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EL MIEDO
PIERRE MANNONI
Traducción de
MARCOS LARA
Primera edición en francés, 1982
Primera edición en español, 1984
Título original:
Le peur
© 1982, Presses Universitaires de France, París
colección Que sais‐je?
ISBN 2,13‐037174‐4
D‐ R. © 1984, FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
Av. de la Universidad, 975; 03100 México, D. F.
ISBN 968‐16‐1496‐8
Impreso en México
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
MÉXICO
3
Contratapa
Pierre Mannoni
EL MIEDO
El miedo ha habitado todos los lugares y ha vivido todas las épocas. Su rostro se adivina en el rumor de las
olas, en el movimiento de las nubes, en la oscuridad de la selva, en la contaminación de los océanos, en las
radiaciones atómicas, en el silencio de las tinieblas. Sus parientes cercanos son la angustia, el espanto, la
fobia, el terror, el pánico, la psicosis, el pavor. Uno y múltiple, mago y musa inspiradora, divinidad familiar y
sin embargo temible, eficaz aliado en las campañas bélicas y también devastador adversario, el miedo ha
sido y es una experiencia común a todos los hombres. Afecta al recién nacido desde el momento en el que
se separa de su madre, y no lo abandona nunca más: en la infancia, aparece escondido tras la oscuridad
(poblada de fantasmas, ladrones y animales feroces), y al cabo de los años se manifiesta, con distintos
contenidos y grados, en las llamas de un incendio, en el envenenamiento químico de los cultivos, en el
terrorismo o en la muerte. A diferencia de los animales, es el propio hombre quien edifica laboriosamente,
con su poder de imaginación y representación, los terrores que lo acechan, además de ser el
propagandista de los que perturban a otros.
El texto de Pierre Mannoni exhibe ante el lector los principales temas relacionados con el miedo. Parte de
sus aspectos corrientes, a través de la psicofisiología, la psicología clínica y la etología, para llegar después
al tratamiento de los miedos desmesurados y funcionales, mediante el estudio de la psicopatología
individual y colectiva. En su recorrido, Mannoni contempla los diversos aspectos que ha tomado el miedo
en la imaginación humana, examina las funciones terapéuticas que se le han asignado y, finalmente,
relaciona las tentativas enderezadas para conjurarlo y combatirlo.
INTRODUCCIÓN
Era fama que un tal Pierre du Terrail, caballero francés, señor de Bayard, no conocía el miedo. Y como él, se
sabe de algunos otros. Pero para quien no haya sido tallado según el modelo de este valeroso súbdito de
Luis XII y de Francisco I, o de quien se le asemejase, la emoción del miedo ha sido y es una experiencia
corriente. Tan es así que, según Tito Livio, los romanos, a imitación de los griegos, les consagraron
santuarios especiales a dos divinidades: Palor y Pavor, 1 a quienes les atribuían no sin razón la
responsabilidad de las derrotas militares. Y efectivamente, la desbandada de los ejércitos produce la
impresión de que una horda de demonios recorre el campo de batalla, atrapando a los que huyen
despavoridos. Es así que los antiguos consideraban aliados eficaces a estas divinidades a la vez que
adversarios temibles, con los que había que congraciarse antes de emprender cualquier campaña bélica.
Pero sería falso circunscribir el miedo solamente al ámbito guerrero, por más que encuentre en él un
campo particularmente propicio para desarrollarse. En esto coincidimos plenamente con J. Delumeau
cuando inició su reciente antología sobre el miedo con un capítulo dedicado a su omnipresencia.2
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1 Nuevas figuraciones que remplazaron a los dioses griegos Deimos (el Temor) y Fobos (el Miedo).
2 La peur en Occident, París, Favard, 1978, pp. 31‐74.
Es incuestionable que, se mire donde se mire, siempre aparece el miedo o se adivina su proximidad. Se lo
ha relacionado con lo lejano y con lo cercano, con lo nuevo y con lo antiguo, se lo ha visto habitar en el
seno de las olas y en el centro mismo de las nubes, aparecerse en los bosques y las selvas, poblar las
tinieblas, aunque tampoco evita la luz del día. No hay lugar ni época donde no se lo encuentre, a veces de
manera discreta, a veces acosadora. Pero más allá de esta presencia generalizada, es en rigor en el propio
corazón del hombre, o mejor en su espíritu, donde se halla su verdadera morada, desde la que ejerce su
pleno poderío. Por cierto que tampoco los animales lo desconocen, pero lo que ellos puedan experimentar
está lejos de asemejarse a lo que el hombre siente frente al miedo, ya que las destacables facultades
humanas de representación e imaginación hacen del individuo el principal artesano de sus propios
terrores, a la vez que el propagandista de los que puedan perturbar a otros.
No sólo la experiencia del miedo es universal, sino que comienza muy tempranamente. Cuando el niño
abandona la ilusión de omnipotencia, que los psicoanalistas han descrito como característica de la primera
infancia, descubre su debilidad y su vulnerabilidad ante el fracaso reiterado de sus deseos; y con la
repetición de estos reveses, el temor se apodera del niño para no abandonarlo jamás.
Así comienza el aprendizaje del miedo. Más tarde, y a todo lo largo de la existencia individual, el miedo
cambiará de contenido y de grado, pero sin desaparecer nunca por completo. En el mejor de los casos, es
dable observar en el sujeto normal a manera de treguas, más o menos prolongadas, entre dos
manifestaciones de temor. Y aunque cada edad tiene sus emociones específicas y sus pesadillas
particulares, ninguna etapa de la vida humana queda libre del miedo.
Por lo demás, y dejando de verlo ahora como un asunto individual, privado, para dar libre curso a su
naturaleza expansiva, el miedo puede convertirse en epidémico y alcanzar su máxima irradiación: penetra
entonces en el conjunto del cuerpo social, donde es capaz de llegar a provocar el vértigo de un grupo o del
pueblo entero.
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De tal modo, todos los hombres se han visto afectados por el miedo de alguna manera, en todos los
lugares y en todos los tiempos: nada parece escapar a su imperio, lo que convierte a este fenómeno en uno
de los componentes fundamentales de la existencia. Tal característica justifica que una vez más se plantee
una cuestión que, aunque no es nada original, debe ser siempre reactualizada: en efecto, y tal como
acabamos de sugerirlo, importa tomar en cuenta los diferentes aspectos que puede revestir el miedo,
especialmente en función de lo que se podría denominar "el genio de una época". La nuestra, que no
escapa a esta regla, parece tener tendencia a un cierto exceso en esta materia. El miedo, por ser uno y
múltiple, por tener raíces seculares aunque se lo vea en la extrema avanzada del progreso, reinventa
constantemente sus desafíos. Por eso no pretendemos darle un tratamiento exhaustivo al procurar
evaluarlo aquí; porque sabemos que ello es en rigor ilusorio. Tampoco nos parece posible conjurar el
miedo por completo, ni acaso sería deseable hacerlo, pues dejando de lado sus paroxismos, y con tal de
que no franquee los límites de la patología, el miedo llega a ser mago o incluso musa inspiradora. Por ello
intentaremos tan sólo una modesta aproximación a esta divinidad familiar y sin embargo temible.
Tales son algunos de los aspectos que este pequeño libro se propone encarar. La primera parte estará
dedicada más específicamente al estudio de los miedos corrientes, los que aparecen con mayor frecuencia
en el estado normal, para lo cual seguiremos los caminos de la psicofisiología, la psicología clínica y la
etología. La segunda parte abordará en cambio la psicopatología del miedo, tanto en el plano individual
como colectivo. Por último, reseñaremos en la conclusión los diferentes remedios que los hombres han
concebido para Limitar en lo posible los efectos del miedo.
Por cierto que, tanto el tema como los caminos elegidos para transitarlo, no están exentos de riesgo.
Trataremos, pues, de evitar toda temeridad, ya que avanzar con suficiencia excesiva por los caminos del
miedo sería mostrar una audacia indebida: equivaldría, precisamente, a olvidar la lección que del propio
miedo recibimos, cuando nos induce a la prudencia en todos los campos.
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PRIMERA PARTE
ASPECTOS CORRIENTES DEL MIEDO
I. BREVES CONSIDERACIONES
PSICOFISIOLÓGICAS
AL IGUAL que la alegría y la tristeza, la cólera, el amor y el desagrado, el miedo forma parte de las
emociones fundamentales. Como tal, se relaciona con dos registros que interactúan estrechamente: uno
vinculado con la esfera afectivo‐intelectual, el otro ligado al dominio de la biología. Como consecuencia de
ello, el miedo podría ser visto como un estado que resulta de la unión de una reacción afectiva de
intensidad variable con manifestaciones neurovegetativas más o menos importantes; y todo ello
repercutiendo intensamente en los actos del sujeto.
Los primeros teóricos de las emociones inauguraron un debate que versa sobre el problema de las
relaciones existentes entre estos dos órdenes de hechos y la posible prioridad de uno sobre el otro. James
y Lange suponían, contrariando la creencia comúnmente aceptada, que el sentimiento está determinado
por un comportamiento emotivo, o si se prefiere, que la percepción de un estímulo provoca directamente
una reacción, independientemente de la apreciación de la situación por parte del intelecto. No se llora
porque se está triste, sino que se está triste porque se llora (W. James, 1890). Asimismo, la secuencia veo
un lobo, tengo miedo, tiemblo, debería enunciarse más bien, según el mismo autor, veo un lobo, tiemblo y
por eso tengo miedo.
Cannon y Bard, oponiéndose a la teoría de James y Lange, consideraron que es necesario disociar la
experiencia emocional del comportamiento afectivo, ya que uno se encuentra situado bajo el control
talámico y el otro es comandado por el hipotálamo (Cannon, 1929).
Las numerosas investigaciones emprendidas para confirmar o refutar estas teorías, no han podido llegar a
una conclusión favorable a una u otra. En cuanto a los trabajos más recientes, ellos han seguido una
orientación sensiblemente diferente, influidas en especial por los descubrimientos realizados en neurología
cerebral, endocrinología y psicofisiología.
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No entra dentro de nuestro propósito profundizar, y tampoco, afortiori, resolver la cuestión, tanto más
que no es indispensable una respuesta (cualquiera que sea) para comprender lo que es una emoción como
el miedo. De lo que acaba de decirse retengamos, no obstante, la distinción que se estableció entre el
trastorno afectivo y la perturbación fisiológica. Esta división es forzosamente artificial, pero presenta la
ventaja de que favorece el análisis, al permitir el reconocimiento de dos conjuntos de fenómenos que en
realidad se interpenetran profundamente y hasta cierto punto se confunden.
NIVEL PSICOLÓGICO
En determinadas situaciones, el hombre se ve enfrentado a estímulos, objetos o representaciones
mentales que él siente como amenazas. Y es justamente este reconocimiento de un peligro, real o
imaginario, el que determina en el individuo un sentimiento de miedo. Su actitud puede variar entonces
entre dos polaridades extremas y opuestas.
Cuando tiene la impresión de que podrá eliminar la amenaza mediante la fuerza (destrucción del objeto o
del estímulo nociceptivo), el hombre, al igual que el animal, le hace frente y pasa al ataque. Esta agresión
de carácter defensivo encuentra su expresión última en la furia, paroxismo comportamental de una cólera
animada por el miedo. La brutalidad que puede resultar de esta situación efectiva será tanto mayor cuanto
más intenso haya sido el terror. Todos sabemos que las cóleras de los asustados son más explosivas en su
aparición, más violentas en sus manifestaciones y más graves en sus consecuencias, que las de los
individuos más calmos. En este caso habría que hablar con mayor propiedad de una reacción paradójica,
tomando en cuenta el hecho1 de que el miedo se asocia por lo general con la huida o con la sumisión: la
agresión puede volverse puramente ilusoria y el sujeto se bate únicamente porque está amenazado. Lo
más frecuente es que ni siquiera tenga otra opción posible, lo que justifica la expresión "batirse de
espaldas contra la pared".
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1 Como se ve, muy discutible.
A la inversa, se puede no ver o no creer en la posibilidad de una resistencia a la amenaza. O se puede
considerar que la huida representa una alternativa preferible, y cuando ella es posible se la suele elegir a
fin de evitar los riesgos de un combate siempre perjudicial. En ambos casos, el individuo busca entonces
escapar, evitar al adversario, ocultarse o, si nada de esto es posible, someterse. Tal el comportamiento del
miedo que podríamos calificar de "clásico".2 Y es casi siempre cuando la huida se ve obstaculizada natural
o experimentalmente, cuando se ve aparecer la reacción de furia agresiva, a menos que aparezca en su
lugar todo un conjunto de perturbaciones de carácter patológico de los que trataremos más adelante.
En suma, las dos actitudes de furia y de miedo tienden por igual a apartar al individuo de la situación
peligrosa en la que se ve sumido, y le permite procurarse protección.3 Pero cualquiera que sea la
alternativa, hay que subrayar la importante perturbación subsiguiente del comportamiento. El sujeto se ve
obligado, bajo el imperio de su emoción, a interrumpir casi siempre brutalmente lo que está haciendo y
reaccionar muy rápido, sin tener tiempo casi nunca de organizar ni de coordinar adecuadamente sus
movimientos. Cuanto más apremiante es la amenaza, más posibilidades hay de que aparezca una
gesticulación inadaptada y superflua o, por el contrario, una inhibición que no resulta nada práctica.
Esta perturbación de la actividad va acompañada en el hombre, por lo común, de un angostamiento
importante del campo de sus facultades intelectuales y de su atención ante la realidad. "Desde lo instintivo
8
hasta lo espiritual, desde los reflejos a la acción, escribe G. Delpierre, 4 todo se deteriora bajo el influjo del
miedo.
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2 En realidad, nada justifica que se considere a esta actitud como más clásica que la anterior; pero ella se ajusta
mejor a la idea más difundida sobre la reacción propia del miedo.
3 Este papel protector que desempeña el miedo será examinado en el capítulo IV.
4 La peur et Vetre, Toulouse, Privat, 1971. p. 55.
“El individuo aterrorizado tiene acaparado su espíritu por el peligro y ya no es capaz de un juicio o un
razonamiento coherente. Sus ideas se han vuelto vagas y desordenadas. Ya no es, prácticamente, accesible
a los análisis discursivos ni a las argumentaciones de la lógica. Por el contrario, produce la impresión de una
regresión más o menos profunda a niveles infrarracionales donde dominan pensamientos muy arcaicos.
Algunos miedos (a la oscuridad, a los contactos sociables) son en gran parte, probablemente,
reminiscencias de emociones
arquetípicas, sedimentadas en el fondo de los seres por encima de las generaciones, o terrores infantiles
que sólo esperan la oportunidad de volver a manifestarse. En efecto, el psicoanálisis nos ha habituado a
considerar a ciertos temores del adulto como reediciones de antiguas emociones: por ejemplo, se conoce
el caso de familias que envuelven a sus niños en la sobreprotección ansiosa, que se transforma en un
verdadero condicionamiento para el miedo. Los padres, temerosos ellos mismos de tales o cuales objetos o
situaciones, les transmiten pura y simplemente sus angustias a sus descendientes, tanto más receptivos
cuanto más jóvenes sean.
No hay mucho que decir sobre la emociónchoque que se disipa al instante, casi siempre sin dejar huella
perdurable. Provocada por un estímulo inesperado, cuya intensidad mínima varía según los individuos, tal
emoción se caracteriza por la reacción de sobresalto, bien conocida, y la casi suspensión general de las
funciones superiores. Es lo que ocurre cuando se golpea una puerta detrás del sujeto o cuando se lo toca
sin que él lo espere. La emoción, así como apareció bruscamente, desaparece en general con mucha
rapidez, una vez que el estímulo quedó identificado y se disipó el elemento sorpresa. No ocurre lo mismo
con lo que se podría denominar la situación de miedo. Menos espectacular en su comienzo, su evolución es
más lenta y su duración de mayor importancia. Su característica dominante es quizá el desbocamiento
generalizado de la imaginación, la cual, azuzada por el peligro, todavía no actual pero sí esperado o temido,
tiene tendencia a producir profusamente toda clase de representaciones mentales. Los elementos
ansiógenos son numerosos en esta actividad seudoonírica y su importancia suele ser exagerada mucho más
de los límites de la realidad, cuando no son pura y simplemente inventados. Los niños que tienen miedo de
la oscuridad, por ejemplo, son víctimas con frecuencia de este fenómeno: seres espantables o maléficos se
aprovechan de las sombras de la noche para tratar de introducirse en la habitación. Para tranquilizarse,
esos niños necesitan una presencia o a falta de ella, una luz que disipe los fantasmas. Señalemos a este
respecto que tal situación puede convertirse en una buena ocasión para que el niño utilice el miedo como
un factor para extorsionar a su madre procurando prolongar su presencia, o para obtener algún beneficio
de una manera o de otra. Recordemos los desasosiegos del joven caballero de Chateaubriand. Sin
explicarlo todo naturalmente, la soledad del muchacho en el siniestro torreón de
Combourg, 5 dejó impresa probablemente una profunda impronta en su obra.
Lo imaginativo, por otra parte, tiene su lógica, que no suele alimentarse de razonamientos. Por el
contrario, es más sensible a la desmesura y a las solicitaciones "de lo misterioso" y de "lo enigmático", para
emplear la expresión de R. Caillois.6
9
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5 Cf. Mémoires d'outre‐tombe, París, Gallimard, 1951.
6 La pieuvre. Essai sur la logique de l’imaginnire, París, Ed. de la Table Ronde. 1973. p. 228.
En el plano psicológico, el yo es invadido por descargas anárquicas de afectos. El equilibrio tímico resulta
trastornado radicalmente. "Las ideas y los actos padecen un cambio profundo. La insuficiencia de la
inhibición tiene como consecuencia la excesiva labilidad de los procesos psíquicos, el predominio del
automatismo, el desencadenamiento de operaciones reflejas. De ahí el desajuste de la aptitud para actuar.
Los actos se vuelven precipitados o incoherentes. La falta de inhibición deja inertes a otros sujetos, pasivos,
lentos en sus reacciones, incapaces de iniciativa y de esfuerzo", según la descripción realizada por G.
Delpierre.7
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7 Op. cit., p. 67.
Por lo demás, ciertos elementos constitucionales y rasgos de la personalidad, predisponen al miedo o
refuerzan sus efectos, especialmente entre los individuos que presentan un terreno favorable para su
aparición. Son hombres o mujeres que poseen una constitución fundamentalmente marcada por la
hiperemotividad y la ansiedad. Sin embargo, como estas características suponen un importante
componente somático y presentan ya un aspecto patológico, completaremos más adelante estas
consideraciones.
ASPECTOS FISIOLÓGICOS DEL MIEDO
Todo el mundo conoce por experiencia propia las principales manifestaciones físicas que acompañan al
miedo. En lo fundamental, ellas siguen las vías del sistema neurovegetativo, como ocurre con la mayoría de
las emociones. ¿Quién no ha sentido en sí mismo la aceleración cardiaca, los sudores "fríos", la reacción de
sobresalto? Pero también son posibles otras expresiones fisiológicas, aunque más raras, cuando se sienten
miedos más intensos. Pueden consistir en temblores generalizados, pérdida del habla, incluso un eclipse
más o menos prolongado de la conciencia. El explorador D. Livingstone experimentó uno de estos
desajustes neurovegetativos. Sorprendido por un león cuando transitaba por la sabana, Fue agredido
salvajemente por el animal. Relata en su testimonio: 8
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10
8 Según B. Disertori y M. Piazza, La psychiatrie sociale, París, 1975, p. 30.
El rugido del león resonaba espantablemente en mis oídos. La fiera me sacudía como el fox‐terrier sacude a una
rata. El shock provocó en mí una especie de estupor paralizador, semejante al que puede experimentar un ratón
entre los dientes de un gato. Incluso me provoco una especie de insensibilidad, v yo no sentía ni dolor ni miedo,
por más que estaba perfectamente consciente. Me encontraba en el estado de un paciente que, bajo la acción
del cloroformo, percibe todos los gestos del acto operatorio, pero no se da cuenta de la acción del bisturí. Este
estado tan peculiar no era consecuencia de un proceso voluntario, sino el shock que aniquilaba toda sensación
de miedo, aun delante del león.
Este solo ejemplo podría bastar como demostración. Pero los mecanismos fisiológicos que el miedo
desencadena son mucho más variados y así, en lugar de la inhibición total que acabamos de ver, puede
generarse un comportamiento motor complejo, como pasar al ataque o huir, a los que ya nos hemos
referido. Las reacciones autonómicas que entran en juego son capaces de afectar a todos los aparatos del
organismo, ya sea acelerando las funciones habituales de la estructura correspondiente ya, por el
contrario, retardándola. La doble inervación, simpática y parasimpática, de cada órgano, permite la
aparición de posibles desequilibrios a partir de las perturbaciones de la sinergia funcional que existe en
estado normal (es decir, sin tomar en cuenta excitaciones violentas) entre los dos sistemas. Es dable así
observar, según el inventario que propone J. M. R. Delgado, 9 diversas variantes: a nivel de la epidermis
(más precisamente la modificación de la resistencia de la piel, de la temperatura, de las reacciones vaso‐
motoras, la horripilación, que sin ser específicas o fundamentales, acompañan a la mayoría de las
emociones); a nivel del sistema cardiovascular (taqui o bradicardia), respiratorio (apnea, disnea, hipernea),
gastrointestinal (secreciones y reacciones vasomotoras) o también genitourinario (modificación de la
diuresis o del ciclo menstrual en ritmo y volumen).
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
9 L'émotivité, París, Masson, 1975. p. 19 y ss.
También se puede observar alteraciones a nivel de los órganos sensoriales específicos (la reacción pupilar,
por ejemplo), o también de los músculos esqueléticos (tensión, temblor). Estas reacciones son provocadas
por secreciones humorales antagónicas de epinefrina (adrenalina) o de acetilcolina, que activan, ya al
sistema simpático, ya al parasimpático. La elaboración cerebral de este conjunto reaccional se basa en la
activación de ciertas estructuras de la región diencéfalo‐mesencefálica, especialmente el hipotálamo. Las
recientes investigaciones emprendidas en esta materia no han permitido determinar aún con exactitud los
centros que intervienen. Se sospecha que un grupo de neuronas, que probablemente pertenecen entre
otros a los núcleos amigdaliano, talámicos, a los de la formación reticulada, desempeñan un papel
determinante en las reacciones emocionales. Pero todavía es difícil afirmar si estas reacciones son la causa
o la consecuencia de la conmoción emocional.
Comoquiera que sea, es manifiesto que el miedo, al igual que las demás emociones, tiene efectos
fisiológicos variados según los individuos y las circunstancias. Incluso pueden observarse reacciones
opuestas en la misma persona frente a un mismo factor desencadenante.
Esta variabilidad de la sensibilidad se explica en gran parte, tal como ya lo dejamos indicado, por la
constitución emotiva de los sujetos. En general, éstos presentan una exageración de las manifestaciones
somáticas que acompañan a las emociones. También se puede registrar en los hiperemotivos, tal como lo
hace L. Michaux, 10 "un eretismo del sistema neurovegetativo que comanda un síndrome permanente, que
se puede comprobar hasta cuando falta toda emoción: vivacidad de los reflejos tendinosos, cutáneos y
11
pupilares; hiperestesia sensitiva y sensorial, exageración de las reacciones vasomotoras (palidez,
congestión facial, transpiración), tendencia a los espasmos, taquicardia, perturbaciones de la alocución".
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
10 Les phobies. París, Hachette. 1968, p. 139.
Es fácil prever lo que ocurre cuando aparece una emoción, sobre todos si es inopinada: ésta "desencadena
el acceso emotivo caracterizado por el temblor generalizado, la agitación muscular, la congestión facial, la
aceleración del pulso, las perturbaciones de la palabra, los trastornos digestivos y urinarios, a veces el
desorden en las ideas".
Agreguemos que las manifestaciones emocionales sufren la influencia, además, de los patterns culturales
de comportamiento y se ven determinadas por la civilización y la educación. Es así como ciertos pueblos,
especialmente los orientales, les enseñan a sus niños la impasibilidad ante el dolor o ante el miedo; y otros,
como los anglosajones, procuran inculcarles el dominio de sus sentimientos, el famoso self‐control.
Pero el miedo‐emoción no es todo el miedo, y éste no puede reducirse a las perturbaciones
afectivo‐comportamentales que acabamos de describir. Por eso procuraremos captarlo ahora a través de la
movilidad de sus formas y la diversidad de sus manifestaciones, según que prefiera los caminos de la
realidad o las fantasías de lo imaginario.
II. LOS ROSTROS DEL MIEDO
12
LOS MIEDOS NATURALES
SI DEJAMOS de lado el hipotético traumatismo del nacimiento, del cual algunos 1 quieren hacer el
prototipo de todas las angustias futuras‐angustias que no pueden ser consideradas, en rigor, como
miedos—, los primeros miedos verdaderos del individuo tienen que ver con el desarrollo de su universo
perceptivo. Se sabe que éste no se constituye de inmediato, sino que sólo poco a poco el bebé se va
haciendo receptivo a los estímulos sensoriales. Un gran número de observaciones han establecido que los
aparatos sensitivos del recién nacido se encontraban protegidos contra estas excitaciones por un umbral
elevado. Es lo que confirma especialmente R. Spitz, 2 quien considera que durante las primeras semanas de
vida, el bebé está a cubierto de los estímulos del contorno. Y éstos "no serán percibidos ‐precisa el autor‐
hasta que su intensidad no llegue a sobrepasar el umbral protector. Entonces esos estímulos envuelven al
recién nacido, rompiendo la quietud en que se encontraba, y ante ello manifestará violentamente su
desagrado". En este momento el miedo hace su entrada en el mundo del niño.
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1 O. Rank, Le traumatisme de la naissance, París, Payot, 1976.
2 De la naissance a la parole, París, PUF, 1973, p. 28.
Con esos estados tensionales de los primeros tiempos, y los fenómenos de descarga que los acompañan
(gritos, llantos, gesticulaciones) vinculados a sobreestimulaciones o sensaciones desagradables, se
combinan
pronto ‐alrededor del octavo mes‐ reacciones de desagrado ante determinadas situaciones donde la
afectividad desempeña un papel de importancia. El objeto libidinal, la madre, ha quedado por entonces
constituida e identificada, y el niño exterioriza su angustia cuando ese objeto lo abandona, sobre todo si en
su lugar aparece un extraño. La proximidad de éste decepciona el deseo del bebé que esperaba a su
madre, y reactiva su miedo de ser abandonado. Al Yo inexistente del comienzo de la vida le ha sucedido un
Yo estructurado, que rompe con la etapa de indiferenciación libidinal anterior, y se vuelve capaz de
constituir relaciones objétales estables con un polo privilegiado. La pérdida de este primer objeto se vive
entonces como una amenaza narcisista directa, que a veces reviste el carácter de un importante
traumatismo afectivo. Incluso éste puede conducir, en los casos más graves, al síndrome de hospitalismo
descrito por R. Spitz 3 como una caquexia dramática.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
3 Op. cit., p. 214.
Pero el miedo a la pérdida del objeto y a lo desconocido, que aparecieron con los rudimentos del Yo, será
pronto ampliamente sobrepasado. Pero importa señalar la instalación de estos miedos originales en esta
etapa fundamental del desarrollo genético, porque toda la elaboración futura del Yo, la manera como éste
se estructurará y organizará, va a depender en buena parte de cómo hayan sido dominados los estímulos,
tanto propioceptivos como exteroceptivos, y asimismo de cómo se haya superado esta primera crisis de
angustia: el miedo a la separación, que la constituye en lo fundamental, es prácticamente ‐señalemos
desde ya‐ el primer miedo verdadero del niño en el sentido sentimental del término. Es fácil imaginar que
será seguido de muchos otros, que ofrecerán, tal como lo señala L. B. Ames,4 un aspecto particular en
función de la edad.
13
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
4 "Sleep and cireams in chiklhood", en Problems of sleep dream in children, 6‐29, Ed. por E. Harms, Publ. Pergamon
Press, 1964.
Hacia los dos años y medio o tres años, suele aparecer el miedo a la oscuridad, que se prolongará hasta los
cinco años o aún más. No hay casi discriminación intersexual a este respecto, y tanto las niñas como los
varones temen en su habitación o en su cama la presencia de animales feroces o, un poco más tarde, de
fantasmas o ladrones escondidos en los armarios o detrás de los cortinados. Los rituales para hacer dormir
(presencia de la madre, cantos, acunamiento), las actividades preparatorias al sueño (succión del pulgar,
caricias en la mejilla o en la oreja, manipulación de una mecha de cabellos), y el agarrarse a objetos o
animales de peluche, tienen un valor de prácticas conjuratorias contra la oscuridad: tranquilizan,
comunican seguridad. A pesar de ello, el descanso nocturno puede verse perturbado o interrumpido por
pesadillas o terrores nocturnos, que delatan la
persistencia en el inconsciente del niño de aprehensiones relacionadas con un conflicto interno no
resuelto. Estos fenómenos se observan sobre todo en la fase prepubertaria, pero se prolongan en casos
más raros hasta la llegada de la adolescencia.
Sobre esta cuestión del miedo a las tinieblas es quizá fácil pasar de la psicología individual a la mentalidad
colectiva. Efectivamente, todos los grupos humanos han hecho la experiencia de que la noche es
inquietante, v esto desde los tiempos más antiguos. Pensemos en el terror que debía provocar en los
hombres de las primeras edades la caída del sol, acurrucados unos con otros en el fondo de alguna gruta,
ciegos durante largas horas a los peligros ambientales y la proximidad de las fieras. Es decir, que las
tinieblas pueden ocultar peligros reales, cuyo lugar es ocupado por los terrores nocturnos recién
mencionados, subjetivizando los riesgos. Tanto en un caso como en otro, se trata de un miedo en la
oscuridad, que se transforma poco a poco en miedo a la oscuridad, según la diferenciación establecida por
J. Delumeau, 5 siguiendo a J. Boutonier. "Estos miedos que retornan cada noche han sensibilizado a la
humanidad y le enseñaron a temer las celadas de la noche", escribe este autor.6
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
5 La peur en Occident, op. cit, pp. 89‐90.
6 Id., ibid.
Y si el hombre se siente hasta tal punto desamparado en la oscuridad, ello se debe al parecer, a la acción
conjugada de dos factores. Por un lado, el ser humano adquirió en el curso de la filogénesis, una visión
estereoscópica muy aguzada, en detrimento de otras funciones sensoriales. Así, mientras que para la
mayoría de los mamíferos, el oído o el olfato (sin hablar de los órganos que emiten ultrasonidos,
verdaderos sonares de los murciélagos o los delfines) sustituyen a una visión nocturna claudicante, el
hombre se ve desprovisto de tales instrumentos. Por otra parte, la naturaleza lo ha dotado de una
poderosa imaginación, que es la fuente de su actividad creadora y de sus producciones estéticas y técnicas.
Pero esta elaboración imaginativa tiene el defecto de sus propias virtudes, como lo dejamos indicado
antes. La sombra que se extiende en el crepúsculo. Se le hace propicia al hombre para dejar libre curso a
sus fantasías. Éste es, precisamente, el rasgo que destaca Víctor Hugo cuando habla del crepúsculo:
El momento en que flotan en el aire los sonidos
confusos que la sombra exagera.
14
Pero las representaciones a que da lugar la noche superan lo que dice de ellas el poeta. Ni siquiera hace
falta un sustrato perceptivo determinado, pues el espíritu encuentra en sí mismo recursos suficientes, y las
ficciones que es capaz de engendrar no se basan necesariamente en lo real. Es así como cobran vida todas
las criaturas sobrenaturales y fantásticas, concebidas por seres a quienes la noche extravía; y hablaremos
de ellos en la segunda parte de este mismo capítulo.
Mientras tanto, mencionemos también la curiosa elaboración que ha provocado el declinar del día, y que
no ha podido ser eliminada por completo a pesar de su carácter irracional y de lo que nos muestra la
experiencia cotidiana: la angustia de que el sol no vuelva a aparecer, o de que la oscuridad que llega no sea
borrada nunca más por la aurora. Este miedo supersticioso atormento a pueblos enteros (por ejemplo, a
los aztecas), y acaso es legítimo ver en ello un testimonio de las emociones del alma ante lo que considera
una anticipación de la muerte. Los mitos, por otra parte, parecen confirmar este punto de vista, pues se los
ve recurrir con regularidad al mismo universo tenebroso para ilustrar los mundos infernales y los reinos
fúnebres. ¿Cómo no vincular estas fabulaciones colectivas con las espantables experiencias arcaicas de una
sombra que retornaba cada día con el empecinamiento de una maldición?
Pero la noche, entre los fenómenos naturales, no es, el único mensajero del miedo. Las manifestaciones
celestes, hasta las más triviales, aportan también su contribución, especialmente en tiempos en que la
ciencia y la técnica no habían alcanzado todavía un desarrollo suficiente y cuando los espíritus eran
particularmente receptivos a las interpretaciones mágicas y supersticiosas. El hombre, incapaz de explicar,
y por consiguiente de comprender, lo que eran realmente los fenómenos naturales originados en el
firmamento, no podía menos que temer espontáneamente aquello cuya potencia a veces devastadora
había experimentado. Es comprensible que en esas épocas de ignorancia, las tempestades, las caídas de
nieve y granizo, los tornados que se abaten de tanto en tanto sobre los cultivos y las habitaciones,
provocando graves trastornos, hayan sido muy temidos. Ni qué decir los temblores de tierra o las
tempestades marinas. Enfrentado a los peligros de los sismos o del océano furioso, el hombre hace la
dramática comprobación de su impotencia. No tiene cómo enfrentar ni los sacudimientos telúricos ni el
pavoroso romper de las olas, y sólo le resta entregarse a estas fuerzas de las que se siente un ridículo
juguete. Queda entonces enteramente dominado por el miedo.
A estos fenómenos, naturalmente temibles, se agregan otros que, sean o no consecuencia de los
primeros, resultan igualmente espantables. Por ejemplo, los incendios, las crecidas de los ríos y las
inundaciones, las sequías ardientes y prolongadas. Estas catástrofes, que ahora pueden ser combatidas en
mayor medida merced al progreso técnico, han dejado paso, cuando menos en los países más adelantados,
a la contaminación de los océanos, al envenenamiento químico de los cultivos y la ganadería, a las
radiaciones atómicas. Un miedo suplanta al otro.
Si los importantes daños materiales y la amenaza de un retorno cíclico obliga a tomar en serio estos
temores y los elementos que los generan, no ocurre lo mismo con otros que, aunque también de origen
natural, despiertan terrores mucho más irracionales. Tal el caso del miedo a los cuerpos celestes, astros,
cometas, eclipses, cuyas consecuencias nefastas son. sin embargo, excepcionales Por supuesto que se
puede temer la explosión de una estrella más o menos cercana, una lluvia de meteoros, la colisión con un
asteroide, la modificación intempestiva de la radiación iónica, la extinción del Sol, la modificación de las
órbitas planetarias y otros hechos de parecida naturaleza. Sin embargo, hay que reconocer que la
posibilidad de tales accidentes es más que limitada.
Pero de tanto en tanto se producen en el cielo fenómenos que inspiran inquietud. Su rareza y su carácter
inexplicable para una ciencia que se encontraba todavía en su infancia, los hizo temibles,
independientemente de sus eventuales consecuencias catastróficas, casi inexistentes. J. Delumeau7
recuerda cómo operaba en siglos pasados este "terror que despertaban los fenómenos celestes
15
desacostumbrados, incluido el arco iris. Las perturbaciones en el firmamento y, más genéricamente,
cualquier anomalía en la creación, no podían dejar de presagiar desgracias". Los cometas y los eclipses
formaban parte también de estos prodigios celestes, y todavía hoy son contemplados con cierto
estremecimiento.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
7 Op. cit., pp. 68‐71.
De una manera general, todos estos signos cósmicos impresionan poderosamente al público, porque
tienen lugar justamente en el cielo, que ha sido la clásica morada de los dioses. Así, no es difícil
interpretarlos como símbolos, mediante los cuales las divinidades se dirigen a los hombres.
Como acabamos de decir, tales terrores pertenecen al orden de lo irracional. Sobre ellos suelen apoyarse
los aspirantes de toda laya, al poder. La ingenuidad de las poblaciones de los tiempos antiguos, así como la
habilidad de charlatanes y predicadores, llevaron a elaborar una verdadera creencia en el poder de los
astros. La magia y la superstición encontraron en el miedo a los astros un aliado de primer orden, y así
pudieron apoderarse de espíritus ya por naturaleza inestables. La época contemporánea no quebranta del
todo esta norma, y son muchos los astrólogos que todavía hoy alcanzan predicamento. Quizás los
astrólogos han resistido mejor que los predicadores el advenimiento de la cultura científica, pues vemos
que éstos, sin haber desaparecido totalmente, no tienen el mismo éxito que antes. Los hombres de iglesia
de antaño no dejaban pasar la ocasión de interpretar estas señales "de lo alto" como una manifestación de
la cólera divina. Sus Juicios Finales recibían de este modo socorros "providenciales", y las amenazas de
aniquilación y de castigo un formidable respaldo. De tal manera, estos predicadores establecían en su
beneficio un poder sobre las almas profundamente trastornadas, que ellos ejercían mediante el terror, y
que es legítimo ver como una verdadera pedagogía del miedo. Volveremos sobre el punto.
Entre tanto, señalemos también que los hombres, en el curso de la historia, tuvieron oportunidad de
experimentar miedos más coyunturales, originados en una catástrofe natural o en un acontecimiento
político‐social importante. Dejemos de lado los terremotos y otros sismos: de todas maneras son bastante
excepcionales. En cambio, las epidemias, las hambrunas, las sediciones y las guerras han constituido, y
constituyen aún, amenazas recurrentes que inquietan justificadamente a las poblaciones en distintos
lugares del planeta. Los ejércitos en campaña, las revueltas de campesinos, las invasiones que vienen a
sumarse a dificultades económicas frecuentes, han agravado la inseguridad que estas últimas provocan.
Concurren también a crear y alimentar este inquietante clima los individuos que se hallan mal adaptados
al cuerpo social, o que son francamente marginales. Los parias, vagabundos y bandidos de los tiempos
antiguos, han dejado lugar en los nuestros a delincuentes y criminales de toda clase. En relación estrecha
con el tipo de sociedad de la que proceden, tanto unos como otros propagan el miedo, aunque éste adopte
a veces los colores equívocos de la fascinación. G. Roheim8 y G. Devereux9 han subrayado "la condena con
admiración" que a ciertos grupos primitivos les merecía el varón incestuoso, acentuando "el
reconocimiento explícito" que la sociedad acuerda a "todo desviado, incluso al más extremo".10 "El
prestigio romántico del desviado, explica G. Devereux,11 refleja en cierta medida la aceptación imperfecta
de la norma, incluso por parte de los individuos mejor adaptados, y su identificación con el 'héroe', el 'gran
criminal' y el 'excéntrico', que se atreven a desafiarla".
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
8 "Psychoanalysis of Primitive Cultural Types", en International Journal of Psycho‐Analysis, 13, 1932, pp.
16
1‐224.
9 Essais d'éthnopsychiatrie genérale, París, NRF, trad. franc. 1970, p. 119.
10 Id., ibid.
11 Id., ibid.
Tampoco las enfermedades mentales dejaron de conmover, como bien se sabe. Hacia finales de la Edad
Media, "la locura y el loco se convirtieron en personajes mayores, desde su misma ambigüedad: amenaza e
irrisión, vertiginosa sinrazón del mundo, lastimoso ridículo de los hombres": así habla M. Foucault 12 de la
vesania en el Renacimiento. Y cualesquiera que hayan sido sus migraciones posteriores en las
mentalidades; ya se la haya convertido, en una época, en posesión demoníaca que podía hasta llevar a la
hoguera, o reconocido en otro como enfermedad, accesible como tal a la terapéutica, la locura no deja de
turbarnos aún hoy, a causa del mismo misterio de su naturaleza, todavía no aclarado por completo en
nuestros días, Y hay que reconocer que los muros de nuestros hospitales psiquiátricos, todo el moderno
aparato médico, desde la química hasta la neurocirugía, pasando por los tratamientos psicológicos
diversos, no alcanzan a tranquilizarnos; en parte porque inquietan en sí mismos, pero también porque no
ofrecen garantía suficiente contra esta amenaza que se quisiera poder conjurar sin violencia, tanto más
que se la siente como un peligro interior.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
12 Histoire de la folie, París, K.E, 1961, p. 25.
La locura es lo insólito. Pero también lo desconocido despierta terrores. El miedo primitivo del 1 niño, del
que antes hablamos, encuentra probablemente en lo desconocido una buena ocasión de reactualizarse.
Pero aunque el miedo puede ser alimentado de distintas maneras en las múltiples circunstancias que
constituyen la existencia humana, hay especialmente un hecho que escapa a toda experiencia posible, al
menos aparte de lo mediato, y que en punto a misterio sobrepasa a todos los demás: la muerte. Clásico
tema de preocupación, habita en el fondo de todas las conciencias y alimenta todos los desasosiegos.
"Nadie está exento del miedo a morir, como recuerda J. C. Barker, 13 pues nadie escapa a la muerte. Es un
miedo muy particular, totalmente diferente a todos los otros". Y Paul Tillich agrega que es "el miedo a algo
desconocido muy especial, particularmente inexplicable, el miedo a algo que jamás se conocerá". Por esto
mismo resulta ya espantable.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
13 La peur et la mort, París, Stock, 1969. p. 15.
Pero lo demás, lo que se sabe de la muerte no resulta más tranquilizador que lo que se ignora Cómo
evitar, en efecto, la dramatización que no deja nunca de acompañar a la representación del cuerpo
muerto, cualquiera sea el nivel de desarrollo alcanzado por la civilización, su disolución que se efectúa en
medio de fealdades y fetideces, la tanatomorfosis o transformación bastante rápida del ser viviente en
restos minerales, condenados a una erosión más lenta.
Son conocidos los vértigos del poeta ante el espectáculo de la descomposición. La carroña no puede ser
contemplada sin espanto:
Hirviente. rezumando venenos . . ,14
No faltan testimonios que demuestran que el cadáver en putrefacción fue siempre motivo de horror, y que
el hombre no puede verlo sin sentirse trastornado por su fealdad pavorosa. En una expresión brutal pero
17
certera, L. V. Thomas15 pone fuertemente el acento en que "morir es podrirse". Y las imágenes referidas a
la licuefacción de la carne no pueden menos que provocar emociones irreprimibles.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
14 Ch. Baudelaire, "Une charogne", en Les Fleurs du Mal, XXVII, París, Gallimard, 1972, p. 43.
15 "Le cadavre", Bruxelles. Ed. Complexo. 1980.
Para comprobarlo, basta recordar los "aparatos" que el hombre ha interpuesto siempre, entre esta
evidencia y él, a lo largo de todas edades: multitud de ritos y usos, según los itinerarios simbólicos propios
de cada cultura; procedimientos que procuran retocar y transfigurar el hecho: el espíritu humano, ante su
incapacidad, de por sí espantable, de poder cambiar en nádala realidad, y ante la ineluctabilidad del
acontecimiento, se esfuerza por disminuir su influjo a través de una serie de enmascaramientos. El número
de protecciones que ha buscado, y que ha aumentado sin cesar, demuestra su necesidad imperiosa de
tranquilización. Las más estructuradas de esas protecciones, las religiones y los cultos funerarios, se
originan ciertamente en un mecanismo fundamental de defensa del psiquismo contra lo que le resulta
insoportable. Sin embargo, estas disposiciones no han seguido siempre las mismas vías y varían según los
tiempos y lugares. En el pasado, la muerte se hacía presente de modo ostensible, especialmente en los
cortejos empenachados y drapeados, en el protocolo barroco de las exequias, en las vestiduras de duelo,
en la extensión de los cementerios, en los peregrinajes a las tumbas y el culto del recuerdo. Hoy se ha
vuelto más "innombrable", según la expresión de P. Aries, 16 que alude a "la prohibición que ha recaído
sobre la muerte en las sociedades industriales".17 Actitud nueva de una sociedad embriagada de confort.
Nunca como hoy el hombre había estado en condiciones de disfrutar de tantos beneficios técnicos, ni de
aprovechar de tal multitud de productos de consumo. Pero tampoco estuvo tan desprotegido ante la
muerte, ni jamás intentó hacerse trampas con ella como hoy es dable observar en las sociedades
occidentales contemporáneas. Es lo que R. Caillois18 subraya al referirse a las ceremonias de inhumación
estadounidenses: "Los observadores están de acuerdo en cuanto a la finalidad buscada: escamotear la
muerte, no insistir en la tristeza y el misterio, suprimir los ritos, darle a todo un carácter inocente y festivo,
en una palabra ayudar a los vivos a seguir siendo felices a pesar de la muerte, a pesar de los
desaparecidos."
16 "Les attitudes devant la mort", en Essais sur l'histoire de la mort en Occident du Moyen Age a nos jours, París,
Senil. 1975.p. 80.
17 Id., p. 21.
18 "La représentation de la mort dans le cinema américain", en Instincts et sociétés, París, Gonthier, 1964, p. 125.
Pero aparte de la diversidad de actitudes ante la muerte, se puede vislumbrar una constante tras el
cambio aparente: la búsqueda de una tranquilización, procurada siempre, pero jamás alcanzada.
En comparación con toda esta agitación ansiosa y estéril, qué maduros y calmos podrían parecer estos
versos de Paul Valéry: 19
Así como el fruto se funde en el goce,
como si cambiara en delicia su ausencia
en una bota donde su forma muere,
yo aspiro aquí mi humo futuro
y el cielo canta en el alma consumida
el cambio de sus formas en rumor,
18
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
19 Le Cimetiere Marin, París, Gallimard, versos 25‐30,
Si no se descubriera en ellos una discreta amargura, una emoción gobernada, por cierto, pero presente lo
mismo. Es que nadie queda exento del miedo a la muerte, ni siquiera los espíritus más elevados.
Esta ha sido para los hombres, sin duda, una de las causas principales de terror, y todos los demás
terrores se vinculan de algún modo con ella. No obstante, a pesar del desborde fantasmagórico de las
imágenes que se relacionan más corrientemente con la muerte, ésta sigue siendo del dominio de la
realidad, y cada hombre tiene derecho, razonablemente, a temerla como un peligro objetivo. Así como
también tiene derecho a temer las guerras, las epidemias, las hambrunas, el bandolerismo, que han sido
sus precursores. Otro tanto puede decirse, aunque no tan categóricamente, de las configuraciones astrales
y otros fenómenos cósmicos o meteorológicos‐ Pero, por más que sean una referencia duradera de lo
espantable, es fácil advertir que la objetividad de estos hechos se diluye muy rápidamente en la
superstición o en la metafísica. De un solo paso se franquean las fronteras de lo natural y entonces se hace
necesario considerar una nueva categoría de terrores.
LOS MIEDOS A LO SOBRENATURAL
Aun cuando los agentes del miedo tienen puestos los pies en la tierra, el peligro que trasmiten suele estar
referido a una voluntad divina o a un poder demoníaco. Se puede decir sin temor a exagerar que para
muchos el universo del miedo huele a azufre. Esa voluntad suele ser, por lo demás, la que favorece el
pasaje de un mundo al otro, de lo terrestre a lo extraterrestre, de lo natural a lo sobrenatural, de lo
inmanente a lo trascendente. El miedo, inspirador y emperador de los transmundos, organiza para los
nombres vertiginosas permanencias en tales regiones. Conviene también precisar que, desde este punto
de vista, todos los objetos y situaciones fobógenas que hemos presentado en la primera parte de este
capítulo como miedos naturales, pueden volver a encontrar lugar en esta otra categoría, reservada más
específicamente a los rostros de lo sobrenatural.
En efecto, todos poseen una propensión a exagerar, todos están predispuestos al desborde de la
imaginación, en todos tiene cabida lo fantástico y no tarda en imponerse. La muerte, verdadero gozne
entre el más acá y el más allá, ocupa un lugar articulador entre estos dos géneros de temores. Son raros los
que, directa o indirectamente, no transitan por esta encrucijada hacia lo sobrenatural, hasta el punto de
que el terror proviene siempre de la muerte y vuelve a ella. Núcleo psicodinámico del miedo, la muerte ‐
repitamos‐ es como el lugar geométrico de todos los temores, pues "en el fondo no existe más que un
miedo, el de la muerte", según la expresión de G. Delpierre.20 21.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
20 Op. cit., p. 39.
21 Veremos en el capítulo siguiente que esta fórmula es todavía más verdadera aplicada a la angustia que al miedo.
Pero quizás no es tanto la muerte lo que el hombre teme, sino el impenetrable misterio de lo que habrá
después, tal como ya indicamos. La imaginación le tiene horror al vacío y esto la lleva a inventar lo que no
conoce, a riesgo de perderse en ello. Al fin de cuentas, allí donde el pensamiento racional y materialista, es
decir objetivo, podría no ver más que un accidente biológico o natural, a la manera del epicureismo
19
antiguo, la imaginación engendra toda una fantasmagoría tan rica como falaciosa y siempre colmada de
amenazas. Vemos abrirse ante nosotros el mundo de lo insólito y de lo extraño: en medio de vapores
infernales se dibujan siluetas en las que no se tardará en identificar, cuando menos en Occidente, la serie
de más caras tras las cuales gesticula el Anticristo. Y el anuncio reiterado de sus amenazas o de sus triunfos
ha pautado la vida de los pueblos hasta nuestros días. Pero aun cuando el demonio actúe discretamente,
sigue haciendo estragos el miedo a la muerte. Y así se ha constituido a su favor toda una serie de
representaciones sobrenaturales, que son otras tantas figuras adoptadas por ese miedo.
Puede resultar instructivo inventariarlas rápidamente.
Parece conveniente ubicar en primera fila a los seres que han tenido un comercio directo con la
muerte, es decir, los muertos mismos. El cadáver inspira terror, como vimos, y se explica en parte
por las propiedades fisicoquímicas de la descomposición. Su cambio de aspecto, su fetidez, provocan una
mezcla de horror y repulsión. Pero el miedo a los muertos se vincula también, como lo ha mostrado
acertadamente Levy‐Bruhl, con la creencia mágica en la contagiosidad de la muerte. Ello explica los
múltiples ritos de purificación impuestos a los que tienen contacto con un cadáver.
Sin embargo, las principales aprensiones relacionadas con el difunto tienen que ver más bien, según nos
parece, con su posible retorno. "Existían antaño dos maneras diferentes de creer en las apariciones de los
muertos", escribe J. Delumeau.22
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
22 Op. at., p. 77.
Una "horizontal" (E. Le Roy Ladurie), naturalista, antigua y popular, planteaba implícitamente "la
supervivencia del doble" ‐la expresión es de E. Morin: el difunto continuaba viviendo por un cierto tiempo
más en cuerpo y alma y retornaba a los lugares de su existencia terrenal. La otra concepción, "vertical" y
trascendental, 23 fue la de los teólogos (...) "que trataron de explicar a los aparecidos (...) por acción de
fuerzas espirituales".
Observemos de paso que aun cuando los tiempos modernos atenuaron en mucho estas creencias, algo
persiste todavía hoy. Por ejemplo, son raros los que se animan a atravesar de noche un cementerio, hecho
que resultaría incomprensible sin el temor, irracional y frecuentemente criticado por los mismos que lo
experimentan, de encontrarse con un fantasma. A fortiori, cuando dos fuegos fatuos danzan por encima de
las tumbas recientes, fenómeno más fácilmente observable cuando los cuerpos han sido sepultados
directamente en la tierra y a poca profundidad. Las pequeñas llamas producidas por la liberación del
hidrógeno fosforado que contienen las materias orgánicas durante el proceso de descomposición, le
proporcionan al miedo a los aparecidos un sustento de veracidad que, por lo demás, no necesitaba.
En todos los tiempos se ha temido el regreso de los muertos, fundamentalmente porque se les atribuía
deseos de venganza. Sigmund Freud 24
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
23 Pensamos que debe leerse "trascendente".
24 Tótem et tabou, París, Payot, 1975 (trad. framc.), p. 74.
Sigmund Freud 24 fue de los primeros en interpretar esta inquietud como un sentimiento de culpabilidad.
El demonismo de las almas se explica, según él, por el hecho "de que la muerte del padre proporcionó
satisfacción a un deseo inconsciente que, si hubiera sido suficientemente poderoso, habría provocado esta
muerte. Contra este deseo inconsciente reacciona el reproche, después de la muerte del ser querido". Caso
clásico de la ambivalencia de la afectividad humana. El fantasma, lejos de poseer la seudomaterialidad que
le atribuyen ciertas teorías, no es más que el disfraz del remordimiento. La pretendida y temida hostilidad
20
del difundo es, pues, la imagen invertida de los sentimientos negativos que se experimentaban a su
respecto en vida. El psicoanálisis denomina proyección a este mecanismo psicológico mediante el cual se le
atribuye al otro los sentimientos que experimenta uno mismo.
Evidentemente, el sobreviviente busca los medios de ponerse al abrigo de los ataques del muerto. El
complacerlo y apaciguarlo parece ofrecer sólidas garantías. También se entrega a toda clase de
privaciones, restricciones, sufrimientos aceptados voluntariamente, que en su conjunto constituyen el
duelo. Pero la experiencia demuestra que no es fácil sentirse libre rápidamente de esas preocupaciones: la
multiplicidad, por no decir la exacerbación, de las libaciones, sacrificios y otros ceremoniales destinados a
congraciarse con los espíritus, acapara a veces una parte importante de la actividad social y de sus ritos, v
constituye el culto de los antepasados, del cual las religiones suelen ser una elaborada emanación.
La amplitud de las disposiciones que se adopten en este campo, nos dará la medida del miedo que
inspiran los muertos; máxime que ellos son, según la expresión de Freud, 25 "dominadores poderosos". Lo
atestiguan, por ejemplo, las danzas macabras medievales, en las que se veía a esqueletos arrastrando por
la fuerza a jóvenes y viejos, a ricos y pobres de los dos sexos, para formar una ronda fúnebre; y nada podía
escapar a su poder.
En cuanto a sus sucedáneos, fueron múltiples y diversos. No cabría incluir aquí su inventario completo,
pues excedería los límites de esta obra. Por lo demás, está al alcance del público un número considerable
de monografías o de ficciones novelescas sobre el tema, que ocupan estanterías enteras en las librerías,
algunas de las cuales hasta se especializan en esta clase de publicaciones. Nos conformaremos, pues, con
algunas breves indicaciones.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
25 Op. cit., p. 65.
Parece que se puede dividir globalmente el mundo de los espectros en dos categorías de desigual
importancia. En la primera, se incluye a los fantasmas "bienhechores", preocupados por aportar una ayuda
a los vivientes, sean o no descendientes suyos. Así, el padre de Hamlet se le aparece a su hijo y a sus
amigos para impetrar justicia y ayudar a que ésta se cumpla. Del mismo modo, el discurso teológico de los
tiempos antiguos utiliza a estos difuntos para ponerlos al servicio de su propaganda. En tal caso, los
aparecidos se convierten a su pesar en testigos y partidarios de una ideología religiosa militante. También
Ulises desciende a los Infiernos para consultar a las sombras habladoras sobre la conducta a seguir. Papel
de consejero que también se les reconoce a los antepasados en las culturas antiguas: la muerte les confiere
poderes mágicos, gracias a los cuales pueden apoyar y asistir a sus descendientes, siempre que éstos los
hayan predispuesto en su favor.
La segunda categoría, mucho más importante que la primera, agrupa a todos los muertos
malintencionados, perseguidores de los vivos. Entre los más célebres, citemos a los vampiros, que salen
por la noche de sus tumbas para beber la sangre de sus víctimas, sorprendidas en su sueño por este
"besador" de ultratumba que los hace morir de postración.
La creencia en estos espectros fue culpable de verdaderas epidemias de miedo, que se propagaron
especialmente a fines del siglo XVII y comienzos del XVIII en Hungría, Silesia. Bohemia, Moravia, Polonia y
Grecia. Todavía en el siglo XIX se creía en ellos en Rumania, donde nació la leyenda de Drácula.26
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
26 Cf. J. Delumeau, op. cit., pp. 80‐81.
21
Los comportamientos de defensa o de conjuración a que dan lugar, son por demás elocuentes. Para
desembarazarse de la perturbación que ocasionan estas visitas de los "aparecidos", las colectividades
desenterraban su cadáver pernicioso y procuraban terminar con este muerto maléfico. Se le cortaba la
cabeza o se quemaba su cuerpo en una hoguera, o bien se volvían a colocar en la fosa las dos partes en que
había sido cortado y se las rociaba con cal viva. En otros casos, se le arrancaba el corazón para arrojarlo al
fuego, a menos que se creyese más seguro atravesarlo con una estaca. Desde un punto de vista
psicosociológico "es claro ‐como lo indica J. Delumeau‐27 que estos vampiros desempeñaban en ciertos
lugares un papel de chivos emisarios, comparable al que se les atribuyó en otras partes a los judíos durante
la Peste Negra y a las brujas en los años 1600".
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
27 Op.cit., p. 81.
Y concluye acertadamente este autor: "En suma, ¿no vale más echarles la culpa a los muertos que a los
vivos?" Sin duda alguna, sobre todo cuando se conocen las torturas abominables que el miedo les ocasionó
a pobres criaturas inocentes.
Pero estos pintorescos "bebedores de sangre" sólo representan un número pequeño dentro del gran
contingente de muertos inquietantes. También habría que mencionar a los fantasmas, aparecidos,
espectros, apariciones y demonios diversos que fueron bastante corrientes en el dominio de lo imaginario,
y que representan otras tantas figuraciones que revistió el difunto para sobrevivir a su deceso. Muertos
celosos de los que siguen aprovechando los bienes de la existencia; muertos encolerizados contra la
injusticia que padecieron; muertos vengadores: en suma, toda una cohorte silenciosa pero amenazadora,
que despreciando los cotos cerrados de los cementerios y tan ató polis, reivindican, más que un territorio,
un reinado. Y hubo que hacerle lugar en este mundo a estos espectros coronados; un lugar prácticamente
igual al que se le reserva a los vivos. Numerosas creencias populares testimonian que si los vivos siguen
beneficiándose con la luz, la noche debe serle cedida a los muertos. Por algo en todas partes se la muestra
poblada de sortilegios.
Pero es este estado enigmático del difunto el que plantea el problema. El rechazo de su aniquilación abre
fisuras en la reflexión humana, por las que se deslizan las concepciones más fantasiosas. Empezando por
las que despiertan una inquietud, o mejor dicho una sospecha, en cuanto a los posibles grados del deceso:
nunca se puede estar seguro de si el muerto está bien muerto, es decir, muerto suficientemente. También
se emplea esa preocupación de diversas maneras (pero la intención es siempre la misma) para
contrarrestar las posibles negligencias del deceso natural. Esto se traduce por una multiplicación de
precauciones con un difunto que, decididamente, no debe regresar.28 Se le despista, se le engaña, se le
abandona, pero como suprema garantía se lo vuelve a matar, tal como vimos con los vampiros. Pues es de
tal magnitud el miedo al retorno del muerto, que hay que recurrir a todos los medios para impedirlo,
incluyendo los más radicales. Recogemos en L. Y. Thomas 29 la descripción de las siguientes costumbres:
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
28 Por más que algunas prácticas tengan una significación inversa.
29 Anthropologie de la mort, París, Payot, 1976, p. 301.
En África. . . para "imitar" a ciertos difuntos a que no regresen, se mutila su cadáver antes de inhumarlo,
rompiéndole por ejemplo los lémures, se le arranca una oreja, se le corta una mano: entonces, ya sea por
vergüenza o por imposibilidad física, el muerto se verá obligado a quedarse donde está. Si se trata de muertos
buenos, no hay masque un medio: asegurarles funerales dignos.
22
En Nueva Guinea, los viudos salen únicamente si van provistos de un sólido mazo para defenderse contra la
sombra de la desaparecida ... En Queesland, a los muertos se les rompían los huesos a garrotazos, después se
les flexionaba las rodillas hasta unirlas con el mentón, y por último se les llenaba el estomago de piedras. Es
siempre el mismo miedo, que llevó a ciertos pueblos a colocar pesados bloques de piedra encima del pecho de
los cadáveres, a cerrar herméticamente las cuevas con pesadas losas, o a clavar las urnas y ataúdes.
Visto desde esta perspectiva ¿qué pensar de la profundidad de nuestras fosas y del peso de nuestras
piedras tumbales? ¿No es siempre el mismo miedo el que opera en nosotros y nos impulsa de modo más o
menos inconsciente a garantizarnos, mediante entierros infranqueables, contra encuentros no deseados?
Para terminar con esta categoría, que sería muy difícil de agotar, subrayemos de nuevo que detrás de
todos los espectros se perfila siempre, al menos en la cultura cristiana, la silueta de Satán. El Maligno,
reclutador de fantasmas de todo género, los envía luego entre los hombres para atormentarlos.
Y justamente, manipulando con arte el látigo del miedo, estos demonios hacen crujir los dientes ;i más de
un pobre mortal. El más allá está poblado de maniobras diabólicas.
En el registro de los temores a lo sobrenatural, se encuentran también los relacionados más o menos
directamente con una perspectiva escatológica. Estos son los miedos recurrentes al fin del mundo y a las
expectativas apocalípticas. Por más que ciertos grupos ‐adventistas y testigos de Jehová, por ejemplo‐
aspiran al establecimiento del milleniun prometido por los Evangelios como un nuevo triunfo de Cristo, en
general el Juicio Final es pintado con tintes sombríos y determina una angustia tanto mayor cuanto más
simples sean los espíritus, y los tormentos anunciados más espantables y eternos. Es así que se asocia a la
amenaza satánica la de un dios vengador que se reserva el derecho de golpear a los hombres con los más
temibles castigos, de los que la destrucción del mundo sería el punto culminante de su venganza. El miedo
al año 1000 procedía del horror que experimentaba una humanidad crédula ante la perspectiva de la ira
divina. Aún hoy día hay quienes no dudan en ver en la carrera armamentista nuclear el nuevo signo del
final de los Tiempos. ¿Pero no será más bien el término próximo de un segundo milenio el que inflama las
imaginaciones?
Así concluye esta rápida visión panorámica de las diferentes formas que puede adoptar el miedo, según
que adopte las vías naturales o las de lo sobrenatural. Es preciso preguntarnos ahora si eSte miedo del que
hemos hablado hasta aquí como de un estado psicológico siempre idéntico a sí mismo, es realmente así, o
si es necesario diferenciarlo de estados parecidos pero diferentes.
23
III. ESTUDIO DIFERENCIAL
DE LOS
ESTADOS DE MIEDO
ALGUNOS autores distinguen grados en el miedo. G. Delpierre 1 considera al nerviosismo como una forma
menor de esta emoción. Lo acompaña en esto L. Michaux, 2 quien le suma la timidez. Otros, como R.
Préaut, 3 sitúan en estos niveles inferiores a la inquietud y al temor. El acuerdo se hace unánime en cuanto
a ubicar el pánico y el terror en el extremo contrario.
Sin embargo, creemos que las diferencias entre estos estados no son quizá tanto de grado como de
naturaleza. El hecho resulta aún más sensible cuando se introducen las nociones de angustia y de ansiedad:
entonces uno se ve llevado necesariamente a preguntarse sobre el carácter normal o patológico de estas
alteraciones psíquicas.
Pero no resulta fácil poner orden en nomenclaturas de este género, máxime que reinan confusiones
semánticas y ambigüedades semiológicas que oscurecen el problema.
"Los estados timéricos: 4 inquietud, miedo, terror o espanto, ansiedad, angustia, son designado».
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
1 Op. cit., pp. 69 V.VJ.
2 Les phobies, París, Hachette, 1968, p. 140.
3 Combat contre la peur, París, Laifont, p. 152.
4 Neologismo imputable al autor citado.
casi siempre por denominaciones enojosamente intercambiables", escribe A. Le Gall, 5 exagerando un
tanto la falta de discriminación existente.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
5 L'anxiété et l'angosse, París, PUF. 1976. p. 5
Aunque es verdad que entre algunos de estos estados las diferencias son realmente de matiz, en cambio
sólo es posible la confusión entre los "estados intermedios", mientras que las formas menores y mayores
resultan más fácilmente identificables. Es, pues, en el nivel medio, que a la vez es el más interesante,
puesto que en él se encuentran nociones como el miedo, la angustia y la ansiedad, donde es más probable
que resulte útil un estudio diferencial.
ANGUSTIA‐ANSIEDAD:
24
¿UNA DISTINCIÓN NECESARIA?
Los esfuerzos para diferenciar la angustia de la ansiedad son bastante antiguos, y hasta podríamos decir
que clásicos. A comienzos de siglo, Brissaud 6 los definía como sigue: "La angustia es un trastorno físico que
se traduce por una sensación de constricción, de sofocación, mientras que la ansiedad es un trastorno
psíquico que se traduce por un sentimiento de inseguridad indefinible"; lo que lleva a distinguir una
angustia‐sensación de una ansiedad‐sentimiento, tesis que luego fue retomada por autores más recientes,
como Claude y Lévy‐Valensi.7
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
6 In J. Favez‐Boutonier, L'angoisse, París, PIT, 1963.
7 Ibid.
A. Le Gall, 8 a su vez, considera que las manifestaciones somáticas (constricción torácica, trastornos vaso‐
motores, desequilibrio neurovegetativo) acompañan a la angustia y obligan a separarla de la ansiedad, de
la que faltan estas perturbaciones.
Pero otros teóricos, como M. Eck, 9 consideran este debate "demasiado especioso" y creen que tales
tentativas no resultan muy concluyentes. En efecto, la angustia puede tener cualquier asentamiento
somático e interesar a cualquiera de los aparatos: cardiovascular, respiratorio, digestivo, urogenital. Esta
indeterminación de la localización física, su carácter difuso, sugiere más bien un origen psicogenético de la
angustia. Por otra parte, es lo que piensa J. Favez‐Boutonier, 10 quien declara que ésta es "ante todo un
estado psíquico: es la angustia la que les da un valor a las sensaciones físicas". De aquí a concluir la
inutilidad de la discriminación entre los dos estados, la angustia y la ansiedad, no hay más que un paso, que
este autor franquea sin mucho miramiento. "En definitiva ‐escribe‐,11 en la literatura médica
contemporánea, psiquiátrica, así como también novelesca y aun hasta filosófica, la ansiedad es barrida por
la angustia, si así puede decirse: casi siempre se habla de ésta, y si la sinonimia de los dos términos ha
pesado, ha sido indiscutiblemente en beneficio de la angustia".
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
8 Ibid, p. 12.
9 L'homme et l'angoisse, París, Fayard, 1964, p. 14.
10 Op. cit., pp. 22‐23.
11 Ibid, p. 29.
Y son muchos los que se adhieren a este punto de vista. Por nuestra parte, no nos parece efectivamente
muy fecundo buscar a cualquier precio disimilitudes que acaso no sean más que teóricas y que nos
arriesgan a forzar la realidad. La presencia o falta de elementos somáticos en la descripción de los estados
ansiosos, no es sin duda, el verdadero problema. Pero el contrario, nos parece más importante considerar
que la angustia y la ansiedad deben entenderse básicamente como fuerzas de desorganización
comportamental que actúan de manera prácticamente similar; su acción determina en el individuo
afectado, lo que en psiquiatría se llama la personalidad ansiosa. La elaboración de ésta hace intervenir
25
elementos subjetivos (inquietud permanente, sentimiento de frustración e incapacidad, fatiga, escaso
entusiasmo vital) sobre un fondo constitucional (desajuste del sistema autónomo). Llegamos así a la
conclusión de que existe una confusión muy poco perjudicial entre la angustia y la ansiedad y admitimos
globalmente su intercambiabilidad. En cambio, conviene distinguir el miedo de la angustia, y es lo que
vamos a ver inmediatamente.
MIEDO Y ANGUSTIA
El término único Angst utilizado por Freud, no permite captar siempre su ambigüedad intrínseca. Sin
embargo, debe observarse, como lo hace J. Corraze, 12
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
12 Les maladies mentales, París, PUF, 1977, p. 22.
que "no solamente se han multiplicado las formas de la angustia, sino que también se han mostrado sus
diferencias psicológicas y fisiológicas con el miedo (Gellhorn), incluso factoriales (Cattel y Bartlett, 1971)".
"La angustia ‐escribe también el mismo autor‐,13 aparece todo a lo largo de la nosología psiquiátrica: es el
sufrimiento psicológico por excelencia". Es de toda evidencia que no puede decirse lo mismo del miedo, a
pesar del malestar pasajero que éste produce. En efecto, el miedo es más trivial y se lo encuentra en
situaciones más comunes. Apoyados en esta definición, sería tentador establecer una primera y gran
diferencia entre el miedo y la angustia: la de lo normal y lo patológico. Pero existen miedos patológicos,
que se manifiestan especialmente, tal como luego veremos, en forma de fobias; y hay una angustia normal,
que Henry Ey 14 considera una de las características de la condición humana.
Debe buscarse en otra parte, pues, lo que las distingue. El mejor criterio que se puede encontrar es
probablemente el que indica J. Favez Boutonier15 cuando escribe: "La angustia nace de la perspectiva y de
la expectativa del peligro, incluso y sobre todo si es desconocido, mientras que el miedo supone la
presencia y el conocimiento del peligro." La angustia sería más bien una disposición latente en todo
individuo, una forma vacía a la espera de un contenido. Cuando este contenido aparece, es decir, cuando
un objeto determinado ha captado la angustia .flotante, ésta se trueca en miedo. "El miedo ‐precisa
también M. Eck‐,16 es la angustia desangustiada por el descubrimiento de una causa."
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
13 Ibid.
14 Manuel de psychiatne, París, Masson, 4a. ed., p. 450.
15 Op. cit., p. 10.
16 Op. cit., p. 91.
Desde un punto de vista funciona!, cabe reconocer en este pasaje de un estado a otro, un procedimiento
de defensa del psiquismo. Mientras éste se ve enfrentado a la angustia, la amenaza se siente como
interior, indefinible, no gobernable. Cuando, por el contrario, está transmitida por un objeto concreto, el
peligro queda exteriorizado y puede controlarse en ciertas condiciones. El sujeto que experimenta angustia
está por entero sometido a ella y padece toda su opresión. Pero cuando identifica al agente responsable de
su desasosiego, puede organizarse para evitar las situaciones en que debe enfrentarlo. Así es, por ejemplo,
26
como proceden los fóbicos. El miedo es entonces miedo a algo, tiene un objeto preciso, mientras que la
angustia no.
Sucede además que el miedo se caracteriza por reacciones afectivas, cuya intensidad debe ser
proporcional a la gravedad y urgencia del peligro que se percibe. Cuando falta esta medida justa en la
adecuación entre la emoción y el agente responsable de ella, es posible que el miedo llegue a hacerse
morboso.
Ya hemos hablado de los objetos del miedo en el capítulo anterior. Lo que dijimos en él basta para dar
una idea de su pluralidad y diversidad. Como vimos, sería inútil querer presentar una lista exhaustiva.
Señalemos solamente que cada caso de miedo, individual o colectivo, puede explicarse por un elemento
circunstancial y coyuntural. Sobre el mismo fondo de conmoción psíquica, por encima de un registro
expresivo sin cambio mayor, se puede decir que cada miedo tiene sus características que permiten
aprehenderlo en lo que puede tener de original. Que dos individuos o dos grupos humanos teman lo
mismo, el mismo hecho o la misma situación, no significa en absoluto que lo teman con la misma
intensidad, por el mismo tiempo ni simultáneamente.
Por su parte, la angustia admite también variaciones de grado, y se modifica un tanto en función de las
personalidades que la experimentan, del momento y del lugar. Pero la falta de un agente responsable la
priva de los contornos definidos, fácilmente identificables, que se pueden encontrar en el miedo. Ello hace
que se hable con más frecuencia de la angustia en singular, mientras que es corriente poner al temor en
plural.
Sin embargo, para algunos autores, la angustia puede revestir variados aspectos, tal como hicimos notar
al comienzo de este capítulo: desde el malestar trivial y cotidiano que afecta a todos los hombres y que
resulta inherente a su humanidad, hasta las formas "nítidamente diferenciadas, incluso opuestas para
algunos, o, por el contrario, profundamente entremezcladas para otros, la angustia llamada neurótica, de
separación, de castración y la angustia psicótica, que todo lo funde y lo engloba sin limitaciones", según la
descripción que propone C. Cachard.17 También convendría agregar a la lista la angustia paranoide (de
persecución) y la angustia vinculada con la depresión.
Pero la diversidad que sugieren estos cuadros nosológicos múltiples es probablemente más aparente que
real. Más allá de estas modalidades según las que se manifiesta, la angustia es la misma en todos los casos,
según creemos, "una e indivisible", de acuerdo con la expresión de J. Chambón.18 Únicamente el contexto
psíquico que le sirve de marco, la ilumina a veces desde un ángulo, a veces desde otro. Precisamente, la
angustia se ha ido convirtiendo en una noción privilegiada para el psicoanálisis, vista siempre como
sensiblemente idéntica a sí misma, y como tal ha eclipsado poco a poco al miedo (aun cuando se quiera ver
en ella un miedo irracional o un miedo sine materia).
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
17 Vivre d'angoisse, in L'angoisse, Revue francaise de Psychanalyse, t. XLII, París, PUF, p. 125. .
18 "L'angoisse une et indivisible", en L'angoise, op. cit., p. 133.
Por el contrario, el miedo ‐repitámoslo‐ está condicionado por la presencia de un objeto que le confiere su
especificidad. Hasta podría decirse que hay tantos miedos diferentes como objetos de miedo; aun cuando
en la raíz de esta emoción se encuentra siempre un afecto fundamental, de naturaleza arcaica, que
constituye su núcleo, y que tiende a aproximarla a la angustia. Pero adoptando casi instantáneamente tal o
cual expresión, el terror posee mil rostros, lo que lleva a considerarlo múltiple. En efecto, mientras que el
depresivo, el neurótico y el psicótico sienten el mismo malestar diversamente acentuado, ¿acaso el que
teme aventurarse por una cornisa escarpada experimenta el mismo estado afectivo que el que teme el fin
del mundo, se espanta de los aparecidos o les tiene horror a las arañas?
27
En suma, el gran criterio diferenciador entre el miedo y la angustia radica en la presencia o ausencia de un
objeto. Esto tiene como consecuencia que estos dos estados psíquicos, por próximos que se encuentren, se
excluyen mutuamente: jamás estarán presentes los dos a la vez en el mismo psiquismo. Por el contrario, su
aparición suele ser sucesiva, donde uno le cede el lugar al otro. Ya hemos dicho que hasta podía tratarse de
un mecanismo de defensa.
Cuando el individuo tiene miedo, sabe también de qué tiene miedo, y en cierta medida puede actuar en
función de la causa del trastorno. Su situación psicológica es, pues, menos apremiante que la del
angustiado, que sólo conoce el sufrimiento sin poder adaptar con eficacia su conducta a lo que es un
malestar difuso. Está por eso condenado a una expectativa dolorosa, proporcional a la indeterminación del
peligro. En cuanto la amenaza llega a ser identificada, la angustia cede el lugar al miedo, lo que suele
acompañarse de una sensación de alivió. Así, el soldado que espera la ofensiva y el momento de iniciar el
fuego, experimenta angustia en tanto está protegido esperando órdenes, antes de que se formalice la
batalla. Pero cuando el combate se inició y los proyectiles silban a su alrededor, es el miedo el que se
instala en él a los primeros disparos. Tiene miedo, pero al menos sabe de qué tiene miedo y esto reduce su
desasosiego. Y salvo en situaciones extremas en que su emoción lo paraliza, el sujeto puede orientar su
acción en función de la amenaza. Mientras que la angustia es desorganizadora, el miedo permite, y hasta
favorece en ciertos casos, la adaptación a la situación. Es lo que va a tratar de mostrarnos el capítulo
siguiente, al buscar hasta en las especies animales los esquemas de comportamiento a partir de los cuales
se pueden establecer modelos aplicables al hombre.
IV. EL PUNTO DE VISTA
DE LA ETOLOGÍA
CUANDO N. Tinbergen 1 trató de definir el campo de la etología, la redujo a una pregunta ante un
comportamiento: ¿por qué el animal (o el hombre), ante una situación determinada, se comporta como lo
hace? Según él, tal es la cuestión "que constituye la base de todo estudio científico del comportamiento o
etología".
28
Si se admite que el miedo orienta numerosas maneras de actuar, ya sean éstas del orden de la adaptación
o, por el contrario, de la desorganización, es legítimo preguntarle a la etología que puede enseñarnos a su
respecto. Pero sin duda será bueno recordar previamente algunos datos que se hallan en la base de esta
ciencia.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
1 L'étude de l'instiruct, París, Payot, 1971, p. 13.
A PROPÓSITO DE CIERTAS NOCIONES
FUNDAMENTALES EN ETOLOGÍA
No tendría sentido resumir aquí la considerable suma de trabajos que han efectuado los etologistas desde
fines del siglo pasado. Sólo a título ilustrativo cabe recordar que en el origen se encuentran las
investigaciones de Loeb y de su escuela a propósito del determinismo físico‐químico que rige la actividad
de los seres vivos, y las de Jennings sobre la actividad refleja de orientación en la paramecia.
Estos estudios sobre los tropismos son los que abren la marcha. Fueron seguidos luego por una
exploración de la relación entre el organismo y su medio, entre 1900 y 1925. Whitman aplica a este
problema los descubrimientos de la teoría de la evolución y los métodos de la zoología comparada.
Heinroth, por su parte, procura establecer homologías en el comportamiento de los anátidas a partir de
observaciones comparativas, y se propone utilizar este criterio para clasificar a las especies de una manera
más significativa que por su mera forma. Después, von Uexküll pone el acento en la relación entre el
organismo y su contorno (Umvelt); es decir, se interesa tanto por el medio particular de la evolución del
animal como por sus relaciones con los demás organismos. Y Craig describe la fase terminal de un
comportamiento determinado (consumatory act), que remata este comportamiento provocando una
reorientación de la actividad, y muestra que la búsqueda de la presa se elabora a partir de signos
específicos, relativos a diversas fases. Weiss, von Holst, Coghill, por su parte, ponen en evidencia la
actividad espontánea del sistema nervioso; y Beach afirmará que éste recibe la influencia de las hormonas.
Estos últimos autores establecieron, pues, que los actos dependen no sólo de los estímulos externos, sino
también del estado interno del organismo.
En esta perspectiva se insertan los trabajos de N. Tinbergen, de K. Lorenz y de R. Ardrey.2 Como se trata
de los verdaderos promotores de la etología, nos parece útil enunciar brevemente los grandes temas de
sus investigaciones, tal como fueron enumerados por I. Eibl‐Eibesfeldt,3 principal discípulo de K. Lorenz:
"La etología comparada de los animales ha demostrado que los dominios bien definidos del
comportamiento están programados; se trata de adaptaciones que se desarrollaron en el curso de la
filogénesis. Los animales vienen al mundo dotados de todo un repertorio de movimientos; desde la
primera confrontación con ciertos estímulos clave, el animal reacciona por comportamientos determinados
que facilitan la conservación de la especie; está dotado de mecanismos fisiológicos que desencadenan sus
movimientos; en fin, también de facultades innatas de aprendizaje, que aseguran que él aprenderá lo que
requiere en el momento que lo necesita; en suma, que modificará su comportamiento en el sentido de una
adaptación".
29
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
2 Convendría citar también, entre otros, los nombres de W. H. Thorpe (1963), G. Tembrock (1964), P. R. Marler y W. J
Hamilton (1966).J. Altman (1966), R. Hinde (1966), D. Morris.
3 L'homme programmé, París, Flammarion, 1976 (1a. ed. alem 1973), p. 8.
La conducta del hombre estaría, pues, orientada de antemano, como la de la casi totalidad de los animales,
por determinantes endógenos, de tal manera que el autor precitado puede hablar de "programas"
elaborados en el transcurso de la lilogénesis.4 Queda por saber en qué medida el miedo, entendido como
complejo
psiconeuro‐vegetativo, ocupa un lugar en estos programas preestablecidos, y qué papel cumple en ellos.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
4 Esto no debe hacernos olvidar que el hombre está igualmente condicionado por sus adquisiciones culturales, que
son también determinaciones acuciantes.
MIEDO Y DISPOSICIONES FILOGENÉTICAS
1. Estado de alerta y vigilancia básica. Es posible observar, todo a lo largo de la escala zoológica, una misma
predisposición negativa frente al contorno, el cual posee siempre, al parecer, sea o no objetivamente
amenazador, un componente inquietante. Vale decir que para cualquier ser vivo, su medio de evolución es
su fuente de subsistencia y al mismo tiempo un universo peligroso. Se desprende de aquí que la actitud
fundamental de un gran número de especies (y cuanto más nos elevamos en la escala zoológica, más se
comprueba este hecho) experimentan un sentimiento de inseguridad casi permanente, referido a lo que
podría llamarse amenaza de despojo (que puede ir hasta la devoración pura y simple).
Es fácilmente comprobable que este estado de alarma da lugar a un comportamiento arquetipico que se
encuentra inclusive en las organizaciones vitales más rudimentarias. Así, en un medio de cultivo que se
deseca, es posible comprobar cómo hasta el bacilo más sutil forma esporas por condensación del
citoplasma y elabora una membrana espesa cuando se producen estas condiciones ele existencia
desfavorable. Los protozoarios actúan de igual manera: la amiba se enquista para resistir a la sequedad
ambiental y huye de la zona contaminada con una gota de ácido. Los insectos también dan muestras de su
capacidad de reacción a los estímulos externos mediante cinesis (comportamientos en preferendum) y
taxias, según que su naturaleza sea mecánica (contacto o presión, corriente de aire o de agua, acción de la
pesantez o de un campo eléctrico, vibraciones diversas), física (temperatura, radiaciones), o química
(humedad en los animales terrestres, salinidad y ph en los animales acuáticos, oxígeno, sustancias
odoríferas). Los termo‐higro‐fotopreferendum, las fotos o quimiotaxias (especialmente negativas),
constituyen una ilustración corriente de este fenómeno fundamental que consiste en contar con una
disposición básica para resistir las condiciones desfavorables del contorno, y mucho más, a fortiori, si son
agresivas.
Cuanto más nos elevamos en la escala zoológica, más es dado comprobar que este comportamiento
fundamental se acentúa y se matiza en el sentido de una mayor adaptación al medio.
Así, por ejemplo, se emprendieron varias investigaciones, ya clásicas, con el fin de estudiar las reacciones
de los pájaros ante imágenes falsas que representaban animales depredadores (Goethe. 1937; Krátzig,
1940; Lorenz, 1939). Tinbergen 5
30
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
5 L’etude de L’instinct, Pans. Pavot, 1971 (1a. ed. ingl., 1950), p. 55
demostró que puede producirse una reacción de alarma cuando la silueta posee determinadas
características que evocan a una especie amenazadora. Por lo tanto, la falsa imagen constituye en este
caso un desencadenador directo (estímulos clave) del comportamiento de alerta. Este se caracteriza, al
menos entre los mamíferos, por una suspensión inmediata de la actividad que se estaba desarrollando, a
partir del momento en que se percibe el peligro, así como la búsqueda de informaciones perceptivas, una
tensión psicológica y muscular importante, acompañada de profundas modificaciones neurovegetativas
que tienen por finalidad preparar al individuo para el combate o la huida.
Es indudable que tales predisposiciones existen también en el hombre. Probablemente, el miedo que,
como ya vimos, es en lo fundamental miedo a la muerte, se halla quizá más arraigado en el fondo del ser
humano que un buen número de otras pulsiones; las sexuales entre otras. En efecto, lo que aquí cuenta es
particularmente la preservación del individuo y, a través de él, de la especie, que debe adquirir estos
mecanismos de alerta con el fin de proteger su supervivencia. Es posible ver en el dolor un equivalente
fisiológico de este mismo fenómeno: efectivamente, el dolor nos avisa que existe en alguna parte un daño
orgánico y que éste puede ser peligroso, primero para el órgano, pero luego también para el organismo
entero. Es conocida la gravedad de la siringomielia, enfermedad caracterizada por la existencia de zonas de
degeneración de la sustancia gris medular, responsable de la conducción del sentido térmico y del sentido
del dolor.
Son numerosos los ejemplos que pueden mostrarnos estas predisposiciones latentes en el miedo. La
clásica reacción de sobresalto en presencia de un estimulo inesperado, aunque acentuada de diversa
manera, ofrece un buen testimonio de este estado de alerta permanente.
1. Eibl‐Eibesfeldt 6 informa que "en 1971, la revista estadunidense Science publicó un artículo de Ball y
Tronick que se refería a experiencias realizadas con bebés de dos a once semanas. Los bebés reaccionaban
ante sombras que se iban agrandando, tal como si se les aproximara un objeto, demostraban agitación y
efectuaban movimientos de defensa y de apartamiento. Ninguna de estas reacciones se observó cuando
las sombras se agrandaban asimétricamente, como si el objeto pasase de costado".
Otras experiencias permitieron comprobar que el miedo es una predisposición innata, que no resulta de
ningún aprendizaje o experiencia previa. Si se hace avanzar a un bebé sobre una placa de vidrio asomada a
un vacío, por ejemplo, se comprueba que el pequeño se rehusa a aventurarse por encima del abismo, a
pesar de que jamás hizo la experiencia de una caída. Esto llevó a T. G. Bower7 a extraer la conclusión de
que "el hombre está dotado de un complejo sensorial primitivo, cuyas variables visuales sólo determinan la
especificidad de las consecuencias táctiles. Este complejo primitivo parece estar enclavado en la estructura
misma del sistema nervioso del hombre".
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
6 Op. cit., pp. 47 ss.
7 Slant perception andshape constaney in infants, Science, 151, pp 832‐834.
También se puede mencionar el comportamiento de los niños sordos y ciegos de nacimiento, que
manifiestan el mismo miedo a lo desconocido que todos los demás niños.8 Ello nos refuerza en la
convicción de que el sentimiento de inseguridad (entendido en su sentido amplio) es uno de los instintos
fundamentales del ser humano. Esta manera de ver fue confirmada por R. Ardrey,9 entre otros, quien
admite que el miedo es, junto con la tendencia a dominar, al orden y a la nostalgia, uno de los primeros
31
instintos aparecidos en el mundo animal, "por más lejos que vayamos, incluso traspasando las fronteras del
reino primate".
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
8 Cf. especialmente los trabajos de Spitz y Bowlby, ya mencionados.
9 Les enfants de Cain, París, Stock, 1977 (1a. ed. amer, 1961), p. 301.
Estas movilizaciones brutales e instantáneas suelen concluir de inmediato. Sin embargo, se comprueba
también la existencia de estados de vigilancia más difusos, durante los cuales el individuo puede continuar
ejerciendo una actividad al mismo tiempo que vigila. Esta disposición puede encontrarse también, en
estado normal, en la base del comportamiento de la mayoría de las especies animales. Hasta ocurre en
algunos casos que esta constante se ritualiza en lo que se podría denominar procedimientos de seguridad.
"Para el que se aleja de alguien ‐escribe I. Eibl‐Eibesfeldt‐,10 existe un peligro potencial de que la agresión
que hasta ese momento estuvo inhibida, pueda desencadenarse bruscamente. Quien, en medio de
reverencias, abandona una habitación retrocediendo, probablemente experimenta un sentimiento de
miedo".
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
10 Ethologie: biologie du comportement, París, Ed. Scientifiques1977 (1a. ed., 1967), p. 140.
En todos los aspectos de la vida cotidiana es frecuente comprobar hechos del mismo género. Por ejemplo,
observemos a un hombre que está solo, almorzando apaciblemente en un restaurante. Por más que no
tenga ninguna razón para sentirse inquieto, se le ve pasear sus miradas en torno a sí de una manera vaga,
sin posar sus ojos en el plato más que el tiempo necesario para asegurarse que el tenedor ha trinchado el
bocado próximo: se trata de una característica comportamental que no deja de recordar la alerta atención
del vigía, si nos remontamos a los lejanos tiempos de los comienzos de la hominización.
2. La necesidad de seguridad. Todos los seres aspiran a la quietud y al reposo, estados de aflojamiento de
las tensiones cuyo punto culminante es el sueño. Sin embargo, observemos que aun en estos momentos, el
sentimiento de inseguridad permanente no queda abolido del todo. Especialmente los animales han
conservado una capacidad de despertarse rápidamente en caso de una estimulación sospechosa, y las
especies gregarias sólo reposan cuando quedan apostados verdaderos centinelas alrededor del grupo,
encargados de advertirles a sus congéneres de la proximidad de un ineluctable peligro.
Esta necesidad de seguridad, tan importante para el equilibrio del individuo como sus facultades de
ponerse en guardia, puede ser satisfecha en parte mediante el contacto social. En numerosas especies,
entre ellas los primates, es posible observar que se trata de una necesidad de primerísimo orden. R.
Spitz11 describió con el nombre de síndrome de hospitalismo un estado de marasmo afectivo y de
caquexia que caracteriza a los bebés desprovistos de contactos cálidos y permanentes con una imagen
materna estable y tranquilizadora.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
11 De la naissance a la parole, París, PUF. 1968.
32
Y es aproximadamente verdad que esta necesidad deriva de la pulsión de estar con la madre. Son entonces
los congéneres quienes pasan a cumplir este papel, cuya finalidad principal es, evidentemente, tranquilizar,
al tiempo que los lazos en el seno del grupo quedan reforzados. Si se observa a un mono joven, educado en
el aislamiento, se comprueba que el nivel básico de su ansiedad es mucho más elevado que para el
promedio de sus congéneres, y que él trata de dominarla abrazándose a sí mismo por faltarle compañía.
El individuo, animal o humano, privado de la posibilidad de lograr la tranquilidad y la seguridad que les
aporta el contacto social en las condiciones normales de su existencia, parece condenado a trastornos
graves de adaptación social e incluso de desarrollo personal. Estos trastornos pueden adoptar formas
diversas, que van desde el marasmo fisiológico y psicológico hasta las perturbaciones de las relaciones
interpersonales, pasando por los desórdenes de la agresividad, de la sexualidad, e incluso de las grandes
funciones, como la nutrición, la adaptación al ritmo nictemeral, etc.
H. F. Harlow12 demostró de manera evidente que en la jerarquía de las necesidades entre los primates,
predomina la "Basic security: The formation of basic security and trust in infants provides a security base
for exploration of the outer world, both the inanimate world of objects and the animate world of
predators, people, and playmates, particularly members of one's own species. 13 Cuando intervienen
acontecimientos perturbadores, especialmente una social deprivation más o menos completa, se observa
una falla en el plano de las adaptaciones fundamentales al contorno. Por ejemplo, se les hace sufrir a
monos jóvenes un aislamiento total de seis meses. En seguida se los pone en contacto con congéneres de
la misma edad o incluso de la mitad de su edad: Harlow14 comprueba entonces que "the isolates
commonly huddled in a comer, frozen in terror shielding their face and body by their upraised arms and
hands, or lay lace upward in a frozen, prostrate position".*
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
12 Love created. Love destroyed. Love regained, in Modeles animaux du comportement humain, París, CNRS, pp.
l3.s.s.
13 Ibid., p. 17.
14 Ibid., p. 38.
* En inglés en el original. N. del T.
Inspirándose en el caso de Gaspart Hauser y en los trabajos de R. Spitz, k. Lorenz15 menciona que el signo
patognómico de este estado de privación de contacto consiste en "quedar acostado sobre el vientre, con la
cara vuelta hacia la pared"; y muestra a la vez que toda adaptación social posterior ha quedado
gravemente hipotecada.
Sin duda que habría mucho más que decir sobre este punto, y son numerosos los autores, etólogos y
otros, que han tratado el tema. J. Delumeau, 16 por su parte, refiriéndose al problema del miedo en la
historia, admite abiertamente que "la necesidad de seguridad es [...] fundamental".
Esta necesidad es tan poderosa que H. P. Jeudy17 habla de una verdadera "compulsión social de
segurización", que afectaría muy especialmente a nuestras sociedades hipercivilizadas. A ello obedece la
implantación a veces exagerada de dispositivos que tienden a proteger las estructuras sociales, lo que no
deja de provocar sentimientos ambivalentes. Para mucha gente, en efecto, las "fuerzas del orden"
inquietan tanto como tranquilizan: el policía, imagen social de la seguridad, es a la vez testimonio a su
pesar de la presencia insidiosa del criminal y despierta temores que teóricamente debiera disipar. Pero
tratemos con mayor precisión este punto.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
15 L'agression, París, Flammarion, 1969, p. 222.
33
16 Op. cit., p. 9.
17 La peur et les medias, París, PUF. 19"9' P. 20.
3. Amenaza y significación de la amenaza. En un reciente trabajo, I. Eibl‐Eibesfeldt18 subraya que "el
estudio comparado de diferentes culturas [...] demuestra que los comportamientos de amenaza y de
combate son universales", lo que equivale a decir que tienen un valor de expresión y de señalización
transcultural. Yendo todavía más lejos, este autor informa19 que "Kortlandt (1972) encontró constantes en
el comportamiento de amenaza y de combate del chimpancé, el gorila y el hombre; las tres especies
golpean con la palma de la mano para amenazar, pegan con el pie en el suelo o en un tronco de árbol,
tamborilean sobre objetos sonoros con las manos y los pies, sacuden las ramas de un árbol (el hombre
apresa entonces a su rival). Arrancan plantas, rompen ramas, blanden ramas o palos, lanzan objetos o los
golpean contra una base. Jolly (1972), por su parte, descubrió constantes en las mímicas y ademanes de
amenaza y de sumisión".20
Esto lleva a I. Eibl‐Eibesfeldt a extraer la conclusión de "que en lo referente al sistema motor, las
adaptaciones fílogenéúcas en el comportamiento antagonista (agresión, defensa, sujeción) son muy
antiguas".21 De una manera general, el animal que adopta un comportamiento de amenaza trata de
parecer más grande, más voluminoso; se yergue y eriza sus crines, su cresta, sus aletas o sus plumas.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
18 Op. cit., p. 80.
19 Ibid.
20 Ver también S. kawamura (1963), G. Schaller (1963), J. Goodall (1963 y 1965), Eibl‐Eihesf'eldl (1977, pp. 150‐156).
21 Id., ibid.
La "carne de gallina" sería en el hombre un vestigio de una época en que poseía una piel erizada. Son
frecuentes los gritos, la exhibición de armas (colmillos, garras, picos), las posturas de intimidación y los
ataques fingidos, que corresponden a un sistema de señalización intraespecífico, que permite regular las
relaciones entre los individuos de un grupo.22 Y J. Goodall hace notar que los chimpancés machos
defienden su posición jerárquica adoptando este tipo de comportamiento y hasta pueden mejorarlo sin
necesidad de batirse: es el caso del macho que asciende varios grados porque descubrió que podía
producir un ruido espantable golpeando bidones de gasolina vacíos.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
22 Existe una agresividad interespecífíca de la que no trataremos aquí.
Desde el punto de vista de la etología, la amenaza posee siempre la misma significación general: se trata
de impresionar al adversario y de obtener sobre él una ventaja psicológica importante, que con frecuencia
suele bastar para obtener la victoria. Esta actitud puede operar a distintos niveles. Es conocido, por
ejemplo, el valor de desafío que puede alcanzar la mirada, que antes era una invitación al duelo. Pero la
amenaza social puede adoptar también otras formas, como la exposición de los órganos genitales por parte
del macho que desempeña el papel de centinela entre los babuinos y los cercopitecos: en este caso se
trataría de una amenaza ritualizada de apareamiento, también utilizada entre los mamíferos por los
individuos superiores, deseosos de afirmar su
categoría, con independencia de toda motivación sexual.23 Es lo que D. Morris24 denomina "el sexo de
estatuto". Esta exhibición fálica de intimidación se encuentra también en las fundas penianas que llevan
ostensiblemente los hombres de ciertas tribu o asimismo en las estatuillas y amuletos, especial mente de
Bali y del Japón.25 Pero el hombre también amenaza mediante el gesto y sobre todo por la palabra, y la
34
amenaza se expresa entonces como, un deseo de intimidación ‐exterminación del enemigo: es como
enarbolar la muerte. Su valor es el de un imperativo hipotético: si tú no quieres ser agredido, herido,
muerto, deberás someten» o irte.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
23 Testimoniado por Wickler (1966).
24 Le zoo humam, París, Grasset, 1970 (1a. ed. ingl., 1969) p. 124.
25 Informado por I. Eibl‐Eibesfeldt (1976), pp. 220‐241.
Evidentemente, en la amenaza entra una partí considerable de "bluff. Pero esta actitud es quizá más
ambigua de lo que parece a primera vista. Si se considera apresuradamente el comportamiento de
amenaza, se podría pensar que es opuesto al que dicta el terror. Pero parece más conforme con la realidad
psicológica que subyace en estos comportamientos, ver en ello más bien una suerte de actitud simétrica
del temor: en el fondo, el que amenaza busca infundir miedo al amenazado, pero lo hace sobre todo para
tener menos miedo él mismo. En términos de psicología, esta actitud responde a la compensación e incluso
a la sobre compensación. Tener amenazado al otro es probarse a sí mismo que no se le teme y a la vez
demostrárselo a él: se procura invertir la situación inspirándole miedo. En suma, se trata de transferir su
propia emoción al otro, de comunicarle más terror que el experimentado por él mismo. Entendida de este
modo, la amenaza podría ocupar un lugar entre los procedimientos para dominar el miedo del que ya
hablaremos. El individuo amenazado puede optar entre ceder o no al bluff: la alternativa es para él huir o
combatir. Su receptividad al miedo será la que decida.
Pero no se agotan aquí todos los recursos que la filogénesis pone a disposición del individuo para que
pase al estado de alerta y entonces se adapte al peligro.
4. Esquema enemigo y agresividad defensiva. Los trabajos de R. Spitz (1968) y de J. Bowlby (1953 y 1960)
sobre los bebés, revelaron ‐además de grandes trastornos de las relaciones objétales del tipo de la
depresión anaclítica o del hospitalismo‐ un interesante fenómeno descripto con el nombre de "angustia del
octavo mes". "A esta edad ‐escribe Spitz‐26 (...), el niño está en condiciones de establecer con claridad la
diferencia entre un amigo y un extraño. Si un desconocido se le aproxima, su presencia desencadena un
comportamiento típico característico, que no se presta a ninguna confusión: el niño manifestará aprensión
o angustia en grados diferentes y rechazará al extraño."
Este fenómeno parece ser universal y lo experimentan los niños de todas las sociedades humanas.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
26 Op. Cit.,. p. 114.
Las investigaciones de la etología lo han mostrado en poblaciones diversas. Así, I. Eibl‐Eibesfeldt 27 anota
que "a la edad de ocho a diez meses, los bebés bosquimanos comienzan a tenerles miedo, (los extraños.
Cuando un extraño se les aproxima, ellos se vuelven y suelen aferrarse a una persona adulta, con la cabeza
oculta contra el cuerpo de ésta. A veces se ponen a llorar. Con la edad, esta reacción se modifica: los niños
no sólo huyen y rechazan todo contacto con desconocidos, sino que también adoptan iniciativas para
repelerlos, por ejemplo, golpeándolos. También hemos observado el rechazo al extraño en niños de otros
numerosos pueblos".28
35
Estas observaciones pueden ser enriquecidas y confirmadas por la de los niños ciegos y sordos de
nacimiento, quienes, aunque jamás tuvieron ninguna experiencia desagradable con desconocidos
manifiestan de modo espontáneo un malestar visible al contacto con extraños, que puede llegar a
traducirse en un rechazo. Se trata verosímilmente de un modo de comportamiento elemental, que se
encuentra de manera innata en todos los individuos.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
27 Op. at., p. 103.
28 En otro texto (1976, p. 199), el mismo autor precisa: "Nuestras observaciones concuerdan perfectamente con
las de konner (1972) sobre los I Kung. Las reacciones de miedo más fuertes fueron manifestadas por niños de diez a
veinte meses, que corrían junto a su madre y se aferraban a ella, con frecuencia llorando. Un I Ko huía los diez meses
huía al vernos, dio meses más tarde se defendía contra el extraño que se le aproximaba golpeando en su dirección".
Esta predisposición para la discriminación entre los seres, parece dar origen a lo que se podría denominar,
como lo hace I. Eibl‐Eibesfeldt, 29 el "esquema enemigo" (desconocido = enemigo, conocido = amigo).
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
28 Op. cit., pp. 82‐83.
En efecto, se trata de que todo miembro de un grupo (animal o humano) pueda identificar en todo
momento al que se le aproxima, y se ve que su actitud será diferente según que lo reconozca como
compañero o como adversario. En el primer caso, el sujeto prosigue apaciblemente su actividad. En el
segundo, el "esquema enemigo" opera como un estímulo provocador de miedo y desencadena el estado
de alerta del organismo. Este debe estar pronto a responder a una solicitación inmediata, huida o combate.
Observemos de paso que la segunda eventualidad, preparación para la lucha, resulta engañosa, ya que,
aunque esto no aparezca de manera evidente, el sujeto que pasa al ataque puede hacerlo bajo el impulso
del miedo. Es la agresividad defensiva.
Las observaciones de la etología nos han permitido poner en evidencia un cierto número de mecanismos ‐
estado de alerta y vigilancia básica, necesidad de seguridad, comportamiento de amenaza, esquema
enemigo, agresividad defensiva‐que son otras tantas maneras según las cuales el miedo influye sobre el
comportamiento, y que concurren a salvaguardar al individuo en situación de peligro. Este conjunto de
esquemas comportamentales montados de antemano, responde al deseo de sobrevivir, profundamente
inscripto en todo ser, haciéndole buscar un contorno favorable y manteniéndolo alejado de lo que puede
entrañar un peligro de cualquier naturaleza. Pero a veces fallan estas disposiciones, y el miedo, en lugar de
tener la finalidad que acabamos de señalar, introduce graves perturbaciones en el comportamiento, tal
como lo veremos en el párrafo siguiente.
SOBRESTIMULACIONES Y DESENCADENADORES
SUPRANORMALES
36
Es posible registrar respuestas amplificadas para estímulos que se exageran. Dice D. Morris 30 que si se le
presentan a las chochas marinas alrededor de su nido "huevos falsos de diferentes tamaños, estas aves
prefieren siempre al más grande. Y procurarán levantar huevos varias veces más voluminosos que los
verdaderos". Y N. Tinbergen, 31 que describió conjuntamente con Lorenz (1938) esta misma experiencia en
un tipo de ganso, presentó a jóvenes gaviotas una cabeza de adulto artificial, con picos de colores
diferentes.32 Pudo comprabas entonces que el color les importaba más que la forma y que los pequeños
reaccionaban vivamente ante un simple palo rojo.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
30 Op. cit., p. 246.
31 Op. cit., pp. 54 y passim.
32 El pico de la gaviota plateada es amarillo con una mancha roja en la extremidad de la mandíbula inferior.
En este caso se trataría, pues, de "estímulos supranormales", sobre los que cabe preguntarse si funcionan
del mismo modo en el dominio del miedo, como parece legítimo pensar.
En los textos de autores antiguos, se encuentran indicaciones particularmente significativas sobre los
cascos de guerreros, erizados de penachos, puntas o placas de metal, y las máscaras con que aquéllos
procuraban darse un aspecto aterrador.33 Los gritos y aullidos que lanzaban estos mismos guerreros en el
momento del ataque, tenían también por finalidad aterrorizar al adversario. Para obtener más eficazmente
este efecto, se empleaban instrumentos amplificadores de la voz, como las trompetas y las conchas
marinas, o instrumentos de percusión como los tambores de guerra.34
De modo general, se puede pensar, como nos invita a hacerlo K. Lorenz 35 siguiendo a Darwin, "que en la
esfera de las reacciones emocionales, que desempeñan un papel fundamental en la motivación de nuestro
comportamiento social, la proporción de elementos determinados por vía filogenética y transmitidos en
forma hereditaria es particularmente elevado". Por consiguiente, se puede prever que su quebrantamiento
provoca implicaciones profundas y graves.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
33 También debe señalarse con R. Caillois (1961, p. 25) la ambigüedad que apenas se disimula tras esta máscara,
"segundo rostro" que es al mismo tiempo "traducción del miedo, defensa contra el miedo y un medio para expandir
el miedo".
34 Todos los primates manifiestan su cólera repiqueteando Sobre objetos resonadores. Un eco de tal
comportamiento aparece en Las almas muertas de Nicolás Gogol (1978, p. 151), quien relata la costumbre adoptada
por los guardias de las propiedades, consistente en golpear sobre bidones vacíos con palos de madera, para
advertirles a los ladrones de su presencia.
35 L'envers du miroir, París, Flammarion, 1975 (1a. ed. alem., 1973), p. 245.
La psicología experimental ha confirmado, pos su parte, el papel determinante de la intensidad ciclos
estímulos en la producción de neurosis experimentales. Los psicodinamistas, por ejemplo, como
Masserman y Maier, provocan trastornos comportamentales en sus animales de laboratorio (casi siempre
gatos), administrándoles choques emocionales (corriente eléctrica, silbidos potentes) y J. Cosnier36
describe con el título de "crisis audiógena" una perturbación paroxística del comportamiento que
presentan algunos animales sometidos a un estímulo acústico de una cierta calidad e intensidad.
Subrayemos que estos estados neuróticos experimentales, provocados por estímulos de poderosa
intensidad, se caracterizan fundamentalmente por una crisis aguda, que estará en relación directa con la
37
sobretensión de los procesos de excitación. Pero aunque estos trabajos abren la vía a las neurosis
traumáticas humanas y a la comprensión de los estados patológicos crónicos, sólo los mencionamos aquí al
pasar, dado su carácter relativamente excepcional.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
36 Les nevroses experimentales, París, Seuil, p. 34.
Para finalizar con estas consideraciones inspira das en la etología, recapitularemos en forma de cuadro las
consecuencia de la influencia del miedo sobre el comportamiento, según que se oriente en forma favorable
o no.37
Estímulos exteriores
(Aparición de un depredador o de un rival)
Miedo con connotaciones diversas:
(comportamiento de alerta) ‐despojo territorial
‐rivalidad sexual
o ‐amenaza vital
huida
(si es posible) combate agresión (ataque o contra taque)
o neutralización
(de la amenaza mediante un
comportamiento de sumisión:
imitación de los pequeños‐que‐no
‐representan‐jamás‐el‐peligro): entrada
en funciones de los inhibidores
retorno a la calma
(actividades sociales:
acicatamiento, preparación
para lo sexual).
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
37 Este ciclo completo, que naturalmente puede tener lugar en varias ocasiones y en circunstancias diversas,
corresponde a una programación filogenética. Al menos en el animal, parece Operar en todos los casos.
38
SEGUNDA PARTE
MIEDOS DESMESURADOS, MIEDOS
FUNCIONALES
En esta rápida visión panorámica que acabamos de efectuar, de los diversos rostros y aspectos del miedo,
pudimos comprobar que éste, omnipresente y proteiforme, es una compañía habitual del hombre. Por
consiguiente, esa frecuencia con que aparece esta experiencia emocional, nos llevaría a considerarla hasta
cierto punto normal. Sin embargo, el miedo, por más que nos resulte corriente y familiar, no siempre llega
a ser bien gobernado por el hombre. Es posible advertir aquí o allá ciertos deslizamientos, resbalones o
desbocamientos del miedo que, en la medida en que revelan una pérdida más o menos importante del
control de la situación, parecen representar otras tantas vías de acceso al universo de la patología.
Este pasar a la anormalidad puede afectar tanto a un individuo como a una colectividad entera. Son, pues,
dos modalidades principales que pueden tomarse en consideración, a las que estarán dedicados los dos
capítulos próximos. En seguida, otro capítulo abordará el problema de los miedos extremos, que
calificaríamos de hiperbólicos, y que afectan tanto a personas como a grupos. Por fin, en el capítulo VIII
trataremos el problema de la función social que acaso desempeñe el miedo.
39
V. LOS PAVORES PATOLÓGICOS
DEL INDIVIDUO
EL MIEDO tiene tres maneras principales de volverse patológico en un individuo determinado. Estas
diferentes modalidades están en relación directa con la participación del espíritu en cada una de ellas. En
algunos casos se trata de objetos (o de situaciones) muy particulares, variables de un sujeto a otro, que
polarizan la angustia. En otros se produce un proceso de subjetivización: el propio psiquismo genera los
elementos constitutivos de su terror, que son entonces puramente imaginarios: las fantasías descriptas por
el psicoanálisis. Por último, el miedo puede no ser miedo a algo en particular: este "miedo sin objeto", tal
como ya vimos, es la angustia, siempre susceptible de volverse permanente y de convertirse entonces en
neurosis.
LA ORGANIZACIÓN FÓBICA DEL MIEDO
Cuando el miedo se vuelve electivo e irracional, suele considerarse que se está en presencia de una fobia.
Para la casi totalidad de los autores, los dos rasgos citados son los que caracterizan a este trastorno mental.
En la primera parte de esta obra tetamos de mostrar que el miedo, en ciertas circunstancias, es legítimo y
normal, pues aparece ligado al surgimiento o a la inminencia de un peligro objetivo, de tal modo que lo
sorprendente se‐ría que faltara. Pero cuando esta emoción es inmotivada; cuando está determinada por
situaciones u objetos anodinos, es legítimo pensar en una fobia Dado que en este caso no hay ningún
riesgo real que justifique la reacción de temor, si queremos comprender a ésta no hay más remedio que
atender al carácter simbólico de que están cargados los objetos o situaciones consideradas. En efecto, ese
carácter es el único causante de la perturbación del sujeto. No obstante, el hecho de que sea simbólico no
atenúa en absoluto la presión que ejerce sobre la conducta del interesado; todo lo contrario. Aunque éste
no tiene inconveniente en reconocer la inanidad de sus temores, no por eso deja de sentirlos. Confiesa que
sus aprensiones son ridículas, pero sigue temblando.
Las raíces griegas y latinas han proporcionado el material para forjar denominaciones de las fobias tan
eruditas como vanas. A fines del siglo XIX, antes de que Freud pusiera orden en este caos, había un
impresionante catálogo de las fobias, que incluía unos 202 rubros. Citemos como curiosidad: 1 la basofobia
(miedo a la caída), la brontofobia (miedo al trueno), la bacilofobia (miedo a los microbios), la aerofobia
40
(miedo a las corrientes de aire), la iofobia (miedo al veneno), la hialofobia (miedo al vidrio), la musofobia
(miedo a los ratones), la autodisosmofobia (miedo a despedir malos olores), la ereutofobia (miedo a
ruborizarse), la dismorfofobia (miedo a una deformidad antiestética).
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
1 Según L. Michaux, Les phobies, París, Hachette, 1968, pp. 12‐29.
No tendría interés hacer más detallada esta lista, nos parece preferible sustituir la mera enumeración por
una tentativa de sistematización, aunque tampoco ésta dejará de tener sus riesgos. Siguiendo a J. Corraze,
2,3 proponemos la siguiente distinción:
Fobias del espacio, que es la más frecuente sin comparación posible, ya que representaría el 60% del total
de las fobias. Se las ha asociado con el miedo a la multitud, especialmente con referencia a los espacios
abiertos (lugares públicos, calles, plazas, mercados), trastorno que tiene el nombre de agorafobia. En
cambio, la claustrofobia designa el miedo a los espacios cerrados (elevadores, túneles, grutas, habitaciones
pequeñas), caracterizado por la angustia de ser aplastado o asfixiado, y que probablemente debe
relacionarse con el miedo a la muerte.
Un segundo grupo se refiere a las fobias sociales, llamado también antropofobias, que sólo representaría
el 6% de las fobias. No habría que buscar su origen en el miedo a la multitud, como en los anteriores, sino
en la presencia y la mirada de los demás. En esta categoría pueden incluirse manifestaciones como el trac y
la timidez.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
2 Les maladies mentales, París, PUF, 1977, pp. 29‐31.
3 E. Regis, por su parte, describe tres grupos de fobias: las de objetos y actos; las de lugares y elementos,,
enfermedad y muerte; las de seres vivos (Précis depsychiatrie) París, Doin, 1923, pp. 111‐114.
El fóbico que padece este tipo de trastorno puede llegar a abandonar ciertos lugares públicos, por temor a
verse convertido en objeto de atención de los otros.
Un tercer grupo, más restringido todavía (3% del total de las fobias), incluye las fobias a los animales,
entre los que se cuentan en primer lugar las serpientes, las ratas, las arañas y otras alimañas repugnantes.4
A veces la fijación es más sorprendente porque se refiere a gatos, perros, pájaros, cuyo aspecto o contacto
no suelen despertar sensaciones desagradables.
Por último, existirían otros tipos de fobias: miedo a los fenómenos naturales, a la noche, al contacto con
ciertas texturas o con algunos alimentos. El miedo al vacío (vértigo) y a los objetos cortantes o peligrosos
(cuchillos, tijeras, armas) se basa en el temor que experimenta el sujeto de cumplir un acto perjudicial para
él mismo o para otros, impulsado por la presencia de estos objetos o situaciones: se habla entonces de
obsesiones fóbicas o fobias de impulsión.
Convendría agregar todavía a esta descripción, siguiendo a L. Michaux, 5 las "fobias difusas", cuyos "temas
son tan múltiples que el enfermo, en lugar de elegir uno o varios, llega a tener miedo a todo, sin que haya
selectividad ni fijación alguna del miedo. Tales son las pantofobias".
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
4 L. Michaux considera que en la fobia interviene un importante componente de aversión aspecto que ha sido
frecuentemente ignorado (op. at., pp. 9, 46, 58.ss.).
41
5 Op. cit., p. 45.
Otra forma por señalar, que pertenece al mismo grupo nosológico, sería ‐siempre según el mismo autor‐6
la fobofobia o fobia al miedo. Este miedo al miedo, al que pueden reducirse numerosas fobias,
representaría el punto culminante de este tipo de temor morboso. Sin embargo, en estos últimos casos la
fobia cumpliría mal su papel, 7 que consiste en ser "un absceso de fijación para el ansioso, que disminuiría
en él la disonancia
ideoafectiva", según la expresión de L. Michaux.8 Agreguemos que, para defenderse, el fóbico recurre a
protecciones simbólicas, que suelen ser verdaderas estratagemas. Así, silba o canta para conjurar su miedo
a la noche, lleva consigo diferentes fetiches, talismanes o medallas piadosas, dotadas de presuntas virtudes
soteriológicas. La extendida costumbre de "tocar madera" proviene de estas maniobras contrafóbicas y es
indicadora de una mentalidad mágica. Se trata de precauciones simbólicas, que no garantizan en absoluto
al fóbico contra un peligro real, pero que al menos lo protegen de su miedo: en este sentido, y sólo en este
sentido, resultan factores de seguridad.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
6 Op. cit., p. 31.
7 Ya lo hemos mencionado con anterioridad.
8 Ibid., p. 141.
LA ACTIVIDAD FANTASIOSA
En el caso de la fobia, el miedo experimenta un primer desplazamiento hacia la abstracción: objeto
fobógeno pasa del dominio de la realidad objetiva al de los valores simbólicos. Con las fantasías, este
proceso se acentúa aún más. No es en el mundo que lo rodea donde el sujeto sitúa el peligro, sino en el
interior de su propio psiquismo, en el cual se desarrolla toda una imaginería mental, a veces espantable,
especialmente en casos de deformación o de fijación patológicas.
Todos los individuos en estado normal conocen la actividad psíquica llamada imaginación, de la cual se
han ocupado desde siempre los filósofos v artistas. Engendradora de ensueños y fantasías diversas, esta
facultad que posee el espíritu de elaborar por sí mismo un mundo de representaciones subjetivas, se ejerce
de continuo en la vida cotidiana, que aparece colmada en forma abundante de estas producciones
imaginarias, a las que los psicoanalistas denominan fantasías. Este término se reserva más específicamente
"a las fantasías inconscientes y a las imágenes impuestas al espíritu, más apremiantes y vividas de manera
más pasiva", que las fantasías que implican "la conciencia subjetiva de carácter activamente imaginario",
tal como lo precisan P. Lab y S. Lebovici.9 Su papel es muy importante a lo largo de toda la existencia.
Siempre según estos autores, 10 "la vida mental y su patología se relacionan constantemente con fantasías
inconscientes cuya expresión consciente varía (fantasías, imágenes, ideas, alucinaciones, comportamiento)
y en cuya elaboración se pueden distinguir siempre dos polos: el instinto y la realidad".
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
42
9 Teoría psicoanalítica de la fantasía, in La théorie psychanalytique, París, PUF, 1969, p. 130.
10 Ibid., p. 142.
Por supuesto que no es posible intentar un inventario exhaustivo de todas ellas. Lo impiden su misma
diversidad y multiplicidad. Sin embargo, se ha descrito un cierto número de fantasías fundamentales, u
originarias, como las denominan J. laplanche y J. B. Pontalis, 11 valiéndose del término Urphantasien,
empleado por Freud. En lo fundamental, se encuentran en ellas fantasías muy arcaicas, ligadas a la
pregenitalidad, como la de devoración, la de incorporación (del seno, del pene por vía oral o anal), la de
fragmentación, así como otras relacionadas ahora con el acceso a la genitalidad: castración, seducción,
embarazo, escena primitiva donde se representan las relaciones sexuales entre los padres. A estas grandes
fantasías habría que agregar la de la madre fálica y la del retorno al seno materno.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
11 Vocabulaire de psychanalyse, París, PUF, 1968.
Estas producciones imaginarias, se considera, están relacionadas con un deseo inconsciente, al que le
servirían de realización simbólica. Pero basta examinarlas para advertir que en su mayoría son portadoras
de miedo, o pueden serlo en cualquier momento. El acto de fijar algunas de estas imágenes, el rumiarlas, el
disgregarlas, se traduce corrientemente en la elaboración de estructuras psíquicas patológicas, las más
comunes de las cuales son los complejos y las neurosis. Las psicosis representan los casos más graves.
Cuando los procesos mentales se desenvuelven normalmente, la actividad fantasística se halla al servicio
del psiquismo y sirve para dominar la energía pulsional. La excitación se resuelve entonces en la
representación que el sujeto se da a sí mismo: la anula "representándola". Pero en caso de alteración
patológica, el sistema se vicia: las fantasías liberan anárquicamente a la angustia, cuya resolución, al menos
parcial, se puede llevar a cabo. Entonces, en lugar de aliviar la tensión, las fantasías la mantienen y
prolongan, especialmente instaurando un proceso de obsesionalización: es la idea fija, la escena
perturbadora que se tiene siempre ante los ojos y de la que no es posible desembarazarse. Ocurre también
que las imágenes pueden ser diversificadas en apariencia, pero en el fondo relacionarse todas con un
mismo tema, polo de concentración del terror, en cuyo caso el resultado es sensiblemente idéntico.Las
fantasías, sobre todo cuando acompañan a una alteración patológica de la personalidad, son, pues,
transfiguraciones de la realidad y buen número de ellas permiten canalizar miedos intensos. Cuando se
producen perturbaciones en los procesos evolutivos, es frecuente encontrar huellas, en los adultos, de las
fantasías fundamentales de las que acabamos de hablar; pero éstas son frecuentes sobre todo en los niños.
También pueden encontrarse tales distorsiones oniroides de la realidad entre los integrantes de culturas
arcaicas. Al igual que los niños, éstos tienen tendencia a soñar despiertos. Tal sería una de las
características de su mentalidad, si nos atenemos a lo dicho por B.Disertori y M. Piazza,12 que encuentran
en el hombre primitivo esta "tendencia a transfigurar [. . .] la realidad de las cosas por medio de
proyecciones inconscientes de los contenidos psíquicos, y a superponer la causalidad subjetiva, aglutinada
en la relación de causa a efecto que liga el curso de los acontecimientos, realizando en estado de vigilia
ciertos procesos fantasísticos y creativos del sueño .. ." Pero estas producciones imaginarias, tal como le
ocurre al soñador adormecido, invaden la conciencia y la obliteran. El intelecto pierde sus puntos de
identificación habituales y su marco de referencia lógico. Es así que llega a sumergirse en visiones y a veces
hasta en alucinaciones que no puede dominar. Es un terreno altamente favorable para que prosperen y se
multipliquen la magia la superstición.
Es bien conocido el poder que éstas llegan a ejercer sobre los espíritus, sobre todo cuando se encuentran
afectados por imágenes mentales de tema terrorífico, como en el caso de las maldiciones, por ejemplo.
43
Ocurre entonces que el individuo llega a temer hasta tal punto el peligro alucinatorio, que puede hasta
morir de miedo en el sentido literal de la palabra. Tal, al menos, lo que afirma J. C. Barker en un estudio
dedicado enteramente a este fenómeno, cuando escribe13 que en "el país donde el vudú es tan poderoso
como el ¡arsénico [ ...] (si) un indígena se cree 'embrujado' O 'hechizado', puede morir de miedo, a menos
que encuentre a alguien al que le atribuya poderte vudús todavía más poderosos, y que consiga, por
contrasugestión, librar a su espíritu enfermo de la obsesión mortal".
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
12 La psychiatrie sociale, París, ESF, 1975, p. 38.
13 Op. cit., pp. 25 v 28.
De una manera general, el pensamiento animista está regido por lo que Freud llamó14 "la omnipotencia de
las ideas". Según él, 15 de ello proviene "una sobrestimación general de todos los procesos psíquicos, es
decir, una actitud con respecto al mundo que, según lo que sabemos de las relaciones entre la realidad y el
pensamiento, debe aparecemos como una sobrestimación de este último. Las cosas se borran ante sus
representaciones; todos los cambios que se le impriman a éstas deben alcanzar también a aquéllas". Por su
parte, G. Bachelard16 asevera también que "el sueño es más fuerte que la experiencia". Visto así, el
soñador cae en la trampa de su propio sueño, es el juguete de fantasías que él mismo construye. Y este
fenómeno alcanza en el delirio su más alto desarrollo. El material fantasioso llega a ser percibido como si
fuera la realidad misma: lo que el enfermo experimenta en la intimidad de su psiquismo se proyecta hacia
lo exterior y constituye la alucinación, a la que se adhiere el psicótico como si se tratara del universo real.
No es infrecuente que estas ilusiones e interpretaciones, para constituirse como tales y convertirse en la
trama del delirio, recojan una parte de su sustrato de las producciones instintivas, incluso de fragmentos
de recuerdos fuertemente impregnados de miedo.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
14 Tótem et tabou, París, Payot, 1975, p. 101.
15 Ibid, p. 100.
16 La psychanalyse du feu, París, NRF, 1949, p. 40.
Sin embargo, estos fenómenos no se observan únicamente en los casos de psicosis. Henry Ey et al.17
señalan que la afectividad básica (holotímica) puede verse perturbada, en ciertos niveles de regresión, por
sentimientos vitales y emociones de tonalidad depresiva "que se relacionan con situaciones imaginarias
(miedo a ser violado, pérdida imaginaria de un 'objeto' amado, temor al castigo, deseo angustioso de un
acto asesino, etcétera). Se trata de verdaderos afectos de pesadillas", precisan estos autores. Aunque ya se
encontraban presentes en las fobias, estos afectos se encuentran sobre todo en las neurosis de angustia,
de las que trataremos de inmediato.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
17 Op. cit., p. 105.
EL MIEDO SIN OBJETO
"En un uso correcto del lenguaje", precisa Freud, 18 el nombre de angustia "cambia cuando ha encontrado
un objeto, y se lo sustituye por el de miedo". Inversamente, el miedo "flotante", sin objeto, es el que debe
44
ser llamado angustia, como ya fue dicho.19 Ahora bien, esta angustia (o ansiedad) es ciertamente la forma
principal del miedo patológico. Al mismo Freud se le debe la descripción en 1895 de una organización
neurótica de la angustia con el nombre de neurosis de angustia, en la que algunos, como L. Michaux, 20
quieren ver "el tronco común de todas las neurosis". "Esta neurosis de angustia ‐prosigue‐21 es en verdad
el miedo en estado puro, el miedo por nada.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
18 Inhibition, symptbme et angoisse, París, PUF, 1973, p. 94.
19 Cf. cap. III.
20 Op.cti., p. 108.
21 Id., ibid.
Como si se tratara de un proceso de defensa, este miedo se da por una razón indecisa, sin poder elegir un
tema permanente: el miedo a nada se convierte en miedo a todo." Es difícil expresarlo mejor. Este carácter
crónico que adopta el miedo y que lo hace permanente, obnubila la vida psíquica del sujeto, que se ve
condenado a un sufrimiento que no lo abandona jamás.
El individuo afectado por una neurosis de angustia, como no sabe a qué temer, termina temiéndolo todo.
No es difícil apreciar cuánto puede tener de patológico, y también de insoportable, esta impresión de
amenaza constante.
En cuanto a los síntomas de la neurosis de angustia, señalemos con J. Corraze, 22 que es posible distinguir
dos grupos: en el primero, la angustia tiene una expresión crítica, a través de una experiencia
"psicosomática"; mientras que el segundo grupo incluye las manifestaciones somáticas crónicas con
sintomatología de afecciones orgánicas.23
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
22 Op. cit., p. 22‐23.
23 Observemos al pasar que esta somatización de la ansiedad suele tener un valor de objetivación del
miedo: cuando el enfermo llega a circunscribir su angustia dentro de los límites bien definidos de una
enfermedad orgánica, sabe con precisión de qué sufre y qué debe temer. La angustia difusa ha dejado
lugar al temor preciso a un trastorno y a sus posibles consecuencias.
Más adelante, expresa este autor en su descripción: "La angustia, bajo forma de crisis aguda, suele durar
algunos minutos; en casos extremos, algunas horas. El sujeto siente una impresión muy desagradable de
miedo difuso ("miedo sin objeto"), de pánico, incluso de peligro y hasta de muerte... Las perturbaciones
somáticas, de duración más prolongada, han sido calificadas con frecuencia de angustia crónica o 'de
equivalentes de la crisis de angustia' (Freud). Pueden sumarse a crisis esporádicas o ser independientes de
ellas, o también relacionarse con un sentimiento permanente de inseguridad".
Cualquiera sea la forma que revista la angustia, este "miedo sin objeto" es la vía principal que sigue i el
miedo para volverse patológico, por más que no es la única manera con que cuenta para organizarse en
forma de neurosis: veremos que existen verdaderas neurosis de miedo, descritas en forma diferente por
los autores.
LAS NEUROSIS TRAUMÁTICAS
45
En este caso, no es la falta de un factor aterrador el causante de la perturbación, sino por el contrario la
intensidad del choque emocional24 la que provoca este factor. "Al producirse un riesgo importante,
escribe también J. Corraze, 25 que pone en peligro gravemente la vida de un individuo (accidente,
desastre, episodio de guerra, etc.), ya sea que esté herido o no, se produce en él un cierto número de
trastornos psicológicos que pueden considerarse como otras tantas reacciones del individuo frente a lo
ocurrido.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
24 G. Delpierre habla de "psico‐choques" (op. cit., p. 64).
25 Op. cit., p. 62.
" Es lo que los autores estadounidenses contemporáneos denominan gross stress reaction, pero que ha
sido bautizado diversamente como psiconeurosis emocional, reacción neurótica aguda, psicosis aguda,
neurosis de angustia aguda, schreckneurose, neurosis de guerra o de combate, neurosis traumática aguda,
injury
neurosis.26
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
26 Cf. Henry Ey et al. (op. cit., p. 221).
De una manera general, se trata de un episodio breve, que responde a una situación dramática que supera
las capacidades de tolerancia del sujeto, aun cuando éste no presente previamente un umbral de
hiperemotividad o de ansiedad muy bajo, o una personalidad neuropática. En el plano clínico, es dable
observar estupor, agitación, confusión mental. Algunos sujetos parecen paralizados por el miedo,
incapaces de tener una reacción bien adaptada: por el contrario, se agitan de una manera incoercible,
gritan, huyen en todas direcciones, si es que no permanecen inertes y en ocasiones se desvanecen. La crisis
va acompañada de signos psicosomáticos importantes: dolores torácicos, espasmos diversos, disnea,
lipotimias que pueden llegar hasta el eclipse sincopal, vómitos, cólicos, vértigos. La ansiedad es constante e
intensa. La crisis de miedo agudo alcanza aquí, como se ve, un nivel catastrófico y altera literalmente al
individuo: es "una tempestad de todo el organismo", según la expresión de Henry Ey.27
Como estos accidentes reacciónales son bastante raros, no insistiremos en ellos. No obstante, nos parece
necesario mencionar, aunque sea brevemente, el problema de las neurosis experimentales, 28 cercanas a
las neurosis traumáticas: en ambos casos, es el miedo o un choque emocional los que provocan el
comportamiento patológico; accidentales en el primer caso, en el segundo forman parte de una
manipulación de laboratorio. Esto equivale a decir que el objetivo declarado de la experimentación es
provocar voluntariamente determinados trastornos, con el fin de estudiar sus efectos. Parece en verdad un
proyecto más que discutible. También conviene precisar desde ya, con J. Cain, 29 que debe entenderse
"con el nombre de neurosis experimental, todos los cambios de comportamiento, parciales o globales,
agudos o más o menos crónicos, que sobrevienen en el animal30 situado frente a un experimentador que
lo fobserva".
Para hacer pasar a un animal del estado normal al estado patológico, el procedimiento más corriente
consiste en utilizar el miedo con el fin de crear una situación traumatizante que provoque la aparición de la
neurosis.
46
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
27 Op. cit., p. 222.
28 Término forjado por Pavlov alrededor de 1923.
29 Le probléme des névroses experimentales, París, Desclée de Brouwer, 1959, p. 15.
30 Subrayado por nosotros: en principio, el hombre parece estar a cubierto de este tipo de experiencias.
Según el autor antes citado, 31 las características de esta situación son tres; el elemento sorpresa, el
elemento sin salida (ninguna escapatoria posible) y el elemento duración (necesario para la elaboración del
conflicto).
De este modo, se hace posible reconstituir modelos patogénicos que permiten poner en evidencia las
perturbaciones que intervienen en la determinación de las neurosis humanas llamadas reaccionales32
(choque emocional, surmenage, stress).
Las neurosis experimentales, pues, tienen el mérito de suministrar un esquema explicativo de los
desórdenes del comportamiento, consecuencia de estados de sobretensión, experimentados
eventualmente por el psiquismo. Se pone el acento especialmente en las características del contorno
fobógeno o ansiógeno, y en los recursos que el sujeto puede movilizar para reducir la tensión. Esta tiene
orígenes diversos: puede ser producida por un agente psíquico provocador de la herida o del choque, pero
también por una presión social relacionada con una crisis que afecta al grupo entero y repercute en cada
individuo (densidad de población, terrores colectivos).
Para terminar con estos miedos patológicos, digamos que ellos no son compatibles con una buena
adaptación general del sujeto a su medio y a las situaciones que debe enfrentar.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
31 Op. cit., pp. 74‐75.
32 Para distinguirlas de las neurosis históricas o freudianas, relacionadas con trastornos precoces de !a vida social del
niño y de sus lazos afectivos.
Mientras que el miedo, en sus estados "normales" (reacciones de alerta, actitud de defensa del organismo,
huida) permite la salvaguardia del individuo, en sus formas patológicas provoca un estado de desajuste
general, que deja desamparado al individuo que lo experimenta. Dicho estado puede consistir en una
descoordinación motriz general, en una agitación desordenada o, a la inversa, en una inhibición que a
veces llega hasta el desvanecimiento.
El miedo patológico engendra, pues, una incapacidad más o menos completa de actuar apropiadamente,
que encontraremos acentuada en las situaciones de miedo extremo, tema del próximo capítulo.
47
VI. LOS MIEDOS HIPERBÓLICOS
UNA vez que el miedo ingresa en el dominio de lo patológico, se acentúa mucho más. Las psiconeurosis
emocionales, cuyo prototipo es la neurosis traumática de guerra, nos proporcionan al modelo de los
paroxismos psicofisiológicos a que suele llegar. Pero también existen terrores extremos fuera del dominio
de la psiquiatría; y según que sean la exageración de estados que existen naturalmente o que resulten de
una manipulación artificial, parece posible dividir en dos categorías a estos miedos que denominamos
hiperbólicos.
PÁNICO Y ESPANTO 1
El pánico y el espanto designan corrientemente miedos intensos. Son términos aproximadamente
sinónimos, que suelen utilizarse de modo indistinto en el lenguaje común.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
1 Sería fuera de lugar tratar aquí el problema del terror como género novelístico o cinematográfico. Pero al menos
señalemos de paso el éxito innegable que alcanzan las obras que abordan esos temas. Y nada sorprendente es que
haya en el público una cierta inclinación latente por los relatos de este género. Incluso estamos convencidos de que
así es: lo que contiene rasgos espantables, posee un extraño poder de fascinación y responde probablemente a una
verdadera expectativa interior. Pero tales consideraciones exceden los límites de este pequeño libro.
Y lo cierto es que designan estados relativamente próximos, por no decir idénticos. Apenas si en todo caso
se puede discernir en el pánico un componente motor, que el espanto no incluye necesariamente. Este
suele reducirse más bien a un estado de estupor, acompañado de fenómenos de parálisis y anestesia. El
sujeto queda prácticamente incapacitado de hacer ningún movimiento mientras dura este estado; y
cuando sale de él, su conciencia se asemeja a la del que acaba de vivir una pesadilla que lo despertó
sobresaltado, y quedará confuso y anonadado, se moverá con pesadez, oprimido por una gran angustia.
Los individuos presas de pánico, en cambio, tienen tendencia a una gesticulación desordenada y se ven
impelidos a huir sin ningún discernimiento. Lo único que parece tener importancia para ellos, dado que se
48
les ha reducido su campo de conciencia y tienen obnubiladas sus facultades críticas, esa alejarse
rápidamente. Los resultados son previsibles: aplastamientos, pisoteos, asfixias de los más pequeños y
débiles en el desorden y la precipitación.
Un caso típico de pánico ocurre cuando se declara un incendio en un lugar público cerrado (sala de baile o
de espectáculos, por ejemplo). Y Castellan2 distingue certeramente aquí un importante factor de
desagregación colectiva, aunque cada participante conserva su modo personal de reacción en función de
su personalidad.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
2 Initiation a la psychologie social, París, A. Colin, 1977, p. 244.
El primer estudio que se ha hecho con carácter científico de este tipo de fenómenos, es probablemente el
de H. Cantril,3 realizado a partir de una enorme (y siniestra) conmoción que provocó involuntariamente
Orson Welles en 1938 entre sus auditores cuando era locutor radial: lanzó al aire la adaptación radiofónica
de un episodio de la novela de H. G. Wells, La guerra de los mundos, que trata de la invasión a la Tierra por
platillos voladores provenientes de Marte, para lo cual utilizó sonidos especiales con el fin de darle más
realidad a sus anuncios. El pánico colectivo que se desencadeno entonces afectó a cerca de un millón de
personas, de entre alrededor de seis millones que estaban escuchando el episodio, quienes creyeron que
se trataba de un informativo real: las consecuencias fueron huidas desatinadas, manifestaciones emotivas
diversas y hasta suicidios.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
3 The invasión from Mars, Princeton University Press, 1940
El mérito de Cantril fue no haber perdido la oportunidad de hacer en vivo el análisis de estas
manifestaciones que las circunstancias le ofrecían, y que jamás hubiera podido producir en forma
experimental, aunque se lo hubiera propuesto. Las conclusiones que este autor extrajo de su estudio
versan fundamentalmente sobre dos puntos: en primer lugar, un pánico tiene grandes probabilidades de
producirse si existe una coyuntura socio‐económica sensibilizadora, como la amenaza de un conflicto o de
una guerra, de una catástrofe inminente o también un momento de crisis, de inflación o de recesión. En
segundo lugar, el pánico afecta principalmente a las personalidades frágiles, que presentan un grado
elevado de emotividad o de ansiedad.
Después de este estudio que se hizo clásico, diferentes autores han abordado el mismo tema. Citemos
brevemente a A. Mintz (1951), T. H. Swanson, G. Newcomb y Hartley (1952), y sobre todo a M. Wolfenstein
(1957).
El pánico y el espanto son, pues, dos formas de la exacerbación del miedo. Es posible considerar que, a
pesar del paroxismo emocional que los caracteriza, ambos siguen insertos en un orden natural de las cosas,
del cual el miedo ordinario4 sigue siendo la expresión más normal. Sin embargo, observemos que algunos,
como B. Disertori y M. Piazza, 5 no dudan en ver en ellos "respuestas psicobiológicas con finalidad". Lo que
no les impide a estos autores subrayar, a costa de una confusión en los términos, que "el pánico es un
miedo sin freno, un incoercible espanto que erra en su finalidad por exceso". Esta finalidad era, como ya lo
señalamos, y cuando menos para el miedo, la de favorecer la protección del individuo mediante el estado
de alerta de sus medios de defensa o de huida. Es evidente que, desde este punto de vista finalista, el
espanto‐estupor y el
49
pánico‐precipitación incoercible (que a veces lleva a arrojarse al individuo hacia el núcleo mismo del
peligro) dejan mucho que desear. Pero los miedos hiperbólicos son a veces producto de dispositivos
artificiales.
Tal es especialmente el caso del terrorismo.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
4 En cuanto a su intensidad.
5 Op. cit., p. 31.
EL TERRORISMO 6
El terrorismo es la sistematización del extremismo en el miedo. Con él se implanta una verdadera
tecnología del terror, cuya finalidad es ejercer una presión sobre los espíritus. En lugar de relacionarse con
un accidente o una catástrofe natural, el miedo se integra en un programa del que se convierte en motor
principal.
Desde el punto de vista histórico, la Revolución Francesa fue la iniciadora: el 5 de septiembre de 1793, la
Asamblea aceptó implantar el terror por iniciativa de Billaud‐Varennes, Chaumette y Hebert. La República
estaba en ese momento amenazada desde todos los ángulos, tanto desde el exterior como en lo interno. El
peligro se sentía como algo extremo; la reacción lo fue igualmente. El primer terror, que culmina con las
matanzas de septiembre, puede considerarse como la expresión fundamental de las emociones populares.
Pero pronto dejó paso al Gran Terror, consagrado por la ley del 22 de pradial del año II (10 de junio de
1794). Actuando en nombre del gobierno revolucionario, los jacobinos lo organizaron y legalizaron.
Robespierre y Saint‐Juste no tardaron en convertirlo en un instrumento implacable, que dejará tras de sí de
35 000 a 40 000 muertos.7
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
6 Existe un terror‐pánico que para nosotros no se distingue del pánico mismo, y que por lo tanto no será abordado
aquí.
7 Estimación de Donald Greer, informada por A. Soboul, Histoire de la Révolution Francaise, París, Gallimard, 1962,
t. 2, p. 97
Pero la ley sobre los sospechosos, las jurisdicciones de excepción y el tribunal revolucionario, no fueron en
el fundo sino la reiniciación de un procedimiento del mismo tipo, ya elaborado en el siglo XIII por los
inquisidores. Las nociones de espía y de traidor sustituyeron a las de herético y brujo. Pero en lo
fundamental la "máquina de terror", como la denomina L. Dispot,8 estaba ya perfeccionada en la época de
Gregorio IX. Tanto en un caso como en otro, la idea rectora era la de coaccionar por medio del dolor y la
muerte, a los que se les confiere virtudes catárticas y ejemplarizantes. Y ello explica el éxito que tuvieron
en todos los tiempos los suplicios, las torturas y las ejecuciones.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
8 La machine a terreur, París, Grasset, 1978.
50
No obstante, debe señalarse que la Inquisición y la Revolución, principales promotoras de esta técnica de
recurrir en forma sistemática al miedo, tuvieron antecedentes en cuanto a su empleo pedagógico y
espectacular: la penalidad en las épocas más antiguas le atribuía al miedo la virtud de desalentar cualquier
vocación por el crimen. Luego, a través de costumbres y épocas siempre cambiantes, se fue levantando el
tinglado de este teatro del horror, de donde nacerá el moderno terrorismo. Pero en aquellos tiempos
antiguos sólo se buscaba aplastar o triturar a los cuerpos bajo un aparato espectacular. Se tenía entonces
la intuición de que el terror provocado por la perspectiva del sufrimiento y la muerte posee un innegable
poder de persuasión. Pero a pesar de esa convicción, la penalidad se reducía a exhibir, y lo temible se
transformaba en espectáculo: lo más que se sabía
entonces era lacerar cuerpos. Pero los inquisidores, superando en esto a los hombres de leyes, entrevieron
que lo fundamental no residía allí, y fueron a buscarlo en otra parte. Lo más importante dejo de ser
entonces lastimar las carnes, y pasó a serlo explorar el alma de arriba a abajo, asediarla sin descanso,
trastornarla por completo. Y ninguna emoción como el miedo es capaz de descender hasta los trasfondos
del ser para alcanzar allí lo que suele escapársele hasta a los verdugos.
Pero ni con los inquisidores ni con los revolucionarios, el espectáculo perdió sus derechos. El Santo Oficio
le impuso al relapso y a otros herejes, señales distintivas que deberán llevar consigo permanentemente o
por un tiempo, signos sutiles de un poder que se instalaba en la intimidad de las conciencias. Y cuando
hicieron falta efectos aún más poderosos, la Inquisición amontonó haces de leña para los autos de fe. Más
adelante, los grilletes de los condenados y la guillotina levantada en la plaza pública, que sustituyeron en
su momento a las hogueras, participaban de la misma intención histriónica y del mismo gusto por la
exhibición y el aparato escénico. Por último, el siglo XIX descubrirá maravillado la dinamita, de la que los
terroristas harán un uso inmoderado, desde los discípulos de Most hasta las Brigadas Rojas y la Banda de
Baader.
No es necesario abundar en argumentos sobre los poderes demostrativos y fobógenos de la bomba. Sin
embargo, y a pesar de la aparente paradoja, siguen siendo los medios más elementales los que obtienen
los mejores resultados. Los terroristas lo saben bien, y a pesar del advenimiento de la pirotecnia, no han
renunciado jamás a contar en la panoplia de sus instrumentos a los más primitivos, ya sean cortantes o
contundentes. Esto obedece, al parecer, a que los efectos de la química, por poderosos que sean, jamás
pueden rivalizar, desde el punto de vista del condicionamiento del terror, con la conmoción que produce la
penetración y el corte de las carnes mediante hojas de acero; máxime que estas amputaciones, degüellos,
castraciones, "derrotulaciones"9 no se imparten meramente al azar, sino que cada herida pretende ser
significativa, elocuente, cargada de sentido. Es una verdadera "escritura con sangre", según la expresión de
B. Gros, 10 que le dirige al gran público11 un mensaje lleno de amenazas. De este modo, se implanta toda
una alquimia simbólica, que actúa en profundidad sobre los espíritus: el dédalo de las heridas despierta
siempre en el ánimo representaciones mentales que producen vértigo y que no se soportan. El terror es el
estado de miedo omnipresente que estas imágenes provocan en el psiquismo.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
9 Los miembros del IRA designan de este modo a una "operación" que consiste en hacer estallar la rótula de sus
víctimas, casi siempre magistrados, con el taladro eléctrico: la intención de ablandar a la justicia parece evidente.
10 Le terrorisme, París, Hatier, 1976, p. 6.
11 Verdadero blanco de los atentados, aunque sus integrantes no sean alcanzados más que indirectamente, al
contrario de las víctimas directas, que son las que reciben las heridas.
51
En resumidas cuentas, el resultado es siempre y regularmente idéntico a sí mismo, ya sea que los cuerpos
resulten destrozados por las explosiones, perforados por las balas o lacerados a cuchilladas: los individuos
quedan aplastados por esta oleada de arcaísmo y barbarie cuyo recuerdo había sido borrado por los
progresos de la civilización. Sea cual fuere el lugar y el momento, todos temen los atentados terroristas; y
quienes los practican se dedican, por su parte, a mantener este clima permanente de inseguridad,
multiplicando los atentados. En este sentido puede afirmarse que el terrorismo es un laboratorio del miedo
y que él toma sus recursos de un fondo muy antiguo de crueldades, mil veces utilizadas pero siempre
eficaces, y que han sido erigidas en sistema.
VII. MIEDOS Y SOCIEDADES
EL CUERPO social es ante todo un lugar de intercambio, a través del cual circulan toda clase de hechos y
noticias que suelen colorearse afectivamente. Lo que escape a esta regla tendrá muy pocas posibilidades
52
de alcanzar existencia. Y esto ocurre tanto con el psiquismo colectivo como individual: lo que no llega a ser
significativo por una razón u otra, pasa inadvertido y cae rápidamente en la indiferencia y el olvido. Por el
contrario, lo que adquiere cierto relieve es advertido de inmediato y se convierte en objeto de interés.
Estos acontecimientos, reales o ficticios, que sobresalen en la existencia social, cumplen una función muy
importante por cuanto polarizan la atención, la afectividad y las facultades intelectuales de los miembros
de la comunidad: tales hechos, a veces deformados, con frecuencia exagerados, incluso inventados en su,
totalidad, pautan la vida de la colectividad y le confieren un sentido. Un grupo sólo existe a condición de
que posea vida de grupo; es decir, que los individuos que lo componen tengan experiencias colectivas, y
que todos (o en su mayoría) sean tocados por la misma emoción en el mismo momento, que compartan los
mismos sueños y las mismas pesadillas, que presten su adhesión a los mismos modelos y que emprendan
acciones en común. Si nada de esto ocurre, la colectividad se reduce a un conglomerado de
individualidades más o menos indiferentes entre sí.
Toda sociedad, pues, está naturalmente predispuesta a reaccionar en forma global ante lo que la afecta,
con tal de que posea para ella un valor mínimo, incluso aunque haya sido solamente imaginado. Estas
manifestaciones aleatorias de la existencia alcanzan en ciertos casos la fuerza de verdaderas corrientes,
que pueden permanecer en la superficie de la trama social (la moda, por ejemplo), o sumergirse a través
de ésta en profundidad (como las violencias y los entusiasmos colectivos). De aquí deriva un sentimiento
de reforzada unión entre los miembros de la colectividad, o, por el contrario, de desagregación mutua.
Los miedos colectivos, como es fácil vislumbrarlo, representan una parte importante del conjunto de estas
corrientes.1 La historia atestigua de modo concluyente que esos miedos se manifestaron prácticamente en
todas las épocas y culturas. En ocasiones diversas, y por motivos variados, las sociedades hicieron la
experiencia del terror. Para entender mejor estas emociones, que a veces trastornaron a poblaciones
enteras, nos parece conveniente ordenarlas.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
1 También las fiestas y ceremonias forman parte de ellas.
A partir de la comprobación de que la mayoría de los asuntos humanos se caracterizaron por pertenecer al
dominio de lo sagrado o de lo profano, cabe suponer que los miedos colectivos se distribuyeron de igual
manera. Si se comprueba este principio general, es probable que lo que las sociedades humanas llegaron a
temer, se haya modificado en función de sus relaciones con la noción de sacralidad. Es lo que trataremos
de mostrar en la primera parte de este capítulo. En la segunda, nos situaremos en un punto de vista más
dinámico, para considerar su modo de difusión y propagación.
ENSAYO DE TIPOLOGÍA DE LOS MIEDOS COLECTIVOS
El acceso a una concepción religiosa del mundo llevó a los hombres a ubicar a éste en dos dominios: uno
quedó circunscripto al uso común, prácticamente sin restricciones; el otro se reglamentó, se cargó de
signos, tabúes y prohibiciones, cuya y trasgresión equivalía a una amenaza para el equilibrio del mundo.
Esta distinción conduce a una división del tiempo, del espacio, de los objetos y de los hombres, algunos de
los cuales fueron consagrados ‐y por lo tanto sobrevalorados, sobrecargados de sentido‐ y otros
abandonados a su vulgaridad. Resultó de ello todo un conjunto de prescripciones que alcanzaron poderosa
53
gravitación en la existencia de los individuos. Nada tiene de sorprendente que cada uno de estos universos,
opuestos y sin embargo complementarios, haya generado una categoría específica de terrores, como
veremos a continuación.
1. Miedos sagrados. "El hombre alcanza el conocimiento de lo sagrado porque éste se le manifiesta, se le
muestra como algo completamente diferente de lo profano", escribe M. Eliade.2 Precisamente, lo sagrado
se revela en esta hierofanía, 3 en esta "manifestación de algo 'otro', de una realidad que no pertenece a
nuestro mundo", y que sin embargo proviene de él.
La singularidad de la experiencia que resulta de ello, donde entran en buena parte elementos irracionales,
posee el poder de conmocionar al ser humano en grado considerable. El sentimiento de esta diferencia que
surge de súbito ante el hombre, de esta originalidad radical, total, puede hacerlo caer prosternado:
tembloroso, gimiente experimenta el sentimiento de algo que lo supera en absoluto, tal como lo
atestiguan numerosos textos religiosos.
Enfrentado a este poder que "no se parece a nada humano o cósmico [...], el hombre experimenta el
sentimiento de su nulidad", precisa el propio Eliade.4 El encuentro con lo numinoso, como lo llama R. Otto,
5 es por consiguiente motivo de desasosiego y hasta de una experiencia terrorífica, cuyos caracteres
fueron descriptos magistralmente por este autor: la impresión de ser una criatura miserable va
acompañada del vértigo que provoca el mysterium tremendum. Este puede reducirse a su principal
elemento, el terror místico:
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
2 Le sacre et le profane, París, Gallimard, 1965, p. 15.
3 Neologismo creado por M. Eliade para designar este fenómeno (Id., ibid).
4 Op. at., p. 14.
5 Le sacre, París, Payot, 1969, p. 21.
"Es éste ‐escribe R. Otto‐,6 un pavor lleno de un horror que ninguna otra cosa creada puede inspirar, ni
siquiera lo más amenazante) Tiene algo de espectral. "De este 'terreor‐,7 que en su forma bruta apareció
en como el sentimiento de algo 'siniestro como una extraña novedad en el alma huanidad primitiva,
procede todo el de; histórico de la religión." Lo que equivale los dioses los hijos del miedo: un
descubrimiento nada insignificante. Por otra parte, estás divinidades, aparentemente fieles a su origen,
encargarán de transmitir este miedo todo a lo siglos y a través de todas las comunidades humanas.
Lo sagrado, el Ganz Andere del que Eliade, 8 aparece pues desde el principio como cargado de amenazas
que se reflejan transparentemente en la metáfora expresiva de divina". Por supuesto que ésta reposa
fundamental en lo tremendum, pero otros dos vienen a reforzar el temor místico: la majestad y la energía.
Esta tríada se halla en la base terrores que inspira lo sagrado.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
6 Ibid, p. 29.
7 Ibid, p. 30.
8 Op. cit., pp. 14‐15.
9 Op. cit., pp. 57‐58.
54
Sin embargo, como todo lo que proviene afectividad humana, el sentimiento religioso ambivalente.
También lo subraya R. Otto 9 escribe: "Lo divino es para el alma objeto de terror bajo la forma de lo
demoníaco, pero al mismo tiempo encanta y atrae." Esta fascinación "compone una extraña armonía de
contrastes con el elemento repulsivo de lo tremendus".10 Pero este aspecto ya no se relaciona tan
directamente con nuestro tema.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐
10 Id., ibid.
Es comprensible que a partir de estos sentimientos se desarrollen comportamientos particulares, en los
que se expresa el miedo de los hombres ante lo sagrado. Dejemos de lado las señales múltiples y
demasiado evidentes de respeto o sumisión a las que recurren los hombres para congraciarse con las
divinidades y evitar sus "cóleras" temibles. Parece más interesante señalar el rigor implacable con que se
castiga a quien transgrede el tabú. Impulsados por el temor a las represalias divinas que podrían abatirse
sobre la colectividad entera, los nombres castigaron al culpable con tanta mayor convicción cuanto más
temían la ira celeste. El herético, el sacrilego, el iconoclasta, debían ser destruidos para que se pudiera
borrar su gesto escandaloso.
En algunas ocasiones, la represión llegó a extenderse a todos los que se suponía eran portadores de
signos malignos, con razón o sin ella. Nada de tiene entonces la furia colectiva; ni las consideraciones de
piedad, ni la posible inocencia de las víctimas. Para complacer al dios vengador, no se duda en castigar para
no ser castigados. Fue así como los pueblos de Occidente, por ejemplo, abrumados por agresiones diversas
entre 1348 y el comienzo del siglo XVII, desarrollaron un miedo creciente a ser destruidos por Satán, como
lo muestra claramente el análisis de J. Delumeau.11 En una atmósfera de acoso, "los hombres de la Iglesia
señalaron y desenmascararon a este adversario de los hombres. Hicieron el inventario de los males que
Satán es capaz de provocar y la lista de sus agentes: los turcos, los judíos, los heréticos, las mujeres
(especialmente las brujas)". La Inquisición, erigida en "policía de la fe", según la expresión de L. Sala‐
Molins, 12 se arrojó entonces sobre estos chivos expiatorios, actos lastimosos pero inevitables: tal era el
precio para alcanzar la pacificación de la sociedad de la época.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
11 Op. cit., pp. 22‐23 y passim.
12 F. Chátelet, Histoire des ideologies, París. Hachette. 1978, pp.1134‐151.
El tribunal y las hogueras del Santo Oficio traducen de manera concluyente el acceso perdurable de furor
colectivo frente a la ofensiva, que se suponía general, del Mal que azotaba a Europa desde hacía varios
siglos. Se trataba, en rigor, como en otras ocasiones semejantes, de eximirse de toda culpa frente al Cielo.
El exorcismo necesitó recurrir a la represión sangrienta inmediata y a esgrimir espantables perspectivas
escatológicas. El miedo, entonces, se convirtió en magisterio: ya volveremos sobre este punto.
Pero las ocasiones de temblar no le faltaron nunca a los grupos humanos, incluso al margen de la religión.
2. Los miedos profanos. El psiquismo colectivo parece predispuesto a conmoverse cuando un objeto
extraño o nuevo hace irrupción en su campo de conciencia. La sensibilidad particular que presenta todo
grupo humano ante lo que se aparta de la rutina, se compone de una mezcla de interés y aprensión. Pero
ocurre que los hechos históricos vuelcan regularmente sobre la escena social toda clase de factores de
inquietud. No todos se traducen en episodios críticos para el grupo, pero es frecuente que a partir de uno u
otro de estos factores, se asista al crecimiento de un miedo y a su difusión más o menos completa y
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duradera a través de la trama social. Se llega entonces a una especie de continuidad: los miedos profanos
ocupan el lugar de los terrores místicos, en una alternancia que, no por irrigurosa, deja de pautar menos la
vida de los pueblos. Estos miedos, combinándose de diversa manera, mezclándose estrechamente en
algunos casos, dejan muy poco espacio entre ellos y terminan ocupando el transcurrir completo de la vida
colectiva.
Por razones expositivas, y aun a riesgo de incurrir en cierta esquematización, trataremos en las paginas
siguientes de extraer del conjunto de las emociones colectivas, las que no guardan ninguna relación con lo
sagrado. Su emplazamiento en el tiempo y el momento de su aparición, nos proporcionarán el criterio para
diferenciarlas.
a) Algunos miedos no pueden considerarse propios de ninguna época en particular, pues aparecen
prácticamente en todas las edades y se dirían llamados a tener larga vida. Los podríamos denominar
perpetuos, ya que están ligados de manera casi permanente a la inseguridad material, cualesquiera sean
los aspectos que ésta presente, desde las dificultades económicas hasta la oscuridad total del medio. La
forma más extrema que pueden llegar a revestir se relaciona con inquietudes escatológicas (de las que ya
hablamos), y más específicamente con las amenazas del fin del mundo, que periódicamente trastornan a
las multitudes. El arma nuclear y el peligro de una conflagración universal han reactualizado esta angustia y
le han aportado un nuevo fundamento. La bomba atómica, con su poder de destrucción generalizada, le
proporcionó al apocalipsis un rostro modernizado.
b) Otros miedos no pudieron sobrevivir a la época que los vio nacer, al menos en su forma inicial; y
quedaron marcados por su arcaísmo. Algunos, sin embargo, subsistieron a costa de sufrir diversas
transformaciones y adaptaciones: cambiaron de objeto según las necesidades de momento, pero
permanecieron idénticos a pesar de la diversidad de sus apariencias. Es así que hoy casi nadie se preocupa
ya de los brujos, los aparecidos y las ánimas, salvo raras excepciones que revelan gran credulidad y la
supervivencia de una mentalidad mágica en las personas que aceptan tales creencias. Pero la permanencia
aún hoy de estos miedos quedó asegurada merced a las leyendas y mitos populares en torno a los
extraterrestres. Los duendes y trasgos de otros tiempos hoy viajan en platillos voladores. En cambio, otros
miedos como el de los incas, que temían que el sol se ocultara para siempre detrás del horizonte, han
desaparecido de los espíritus sin dejar huella (al menos que se pueda detectar fácilmente).
c) Pero es nuestra época la que más justamente despierta interés, ya que es bien sabido que en ella no
faltan motivos de temor. Hasta se puede comprobar que a pesar del desarrollo de la ciencia y la técnica, el
miedo está muy extendido en la actualidad. Es así que nuestro tiempo, fértil en descubrimientos de toda
clase, 13 no ha logrado dominar en mayor medida que los siglos anteriores el trabajo de la imaginación,
siempre atraída por la novedad y por lo insólito. Nuestra tecnología, a la manera de una magia
contemporánea, invita al hombre moderno a soñar, pero estos sueños suelen colorearse de angustia.
Mientras el uso cotidiano no trivialice a un objeto nuevo ‐y a veces, incluso, a pesar de ello‐, lo que
prevalece en el espíritu del público, por sobre la realidad objetiva, es el valor que le incorpora la fantasía.
Tal es la aparente paradoja de la ciencia, señalada por J. Le Brun: 14 a pesar de que tendría que servir para
rechazar el miedo, es ella misma la que lo provoca.
‐‐‐‐‐‐‐
13 Sin hablar de las conmociones ideológicas y políticas, no menos fecundas en gérmenes de miedo.
14 Prefacio de La peur, París, Desclée de Brouwer, 1979, p. 6
Más exacto sería decir, quizá, que contribuye a renovarlo, pues no parece fácil la creación absoluta en este
campo. La desintegración atómica, por ejemplo, es por cierto un hecho reciente, pero el terror que origina,
como ya indicamos, es el sempiterno miedo al fin del mundo: sólo que con el arma nuclear, él se nos
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presenta ahora con los colores de la novedad. Para entender mejor qué son estos miedos de nuestra
época, será útil analizar algunos. Para ello nos basaremos en un trabajo reciente de A. Astier, 15 que
interpretaremos con libertad.
Ya hemos hablado de lo nuclear, bomba o misil, pero es necesario completar nuestras observaciones. Es
evidente que el temor a una guerra donde se recurriera a armas de este tipo, puede ser difícilmente
disipado cuando en todas las memorias siguen presentes los cien mil muertos de Hiroshima. Pero quizá no
sea éste el único temor que provoca el "átomo". Como lo muestra A. Astier, junto a los usos militares de la
radiactividad, están también los civiles: la multiplicación de centrales atómicas que operan con esta forma
de energía, requiere un refuerzo de los medios de control y seguridad. "Al miedo de muerte por la nube
radioactiva, se agrega el miedo al goulag." 16 Por consiguiente, aun haciendo abstracción del riesgo que
representa el tratamiento y almacenamiento de los desechos y productos de la fisión, expresados en
términos de costo, "existe miedo ‐escribe este autor‐17 porque se teme que la seguridad a largo plazo
pueda ser sacrificada en algo por razones de economía". Temor a la contaminación, pues, pero también
inquietud en cuanto a posibles restricciones a la libertad.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
15 "La peur et la science", en La peur, op. cit., pp. 63‐86.
16 Ibid., p. 74.
17 Id., ibid.
La contaminación química ocupa igualmente un lugar importante entre los temores modernos Esta
industria ha invadido todos los sectores de la vida cotidiana, desde el entorno profesional hasta la
alimentación y los productos de limpieza y cuidado personal. Pero ni siquiera las apariencia atrayentes con
que las engalanan las necesidades del comercio, permiten hacer olvidar la insidiosa amenaza del agente
químico. Presencia invisible pero eficiente, la molécula sustituye en el inconsciente colectivo al fluido
maléfico o a la mala suerte: como ocurre con éstas, recién se aprecia su poder nocivo después de sus
primeros efectos, es decir, cuando ya es demasiado tarde, lo que la hace tanto más temible. Únicamente,
aunque no siempre, las drogas farmacéuticas escapan a esta sospecha: pero la curación casi milagrosa de
todos los males que se espera de ellas, impone una importante actitud de alerta ante su nocividad. Como
todo lo que se relaciona con el mundo de la afectividad, nada es simple, ni en psicología colectiva ni en la
individual.
Pero si el empleo de medicamentos se ha generalizado, aplacando inquietudes, no se puede decir lo
mismo de todas las terapéuticas. Y en particular de las que se utilizan en el tratamiento de las
enfermedades mentales. Las drogas, el electro‐shock, las medidas de contención y la psicocirugia provocan
emociones tan profundas como infundadas. Pues es preciso subrayar que en este dominio, como en otros,
la información del gran público proviene en lo fundamental de las fuentes imprecisas de la prensa (diarios,
obras de vulgarización o de imaginación pura), así como del cine, que sacrifican el rigor al sensacionalismo
o la dramatización. Sin embargo, la angustia tiene en este caso fuentes más profundas, pues la locura
ocupa un lugar aparte en el vasto abanico de las enfermedades: sus características la rodean de misterio, y
por consiguiente de amenazas. Desde que se refieren al espíritu, bastión de la personalidad considerado
inviolable, los cuidados que dispensa la neuropsiquiatría llegan a despertar verdadero espanto. Sin
embargo, en la medida en que esas técnicas se confíen a manos competentes y políticamente libres, siguen
siendo lo que son: terapéuticas.
Otros dos peligros denuncia también A. Astier, pero ahora más referidos al hombre de mañana que al
contemporáneo: las manipulaciones genéticas y la informatización de la sociedad.
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Conviene subrayar, primero que nada, que los miedos provocados por los descubrimientos de la
bioquímica y de la citología, relacionados con los componentes celulares, resultan por lo menos
prematuros, ya que hace muy poco que estas ciencias se constituyeron. Igualmente es verdad, tal como lo
observa el autor mencionado, 18 que "el propio término 'manipulación' traduce ya temor, debido al
peligroso juego y a la malevolencia que sugiere.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
18 Op. cit., pp. 77‐78.
[. ..] (Las manipulaciones genéticas) generan sueños y esperanzas fabulosas, pero también miedos de una
dimensión diferente a los mencionados hasta ahora". Despiertan nuevos monstruos, que ya atormentan las
imaginaciones. Siempre el inevitable cortejo de la fantasía, la "cola del cometa", tan novedosa. . . Pues una
vez más, estas emociones presuntamente nuevas ¿no son en definitiva los mismos miedos de siempre,
adaptados al gusto de nuestra época? La magia y la alquimia ya eran expertas en transmutaciones y
metamorfosis.
El problema se plantea de modo algo diferente en lo que tiene que ver con la informática. A. Astier19
tiene razón, sin duda, cuando teme la facilidad que proporciona esta técnica para la constitución de
ficheros, al pensar en el poder político que obtendrá quien la posea. Pero también hay que preguntarse ‐y
este autor omite hacerlo‐ si nuestro miedo a la electrónica y a la cibernética no procederá de una timidez
innata frente a la máquina. De todos los objetos fobógenos, éste es seguramente el de más reciente data,
quizá el único de nuestros miedos verdaderamente "nuevo" Máxime que las computadoras y los
ordenadores vienen a competir con el hombre en un dominio que hasta ahora le había estado
estrictamente reservado: el del "pensamiento". Los "cerebros electrónicos", dotados de una memoria
formidable, producen la impresión ‐su denominación corriente lo demuestra‐ de que son inteligentes,
incluso más inteligentes que su creador. Hay, pues, motivos para inquietarse. Por eso no resulta nada
asombroso que esta mitopoiesis tenga origen en estos benjamines de la industria humana
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
19 Ibid., pp. 78‐79.
Tal lo que piensa, al menos, R. Bastide, 20 cuando afirma que estamos "en el umbral [de una] nueva
mitología", cuyas condiciones psicológicas se basan en "la angustia del hombre ante su creación, que se le
escapa de las manos y que hasta puede [...] llegar a aniquilarlo". Los relatos y filmes21 cuyo tema es la
rebelión de la máquina contra el hombre, se multiplican sin cesar, como testimonio de esta inquietud tan
reciente. Y el público asiste con sentimientos encontrados al nacimiento prodigioso del nuevo monstruo
que despierta bajo un pulimento metálico falsamente tranquilizador. El ser humano teme en el humanoide
los poderes del superhombre.
Es así que la época contemporánea, con todos sus progresos científicos y técnicos, resulta fecunda en
desasosiegos. Pero repitamos que bajo estas máscaras rejuvenecidas, son casi siempre los mismos miedos
arcaicos los que operan en la conciencia del hombre de hoy.
En cuanto a la inseguridad que la gran mayoría de las personas experimenta hoy, dolorosamente, frente al
aumento de la delincuencia, de la criminalidad, del racismo, del fanatismo y del terrorismo, 22 también
aquí se trata de la actualización de fenómenos cuya crónica se confunde con la de las sociedades mismas.
Estos miedos de hoy tienen, en suma, larga historia.
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‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
20 Le sacré sauvage, París, Payot, 1975, p. 91.
21 Desde Tiempos Modernos, de Charles Chaplin a 2001, La odisea del espacio, de Stanley Kubrick.
22 Nos falta espacio en esta pequeña obra para dedicarle a estos diversos fenómenos el desarrollo que requerirían,
lo que permitiría apreciar sus relaciones con las megalópolis modernas y los nuevos hechos políticos internacionales.
MODOS DE DIFUSIÓN DEL TERROR DE LAS MASAS
Para que puedan existir miedos colectivos, tienen que poder difundirse a través del cuerpo social Según su
naturaleza, cabe distinguir tres forma principales de este tipo de emociones colectivas: los rumores, los
"contagios" y las psicosis. A cada una de estas formas corresponde un modo de propagación sensiblemente
diferente.
1. "Quien dice rumor dice mudo", proclama J. De lumeau, 23 y no se puede considerar excesiva esta
fórmula, ya que en la mayoría de los casos los rumores transmiten algún motivo de temor y son
naturalmente alarmistas. De modo más prudente, y a la vez más suave, G. W. Allport y L. Postman24
consideran que la aparición de este fenómeno requiere dos condiciones: que los acontecimientos de
actualidad sean importantes y que sólo se obtengan de ellos informaciones escasas y ambiguas. Y sin duda
nada es más importante que lo que contiene un factor de terror. También, sin desconocer que existen
rumores no cargados de angustia, es legítimo pensar con J. Delumeau que la mayoría de ellos se relacionan
con alguna inquietud latente, aunque a veces puede estar abiertamente declarada.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
23 Op. cit., p. 147.
24 The psychology of rumor, Nueva York, Holt, 1948.
La Antigüedad conoció ya estos rumores atemorizadores que cundían por una población entera y a veces
se extendían por toda una comarca. Virgilio, 25 por ejemplo, le presta los rasgos de una divinidad temible
"a esta última hermana de Zeus y de Encelada, provisto de pies ágiles y alas rápidas. Monstruo horrible,
enorme, que tenía tantos ojos vigilantes bajo sus plumas (¡oh, prodigio!) como plumas en el cuerpo; y
tantas lenguas, tantas bocas sonoras, tantos oídos aguzados. Durante la noche, vuela a la misma distancia
del cielo y de la tierra, silbando en la sombra, y el dulce sueño no cierra ya sus ojos; durante el día, monta
guardia en lo alto de un edificio o en las elevadas torres, sembrando el terror en las grandes ciudades,
mensajera tan obstinada de la mentira y del error como de la verdad".
Más cercano a nosotros, E. Morin26 realizó un análisis psicosociológico de un rumor que circuló en
Orleáns en 1969.
En el mes de mayo de ese año se difundió el rumor de que una, después dos, y por último seis tiendas de
ropa femenina se dedicaban a la trata de blancas.
Las víctimas, drogadas mientras ocupaban los probadores, eran vendidas y enviadas a centros
prostitución.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
25 L'Enéide, IV, París, Garnier‐Flammarion, 1965, p. 95, v. 177‐222.
26 La rumeur d'Orléans, París, Le Seuil, 1969.
59
Los propietarios de esas tiendas, acusados de ejercer este tráfico, eran todos comerciantes judíos.
Este rumor, surgido de las capas más arcaicas del inconsciente colectivo, resistió toda clase de
argumentos racionales, como ocurre siempre en estos casos. Y estructurado rápidamente en forma de
mito, se vio alimentado por la confluencia de varios temores secretos: la angustia de la trata de blancas y
de la prostitución en general; la angustia de la disolución de la ciudad, a la que súbitamente se la descubre
socabando por misteriosas profundidades (subterráneos, galerías, catacumbas), donde imperan poderes
ocultos; y en fin, la angustia relacionada con un antisemitismo y un antijudaísmo latentes.
Este rumor, que combinó y despertó miedos que subyacen en todas las colectividades y que tratan de
aflorar siempre de alguna manera, constituye quizá uno de los ejemplos más demostrativos de este
fenómeno.
2. Las epidemias de miedo son sensiblemente diferentes a los rumores. Tales epidemias se propagan a la
manera de enfermedades contagiosas, que se trasmiten de un individuo a otro hasta terminar afectando a
un grupo numeroso. Es en los universos cerrados o semicerrados, como conventos o fábricas, donde se
observa con más frecuencia este género de fenómenos. Es que la proximidad psicosociológica, el compartir
un mismo clima emocional o un mismo estado de tensión, la aparición espectacular de los primeros
síntomas en un sujeto particularmente frágil, constituyen las condiciones propicias para que surja este tipo
de epidemias de miedo.
Los demás integrantes del mismo grupo, estimulados por un factor de facilidad, que se manifiesta; como
un impulso de imitación, no tardan en sentirse contaminados unos tras otros. Esto resulta paticularmente
notorio en ciertos casos donde la histeria desempeña un papel fundamental. Tales fueron los contagios de
posesión demoníaca que hicieron estragos en varias congregaciones religiosas de siglos pasados. Pero
aunque las condiciones de la vida conventual son particularmente favorables para este tipo de epidemias,
también pueden producirse en agrupamientos laicos. Aludiendo a este fenómeno a través de ejemplos
tomados de un autor anterior a él en más de un siglo, W. Sargant27 escribió: "Hecker relata lo que ocurrió
en 1787 en una hilandería de Lancashire. Una obrera le metió un ratón por el escote a una de sus
camaradas, que le tenía un miedo terrible a estos animales, y que experimentó entonces una crisis,
acompañada de violentas convulsiones, que le duró veinticuatro horas. Al día siguiente, otras tres mujeres
fueron presas de crisis semejantes, y transcurrido el cuarto día cuando veinticuatro personas más se
encontraban en igual estado. Un obrero, agotado de contener a estas mujeres, fue afectado también por
esta enfermedad; y lo mismo les ocurrió a dos niños de unos diez años.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
27 Physiologie de la conversión religieuse et politique, París, PUF, 1967, p. 115.
Más tarde, el mal se propagó a las fábricas de la vecindad. En todos estos casos, el miedo era provocado
por una teoría según la cual se trataba de un envenenamiento producido por el algodón".
El mismo fenómeno describieron más tarde A. C. Kerckhoff y K. W. Back,28 ahora a propósito de un
episodio histérico que afectó a más de 50 obreras (sobre 200 empleadas) de una pequeña fábrica de
textiles, quienes se quejaban de que habían sido picadas por una mosca misteriosa y manifestaban
trastornos consistentes en náuseas y mareos. No fue posible encontrar ningún factor objetivo causante del
fenómeno, aparte de un aumento de la tensión nerviosa debido a un periodo de intensa producción.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
28 The June bug : a study of hysterical contagión, Nueva York. ACC, 1968.
60
En uno y otros casos, el contagio se extendió valiéndose de la trama de amistad y simpatía que favorece la
comunicación del miedo.
3. Un paso más y se entra en el campo de las psicosis colectivas. Así como la patología mental afecta a los
individuos, tampoco excluye a los grupos. Estos delirios colectivos suelen tener como tema el amor, la
justicia, la religión o la política; pero es frecuente también que se centren en un estado pasional de miedo.
De esta forma el miedo parece desempeñar un papel fundamental en la constitución de este tipo de
fenómenos, a estar a lo que manifiesta G. Heuyer. "Desde 1949 ‐escribe‐29 hemos venido insistiendo en el
papel del miedo,30 que nos parece la emoción más constante en el surgimiento de las psicosis colectivas:
miedo al demonio en los delirios de brujería; miedo al espíritu del mal y a la enfermedad en los delirios
espiritistas y de las sectas de curanderos; miedo a la invasión de la Tierra en el mito colectivo de los platos
voladores; miedo a la enfermedad mental y a sus consecuencias en las campañas contra las internaciones
arbitrarias." Del miedo provendrían también los pánicos de los ejércitos, los éxodos de poblaciones enteras
o las célebres matanzas de septiembre (1793).
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
29 Psychoses collectives et suicides collectifs, París, PUF, 1973, p.96.
30 Subrayado en el texto. El autor considera explícitamente esta emoción como "el elemento fundamental de la
psicosis colectiva" (Ibid., p. 71).
Al igual que en el caso recién examinado de las epidemias ‐circunscritas a algunas decenas de personas en
comparación con la psicosis, que afecta a grupos más extendidos‐, las condiciones de aparición de estos
fenómenos se basan en factores emocionales comunes a todos los integrantes del cuerpo social de que se
trata. La situación que sirve de contexto suele relacionarse con coyunturas que despiertan la preocupación
colectiva. Pero las posibles amenazas son deformadas y exageradas, se las lleva a la dimensión de peligros
reales, y le proporcionan al delirio su materia y su elemento dinámico. Pensamos que no sería exagerado
hablar de predisposiciones psíquicas larvarias en el inconsciente de toda colectividad, que prepararían a los
individuos para sumarse a las ideas delirantes que se ponen a circular con tal o cual motivo. Además, otro
factor viene a facilitar las cosas: en la patología colectiva, al contrario de lo que suele ocurrir en patología
individual, la idea directriz o "prevaleciente", como la llama G. Heuyer, 31 "no es a priori delirante". Según
este autor, hasta puede "parecer lógica y aceptable". Una psicosis colectiva se explicaría así por la
convergencia de un hecho real ‐o solamente posible‐, deformado o exagerado en cuanto a sus
consecuencias posibles, y la "expectativa" que caracteriza a la psicología de todo grupo. A ello habría que
agregar la imitación y la sugestionabilidad. Los poderosos medios de comunicación de masas y de difusión
de la información moderna, desempeñan sin duda un papel determinante en la circulación de noticias mal
controladas. Entonces, a favor de determinadas circunstancias, éstas pueden llegar a degenerar en psicosis
colectivas de miedo, si es que los medios de difusión no las fabrican en su totalidad.32
‐‐‐‐‐‐‐‐‐
31 Op. cit., p. 92.
32 La falta de espacio nos impide encarar este aspecto del problema, que sin embargo requeriría un extenso
desarrollo.
Para finalizar con estas consideraciones, digamos que a través de todos estos rumores, epidemias y
psicosis, parece cumplirse un trabajo subterráneo en el que participaría en su totalidad el inconsciente
colectivo. Una vez más podemos comprobar cómo en las facultades de representación afloran los
arcaísmos: se trata de un material mental muy antiguo, a la vez que de maneras no menos viejas de
aprehenderlo y de reaccionar frente a él. Estas emociones arquetípicas, pues, parecerían estar presentes
61
en todas las épocas de la humanidad. Parece indiscutible que, sin tomar en cuenta variaciones de
contenido más bien insignificante, los terrores que llegan a afectar a poblaciones enteras constituyen una
constante, hasta el punto de que es legítimo preguntarse en qué medida el cuerpo social no extrae de
ellos, elementos de cohesión y de unión sin los cuales no existiría la vida grupal. Esta pregunta nos parece
de suficiente entidad como para dedicarle el próximo capítulo.
62
VIII. FUNCIÓN SOCIAL DEL MIEDO
LA HISTORIA abunda en ejemplos del cambio permanentes de los motivos de miedo colectivo. Sin
embargo, mientras prosigue sin tregua esta renovación proteiforme ‐y a través de ella‐ el miedo se
perpetúa más allá de las circunstancias particulares de tal o cuál época. Siendo así, se podría afirmar que
esta perennidad resulta significativa y que el miedo desempeña un papel importante en la vida de toda
sociedad, aunque no siempre se sea consciente de ello.1 El hecho de que estos temores se reiteren con
regularidad, y hasta con lo que se podría denominar una especie de insistencia, nos hace pensar en dos
hipótesis: la primera, estéril, que pretende explicarlo todo por el azar, no resiste la multiplicidad de los
casos. La segunda, en cambio, según la cual estas emociones colectivas tendrían un sentido, es decir, una
función con respecto a la existencia del grupo, nos parece mucho más interesante.
Resulta, en efecto, por demás seductor explicar el retorno esporádico de los terrores colectivos por una
especie de "necesidad" oculta que experimentarían periódicamente todas las comunidades. Como
acabamos de señalar, casi sin excepción, un miedo oculta a otro. "Pues el cuerpo social [...], según la
expresión de H. P. Jeudy, 2 está siempre a la espera de los rostros que ha de darle a sus angustias." Los
temores que suelen apoderarse del espíritu de los grupos humanos prácticamente sin discontinuidades, se
explicarían de este modo: serían el contenido destinado a colmar esa expectativa.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
1 Esto quizá justifique en buena parte que las transformaciones de los objetos en las distintas épocas sean más
aparentes que reales y admitan con frecuencia un origen común.
2 Lapeur et les media, París, PUF, 1979, p. 30.
Y puesto que hay angustia en esta especie de predisposición, no debe llamarnos la atención que la vida
social aparezca constelada de miedos. Incluso parecería que la colectividad desmesurara sus producciones
imaginarias como para participar activamente en su propia alteración: en todas las épocas, en efecto, los
motivos de miedo nacidos del inconsciente colectivo vierten sobre el escenario social representaciones
mentales que se suceden con el movimiento regular de las olas cuando rompen sobre una orilla.
De esta manera los seres más asombrosos han llegado a ver la luz. Ni su monstruosidad, ni su
improbabilidad bastan para desprestigiarlos. Por el contrario, parecería que se tiene sed de lo imposible y
de lo deforme: se le teme demasiado como para que, no exista en algún lado. El temor, muy poco
cuidadoso en materia de garantías racionales y de fundamentos sólidos, le otorga un respaldo inextinguible
a todas las fantasías de una imaginación siempre dispuesta a convulsionarse. No bien una época se ve
perturbada por una guerra, una epidemia, una crisis económica, y el miedo se asocia con la miseria o la
inseguridad, surgen por todas partes los monstruos más temidos. En todos estos periodos de trastornos, en
que la sensibilidad y la credulidad se ven exacerbadas, las dificultades de la vida se conjugan con la
necesidad de lo maravilloso para multiplicar los factores de terror Satán sale beneficiado en estas épocas, y
63
con él todo un cortejo tenebroso de demonios, quimeras y brujos que se le subordinan, cuyas versiones
modernas todavía salen a luz.
¿Pero es legítimo hablar en alguna medida de una "necesidad del miedo"? A primera vista, semejante
"aspiración" parece contrariar todo buen sentido; pues si se puede concebir fácilmente que los integrantes
de un grupo busquen un motivo alegre para reunirse, como carnavales y festivales, o celebren en común
un acontecimiento, como en las ceremonias, en cambio parece difícil admitir que también correspondan a
un "deseo" las experiencias colectivas desagradables.
Sin embargo, si se mira más afinadamente, se podrá advertir que la paradoja es quizás más aparente que
real. En efecto, abundan en la historia las situaciones en que se comprobó este tipo de fenómeno. Por
ejemplo, fue frecuente que se le infligieran a un individuo heridas corporales, que eran recibidas
voluntariamente y que a veces llegaban hasta la amputación misma, como medio para incorporarse a
determinado grupo social. Y a la víctima ni se le pasaba por la mente dejar de hacerlo por ningún concepto.
Al contrario, aspiraba ardientemente a ello y esperaba con impaciencia recibir esos estigmas honrosos.
Quien por cobardía se hubiera rehusado a estas marcas inicia‐ticas, habría sufrido tal descrédito que
equivaldría a una verdadera muerte social, comparada con la cual la muerte biológica parecía de poca
monta. El desdichado se habría convertido en objeto de burla y desprecio, se habría visto expuesto a la
persecución de sus compañeros, le habrían sido reservadas las tareas más degradantes y hasta los niños le
habrían faltado el respeto. Así, es muy natural que se le hiciera preferible padecer en su cuerpo.
Cuando un miedo se apodera de una colectividad, polariza lo más importante de la vida social. De ahí que,
tomando en cuenta las influencias que ejerce, se puede suponer que al menos de cierta manera
desempeña un papel y, ¿por qué no?, cumple una función. Y ésta puede entenderse desde tres puntos de
vista complementarios.
Antes que nada, la aparición y desarrollo de un miedo puede resultar altamente revelador e informarle al
grupo cuáles son los contenidos latentes de sus producciones imaginarias, sus esperanzas y desesperanzas.
Si los responsables políticos son capaces de conservar en grado suficiente el espíritu crítico para no ser
ganados también por la conmoción emocional que llega a dominar a los individuos, podrán sacar provecho
de lo que este miedo revela en cuanto a las preocupaciones de sus gobernados. Hasta podrá utilizar su
captación del momento que vive el grupo para adoptar disposiciones que le permitan enfrentar los
inconvenientes reales o supuestos de la cosa temida. La serenidad y la falta de peligro no predisponen a la
movilización; y de nada sirve hablar de riesgos cuando reina una calma momentánea. En cambio, el temor
disipa la molicie, el adormecimiento, sucede el quietismo del grupo y lo lleva a la actividad y el dinamismo.
Pero el miedo puede servir también, y con más vigor todavía, para poner de manifiesto las lagunas o los
excesos del poder político o religioso. Cuando este poder es claudicante, o, al revés, opresivo, y sus
representantes oficiales no cumplen con su obligación; es decir, cuando producen una imagen debilitada
de sí mismos y de su cargo, ya vacilante, ya sofocadora, un profundo malestar se posesiona de la masa que
tiene sus ojos fijos en ellos. El vacío de poder en un caso, el extremado rigor en el otro, son evidentes
factores de inestabilidad social. Los integrantes del grupo, enfrentados a este vacío o a este desborde,
privados de sus puntos de referencia acostumbrados, quedan librados por entero a la angustia, y ésta
caracterizará a la crisis. Los individuos, al sentirse perdidos, buscarán remedios apropiados para su
perturbación; pero sucede que las soluciones que encuentran en tales circunstancias no suelen ser las
mejores. Los sustitutivos a los que se entregan, a veces con total ceguera, son también hijos del temor, y
como tales lo prolongan y multiplican. Es que todo resulta preferible al vértigo del vacío; incluso la asfixia
del abrazo constrictor. Es lo que parece querer indicar Michelet 3 cuando señala la contemporaneidad
entre las brujas y "las épocas de desesperación"; es decir, esas épocas medievales en que se deserta de las
"magistraturas naturales": dado que el señor y el sacerdote han abdicado de sus verdaderas funciones,
ellos, o más bien quienes hacen sus veces, propician la aparición de las hechiceras.
64
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
3 Op. cit., pp. 35 y passim.
Y resulta altamente significativo que mientras el señor se encierra en su torreón y rivaliza en dureza con el
alto dignatario eclesiástico, se le reconocen a la bruja poderes de compensación tranquilizadora, a pesar
del terror que despierta: la bruja cuida, consuela, asiste, se ocupa de los muertos, hasta enseña a
rebelarse. En cuanto figura mágica, la bruja es vista mucho menos como hechicera que como médica,
sibila, o más aún, como promotora de un orden en el que puede vislumbrarse la esperanza de un sistema
nuevo.
Concebido así, el miedo se aparece como un indicio serio de salud institucional, lo que no es ciertamente
desdeñable.
El segundo servicio que el miedo puede prestarle a una comunidad es hacerle tomar conciencia de sí
misma. El hecho es de verdadera importancia por cuanto una sociedad, si no hace este tipo de experiencia,
no pasará de ser una colección de individuos, una mera argamasa mal cimentada y funcionalmente
inoperante. La menor crisis producirá grietas irreparables en este edificio artificial, que tarde o temprano
provocarán su derrumbe y la desaparición del pueblo que lo originó. La historia está llena de referencias a
estos grupos que, por no haber sabido consolidar a tiempo su unidad, se vieron desintegrados, reducidos a
la esclavitud o absorbidos por otro pueblo victorioso.
Al decir esto no queremos afirmar, ni mucho menos, que sólo en el miedo y a través de éste se logrará la
protección del grupo. Queremos indicar solamente que el miedo resulta en algunos aspectos saludable. El
hecho de compartir la misma inquietud en el mismo momento, nos parece que favorece la percepción de
un estado de comunidad por parte de los individuos: la emoción compartida acentúa la presencia de los
otros, de los semejantes, que conocen y temen las mismas cosas. Esa identidad afectiva aproxima a los
individuos que por egoísmo natural tendían a aislarse en épocas normales. Ahora se descubre en el otro,
en lugar del habitual competidor, a un aliado potencial, sobre el que será posible apoyarse para sortear el
escollo riesgoso. Todo el mundo tiene miedo, y aunque algunos tienen más miedo que otros, el hecho de
tener miedo en común presenta una doble faz: por un lado, la soledad se reduce; por el otro, los lazos de
amistad y solidaridad dentro del grupo aumentan en proporción inversa.4 En el fondo se trata de una
comunión emocional.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
4 Con la condición de que el miedo no sea demasiado intenso, como en el caso del terrorismo. La inhibición
generalizada que se produce entonces, bloquea la "función asociativa" del miedo. En su lugar aparece una
desintegración social, que es lo contrario de lo que tratamos de mostrar aquí.
Por último, es una observación corriente la de que la vida de todo grupo humano está marcada cada vez
por el retorno cíclico y previsible de algunos acontecimientos, como las fiestas y las ceremonias que figuran
en el calendario oficial y que son organizadas por el grupo mismo. Pero también suelen sobrevenir hechos
perfectamente inesperados, cuyo carácter resulta traumático a causa de su misma imprevisibilidad:
guerras, tumultos, crisis económicas. Es cierto que, en ocasiones, los pródromos de estos hechos les
permiten a algunos individuos particularmente lúcidos prever el peligro que se aproxima; pero la inmensa
mayoría es incapaz de percibirlo anticipadamente, y además lo súbito del acontecimiento suele producir un
efecto de verdadero shock. Los terrores que irrumpen de pronto en la vida social pertenecen a esta
segunda categoría, y ya hemos mostrado suficientemente la conmoción que provocan.
65
Sin embargo, volviendo un poco a lo que antes decíamos, es posible considerar que las fiestas y
ceremonias, así como los horrores y catástrofes, representan momentos resonantes de la vida grupal y
resultan necesarios para ésta. Todo lo que no son ellos parece débil y descolorido. Es el reinado de lo
cotidiano, con su cortejo inevitable de monotonía y trivialidad. En estas etapas intermedias, quienes viven
sumergidos en sus pequeñas preocupaciones serían presa de un tedio destructor, si su actividad no pasase
de cuando en cuando por estos violentos contrastes. Desde este punto de vista se podría pensar que aun
los momentos graves de la historia de un pueblo, si se mantienen dentro de proporciones "razonables",5
constituyen para él una verdadera palingenesia: aportan la novedad y la ruptura de la rutina a la que todos
aspiran.
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5 Es decir, con excepción de las situaciones extremas de genocidio o de exterminación masiva.
Este deseo se explica no tan sólo por las afligentes reiteraciones de lo mismo, sino también por la trama de
obligaciones y prohibiciones que en épocas normales acosan al individuo desde todos los ángulos, y de la
cual ansia liberarse. Frente a lo irrisorio y gravoso de su existencia, el hombre busca permanentemente una
alternativa. De modo general, la encuentra en las fiestas que él mismo organiza, con sus explosiones de
júbilo y de locura: esa alegría responde a la quietud desencantada y un tanto crispada de lo cotidiano. Se
trata, en suma, de romper con un orden oprímete, de salirse de su papel social, de su personaje impuesto:
hay que regenerarse, encontrar en el fondo de su ser esas dimensiones secretas que llevamos ocultas para
olvidarlas (provisoriamente). Pero nuestras pulsiones, nuestros deseos, tienen una vitalidad que exige ser
satisfecha, al menos de modo parcial e iterativo.
Los festivales y los carnavales tuvieron en todas las épocas la misión de proporcionar distensión y cambio;
la distensión por medio del cambio. A los periodos de orden sigue en fecha prefijada una era pasajera de
desorden, a la calma sucede el tumulto, queda interrumpido el trabajo, se dejan de lado las
preocupaciones habituales. Todas las energías siguen nuevos caminos y adoptan modos de expresión
contrarios a los que se practican en la vida corriente. Es así como la gente se aborda sin conocerse, se
tocan sin demasiada inhibición, danzan en la calle, se disfrazan. A los gestos mesurados propios de la vida
cotidiana sigue una agitación desenfrenada, que llega a veces hasta al agotamiento. El exceso es tal, que al
día siguiente de estos periodos de regocijo y desborde, el retorno al orden habitual suele comenzar por el
cómputo de los muertos y heridos que a veces llegan a sumar varias decenas, como ocurre con el Carnaval
de Río o con la Fiesta de la Cerveza en Munich.
¿Pero el miedo no desempeña de alguna manera un papel equivalente al de las festividades? Con el
acrecentamiento emocional y el trastorno de las costumbres que el miedo provoca, él también rompe el
ciclo del tedio y la monotonía. Renueva los intereses e impulsa la vida afectiva más allá de lo apagado, de lo
insulso, de lo consabido. Realmente hay que reconocer que a pesar de su aspecto inquietante y de la
angustia que movilizan, los objetos del miedo significan un fuerte contraste frente al universo gris de lo
trillado. Y ese efecto de contraste que estos objetos producen, les permiten desempeñar, en cuanto a la
vida afectiva, un papel sensiblemente equivalente al de los aparatos de la fiesta. Todo es preferible al
tedio. Y aunque los hombres no tengan conciencia de ello, acogen con gratitud lo que viene a distraerlos.
Es de toda evidencia que el terror no deja indiferente a nadie: todos, individuo o pueblo entero, se ven
afectados por él. Las funciones de representación e imaginación que estos casos convocan, despiertan y
alimentan emociones que, por más que preocupen ‐y justamente por ello‐, contrastan con la opacidad de
las cosas de todos los días. Suele ocurrir, aunque no sea cierto en todos los casos, que a la llegada del
miedo, los sueños (y también las pesadillas) se echan a volar.
66
Estas consideraciones nos llevan a suponer que la vida de una sociedad se basa en la alternancia de
momentos de bajo nivel emocional y de momentos afectivamente intensos. Así como un organismo vivo se
rige por ritmos biológicos en lo que respecta a sus principales funciones (vigilia‐sueño, actividad‐reposo,
indiferencia‐búsqueda de un compañero sexual), de igual modo se diría que una colectividad tiene
necesidad de lo que se podría denominar, por analogía, "ritmos sociales". Para entender su dinámica,
convendría agregar a las razones de orden psicológico que hemos dado, móviles de índole más
específicamente sociológica: en lo fundamental, éstos se referirían a la necesidad que experimenta todo
grupo de reforzar permanentemente los elementos de cohesión supraindividuales, que aseguran el
mantenimiento de la vida grupal. Necesidad de comunicación, necesidad de comunión. ¿No se ha dicho y
repetido hasta el cansancio que el hombre es básicamente un animal social? Pero también es preciso
indagar qué es lo que aproxima y vincula a los integrantes de un grupo. Para D. Sibony, 6 este lazo es el
miedo. No "el miedo a disgustar al jefe, a perder su amor, a ser sancionado, vencido, repudiado", tal como
lo sugería el modelo solar del Padre ideal freudiano, hacia el que convergían todas las miradas extasiadas.
Se trataría de otro miedo:
El pretendido miedo al jefe es nada más que aparente, pues por lo general el jefe no produce miedo. Es
el grupo el que da miedo; le da miedo al que está ligado a él. Es el miedo‐del‐grupo, que liga al grupo y
a quienes lo constituyen; es el miedo del grupo en el sentido equívoco de que todos le tienen miedo al
grupo, pero es también el miedo que siente el grupo entero, el que constituye su textura, incluso su
texto; ese miedo que todos llevan consigo, a la vez que son llevados por él; el miedo que forma la
trama del grupo entero, que anuda a todos y los induce a anudarse a él.
Angustia de la exclusión posible y aterradora, que impulsa al individuo a buscar compañía para eludir esta
perspectiva inquietante; pero también miedo que el propio grupo despierta y excita, miedo "en torno a un
cierto vacío".7 Este vértigo del inconsciente colectivo es sin duda del orden de la angustia. La angustia
persiste únicamente mientras no recibe un contenido, mientras se relaciona con la percepción "de un
vacío". Ya vimos en el capítulo VII que la angustia es un "miedo sin objeto", y que cuando llega a adoptar
un rostro, cuando los "objetos" del miedo emergen a la conciencia colectiva y se colma el vacío que
producía vértigo el malestar se reduce. Ya se trate de miedo o de angustia, lo indudable es que aparece
una cierta comunidad sentimental.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
6 Le groupe inconscient, París, Ed. Bourgeois, 1980, p. 19.
7 Op. cit., p. 23.
Sin embargo, es preciso que este vacío no nos haga olvidar todas las corrientes y los estremecimientos
diversos que atraviesan el cuerpo social y contribuyen a su manera a desarrollar en él una solidaridad tácita
pero innegable: puede ser, por ejemplo, un sentimiento larvario de mala conciencia que el grupo extrajo de
una experiencia o de un drama en el cual participó colectivamente y del que salió dañado (guerra, pogrom,
genocidio). La psicología nos ha enseñado cuan irrisorio resulta querer hacerle trampa al propio
inconsciente: lo que tanto nos desvelamos por reprimir, sustrae nuevas fuerzas de la propia presión que
ejercemos para contenerlo. Es que lo tácito no es lo mudo. Y no existe ningún grupo, como tampoco
ningún individuo, que no experimente en alguna medida, por una razón u otra, un fuerte sentimiento de
culpabilidad, cualesquiera sean las razones que lo provocan: religiosas, políticas o de otra índole. Y todo lo
67
que ese grupo o individuo haga para rechazar o negar esa realidad, está condenado de antemano al
fracaso. Las negaciones del discurso racional a las que recurren ciertos individuos, no son más que una
prueba adicional de una complicidad de la que bien querrían desembarazarse. La única salida posible debe
buscarse colectivamente, como fue colectivo lo que provocó ese sentimiento.
Ello explica que los miembros de la sociedad elijan el camino de una absolución general, que tiene por
finalidad aliviar a todo el mundo a la vez. Esta reparación de la angustia colectiva se obtiene, por lo común,
eligiendo a un chivo expiatorio. Su expulsión, su ejecución simbólica o real, practicada en forma masiva,
permite resolver el estado de tensión. El beneficio para la comunidad se advierte claramente: unidos en el
miedo, se sigue estando unidos en la seguridad recuperada. Es lo que D. Sibony 8 denomina "la función del
elemento excluido". Y este autor recuerda después de Freud que "un grupo es formidable y está dispuesto
a amarse, siempre y cuando tenga a mano a alguien que reciba los golpes gracias a los cuales los
integrantes del grupo se aseguran que se aman entre sí. El elemento 'excluido' o aparte constituye la
válvula de seguridad del grupo, la garantía de por vida del amor que alienta en él (...)." Los grupos humanos
siempre están buscando espontáneamente lo que pueda proporcionarles la cohesión social que les es
indispensable. Y en estos casos es el miedo el que desempeña este papel un tanto inesperado.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
8 Op. cit., p. 10.
Alternando, pues, con las fiestas, los terrores que atraviesan a intervalos regulares la historia de las
colectividades parecen ligados orgánicamente a la dinámica de la vida social misma. La alegría y el temor se
alternan en el escenario social, se suceden, se convocan, representando la "respiración" del grupo. Tan
pronto como aparecen, los accidentes de la afectividad colectiva, verdaderos desgarramientos del tejido
social, son reparados sin demora y la sociedad queda así regenerada y por consiguiente a salvo. Como
todos los pares contrarios, el miedo y la fiesta se corresponden entre sí y se apoyan mutuamente, sirviendo
a la vez de fundamento a la vida social misma, que no podría existir sin esta "animación". Y por cuanto este
ritmo es vital y restaurador, todas las sociedades deben pasar por estas experiencias negativas. En efecto,
si la sociedad no pudiera canalizar periódicamente su angustia, identificándola a través de los rostros que
le presta el miedo, perdería los únicos medios de que dispone para dominarla: su ansiedad se acrecentaría
hasta anegar por completo al grupo. En ese momento se manifestaría plenamente ese sentimiento de
vacío del que antes hablábamos, el cual, si no se lo compensa de una manera u otra, termina por provocar
el derrumbe del grupo y su desaparición (por exterminación, absorbido por otro pueblo, o por
fraccionamiento).
Estos ritmos sociales parecen tan necesarios que siempre han estado presentes en la historia de los
pueblos, y no sólo se relacionan con tumultos y revoluciones. Si pensamos que el miedo y la fiesta
representan las polaridades extremas de la vida colectiva, se pueden considerar a los tumultos y a las
revoluciones como géneros intermedios, que participan de los dos extremos a la vez. Ya sean modalidades
de la antinomia o
"contrasociedades", como las denomina J. Baechler, 9 es dable observar, coincidiendo con este autor, que
hasta la violencia a la que se recurre llega a ser dominada: "Estas contrasociedades no explotan en un
movimiento devastador, breve y sin proyecciones; más bien la violencia es consecuencia del orden mismo,
que no admite disidencias y pretende suprimirlas ‐con un éxito casi constante, por otra parte". El aparente
desorden que surge con estos fenómenos no es ni más ni menos que el advenimiento de la anomia cuyo
vértigo insoportable ya hemos señalado.
68
Así es posible afirmar que existe un profundo parentesco entre todos estos acontecimientos que pautan
la vida social. Existe la fiesta en la revolución, como bien lo ha mostrado M. Ozouf, 10 quien alude a su
"consustancialidad": "La fiesta y la revolución sólo pueden vivir de una respiración común". En cuanto al
tumulto, que en la pluma del mismo autor11 aparece ligado a la fiesta con la denominación de
"federaciones salvajes", constituye la emergencia del miedo en los hechos: el tropel campesino que surge
sin aviso previo muestra una alegría terrorificada, mezcla de miedo y poderío. Es el miedo el que mueve a
los campesinos a dejar sus casas, el que los arma con fusiles y palos, el que los arroja al camino [...]. La
mezcla de miedo y alegría‐y el de la violencia y la efusión que los traduce en hechos‐ es muy visible en la
representación espontánea de estas fiestas.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
9 Les phénomenes révolutionnaires, París, PUF, 1970, pp. 81‐82.
10 La fete révolutionnaire, 1789‐1799, París, Gallimard, p. 29.
11 Ibid., p. 49.
Y si todavía pudiera sorprendernos la presencia del miedo, insidiosa pero real en el centro mismo de la
fiesta, según antes indicamos, no es en cambio nada asombroso comprobar que es también el miedo el
que se encuentra en el origen de los movimientos populares, el que preside la rebelión, el que participa en
el aflojamiento de las tensiones políticas, el que se convierte en motor de la reivindicación social y de la
lucha.
69
CONCLUSIÓN
El miedo llega a ser útil en ciertas circunstancias para la protección del individuo, aunque siempre
representa una prueba desagradable para quien lo experimenta.1 Las tentativas para conjurar y combatir
el miedo son tan numerosas y diversas como las ocasiones que lo generan. Concluiremos este breve
estudio pasando rápida revista a los procedimientos a los que recurren los hombres para preservarse del
miedo. Parece posible distinguir cuando menos cinco maneras de responder a su exigencia, pues hay que
llamarla así, dado su carácter perentorio.
La primera de estas terapéuticas, la más elemental y una de las empleadas con mayor frecuencia, consiste
en la negación pura y simple de la realidad, de la situación peligrosa o considerada tal: no se la reconoce,
no se le quiere reconocer, o se hace como si no existiese. Frágil protección, naturalmente, que no resiste el
peso de los hechos.
La adaptación resulta mejor, sin duda, cuando se elabora un ritual de conjuración, que tiene más
probabilidades de desempeñar el papel protector que se le pide. El hombre recurre entonces a fetiches o a
maniobras de carácter mágico, cuya finalidad es, si no borrar el maleficio, al menos contrarrestarlo.2 En
resumidas cuentas, el hombre inventa historias que terminan por disipar sus inquietudes. Se tranquiliza
rodeándose de todo un bosque de ilusiones: las fábulas, cuentos y relatos originados en esta actitud han
sido múltiples y diversos. Es lo que parece querer subrayar R. Bastide3 cuando escribe que "el mito tiene
por finalidad [...] proporcionar seguridad".
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
1 Aun cuando "por masoquismo, el hombre gusta de tener miedo", como lo observa G. Heuyer (op. cit., p. 41). Pero
el examen de este aspecto del problema nos llevaría lejos de los límites de esta obra.
2 Los psiquiatras reconocen en estas prácticas, procedimientos contrafóbicos.
3 Op. cit., p. 91.
Una segunda manera de luchar contra el miedo se manifiesta en una especie de huida al revés: en lugar
de alejarse de las situaciones peligrosas, el individuo las busca expresamente y les da preferencia. Es así
que algunos tratan de reducir el miedo que les inspiran la muerte, la enfermedad, el vacío, convirtiéndose
en pilotos deportivos, equilibristas, acróbatas. Su oficio les ofrece cada día una ocasión de enfrentarse a lo
que tan profundamente aborrecen. Es lo que se denomina en psicología comportamientos
sobrecompensatorios.
El heroísmo, sensiblemente diferente, es también una modalidad de victoria sobre el peligro y los
sentimientos que inspira. Y probablemente cuando la amenaza se percibe de manera consciente y se la
afronta en forma deliberada, se obtiene el más completo y noble dominio del miedo. Mientras que en
otras situaciones el peligro es negado en forma más o menos mágica, en el acto heroico el sujeto, aunque
oprimido por el temor, encuentra en sí mismo recursos suficientes para superarlo y hacer lo que debe con
plena lucidez.
Las representaciones estéticas procuran también, a su manera, transmitir tranquilidad. Al objetivar sus
terrores en sus obras, los artistas tratan de fijar el vértigo de angustia que los asalta. La iconografía tomada
de lo zoológico, del mundo de los maleficios o de lo sobrenatural, produce cuadros perturbadores,
especialmente en la época barroca. El patetismo que traducen esas obras suele relacionarse con las
inquietudes de una civilización que vislumbra su fin o que es presa de los tormentos más crasamente
humanos, como la vejez, la enfermedad, el hambre. También las fiestas y el carnaval participan, al menos
en cierta medida, de esta tentativa de gobernar el miedo. Las expresiones ruidosas de la alegría, los
70
divertimientos y otras formas de ocultación despistan a las pesadillas y apartan al miedo provisoriamente.
Salvo que justamente se aproveche la oportunidad de la fiesta para poner al miedo en escena y reducirlo a
mero espectáculo. Así es como proceden los niños, a quienes les encanta temblar de miedo cuando están
rodeados de un contorno tranquilizador. De la misma manera, no es raro ver aparecer en los cortejos
carnavalescos, junto a las máscaras divertidas, la silueta grotesca y siniestra de un esqueleto. El miedo
representado es un miedo dominado a medias.
Por último, en lugar de huir del miedo o de disfrazarlo, se lo puede utilizar. Y aunque sus aplicaciones son
diferentes, los éxitos de esta pedagogía tan especial resultan incontestables. Los profetas y los
predicadores de todas las épocas han recurrido al miedo con la eficacia que conocemos. Estos celosos
abogados de la fe, al mostrarles a sus fieles temblorosos los demonios presentes y actuantes por todas
partes, se han revelado como eficaces propagandistas mediante el terror.
Los antropólogos nos han enseñado, en el mismo orden de ideas aunque en un contexto diferente, que
las sociedades humanas recurrieron con frecuencia al temor como prueba de iniciación. Sólo el que la
afronta con éxito (así como al dolor que la acompaña) es reconocido como miembro del grupo. Entendido
en ese caso como un test probatorio, el miedo es recuperado y socializado por la colectividad. Adquiere
entonces una función, 4 y no de las menos importantes, puesto que se convierte en criterio diferenciador
entre dos mundos, el de la infancia y el de la madurez.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
4 Cf. lo que ya señalamos a este respecto al final del capítulo anterior.
El miedo puede llegar a tener empleos todavía más sorprendentes. Así, algunos psicoterapeutas
contemporáneos no dudan en someter a sus pacientes a situaciones cargadas de angustia (flooding), para
provocar en ellos una reacción saludable.
Ya en siglos recientes se recurría al temor, a la amenaza de castigo, aunque con una finalidad un tanto
diferente: se trataba especialmente de intimidar a los enfermos psiquiátricos, de calmarlos, y también,
según se creía, de cuidarlos. A partir de ese criterio, no llama la atención que los médicos de los siglo XVII a
XIX se dedicaran a horrorizar asiduamente a sus alienados. A estar a lo que señalan C. Quetel y P. Morel, 5
todavía Guislain "sugería recurrir a las emociones producidas por el aparato mágico o por la vista de
algunos objetos repelentes tales como serpientes y batracios; pero éstas eran sin embargo emociones
'débiles' si se las compara con las que provocaban el "baño de inmersión", también denominado 'baño de
sorpresa', que insumía todavía más tiempo". Y eso cuando no se postulaba la conveniencia, como lo hacía
Reil, de efectuar disparos muy cerca del enfermo o de suspenderlo en el aire.
Por extrañas que nos parezcan hoy estas tentativas, es posible reconocer en esta inclusión del miedo entre
las terapéuticas, el punto extremo de las terapéuticas del miedo.
‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐
5 Les faus et leurs médecines de la Renaissance au XX siecle, París, Hachette, 1979, p. 122.
71
BIBLIOGRAFÍA SUMARIA
Las obras en que se basó este libro fueron citadas como referencia al pie de página. Sin embargo, nos
pareció útil proponer al lector algunas indicaciones complementarias:
Aries, PH., Essais sur l'histoire de la mort en Occident du Mojen Age a nos jours, París, Seuil, 1975.
Bettelheim, B., The empty fortress, Nueva York, The Free Press, 1967.
Boutonier, J., L'angoisse, París, PUF, 1945.
Brousseau, A., Essai sur la peur aux armées, París, Alean, 1920.
Cain, J., "Un temps pour l'angoisse et un temps pour le plaisir", en Revue francaise de Psychanalyse, t. XLIII,
París, PUF, 1979, pp. 31‐44.
Carrére D'Encause H., Staline, l'ordre par la terreur, París, Flammarion, 1979.
Diel, P., La peur et l'angoisse, phénomene central de la vie et de son évolution, París, Payot, 1956 "L'origine
et les formes de la peur", en Problimes, abril‐mayo, 1961.
Febvre, L., "Pour l'histoire d'un sentiment: le besoin de sécurité", en Annals Esc, París, 1956.
Freud, S.,Malaise dans la civilisation, París, PUF, 1972 (Ia. ed. francesa, 1929).
Gicquel, R.,La violence et la peur, París, France‐Empire, 1977.
Laqueur, W., Terrorism, Londres, Weidenfeld & Nicholson, 1977 (ed. fr., 1979).
Lederer, W., The fear of women, Nueva York, Gruñe & Stratton, 1968 (ed. fr., 1970).
Leyhausen, P., "Zur naturgeschichte der angst", Politsche psychologie, 6, 94, 1967.
Merleau‐Ponty, M., Humanisme et terreur, París, NRF, 1947.
Odier, CH., L'angoisse et la pensée magique, Neuchátel, Delachaux & Niestlé, 1947. (Ed. en esp., Fondo de
Cultura Económica, 1961.)
Palou J., La peur dans l'histoire, París, Ed. Ouvriéres, 1958.
Sedat J., "La peur face á la psychanalyse", "en La Peur, París, Desclée de Brouwer, 1979, pp. 103‐116.
Wolfenstein M., Disaster: a psychological essay, Londres,
Routledge & Kegan Paul, 1957.
72
ÍNDICE
Introducción……………………………………………………………………………………..7
Primera Parte
ASPECTOS CORRIENTES DEL MIEDO
I. Breves consideraciones psicofisiológicas………………………………………………………13
Nivel psicológico……………………………………………….. ………………………………14
Aspectos fisiológicos del miedo………………………………………………………………….20
II. Los rostros del miedo…………………………………………………………………………25
Los miedos naturales……………………………………………………………………………...25
Los miedos a lo sobrenatural……………………………………………………………………...40
III. Estudio diferencial de los estados de miedo…………………………………………………...52
Angustia‐ansiedad: ¿Una distinción necesaria?.............................................................................................53
Miedo y angustia…………………………………………………………………………………..55
73
IV. El punto de vista de la etología………………………………………………………………...62
A propósito de ciertas nociones fundamentales en etología………………………………………..62
Miedo y disposiciones fílogenéticas……………………………………………………………….. 65
Sobrestimulaciones y desencadenadores supranormales……………………………………………80
ÍNDICE
Segunda Parte
MIEDOS DESMESURADOS, MIEDOS FUNCIONALES
V. Los pavores patológicos del individuo………………………………………………………..87
La organización fóbica del miedo………………………………………………………………...87
La actividad fantasiosa…………………………………………………………………………....91
El miedo sin objeto………………………………………………………………………………97
Las neurosis traumáticas………………………………………………………………………….99
VI. Los miedos hiperbólicos……………………………………………………………………..104
Pánico y espanto…………………………………………………………………………………104
El terrorismo……………………………………………………………………………………..108
VII Miedos y sociedades…………………………………………………………………………..113
Ensayo de tipología de los miedos colectivos……………………………………………………....115
Modos de difusión del terror de las masas………………………………………………………….128
VIII. Función social del miedo……………………………………………………………………...136
Conclusión…………………………………………………………………………………………..153
Bibliografía sumaria………………………………………………………………………………….159
74
Este libro se terminó de imprimir el 9 de
enero de 1984 en los talleres de EDIMEX,
S. A., Calle 3, núm. 9, Alce Blanco, Naucalpan,
Edo. de México. En la composición
se emplearon tipos Baskerville de
8:9,9:11, 10:12 y 11 puntos. El tiro fue
de 3.000 ejemplares.