o no?
Wilson hizo un intento pero ni siquiera pudo sacar afuera un monosílabo. Hizo
un sí con la cabeza y cerró los ojos.
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-Tomá un poco más… a ver si mañana ya te podés levantar.
IV.
Era una linda mañana, el sol entibiaba y las copas de los tilos bailaban
una danza acompasada. Rodrigo Calderón tomó su carpeta, sus anteojos y una
lapicera y los metió en el portafolio. Salió del Ministerio de Trabajo, donde
trabajaba hacía 20 años, en busca de su moto que estaba atada a un palo de
luz de calle 7. Rodrigo tenía 53 años y trabajaba como inspector. Era sin
dudas un luchador. Durante casi toda su carrera, salvo honrosas excepciones,
había tenido que luchar con jefes oscuros. Cientos y cientos de denuncias e
informes sobre empleadores y empresas habían sido desestimadas una y otra
vez por parte de funcionarios que no funcionan. Lo único que hacían con sus
denuncias era tomar las direcciones para coimear a los infractores, algo que se
había hecho tan usual como el café de las mañanas. Años constatando
irregularidades: falta de seguridad e higiene, violación permanente de la
jornada de ocho horas, trabajo en negro, explotación de menores. Puede
contar con una mano las veces que se hizo justicia. Así y todo, Rodrigo jamás
bajaba los brazos.
Aquella mañana, Rodrigo subió a su moto con el ánimo más fortalecido
que otras veces. Hacía unos meses que soplaba aire más fresco, más limpio.
Las nuevas autoridades tanto a nivel nacional como ministerial habían dado
algunas señales, cumplían con algunas promesas de campaña. En eso pensaba
cuando llegó a destino. Detuvo la moto, la aseguró en el parante de un toldo
de un negocio. Leyó el cartel: “Panadería La Ideal de Carlos y Damián Urquisa”
y entró.
-Acá tiene los papeles… todo en regla, señor –alardeó sonriente Carlos.
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-¿Es un control de rutina o ha recibido alguna denuncia? –preguntó Damián.
-Muy bien… esto está bien… o también… ¿empleados? ¿tienen empleados?
-No, señor, es una empresa familiar… todo lo hacemos nosotros.
-Ajá… necesitaría ver el baño.
-Por acá, venga –lo guió Damián.
-Muy bien… ¿el matafuego?
-El matafuego está allá y acá están las certificaciones de la última carga –
contestó Carlos.
-¿Aquel altillo? ¿Qué hay en aquel altillo?
-¿El altillo? Ah, sí, el altillo… nosotros le decimos el depósito… ahí hay bolsas
de harina, placas de horno… materia prima –balbuceó Carlos ya no tan
sonriente.
Rodrigo comenzó a subir las escaleras. Con cada paso suyo se iban
transfigurando las caras de los Urquisa. Rodrigo quedó paralizado frente a la
escena. Un niño acurrucado, transpirado, sucio y tembloroso escupía palabras
mezcladas: mamá, frío, ir, malo, mamá, pan, duele, pan, mamá.
-Pobrecito, es un nene de la calle… lo recogimos anoche para darle un techo y
comida, estaba en plaza Italia solito, pobre –mal mintió Damián a espaldas de
Rodrigo.
Rodrigo quedó unos instantes más en silencio. Los cachetes se tornaron
violetas, los ojos le brillaron.
-Agradezcan a Dios que no puedo perder el trabajo porque tengo una familia,
sino ya los hubiese tirado por la escalera.
V.
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En el Hospital Sor María Ludovica de La Plata, en una cama despintada
pero limpia Wilson dormía. Ya no temblaba y estaba seco y abrigado. Uno de
cada lado de la cama, los papás lo contemplaban y lo acariciaban despacito.
Escuchaban una radio portátil bajita para que Wilson no se despertara:
“Durante la jornada de ayer, inspectores del Ministerio de Trabajo de la
Provincia clausuraron más de 50 comercios de la región. Se detectaron
diferentes irregularidades, entre ellas la explotación de menores a quienes
tenían en condiciones inhumanas. Además se realizaron operativos en las
zonas rurales en donde encontraron situaciones de trabajo en negro y
reducción a la servidumbre. Las personas afectadas están bajo asistencia
médica y jurídica…”.
VI.
VII.
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Era el mediodía y Wilson salía de la escuela con la mochila en la espalda
cargada de libros y los brazos cargados de abrigo que la madre le había dado
por las dudas. Se le acercó Alexis, un compañero nuevo.
-Hola yo soy nuevo en la escuela, no tengo amigos en La Plata porque vengo
de una ciudad que queda muy dejos de acá.
-Yo soy Wilson pero me dicen el Boliviano porque mis papás son bolivianos.
-Bueno, yo me llamo Alexis pero en mi casa me dicen 14 bis, porque dicen que
tengo alma de justiciero.
-¿14 bis?, como el artículo de la Constitución. El señor Calderón, que es un
inspector del Ministerio que me encontró y me ayudó, me regaló el libro y me
dijo que en él voy a encontrar lo que necesito para defenderme y vivir como
los demás chicos.
Wilson y Alexis caminaron juntos, charlando de la escuela, de fútbol, de
los power rangers, de qué pesadas que eran sus mochilas… de qué linda que
era la señorita Daniela. A partir de aquel día y para siempre fueron amigos
incondicionales.
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La bolita
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Mi madre
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Qué potencialidad espiritual debió tener mi madre. Recién a los 93 años,
pudo ser vencida por la muerte. De vez en cuando me pregunto cuantas veces
habrá llorado en silencio, para que no la advirtiéramos.
Miles de poetas han escrito sobre la inconmensurable figura de la madre.
Seguramente ninguno de ellos, hubiese logrado describir a mi madre con su
estatura humana que sobrepasó el límite de las palabras y de la razón. Su
magia la percibimos solamente aquellos que tuvimos el privilegio de disfrutarla.
83
Rieles
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distancia que lo separaba del andén, alcanzó a percibir la silueta de su esposa,
que maleta en mano y corriendo presurosa escalaba la escalerilla de un vagón
y se introducía dentro del mismo. Sintió que el corazón se le paralizaba y que
una angustia profunda e indescriptible le atravesaba el pecho. Intentó correr y
no pudo. El tren ya se ponía en marcha y todo esfuerzo por alcanzarlo hubiera
resultado inútil. Abrió los ojos miró hacia abajo y distraídamente, aún absorto
en el paisaje de los recuerdos, observó la desolación, el abandono y la tristeza
que rodeaba el horizonte de su mirada. Soledad, únicamente soledad. Inclinó
su cuerpo sobre la barandilla del puente y se dejó caer.
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Valeria Lilia Rovira
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Madre
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El hombre que obra milagros
A mi querido Pelado
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desgarramiento de la piel, ese ardor constante, la sensación de que a cada
segundo se estaba muriendo, ¿fue justo?.
Cuentan en la ciudad que estuvo postrada por tres meses, que gritaba,
que lloraba. Cuentan en la ciudad que sin embargo, aguantó, que se aferraba
a la vida. En aquellos instantes no existía ni el pasado, ni el futuro, solamente
existía el presente. Pasaba sus días tirada en la cama, siempre en la misma
posición, de costado, leyendo, mirando películas, armando rompecabezas. En
cuántas de esas horas deseó volver a caminar y sentir los rayos del sol en su
cara, deseó saltar, ser libre, no estar atada a aquel dolor que paralizaba no
sólo su cuerpo sino también su alma.
Por ese entonces dependía de él. No pensaba que podía curarse pero él
logró lo imposible. Curó cada uno de los pedacitos de su piel destruida, como
si fuera un artista, con infinita paciencia, aguantando sus llantos, sus gritos,
sus insultos.
Cada vez que El onda se acercaba a Olavarría, recuerda sus chistes, su
cara. Recuerda que cuando llegaba la hora del baño, él decía: “acá viene el
torturador” y se frotaba las manos y ponía cara de broma y por un momento
lograba hacerla sonreír. Ese era un instante únicamente de ellos, un momento
mágico, donde no hacían faltas las palabras. Él la ayudaba a levantarse, a
desvestirse, a entrar en la bañera. Ella se agarraba de la jabonera, de la
mampara, mordía lo que tuviera a mano y le decía: “Hacé lo que tengas que
hacer, yo aguanto”. Él sin piedad alguna hacia su trabajo, a pesar de todo, a
pesar de que ella no soportara el dolor. Ambos entendían que era la única
manera de curarse. Luego la secaba con sumo cuidado y efectuaba las
curaciones que correspondían.
Ella entró una sola vez al quirófano. Tenía mucho miedo porque era algo
nuevo a lo que se enfrentaba. Su mayor temor era no despertar de la
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anestesia, quedarse allí para siempre, pasar de la vida a muerte sin darse
cuenta. Pero allí estaba el hombre que obra milagros, vestido con la ropa de
quirófano. Allí estaba el hombre que obra milagros y se reía, hablaba con las
enfermeras, le contaba chistes. Parecía un payaso. Ella se durmió sin darse
cuenta. Después se despertó… “¿ya está?, si yo no sentí nada”. Más tarde le
contaron que aún anestesiada se quejaba cuando le retiraban de su cuerpo los
objetos que estaban aferrados a su carne.
Ella poco a poco fue recuperando su movilidad. Aún recuerda el primer
día que volvió a ir en remís al centro, fue uno de los más felices de su vida. Era
un desastre, toda vendada, pero contenta.
Ella sobrevivió, se curó y volvió a sonreír pese a que las marcas del
infierno no se borrarían de su cuerpo. Cada vez que El Onda se acerca a
Olavarría recuerda aquellas horas trágicas de dolor. Sólo vuelve a verlo a él.
Cuenta la historia que durante muchos años fue feliz, años en que ni siquiera
imaginaba que existiera el dolor. Hubo una época en que el hombre que obra
milagros, poseedor de unas manos que curan, no era más que “El Pelado” para
ella.
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Héctor y Valeria
Las estrellas brillan más allá de las ventanas entreabiertas del cuarto de
Valeria. Está tirada en la cama al lado de Faluchín, un peluche que la
acompaña hace tiempo. Además de Faluchín hay otros diez peluches en la
habitación. Ellos representan su alma infantil, su pedazo de niña que conserva
a pesar de ser toda una mujer.
Las horas pasan y Valeria sigue tirada en la cama leyendo El señor de los
anillos. Está triste, necesita otra vez apartarse de la realidad y, como lo hace
cada vez que se deprime, lee, deja que su mente viaje por lugares
desconocidos. Los libros, desde pequeña, son sus mejores amigos.
Valeria es solitaria, tímida, retraída. Vive en una constante lucha con sus
demonios, necesita encontrar la paz interior pero no sabe cómo. Algunos días,
como este, piensa y siente que luchar no la lleva ningún lado.
La claridad asoma a la par de unas lágrimas. La última página del libro la
hace llorar. Se sale de la ficción, de aquella eterna guerra entre el bien y el
mal, y se vuelve a instalar en su presente. Unas hojas manchadas de mate
sobre la mesa de luz con la letra de Héctor, su nuevo gran amigo, la hicieron
recordar el encuentro breve de esa tarde.
-Nada es tan grave, Valeria. Tranquilidad. Recordá que un camino escarpado
nos ayuda a contemplar mejor el paisaje… es simple… una mala nota nos
permite disfrutar una buena… y así.
Valeria sonríe. Se siente mejor. Sabe que tiene al menos una razón para
estar agradecida a la vida y elevar una plegaria de reconocimiento a Dios. En
su viaje solitario hay un ser maravilloso, alguien que puede ser su abuelo pero
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que es su amigo, una persona con la que se encariñó en un segundo. Alguien
capaz de decir dos frases simples, muy simples, pero sin duda salvadoras.
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Olga Sidari
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A Antonela
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Mi cielo, tu cielo
Encuentro el momento,
sorprende a mi mente,
disturbios de olas fuertes e imponentes
me asaltan de repente.
No busco el momento,
él llega en silencio,
me toca y me avisa
que ya escurre el tiempo.
No busco ni encuentro,
sepulto mis miedos,
florece la espina
si miro este cielo.
Se ensancha, me abarca, todo lo contiene.
Sumerge en azul la vida en celeste
soplando las nubes que no se detienen
y acunan las noches estrellas latentes.
Tu cielo, mi cielo, el manto de todos…
¿Por qué se dividen y enfrentan los reinos?
Si al fin quien nos hizo tiene un solo Nombre
mi querido cielo, bóveda celeste
bendita bandera que une a la gente
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En el umbral del tiempo
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Un cuenco lleno de arena
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Villa Ventana
Villa y sus flores, su gente, sus aromas, colores, melodías de ensueño que te
envuelven, te transportan a lugares del olvido, sin pensarlo convocan tu alma y
tu sentido. Villa serrana, en un marco de montañas y eucaliptus se entrecruzan
sus sonidos con los tuyos y te invita a recorrer sus caminos polvorientos.
Mientras tanto, una oleada exquisita te perfuma desde adentro. Son pétalos
flotantes, se deslizan refrescando cual veneno; te acarician lanzando tus penas
al olvido, entrando muy profundo en tus sentidos, explotando de alivio y de
suspiros que amanecen adentro sin destino.
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