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Historia Social del Deporte
Unidad III
Guttmann Allen: El sueño del Barón (Pierre de Coubertin): The olympics. A History of the
Modern Games. University of Illinois Press. Chicago. 2002. Traducción de la cátedra.
Capítulo 1: El sueño del Barón.
Nacido en París el 1 de Enero de 1863, hijo y heredero del Barón Charles Louis Frédy de
Coubertin y su esposa; Pierre de Coubertin era todavía un niño cuando Francia sufría la
humillante derrota en manos de los Prusianos en 1870. En Sedan, el emperador Napoleón III
fue capturado junto a la mayoría de su ejército. Los victoriosos prusianos anexaron las dos
provincias orientales de Alsace y Lorraine y temporalmente ocuparon el palacio de Versalles
para anunciar la formación del Imperio Germano (presidido por Prusia). Como la mayoría de
los franceses (hombres), el joven Coubertin ardía en deseos de vengar la derrota y recuperar
las provincias perdidas. Como hijo de una de las familias más aristocráticas de Francia,
Coubertin pudo haber sentido una responsabilidad particular en la búsqueda de revancha por
la debacle de Sedan.
Como muchos jóvenes aristócratas, cuya posición social los exceptuaba de las ocupaciones
burguesas, Coubertin inicialmente consideró la carrera militar. Una corta estadía en St. Cyr lo
convenció de que no estaba destinado a ser soldado. Por un tiempo estudió Leyes. Luego en la
Ecole Libre des Sciences Politiques se dio cuenta que su verdadera vocación era ser un
educador y una propagandista.
El mentor de Coubertin lo introdujo en la teoría social de LePlay, un pensador cuya influencia
en el joven francés fue profunda. LePlay, le dedicó su vida a la restauración de la paz social y la
armonía doméstica. Muy atraído por su objetivo, Coubertin publicó algunos ensayos en la
revista de LePlay ‘La Reforme Sociale’. En 1883, Coubertin se unió a la ‘Union de la Paix’, que
LePlay había fundado en 1871.
En esos años, Coubertin se obsesionó con las memorias de la Guerra Franco Prusiana. La
derrota no se la atribuía a la arrogancia de Napoleón III, sino a la inferioridad física del joven
francés promedio. La falta de aptitud física de los soldados fue probablemente un factor
menor comparado con la sobrestimada confianza del emperador en su genialidad estratégica;
de todos modos era cierto que los jóvenes franceses eran en promedio menos robustos que
los prusianos.
En los primeros años del S XIX, cuando los franceses bajo el mando de Napoleón I ocuparon
gran parte de Alemania, Friedrich Ludwig Jahn creó un estilo de gimnasia extremadamente
nacionalista. A los ejercicios de correr, saltar, trepar, colgarse y columpiarse que los
progresistas educadores germanos habían desarrollado hacia finales del S XVIII, Jahn le agregó
un motivo patriótico ferviente: unificar el Volk alemán dividido y echar a los franceses
invasores del sacro terreno alemán. El nombre que Jahn le dio a este tipo de gimnasia –
Turnen‐ enfatizaba su carácter único. Para mediados del S XIX, Turnen era la base de la
educación física en las escuelas, clubes y asociaciones alemanas. Mientras los niños franceses
aprendían literatura, los alemanes combinaban el sedentarismo de los estudios con vigorosos
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ejercicios físicos. En tiempos en que la guerra era todavía llevada adelante por la infantería, la
condición física puede no haber sido decisiva, pero ciertamente importaba, y los soldados
alemanes estaban en mejor estado que los franceses. En sus escritos Coubertin apelaba a sus
compatriotas a convertirse en resistentes como sus eternos adversarios. Concluía de todos
modos, que había mejores caminos para la destreza física que las rutinas alemanas de
educación física. Coubertin en ese sentido, miraba en dirección a Inglaterra.
Mientras los alemanes estaban ocupados con su Turnen, los ingleses se habían vuelto
aparentemente locos por el deporte. Esto era particularmente cierto para las elitistas ‘public
schools’ (escuelas privadas, ‘publicas’ solo en la medida en que aceptaban a hijos de plebeyos
junto a hijos de la nobleza). En Eton, Harrow, Winchester etc., se les permitían a los
muchachos dedicarle una cantidad extraordinaria de su tiempo a remar, correr, saltar y jugar
juegos de pelota. Pero Coubertin malinterpretó el origen de este entusiasmo por el deporte. A
partir de una interpretación errada de un libro de Thomas Hughes, Coubertin pensó que
Thomas Arnold, director de Rugby desde 1828 hasta 1842, había sido un ferviente defensor de
los deportes. Arnold se convirtió para Coubertin en una especie de padre espiritual.
En los hechos, Arnold estaba más interesado en la educación moral de los muchachos que en
su desarrollo físico. No importaba. Coubertin, al igual que otros franceses anglo parlantes,
admiraban la fortaleza en la salud de los alumnos ingleses. Los deportes parecían haber
desarrollado no solamente la condición física envidiable de los alumnos, sino también su
carácter. Relucían con una sólida autoestima que sus maestros aducían a horas de cricket,
fútbol y rugby. Coubertin compartía la creencia con otros ingleses, en la conexión vital entre
deporte y otros aspectos más serios de la vida.
Arnold no fue el único inglés que influyó en Coubertin. En 1849 el Dr. W. P. Brookes había
instituido Juegos Olímpicos en Shropshire. Además de juegos atléticos, había juegos de cricket,
juegos de sortija, y competiciones artísticas y literarias. Había carteles escritos en griego, y
coronas de laureles para los victoriosos. Los juegos fueron anuales, por alrededor de 40 años.
En 1890, el joven Coubertin visitó a Brookes, de 82 años, y discutió con el la posibilidad de
revivir los antiguos Juegos Olimpicos.
Otro inglés, John Astley Cooper, era para Coubertin más un rival que una inspiración o un
modelo. En 1891, Cooper propuso un Festival pan‐británico y anglo‐sajón, al cual atletas
norteamericanos y del Imperio Británico serían invitados. A través de los deportes
demostrarían la superioridad anglosajona y estrecharían los lazos de la amistad anglosajona.
Coubertin fue un mejor propagandista que Cooper, y mucho mejor organizador. Sus juegos se
hicieron realidad una generación antes.
Una visita a Estados Unidos de América en 1889 familiarizó a Coubertin con la noción
americana de educación física y con la manía nacional por los deportes intercolegiales. Estuvo
especialmente impresionado por las facilidades que colleges y universidades pusieron a
disposición de sus alumnos. Esa fue una ocasión para conocer a Theodore Roosevelt,
desarrollando una amistad que duró años.
Esta apertura a la influencia inglesa y norteamericana puso a Coubertin en desacuerdo con sus
compatriotas anglofóbicos. Sin dejarse llevar por las críticas de estos chovinistas, Coubertin
produjo una serie de publicaciones llamando a los franceses a emular a los ingleses.
Trabajando de cerca con educadores de escuelas progresistas, hizo propaganda en post del
atletismo que era una parte tan prominente en la educación secundaria británica. El éxito
inicial demostró qué tanto tenían que trabajar los reformistas franceses para modificar los
prejuicios franceses. Cuando los muchachos de varios liceos jugaban fútbol en los campos de
París, los espectadores asumían que eran ingleses que hablaban excelente francés. Además de
trabajar con aquellos pocos educadores por su entusiasmo en el deporte inglés, Coubertin
organizó o reorganizó un número de asociaciones deportivas, la más importante de ella era la
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Unión de Sociedades Francesas de Deportes Atléticos (USFSA) fundada por Coubertin y su
amigo Georges St‐Clair en 1890. Dos años después Coubertin decidió que era tiempo de revivir
el más famoso festival atlético de la antigüedad – los juegos olímpicos.
Para cuando Coubertin llegó a esta decisión la tecnología moderna había empezado a
transformar el mundo en una “aldea global”. Los viajes parecen haber extendido los horizones
de Coubertin. Su fantasía de revancha contra los prusianos gradualmente fue dando lugar a
una filosofía más humana. Seguía siendo un francés patriota pero ya no era un chovinista.
Había sido atraído por la visión humanista de un mundo pacífico. El deporte seguía siendo el
medio pero los fines se habían modificado.
“Nada en la historia antigua inspira en mí mas reverencia que Olympia” escribió Coubertin,
pero ciertamente no fue el primero en acariciar el sueño de la renovación olímpica. El
cristianismo había terminado con los juegos antiguos, sagrados para Zeus, por su asociación
con el paganismo, pero el mundo cristiano nunca había olvidado los juegos, y varios
académicos de tiempo en tiempo sugirieron que debían ser revividos, purgados de cualquier
rastro de paganismo. Durante el Siglo XIX, hubo propuestas más reales. Dr. Brookes fue el
primero en intentarlo.
También hubo varios intentos en el continente. En Suecia, en Alemania. El intento más serio de
renovación de los juegos olímpicos ocurrió en Atenas en 1859. Estos primeros juegos atrajeron
poca atención fuera de Grecia, pero otro intento, 11 años después fue de alguna manera más
exitoso. La serie griega de los Juegos cesó en 1889.
El mundo más o menos ignoraba estos juegos, pero para el tiempo que se agotaron Coubertin
se había transformado en un especialista en llamar la atención de la gente. Como uno de los
líderes de la USFSA sugirió una gran celebración en ocasión del quinto aniversario de la
asociación. A la fiesta el 25 de noviembre de 1892 fue una gran multitud de franceses y
dignatarios extranjeros a quienes Coubertin anunció su gran plan de revivir los “Juegos
antiguos”. “Es necesario internacionalizar el deporte” proclamó; “es necesario organizar
nuevamente los Juegos Olímpicos”. La respuesta inicial fue de perplejidad. De acuerdo a
Coubertin, la mayoría de los delegados sentía que los Juegos Olímpicos estaban “en la misma
categoría que los misterios de Eleusis o el Oráculo de Delphi. Cosas que estaban muertas y que
solo podían ser revividas en una ópera cómica”. De hecho, uno de los oyentes de Coubertin se
le aproximó 4 años después y le confesó que ella pensaba que en ese momento el estaba
haciendo referencia a una producción teatral que ella había visto en San Francisco. Sin dejarse
desanimar por la falta de respuesta inicial, Coubertin invitó a determinados educadores
prominentes y figuras públicas a un Congreso Internacional aún más ambicioso en la Sorbonne.
El propósito principal anunciado era discutir el problema del amateurismo.
El concepto de amateurismo como era entendido fue un invento de las clases medias y altas
victorianas. El propósito explícito era excluir a las clases bajas de los Juegos de la clase ociosa.
En sus primeras formulaciones las reglas del amateur prohibían la participación de aquellos
que realizaran cualquier tipo de trabajo manual. Los defensores del amateurismo intentaban
justificar su snobismo diciendo que las clases bajas eran incapaces de actos de juego limpio y
buen comportamiento deportivo.
La definición original de amateurismo tenía por lo menos la ventaja de la claridad. Cuando la
exclusión en base a la pertenencia de clase lucía demasiado antidemocrática para defender, el
concepto de amateurismo fue revisado para que restringiera la elegibilidad a aquellos que no
recibían beneficio material, directo o indirecto de ningún deporte. Aunque esta formulación
fue una mejora, de todos modos seguía siendo negativa. Y también parecía ilógica. El ideal
amateur fue luego reformulado mas lógicamente y en términos más positivos. En la mayor
parte del Siglo XX el amateurismo fue defendido con el argumento de que el juego limpio y el
buen comportamiento deportivo son posibles únicamente cuando el deporte es un
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pasatiempo (avocation, en inglés) para un atleta, nunca su trabajo (oficio, profesión, vocation
en inglés). Los atletas amateurs fueron definidos como aquellos que compiten por el intrínseco
placer de la competencia, no porque le deporte les provee la base material de su existencia.
Después de todo, la palabra “amateur” deriva de la palabra latina “amor”.
Esta versión de la regla fue una mejora sobre las formulaciones más negativas, pero la falta de
lógica seguía siendo obvia. El proceso era irreversible. Muchos de los mejores atletas del
mundo fueron declarados profesionales por cobrar sumas de dinero muy pequeñas.
Interpretada de esta manera tan rígida, la distinción entre pasatiempo y trabajo aparece como
absolutamente irracional para casi todos excepto para aquellos cuyo poder y privilegio les
permiten definir la realidad.
Esta cuestión del amateurismo nunca emocionó tanto a Coubertin como lo hizo a alguno de
sus contemporáneos y sucesores.
Con la esperanza de ganarse a los deportistas americanos para su proyecto, Coubertin retornó
a los Estados Unidos en 1893 para asistir a la Columbian Exposition en Chicago como
representante oficial del Ministerio de Educación francés. Luego de esta participación viajó a
San Francisco y Nueva Orleans antes de pasar 3 semanas en la Universidad de Princeton como
invitado del profesor William Milligan Sloane. Su anfitrión arregló una cena en el Club de la
Universidad de New York; los invitados – administradores americanos del deporte –
escucharon sin mucho entusiasmo la propuesta de Coubertin. Fue especialmente
desafortunado que Coubertin falló en ganar la cooperación de James Sullivan, Secretario de la
Unión Atlética Amateur de los Estados Unidos (AAU).
Los británicos fueron de alguna manera más receptivos. En una cena llevada a cabo en Febrero
en el Club Deportivo Universitario de Londres, Astley Cooper generosamente le dio la
bienvenida a Coubertin como “el profeta de una nueva era”. El príncipe de Gales, conocido por
su amor a los deportes, le prometió al barón apoyo para su sueño. Charles Gerberth proveyó el
apoyo de la asociación atlética amateur del país.
En la medida en que el día de la conferencia en la Sorbona se aproximaba, Coubertin preparó
su argumento brillantemente. En la víspera de la conferencia, publicó un ensayo en el Revue
de París en el elocuentemente llamaba a la reactivación de los Juegos Olímpicos. Arregló que
los 78 delegados confluyeran en un auditorio cuyas paredes habían sido recientemente
arregladas con murales neoclásicos. Los delegados fueron seducidos a través de la vista y del
oído. El día de la inauguración, junio 16, asistieron a la presentación del antiguo “Himno a
Apollo”, acompañado por arpas.
La discusión sobre el amateurismo empezó el domingo y prosiguió por varios días. Como todas
las conferencias de Coubertin, ésta tenía un programa completo de entretenimientos festivos,
exhibiciones y shows. Atrapando a los deslumbrados delegados en el momento propicio, el
barón propuso el resurgimiento de los Juegos Olímpicos. ¿Por qué no? En junio 23, los
delegados votaron unánimemente para apoyar el plan de Coubertin. “Si los Juegos Olímpicos
han sido traídos de vuelta a la vida”, escribió Coubertin en sus Memoires Olymphiques, “fue
quizás durante esos momentos en que todos los corazones latían al unísono”. Los delegados
que asistieron a la conferencia también le dieron la potestad a Coubertin para elegir un Comité
Internacional “que luego sería el Comité Olímpico Internacional”. Durante el banquete de
cierre de la conferencia, un especialista francés en Antigüedad Clásica, Michael Breal, ofreció
un trofeo para coronar al triunfador de una carrera especial en conmemoración de la victoria
griega sobre los invasores persas en la Batalla de Marathon en el 490 AC. La distancia entre el
sitio de la batalla y el estadio de Atenas era aproximadamente 22 millas.
En junio 19, Coubertin le sugirió a Demetrios Bikelas, un prominente literato griego residente
en París, que sería apropiado que los primeros Juegos Olímpicos de la era moderna se hicieran
en Atenas. Bikelas accedió e hizo la propuesta formal en sesión plenaria el 23 de junio. La
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propuesta fue aceptada con entusiasmo y le ofrecieron a Bikelas la presidente del primer
Comité Olímpico Internacional. En opinión de David Young, Bikelas, fue “el más informado,
más internacional, más cosmopolita” de los 7 presidentes del COI.
Fue Coubertin sin embargo, quien determinó la composición política del cuerpo gobernante.
Estaba especialmente ansioso porque el COI fuera tan independiente políticamente como
fuera posible. Para lograr ese objetivo, se les pedía a los miembros que fueran “embajadores
del Comité en sus respectivos países”. Coubertin agregó que era el hombre lo que importaba,
“no el país”. En la medida que se esperaba que los miembros no solamente pagaran los gastos
de sus viajes sino también contribuyeran a los costos del COI, la mayoría de ellos debían ser
adinerados. Los miembros fueron seleccionados en base a sus riquezas y estatus social. Los
miembros más activos del primer COI fueron Viktor Valck (Suecia), Aleksander Butkowsky
(Rusia), Jiri Guth‐jarkovsky (Bohemia), Ferenc Kemeny (Hungía) y William Milligan Sloane
(USA). Los otros miembros eran los británicos Charles Gerbert, el francés Ernest Callot, el Dr. J.
Zubiaur de Argentina, Leonard Cuff de Nueva Zelanda, y un grupo de nobles con poca
participación.
El primer COI estuvo conformado por un grupo con influencias, y las influencias eran
necesarias. Los griegos no estaban entusiasmados con el honor no solicitado de ser los
anfitriones de los Juegos. En un apresurado viaje a Atenas, Bikelas señalo a Stephanos
Dragoumis, miembro del Club Atlético Zappeion, como la cabeza del Comité Organizador, pero
Dragoumis probó ser incompetente y el Comité logró muy poco. Para el otoño de 1894
Dragoumis proponía que los Juegos se pospusieran 4 años y se mudaran en París. Aunque
David Young criticó que “los griegos recibieron muy poca ayuda de Coubertin”, el barón
interrumpió sus preparativos matrimoniales para viajar a Atenas. Una vez allí, disparó un
aluvión de discursos. La adulación funcionó y Dragoumis fue convencido para que libere los
fondos de la familia Zappas para la promoción de los deportes griegos. De alguna manera
Coubertin pudo llegar a su boda el 12 de marzo.
Los Juegos mientras tanto se habían convertido en una especia de pelota política que se la
pasaban entre liberales y conservadores mientras maniobraban por el control del gobierno
griego. El líder de la oposición, Deligiannes favorecía los Juegos, pero el Primer Ministro
Trikoupis argumentaba que Grecia era incapaz de soportar la carga financiera que implicaba.
No modificó su posición una apelación enviada a el por el Dr. Brookes. Afortunadamente para
el COI, Trikoupis renunció en Enero de 1895 y Deligiannes asumió como Primer Ministro.
De todos modos los caminos a Olympia no eran de ninguna manera claros, el Comité
Organizador continuaba siendo inefectivo, y si no hubiese sido por la activa intervención de la
Corona del príncipe Constantino y sus hermanos, es probable que los Juegos nunca hubieran
ocurrido. Constantino llamó a una reunión en Enero 13 en el Zappeion, y apeló a sus
compatriotas a apoyar “esta gran empresa”. Timmoleon Philemon, un ex mayor de Atenas, fue
nombrado Secretario General del nuevo Comité Organizador. Habilidoso recaudador de
fondos, Philemon zarpó hacia Egipto y persuadió a George Aberoff, un acaudalado empresario
griego residente en Alejandría, para que proveyera dinero para restaurar el antiguo estadio
originalmente construido por Herodes Aticus durante el reinado de Hadrian.
Además de los problemas inevitables que presenta cualquiera que sponsorea un evento
internacional de esta magnitud, había dificultades administrativas. Coubertin tenía que
preocuparse por reglas y reglamentos atléticos ad hoc. No había, en 1896, federaciones
internacionales efectivas que regulen ciertos deportes, y las nacientes federaciones nacionales
estaban en ocasiones en desacuerdo unas con otras. Más importante que las reglas y
regulaciones en la mirada de Coubertin era el simbolismo en los Juegos. Bosquejó planes para
la ceremonia de apertura y clausura, ambas para enfatizar como idea dominante de la paz
internacional.
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La publicidad era un problema también. Muy pocas personas estaban interesadas en el
experimento de Coubertin, Dutkowsky envió noticias desalentadoras desde Rusia: “Nuestra
prensa encuentra la cuestión del entrenamiento físico no merecedora de ser mencionada”. En
la medida de que los Juegos Modernos eran poco conocidos en la Rusia zarista, Coubertin no
estaba particularmente inconforme con la realidad de que pocos, o quizás ningún atleta rusa
planeara ir a Atenas. La apatía británica era por el contrario, un problema serio. Un
editorialista en el Spectator de Londres ridiculizaba a los Juegos como un “capricho atlético”, y
la Asociación Atlética Amateur era poco entusiasta con respecto al proyecto. Solo 6 británicos
viajaron a Atenas. El equipo americano consistio de 4 juniors de Princeton, quienes fueron
excusados de sus clases gracias al profesor Sloane, y un contingente de 5 hombres –educados
en Harvard‐ del Boston Atletic Club. Un sexto bostoniano, James Brendan Connolly, era
miembro del Suffolk Atletic Club y estudiante de grado de Harvard. Cuando el decano le dijo a
Connolly que no iba a ser readmitido si dejaba Cambridge antes del final del semestre,
Connolly le anunció, “me voy a los Juegos Olímpicos, por tanto he terminado con Harvard en
este momento, buen día señor”.
Coubertin ya no era hostil con la nación que le había infringido a Francia la humillación militar
en 1870‐71; ni estaba lo suficientemente familiarizado con los deportes germanos. Maximilian
Von Schwartzkoppen, el agregado militar de Berlín en París, le sugirió enviar una invitación al
general Victor Von Podbielsky, cuyo Union‐Klub manejaba una pista de carreras en Berlín.
Coubertin no recibió respuesta de Podbielsky. Le escribió a Walter Benceman del Strassbourg
Football Club pero no hubo respuesta a esta carta tampoco. Afortunadamente, Willlibal
Gebhardt, un químico, se enteró del gran evento. En Diciembre de 1895, menos de seis meses
antes de que empiecen los Juegos, organizó un Comité Alemán y empezó a reclutar un equipo.
No fue fácil. “Nuestra sensatez alemana” proclamó el gimnasta del Dutsche Turnerschaft, “no
puede aguantar esta estafa francesa”. Gebhardt persuadió a 10 gimnastas y otros 3 atletas a
unirse al equipo germano. Coubertin estaba tan satisfecho por los esfuerzos de Gedhardt que
lo reclutó para el COI.
Los mismos compatriotas de Coubertin eran una desilusión. Aunque Coubertin era uno de los
fundadores de la USFSA, permanecía apartado. “En este momento”, comentó un
condescendiente vocero de la organización, “los Juegos Olímpicos han hecho confluir en
Atenas un grupo de atletas de segundo rango”. Esto no era lo único desalentador. Daniel
Merrillon le informó a Coubertin que los tiradores de la Sociedad de Tiro no estaban
dispuestos a asociarse “indiscriminadamente” con otros deportistas. Los gimnastas franceses
estaban ofendidos porque Coubertin quería incluir competencias en el cuadrilátero y otros
equipamientos en vez de demostraciones masivas no competitivas de agilidad entrenada que
eran –a sus ojos‐ el objetivo real de la gimnasia. Los franceses que fueron a Atenas, incluían un
par de ciclistas profesionales y un corredor. Cuando Thomas Curtis le preguntó al francés
porque se estaba poniendo un par de guantes blancos para empezar la carrera de los 100
metros la respuesta fue simple: “a‐ha! eso es porque corro para el rey”.
En la medida que el día de la apertura se acercaba, la excitación de Coubertin parecía casi
palpable. Escribió en una carta en marzo 26: “la primavera ateniense es doble esta año.
Calienta no solo la atmosfera clara sino también el alma del pueblo. Realza el dulce olor de las
flores entre las piedras del Partenón… el sol brilla y los Juegos Olímpicos están acá. Los miedos
y las ironías del pasado año han desaparecido. El escepticismo ha sido eliminado. Los Juegos
Olímpicos no tienen ni un solo enemigo”. No era cierto que los Juegos no tenían ningún
enemigo, pero Coubertin prefería siempre resaltar lo positivo. Si no hubiera sido de disposición
optimista, hubiera abandonado su sueño mucho tiempo antes.
Los Juegos Modernos fueron inaugurados con estilo, con el ritual y la fanfarria que Coubertin
creía esencial para su propósito social. El rey dijo unas palabras. Se dispararon cañones. Se
soltaron palomas. Cuando la competencia había terminado se izaron banderas por los
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victoriosos. Pero mucho de los símbolos más familiares – como los anillos olímpicos y el lema
Citius, altius, fortius – vendrían en el futuro.
Los ciudadanos del país anfitrión eran la mayoría de los aproximados 300 competidores, y la
mayoría de los cuarenta mil espectadores eran griegos. Para ellos había una visión encantada
del renacer de la gloria olímpica – y el hecho molesto de la presencia norteamericana. Muchos
de los que escribieron sobre estos primeros juegos comentaron sobre los ruidos inexplicables
(“siss, boom, bah”) hechos por los espectadores norteamericanos, algunos de los cuales eran
marineros jóvenes del crucero San Francisco. El reporte griego oficial de los Juegos refirió a los
“absurdos gritos” de los americanos.
El equipo americano era claramente el más fuerte de los que habían participado en Atenas,
pero no era bajo ningún punto de vista el equipo más fuerte posible. Thomas Burke ganó los
100 metros planos en 12 segundos; Luther Cary había establecido el record de 10.75 segundos
en 1891. Burke ganó la carrera de los 400 metros en 54.2 segundos; el record de Edgar Bredin,
establecido en 1895, era casi 6 segundos más rápido. Aunque Robert Garrett probablemente
no haya visto un disco olímpico antes de llegar a Atenas, ganó ese evento al igual que el
lanzamiento de bala, ambas con distancias más cortas que el record mundial. Los espectadores
griegos estuvieron especialmente disconformes cuando Garrett lanzó el disco a 29.15 metros
venciendo a Phanagiotis Paraskevopulos en el históricamente resonante evento. Con una
performance similarmente modesta, Ellery Clark triunfó en el salto en alto y salto en largo,
mientras James Connolly, Thomas Curtis y William Hoyt vencieron en el salto triple, los 110
metros con vallas y el lanzamiento de jabalina. EL australiano Edwin Flack ganó la medalla de
oro en las carreras de 800 y 1500 metros. También participó junto al inglés Roberson en los
dobles de tenis.
La competición en más de un deporte no era para nada poco común en esos días. El alemán
Fritz Hofmann ganó dos eventos gimnásticos y terminó segundo en las carreras de los 100 y
400 metros. Flack y Roberson no eran los únicos equipos internacionales. J. P. Volan y Fritz
Traun formaron un equipo de tenis ingles‐alemán y vencieron al par griego en las finales.
Los gimnastas alemanes fueron bastante exitosos, ganando 3 de los 6 eventos. Sus medallas
fueron de alguna manera una compensación por su expulsión de los torneos alemanes, que se
llevaban adelante para prevenir que se involucraran en esos juegos de inspiración francesa. Un
húngaro, Alfred Hoyos Guttmann se alzó con un par de medallas de oro en los eventos de
natación llevadas adelante en las frías aguas del mar Egeo.
El orgullo griego fue salvado por las victorias en los eventos de tiro y ciclismo y por una
dramática victoria en la primera maratón mundial. Aunque competían algunos extranjeros, el
ganador fue Spiridon Louys, un griego, cuya entrada en el estadio olímpico atrajo a los
príncipes Constantino y George a la pista para acompañarlo a la meta. Mientras el caos llenaba
el estadio, Charles Maurras le hizo un comentario profético a Coubertin: “veo que tu
internacionalismo…no mata el espíritu nacional ‐lo fortalece‐.”
El nacionalismo era ciertamente evidente. Durante los preparativos para las Juegos en 1895,
los griegos no estaban muy contentos con el rol de Coubertin como renovador. Tal como lo
notó John Lucas, “el nombre de Coubertin estaba ausente de los boletines olímpicos oficiales,
programas tentativos, edictos reales, instrucciones del comité organizador y de la prensa
griega”.
Cuando Coubertin reclamó haber tenido que ver con el asunto, un periódico ateniense lo
describió como “un ladrón tratando de robar a Grecia su herencia”. Ahora que el sueño se
había hecho realidad el nacionalismo había sufrido una escalada. La victoria en la maratón, con
todas sus connotaciones de antigua gloria militar, dio paso a un frenesí patriótico en el cual los
jubilosos griegos premiaban a Louys con grandes sumas de dinero, gran cantidad de
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mercancías y numerosas ofertas de matrimonio. El rey George estaba tan contento por el éxito
en los juegos que proclamó su esperanza de que Grecia fuera anfitriona cada 4 años.
Philemon recibió esta idea con gran entusiasmo e intentó reemplazar el COI por un Comité
íntegramente griego. En su intento por usurpar los juegos, Philemon tuvo el apoyo del Primer
Ministro Deligiannes y la familia real. En el banquete real y en la ceremonia de premiación,
Coubertin fue más o menos hecho a un lado, tratado, en palabras de John Mac Aloon, como
solo “otra cara en la multitud”. Mientras que Young está en lo cierto cuando asegura que
Coubertin subestimó la contribución de Bikelas y buscó proclamar “todo el crédito para sí
mismo”, la rudeza experimentada en Atenas puede explicar la insistencia de Coubertin en que
el merecía algo más que un gran desaire.
El rol de Coubertin puede no haber sido reconocido en su momento, pero él todavía
controlaba el COI, con el cual se encontró varias veces durante estos primeros juegos. Nueva
York, Berlín y Estocolmo fueron tentativamente sugeridas para los siguientes juegos. Coubertin
prefirió París. Fue acordado que no se le permitiría a los griegos monopolizar los Juegos
Olímpicos Modernos, pero se decidió que habría juegos en Atenas en el medio de cada
Olimpiada. Los juegos de 1906 fueron los únicos celebrados después de los cuales estos juegos
inter‐olimpiadas fueron abandonados.
En un ensayo retrospectivo publicado en Noviembre de 1896 en la revista Century, Coubertin
omitió mencionar cualquier tipo de rudeza o ingratitud en los primeros Juegos Olímpicos
Modernos. Se declaró optimista sobre los Juegos y su potencial contribución a la “armonía y
buenaventura” en deportes y a la “paz universal”. En los años que siguieron, su optimismo fue
puesto a prueba.
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