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lRADlER MIRANDA
ÉPICA
COLECCiÓN EL CUENTO NUEVO
© Manuel Iradier Miranda Avilés, 2009
© Editorial Épica,2009
Portada: Mujer sentada con vestido azul, Amedeo Modigliani,
1918.
Av. Río Magdalena 101-10
Colonia San Ángel
Delegación Álvaro Obregón
México D. F.
CPOIOOO
(0155) 56162769
www.epicavirtual.com
http://editorialepica.blogspot.com/
ISBN: 978-607-00-0784-2
Impreso y hecho en México
Printed and made in Mexico
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-Mamá está aquí, mi vida, mamá está aquí -Ie dijo a la pequeña.
-¡Ah!, sí, tu dieta -rnusitó entre dientes su marido con una son-
risa burlona, se quító el sacó y se puso a mirar fútbol en la tele-
visión.
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III
-Te digo mujer que no te ves nada bien, insisto en que necesi-
tas reposar unos días tirada en la arena y disfrutando del sol, ese
pálido tuyo no se mira nada saludable, cuídate mujer, que si no te
cuidas tú, ¿quién? -añadió Teresa, la otra compañera.
-No pasa nada, fue un descuido, pero ahora mismo voy al ser-
vicio y quedará como nuevo en segundos, ha sido culpa suya por
hacerme distraer pensando en que necesito pasar días en la pla-
ya para tomar color, ¡las culpo directamente! -sentenció Laura
apuntado con el dedo índice a sus dos acompañantes, al tiempo
que esbozaba una sonrisa nerviosa en el rostro.
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Se levantó cuidadosamente para que nadie supiera la verdadera
razón por la que debía ausentarse, aunque tenía la horrible sensa-
ción de que todos lo sabían y que todas las miradas estaban sobre
ella, mesurada como siempre había sido, caminó hacia el cuarto
de baño, entró al retrete, bajó su falda, las bragas y no pudo evitar
que las lágrimas remplazaran la ira que había sentido minutos
atrás, ahora sentía dolor, mucho dolor, no comprendía por qué
le estaba pasando esto a ella, no era la primera vez, hacía ya dos
meses que una incontinencia la encontraba en el momento menos
oportuno, apenas la semana pasada un buen chorro se le escurrió
por la entrepierna, pero a diferencia de esta ocasión estaba en
casa y nadie supo nada.
¿Por qué?, por qué le estaba pasando algo tan terrible a ella,
¿por qué de repente todo se había transformado en una horrible
pesadilla que apenas comprendía? ¿Por qué?, esa era la pregunta
que se le encajaba en las sienes como los espolones se encajan en
los caballos para que vayan más a prisa, dos meses atrás le habían
diagnosticado cáncer de mama, no podía creerlo cuando se ente-
ró, estaba sola y no daba crédito a lo que escuchaba, había ido a
realizarse la mastografia como un mero método de prevención.
Cuando se lo comunicaron, se maldijo y odio a sí misma por
habérsela saltado el año anterior; había faltado a la cita médica
por un almuerzo con la familia de su difunto marido, [un almuer-
zo!, ¡un almuerzo con personas con quienes no le gustaba pasar
el tiempo!, había aceptado ir por temor a que pensaran que era
antipática o que pensasen que no sentía ningún vínculo por la que
hubiera sido la familia del hombre con quien pasó la vida más
de treinta años, esa fue la razón por la que aceptó esa mañana
almorzar con su familia política, que ya ni eso eran de ella; por
esa estúpida razón se saltó la mastografía; por quedar bien con
personas con quienes no le interesaba quedar siquiera. Después
vinieron meses llenos de compromisos, bodas, bautizos, cenas,
cocteles, exposiciones en museos, bailes y por supuesto desayu-
nos con colegas, los meses simplemente transcurrieron hasta que
cayó en cuenta de que hacía tiempo no se realizaba un chequeo de
salud correcto, entonces acudió a realizarse los exámenes comu-
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nes para mujeres, los exámenes comunes para mujeres mayores y
todo fue bien excepto uno, la mastografia.
Tenía un tumor en el seno izquierdo bastante desarrollado, era
altamente probable dada la edad y los antecedentes familiares
que fuera cáncer. Cuando se lo dijo el médico, Laura perdió la
cabeza por unos segundos, gritó al medico que era un idiota y un
incompetente, que necesitaba una segunda opinión, que aquello
no era posible. Minutos después presa de un tipo de autocompa-
sión preguntó al doctor cuál era el procedimiento a seguir. Éste
junto a una enfermera le explicó lo más dulce y calurosamente
que pudo que sería un largo proceso además de doloroso, que
debía estar preparada.
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v
-Ahí están todas las corbatas Eduardo, todas están ahí, por el
amor de Dios búscala.
Llegó a casa a tiempo justo para recibir a Ana del colegio, llamó
al restaurante de comida china y solicitó una entrega a casa con
dos órdenes de todo, una para la comida y otra para la cena. Llamó
a la niñera para confirmar la hora a la que llegaría, a las seis en
punto, con lo que tendria una hora para arreglarse y una hora para
llegar al teatro. Escribió una nota para Eduardo explicando que una
amiga de la universidad le había llamado por la tarde y que sólo se
encontraría en la ciudad por una noche pues por su trabajo viajaba
constantemente, le daba recomendaciones e instrucciones para el
cuidado de las niñas y le pedía que no llamara mientras estaba con
su amiga. En realidad no quería responder durante la función.
Beatriz no sabía exactamente el porqué de la mentira que de-
cía a Eduardo en aquella nota, era mucho más sencillo escribir:
"Necesito un poco de aire fresco, salir por la noche y platicar con
adultos que no sean madres de otros niños, necesito recordar que
hay un mundo fuera de la casa, el mundo en el que estás tú todos
los días, por eso salgo sola esta noche". No sabía la razón de por
qué escribía un pequeño cuento pero sabia que la mentira era nece-
saria, el interrogatorio a su regreso sobre su encuentro con la amiga
seria amplio. ¿Dónde fueron? ¿De qué hablaron? ¿Qué hicieron
después? ¿Por qué tardaste tanto? ¿Y ese vestido? ¿Cuánto te gas-
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taste? ¿Dónde lo compraste? ¿Por qué no hiciste de comer? Quería
leche y no encontré en el frigorífico, ¿por qué no hay? Sería un arn-
plio interrogatorio y si decía la verdad sería una eterna entrevista, a
la que se sumarían otras preguntas y otras sugerencias tales como:
¿Por qué no fuiste conmigo a la obra? No te debes sentir sola, tienes
a las niñas. Si quieres el próximo sábado saldremos a cenar todos
juntos y tú y yo podemos salir a bailar. Podríamos haber alquilado
algunas películas y verlas en casa sin molestamos en salir o podrías
haber preparado algo para cenar e invitar a tus padres. No tienes
que ir sola a ningún lado, mi vida, le diría Eduardo.
No, no y no; ella quería escuchar otras voces que no fueran las
de su familia por un par de horas, sentirse sola por un momento,
pensar un poco en ella y sobre todo sentirse un poco más ella
misma.
Cuando pensaba en todas las preguntas que le haría su marido
si le decía la verdad, recordó unas palabras que su abuela le dijo
cuando aún era pequeña. "Beatriz -le decía-, cuando una mu-
jer se transforma en eso precisamente, en una mujer, con hijos
y esposo, su vida se transforma y debe estar atenta a sus nuevas
responsabilidades. Si te dejas distraer por otras cosas u otras ocu-
paciones estás en riesgo de ser una mala mujer."
En ese entonces no entendió nada de lo que su abuela le dijo
pero ahora eran claras, tan claras como la luz del amanecer que te
recuerda que es nuevo día. Su abuela creció en otra generación y
la entendía pero al final de cuentas lo que realmente quiso decírle
es que si una mujer se ocupa un poco más por ella que por sus hi-
jos o su marido no es una buena esposa. Recordando las palabras
de su abuela se dio cuenta que las había escuchado también de su
madre y de muchas otras mujeres con otras expresiones, con otros
términos, pero siempre era la misma idea repetida mil veces.
Suena el timbre de la calle, es la niñera que llegaba veinte mi-
nutos antes, Beatriz la recibe sonriente. "Las niñas están en el
salón mirando televisión -le dice-o Yo fregaré los trastos de la co-
mida para ayudarte un poco, después me preparo para la noche."
Se retira a la cocina y enciende el televisor como de costumbre.
Están transmitiendo un documental sobre la vida de las mujeres
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en el Medio Oriente. Escucha atenta sobre los sufrimientos y pa-
decimientos que esas mujeres viven, padecimientos reales e in-
frahumanos, condenadas a cubrir su cuerpo bajo un sol abrasante
para no despertar deseos en los hombres, sumisas y sin derecho a
voz ni voto, sin poder trabajar, destinadas a prostituirse si enviu-
dasen pues su ley no les permite ejercer otro oficio, recluidas en
harenes toda su vida sin oportunidad de conocer nada más allá de
la puerta de su prisión. "Eso sí es una vida dura -recapacita-, yo
no tengo nada de qué quejarme." Sigue fregando los trastes escu-
chando el documental y pensando en las horas que le esperaban,
pensando en los días que le esperaban, se distrae y súbitamente
regresa a las horas que precedieron ese día. Pasa por todas sus ac-
ciones en la mañana y se detiene en el hombre de la tienda. Luce
hermosa, recuerda sus palabras. Se sonroja.
Recuerda la fuerza de sus manos auxiliándola para no caer, el
corazón por tercera vez en un día se acelera, comienza a cavilar
en Eduardo y un sentimiento de culpabilidad comienza a alo-
jarse en su mente; está casada, no puede pensar en otro hombre
y mucho menos sentir excitación por otro hombre que no sea
Eduardo, el corazón se acelera más rápido pero ahora por te-
mor, temor a que alguien pudiera leer su mente y reconociera la
naturaleza exacta de sus pensamientos, que descubriera que se
siente emocionada, unas gotas de sudor aparecen en su frente y
se siente tensa, los músculos se le tensan, se le contraen. "No,
no está bien", piensa y revienta en su mano el vaso de cristal
que está fregando.
Un hilillo de sangre tiñe en segundos el fregadero, escurre por
su mano, se ha dañado, se ha hecho una herida y tiene un trozo de
cristal incrustado en la piel, se lo arranca con la idea de arrancar-
se los sentimientos, las emociones y los pensamientos que vivía
hace unos minutos. La sangre comienza a correr con más fuer-
za, su sentimiento de culpa comienza a correr con la misma fuer-
za. Se enjuaga con el agua del grifo la herida, no puede enjuagar
su culpa con el agua. Coge una toalla de la cocina y aprieta la
herida para evitar que la sangre se siga escapando pero sus senti-
mientos no los puede reprimir. Grita a la niñera que le ayude. La
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niñera corre y la mira sangrando, corre por más toallas y le ayuda a
atarlas en la parte alta del brazo para detener el flujo de la sangre.
-Me corté la mano fregando los trastes con un vaso, estaba dis-
traída y se me reventó sin que me diera cuenta. La niñera estaba
aquí, así que no tenía sentido molestarte en el trabajo, no es nada
grave ya estoy aquí.
-Me alegra saber que estás bien, me diste un gran susto, in-
sisto en que debiste llamarme, grave o no, debiste llamarme, y
también debiste llamarme si pensabas salir, hoy pensaba llegar
tarde a casa, tengo mucho trabajo. ¿Qué hubiera pasado con las
niñas si yo no hubiera llegado y tú en el hospital o cenando con
tu amiga?
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-Nada, no hubiera pasado nada, nunca pasa nada Eduardo, va-
mos a dormir por favor que estoy muy cansada -dijo con acento
de enfado Beatriz.
-Es un regalo para Carolina, quería darle algo, pero hoy mis-
mo lo devuelvo a la tienda. No hay razón para conservarlo -dijo
Beatriz ocultando la verdad que de cualquier forma no le intere-
saría a su marido, al menos hasta el final de mes que se pagaran
las tarjetas y entonces diera su típica letanía de lo difícil que era
ganar el dinero.
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VI
-Diga.
-Por favor deja de decirme eso. Ya me voy que tu padre está es-
perando en el auto. El sábado a mediodía nos vemos, ¿sí? Y si es-
tás de vacaciones bien podrías acompañarnos a visitar a Carlos.
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VII
-Ay, doctor, no se burle, que usted mejor que nadie sabe cómo
me siento -contestó Laura.
-Quimioterapia, la primera.
-Eso está mejor, ahora ríase, ría como una loca, que a pesar de
lo que digan los médicos yo estoy convencida de que la risa es
mejor terapia que todo esto y a lo mucho le dolerá el estómago y
las mejillas, en vez de todo el cuerpo. Me llamo Teresa.
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-Yo soy Laura.
-Te decía, que cada vez que salgo me viene un mareo tremendo
y una sensación de vómito inmensa, a veces se queda en mera
sensación, pero otras muchas veces se me sale el estómago por la
boca, así que prefiero quedarme por aqui una hora y no meterme
en brete en el auto. ¿Y tú? ¿Es la primera vez que vienes, cierto?
¿Es tu primer encuentro con la medicación?
"Falta de sueño, mareo, vómito ..." bla, bla, bla; Laura ya estaba
acatarrada de esas palabritas, las había escuchado tanto que habían
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perdido por completo el sentido en su cabeza. La enfermera conti-
nuaba... "Después de unos meses de terminado el tratamiento..."
bla, bla, bla. Laura pensaba en otras cosas en esos momentos, las
normas y las instrucciones le pasaban de largo, hacía tiempo que
no le interesaban, en aquellos instantes lo único que le preocupaba
era el dolor. ¿Le dolería? ¿De verdad se sentiría tan mal? ¿Cabría la
posibilidad de que como muchas publicaciones y personas decían
el mal pasará y nadie lo notará? Esa, esa era su máxima esperanza,
que nadie lo notara. Los pensamientos que la habían encontrado
apenas una hora atrás sobre el dolor que podría causar en sus hijos
y sus nietos era mucho mayor que el dolor que ella misma vivía. La
enfermera continuaba rezando las instrucciones... "Vida normal
y acercarse a programas de ayuda..." bla, bla, bla; "ts ésta qué
sabe?", pensaba Laura. ¿Habrá estado enferma de lo mismo que
yo? ¿Cómo puede estar tan segura de que puedo salir adelante?
La minimización de sus sentimientos se le manifestaba por todas
partes y era patente en aquella sala. Hacía unas semanas que Lau-
ra cuando caminaba por las calles sentía que cargaba una piedra
y que nadie era capaz de resistirlo. Cada vez que escuchaba una
conversación pensaba sobre las tonterías en las que se preocupa la
gente, la cantidad de tiempo que se gasta en preocupaciones vacías
dejando que la vida misma se escape de las manos, dejando correr
tiempo en cosas que no merecen la pena. La enfermera seguía con
su discurso y Laura seguía inmersa en sus reflexiones, sorda ante
las palabras de la enfermera hasta que escuchó justo lo que nunca
habría querido oír ... "a menos que el mal reaparezca..." ¿Amenos
que el mal reaparezca?¿Qué? Interrumpió a la mujer.
-Que no, que no. Pero tengo ganas de verlos juntos, me estoy
poniendo vieja y quiero ver a mi familia. ¿Qué, está mal?
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Ambas continuaron charlando por una hora sobre un tema y
sobre otro. Sobre las primas, sobre las tías. Sobre la ropa. Sobre
la comida. Hablaron del clima, de los precios de la verdura y de
la carne. Hablaron de los muebles de casa y de cómo combatir
el moho de las paredes del baño, las hormigas en el jardín y los
vendedores de puerta en puerta. Pasaba la media noche y Laura
se despidió, todavía debía llamar a su hijo. Repitiendo el ejerci-
cio anterior tomó aliento y marcó los números del teléfono de su
hijo. Nadie respondió. Buscó en su agenda el número del móvil
y marcó de nuevo.
-El sábado, bueno está bien, ¿pasa algo, está todo bien?
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VIII
-Pues sí, has dado en el blanco, esa es la razón por la que es-
tamos aquí una vez más. ¿Sabes qué tengo en este fólder, Alicia,
acaso lo sabes? -dijo su madre tirando los documentos en la mesa
de centro del salón.
-No madre, no lo sé, no tengo idea. ¿De qué son estos pape-
les?
-Eso, eso podría ser lo más lógico para ti Alicia, pero piensa,
piensa; ¿en un sentido inexorable de justicia, es lo más equili-
brado? ¿Es lo más justo que tu hermano y tú reciban bienes en
proporciones iguales? Su situación y sus condiciones son muy
diferentes, muy diferentes y me parece una actitud muy egoísta
de tu parte el pretender que se les trate como iguales -dijo su
madre agitando las manos en el aire y elevando el tono de su voz
con cada palabra.
Alicia se sentía peor. Nunca había sido tan grosera y tan fuerte
con su madre pero la ocasión ameritaba medidas drásticas. Su
madre impávida miró fijamente aAlicia y no podía comprender
semejante reacción. Su padre la miraba fijamente y dibujaba una
sonrisa traviesa de haber escuchado a su hija enfrentarse a su ma-
dre de esa forma.
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IX
Con la luz del día pegándole directo en la cara, Beatriz fue des-
pertando lentamente poco después de las ocho de la mañana. Ha-
cía años que no se despertaba después de las ocho de la mañana,
o al menos así se sentía.
Todas las mañanas despertaba antes que el resto de su familia
para ayudarlos a comenzar el día; las camisas de su esposo, el
cuidado de las niñas, el desayuno, la limpieza, todo, tenía que
estar al pendiente de todo. Incluso en las vacaciones despertaba
antes que todos para tener listo todo para el venir del día, vestir
a las niñas y estar listos para aprovechar el día al máximo, se iba
a la cama después que todos estaban durmiendo, se entretenía un
poco más disponiendo la ropa para el día siguiente, cerrando las
ventanas, limpiando las manchas en la mesa de la cocina, vigi-
lando que las niñas estuvieran arropadas y sin frío, todos los días
sus deberes comenzaban antes que el resto y terminaban mucho
después que todo mundo descansaba.
Una vez enteramente despierta escuchó la voz de las niñas ju-
gueteando al final del pasillo. Escuchaba puertas abrirse y cerrar-
se una y otra .vezen la cocina, seguro era la niñera buscando algo
sin conocer su ubicación, "pobrecilla", pensó. No sabe dónde está
nada. El ruido de las puertas la enloquecía, no era capaz de tole-
rarlo. Eran sus puertas. Cada cosa en su lugar dispuesta por ella.
Sólo ella sabía dónde estaba cada cosa. No soportaba el sonido de
las puertas abriéndose y cerrándose.
El colegio. Reaccionó rápidamente y se puso de pie en segun-
dos. Recargó la mano herida en la orilla de la cama y el dolor se
manifestó, aún asi se puso en pie. Afuera estaba la niñera ocupán-
dose de las niñas, la bebé tomaba leche y Ana ya estaba lista para
dejar la casa y marcharse al colegio.
Cuando entró en el salón Ana gritó: "Mami", y se abalanzó so-
bre ella. La abrazó por la cintura y Beatriz le dio un beso en la
frente. "\k a desayunar que se hace tarde", le dijo. Caminó y sa-
cudió el cabello de Alejandra que estaba sentada en la periquera.
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-Buenos días -dijo la niñera.
Beatriz continuó:
-Esta noche voy a una obra teatral al centro, va sobre una mujer
que quiere vivir. Laura, ¿le gustaría ir, le gustaría acompañar-
me?
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x
Aquella misma noche tumbada en la cama le era imposible con-
ciliar el sueño de nuevo; tenía un fuerte dolor de cabeza, una
terrible punzada que le golpeaba la nuca. ¿Serían acaso las pri-
meras secuelas del tratamiento? ¿Serían sus propias obsesiones,
sus pensamientos manifestándose? De cualquier forma vinieran
de donde vinieran el dolor se transformaba en insoportable. No
había ningún sentido en continuar tumbada. El dolor no cesa-
ría. Se puso en pie, fue al cuarto de baño y se mojó la cara con
agua fría, notó que debajo de la llave del lavabo se escapaba el
agua por una fuga. Su impulso normal hubiera sido buscar la foro
ma de repararlo inmediatamente. "Hoy no, me da igual-pensó-.
Tengo mejores cosas que hacer", regresó a la cama y cogió el
libro que dejó pendiente. "No me quiero morir sin leer el final",
pensó. El asunto comenzaba a tomarse divertido, sarcástico e iró-
nico en su cabeza.
Retomó el hilo de la lectura, el chico después de haber carnina-
do miles de kilómetros, después de haber pasado hambres y haber
sufrido calor en el trópico y frío en el sur llegaba a su destino. Ex-
hausto. Sin fuerza. La carne se le había ido de los huesos, su ros-
tro estaba demacrado, débil; pero curiosamente él se encontraba
mejor que nunca, el final de su viaje había llegado. Habia alcan-
zado su meta. Caminó. Se buscó. Aprendió de él mismo. Hacía un
año que había salido de su casa dejando atrás todo; amigos, tra-
bajo, casa, ropa, todo absolutamente todo con la sola idea de en-
contrarse consigo. Muchos trabajos, mucho sufrimiento, muchas
penas con el único fin de conocerse un poco más. De encontrarse.
Finalmente sentado sobre un roca y con un viento helado que le
golpeaba la cara descubre que en el camino se encontró muchas
veces, el mismo número de veces que volvió a perderse. Y estaba
feliz. Y estaba satisfecho. [Se había perdido, se había buscado, se
encontró y se perdió de nuevo!
Laura pensaba en su propia andanza cuando cerró e/libro. En lo
largo de su vida se había visto sometida a un sinfín de pruebas, al·
gunas muy dolorosas como la muerte de su marido. Algunas muy
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dificiles como cuando no había dinero en casa. Algunas imagi-
narias como las discusiones con sus hijos adolescentes. Muchas,
muchas pruebas y todas ellas superadas, sin chistar, sin lugar a
nervios, sin lugar a titubeos. Pero en esta última que se le presen-
taba, el cáncer. Había perdido. Estaba perdiendo. Argumentos le
sobraban para pensar y estar convencida de su derrota. Ella, ella
sí que se había perdido por última vez y no tendría tiempo de
encontrarse de nuevo. El dolor de cabeza ya se había esfumado,
apagó la luz y se quedó dormida.
Con un sinfin de tareas por ser realizadas en los días siguientes,
Laura despertó más temprano de lo normal. Se duchó, tomó una
taza de café y abrió el archivo donde resguardaba los documen-
tos importantes. Cuentas bancarias, escrituras, hipotecas, etc.,
se vieron esparcidas en lo ancho de la mesa del comedor. Los
estudiaba, los organizaba, los disponía con una sencillez y una
parsimonia deliciosa. Mientras se aseguraba que nada faltara y
que todo se encontrara en orden pensaba que en realidad estaba
viviendo sus últimas horas, que estaba organizando su despedida,
su última aparición. Pensaba en qué prepararía para la cena del
sábado, en los regalos que quería entregar a sus hijos y nietos.
Pensaba incluso dónde los compraría.
Para el mediodía ya había terminado, no era un trabajo extre-
mo, finalmente siempre había sido una mujer organizada, con las
cosas bajo control. Todos los documentos se encontraban en or-
den. Laura había mantenido todo en orden desde la muerte de su
marido, sólo hacían falta algunas firmas y comunicar a bancos y
abogados sus nuevas disposiciones. La primera etapa de su plan
había concluido. La segunda comenzaba. Organizada y controla-
da como siempre, había dispuesto un plan de morir por etapas.
Tenía decidido que era mucho mejor no continuar con su vi-
da y con su enfermedad. Había decidido evitar a costa de su vida
el sufrimiento a sus hijos, así que no habría marcha atrás. ¿Pero
cómo? ¿Cómo habría de morir evitándose a si misma más dolor?
No daba con la respuesta. Simplemente no daba con la respuesta.
Después de mucho meditarlo pensó en la solución que le parecía
más sencilla en ese momento. Una sobredosis, una sobredosis de
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fármacos. Sí, aquella era la mejor solución, la mejor opción, su
respuesta.
Una sobredosis de somníferos quizás, o de tranquilizantes. Mo-
rir durmiendo es un lujo que pocas veces pueden darse los seres
humanos. Ella al parecer moriría de cualquier forma, así que ese
sería su regalo. Morir con el lujo que pocos hombres tienen, que
pocos pueden permitirse. Durmiendo.
Laura suspiró profundo, las. cosas comenzaban a tomar for-
ma, las piezas del rompecabezas se acomodaban lentamente en
su cabeza. Las cuestiones más importantes de sus últimos días
se acomodaban. Hasta la forma de terminar habla sido resuelta,
pero por el momento debía concentrarse en labores menores, en
pequeñas tareas como las compras.
Entró en la ducha y se preparó para salir de casa. Dispuso todo.
El dinero, las bolsas, hizo una lista de las cosas que necesitaba, lo
arregló todo, todo. Caminó y caminó por las calles. No le apete-
cía usar transportes, no quería hablar con nadie, no quería platicar
con nadie, deseaba que de ser posible el mundo entero hubiera
desaparecido.
Las calles con gente corriendo de un lado hacia otro le asfixia-
ban, el ruido de los autos, los silbatos de los policías, la música de
los adolescentes, los martilleos, las máquinas de lavar. las puertas
abriéndose y cerrándose y sobre todo la gente gritando; todo se
le presentaba como una escena sin sentido. había visto esa escena
miles de veces a lo largo de su vida y nunca le había prestado
atención. Todo carecía de sentido. ¿Por qué la gente se molestaba
tanto por cosas sin importancia? ¿Por qué las personas discutían
por asuntos que no tendrían ninguna importancia al final del día?
¿Por qué corrían y se agitaban para llegar a lugares en los que no
quería estar? Nada tenía un sentido. nada.
Un día normal, un día común, un día como cualquier otro y
nada encajaba. Laura miraba a la gente a su alrededor con deseos
confusos, deseaba con la misma intensidad que todos se esfu-
maran, quedarse sola y detener a cada uno de ellos en la calle y
decirles que despierten, que la vida se acaba en un segundo, que
nada de lo que hacen los llevará a ningún lugar. Estaba confun-
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dida y caminaba entre la marea de personas, se confundía entre
ellos y a veces se preguntaba si alguien podría cargar con lo que
ella estaba viviendo, o mejor dicho con lo que ella estaba murien-
do. Por supuesto que sí, se respondía.
Caminó tan lejos como le fue posible, no deseaba hacer sus
compras en los lugares de siempre, coincidiendo con las perso-
nas de siempre. "¿Cómo estás? ¿Cómo están sus hijos? ¿Y sus
nietos? ¿Cómo sigue del golpe de la rodilla? ¿No tiene frío con
este clima?" Todas las preguntas de siempre, todas las charlas
absurdas en las que solía participar cada vez que se asomaba a
la calle, en la escalera de su edifico, en las aceras, en el super-
mercado, en el autobús, en el metro, en fin, en todas partes. Por
aquella mañana no. Por esos días no quería saber de nadie. No
quería que nadie le preguntara: ¿cómo estás? Tenía la respuesta
pero no quería compartirla, tenía la respuesta a la pregunta que
no deseaba escuchar.
Era dificil evítar a las personas y sus cuestionamientos. Era impo-
sible evitar la fuerza de sus propios sentimientos y pensamientos.
Entró en el supermercado, compró con lentitud todo lo que ne-
cesitaba para la cena que preparaba. Los días le parecían cada vez
más largos, necesitaba ocupar las horas de su tiempo, el tiempo
que se le terminaba se le hacía paradójicamente más largo cada
vez. Dolorosamente cada mañana abría los ojos preguntándose
¿Por qué me desperté? ¿Para qué me desperté?
Cada mañana perdía un trozo de sentido el dejar la cama, fi-
nalmente no había ya muchas razones para hacerlo. ¿Por qué me
desperté? ¿Para qué me desperté? Estas preguntas le inundaban
la cabeza y le inundaban el corazón, la alegría se le diluía, y cada
vez era más dificil encontrar la voluntad para comenzar el día. Su
cuerpo se sentía cansado, muy cansado. Su mente se sentía ago-
biada, muy agobiada. Al pensar en la esperanza prometida de su
propia muerte, Laura encontraba esa fuerza que necesitaba para
continuar. "Falta poco, ya falta poco", se decía.
Cuando dejó el supermercado quiso caminar un poco antes de
llegar a casa a pesar de las bolsas con compras que estaba car-
gando. "Sólo una vueltecita por el parque", se dijo.A Laura le re-
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sultaba cada vez más dificil y doloroso encontrarse sola en casa.
Prolongaba en medida de lo posible llegar a casa, el vacío y el
silencio de los cuales disfrutaba tanto antes ahora le aumentaban
un poco más la sensación de abatimiento. Atravesó un parque
sólo para llegar a una vía más transitada y tomar un taxi.
A mitad del parque se resbaló con una piedra. Una mujer se le
acercó para ayudarle. Laura le conocía. Era la hija de una vieja
amiga. La conocía desde hace años. Le emocionó encontrarla, no
por ella, sino por su madre. Se le escapó de la memoria su nombre
hasta que ella se lo recordó. Se acercaron a una banca del parque.
Laura se recargo contra el respaldo y dejó que muchos recuerdos
de su juventud acudieran a su mente. Las sonrisas, las fiestas, los
paseos, su marido, otros tiempos, los otros tiempos, donde no se
sentía sola, donde el tiempo no se acababa, donde la vida conti-
nuaba todos los días, tantos, tantos recuerdos. Los saboreó por un
minuto antes de descubrir que estaba acompañada por la hija de
su amiga. Estaba cambiada, ya no era niña, era una mujer. Pensó
en sus propios hijos y su despedida de ellos.
Le preguntó cómo estaba. "Gorda", respondió ella con tono iró-
nico pero lastimoso.
Le preguntó un poco de todo, las preguntas básicas. ¿Cómo es-
tás? ¿Cómo están tus hijas? ¿Tu marido? Las preguntas que había
querido evitar las estaba cuestionando ella. La chica se limitaba a
responder bien, todo está bien. En un segundo el semblante de la
chica cambió por completo y rompió en llanto.
La chica entre lágrimas explotó. Comenzó a explicar cómo se
sentía, su soledad, compartió con Laura su pena.
"No sé qué me pasa", decía la mujer. Habló de su vida, de su
desesperación. Habló de una tristeza que le crecía por dentro y
de lo mal que le hacía sentir todo esto. Estoy loca se decía a ella
misma. Laura le consolaba diciéndole que no, que aquello era
pasajero, que no estaba loca.
La mujer hablaba de lo agradecida que debía sentirse por todo
lo que la vida le daba y que otros menos afortunados no poseían
y en cambio se sentía superada por sus circunstancias, por sus
emociones. Explicaba que no se sentía satisfecha.
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Laura se acercó a ella y comenzó a consolarla. Palabras que
para ella misma eran extrañas salieron de sus labios. La seguia
consolando, seguía apoyándola. Le habló de la alegria de vivir
con todas sus consecuencias, las buenas y las malas.
La chica se tranquilizó lentamente, despacio dejó de llorar. Lau-
ra se sentía mejor al ayudarla. Fue un sedante para ella misma.
La joven mujer se ofreció para acompañarla a casa, Laura explicó
que no era necesario. Aun así echaron a andar juntas. Al llegar a
la casa de Laura la mujer le abrazó y le agradeció su ayuda.
-Esta noche voy a una obra teatral al centro, va sobre una mujer
que quiere vivir. Laura, ¿le gustarla ir, le gustaría acompañarme?
-soltó la mujer casi desesperadamente.
-Que sí, que todo está bien, no pasa nada y lo que acabas de
describir es mi historia cada mes contigo y con tu hermano, y ya
me voy que estoy ocupada, un beso. Adiós.
-Ja, ja, ja -rio Teresa con fuerza-o A que odias que te pregun-
ten eso, es lo peor que pueden preguntarle a alguien con este mal
conviviendo y creciendo dentro de nosotras, no entiendo y nunca
entenderé por qué la gente se cree que eso nos hace sentir mejor.
Pues, ¿qué se creen? ¿Qué esperan que respondamos? Bien, bien.
Mejor que nunca. Si no es un resfriado. Si lo único que deseamos
es que todo desaparezca, imaginamos que es un mal sueño y que
pronto despertaremos.
119
-O al revés -Interrumpió Laura-. Es un mal día y pronto nos
dormiremos definitivamente.
-No te puedo negar que cada vez esto es más dificil, cada vez
más -dijo Teresa.
-Tal vez tienes razón pero por ahora sigo pensando que no me
caerán mallos nombres por si acaso.
122
Xl
-No has tenido una buena noche, tienes un aspecto fatal ---<lijo
Eduardo al no encontrar respuesta.
¡No, no y no! Esta vez había sido ella misma quién se había sa-
cado de la cabeza ese pensamiento. No se confonnaria, había ido
hasta allí por algo y no se iría hasta conseguirlo. ¡No, no y no!
Eran las dos con diez minutos. Beatriz ya había esperado por
más de media hora. ¿Y si Eduardo seguía arriba, en su oficina?
¿Y si ni siquiera estaba con ella? ¿Y si todo había sido un malen-
tendido? 1111 vez no existla ninguna traición por parte de Eduardo
y ella sólo había imaginado todo. "Por favor Beatriz, se dijo a sí
misma. "Deja de hacerte la estúpida, deja de ser tu peor rival."
No apartaba ni un segundo la vista de la puerta del edificio don-
de Eduardo trabajaba, se podría decir que no pestañeaba. Una últi-
ma idea le venía a la cabeza, una última representación hipotética
de lo que venia. En esta ocasión, una vez más, él cruzaba la puerta
acompañado de la otra. Beatriz se acercaba hasta ellos con calma.
Eduardo la miraba de frente y se sabía descubierto sin que una
sola palabra fuera pronunciada, en ese momento él comenzaba a
llorar y pedía perdón a Beatriz, se arrepentía, se disculpaba. Se po-
nía de rodillas ante ella y le rogaba que lo disculpara, le decia que
era un idiota que aquella mujer no significaba nada, le decía que
le amaba, que no se imaginaba su vida lejos de ella, le decia que
ella era todo para él. Eduardo no se cansaba de humillarse frente
a toda la gente que miraba cómo aquel hombre pedía perdón a su
mujer una y otra vez. Beatriz le ayudaba a levantarse del suelo, él
la besaba y de repente, ¡pum! Se acaba la fantasía.
Eduardo salía del edificio, en realidad. Se acababan los ensa-
yos, se terminaban las suposiciones. La realidad golpeaba el ros-
tro de Beatriz con fuerza. La verdad estaba de frente sin poder
ser evitada mediante quimeras. No importaba cuántas veces se
imaginara matándolo, cuántas se imaginara en la cocina prepa-
rando la comida resignada a su destino, no importaba cuántas
veces anhelara con que él se pusiera de rodillas rogando perdón.
La realidad siempre supera la fantasía.
129
Eduardo sale del edificio solo, con el teléfono móvil en la mano
derecha y hablando. A lo lejos saluda agitando la mano a una
mujer de cabello negro que está sentada en una mesa de la terraza
de una cafetería frente al edificio. Eduardo cuelga e! teléfono.
Beatriz observa todo desde su esquina. Es evidente que él ha en-
contrado a quien buscaba. Ahora Beatriz irá en su búsqueda.
-Mi papi, ¿dónde está mi papi? -dice la niña con voz emocionada.
-y qué, camina.
Laura miró por encima del hombro del mesero y vio al hombre
con quien había cruzado miradas a su llegada. El hombre levantó
la copa saludándola. Laura se sonrojó y bajó la mirada. Antes de
que levantara la vista él ya estaba frente a ella.
Una noche más sin conciliar el sueño totalmente, una noche sin
descansar, ya eran cinco al hilo de forma consciente, más de mil
de forma inconsciente. Las palabras de su madre su abultaban en
su cabeza, los recuerdos de su hermano casi podían acariciarse,
las memorias de su adolescencia le dolían cuando las evocaba.
Un dia más estaba comenzando, una nueva cita con la vida, con
la vida que se le había venido abajo en menos de seis días, todo se
le escapó de las manos, todo se le desvaneció, perdió el control,
la brújula se le cambiaba de dirección.
De mala gana se levantó de la cama, se puso de pie con es-
fuerzos, entró en la ducha y ni se enteró si se lavó el cabello, no
estaba segura de haberlo hecho, todos sus movimientos se habían
tornado torpes, su mente difusa, su mente confusa.
Entró en la habitación. Se sentó en la orilla de la cama todavía
envuelta en las toallas de baño y comenzó a frotarse los pies.
Miró a lo alto del guardarropa. Dudó. Miró de nuevo y volvió a
dudar. Sentía nervios, miedo. La miró y la ignoró.
El reloj sobre el buró indicaba las once de la mañana, ya era tar-
de, su cita con el médico no podía aguardar más. Se vistió. Cogió
un bolso del armario y miró hacia arriba con el mismo nerviosis-
mo. No resistió. Usó un taburete como escalón para alcanzarla.
Era su caja de recuerdos. Largamente olvidada. Intencionalmente
olvidada.
Se sentó de nuevo en la orilla de la cama. La abrió, no era Pan-
dora precisamente, pero como si lo fuera. Las cartas. Las notas.
Las fotografias. Su cuaderno de notas. Su compañero, su único
confidente. Se mareó, corrió al váter a vomitar. Cepilló sus dien-
tes y se tumbó en la cama de nuevo. Ahí estaba todo, todo lo que
se había prometido estaba escrito en aquel cuadernillo, todo lo
que se había perdido estaba en aquellas fotografías, todo lo que
no se había atrevido a decir estaba escrito en aquellas cartas, en
aquellas notas. Todo, estaba todo, veinte años de recuerdos es-
taban ahí resumidos en una cajita de recuerdos. Estaba todo, no
faltaba nada. Eran las once treinta, demasiado tarde.
\42
Fue a la cocina, bebió café. Entró por última vez a la habita-
ción, miró el cuadernillo y lo metió en su bolso junto con una par
de cartas cogidas al azar y unas fotos igualmente seleccionadas.
Salía de casa, se miró como de costumbre en el espejo junto a
la puerta. Como de costumbre se miró. Por primera vez en mu-
cho tiempo no se gustaba demasiado, no se agradaba demasiado.
Hizo mueca de hartazgo y dejó la casa.
"Taxi. Taxi. Al hospital central por favor." Durante el recorrido
sujetaba con fuerza el bolso, lo acariciaba. Sabía que dentro esta-
ba el cuaderno, las fotos y las cartas pero no se atrevía a abrirlo,
era violento pensar en lo que se encontraría, aún cuando sabía
perfectamente lo que encontraría. El ansia le quemaba, la curio-
sidad se le encajaba pero el miedo la frenaba, la detenía. Llegó
al hospital.
No quería hablar con nadie, no quería dar explicaciones a nadie.
Entre menos personas supiesen el motivo por el cual se encontra-
ba en el hospital sería mejor para ella y no precisamente porque
se sintiera avergonzada o que la juzgaran. No, el motivo era más
simple. No quería ver a nadie. No quería hablar. Prefería aislarse
del mundo. Prefería pasar el tiempo retraída en la pequeña isla de
sus pensamientos. Sin saber de nada. Sin saber de nadie.
Se acercó a la recepción y explicó a la administrativa el motivo
de su visita. Aquella le dio la papelería que debía llenar antes de
pasar con el médico. Formatos. Formatos y más formatos. Edad.
Lugar de Nacimiento. Nivel de estudios. Ingresos promedio. Es-
tado civil. Alergias a medicación. Última regla. Semanas en gra-
videz probables. Etc, etc. Era una hoja estadística. ¿Ya quién
demonios le interesaban sus motivos? ¿Y si no tenía ninguno?
Sólo no quería tener hijos y ya. Un segundo formato.Anteceden-
tes familiares. Tipo de sangre. Semanas en gravidez aproximadas
(de nuevo). Edad. Peso. Altura, más y más preguntas; entre tanta
confusión se equivocó de renglón, hubo de solicitar otro formato
que la administrativa le dio con mala leche. Seguro que aquella
sabía el motivo de su visita y ya le estaba juzgando. Presentando
testigos y sentenciándola. Intentó ignorarla pero no fue del todo
fácil. El bolígrafo dejó de pintar y para ahorrarse la cara de la
143
administrativa buscó uno en su bolso. Ahí seguían, nada faltaba.
Los recuerdos esperando por ser revividos. Esperando ser des-
cubiertos. Las letras y las imágenes eran peor que la cara de la
administrativa así que cerró el bolso y le pidió un bolígrafo, el
cual de nuevo le dio de mala gana.
Se acabó el papeleo. Lo entregó. Le indicaron esperar fuera del
consultorio once, ahí le llamarían. Espera. Espera. Minutos largos,
muy largos. Finalmente escuchó su nombre y se acercó. La pe-
saron. Midieron su altura. Se vistió con la bata. Se tumbó en el
banquillo. El médico le hizo las mismas preguntas del formulario.
¿Cuándo fue su última visita al ginecólogo? ¿Cuándo su última
regla? ¿Cuándo, cuándo? Él seguía explorándola y ella odiándolo.
Sentía el metal frío. Le calaba el frío, siempre había odiado visitar
al ginecólogo como todas las mujeres lo odian. Sentía frío en todo,
en el metal y en las palabras del médico. La consulta terminó.
La tortura era la que había terminado.
"¿ y ese idiota qué sabe? ¿Él qué demonios sabe si estoy segura
o no? ¿Que lo piense bien, que lo piense bien? Si no he tenido un
momento de sosiego. ¿Qué le hace imaginarse que no lo he pen-
sado?" Totalmente disgustada abandonó el consultorio. Se acercó
a la administración. Hizo el pago de la operación y se marchó.
Caminó por las calles, caminó y caminó, nunca se le habían
hecho tan largas las calles, nunca tan pesados los pies, nunca tan
144
pesado el bolso. El bolso que aún cargaba con sus notas. El par-
que, tenía de frente el parque por el que solía caminar cuando
reflexionaba sobre algo, cuando necesitaba cavilar. El mismo par-
que por el que caminó el día que se enteró que no era promovida,
el mismo parque por el que caminó la noche que se enteró estaba
embarazada. Todo el mismo día.
Se acercó con pasos vacilantes, las hojas secas de los árboles
crujían por doquier bajo sus pies, el otoño era más que evidente.
El cielo estaba ligeramente nublado y se adivinaba que caería
lluvia para la tarde. Era el marco perfecto para adornar su melan-
colía, su nostalgia. Finalmente se sentó en un banco ubicado en
el centro del parque cerca de una fuente con estatuas de delfines
que escupían el agua hacia arriba.
La angustia en la que su madre la había colocado dos noches
atrás fue desapareciendo. La ira que el médico le inyectó durante
la mañana se fue apaciguando. Alicia escuchaba con claridad el
correr del agua de la fuente y las risas de los niños que jugaban en
el parque; oía lejanamente música que unos chicos escuchaban,
oía sus carcajadas y sus chistes.
Despacio, con mucha calma pasaba sus manos una y otra vez
por el forro externo del bolso, por más de diez minutos repitió el
ademán. Su mente se despejó un poco, pero su corazón se ace-
leró. Estaba asustada. Sentía miedo. Tenía que hacerlo. Casi se
podría decir que se lo debía. Tenía que intentarlo. No estaba se-
gura de muchas de las cosas que se encontraría. "Tal vez estoy
exagerando", se dijo. Pero no, en el fondo sabía que aquello no
era una exageración. Esa caja estaba guardada en lo alto por una
razón. Sí que había un motivo. Evitarla. La había dejado relegada
en el fondo del armario ignorándola, sin valor para abrirla y sin
valor para mirarla.
Todo lo que había querido ser estaba escrito en esas páginas. La
comparación con lo que era actualmente sería inevitable. Alicia
contra Alicia se habían encontrado esa tarde en esa banca del par-
que y el encuentro no se podía aplazar más, no se debía aplazar
más. Alicia niña se encontraría con Alicia mujer. A ver qué pasa.
A ver qué sale. "Ahora o nunca", pensó. Ahora, decidió.
145
Abrió el bolso.
Respiro con fuerza y espero unos segundos a que su corazón
cogiera un ritmo más natural. Espero a que el temblor de las ma-
nos se desvaneciera un poco. Buscó en el fondo y sacó la primera
fotografia.
La imagen era de ella con su hermano cuando tenía cinco ailos
aproximadamente, él la cargaba en hombros. Él tendría trece o
catorce. Suspiró. En los recuerdos hacía ailos que no miraba esa
foto y en la realidad meses que no veía a su hermano. "Es que
estoy demasiado ocupada", susurró intentando justificarse sola.
Los últimos días le habían traído un huracán de memorias y
recuerdos que no podía contenerse y tal como los vientos de un
huracán cobran fuerza y su fuerza se vuelve más destructiva, sus
ideas y sus pensamientos se tomaban más poderosos y arrasaban
con su presente, aun cuando la realidad fuera de sus pensamien-
tos hacia lo propio.
Metió la mano en el bolso de nuevo y esta vez lo que apareció
fue una pequeila libreta, la pasta estaba desgastada y las hojas
amarillentas, algunas se desprendían y algunas ya estaban sueltas.
Hacía muchos ailos que Alicia no leía esas páginas, hacía ailos
que no pensaba en sus propias palabras, tal como había dicho de
su hermano, no había tenido tiempo para acordarse de quién era
ella misma de verdad. De quién habla querido ser.
Aun cuando Alicia conocía lo que estaba escrito en aquellas
páginas sentía un extrailo nudo en la garganta y un cosquilleo en
el estómago.
En las primeras páginas estaban escritas las pequeilas y tontas
preocupaciones que tiene una adolescente; dudas sobre su cuer-
po, cosas de amigos del colegio, algún poema escrito al cantante
favorito, y en esas mismas páginas estaban escritas preocupacio-
nes sobre su madre, y muchas, muchas páginas estaban dedicadas
a sus sentimientos después de cada una de sus discusiones, cada
vez que ella y su madre tenían un altercado Alicia se marchaba a
su habitación y volcaba en su cuaderno lo que sentía.
Sentimientos como miedo, desesperación o frustración estaban
perfectamente plasmados y descritos en esas páginas. Cuidado-
146
samente descritos para ser las palabras de una niña de trece años.
De todos ellos, de todos sus sentimientos el que aparecía con ma-
yor frecuencia era el de la impotencia, la sensación de no poder
hacer nada para cambiar las cosas, la impotencia de trabajar una
y otra vez y no obtener resultado, la impotencia de esforzarse por
agradar a los demás y en especial a su familia y no conseguirlo.
Desgastarse y no lograrlo. Sentada en la banca del parque. Alicia
se rio con un aire sarcástico. "Bueno eso no ha cambiado mu-
cho", se dijo, y continuó girando las páginas de la libreta.
Cosas aparecian y cosas desaparecían. Se reía con gracia de al-
gunas tonterías, se divertía al reconocerse a ella misma aun cuan-
do era lentamente.
Todo transcurría con aparente calma.
Todo transcurría con aparente calma. No fue sino a la mitad de
las notas cuando se encontró con una reflexión que la paralizó,
una reflexión que de verdad se le metió en la cabeza. Eran unos
recortes de revista, eran recortes de vestidos. Y unas notas junto a
ellos sugiriendo modificaciones. Alicia se encontró de frente con
un sueño olvidado.
Quería ser diseñadora de modas.
Quería hacer ropa bonita para ella y para su madre. Quería
hacer diseños para todas las mujeres. Ese era su sueño. Pero se le
había perdido. ¿En dónde se le había perdido?
Lo sabía perfectamente, reconocía el lugar y el momento en
que se le olvidó esa fantasía, en realidad era una combinación
de dos momentos. El primero de ellos fue cuando su madre miró
aquellos recortes en su cuaderno. En la casa de Alicia no había
muchas cosas prohibidas para nadie y su cuaderno de notas no era
la excepción. Su hermano, Daniel, lo había mirado y comenzó
a reírse apenas vio las notas de Alicia. Le arrebató el cuaderno
de las manos y comenzó a hojearlo corriendo por toda la casa,
carcajada tras carcajada Daniel corría y Alicia corría detrás de
él suplicando que se lo regresara. "Quiero ser una diseñadora fa-
mosa y que las mejores actrices se pongan mi ropa." Esa era una
de las frases de la Alicia niña. Su hermano la leyó en voz alta y
se partía de risa. Cuando la madre de ambos se percató de lo que
147
sucedía y Alicia se quejó de las burlas de Daniel, ella sólo dijo
que no era para tanto. "Diseñadora de modas, ay Alicia, qué voy
a hacer contigo", díjo su madre.
Alicia apretó contra su pecho el cuaderno. Recordar aquella
tarde era doloroso, recordó que después de eso se encerró en su
habitación y lloró, lloró por horas. Se vio a sí misma de trece
años sintiéndose inundada por aquel sentimiento, el sentimiento
de impotencia. El de no poder gritar, el de no poder defenderse,
el sentimiento de desplazamiento que sentía. No es que su familia
no la quisiese pero ella, a veces se sentía demasiado sola, sentía
que nadie la entendía, que nadie la comprendía. \éinte años des-
pués el sentimiento de impotencia y soledad seguía viviendo y
conviviendo con ella en todo lo que hacía.
Alicia seguía sintiéndose sola, seguía sintiéndose incompren-
dida e impotente ante situaciones sencillas, o no tan sencillas.
Impotente ante situaciones presentes como la de perder una opor-
tunidad de empleo.
La segunda ocasión en la que los sueños de Alicia parecieron
pequeños y ridículos fue la noche en que su hermano entró a
casa anunciando su partida a Francia. Esa noche fue la definitiva.
Ser diseñadora nunca se compararía con el futuro brillante que
le esperaba a su hermano. Nunca. La cara de las personas a su
alrededor; padres, amigos, familiares, vecinos nunca seria igual
para ella si continuaba pretendiendo ser diseñadora. Ese recuerdo
estaba más fresco, apenas hacía dos noches, después de la cena
con sus padres lo había evocado.
Alicia era incapaz después de renunciar a aquel sueño de com-
partirlo con cualquiera, excepto por una vez que le habló de
aquello a una amiga en el instituto. Era una noche que las dos
se encontraban en una fiesta de pijamas. Las dos amigas habían
comenzado a compartir cosas, cosas de chicas, sus gustos, sus
anhelos, los chicos que les gustaban y,Alicia compartió su sueño.
Su amiga se echó a reír como los otros. Le dolió.
-Pues si usted cree eso debería venir a ver esa obra. Escucho
las conversaciones de la gente que se sube al taxi y dicen que es
la realidad, que es lo que nos pasa a todos, que retrata la tristeza,
decía una mujer con su marido apenas la semana pasada.
Alicia se bajó del automóvil. Sacó el dinero del bolso. Las foto-
grafías y su libreta seguían en su lugar. Su pasado e ilusiones en
el bolso. Su antigua amiga en la esquina contraria. Qué emoción,
todo regresaba lentamente.
153
Cuando Alicia bajó del taxi giró la cabeza a la esquina donde
vio a Beatriz para ubicarla.
La pequeña que acompañaba a Beatriz se había echado a co-
rrer. Beatriz iba tras de ella. La niña corría sin mirar, en ninguna
dirección. Las luces del semáforo habían cambiado de nuevo. El
rojo se había ido y daba paso al verde. Los motores de los autos
se aceleraban de nuevo. La niña en su carrera atravesó la calle.
Un auto de color rojo no pudo frenar. Nadie habría podido frenar
a tiempo. La niña estaba en medio de la calle, en segundos.
Alicia se llevó una mano a la boca ahogando un grito. Alicia se
llevó la otra mano al vientre protegiendo lo que llevaba dentro.
154
XIV
* * *
Desde la otra esquina, Eduardo veía el tumulto que se había for-
mado. Podía observar gente ir y venir. Él continuaba sentado en
la terraza de la cafetería hablando con su amante. No podía evitar
que su atención se desviara al tumulto.
-Sí, sí. Te estoy poniendo atención, pero hay una pelota de gen-
te que se ha formado en la esquina. ¿Qué habrá pasado? -respon-
día él.
***
No, Alicia no sabía con certeza que la niña postrada en el suelo
era hija de Beatriz pero tampoco se necesitaban muchos más de-
talles para adivinarlo.
* * *
Finalmente llegaron paramédicos al lugar del accidente. Cami-
lleros y una enfermera se acercaron hasta la niña y la transporta-
ron al interior de la ambulancia.
Nada, las respuestas eran nada. Ninguna de las acciones que hu-
biese emprendido habría cambiado el hecho de que Eduardo estu-
viera con otra. La última pieza del rompecabezas habia encajado.
160
xv
Beatriz estaba sentada en una silla fuera de la sala de emer-
gencias del hospital esperando noticias sobre su hija. El teléfono
móvil sonó. Era Eduardo. Beatriz con los nervios en su máximo
le dijo la ubicación del hospital a donde había trasladado a Ana.
Eduardo llegó después de treínta minutos.
-Su hija está bien. El accidente ha sido del tipo fuerte en donde
por fortuna las consecuencias son pequeñas. La niña está dur-
miendo, despertará en unas horas. En menos de diez días estará
en casa. Uno de los padres debe permanecer aquí todo el tiempo
al menos por tres días. Considérense afortunados -dijo el médico
retirándose en menos de un minuto.
-Mi culpa, mi culpa, de qué soy culpable, dime de qué soy culpa-
ble, dime de qué demonios soy culpable -se defendía Eduardo.
-Y, entonces, qué pasa, qué pasa ahora, entiendo que estés mal,
que estés enojada y que te sientas confundida. ¿Qué es lo que
sientes?
-Sí, a veces fui feliz, pero muchas otras no -lo besó en la frente
y le díjo adiós.
167
XVI
Se quedó dormida.
-st, ¿tú?
169
-Hace muchos años que no la veía y la encontré en la peor si-
tuación. Era su hija. La niña atropellada era su hija.
-No puedo creer que esto haya sucedido, lo que esa mujer está
pasando en estos momentos deber ser horrible, es lo peor que
le puede pasar a una madre. Quisiera saber qué sucedió. Qui-
siera acompañarla. Un niño debe vivir, estas cosas no deberían
pasar.
173
XVII
-Es mi hija -le dijo con voz temblorosa su amiga. Las dos se
abrazaron fuertemente. El calor de la complicidad y el apoyo po-
dían palparse,Alicía sentía que su amiga se desplomaría en cual-
quier momento. No sucedió.
-Un niño debe vivir, estas cosas no deberían pasar ---dijo Laura,
la mujer mayor.
Ese primer día de labores después del huracán que había azo-
tado su vida en las semanas anteriores transcurrió normalmen-
te. Tranquilamente. Todo sucedía tal como Alicia pensó que
sería. Pilas y pilas de documentos se apilaban en su escritorio.
Cientos de asuntos acumulados que debían ser resueltos. Su
bandeja de entrada de correo electrónico llena de correos espe-
rando por respuestas. Teléfonos enloquecidos agendando citas
con ella. Compañeros de trabajo que seguían desfi lando frente
a su oficina susurrando el hecho de no haber sido promovida.
Nada la sorprendía, todo transcurría como cualquier otro día.
Las cosas seguían caminando con el mismo ritmo y la mis-
ma dirección pero ella ya no era la misma. Nada fue diferente
salvo la llamada a su oficina del director general al final de la
tarde que le pedía se presentará en su oficina con carácter de
urgente.
Alicia se dirigió hasta la oficina del director. Llamó a la puer-
ta y entró. Él la recibió con un abrazo y le pidió que tomara
asiento.
-Bienvenida.
-Gracias,
-Alicía todas las cosas suceden por una razón nada pasa por ca-
sualidad. Eres una publicista extraordinaria. Eres la mejor. Defi-
nitivamente eres la mejor y esta compañía necesita al mejor equi-
po. La razón por la que se decidió traer a una persona de Nueva
York en vez de elegirte a ti tiene una razón muy poderosa. Tú te
vas a Nueva York. Te vas a nuestra central mundial. Entenderás
que un anuncio de esta magnitud no podía realizarse sin la con-
firmación. Felicidades, lo conseguiste. Harás falta en esta oficína
-dijo el director orgulloso.
-Señor, nunca había estado tan de acuerdo con usted como esta
tarde. Efectivamente todas las cosas suceden por algo, todo tiene
una razón de ser, hace dos semanas mi vida estaba consagrada
a vivir para ese puesto. Cuando supe que no era la elegida me
devasté pero ahora las cosas son diferentes. En unos cuantos días
todo puede cambiar. Creo que no quiero ir a Nueva York, me
siento satisfecha con lo que hago ahora. Agradezco ser elegida
pero debo decir no.
Atónito, el director no daba crédito a lo que estaba escuchando.
179
-¿Crees que no quieres aceptar el puesto? ¿Eres consciente de
lo que dices?
180
XVII!
-Es una pena, una gran pena. ¿Era su amiga? ~ijo la mujer.
-Esa tarde le dije que la vida era así. Le dije que algunas perso-
nas mueren para que otros apreciemos la vida.
-Dije que algunas personas mueren para que los que vivimos
aprendamos a valorar la vida. Si ella salvo la tuya debes valorar
que estás viva, aprendiendo de su muerte.
-¿Y entonces qué? ¿Entonces qué pasa con nosotros, qué pasa
con todo lo que hemos construido? ¿Se acaba y ya? ¿Me estás
diciendo que por un error todo se termina?
\86
XIX
Todas las noches, todas; cuando se agota la luz del sol y con ella
nuestro día tendemos a pensar en todo aquello que hicimos, diji-
mos o pensamos en las horas anteriores, qué aciertos logramos,
qué errores vivimos, con quién hablamos en el transcurso del día.
En muchas ocasiones algunos de nosotros dedicamos un poco de
tiempo para preparar o planear nuestro siguiente día; todas las
noches, todas, podemos ir a la cama siendo alguien diferente.
A veces ocurre que despertamos siendo una persona y dormi-
mos siendo una completamente distinta. Evidentemente la apa-
rición de esta posibilidad se presenta en muy pocas ocasiones y
sin embargo cuando tal posibilidad se torna realidad, aparece y
se presenta inundando todo a nuestro alrededor, llenándolo todo,
incluido lo que ignorábamos existiera dentro de nosotros.
Al cerrar los ojos por la noche para abandonarnos al sueño, la
mayoría de nosotros tiene la habilidad de conectarse con su yo
inconsciente, con su yo escondido, con su yo tímido. Con los
ojos cerrados podemos imaginarnos en otros mundos, en otros
espacios, con otras personas, viviendo otra vida y en cambio al
abrirlos estar ciegos, no ver nada. No ver más allá de nuestra vida
diaria.
Cada cosa posada en este mundo nació como idea, nació como
deseo. Y nos aferramos, nos asimos, nos abrazamos de lo seguro.
191
ÍNDICE
II 9
III 17
IV 25
V 38
VI 54
VII 66
VIII 82
IX 94
X 111
XI 123
XII 131
XIII 142
XIV 155
XV 161
XVI 168
XVII 174
193
XVIII 181
XIX 187
194
AGRADECIMIENTOS
Amis amigos, Martha C., Lorena O., Iván G.,Alberto R., Ma-
riana M., por estar siempre que les necesito. Por estar conmigo
aunque no esté, para los que estoy aunque no esté.
A Mayra S., por ser mi guía desde que nos vimos por vez pri-
mera.